Encíclica
de LEÓN XIII
Sobre la Democracia Cristiana
Del 18 de enero de 1901
Venerables
Hermanos: Salud y bendición apostólica
1.
La inquietud social y agitación de nuestros días.
Las graves controversias de economía política, que tiempo ha debilitan en más
de una nación la concordia de ánimos, de tal modo se propagan y enardecen, que
no sin motivo tienen inquieto y en suspenso el parecer de los hombres más
prudentes. Su introducción fue debida en primer término a las falacias de
opiniones ampliamente difundidas en el modo de filosofar y orar. Después, el
nuevo impulso que en nuestros días recibieron las artes, la rapidez de
comunicaciones y los medios adoptados para la disminución del trajo y aumento
del salario, exacerbaron la contienda. Por último, provocada la separación
entre ricos y pobres, merced a trabajos de hombres turbulentos, a tal extremo
llegaron las cosas, que agitados los pueblos con frecuentes sublevaciones,
parece serán entristecidos con calamidades espantosas.
2.
Dos Encíclicas sociales.
Apenas comenzó Nuestro pontificado, Nos advertimos del peligro que por este
concepto corría la sociedad civil y creemos deber Nuestro avisar a los
católicos del grave error que se encubre en as ilusiones del socialismo y del
grave daño que de él se deriva, no sólo a los bienes externos de la vida,
sino también a la probidad de costumbres y a la religión. Con este objeto
dirigimos la Carta Encíclica Quod Apostolici muneris el 28 de diciembre
de 1878.
Aumentando la gravedad de estos peligros con detrimento privado y público, Nos
con solicitud acudimos a remediarlo, escribiendo al efecto la Encíclica Rerum
Novarum el 15 de Mayo de 1891, en la que con extensión Nos ocupamos de los
derechos y deberes, con que las dos clases de la sociedad, patronos y obreros,
deben convenir entre sí; señalando a su vez conforme a las prescripciones
evangélicas, los remedios más oportunos, a Nuestro juicio, para defensa de la
justicia y para dirimir todo conflicto entre las clases de la sociedad.
3.
Efectos de tales Encíclicas.
Por favor divino no resultó defraudada Nuestra confianza, puesto que los mismos
disidentes del catolicismo, arrastrados por la fuerza de la verdad, han
reconocido que a la Iglesia corresponde velar por las clases sociales,
especialmente por las que se hallan en miserable estado de fortuna. Los
católicos, por su parte percibieron como fruto de Nuestras enseñanzas, no
sólo estímulo y aliento para realizar óptimas empresas, sino también la
anhelada luz para, bajo su influencia, dedicarse con éxito y seguridad a esta
clase de estudios, y de esta suerte las diferencias de opiniones que entre ellos
existía en parte desaparecieron y en parte se mitigaron. En la práctica se
consiguió fundar y aumentar útilmente valiosos elementos en defensa de la
clase proletaria, principalmente donde mayor era su desventura, como son: la
protección dispensada a los ignorantes llamada secretariado del pueblo, los
bancos agrícolas, las sociedades de socorros mutuos, las ordenadas a remediarse
en las necesidades e infortunios, los gremios de obreros y otros auxiliares de
esta naturaleza.
4.
Acción en favor del proletariado.
De esta manera, bajo los auspicios de la Iglesia, se inicia entre los católicos
cierta unión de acción en favor de la masa, rodeada casi siempre no menos de
asechanzas y peligros, que de penurias y trabajos. En principio no fue designada
con nombre propio esta acción de beneficencia popular; el de socialismo
cristiano empleado por algunos, así como los de él derivados no sin razón
cayeron en desuso. Después con fundamento fue por muchos llamada acción
cristiana popular. En algunas partes los que se dedican a esta obra son
llamados cristianos sociales, en otras se llama democracia cristiana a
la acción y demócratas cristianos a los que le prestan su concurso, en
con transposición a la democracia social que persiguen los socialistas..
