lunes, 5 de enero de 2015

LOS SEIS LIBROS DE SAN JUAN CRISÓSTOMO SOBRE EL SACERDOCIO. INTRODUCCIÓN.

AL SER. MONSEÑOR INFANTE DON GABRIEL DE BORBÓN

SEÑOR.
La dificultad de una buena traducción es conocida solamente
por aquéllos que saben hacerla. Y como es muy corto el número
de los que traducen bien, por esto son muy pocos los que no
desprecian este género de aplicación. V.A. acaba de dar una
muestra del último primor en el primero de los historiadores
latinos, con la que ha manifestado, que conoce la dificultad del
traducir, y al mismo tiempo, que aprecia este género de trabajo.
Yo no dejo de conocer la dificultad; pero aspiro aún a la
perfección: me contemplo en el pie de la subida; y V.A. se halla
ya en lo más encumbrado, vencida toda la aspereza. Por lo que
no será extraño, que yo llegue a V.A. a suplicarle rendido, se
digne alargar benignamente su mano, para que pueda subir tan
arriba, y poner a sus reales pies esta pequeña traducción. Con
esto no pretendo otra cosa, sino oír sus doctas
animadversiones y dar un público testimonio de mi ánimo
agradecido a las repetidas y particulares honras que debo a
V.A.

SEÑOR,

A L.R.P. de V.A.

Su más favorecido y reconocido servidor,

Felipe Scio de San Miguel


ADVERTENCIA
Los libros que escribió San Juan Crisóstomo sobre el
sacerdocio han sido mirados siempre como la obra más
sobresaliente entre todas las que nos han quedado suyas, y
que no dejan que añadir a los que han tratado después esta
materia. Dispuestos en forma de diálogo, nos ponen delante las
graves razones y fundamentos que tuvo el santo para huir de la
dignidad episcopal; y al mismo tiempo, una pintura muy
acabada, en la que se registra la perfección altísima que pide el
estado sacerdotal, y el gravísimo peso, que ponen sobre sus
hombros, los que se encargan del gobierno de las almas. A la
vista pues de esta, será sin duda muy grande nuestra
confusión, si para poner un velo a nuestros descuidos
pretendemos recurrir a que el santo la hizo siguiendo las trazas
de una exageración retórica, y sin ser penetrado de los mismos
sentimientos. Pero el que atendiere a lo que ejecutó después de
promovido al sacerdocio, y al modo con que desempeñó el
ministerio episcopal, hallará que sus acciones fueron en todo
conformes a lo que dejó escrito y que debían practicarse por los
buenos eclesiásticos y prelados; y por consiguiente, que no nos
queda pretexto alguno con qué poder dar color a nuestra
desidia. Dignos son, por tanto, de que continuamente los
registremos, y de que por ellos observemos qué es lo que
tenemos y qué nos falta para formar en nuestras almas una
imagen digna del celestial Esposo; dignos de que no los pierdan
de vista los que han de dar cuenta a Dios de su ministerio y
empleo, por las obligaciones que aquí se representan; dignos
de que todos los prelados de la Iglesia se apliquen con el mayor
desvelo a que con la continua meditación los conviertan en jugo
y sangre los que han de responder a los cargos de un ministerio
temible aun a las mismas angélicas potestades; dignos,
finalmente, de que con la más atenta y seria reflexión los
revuelvan y pesen aquéllos a quienes está confiado el proveer
la Iglesia de sujetos útiles, estando asegurados de que
encontrarán aquí notados por menor, como en una cumplida, y
exacta carta de navegar, todos los escollos en que pueden
tropezar; y al mismo tiempo, los rumbos y dirección que deben
seguir para su elección, y aprobación. Que la reforma de una
comunidad, de un pueblo, de un reino, y de todo el mundo
dependa de la bondad, y rectitud de costumbres que se noten
en las personas de los prelados y eclesiásticos destinados para
su instrucción es doctrina común entre todos los Padres y
Doctores de la Iglesia; porque mirándose todos en ellos, como
en un ejemplar, según el cual han de dirigir sus acciones, creen
lícitas aquéllas que ven practicadas, aplaudidas y aun
disimuladas por estos. Igualmente lo es que para la reforma del
clero y del estado eclesiástico, contribuyen únicamente el
discernimiento y rectitud de los que proponen, consultan, y
hacen la elección para las prelacías, prebendas y beneficios
eclesiásticos. El prelado (dice admirablemente nuestro santo),
por cuya culpa se perdiere el rebaño de Jesucristo, responderá
por los pecados de aquéllos que se perdieron por su causa;
pero los electores responderán por los de éstos, y no menos
por las culpas, y errores del prelado. Un mal eclesiástico, que
con sus procederes indignos y vida licenciosa escandaliza a los
otros, dará cuenta de los escándalos y de la ruina que ocasiona
con su mal ejemplo; pero el prelado queda sujeto a la pena que
corresponde a todos aquellos escándalos, y también a la de
haber elegido y ordenado a un indigno. Para todos proporciona
remedio nuestro santo ofreciendo una pauta por la cual deban
arreglar sus pensamientos y acciones, tanto los electores, para
que conozcan y examinen bien las costumbres de los que han
de elegir, como los elegidos, para que entren en el
conocimiento de sí mismos; y haciendo prueba de sus fuerzas,
vean si pueden mantener, o no, tan grave peso.

