domingo, 4 de enero de 2015

TEXTOS DE SAN JUAN CRISÓSTOMO.

La ley natural
(Homilías al pueblo de Antioquía, Xll, 4-5)
Voy a intentar demostraros que el hombre tiene por sí mismo conocimiento de la virtud.
Cometió Adán el primer pecado, e inmediatamente tras el pecado se escondió. Ahora bien, de no saber que había obrado mal, ¿qué necesidad tenía de ocultarse? Porque entonces no había Escrituras ni Ley de Moisés. ¿Por dónde, pues, conoció el pecado y se escondió? Y no sólo se oculta, sino que, acusado, trata de echar la culpa a otro, diciendo: la mujer que me diste me dio del árbol y comí (Gn 2, 12). Y ella, a su vez, echa la culpa a la serpiente (...).
Lo mismo cabe ver en la historia de Caín y Abel. Ellos fueron los primeros en ofrecer a Dios las primicias de sus trabajos. Yo quiero demostraros que el hombre no sólo es capaz de conocer el pecado, sino también la virtud. Que el hombre conoce ser un mal el pecado lo demostró Adán, y que sabe que la virtud es un bien lo puso de manifiesto Abel. Si éste ofreció aquel sacrificio, no es porque lo aprendiera de nadie, ni porque hubiera oído entonces alguna ley que hablara de las primicias; él mismo, su propia conciencia, fue su maestro. De ahí que no baje con mi discurso a tiempos posteriores, sino que me detenga en los primeros hombres, cuando no había letras, ni ley, ni profetas, ni maestros. Allí estaba Adán solo con sus hijos, y por ahí podemos comprender que el conocimiento de lo bueno y de lo malo era un don primero de la naturaleza.
(...) Sin embargo, los griegos no soportan esto. Pues vamos a discurrir también contra ellos, y sigamos en el tema de la conciencia el procedimiento que usamos en el de la creación. No los combatiremos sólo por las Escrituras, sino también por argumentos de razón. Ya Pablo los venció en su lucha con ellos sobre este capítulo.
¿Qué dicen los griegos? No tenemos—afirman—una ley que la conciencia conozca por sí misma, ni infundió Dios nada de eso en nuestra naturaleza. Entonces, decidme, ¿en qué se inspiraron los legisladores de ellos para establecer leyes acerca del matrimonio, del homicidio, de los testamentos, depósitos, avaricia, e infinitas cosas más? Los actuales acaso se inspiraron en sus antecesores, éstos en otros, y otros en los más antiguos; pero estos antiguos y quienes al principio legislaron entre ellos, ¿en qué se inspiraron? ¡Evidentemente, en su conciencia! Porque no van a decir que trataron con Moisés y oyeron a los profetas. ¡No serian entonces gentiles! No, es evidente que los antiguos pusieron las leyes inspirándose en la ley que Dios infundió al hombre al plasmarlo, y por ella se inventaron las artes y todo lo demás.
Del mismo modo se constituyeron tribunales y se determinaron castigos. Que es lo mismo que dice Pablo. Muchos gentiles le iban a replicar y decían: ¿cómo puede juzgar Dios a los hombres anteriores a Moisés, cuando no les envió un legislador, ni les propuso una ley, ni les mandó un profeta, ni un apóstol, ni un evangelista? ¿Qué derecho tiene a pedirles cuentas? Mas escucha la respuesta de Pablo, para demostrarles que tenían una ley que se sabe de suyo y conocían claramente lo que debían hacer: cuando los gentiles, que no tienen ley, hacen naturalmente lo que manda la ley, éstos, que no tienen ley, son ley para sí mismos y demuestran que lo que manda la ley está escrito en sus corazones (Rm 1, 14-15).
¿Cómo puede hallarse escrito sin letras? Porque lo atestigua su propia conciencia y las diferentes reflexiones que allá en su interior ya los acusan, ya los defienden, como se verá aquel día en que Dios juzgará lo oculto de los hombres por medio de Jesucristo, según el Evangelio que yo predico (Rm 2, 15-16). Y poco antes: cuantos sin ley pecaron, sin ley también perecerán, y cuantos con la ley pecaron, por medio de la ley serán juzgados (Rm 2, 12). ¿Qué quiere decir que perecerán sin ley? Que no los acusará la ley, sino sus razonamientos y su conciencia. Ahora bien, de no tener la ley de su conciencia, no debieran siquiera perecer pecando. ¿Cómo perecer si pecaron sin ley? Mas cuando el Apóstol dice que pecaron sin ley, no quiere decir que no tenían ley en absoluto, sino que no tenían ley escrita, pero si la ley de la naturaleza.
