1. Los espíritus de las cosas, démones, cte. Uno de los elementos que primeramente aparecen entre los humanos es el temor a los e., manes, daimones, etc. Aislada de su contexto, esta creencia se asemeja a una autosugestión del miedo; puede parecer una especie de pesadilla engendrada por la psique popular y jamás se la admitiría como componente de u'.a religiosidad seria; los entes así engendrados son como imágenes burlescas de una fantasía enferma, aquejada de delirio persecutorio. Pero hay que tener en cuenta que ninguna forma religiosa, si exceptuamos el cristianismo, religión revelada, perfecta. Como algo íntimamente humano, el contenido pleno de una religiosidad está además sujeto a evolución y perfeccionamiento; se va desarrollando poco a poco y por estímulos que se insertan uno tras otro a larga distancia. Así, mientras en algunas religiones primitivas (v. PRIMITIVOS, PUEBLOS) encontramos un conocimiento muy claro de Dios, en otras parece darse sólo la creencia en un principio impersonal, aunque trascendente, estilo Mana (v. MANISMO).
Como una derivación del manismo, unas veces, por razones diversas, otras (p. ej., la conciencia de lo sagrado, v.; las teofanías, v.; el culto a los muertos; cte.), lo cierto es que algunos primitivos ven al mundo entero como lleno de espíritus. El mar, las fuentes, las cavernas, los árboles y las casas y el pueblo; el aire, el cielo y el mundo subterráneo están dominados por ellos. Confieren a todos estos elementos una especie de vida, que se compone de figura y voluntad; ven en ellos una fuerza que se manifiesta en la potencia que esconden. El primitivo no define qué sean esos seres; simplemente evoca la sensación que ha vivido. A veces estos elementos aparecen arbitrarios, perezosos, irascibles; en otras ocasiones, bajo una acción profética o gracias a estímulos religiosos y éticos, se convertirán en seres provistos de voluntad más razonable, de índole más personal y moral. En este último caso actúan movidos por leyes interiores; pero, mientras no se haya desarrollado todo el conjunto o si sólo se ve aisladamente un aspecto del todo, estos elementos parciales e iniciales tienen un carácter extraño, incomprensible y, a veces, hasta grotesco. Todo ello por lo demás reviste muy diversas formas, y sufre desarrollos muy complejos a lo largo de la historia: en algunos momentos los e. parecen ser considerados como meras fuerzas impersonales difíciles de controlar; en otros son vistos como seres claramente personales a los que el hombre puede dirigirse con el fin de conseguir que le sean propicios, etc.; a veces son considerados como seres semidivinos con autoridad en ciertos campos de la vida.
En líneas generales, estos e. ordenan la conducta de los humanos. Quizá, en el fondo, exista el miedo a los seresobjetos que rodean al hombre, consciente éste de su propia debilidad ante lo fortuito, lo incomprensible, lo inesperado. Quizá haya sido el tremendo aislamiento de aquellos grupos humanos la causa de dar forma a las cosas dotándolas de figura y voluntad. Personificándolos, estos objetos se hacen análizables, capaces de un diálogo, de un reconocimiento, de bendición o maldición y, en última instancia, se convierten en vehículos de revelación.
Hay una profunda interrelación entre estos e. de las cosas o espíritus-que-animan-la-naturaleza y las almas de los muertos. El hombre desconoce o malcomprende qué hay de por medio, pero difícilmente se pueden separar ambos aspectos de la realidad. Así, en el megálito, los hombres construyen sus sepulcros al lado de fuentes o ríos. Es común entre los sedentarios -que generalmente inhuman sus cadáveres- la idea de que los manes, que habitan debajo de la tierra, son los que hacen brotar las aguas y germinar las plantas (v. INMORTALIDAD). Esos manes lo mismo son identificados con las almas de los muertos que con los e. que animan la naturaleza. Algo tienen en común: actúan caprichosamente. Su poder se hace sentir de improviso e igualmente desaparece. Son daimones, figuras de una potencia que aparece momentáneamente y es inestable (v. ANIMISMO; MANISMO; TEURGIA; PREANIMISMO; CHAMANISMO; DIFUNTOS I).
Podemos afirmar que los hombres perciben el mundo a partir de sus propias vivencias y también contando con su experiencia. Los e. que el hombre encuentra en las cosas son expresiones de una vivencia experimentada por individuos con especial potencialidad religiosa. Hablando realmente, el hombre, ante la conciencia de su finitud, de su ser de creatura, al tomar conciencia de un poder extraño a él, ante el encuentro con una voluntad que le supera, que puede ser benéfica o acarrearle el mal, ve que debe aceptar o creer en un ser superior a quien inconscientemente dota de figura. En el fondo existe una verdad inconcusa para él: todo efecto cuyo origen le sea desconocido o mal comprendido, es producto de una causa superior o trascendente. Esa vía conduce al conocimiento de Dios, pero cuando no se eleva hasta Él puede desembocar en creencias ambiguas en e. daimones (o démones), etc.
