La filosofía clásica establece una división tripartita de la verdad: 1)
Verdad como propiedad de las cosas o verdad ontológica. 2) Verdad como
propiedad del conocimiento, es decir, adecuación o conformidad de mi
entendimiento con la realidad. Se trata de la verdad lógica. 3) Y,
finalmente, la verdad como prerrogativa del lenguaje. A las verdades del
primer tipo se les opone la falsa apariencia; a las del segundo, el e.; y
a las del tercero la mentira (v.) (S. Tomás, De veritate, ql). Con este
esquema tenemos ya situado al error Su estudio compete, pues, a la
gnoseología (v.) o teoría del conocimiento (v.).
Antes de adentrarnos en su estudio conviene dejar suficientemente clara una distinción importante entre ignorancia (v.) y error. Ambos coinciden en ser privación de un conocimiento para el que se posee aptitud, frente a la nesciencia que no viene a ser otra cosa que la absoluta falta de capacidad para hallar la verdad; lo único que ocurre es que mientras la primera no supone juicio alguno, el segundo connota forzosamente la segunda operación del espíritu (v. juicio). El e. se nos manifiesta en un juicio falso, para errar debemos juzgar, y podemos definirlo como el estado en que se encuentra la mente humana cuando toma lo falso por verdadero. Puede distinguirse también entre e. y engaño. Del primero sólo puede hablarse en el ámbito de los juicios; del segundo, en la esfera de las percepciones. Los fenomenistas al no distinguir claramente entre sensación y percepción descartan la posibilidad de engaño en esta segunda (v. FENOMENISMO).
Algunas interpretaciones. Los eleatas negaban existencia al e., y el argumento en el que se basaban era congruente con los supuestos ontológicos de que partían. Sólo del ser puede hablarse, el discurso lógico sobre el no-ser es imposible e inviable; hablar del e. es un non-sens puesto que una proposición errónea es una proposición que «no-es-verdadera» y en definitiva, de lo que no-es no puede enunciarse nada (v. ELEA, ESCUELA DE). Una postura, a radice, antípoda a la de los fixistas presocráticos sería la de los sofistas (v.) y la de los escépticos (v.) absolutos, para los que nuestro conocimiento se halla irremediablemente preso en el e. y jamás puede librarse de éste por más vueltas que le dé. Si para aquéllos el e. resultaba incongruente con el principio primero de su ontología, para éstos, lo que sí es absurdo es el poder hablar de conocimiento verdadero.
Muchas veces las tesis ingenuas del escepticismo ocultan una confusión de conceptos y una extrapolación de lo que en el fondo ha sido el aguijón que ha impulsado al hombre a filosofar. De la imperfección de nuestro conocimiento, de nuestras limitaciones en el campo gnoseológico, de nuestra misma finitud constitutiva, propiedades éstas que explicarían y hasta justificarían una cierta actitud crítica y un cierto antidogmatismo (v. DOGMATISMO), pretenden inferir un perenne estado de e., la incapacidad de nuestro entendimiento para llegar a la verdad, y ello lo hacen justamente basándose en la argumentación de que lograr tal propósito supone una dificultad no superable por nuestra capacidad humana.
Saliéndole al paso a esta tesis, la filosofía tradicional ha hecho una distinción entre el e. llamado positivo y el e. negativo. Por e. positivo o auténtico e. no debe entenderse otra cosa que la representación falsa del objeto por parte de la subjetividad del cognoscente, mientras que por e. negativo debemos entender el conocimiento imperfecto e incompleto de algo, sin que tales propiedades connoten una falsa aprehensión de un tal objeto. Un antecedente de esta tesis lo encontraríamos en S. Agustín (v.), cuando nos avisa de la necesidad de conservar los errores en esta vida, y del poco valor que por tal hecho tiene ésta: «A mí mismo me ha sucedido equivocarme en una bifurcación de caminos y no pasar por donde se había ocultado un grupo de donatistas armados que esperaban mi paso; y así sucedió que llegase a donde me dirigía tras un largo rodeo. Conocidas después sus asechanzas, me regocijé de haberme equivocado, dando graz:ias a Dios, ¿Quién dudará anteponer un viajero que yerra de este modo a un salteador que de este modo no se equivoca? (...). Por esto mismo es miserable esta vida en que vivimos ya que en algunas ocasiones es necesario el error para conservarla. Muy lejos de mí el creer que tal sea aquella vida donde la verdad misma es vida de nuestra alma, donde nadie engaña ni es engañado» (Enquiridion, 17,5). Para el converso de Tagaste esta vida sería el lugar de las verdades a medias, de los errores útiles o negativos, pareciendo querer contraponer dialécticamente a ésta, la otra vida en la que habrían desaparecido por completo todos estos obstáculos que taran nuestro paso por el mundo. Dios, al fin y a la postre, sería el «premio de nuestros errores» (In Joann., 63,10).
En el fondo, las tesis examinadas conciertan en lo fundamental con la tesis primigenia de la filosofía como un saber intermedio, con la modestia socrática del saber, con la «docta ignorancia» de un Nicolás de Cusa (v.), y anticipan históricamente las modernas tesis del «problematicismo filosófico» y de la «dialéctica del no-saber» de las que Kant (v.), Hartmann (v.) y laspers (v.) serían buenos representantes.