En otro pasaje, el Apóstol escribe: gloria, honor y paz a todo el que obra el bien, el judío primeramente y luego el griego (Rm 2, 10). Al hablar así, se refería a los tiempos remotos anteriores al advenimiento de Cristo. Y llama aquí griego o gentil no al idólatra, sino al adorador de un Dios único, pero no ligado por necesidad a las observancias judaicas del sábado, de la circuncisión o de diversas purificaciones. Se trata, en fin, de un gentil que practique toda la virtud y religión. Pues hablando de estos gentiles, dice en otro lugar: indignación e ira, tribulación y angustia aguardan al alma de todo hombre que obra mal, del judío primeramente y luego del griego (Rm 2, 9). También aquí llama griego al que está libre de la observancia judaica. Ahora bien, si no ha oído la ley ni se ha educado con los judios, ¿cómo puede ser objeto de indignación y de ira, de tribulación y angustia, caso de obrar mal? Porque tiene dentro la conciencia que le da voces y le enseña e instruye sobre todo.
¿Cómo se prueba eso? Porque el propio gentil castiga a los que pecan, pone leyes y establece tribunales. Pablo lo pone de manifiesto cuando dice de los que viven en maldad: los cuales, no obstante conocer la justicia de Dios, no echaron de ver que los que hacen tales cosas son dignos de muerte; y no sólo los que las hacen, sino también los que aprueban a los que las hacen (Rm 1, 32). ¿Y por dónde sabían, se dirá, que Dios quiere castigar de muerte a los que viven en maldad? Pues por el hecho de castigar ellos a los que pecan. Porque si no piensan que el homicidio sea un crimen, que no castiguen por sentencia al asesino convicto. Si no piensan que el adulterio sea un mal, que absuelvan de toda pena al adúltero que cae en sus manos. Ahora bien, respecto a los pecados de otros promulgas leyes, determinas penas y eres juez severo, ¿qué excusa puedes tener en lo que tú mismo pecas, con achaque de no saber lo que se debe hacer? Habéis cometido un adulterio tú y el otro; ¿qué razón hay para que al otro lo castigues y tú te tengas por digno de perdón? Si no sabías que el adulterio es un crimen, tampoco había que castigar al otro. Mas si castigas a otro y tú piensas escapar al castigo, ¿qué lógica es ésa que, siendo los pecados iguales, no lo sean las penas? (...)
En conclusión, puesto que Dios ha de pagar a cada uno según sus obras, y nos puso la ley natural y más tarde la escrita, a fin de pedirnos cuentas de nuestros pecados y coronarnos por nuestras virtudes, ordenemos con gran cuidado nuestra vida, como quienes han de comparecer ante el tribunal severo, sabiendo que, si después de la ley natural y la escrita, después de tanta predicación y continua exhortación, todavía descuidamos nuestra salud, no habrá para nosotros perdón alguno.
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Lectura frecuente de la Sagrada Escritura (Homilías sobre el Génesis, 35, 1-2)
BI/LECTURA-FRECUENTE: Queridísimos, es una cosa muy buena la lectura de las divinas Escrituras. Da sabiduría al alma. eleva la mente al cielo, hace al hombre agradecido, nos impulsa a no admirar las realidades de aquí abajo, sino a vivir con el pensamiento puesto allá arriba, a realizar todas nuestras obras con la mirada fija en la recompensa que nos dará el Señor, a dedicarnos al trabajo de la virtud con gran entusiasmo. Gracias a ellas, podemos conocer la providencia de Dios, siempre dispuesta a prestar auxilio; la valentía de los justos, la bondad del Señor, la grandeza de los premios. Nos pueden impulsar a imitar fervorosamente la piedad de hombres generosos, para no adormecernos en las batallas espirituales y para confiar en las promesas divinas antes de que se cumplan.
Por esto os exhorto: ¡leamos con mucha atención las Escrituras divinas! Alcanzaremos su verdadera comprensión si nos dedicamos siempre a ellas. No es posible, en efecto, que quien demuestra gran cuidado y deseo de conocer las palabras divinas se quede en la estacada. Incluso si no tiene ningún maestro, el Señor mismo entrará en nuestros corazones, iluminará nuestra inteligencia, nos revelará las verdades escondidas; será Él nuestro Maestro en lo que no comprendamos, con tal de que nosotros estemos dispuestos a hacer lo que podamos (...).