El daimón especifica o concreta la potencia que se esconde en los objetos y que el hombre reconoce en el bosque o en el campo, en la casa o en las montañas, en las aguas y en los árboles. Son los «actuantes», designados sencillamente como «él» o «ella». Es la experiencia vivida de una potencia concreta, sin distinguir mucho entre la última, o primera, causa (Dios) y las causas segundas. Ulises arrojado a las costas de los Feacios, hace esta oración al Daimón del río: «óyeme, soberano, quien quiera que seas: Vengo a ti, tan deseado, huyendo del mar y de las amenazas de Poseidón. Es digno de respeto incluso para los inmortales dioses el hombre que se presenta errabundo, como llego ahora a tu corriente y a tus rodillas, después de pasar muchos trabajos. ¡Oh rey, apiádate de mí que me glorío de ser tu suplicante! » (Odisea, raps. V).
En la religión Shinto (v. SINTOíSMO), todas las cosas y todos los fenómenos de la naturaleza que aparecían como asombrosos a los ojos de los hombres de aquella época, fueron venerados. Eran Kami: todo cuanto tiene valor para la vida, como los cereales; lo que es temido como las serpientes, los lobos; algunos lugares o parajes, como la montaña Fuji, son reverenciados como Kami. Causaban tal impresión a los japoneses que éstos creían que estaban habitados por e. que, cuando estaban irritados, podían causar grave daño; para escapar de su poderío, para protegerse, recurren a ciertos ritos y hechicerías. La veneración Kami se extiende también en el sintoísmo a diversas clases de animales, por razones distintas a las antedichas, como, p. ej., a los zorros relacionados con la diosa de la agricultura, prevaleciendo en el Japón arcaico -como sustrato animista- la creencia de un Kami en los varios objetos.
En esta experiencia religiosa, más bien superficial, en que se afirma la existencia de un e. localizado, se pueden precisar diversos momentos: un estado negativo: «aquí no estamos seguros». Será en un lugar desértico o ante una avalancha de agua, o en un cementerio, de noche en un bosque. Un segundo momento hace exclamar: «Este lugar está embrujado». Ya fluye el oscuro fundamento conceptual. Comienza la explicación bajo la forma de una representación, todavía vacilante e imprecisa, de algo allende el mundo. Tercer momento, se precisa e identifica esa realidad de carácter numinoso, de potencialidad escondida que toma la forma de un numen loci, de un e. o daimón local (v. FETICHISMO). Ya se ha dicho que estos e. pueden hacer el bien o el mal. Contentos, su amistad es provechosa, dado el poder de que disponen; sin embargo, en la creencia popular, se manifiestan generalmente como peligrosos, porque, una vez que la acción benéfica pasó a ser patrimonio de los grandes dioses, a estos e. solamente les quedó como tarea hacer el mal a los vivos; son los demonios, personificación de las fuerzas enemigas del hombre, capaces de herir mortalmente a todos, y perturbar el orden de las cosas. La creencia popular ha imaginado a algunos de estos e. con excesiva capacidad de posesionarse de un hombre: algunas enfermedades (hasta hace poco, la locura en sus varias formas) o disposiciones más o menos fuera de lo normal o ciertas características somáticas, eran atribuidas fácilmente a la presencia en el individuo de estos seres demoniacos (v. POSESOS; ÁNGELES I).
2. El espíritu en el hombre. a) El alma universal. Uno de los datos fundamentales de la fenomenología religiosa del primitivo es que no se ha autocomprendido como algo o alguien separado o independiente del mundo que lo circunda. Algunos mitos arcaicos o más recientes, y el rito como concreción, afirman cómo el individuo menos evolucionado se ha visto con frecuencia como una parte integrante de ese cosmos maravilloso que respetaba amando y temiendo. Acepta la presencia de un mana en los objetos y en los fenómenos, se comprende como una parte del «todo animado». El individuo se sabe partícipe de lo sacro que presiente y confiesa. Él es o contiene una molécula de ese e. universal que invade el mundo. Lo que se llamaría alma, es un mana individualizado, una especialización del poder universal que en su persona anima al ser. Heráclito (v.) y su idea del devenir, pueden ser catalogados en este apartado. El Uno primordial del que nace lo múltiple, es la energía viva. Esa fuerza primera, que viene a identificarse con el fuego, se convierte en e.; también el cuerpo humano es una manifestación del fuego, que deviene agua y tierra.
Al evolucionar el pensamiento humano, cualquier clase de panteísmo (v.) cabe perfectamente aquí, pues cuando se afirma que todo contiene una parte de lo divino, aboca la confesión de un mana o poder cósmico, fragmentado en corpúsculos visibles que agotan la realidad del Uno y Universal. Aparte de esta especulación filosófica, los hombres creyeron también en el e. del grupo o de la tribu. No es extraño encontrar pueblos que aceptaban como postulado básico la creencia en una misma fuerza que los animaba a todos, que eran vitalizados por el mismo espíritu. Ejemplo clásico son los pueblos germanos (v. GERMANIA II; ESLAVOS Ii). Existe funcionalmente un solo e., un alma colectiva, cuya potencialidad y fuerza se manifiestan individualmente en cada uno de los miembros que forman el grupo. Esta creencia en un e. familiar fragua unos ligámenes tan fuertes, que provocan estructuras sociales y religiosas que aún hoy perviven en nuestra llamada civilización técnica. En una línea más avanzada, algunos pensadores admitirán que existe un e. universal, ya común a todos los hombres. El filósofo Anaxágoras (v.), asumiendo claramente el dualismo almacuerpo, concebirá a la primera como una parte de la realidad total, la llamada Alma Universal, del todo diferente al mundo material, al que pertenece el cuerpo.
b) El alma-potencia. Esta noción de e. como un mana especial e individualizado, nos equipara a todos los seres vivos. El primitivo ve algo más: hay en el hombre un algo especial, que lo diferencia de los animales y que va anejo a la persona: son las facultades (v.) que se pueden denominar espirituales.