Este último, en un sentido muy agustiniano, distingue entre Falschheit (Falsedad) y Un-wahrheit (No-verdad). La primera supondría el más craso e., que en la filosofía jaspersiana vendría a ser el recluimiento en una tesis exclusiva que rechazase a todas las demás, mientras que la segunda sería más bien la imperfección de mi conocimiento, el no-Ser absoluto y definitivo de cada ser que voy conociendo, lo inconcluso de mi realizarme en el mundo (cfr. Von der Wahrheit, Munich 1947, 475 ss.; R. Almazán Hernández, Introducción a la problemática de la Verdad en la filosofía de Karl laspers, «Studium» X,1970,83-113). El pensador alemán llega al igual que Agustín de Hipona a postular dialécticamente la existencia de un Ser, al que gusta de llamar Trascendencia, antídoto de esas imperfecciones y en el que desaparecen esos «errores negativos», esas «verdades a medias»: «Pero la Verdad Absoluta sólo puede existir allí donde ya no hay lugar para la falsedad, en la Trascendencia, en donde la falsedad, junto con las verdades para nosotros, desaparecen» (o. c., 597).
Es interesante tener en cuenta la tesis relativista, según la cual la marcha de la humanidad es una sucesiva serie de errores, pero errores no en el sentido positivo del término, sino errores como ideologías, puntos de vista, teorías, etc., que durante determinado momento histórico fueron mantenidas como válidas, «como si» no fuesen tales errores, y tuvo que ser una época posterior la que demostrase la no validez de estos modos de enfrentarse a la realidad, la que las puso a la luz como tales errores; esta misma razón les puede hacer suponer que la teoría en las que se hallan instalados y desde la
cual critican a las demás no tiene derecho a pretender ostentar un rango de validez absoluta, que se encuentran instalados sobre las arenas movedizas de la historia, pues una época posterior tendrá igualmente derecho a descalificarla. No hay otro modo de proceder para el historicismo (v.), la verdad está en función de la temporalidad, la cronomanía para decirlo con Maritain; pero no por ello hay que desechar los errores, sino que debemos servirnos de ellos como de sendas perdidas de caminos que no debemos recorrer nunca. Estos errores tienen al menos una ventaja, la de señalarnos un callejón sin salida, pero, ¿no nos están mostrando ya una verdad con ello? (V. REALISMO; DUDA).
Aparte del relativismo (v.) profesado por quienes defienden esta tesis, podemos señalar dos rasgos igualmente distintivos de la misma: a) Imposibilidad de asignar a una disciplina científica o filosófica un fin universal y supra-histórico. La finalidad le viene impuesta por la misma época (G. Simmel, Problemas fundamentales de la filosofía, cap. I). b) Proceso negativo del conocimiento humano. Vamos conociendo por modo de negación. Como afirma Ortega en Ideas y Creencias, «tras mucho errar se va acotando el área del posible acierto» (Obras completas, V, Madrid 1946, 404-405).
Dentro de estas líneas que venimos comentando, puede recordarse aquí a Nietzsche (v.), para el que el mundo de la verdad debe ceder y dar paso al mundo de la apariencia, del error. Sustenta su extraña tesis en base a un escepticismo historicista y relativista. Según él, el reino del ser debe ser sustituido por el del devenir, y la misma metafísica debe ser sustituida por el arte donde entra la apariencia, lo no-verdadero, etc. La verdad no sería otra cosa que el e. en el que me hallo instalado; el e. que fomenta al existente es para él verdad. Quizá cabe aquí recordar a Unamuno cuando advierte de «que vale más el error en que se cree que no la realidad en que no se cree; que no es el error, sino la mentira, la que mata al alma» (Obras Completas, III, 994).
En general, casi todas las tesis defensoras de un escepticismo a ultranza se apoyan en el argumento de la falibilidad de nuestros sentidos. De que en ocasiones el testimonio de dichas potencias orgánicas pueda inducirnos a e., infieren que en ninguna ocasión y bajo ningún motivo puede ser digno de crédito tal testimonio. Es justo reconocer que a menudo podemos ser inducidos a error por los sentidos, pero ello acontece de una manera accidental, pues si nos equivocan no hay que imputarlo a su misma esencia, que como la de toda potencia cognoscitiva se halla orientada a la verdad, y es una contradicción rotunda que una potencia cognoscitiva sea siempre errónea, pues en tal caso no serviría de ningún modo para conocer.
En definitiva, si hay e. es porque hay certezas (v.) y evidencias (v.). Las tesis del escepticismo (v.), relativismo (v.) y probabilismo (v.) generalizados son inadmisibles y contradictorias. Por otra parte, aunque el conocimiento (v.) y los juicios (v.) humanos sean en ocasiones imperfectos, y, según el método (v.) utilizado, no puedan llegar a veces a un conocimiento exhaustivo de algo, eso no quiere decir que se yerre; conocimiento imperfecto quiere decir conocimiento verdadero y no exhaustivo o completo, pero no quiere decir e. o conocimiento falso.