De estas dos últimas denominaciones, si no la primera sociales cristianos, ciertamente
la segunda democracia cristiana para muchos es ofensiva por suponer que
encierra algo ambiguo y peligroso: temiendo, al efecto, que por este nombre bajo
encubierto interés se fomente el régimen popular o se prefiera la democracia a
las demás formas políticas, que se restrinja la religión cristiana reduciendo
sus miras a la utilidad de la plebe, sin atender en nada el bien de las demás
clases, y por último, que bajo ese especioso nombre, se encubra el propósito
de sustraerse a todo gobierno legítimo ya civil, ya sagrado. Agitándose esta
cuestión con demasiada frecuencia y acritud, deber Nuestro es imponer límites
a la controversia, definiendo qué deban sentir los católicos sobre el
particular y además prescribir ciertas reglas que hagan más amplia y saludable
su acción a la sociedad.
5.
Democracia social y democracia cristiana.
No hay duda alguna sobre lo que pretende la democracia social y a lo que
debe aspirar la democracia cristiana. Porque la primera en muchos llega a
tal grado la malicia, que admite fuera de lo natural, busca exclusivamente los
bienes corpóreos externos, poniendo la felicidad humana en su
adquisición y goce. De aquí el deseo de que la autoridad resida en pueblo,
para que, suprimidas las clases sociales y nivelados los ciudadanos, se
establezca la igualdad de bienes; como consecuencia se aboliría el derecho de
propiedad y la fortuna de los particulares así cómo los medios de vida
pasarían a ser comunes. Por el contrario la democracia cristiana, por el hecho
mismo de recibir ese nombre, debe estar fundamentado en los principios de la fe
divina, atendiendo de tal suerte al interés de las masas que procure
perfeccionar saludablemente los ánimos, destinados a bienes sempiternos. Nada
pues para ella tan santo como justicia que manda que se conserve íntegro el
derecho de propiedad, defiende la diversidad de clases, propia de toda sociedad
bien constituida y quiere que su forma su forma sea la que el mismo Dios su
autor ha establecido.
De donde claramente se infiere que nada hay de común entre la democracia
social y la cristiana y que entre sí difieren como se diferencia la
secta del socialismo y la profesión de la religión cristiana.
6.
Abstención del concepto político.
No sea empero lícito referir a la política el nombre de democracia cristiana;
pues aunque democracia, según su significación y uso de los filósofos,
denota régimen popular, sin embargo en la presente materia debe entenderse de
modo que, dejado de todo concepto político, únicamente signifique la misma
acción benéfica cristiana en favor del pueblo. Porque como los preceptos
naturales y evangélicos exceden por sí todos los hechos humanos, es imposible
dependan de ningún régimen civil, antes bien pueden la armonizar con
cualquiera, con tal que no repugne a honestidad y a la justicia. Son, pues, y
permanecen ajenos enteramente dichos preceptos a las opiniones de los partidos y
a todo evento, de manera que sea cual fuere la constitución de la república,
puedan y deban los ciudadanos cumplir aquellas mismas leyes, en que se
les manda amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismos.
Esta fue la disciplina constante de la Iglesia y de ella usaron los Romanos
Pontífices al tratar con las sociedades, cualquiera que fuere su forma de
gobierno. Supuesto lo cual la mente y acción de los católicos al
promover el bien de los proletarios, en modo alguno ha de tender a desear y tratar
de introducir un régimen social con preferencia a otro.
7.
Aprecio de las clases superiores.
Por idéntica razón debe removerse de la democracia cristiana el otro concepto,
que es atender de tal modo a las clases humildes, que parezcan preferidas las
superiores, las cuales no menos contribuyen a la conservación y perfeccionamiento
de la sociedad. A esta necesidad provee la ley de la caridad, de que antes
hicimos mención la cual abraza a todos los hombres de cualquier condición,
como a miembros de una familia creados por un mismo bondadoso Padre, redimidos
por un mismo Salvador y llamados a una misma herencia eterna. Esta es la
doctrina del Apóstol: Un cuerpo y un espíritu, como fuisteis llamados en
una esperanza de vuestra devoción. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios y
Padre de todos, que es sobre todos y por todas las cosas y en todos nosotros[1].