Eminentemente observador, el primitivo percibe una discriminación frente al reino animal; pero, como vitalista, no sabe comprender el ser sino en cuanto actúa. De ahí que el primer paso es comprender el e. humano como una fuerza, una potencialidad que va a desarrollarse o manifestarse. La noción de alma tiene como base un dato biológico humano, la fuerza.
Según el pensamiento egipcio, cada hombre encierra un ba (que significa fuerza, poder, sobre todo en plural, baw). Circula con el individuo y es libre, tanto si el hombre está vivo como si está muerto. Sería como un alma exterior. Los primeros filósofos griegos (con ligeras variantes) aceptan el e. humano (la psique) como la fuerza vital, inherente a la existencia humana y que se revela en las facultades específicas de pensar, querer y desear.
Los signos de esta potencia son la sangre o la respiración; algunos órganos específicos la contienen de modo eminente, el corazón. Entre los menos evolucionados, el aliento, la respiración es el signo más claro y evidente de esta potencia animadora. Esta forma de pensar ha hecho nacer los vocablos más normales y corrientes para designar el espíritu-alma: Atman, Ruaj, Pneuma, Spiritus. Es la fenomenología del pecho que sube y baja; los suspiros, el aliento que se va perdiendo, que llega a desaparecer en el hombre y éste muere. Igualmente ha sido importante la sangre. Ésta contiene una fuerza, no sólo vital, sino también mágica: la sangre en los dinteles de la puerta en la noche del Pésaj, fenómeno religioso parejo al conocido en los aborígenes de Nueva Zelanda. Los romanos, como los hebreos, creían que en la sangre residía el alma o la vida de los hombres. En este contexto se comprende el valor de salvación que encierran los sacrificios (v.) cruentos, generales en la mayoría de los pueblos. Con el aliento y la sangre, pero en un puesto muy inferior, se pueden elencar: el sudor, la saliva, los orines, etc.: cuanto se desprende del cuerpo vivo y nada más.
Los órganos portadores del alma o espíritu están en relación con la potencia de la que son manifestadores. Así la cabeza: ésta es la parte del cuerpo más apetecida como botín precisamente porque en ella reside el espíritu. Le sigue el corazón, el hígado, etc. A la antropofagia (v.) se le suele asignar este origen: al comerse la parte donde reside cierta fuerza del difunto, se asimila y apropia la potencia espiritual del mismo.
A pesar de todo, en ninguna de estas manifestaciones y órganos se encierra completamente el espíritu. Éste reside en todo el cuerpo o, mejor, en toda la persona. Al final de este momento lógico, superando y asumiendo todo el pensamiento anterior, llegan a identificar el e. con el yo, con el ser verdadero y personal. Aunque a veces el espíritu-alma sea concebido con cierta materialidad, ello no implica dualismo (v.), tal como hoy se entiende. El primitivo no distingue un cuerpo material y un alma espiritual al modo dualístico, sino un todo (hombre) animado; muchas veces, incluso considera que el e. puede crecer y menguar, sufrir y gozar, comer y ser comido. Un texto de la Época de las Pirámides presenta en su arcaísmo al e. del rey faraón penetrando vencedor en el cielo. Su alimento son los Baw, los e. de los dioses, que se administra como alimento según la categoría en las comidas de la mañana, del mediodía y de la tarde. Su vientre espiritual está lleno de los e., de los dioses. He aquí la mitización del canibalismo: comida de fuerzas residentes en los individuos.
La misma psique de los griegos es un duplicado de la persona, cuya existencia ve en sueños, en los ataques nerviosos, en los éxtasis y en la muerte. Durante el desvanecimiento, p. ej., el e. abandona al hombre; del mismo orden es la muerte, solamente que en este caso el e. no vuelve.
El e. del hombre, a veces, tiene figura: de ahí que se la pueda ver o mejor intuir. La mejor de todas es la imagen o reflejo del mismo individuo. Los e. del mal no se reflejan: la leyenda de los vampiros nos enseña que éstos no proyectan su sombra en los espejos, no tienen imagen. La experiencia de Narciso, que se contempla en el agua, es esencialmente numinosa: el terror que provoca se basa en el hecho de encontrarse con su mismo espíritu. También la sombra es figura del espíritu. La muerte y los difuntos no tienen sombra; son sombras. El hombre es asimismo figura del e. del hombre; por eso quien conoce el nombre de uno, su e., lo puede dominar. El nombre es el doble de la persona en su forma más espiritual y potente.
En otras culturas se percibe a estos e. como seres disminuidos, especie de enanos, también vivificados, pero llevando una vida sombría,
c) Riqueza y trascendencia del espíritu humano. Este e. especializado en el hombre y que llamamos alma (v.), al manifestarse como potencia o facultad, dio pie, en ocasiones, a la afirmación de diversas almas en el individuo. Cada una de ellas está en función de una cierta vitalidad concreta. Hoy todavía hay quien habla de alma vegetativa, animal y racional en el ser humano. En Egipto son los faraones quienes tienen más espíritus; un proceso posterior los fijó en 14. Esta idea de que el hombre alberga más de un e. representa el paso entre el alma como totalidad dinámica y el dualismo clásico, alma-cuerpo. Pone de manifiesto y subraya el potencial cuantitativo de la persona o ser humano. Otras veces se habla de un doble e. en el hombre: Uno que le sobrevive a la muerte, otro que acompaña al cuerpo en la tumba.