Análisis filosófico. La filosofía perenne, por el contrario, lleva a cabo una valoración de los sentidos (v. SENSACIÓN), y tiene en cuenta la posibilidad de que por culpa de éstos seamos accidentalmente conducidos al error. Los sentidos, a veces, pueden verse afectados de manera distinta a como son las cosas y por esta razón son portadores de una representación deformada de la realidad. Los sentidos no se engañan respecto al hecho de sentir, pero sí accidentalmente respecto a las cosas mismas sentidas. «Que haya falsedad en el sentido, avisa Tomás de Aquino, proviene de que percibe o se figura las cosas de manera distinta a como son» (Sum. Theol., 1 q17 a2).
Nos basta, pues, con examinar cómo perciben los sentidos las cosas para averiguar los tres tipos de errores posibles a que podemos ser conducidos por ellos. Los sentidos perciben las cosas: 1) De una manera primaria y directa; se refiere al sensible propio o cualidad primaria de cada sentido. 2) De una manera directa y secundaria; el sensible común, aquella cualidad sensible objeto de varios sentidos. 3) De una manera secundaria y accidental. Por lo que hace al segundo y al tercer caso, la falsa apreciación se refiere no tanto a la indisposición misma del órgano cuanto a que aun estando cada uno de ellos bien dispuestos pueden errar, debido a no otro motivo que a no hallarse esencialmente orientados a este tipo de sensibles. ¿Qué ocurre con respecto al objeto formal propio de cada sentido? ¿Es posible que un sentido se equivoque al percibir su sensible propio? Cuando ello ocurre la razón hay que buscarla en la indisposición del órgano correspondiente -es el caso de aquéllos que teniendo enfermo el paladar hallan amargo lo dulce-, siendo, pues, así, que el motivo es antípoda al que explica el e. con respecto a otras cualidades.
Ha sido el profesor Millán Puelles el que en su obra La Estructura de la Subjetividad (Madrid 1967) se ha ocupado en uno de los capítulos («La explicación genética del error», 34 ss.) de las consecuencias tan importantes, conciliables con lo más sabroso de la filosofía moderna, que se desprenden de las consideraciones tomistas con respecto a los errores de nuestros sentidos.
El hecho de que un sentido pueda errar acerca de su sensible propio se debe, en esto el prof. Millán sigue la línea tomista, a que entre el sentido y su sensible, e incluso en el mismo sentido se interpone «algún agente de perturbación de índole material», o dicho de otra manera, a que la subjetividad humana, por la índole de corporeidad que le acompaña, tiene un cierto carácter de cosa y ello hace de algún modo posible el error de un sentido con respecto a su cualidad primaria. «Los errores sensibles son posibles (en la medida según la cual son errores) en virtud del carácter, que la subjetividad tiene, de poder ser afectada de una manera física por condiciones de naturaleza material» (ib. 66). A dicho carácter es a lo que Millán Puelles se refiere cuando nos habla de la «Estructura reiforme de la subjetividad», de su «condición de cosa o cuasi-cosa» (ib.).
Las consecuencias que para una antropología deduce Millán a partir de la tesis de los errores sensibles deben ser tenidas en cuenta, sobre todo por la conexión que manifiestan con ciertas corrientes de la fenomenología existencial:
1) La existencia del mundo exterior no se torna problemática. «La subjetividad que se explica su error sobre un objeto sensible por la indisposición de un órgano sensorial es una subjetividad que ya está inserta en el ámbito o mundo de las cosas y que además experimenta ,su manera' de formar parte de él» (ib. 68). Idea ésta que recuerda a la «intencionalidad» de Husserl o al «ser-en-el-mundo» heideggeriano.
2) El que la subjetividad al explicarse el fundamento del error sensible pueda aprehenderse a sí mismo como res extensa nos revela su índole de no absolutez, la imposibilidad de verse a sí misma sólo como conciencia. 3) Que a la subjetividad le afecte la índole de cosa no quiere de ningún modo decir que las mismas cosas se vean afectadas por dicha índole. Porque la subjetividad se da cuenta de que esa cosa deja absolutamente de serlo. La subjetividad participa de la manera de ser de las cosas y ello anula una cosificación absoluta de la conciencia. En el fondo esta tesis mantiene un cierto respeto a la teoría aristotélica de la unión entre cuerpo y alma, de ésta como «primer principio de un cuerpo natural organizado» (De Anima, II,1,412a27-b5). La subjetividad humana no es un puro espíritu en relación accidental con el cuerpo, sino que es una sustancia completa de la que no se puede separar la materia prima (corporeidad) de la forma sustancial (alma), es subjetividad instalada «en» y «con» las cosas, «espíritu en el mundo».
Voluntarismo y naturalismo. Pueden recordarse aquí algunas explicaciones a la génesis del error. Entre ellas destacan, como diametralmente antípodas, la voluntarista, entre cuyos más ilustres defensores cabe señalar a Descartes (v.) y Malebranche (v.), y la naturalista, que cuenta con Kant (v.) como máximo exponente.