En consideración, pues, a
la unión nativa de la masa con las demás clases, afianzada por la fraternidad
cristiana, en éstas ha de influir necesariamente toda diligencia que se emplee
en ayuda de aquélla, lo cual se concibe mejor teniendo en cuenta que para el
éxito en este orden, es necesario que aquéllas clases sean llamadas a tomar
parte en la obra, de lo cual nos ocuparemos luego.
8.
Respeto a las leyes y autoridades.
Evítese asimismo, encubrir bajo la denominación de democracia cristiana, el
propósito de insubordinación y oposición a las autoridades legítimas,
porque la ley natural y cristiana prescribe reverencia a los que según su
grado, rigen la sociedad y obediencia a sus preceptos justos. Lo cual ha de
hacer el Cristiano para que sea digno de él, sinceramente y como deber; esto es
por conciencia, como amonestó el Apóstol, cuando dijo: toda alma esté
sometida a las potestades superiores[2].
No se comporta por consiguiente, de manera cristiana el que rehúsa
someterse y obedecer a los que gozan de autoridad en la Iglesia, y en primer
lugar a los Obispos, a quienes, salva la potestad del Romano Pontífice, ha
puesto el Espíritu Santo para gobernar la Iglesia de Dios, la cual Él
adquirió con su sangre[3]. El que de otra manera
sienta o se conduzca se ha olvidado de aquel gravísimo precepto del mismo
Apóstol: obedeced a vuestros superiores y estadles sumisos. Porque ellos
velan, como que han de dar cuenta de vuestras almas[4].
En gran manera interesa que los fieles graben en su corazón lo expuesto y
lo cumplan en la conducta de su vida; los sacerdotes a su vez no cesen de
inculcarlo a los demás, no tanto con la palabra como con el ejemplo.
9.
Ayudar al pueblo y preservarlo del socialismo.
Explicada esta doctrina, ya antes de ahora esclarecida, esperamos que
desaparezca toda disensión respecto al nombre de democracia cristiana y toda
sospecha de peligro en cuanto a lo que con tal nombre se significa. Y lo
esperamos con razón. Porque, prescindiendo del parecer de algunos sobre la
naturaleza y eficacia de esta democracia cristiana, en la cual hay exageración
o error, nadie habrá que censure esa acción, que sólo aspira según la ley
natural y divina a ayudar a los que viven del trabajo de sus manos, a hacerles
menos penoso su estado y proporcionarles medios para atender a sus necesidades;
a que tanto fuera como dentro de sus hogares cumplan libremente los deberes de
las virtudes y de la religión, a que se persuadan de que no son animales, sino
hombres, cristianos, no paganos y de esta manera se dirijan con facilidad a
aquella única
cosa necesaria, al último bien,
para el que todos nacimos. Este es, en verdad, el fin, ésta la empresa de los
que entrañablemente quieran ayudar al pueblo cristiano y preservarlo incólume
de la peste del socialismo.
10.