En la muerte hay una verdadera disección: a la par que el cuerpo queda en el mundo verificable, el otro componente se aparta. Todo el ceremonial de difuntos pretende mágicamente capacitar al individuo a dar el salto, a pasar de un mundo a otro (v. DIFUNTOS I). Poco a poco el primitivo concibe en sí la existencia de una potencialidad que le supera; la conoce y experimenta; pero, al no poderla controlar, la teme. La divinización de este principio espiritual es, con frecuencia, el término de un proceso de mitización. Y no puede extrañar el hecho de que el ser humano haya llegado a divinizar una parta de su mismo yo, puesto que también llegó a adorar la obra que salió de sus propias manos, los ídolos.
De esta alma hablan largamente los pensadores griegos. Sin duda, lo tomaron de los cultos orgiásticos originales de Tracia. Éstos conseguían provocar en sus adeptos la locura religiosa del éxtasis, durante el cual el e. rompía los lazos que le unían al cuerpo, buscaba y hallaba un nuevo mundo, participaba de una vida distinta, trascendente, idéntica a la que es permanente de la divinidad. El gusto de la experiencia se manifestaba claramente cuando, al volver en sí, el humano se reintegraba al mundo que momentos (o siglos) antes abandonara.
Hesíodo (v.) habla de una cierta vida inmortal del e. humano conseguida tras la muerte. Una parte del yo se concibe como independiente del todo, con virtualidad propia, capaz de sobrevivir. Al parecer es la sobria esquematización de la experiencia mántica de Tracia. Esta creencia en un alma que sobrevive al cuerpo está en pensamiento hindú. Según el Brhad Aranyaka (V,IV,42-5), cuando el e. abandona al hombre, el Prana o aire vital le acompaña. Éste alberga una especie de consciencia muy concreta y busca un cuerpo de alguna manera afín a esa misma consciencia. Allí se alberga de nuevo. El e. con un cierto conocimiento, con las experiencias vividas y con el resultado de las obras pasadas (karma) se reencarna (v. METEMPSicosis). La llama de la pira funeraria le sirve de trampolín para alcanzar el aire; de allí bajará con la lluvia. Ésta es absorbida por las plantas que sirven de alimento al hombre o a los animales. Entonces, ese e. exterior, enriquecido, se posesiona de un nuevo cuerpo. Una y otra vez renacen los individuos hasta lograr su total purificación. El vehículo de unión, el lazo que de cierta forma ata las diversas existencias y las identifica, es ese e. o alma exterior supraindividual.
En otros pueblos y culturas la afirmación del e. humano se hace desde posiciones propias de un dualismo antropológico. En el poema mítico de Enuma-Elish se afirma que en el hombre hay algo divino, es la sangre de Kingu, el dios sacrificado, que fue mezclada con arcilla. Toda la lucha por la inmortalidad (v.) en los mitos de Guilgamesh (v.), Adapa y Etana es un confesar inconsciente el deseo de poseer ese don o parte divina que se traduce en vida. El Irán será dualista del todo. El final del hombre (v. ESCATOLOGíA) lo proclama claramente: el alma tiene un destino propio, ha sido juzgada individualmente después de los tres días que han durado los ritos funerarios. El cuerpo es impuro, tanto que no puede ser inhumado porque profanaría la santidad de la tierra. Por eso lo exponen en plataformas altas para que las aves rapaces se los coman. Enterrarlos o quemarlos sería ofender la pureza de la tierra o del fuego (v. DUALISMO I y II).
Muchos pueblos han reconocido en el hombre una parte divina: el mismo Ka egipicio lo es, porque concede la posibilidad de una vida perdurable; en el orfismo (v.), el mito alcanza matices trágicos: en el tiempo primordial, los Titanes devoraron a Dioniso (v.). Zeus (v.) los castigó destruyéndolos y de sus cenizas nacieron los humanos. Ese Uno divino que fue Dioniso se encuentra hoy repartido en la pluralidad de las criaturas. Todo hombre es, por una parte, «titánico» en su cuerpo, que, como materia, es malo; y, por otra, dionisiaco por su alma, que es divina y buena. Platón purificaría filosóficamente el mito. Por encima de lo contingente, están las ideas que son eternas y que el hombre hace suyas por el conocimiento. Éste eleva al alma humana sobre lo sensible hasta lo inteligible, que es el Ser. El e. no es una idea, pero sí se le asemeja porque es incorpórea, inmaterial y eterna. En la vida, se encuentra encadenada al cuerpo, al que anima; pero es un extraño, un desterrado lejos de su medio. Tras la muerte y la purificación no se pierde en el universo, conserva su personalidad.