Para el racionalista francés la causa del e. es totalmente imputable a la facultad volitiva, y la razón de ello es que «la voluntad se extiende mucho más que el entendimiento»; Descartes no es que no quiera desechar del ámbito del entendimiento percepciones oscuras y confusas, sino que lo que pretende es subrayar la infinitud de nuestra voluntad frente a la finitud del entendimiento. «¿De dónde, pues, nacen mis errores? A saber, sólo de que siendo la voluntad mucho más amplia y extensa que el entendimiento, no la contengo en los mismos límites, sino que la extiendo también a las cosas que no entiendo, y como es de suyo indiferente a ellas se extravía muy fácilmente, y elige el mal por el bien o lo falso por lo verdadero. Esto hace que yo me engañe y peque» (Meditaciones Metafísicas, Medit. IV). El uso de la voluntad no solamente puede extenderse a la afirmación de ideas sin correlato real (errores), sino igualmente a la elección del mal. En último término, la causa del e. y del mal sería la misma (Principios de la Filosofía, XXXV-XXXVIII). La razón de acudir a una explicación panvoluntarista del e. pretende ser congruente con uno de los puntos fundamentales del sistema del Cartesio: «Dios no puede ser causa de nuestros errores». Repugnaría a la esencia divina que ello fuese así; una vez eliminada por la existencia de Dios la hipótesis de un genio maligno que se complaciese en engañarnos, sólo cabe imputar la posibilidad de equivocarnos a nosotros mismos, pero no a nuestra naturaleza, que consiste en puro pensamiento, pues ésta no puede estar orientada en ningún caso al e., sino a nuestra libertad.
La postura de Malebranche viene a ser muy parecida a la cartesiana. El e. es aquel acto en el que nuestra voluntad deslumbrada por un resplandor falso, se deja llevar por la apariencia. Como puede verse la voluntad interviene dos veces en la explicación del e.: es la misma voluntariedad la que, por una parte, se deja deslumbrar por lo falso, y, por otra, se abandona a esa apariencia, se deja llevar por ella. La crítica que se puede hacer a esta postura radica justamente en esa doble intervención de un mismo acto de la voluntad: es la misma voluntariedad aquella por la cual libremente nos entregamos a la apariencia, y aquella otra que nos lleva forzosamente a juzgar lo aparente como si fuese algo real. Malebranche no ha reparado en que por ser el primer acto causa del segundo la voluntariedad no puede ser la misma, aparte de que juzgar lo aparente como si se tratase de algo real no es misión de la voluntad, sino del entendimiento que en todo caso obra imperado por la facultad volitiva. En Kant, la interpretación voluntarista en exceso que acabamos de examinar da paso a una interpretación mecanicista o naturalista que justo por no hacer uso de la voluntad va a verse en dificultades insalvables. La verdad reside en una adecuación (Ubereinstimmung) del objeto, que nos es mostrado por los sentidos (intuición), con el entendimiento, que posee unas estructuras conformadoras de la sensibilidad (categorías). Cuando la sensibilidad se adecua al entendimiento, imponiéndole éste dichas estructuras, es fuente de conocimiento verdadero, pero cuando sucede de modo contrario es causa del error. Si para Malebranche se trataba de dejarse llevar de la apariencia, para Kant de lo que se trata es de dejarse llevar por la sensibilidad. ¿Y cómo puede ello acontecer sin que intervenga la voluntad? ¿De qué criterio podemos valernos para saber cuándo mi entendimiento impone sus estructuras al material que le suministran los sentidos y cuándo es la sensibilidad la que se impone a aquél? (Crítica de la Razón Pura, Dialéct. Trascend., Intr. I: «De la ilusión trascend.»).
Certeza y probabilidad. La situación antípoda al e. es la «certeza» (v.), que es aquel estado en el cual se encuentra la mente cuando sobre la base de una evidencia objetiva asiente a la verdad sin que medie vacilación de ninguna especie. El escepticismo dogmático o absoluto viene a negar la posibilidad de adquirir un tipo tal de evidencia (v.) y con ello la posibilidad de que la mente humana sea válida en el ejercicio de la adquisición de la verdad. El más famoso argumento empleado por la filosofía escéptica es el que desde Sexto Empírico se ha llamado «argumento del dialelo». En esencia viene a decir que la búsqueda de un criterio de verdad es descabellada, pues un tal criterio debe ser verificado por otro y así hasta el infinito (Montaigne, Ensayos, II,14).
Otra modalidad del escepticismo sería el «probabilismo» defendido por la segunda y tercera Academia (cfr. Contra Academicos, II,10-30). Nuestra inteligencia, aun cuando le esté vedado el logro de la verdad, puede no obstante hallarse en posesión de unas apariencias que en mayor o menor medida se acercan a la verdad. Esta tesis revela una profunda contradicción. ¿Cómo podemos afirmar hallarnos en posesión de unas apariencias que tienen una cierta probabilidad de acercarse a la verdad, si todo tipo de conocimiento que logre la verdad es inaccesible y asentir a unas apariencias con visos de verdad es ya formular un juicio en cierta manera verdadero? (V. PROBABILIDAD Y PROBABILISMO 1-2). Finalmente, entre la certeza y la probabilidad, hay que mencionar aquí la duda (v.).