No es sólo cuestión económica
De propósito Nos hemos hecho mención de los deberes morales y religiosos. En
opinión de algunos la llamada cuestión social es solamente económica,
siendo por el contrario certísimo, que es principalmente moral y religiosa
y por esto ha de resolverse en conformidad con las leyes de la moral y de la
religión. Aumentad el salario al obrero, disminuid las horas de trabajo,
reducid el precio de los alimentos, pero si con esto dejáis que oiga ciertas
doctrinas y se mire en ciertos ejemplos, que inducen a perder el respeto debido
a Dios y a la corrupción de costumbres, sus mismos trabajos y ganancias
resultarán arruinados. La experiencia cotidiana enseña que muchos obreros de
vida depravada y desprovistos de religión, viven en deplorable miseria, aunque
con menos trabajo obtengan mayor salario. Alejad del alma los sentimientos que
infiltró la educación cristiana; quitad la previsión, modestia, parsimonia,
paciencia y las demás virtudes morales e inútilmente se obtendrá la
prosperidad, aunque con grandes esfuerzos se pretenda. Esta es la razón porque
Nos jamás hemos exhortado a los católicos a fundar sociedades y otras
instituciones, para el feliz porvenir de la masa, sin recomendarles a la vez que
lo hicieran bajo la tutela y auspicios de la religión.
11.
Caridad espiritual y corporal.
Tanto más digna de encomio Nos parece esta acción benéfica de los católicos,
cuanto que se despliegan en el mismo campo en que la caridad, bajo la benigna
inspiración de la Iglesia, ejercitó siempre su acción, acomodándose a las
circunstancias de los tiempos. Esta ley de mutua caridad, que es complemento de
la justicia no sólo obliga a dar a cada uno lo suyo, no violar el derecho
ajeno, sino que también a favorecerse unos a otros no de palabra, ni de
lengua, sino obra y de verdad[5],
recordando lo que Cristo amorosamente dijo a los suyos Un mandamiento
nuevo os doy: que os améis los unos a los otros, así como yo os he amado, para
que vosotros os améis también entre vosotros mismos. En esto conocerán todos
que sois discípulos, si tuviereis caridad entre vosotros[6].
Y aunque este mutuo auxilio debe mirar a los bienes no caducos, sin embargo
debe extenderse a las necesidades de la vida; a este propósito conviene
recordar, que cuando los discípulos del Bautista
preguntaron a Cristo: ¿Eres tú el que ha de venir, o esperamos a otro?,
Él mismo, para mostrar el motivo de su divina misión entre los
hombres presentó la razón de caridad, refiriéndose a la sentencia de Isaías:
los ciegos ven, los cojos andan los leprosos quedan limpios, los sordos oyen,
los muertos resucitan, los pobres son evangelizados. Y hablando del juicio
final y de la distribución de premios y penas, declaró que especialmente
atendería a la caridad con que recíprocamente se hubiesen tratado los hombres,
y llena de admiración que pasando en silencio en ese punto las obras
espirituales de caridad, se ocupara sólo de los deberes de la caridad externa,
considerándola como hecha en favor suyo: tuve hambre y me disteis de comer;
tuve sed y me disteis de beber era huésped y me hospedasteis; desnudo y me
cubristeis, enfermo y me visitasteis estaba en la cárcel y vinisteis a verme[7].
A estas lecciones de caridad espiritual y corporal añadió Cristo insignes
ejemplos, como todos saben; y por lo que al presente se refiere, grato es
recordar aquélla frase salida de su corazón paternal: Compasión tengo de
estas gentes[8] y la voluntad de
socorrer aquélla necesidad hasta de modo milagroso: de cuya grande misericordia
queda este encomio: pasó haciendo bien y sanando a todos los oprimidos del
diablo[9]. Semejante escuela de
caridad siguieron desde el principio los apóstoles con suma diligencia; y los
que después abrazaron el cristianismo, fueron autores de varias instituciones
con las que procuraron remediar todo género de miserias humanas; cuyas
instituciones favorecidas con incesantes incrementos, son en verdad preclaro
ornato del cristianismo y de la civilización que de él procede: los hombres
rectos no cesan de admirarlas, teniendo en cuenta que en todos y cada uno hay
propensión hacia el propio interés sin cuidarse del ajeno.
12.
Limosnas en dinero.
De las obras de beneficencia no se ha de excluir la distribución del dinero en
limosnas, según aquellas palabras de Cristo: dad limosna de lo que os sobra[10].