3. Dios, ser espiritual: v. DIOS II.
V. t.: ALMA; ANIMISMO; DIFUNTOS I; ESPIRITISMO; INMORTALIDAD; HOMBRE II y III; RELIGIÓN.
Como una derivación del manismo, unas veces, por razones diversas, otras (p. ej., la conciencia de lo sagrado, v.; las teofanías, v.; el culto a los muertos; cte.), lo cierto es que algunos primitivos ven al mundo entero como lleno de espíritus. El mar, las fuentes, las cavernas, los árboles y las casas y el pueblo; el aire, el cielo y el mundo subterráneo están dominados por ellos. Confieren a todos estos elementos una especie de vida, que se compone de figura y voluntad; ven en ellos una fuerza que se manifiesta en la potencia que esconden. El primitivo no define qué sean esos seres; simplemente evoca la sensación que ha vivido. A veces estos elementos aparecen arbitrarios, perezosos, irascibles; en otras ocasiones, bajo una acción profética o gracias a estímulos religiosos y éticos, se convertirán en seres provistos de voluntad más razonable, de índole más personal y moral. En este último caso actúan movidos por leyes interiores; pero, mientras no se haya desarrollado todo el conjunto o si sólo se ve aisladamente un aspecto del todo, estos elementos parciales e iniciales tienen un carácter extraño, incomprensible y, a veces, hasta grotesco. Todo ello por lo demás reviste muy diversas formas, y sufre desarrollos muy complejos a lo largo de la historia: en algunos momentos los e. parecen ser considerados como meras fuerzas impersonales difíciles de controlar; en otros son vistos como seres claramente personales a los que el hombre puede dirigirse con el fin de conseguir que le sean propicios, etc.; a veces son considerados como seres semidivinos con autoridad en ciertos campos de la vida.
En líneas generales, estos e. ordenan la conducta de los humanos. Quizá, en el fondo, exista el miedo a los seresobjetos que rodean al hombre, consciente éste de su propia debilidad ante lo fortuito, lo incomprensible, lo inesperado. Quizá haya sido el tremendo aislamiento de aquellos grupos humanos la causa de dar forma a las cosas dotándolas de figura y voluntad. Personificándolos, estos objetos se hacen análizables, capaces de un diálogo, de un reconocimiento, de bendición o maldición y, en última instancia, se convierten en vehículos de revelación.
Hay una profunda interrelación entre estos e. de las cosas o espíritus-que-animan-la-naturaleza y las almas de los muertos. El hombre desconoce o malcomprende qué hay de por medio, pero difícilmente se pueden separar ambos aspectos de la realidad. Así, en el megálito, los hombres construyen sus sepulcros al lado de fuentes o ríos. Es común entre los sedentarios -que generalmente inhuman sus cadáveres- la idea de que los manes, que habitan debajo de la tierra, son los que hacen brotar las aguas y germinar las plantas (v. INMORTALIDAD). Esos manes lo mismo son identificados con las almas de los muertos que con los e. que animan la naturaleza. Algo tienen en común: actúan caprichosamente. Su poder se hace sentir de improviso e igualmente desaparece. Son daimones, figuras de una potencia que aparece momentáneamente y es inestable (v. ANIMISMO; MANISMO; TEURGIA; PREANIMISMO; CHAMANISMO; DIFUNTOS I).
Podemos afirmar que los hombres perciben el mundo a partir de sus propias vivencias y también contando con su experiencia. Los e. que el hombre encuentra en las cosas son expresiones de una vivencia experimentada por individuos con especial potencialidad religiosa. Hablando realmente, el hombre, ante la conciencia de su finitud, de su ser de creatura, al tomar conciencia de un poder extraño a él, ante el encuentro con una voluntad que le supera, que puede ser benéfica o acarrearle el mal, ve que debe aceptar o creer en un ser superior a quien inconscientemente dota de figura. En el fondo existe una verdad inconcusa para él: todo efecto cuyo origen le sea desconocido o mal comprendido, es producto de una causa superior o trascendente. Esa vía conduce al conocimiento de Dios, pero cuando no se eleva hasta Él puede desembocar en creencias ambiguas en e. daimones (o démones), etc.
El daimón especifica o concreta la potencia que se esconde en los objetos y que el hombre reconoce en el bosque o en el campo, en la casa o en las montañas, en las aguas y en los árboles. Son los «actuantes», designados sencillamente como «él» o «ella». Es la experiencia vivida de una potencia concreta, sin distinguir mucho entre la última, o primera, causa (Dios) y las causas segundas. Ulises arrojado a las costas de los Feacios, hace esta oración al Daimón del río: «óyeme, soberano, quien quiera que seas: Vengo a ti, tan deseado, huyendo del mar y de las amenazas de Poseidón. Es digno de respeto incluso para los inmortales dioses el hombre que se presenta errabundo, como llego ahora a tu corriente y a tus rodillas, después de pasar muchos trabajos. ¡Oh rey, apiádate de mí que me glorío de ser tu suplicante! » (Odisea, raps. V).
En la religión Shinto (v. SINTOíSMO), todas las cosas y todos los fenómenos de la naturaleza que aparecían como asombrosos a los ojos de los hombres de aquella época, fueron venerados. Eran Kami: todo cuanto tiene valor para la vida, como los cereales; lo que es temido como las serpientes, los lobos; algunos lugares o parajes, como la montaña Fuji, son reverenciados como Kami. Causaban tal impresión a los japoneses que éstos creían que estaban habitados por e. que, cuando estaban irritados, podían causar grave daño; para escapar de su poderío, para protegerse, recurren a ciertos ritos y hechicerías. La veneración Kami se extiende también en el sintoísmo a diversas clases de animales, por razones distintas a las antedichas, como, p. ej., a los zorros relacionados con la diosa de la agricultura, prevaleciendo en el Japón arcaico -como sustrato animista- la creencia de un Kami en los varios objetos.