De lo que acabo de decir, se comprenderá fácilmente que mi
principal designio en traducir y publicar este tratado ha sido
contribuir, cuanto esté de mi parte, a que Dios sea glorificado y
a que todos conozcamos el grave peso de nuestras
obligaciones; de lo que resultando la reforma de nuestras
acciones, se derive al pueblo cristiano el fruto del buen ejemplo.
He seguido en esto las pisadas de otros muchos, que movidos
de la misma consideración, lo tradujeron en varias lenguas, y
publicaron separadamente; de lo que para instrucción tuya daré
aquí una breve noticia. La primera edición, que se hizo de sólo
el texto, fue en Lovaina por el Clenardo, el año 1529 y el de
1544 lo tradujo en latín Jano Cornario, y publicó en Basilea. El
Hoeschelio lo imprimió en Augusta en 1599 quien después de
todo el texto, puso la versión latina de Jacobo Ceratino a los dos
primeros libros, y la de Germano Brixio a los cuatro restantes,
añadiendo algunas observaciones. Juan Hugues la dio al
público en Cantabrigia el año 1710 enriqueciendo su edición de
algunas disertaciones sobre la dignidad sacerdotal; pero con
otra versión diversa de la de Ceratino, y la de Brixio. Esta se
renovó en Londres en 1712 por Styano Thirlby, con una
apología de la fuga del Nacianceno. Stutgardo Alberto Bengelio
hizo otra edición en 1725 acompañada de una nueva
interpretación y continuas notas. Ricardo Le Blanc la tradujo en
francés, e imprimió en París en 1553 y el Lami la publicó en el
mismo idioma en 1650. Se encuentran también varias
traducciones italianas, y últimamente, la que hizo Miguel Ángel
Giacomelli, impresa en Roma en 1757 con el texto griego y
notas muy copiosas. De todas estas, yo solamente he podido
tener presentes la latina de Germano Brixio, la del Montfaucon,
que se halla en el cuerpo de todas las obras de san Juan
Crisóstomo impresas en París, y la italiana de Giacomelli; a cuya
fe dejo las citas que pongo de Bengelio, Hoeschelio, o algún
otro que no he podido registrar, y consultar por mí mismo. Entre
las que dejo apuntadas, se encuentra alguna de los
protestantes, que sin duda se propusieron el poder alegar en
defensa, y confirmación de sus errores la autoridad y patrocinio
de nuestro santo en algunos lugares de este tratado. Por lo que
muchos de los católicos lo han traducido con la mira también de
refutar las opiniones de aquéllos y vindicar al santo en los
pasos que torcían a su réprobo sentido: sustituyendo otras de
sus obras, en donde no dejando duda de la pureza de su
doctrina, ha tratado de propósito la materia. De esto se dará
razón en sus respectivos lugares.