Los socialistas la reprueban y quisieran suprimirla, como injuriosa a la
nobleza ingénita del hombre. Mas cuando se da limosna, según la prescripción
evangélica[11] y conforme al uso
cristiano, ni alienta la soberbia en quien la hace, ni avergüenza a quien
la recibe. Tan lejos está de ser indecoroso al hombre la limosna, que antes
bien sirve para estrechar los vínculos de la sociedad humana, fomentando la
necesidad de deberes entre los hombres, porque no hay nadie, por rico que sea,
que no necesite de otro, ni nadie absolutamente pobre, que no pueda ayudar en
algo a otro. Armonizadas de esta suerte entre sí la justicia y la caridad,
abrazan de modo maravilloso todo el cuerpo de la sociedad humana y conducen
providencialmente a cada uno de sus miembros a la consecución del bien
individual y común.
13.
Instituciones de caridad. El ahorro.
Cede también en honor y justa alabanza de la caridad, el socorrer las
necesidades del pueblo, no ya con auxilios transitorios, sino también por medio
de instituciones permanentes, en las que tienen los necesitados ventajas más
estables y seguros. Todavía es más digno de aplauso el propósito de infundir
en el ánimo de los artesanos y obreros el espíritu de ahorro y previsión;
para que de este modo puedan, en el transcurso del tiempo, atender al menos en
parte a sus necesidades. Tal propósito no sólo alivia el deber de los ricos
para con los pobres, sino que a su vez cede en bien de los proletarios, pues
estimulándoles a que se preparen un porvenir más halagüeño, les aparta de
los peligros, reprime en ellos el ímpetu de las pasiones y les atrae al
ejercicio de las virtudes. Como es, pues, de tanta utilidad y tan apropiada para
nuestros tiempos, es justo, ciertamente que la caridad de los buenos corra en
ayuda con celeridad y prudencia.
14.
El individuo vive para sí y para la sociedad.
Entiéndase, pues, que esta acción de los católicos en favor y auxilio del
pueblo, concuerda con el espíritu de la Iglesia: y es fiel reflejo de los
ejemplos admirables que ella ha dado; sin que interese en gran manera llamar al
conjunto de estas obras acción cristiana popular, o denominarle democracia
cristiana, siempre que se observen, con el obsequio que se merecen y en toda
su integridad, Nuestras enseñanzas. En cambio importa demasiado que en negocio
tan grave, sea una misma la mente, deseo y acción de los católicos y no
interesa menos que esta misma acción aumente y se amplíe. Se debe, al efecto,
procurar con especialidad la benévola cooperación de aquellos que por su
nacimiento, posición, cultura de ingenio y educación gocen de mayor autoridad
en la sociedad; faltando este elemento poco puede realizarse en orden al
anhelado bien del pueblo: por el contrario, tanto más breve y seguro será el
camino que a él conduce, cuanto mayor sea el número de los cooperadores y más
eficaz su cooperación. Nuestro deseo sería que consideraran que no están
exentos de procurar la suerte de los pobres, sino que a ello están obligados.
Porque en la sociedad no vive solo cada individuo para sí, sino que también
para la comunidad; de esta suerte lo que unos no pueden hacer por el bien
común, súplanlo con largueza los que puedan. La superioridad misma de los
bienes recibidos, de la que ha de darse estrecha cuenta a Dios que los ha
otorgado, demuestra la gravedad de esta obligación, como también la declara el
torrente de males, que a no prevenirse con tiempo acarrearán la ruina de todas
las clases sociales; resultando de aquí que el que desprecia la causa del
pueblo se acredita de imprevisor respecto de sí, como de la sociedad.
15.
Valor y unión.