En esta experiencia religiosa, más bien superficial, en que se afirma la existencia de un e. localizado, se pueden precisar diversos momentos: un estado negativo: «aquí no estamos seguros». Será en un lugar desértico o ante una avalancha de agua, o en un cementerio, de noche en un bosque. Un segundo momento hace exclamar: «Este lugar está embrujado». Ya fluye el oscuro fundamento conceptual. Comienza la explicación bajo la forma de una representación, todavía vacilante e imprecisa, de algo allende el mundo. Tercer momento, se precisa e identifica esa realidad de carácter numinoso, de potencialidad escondida que toma la forma de un numen loci, de un e. o daimón local (v. FETICHISMO). Ya se ha dicho que estos e. pueden hacer el bien o el mal. Contentos, su amistad es provechosa, dado el poder de que disponen; sin embargo, en la creencia popular, se manifiestan generalmente como peligrosos, porque, una vez que la acción benéfica pasó a ser patrimonio de los grandes dioses, a estos e. solamente les quedó como tarea hacer el mal a los vivos; son los demonios, personificación de las fuerzas enemigas del hombre, capaces de herir mortalmente a todos, y perturbar el orden de las cosas. La creencia popular ha imaginado a algunos de estos e. con excesiva capacidad de posesionarse de un hombre: algunas enfermedades (hasta hace poco, la locura en sus varias formas) o disposiciones más o menos fuera de lo normal o ciertas características somáticas, eran atribuidas fácilmente a la presencia en el individuo de estos seres demoniacos (v. POSESOS; ÁNGELES I).
2. El espíritu en el hombre. a) El alma universal. Uno de los datos fundamentales de la fenomenología religiosa del primitivo es que no se ha autocomprendido como algo o alguien separado o independiente del mundo que lo circunda. Algunos mitos arcaicos o más recientes, y el rito como concreción, afirman cómo el individuo menos evolucionado se ha visto con frecuencia como una parte integrante de ese cosmos maravilloso que respetaba amando y temiendo. Acepta la presencia de un mana en los objetos y en los fenómenos, se comprende como una parte del «todo animado». El individuo se sabe partícipe de lo sacro que presiente y confiesa. Él es o contiene una molécula de ese e. universal que invade el mundo. Lo que se llamaría alma, es un mana individualizado, una especialización del poder universal que en su persona anima al ser. Heráclito (v.) y su idea del devenir, pueden ser catalogados en este apartado. El Uno primordial del que nace lo múltiple, es la energía viva. Esa fuerza primera, que viene a identificarse con el fuego, se convierte en e.; también el cuerpo humano es una manifestación del fuego, que deviene agua y tierra.
Al evolucionar el pensamiento humano, cualquier clase de panteísmo (v.) cabe perfectamente aquí, pues cuando se afirma que todo contiene una parte de lo divino, aboca la confesión de un mana o poder cósmico, fragmentado en corpúsculos visibles que agotan la realidad del Uno y Universal. Aparte de esta especulación filosófica, los hombres creyeron también en el e. del grupo o de la tribu. No es extraño encontrar pueblos que aceptaban como postulado básico la creencia en una misma fuerza que los animaba a todos, que eran vitalizados por el mismo espíritu. Ejemplo clásico son los pueblos germanos (v. GERMANIA II; ESLAVOS Ii). Existe funcionalmente un solo e., un alma colectiva, cuya potencialidad y fuerza se manifiestan individualmente en cada uno de los miembros que forman el grupo. Esta creencia en un e. familiar fragua unos ligámenes tan fuertes, que provocan estructuras sociales y religiosas que aún hoy perviven en nuestra llamada civilización técnica. En una línea más avanzada, algunos pensadores admitirán que existe un e. universal, ya común a todos los hombres. El filósofo Anaxágoras (v.), asumiendo claramente el dualismo almacuerpo, concebirá a la primera como una parte de la realidad total, la llamada Alma Universal, del todo diferente al mundo material, al que pertenece el cuerpo.
b) El alma-potencia. Esta noción de e. como un mana especial e individualizado, nos equipara a todos los seres vivos. El primitivo ve algo más: hay en el hombre un algo especial, que lo diferencia de los animales y que va anejo a la persona: son las facultades (v.) que se pueden denominar espirituales.
Eminentemente observador, el primitivo percibe una discriminación frente al reino animal; pero, como vitalista, no sabe comprender el ser sino en cuanto actúa. De ahí que el primer paso es comprender el e. humano como una fuerza, una potencialidad que va a desarrollarse o manifestarse. La noción de alma tiene como base un dato biológico humano, la fuerza.
Según el pensamiento egipcio, cada hombre encierra un ba (que significa fuerza, poder, sobre todo en plural, baw). Circula con el individuo y es libre, tanto si el hombre está vivo como si está muerto. Sería como un alma exterior. Los primeros filósofos griegos (con ligeras variantes) aceptan el e. humano (la psique) como la fuerza vital, inherente a la existencia humana y que se revela en las facultades específicas de pensar, querer y desear.