V. t.: VERDAD; CERTEZA; CONOCIMIENTO; APREHENSIÓN; JUICIO; ENTENDIMIENTO; INTELIGENCIA,3; RAZÓN; SENSACIÓN; PERCEPCIÓN.
Antes de adentrarnos en su estudio conviene dejar suficientemente clara una distinción importante entre ignorancia (v.) y error. Ambos coinciden en ser privación de un conocimiento para el que se posee aptitud, frente a la nesciencia que no viene a ser otra cosa que la absoluta falta de capacidad para hallar la verdad; lo único que ocurre es que mientras la primera no supone juicio alguno, el segundo connota forzosamente la segunda operación del espíritu (v. juicio). El e. se nos manifiesta en un juicio falso, para errar debemos juzgar, y podemos definirlo como el estado en que se encuentra la mente humana cuando toma lo falso por verdadero. Puede distinguirse también entre e. y engaño. Del primero sólo puede hablarse en el ámbito de los juicios; del segundo, en la esfera de las percepciones. Los fenomenistas al no distinguir claramente entre sensación y percepción descartan la posibilidad de engaño en esta segunda (v. FENOMENISMO).
Algunas interpretaciones. Los eleatas negaban existencia al e., y el argumento en el que se basaban era congruente con los supuestos ontológicos de que partían. Sólo del ser puede hablarse, el discurso lógico sobre el no-ser es imposible e inviable; hablar del e. es un non-sens puesto que una proposición errónea es una proposición que «no-es-verdadera» y en definitiva, de lo que no-es no puede enunciarse nada (v. ELEA, ESCUELA DE). Una postura, a radice, antípoda a la de los fixistas presocráticos sería la de los sofistas (v.) y la de los escépticos (v.) absolutos, para los que nuestro conocimiento se halla irremediablemente preso en el e. y jamás puede librarse de éste por más vueltas que le dé. Si para aquéllos el e. resultaba incongruente con el principio primero de su ontología, para éstos, lo que sí es absurdo es el poder hablar de conocimiento verdadero.
Muchas veces las tesis ingenuas del escepticismo ocultan una confusión de conceptos y una extrapolación de lo que en el fondo ha sido el aguijón que ha impulsado al hombre a filosofar. De la imperfección de nuestro conocimiento, de nuestras limitaciones en el campo gnoseológico, de nuestra misma finitud constitutiva, propiedades éstas que explicarían y hasta justificarían una cierta actitud crítica y un cierto antidogmatismo (v. DOGMATISMO), pretenden inferir un perenne estado de e., la incapacidad de nuestro entendimiento para llegar a la verdad, y ello lo hacen justamente basándose en la argumentación de que lograr tal propósito supone una dificultad no superable por nuestra capacidad humana.
Saliéndole al paso a esta tesis, la filosofía tradicional ha hecho una distinción entre el e. llamado positivo y el e. negativo. Por e. positivo o auténtico e. no debe entenderse otra cosa que la representación falsa del objeto por parte de la subjetividad del cognoscente, mientras que por e. negativo debemos entender el conocimiento imperfecto e incompleto de algo, sin que tales propiedades connoten una falsa aprehensión de un tal objeto. Un antecedente de esta tesis lo encontraríamos en S. Agustín (v.), cuando nos avisa de la necesidad de conservar los errores en esta vida, y del poco valor que por tal hecho tiene ésta: «A mí mismo me ha sucedido equivocarme en una bifurcación de caminos y no pasar por donde se había ocultado un grupo de donatistas armados que esperaban mi paso; y así sucedió que llegase a donde me dirigía tras un largo rodeo. Conocidas después sus asechanzas, me regocijé de haberme equivocado, dando graz:ias a Dios, ¿Quién dudará anteponer un viajero que yerra de este modo a un salteador que de este modo no se equivoca? (...). Por esto mismo es miserable esta vida en que vivimos ya que en algunas ocasiones es necesario el error para conservarla. Muy lejos de mí el creer que tal sea aquella vida donde la verdad misma es vida de nuestra alma, donde nadie engaña ni es engañado» (Enquiridion, 17,5). Para el converso de Tagaste esta vida sería el lugar de las verdades a medias, de los errores útiles o negativos, pareciendo querer contraponer dialécticamente a ésta, la otra vida en la que habrían desaparecido por completo todos estos obstáculos que taran nuestro paso por el mundo. Dios, al fin y a la postre, sería el «premio de nuestros errores» (In Joann., 63,10).
En el fondo, las tesis examinadas conciertan en lo fundamental con la tesis primigenia de la filosofía como un saber intermedio, con la modestia socrática del saber, con la «docta ignorancia» de un Nicolás de Cusa (v.), y anticipan históricamente las modernas tesis del «problematicismo filosófico» y de la «dialéctica del no-saber» de las que Kant (v.), Hartmann (v.) y laspers (v.) serían buenos representantes.