No hay que temer, si esta acción social animada de espíritu cristiano se
propaga y prospera, que se esterilicen y desaparezcan como absorbidos por las
nuevas sociedades, los institutos debidos a la piedad y previsión de Nuestros
antepasados, porque éstos como aquéllas, están animados de un mismo espíritu
de religión y caridad, y no siendo, por otra parte, opuestas entre sí,
fácilmente podrán unirse para atender a las necesidades del pueblo y a los
peligros cada día más graves. La realidad clama y clama con vehemencia
diciendo que es necesario valor y unión, puesto que se vislumbra un cúmulo
inmenso de desventuras y amenazan pavorosas catástrofes, por efecto,
principalmente, del incremento que toma la secta de los socialistas. Con astucia
invaden el seno de la sociedad y en las tinieblas de ocultas reuniones como en
público, por medio de conferencias y escritos, excitan las muchedumbres a la
sedición; abandonada toda idea religiosa, rechazan los deberes, proclamando
sólo el derecho, y así inflaman a las turbas más nutridas cada día de
menesterosos, a quienes la propia miseria hace que caiga con facilidad en el
engaño y sean arrastradas al error. Trátase, pues, de los intereses de la
sociedad y religión, lo cual deben defender de manera decorosa los buenos.
16.
Abstención de disputas sutiles.
Para que la concordia de ánimos adquiera la deseada estabilidad, es necesario
que todos se abstengan de las cuestiones que ofenden y dividen. Omítase, pues,
así en los diarios como en las conferencias populares, como en las cuestiones
muy sutiles y de escaso interés, cuya solución e inteligencia exigen capacidad
suficiente y cultura no vulgar. Propio es del hombre dudar en mucha. cosas y en
otras sentir de manera diversa a la que otros sienten; conviene por tanto, a los
que sinceramente buscan la verdad, que en las disputas observen igualdad de
ánimo y modestia y mutua reverencia, para que de esta suerte el disentimiento
de opiniones no acarree el disentimiento de voluntades. En las cuestiones
dudosas puede cada uno defender la opinión que mejor le pareciere, siempre que
esté dispuesto a someterse a las decisiones de la Sede Apostólica.
17.
Comités para unificar la acción
Esta
acción de los católicos se desplegará con más amplitud y eficacia, si todas
las instituciones, conservando su derecho, son dirigidas por un mismo impulso.
En Italia deseamos que este impulso corresponda a los Congresos y comités
católicos tantas veces por Nosotros alabados, a los cuales Nuestro Predecesor y
Nos confiamos la misión de la acción común de los católicos, bajo la
dirección y tutela de los obispos. Hágase lo mismo en las demás
naciones, si hay asociaciones a quienes se haya encomendado tal cargo.
18.
Que el Sacerdote se acerque al pueblo.
En este orden de cosas que tan directamente ligan los intereses de la Iglesia y
del pueblo cristiano, claramente aparece cuanto deban trabajar los sagrados
ministros y cuán poderosos son los medios de doctrina, prudencia y caridad de
que para dicho fin disponen. Más de una vez Nos, hablando a los eclesiásticos,
hemos creído conveniente manifestarles que al extremo a que llegaron los
tiempos, es oportuno descender al pueblo y comunicarse saludablemente con él.
Con frecuencia asimismo, en cartas dirigidas a los obispos y varones
eclesiásticos en estos últimos tiempos[12],
alabamos esta amorosa solicitud para con el pueblo; diciendo que era propia de
uno y otro clero. Pero condúzcanse en esto con gran cautela y prudencia a
semejanza de los santos. El pobre y humilde Francisco,
el padre de los desgraciados Vicente de Paúl
y otros muchos varones, en todas las épocas de la Iglesia, ordenaron de tal
modo su asiduo cuidado hacia el pueblo, que sin olvidarse de sí atendieron con
igual interés a la perfección de todas las virtudes.
19.
Lo que se ha de enseñar al pueblo.