Los signos de esta potencia son la sangre o la respiración; algunos órganos específicos la contienen de modo eminente, el corazón. Entre los menos evolucionados, el aliento, la respiración es el signo más claro y evidente de esta potencia animadora. Esta forma de pensar ha hecho nacer los vocablos más normales y corrientes para designar el espíritu-alma: Atman, Ruaj, Pneuma, Spiritus. Es la fenomenología del pecho que sube y baja; los suspiros, el aliento que se va perdiendo, que llega a desaparecer en el hombre y éste muere. Igualmente ha sido importante la sangre. Ésta contiene una fuerza, no sólo vital, sino también mágica: la sangre en los dinteles de la puerta en la noche del Pésaj, fenómeno religioso parejo al conocido en los aborígenes de Nueva Zelanda. Los romanos, como los hebreos, creían que en la sangre residía el alma o la vida de los hombres. En este contexto se comprende el valor de salvación que encierran los sacrificios (v.) cruentos, generales en la mayoría de los pueblos. Con el aliento y la sangre, pero en un puesto muy inferior, se pueden elencar: el sudor, la saliva, los orines, etc.: cuanto se desprende del cuerpo vivo y nada más.
Los órganos portadores del alma o espíritu están en relación con la potencia de la que son manifestadores. Así la cabeza: ésta es la parte del cuerpo más apetecida como botín precisamente porque en ella reside el espíritu. Le sigue el corazón, el hígado, etc. A la antropofagia (v.) se le suele asignar este origen: al comerse la parte donde reside cierta fuerza del difunto, se asimila y apropia la potencia espiritual del mismo.
A pesar de todo, en ninguna de estas manifestaciones y órganos se encierra completamente el espíritu. Éste reside en todo el cuerpo o, mejor, en toda la persona. Al final de este momento lógico, superando y asumiendo todo el pensamiento anterior, llegan a identificar el e. con el yo, con el ser verdadero y personal. Aunque a veces el espíritu-alma sea concebido con cierta materialidad, ello no implica dualismo (v.), tal como hoy se entiende. El primitivo no distingue un cuerpo material y un alma espiritual al modo dualístico, sino un todo (hombre) animado; muchas veces, incluso considera que el e. puede crecer y menguar, sufrir y gozar, comer y ser comido. Un texto de la Época de las Pirámides presenta en su arcaísmo al e. del rey faraón penetrando vencedor en el cielo. Su alimento son los Baw, los e. de los dioses, que se administra como alimento según la categoría en las comidas de la mañana, del mediodía y de la tarde. Su vientre espiritual está lleno de los e., de los dioses. He aquí la mitización del canibalismo: comida de fuerzas residentes en los individuos.
La misma psique de los griegos es un duplicado de la persona, cuya existencia ve en sueños, en los ataques nerviosos, en los éxtasis y en la muerte. Durante el desvanecimiento, p. ej., el e. abandona al hombre; del mismo orden es la muerte, solamente que en este caso el e. no vuelve.
El e. del hombre, a veces, tiene figura: de ahí que se la pueda ver o mejor intuir. La mejor de todas es la imagen o reflejo del mismo individuo. Los e. del mal no se reflejan: la leyenda de los vampiros nos enseña que éstos no proyectan su sombra en los espejos, no tienen imagen. La experiencia de Narciso, que se contempla en el agua, es esencialmente numinosa: el terror que provoca se basa en el hecho de encontrarse con su mismo espíritu. También la sombra es figura del espíritu. La muerte y los difuntos no tienen sombra; son sombras. El hombre es asimismo figura del e. del hombre; por eso quien conoce el nombre de uno, su e., lo puede dominar. El nombre es el doble de la persona en su forma más espiritual y potente.
En otras culturas se percibe a estos e. como seres disminuidos, especie de enanos, también vivificados, pero llevando una vida sombría,
c) Riqueza y trascendencia del espíritu humano. Este e. especializado en el hombre y que llamamos alma (v.), al manifestarse como potencia o facultad, dio pie, en ocasiones, a la afirmación de diversas almas en el individuo. Cada una de ellas está en función de una cierta vitalidad concreta. Hoy todavía hay quien habla de alma vegetativa, animal y racional en el ser humano. En Egipto son los faraones quienes tienen más espíritus; un proceso posterior los fijó en 14. Esta idea de que el hombre alberga más de un e. representa el paso entre el alma como totalidad dinámica y el dualismo clásico, alma-cuerpo. Pone de manifiesto y subraya el potencial cuantitativo de la persona o ser humano. Otras veces se habla de un doble e. en el hombre: Uno que le sobrevive a la muerte, otro que acompaña al cuerpo en la tumba.
En la muerte hay una verdadera disección: a la par que el cuerpo queda en el mundo verificable, el otro componente se aparta. Todo el ceremonial de difuntos pretende mágicamente capacitar al individuo a dar el salto, a pasar de un mundo a otro (v. DIFUNTOS I). Poco a poco el primitivo concibe en sí la existencia de una potencialidad que le supera; la conoce y experimenta; pero, al no poderla controlar, la teme. La divinización de este principio espiritual es, con frecuencia, el término de un proceso de mitización. Y no puede extrañar el hecho de que el ser humano haya llegado a divinizar una parta de su mismo yo, puesto que también llegó a adorar la obra que salió de sus propias manos, los ídolos.