Este último, en un sentido muy agustiniano, distingue entre Falschheit (Falsedad) y Un-wahrheit (No-verdad). La primera supondría el más craso e., que en la filosofía jaspersiana vendría a ser el recluimiento en una tesis exclusiva que rechazase a todas las demás, mientras que la segunda sería más bien la imperfección de mi conocimiento, el no-Ser absoluto y definitivo de cada ser que voy conociendo, lo inconcluso de mi realizarme en el mundo (cfr. Von der Wahrheit, Munich 1947, 475 ss.; R. Almazán Hernández, Introducción a la problemática de la Verdad en la filosofía de Karl laspers, «Studium» X,1970,83-113). El pensador alemán llega al igual que Agustín de Hipona a postular dialécticamente la existencia de un Ser, al que gusta de llamar Trascendencia, antídoto de esas imperfecciones y en el que desaparecen esos «errores negativos», esas «verdades a medias»: «Pero la Verdad Absoluta sólo puede existir allí donde ya no hay lugar para la falsedad, en la Trascendencia, en donde la falsedad, junto con las verdades para nosotros, desaparecen» (o. c., 597).
Es interesante tener en cuenta la tesis relativista, según la cual la marcha de la humanidad es una sucesiva serie de errores, pero errores no en el sentido positivo del término, sino errores como ideologías, puntos de vista, teorías, etc., que durante determinado momento histórico fueron mantenidas como válidas, «como si» no fuesen tales errores, y tuvo que ser una época posterior la que demostrase la no validez de estos modos de enfrentarse a la realidad, la que las puso a la luz como tales errores; esta misma razón les puede hacer suponer que la teoría en las que se hallan instalados y desde la
cual critican a las demás no tiene derecho a pretender ostentar un rango de validez absoluta, que se encuentran instalados sobre las arenas movedizas de la historia, pues una época posterior tendrá igualmente derecho a descalificarla. No hay otro modo de proceder para el historicismo (v.), la verdad está en función de la temporalidad, la cronomanía para decirlo con Maritain; pero no por ello hay que desechar los errores, sino que debemos servirnos de ellos como de sendas perdidas de caminos que no debemos recorrer nunca. Estos errores tienen al menos una ventaja, la de señalarnos un callejón sin salida, pero, ¿no nos están mostrando ya una verdad con ello? (V. REALISMO; DUDA).
Aparte del relativismo (v.) profesado por quienes defienden esta tesis, podemos señalar dos rasgos igualmente distintivos de la misma: a) Imposibilidad de asignar a una disciplina científica o filosófica un fin universal y supra-histórico. La finalidad le viene impuesta por la misma época (G. Simmel, Problemas fundamentales de la filosofía, cap. I). b) Proceso negativo del conocimiento humano. Vamos conociendo por modo de negación. Como afirma Ortega en Ideas y Creencias, «tras mucho errar se va acotando el área del posible acierto» (Obras completas, V, Madrid 1946, 404-405).
Dentro de estas líneas que venimos comentando, puede recordarse aquí a Nietzsche (v.), para el que el mundo de la verdad debe ceder y dar paso al mundo de la apariencia, del error. Sustenta su extraña tesis en base a un escepticismo historicista y relativista. Según él, el reino del ser debe ser sustituido por el del devenir, y la misma metafísica debe ser sustituida por el arte donde entra la apariencia, lo no-verdadero, etc. La verdad no sería otra cosa que el e. en el que me hallo instalado; el e. que fomenta al existente es para él verdad. Quizá cabe aquí recordar a Unamuno cuando advierte de «que vale más el error en que se cree que no la realidad en que no se cree; que no es el error, sino la mentira, la que mata al alma» (Obras Completas, III, 994).
En general, casi todas las tesis defensoras de un escepticismo a ultranza se apoyan en el argumento de la falibilidad de nuestros sentidos. De que en ocasiones el testimonio de dichas potencias orgánicas pueda inducirnos a e., infieren que en ninguna ocasión y bajo ningún motivo puede ser digno de crédito tal testimonio. Es justo reconocer que a menudo podemos ser inducidos a error por los sentidos, pero ello acontece de una manera accidental, pues si nos equivocan no hay que imputarlo a su misma esencia, que como la de toda potencia cognoscitiva se halla orientada a la verdad, y es una contradicción rotunda que una potencia cognoscitiva sea siempre errónea, pues en tal caso no serviría de ningún modo para conocer.
En definitiva, si hay e. es porque hay certezas (v.) y evidencias (v.). Las tesis del escepticismo (v.), relativismo (v.) y probabilismo (v.) generalizados son inadmisibles y contradictorias. Por otra parte, aunque el conocimiento (v.) y los juicios (v.) humanos sean en ocasiones imperfectos, y, según el método (v.) utilizado, no puedan llegar a veces a un conocimiento exhaustivo de algo, eso no quiere decir que se yerre; conocimiento imperfecto quiere decir conocimiento verdadero y no exhaustivo o completo, pero no quiere decir e. o conocimiento falso.
Análisis filosófico. La filosofía perenne, por el contrario, lleva a cabo una valoración de los sentidos (v. SENSACIÓN), y tiene en cuenta la posibilidad de que por culpa de éstos seamos accidentalmente conducidos al error. Los sentidos, a veces, pueden verse afectados de manera distinta a como son las cosas y por esta razón son portadores de una representación deformada de la realidad. Los sentidos no se engañan respecto al hecho de sentir, pero sí accidentalmente respecto a las cosas mismas sentidas. «Que haya falsedad en el sentido, avisa Tomás de Aquino, proviene de que percibe o se figura las cosas de manera distinta a como son» (Sum. Theol., 1 q17 a2).