Sobre este particular Nos place exponer a la consideración una cosa, en que no
sólo los eclesiásticos sino todos los favorecedores de la causa del pueblo,
puedan con facilidad hacerse beneméritos, y consiste en inculcar oportunamente
en el ánimo de la plebe estos consejos: que se guarden de las sediciones y de
los sediciosos; que consideren inviolable el derecho ajeno; que reverencien a
sus señores y hagan lo que les mandan; que no sientan aversión a la vida
doméstica fecunda en muchos bienes; que observen la religión y de ella tomen
consuelo en las contrariedades de la vida. Para el más feliz éxito de este
propósito, servirá de poderoso medio recordarles el singular modelo de
la Sagrada Familia de Nazaret, proponerles el ejemplo de los que siendo de su
condición llegaron a la cumbre de la virtud y por último fomentar la esperanza
del premio que está reservado en una vida más dichosa.
20.
Sumisión de toda obra a la Jerarquía.
Finalmente, de nuevo aconsejamos, que no se olviden los individuos y sociedades
al poner en práctica cualquier proyecto con el propósito indicado, de la plena
obediencia que deben a las autoridad de los Obispos. No se dejen alucinar de
cierto celo de caridad, intemperante, lo cual ni es sincero, ni fecundo, ni
grato a Dios, si tiende a menoscabar el deber de obediencia. Dios se complace en
los que, olvidados de sus opiniones, oyen a los Prelados de la Iglesia como si
oyeran y les asiste en sus empresas por difíciles que sean, coronándolos
benigno con el éxito. Añádase a lo indicado el ejemplo de las virtudes, en
especial de las que acreditan al hombre de enemigo de la impureza y placeres y
de dispensador benévolo de lo superfluo para utilidad del prójimo; porque
estos ejemplos excitan saludablemente el espíritu del pueblo y tienen tanta
mayor eficacia cuanto que son más conspicuos los ciudadanos en quien se
admiran.
21.
Vigilancia de los Prelados
Os exhortamos, Venerables Hermanos, a procurar estas cosas, según la
oportunidad de lugares y personas, con la prudencia y solicitud que os es propia
y a que os aconsejéis mutuamente sobre este asunto en vuestras acostumbradas
reuniones. Entiéndase vuestra vigilancia y autoridad a regular, refrenar y
cohibir para que de esta suerte no se relaje, so-pretexto de fomentar el bien,
el vigor de la disciplina eclesiástica, ni se turbe el orden señalado por
Cristo a su Iglesia. Aparezca con esplendidez en la obra recta, concorde y
progresiva de los católicos, que la tranquilidad del orden y la verdadera
prosperidad florece en los pueblos bajo la dirección y ayuda de la Iglesia, a
la cual incumbe el sagrado deber de avisar a cada uno de sus obligaciones según
los preceptos cristianos, de estrechar con la caridad fraterna a los ricos y a
los pobres y de levantar y confortar los ánimos en las adversidades humanas.
22.
Palabras de San Pablo
Confirme Nuestras amonestaciones y deseos la exhortación tan llena de caridad
apostólica de San Pablo
a los Romanos: Os ruego... Reformaos en la novedad de vuestro espíritu... El
que reparte, en sencillez; el que hace misericordia, en alegría. El amor sea
sin fingimiento. Odiando lo malo, aplicándoos recíprocamente con amor
fraternal: adelantándoos para honraros los unos a los otros: En hacer bien,
nada perezosos; en la esperanza, gozosos; en la tribulación, sufridos en la
oración, perseverantes: Socorriendo las necesidades de los santos: ejercitando
la hospitalidad. Gozaos con los que se gozan, llorad con los que lloran:
Sintiendo entre vosotros una misma cosa: No pagando a nadie mal por mal;
procurando bienes no sólo delante de Dios, sino también delante de todos los
hombres[13].
Como
auspicio de tales bienes descienda la Bendición Apostólica, que amorosamente
Os damos en el Señor a vosotros, Venerables Hermanos, al Clero y a vuestro
pueblo.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 18 de enero del año 1901, vigésimo-tercero
de Nuestro Pontificado. León XIII
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