De esta alma hablan largamente los pensadores griegos. Sin duda, lo tomaron de los cultos orgiásticos originales de Tracia. Éstos conseguían provocar en sus adeptos la locura religiosa del éxtasis, durante el cual el e. rompía los lazos que le unían al cuerpo, buscaba y hallaba un nuevo mundo, participaba de una vida distinta, trascendente, idéntica a la que es permanente de la divinidad. El gusto de la experiencia se manifestaba claramente cuando, al volver en sí, el humano se reintegraba al mundo que momentos (o siglos) antes abandonara.
Hesíodo (v.) habla de una cierta vida inmortal del e. humano conseguida tras la muerte. Una parte del yo se concibe como independiente del todo, con virtualidad propia, capaz de sobrevivir. Al parecer es la sobria esquematización de la experiencia mántica de Tracia. Esta creencia en un alma que sobrevive al cuerpo está en pensamiento hindú. Según el Brhad Aranyaka (V,IV,42-5), cuando el e. abandona al hombre, el Prana o aire vital le acompaña. Éste alberga una especie de consciencia muy concreta y busca un cuerpo de alguna manera afín a esa misma consciencia. Allí se alberga de nuevo. El e. con un cierto conocimiento, con las experiencias vividas y con el resultado de las obras pasadas (karma) se reencarna (v. METEMPSicosis). La llama de la pira funeraria le sirve de trampolín para alcanzar el aire; de allí bajará con la lluvia. Ésta es absorbida por las plantas que sirven de alimento al hombre o a los animales. Entonces, ese e. exterior, enriquecido, se posesiona de un nuevo cuerpo. Una y otra vez renacen los individuos hasta lograr su total purificación. El vehículo de unión, el lazo que de cierta forma ata las diversas existencias y las identifica, es ese e. o alma exterior supraindividual.
En otros pueblos y culturas la afirmación del e. humano se hace desde posiciones propias de un dualismo antropológico. En el poema mítico de Enuma-Elish se afirma que en el hombre hay algo divino, es la sangre de Kingu, el dios sacrificado, que fue mezclada con arcilla. Toda la lucha por la inmortalidad (v.) en los mitos de Guilgamesh (v.), Adapa y Etana es un confesar inconsciente el deseo de poseer ese don o parte divina que se traduce en vida. El Irán será dualista del todo. El final del hombre (v. ESCATOLOGíA) lo proclama claramente: el alma tiene un destino propio, ha sido juzgada individualmente después de los tres días que han durado los ritos funerarios. El cuerpo es impuro, tanto que no puede ser inhumado porque profanaría la santidad de la tierra. Por eso lo exponen en plataformas altas para que las aves rapaces se los coman. Enterrarlos o quemarlos sería ofender la pureza de la tierra o del fuego (v. DUALISMO I y II).
Muchos pueblos han reconocido en el hombre una parte divina: el mismo Ka egipicio lo es, porque concede la posibilidad de una vida perdurable; en el orfismo (v.), el mito alcanza matices trágicos: en el tiempo primordial, los Titanes devoraron a Dioniso (v.). Zeus (v.) los castigó destruyéndolos y de sus cenizas nacieron los humanos. Ese Uno divino que fue Dioniso se encuentra hoy repartido en la pluralidad de las criaturas. Todo hombre es, por una parte, «titánico» en su cuerpo, que, como materia, es malo; y, por otra, dionisiaco por su alma, que es divina y buena. Platón purificaría filosóficamente el mito. Por encima de lo contingente, están las ideas que son eternas y que el hombre hace suyas por el conocimiento. Éste eleva al alma humana sobre lo sensible hasta lo inteligible, que es el Ser. El e. no es una idea, pero sí se le asemeja porque es incorpórea, inmaterial y eterna. En la vida, se encuentra encadenada al cuerpo, al que anima; pero es un extraño, un desterrado lejos de su medio. Tras la muerte y la purificación no se pierde en el universo, conserva su personalidad.
3. Dios, ser espiritual: v. DIOS II.
V. t.: ALMA; ANIMISMO; DIFUNTOS I; ESPIRITISMO; INMORTALIDAD; HOMBRE II y III; RELIGIÓN.
J. GUILLÉN TORRALBA.
BIBL.: F. TULOuP, L'8me et sa survivance, depuis la préhístoire jusqu'á nos jours, París 1948; W. SCHMIDT, Der Ursprung der Gottesidee, 6 vol., Münster W. 1926-35; P. SIWECK, La reencarnación de los espíritus, Buenos Aires 1947; A. 1. FESTUGIÉRE, L'ldéal religieux des Grecs et I'Évangile, París 1932; E. ABEGG, Fuentes de psicología hindú, Buenos Aires 1960; D. LYs, Néphés, Histoire de I'áme dans la Révélation d'Israél au sein des Religions Proche-Orientales, París 1959; J. SAINT FARE GARNOT, La vida religiosa en el Antiguo Egipto, Buenos Aires 1948; M. SCHULIEN, L'Anima presso i popoli primitivi, en Enciclopedia Cattolica, I, Ciudad del Vaticano 1948, 1310-1313; N. TURCHI, L'Anima nelle religiosi extrabibliche, ib. I, 1313-1319.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991
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