Nos basta, pues, con examinar cómo perciben los sentidos las cosas para averiguar los tres tipos de errores posibles a que podemos ser conducidos por ellos. Los sentidos perciben las cosas: 1) De una manera primaria y directa; se refiere al sensible propio o cualidad primaria de cada sentido. 2) De una manera directa y secundaria; el sensible común, aquella cualidad sensible objeto de varios sentidos. 3) De una manera secundaria y accidental. Por lo que hace al segundo y al tercer caso, la falsa apreciación se refiere no tanto a la indisposición misma del órgano cuanto a que aun estando cada uno de ellos bien dispuestos pueden errar, debido a no otro motivo que a no hallarse esencialmente orientados a este tipo de sensibles. ¿Qué ocurre con respecto al objeto formal propio de cada sentido? ¿Es posible que un sentido se equivoque al percibir su sensible propio? Cuando ello ocurre la razón hay que buscarla en la indisposición del órgano correspondiente -es el caso de aquéllos que teniendo enfermo el paladar hallan amargo lo dulce-, siendo, pues, así, que el motivo es antípoda al que explica el e. con respecto a otras cualidades.
Ha sido el profesor Millán Puelles el que en su obra La Estructura de la Subjetividad (Madrid 1967) se ha ocupado en uno de los capítulos («La explicación genética del error», 34 ss.) de las consecuencias tan importantes, conciliables con lo más sabroso de la filosofía moderna, que se desprenden de las consideraciones tomistas con respecto a los errores de nuestros sentidos.
El hecho de que un sentido pueda errar acerca de su sensible propio se debe, en esto el prof. Millán sigue la línea tomista, a que entre el sentido y su sensible, e incluso en el mismo sentido se interpone «algún agente de perturbación de índole material», o dicho de otra manera, a que la subjetividad humana, por la índole de corporeidad que le acompaña, tiene un cierto carácter de cosa y ello hace de algún modo posible el error de un sentido con respecto a su cualidad primaria. «Los errores sensibles son posibles (en la medida según la cual son errores) en virtud del carácter, que la subjetividad tiene, de poder ser afectada de una manera física por condiciones de naturaleza material» (ib. 66). A dicho carácter es a lo que Millán Puelles se refiere cuando nos habla de la «Estructura reiforme de la subjetividad», de su «condición de cosa o cuasi-cosa» (ib.).
Las consecuencias que para una antropología deduce Millán a partir de la tesis de los errores sensibles deben ser tenidas en cuenta, sobre todo por la conexión que manifiestan con ciertas corrientes de la fenomenología existencial:
1) La existencia del mundo exterior no se torna problemática. «La subjetividad que se explica su error sobre un objeto sensible por la indisposición de un órgano sensorial es una subjetividad que ya está inserta en el ámbito o mundo de las cosas y que además experimenta ,su manera' de formar parte de él» (ib. 68). Idea ésta que recuerda a la «intencionalidad» de Husserl o al «ser-en-el-mundo» heideggeriano.
2) El que la subjetividad al explicarse el fundamento del error sensible pueda aprehenderse a sí mismo como res extensa nos revela su índole de no absolutez, la imposibilidad de verse a sí misma sólo como conciencia. 3) Que a la subjetividad le afecte la índole de cosa no quiere de ningún modo decir que las mismas cosas se vean afectadas por dicha índole. Porque la subjetividad se da cuenta de que esa cosa deja absolutamente de serlo. La subjetividad participa de la manera de ser de las cosas y ello anula una cosificación absoluta de la conciencia. En el fondo esta tesis mantiene un cierto respeto a la teoría aristotélica de la unión entre cuerpo y alma, de ésta como «primer principio de un cuerpo natural organizado» (De Anima, II,1,412a27-b5). La subjetividad humana no es un puro espíritu en relación accidental con el cuerpo, sino que es una sustancia completa de la que no se puede separar la materia prima (corporeidad) de la forma sustancial (alma), es subjetividad instalada «en» y «con» las cosas, «espíritu en el mundo».
Voluntarismo y naturalismo. Pueden recordarse aquí algunas explicaciones a la génesis del error. Entre ellas destacan, como diametralmente antípodas, la voluntarista, entre cuyos más ilustres defensores cabe señalar a Descartes (v.) y Malebranche (v.), y la naturalista, que cuenta con Kant (v.) como máximo exponente.
Para el racionalista francés la causa del e. es totalmente imputable a la facultad volitiva, y la razón de ello es que «la voluntad se extiende mucho más que el entendimiento»; Descartes no es que no quiera desechar del ámbito del entendimiento percepciones oscuras y confusas, sino que lo que pretende es subrayar la infinitud de nuestra voluntad frente a la finitud del entendimiento. «¿De dónde, pues, nacen mis errores? A saber, sólo de que siendo la voluntad mucho más amplia y extensa que el entendimiento, no la contengo en los mismos límites, sino que la extiendo también a las cosas que no entiendo, y como es de suyo indiferente a ellas se extravía muy fácilmente, y elige el mal por el bien o lo falso por lo verdadero. Esto hace que yo me engañe y peque» (Meditaciones Metafísicas, Medit. IV). El uso de la voluntad no solamente puede extenderse a la afirmación de ideas sin correlato real (errores), sino igualmente a la elección del mal. En último término, la causa del e. y del mal sería la misma (Principios de la Filosofía, XXXV-XXXVIII). La razón de acudir a una explicación panvoluntarista del e. pretende ser congruente con uno de los puntos fundamentales del sistema del Cartesio: «Dios no puede ser causa de nuestros errores». Repugnaría a la esencia divina que ello fuese así; una vez eliminada por la existencia de Dios la hipótesis de un genio maligno que se complaciese en engañarnos, sólo cabe imputar la posibilidad de equivocarnos a nosotros mismos, pero no a nuestra naturaleza, que consiste en puro pensamiento, pues ésta no puede estar orientada en ningún caso al e., sino a nuestra libertad.