En vista, pues, de lo dicho, no puedo yo persuadirme de que
será reprensible en mí lo que tantos ejecutaron con el mayor
aplauso; antes bien estoy creyendo, que animados muchos con
este ejemplo, se empeñarán en nuevos y mayores
descubrimientos e ilustraciones. Sería, sin duda, utilísimo, que
imitando la aplicación, e industria de los antiguos españoles,
que apenas dejaron autor alguno profano, particularmente
griego que no tradujesen, se aplicasen a entresacar aquellos
lugares y tratados más señalados de los primeros padres y los
ofreciese al público en un traje, por el que pudiesen ser
conocidos de todos y hacerse familiares aun a los menos
instruidos. Pero por cuanto parecerá tal vez a alguno de poca
consideración, y aun despreciable semejante especie de
trabajo, no será fuera del intento el dar aquí brevemente una
idea de la dificultad que en sí encierra. Ya desde luego se
descubre esta por el corto número de buenas versiones que
hay, entre muchas que tenemos de varias lenguas, al paso que
publicándose muchas obras de invención propia, son
generalmente más bien recibidas, y aplaudidas. Porque la
invención es hija de un entendimiento fecundo; y la buena
versión, sólo puede provenir de una madurez de juicio
consumada; aquélla, teniendo muchos caminos que puedas
seguir, te da lugar para la elección; pero ésta sólo te ofrece
uno, de donde no es lícito apartarte; por aquélla hacemos
patentes nuestros pensamientos; por esta descubrimos lo que
pensaron otros. Ya se ve la gran diferencia que hay entre
manifestar los propios sentimientos, o penetrar en el fondo de
los ajenos. Crece la dificultad, cuando se trata de haber de
traducir de lenguas muertas, en donde no nos queda otro
recurso, que el consultar los libros, y el cotejo de otros pasos,
que puedan tener alguna alusión, con cuyo auxilio podamos
revestirnos de los verdaderos pensamientos de su autor: en lo
que ya se deja ver, cuánta fatiga, y cuánto juicio se requiere. A
lo que se junta ser esto más necesario en la lengua griega,
cuya copia increíble, y expresión muchas veces inexplicable de
sus compuestos, adverbios, participios, partículas, ofrece a
cada paso dificultades infinitas. Pero todo esto toca en general
a la versión. ¿Pues qué, si quisiéramos poner aquí por menor
las calidades que la hacen buena? En ella se han de explicar
claramente, y como son en sí, todos los sentimientos del autor,
sin añadir, ni quitar; pero sin perder de vista el estilo, y aun el
número de las cláusulas. ¿Quién podrá seguir este camino sin
tropezar en un extremo? ¿Quién atenderá al número, y estilo,
sin añadir, o quitar a los pensamientos del autor? ¿Y quién
explicará bien estos, conservando la igualdad, armonía y pureza
en el estilo? De aquí es, que divididas las inclinaciones de los
hombres, unos son admiradores perpetuos de la paráfrasis, en
donde cabe toda la belleza de las voces, y torneo, o número de
las cláusulas; pero estos no pueden menos de reconocer que
están sujetas a expresiones inútiles, y a quedar deformadas con
muchos pensamientos ajenos, y despojadas de los originales y
legítimos. A esta clase puede reducirse la de Germano Brixio, y
que por esta causa fue desechada por el Montfaucon. Hay
otros, por el contrario, tan escrupulosos, que llegan a hacerse
fastidiosos, y viles esclavos de la letra, dejando por esta
atención tan descarnadas sus versiones que no pueden leerse
sin fastidio. Sin embargo, son estas preferibles a las primeras,
particularmente cuando se trata de traducir de lenguas muertas.
Yo, evitando los dos extremos, siento, que la mejor traducción,
es la que mejor explica el sentido del autor; y por consiguiente,
la que se acerca más a lo literal, no perdiendo de vista, cuanto
sea posible, la pureza del estilo. De esta clase son las que
admiramos, y que se equivocan con sus originales, de un
Villegas, de un Gonzalo Pérez, de un Oliva, de un Marinerio, a
quien parece haber destinado la divina providencia para agotar
los tesoros de toda la Grecia; finalmente, las de otros infinitos
españoles. He añadido el texto griego, atendiendo al
adelantamiento de los que se aplican al conocimiento nobilísimo
y utilísimo de esta lengua, para que con sus principios, y con
una reflexión atenta, puedan penetrar por sí la fuerza que
tienen las voces en su origen; y al mismo tiempo a la
satisfacción de los que la poseen, los cuales hallan un gusto
particular en poder confrontar las versiones, teniendo a la vista
los originales. Había concebido el designio de publicarla,
acompañada de otra versión latina, por parecerme poco
ajustadas las que he visto de esta clase; y con esta mira tenía
ya traducidos los dos primeros libros; pero habiendo leído con
atención la que hizo el Montfaucon, me parece que no deja que
desear, ni que hacer, porque sin perder de vista la pureza de la
frase, se acerca más a lo literal, y explica con mayor claridad los
sentimientos del santo. Esta consideración, y la de no abultar
demasiado este volumen, me han hecho desistir de mi primer
intento. He añadido algunas observaciones críticas, que puedan
servir de mayor ilustración, omitiendo el confirmar lo doctrinal
con otros lugares de los Padres, por creer que la autoridad del
nuestro, sin otro apoyo, es suficiente para confirmación de lo
que enseña; pero sin pasar por alto algunos puntos de
disciplina, que me han parecido dignos de ponerse en claro, y
también algunos dogmas combatidos por los protestantes, que
se valieron para esto de la autoridad del santo. En estas
observaciones me aparto, no pocas veces de la interpretación
de Montfaucon: pero no por esto crea alguno que yo pretendo
igualar, ni defraudar en la menor parte al mérito de un escritor,
por tantos títulos señalado, y recomendable. Y esto es lo que
principalmente tenía que avisarte.

Ahora, para conclusión de esta advertencia, quiero que
entiendas, que éste, y los demás frutos de mis tareas, se deben
únicamente al celo de mi católico, y piadoso monarca, que con
tanto empeño atiende a renovar el buen gusto de las ciencias, y
de las lenguas más útiles: y no menos a la aplicación continua,
e infatigable de sus ministros, para llevar a su perfección las
plausibles intenciones del monarca. Pretendo yo,
congratulándome de esto con la nación española, sentar desde
un rincón una pequeña piedra para la construcción de tan
noble, y majestuosa fábrica; pero protestando al mismo tiempo,
que hay en mi ciertas esperanzas, de que serán en gran
número los que concurran a poner de su parte otras de mayor
primor, artificio, y grandeza: y de que veremos prontamente,
levantado y renovado este hermoso edificio, que arrebatará la
admiración de todos los que nos miraban como incultos, y bien
hallados, con las heces que nos quedaron de los árabes y
godos.

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