La postura de Malebranche viene a ser muy parecida a la cartesiana. El e. es aquel acto en el que nuestra voluntad deslumbrada por un resplandor falso, se deja llevar por la apariencia. Como puede verse la voluntad interviene dos veces en la explicación del e.: es la misma voluntariedad la que, por una parte, se deja deslumbrar por lo falso, y, por otra, se abandona a esa apariencia, se deja llevar por ella. La crítica que se puede hacer a esta postura radica justamente en esa doble intervención de un mismo acto de la voluntad: es la misma voluntariedad aquella por la cual libremente nos entregamos a la apariencia, y aquella otra que nos lleva forzosamente a juzgar lo aparente como si fuese algo real. Malebranche no ha reparado en que por ser el primer acto causa del segundo la voluntariedad no puede ser la misma, aparte de que juzgar lo aparente como si se tratase de algo real no es misión de la voluntad, sino del entendimiento que en todo caso obra imperado por la facultad volitiva. En Kant, la interpretación voluntarista en exceso que acabamos de examinar da paso a una interpretación mecanicista o naturalista que justo por no hacer uso de la voluntad va a verse en dificultades insalvables. La verdad reside en una adecuación (Ubereinstimmung) del objeto, que nos es mostrado por los sentidos (intuición), con el entendimiento, que posee unas estructuras conformadoras de la sensibilidad (categorías). Cuando la sensibilidad se adecua al entendimiento, imponiéndole éste dichas estructuras, es fuente de conocimiento verdadero, pero cuando sucede de modo contrario es causa del error. Si para Malebranche se trataba de dejarse llevar de la apariencia, para Kant de lo que se trata es de dejarse llevar por la sensibilidad. ¿Y cómo puede ello acontecer sin que intervenga la voluntad? ¿De qué criterio podemos valernos para saber cuándo mi entendimiento impone sus estructuras al material que le suministran los sentidos y cuándo es la sensibilidad la que se impone a aquél? (Crítica de la Razón Pura, Dialéct. Trascend., Intr. I: «De la ilusión trascend.»).
Certeza y probabilidad. La situación antípoda al e. es la «certeza» (v.), que es aquel estado en el cual se encuentra la mente cuando sobre la base de una evidencia objetiva asiente a la verdad sin que medie vacilación de ninguna especie. El escepticismo dogmático o absoluto viene a negar la posibilidad de adquirir un tipo tal de evidencia (v.) y con ello la posibilidad de que la mente humana sea válida en el ejercicio de la adquisición de la verdad. El más famoso argumento empleado por la filosofía escéptica es el que desde Sexto Empírico se ha llamado «argumento del dialelo». En esencia viene a decir que la búsqueda de un criterio de verdad es descabellada, pues un tal criterio debe ser verificado por otro y así hasta el infinito (Montaigne, Ensayos, II,14).
Otra modalidad del escepticismo sería el «probabilismo» defendido por la segunda y tercera Academia (cfr. Contra Academicos, II,10-30). Nuestra inteligencia, aun cuando le esté vedado el logro de la verdad, puede no obstante hallarse en posesión de unas apariencias que en mayor o menor medida se acercan a la verdad. Esta tesis revela una profunda contradicción. ¿Cómo podemos afirmar hallarnos en posesión de unas apariencias que tienen una cierta probabilidad de acercarse a la verdad, si todo tipo de conocimiento que logre la verdad es inaccesible y asentir a unas apariencias con visos de verdad es ya formular un juicio en cierta manera verdadero? (V. PROBABILIDAD Y PROBABILISMO 1-2). Finalmente, entre la certeza y la probabilidad, hay que mencionar aquí la duda (v.).
V. t.: VERDAD; CERTEZA; CONOCIMIENTO; APREHENSIÓN; JUICIO; ENTENDIMIENTO; INTELIGENCIA,3; RAZÓN; SENSACIÓN; PERCEPCIÓN.
BIBL.: Además de la ya citada,
puede verse: V. BROCHARD, Les sceptiques grecques, París 1924; L. KEELER,
The problem ot error lrom Platon to Kant, Roma 1934; L. NOEL, Notes
d'épistémologie thomiste, Lovaina-París 1925; M. D. ROLAND-GOSSELIN, La
théorie thomiste de l'erreur, «Mélanges thomistes» (1923) 253-274; B.
SCHWARZ, Der Irrtum in der Philosophie, Münster 1934; R. VERNEAUX.
Epistemología general, Barcelona 1971.
R. ALMAZÁN HERNÁNDEZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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