Cuando tomamos en nuestras manos el libro espiritual, hemos de poner en vela nuestro espíritu, recoger nuestros pensamientos, echar fuera cualquier preocupación terrena. Dediquémonos entonces a la lectura con mucha devoción, con gran atención, para que se nos conceda que el Espíritu Santo nos guie a la comprensión de lo que está escrito, sacando así gran utilidad. Aquel hombre eunuco y bárbaro, ministro de la reina de los etíopes, que era un hombre importante, no descuidaba la lectura de la Escritura ni siquiera cuando estaba de viaje. Teniendo en sus manos al profeta [Isaías], leía con mucha atención, incluso sin comprender lo que tenía ante sus ojos; pero como ponía de su parte cuanto podía—diligencia, entusiasmo y atención—, obtuvo un guía (cfr. Hech 8, 26-40).
Considera, por tanto, qué gran cosa es no descuidar la lectura de la Escritura tampoco durante los viajes, ni yendo en coche. Escuchen esto quienes ni siquiera en su propia casa admiten que haya que leer la Sagrada Escritura, con la excusa de que conviven con su mujer o militan en el ejército porque están preocupados por los hijos, dedicados al cuidado de los parientes, o comprometidos en otros negocios.
Ese hombre era eunuco y bárbaro: dos circunstancias suficientes para que hubiese sido negligente. Otros factores eran su dignidad y sus grandes riquezas, y el hecho de viajar en una carroza, pues no es fácil dedicarse a la lectura cuando se viaja así; más aún, resulta costoso. Y, sin embargo, su deseo y su celo superaban cualquier impedimento. Hasta tal punto estaba enfrascado en la lectura, que no decía lo que muchos repiten en el día de hoy: «No entiendo lo que contiene, no logro comprender la profundidad de la Escritura; ¿por qué, pues, voy a sujetarme inútilmente y sin fruto a la fatiga de leer, sin nadie que me guie?». Nada de esto pensaba aquel hombre, bárbaro por la lengua pero sabio por el pensamiento. Creía que Dios no le despreciaría, sino que le mandarla pronto alguna ayuda de lo alto, con tal de que él hubiese puesto lo que estaba de su parte, dedicándose a la lectura. Por eso, el Padre benigno, viendo su íntimo deseo, no le descuidó ni le abandonó a sí mismo, sino que le mandó enseguida un maestro.
Este bárbaro está en condiciones de ser maestro de todos nosotros: de quienes llevan una vida privada, de quienes están enrolados en el ejército, de quienes gozan de autoridad. En una palabra, puede ser maestro de todos; no sólo de los hombres, sino también de las mujeres—tanto más que están siempre en casa—, y de los que han elegido la vida monástica. Aprendan todos que ninguna circunstancia es obstáculo para leer la palabra divina; que es posible hacerlo no sólo en casa, sino en la plaza, de viaje, en compañía de otros o cuando estamos metidos en plena actividad. Si nosotros hacemos lo que está en nuestra mano, pronto encontraremos quien nos enseñe. Porque el Señor, viendo nuestro afán por la realidades espirituales, no nos despreciará, sino que nos mandará una luz del cielo e iluminará nuestra alma. No descuidemos, por tanto—os lo ruego—, la lectura de la Escritura.
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La pelea del cristiano
EU/ARMA-TENTACIONES: El tiempo que ha precedido al Bautismo era un periodo de entrenamiento y de ejercicio, en el que las caídas encontraban su remedio. A partir de hoy la arena se os abre, y empieza el combate. Estáis bajo la mirada del público. Y no sólo del género humano; también la muchedumbre de los ángeles contempla vuestras luchas. Pues Pablo escribe en su carta a los Corintios: hemos sido entregados en espectáculo al mundo, tanto a los ángeles como a los hombres ( I Cor 4, 9). Los ángeles, pues, nos contemplan, y el Señor de los ángeles es quien preside la pelea. Para nosotros, esto es un honor y una seguridad. Pues si Aquél que ha entregado su vida por nosotros es el juez de esta lucha, ¿qué orgullo y qué confianza no tendremos?
En los juegos olímpicos, el árbitro permanece en medio de los dos adversarios, sin favorecer ni al uno ni al otro, esperando el desenlace. Si el árbitro se coloca entre los dos combatientes, es porque su actitud es neutral. En el combate que nos enfrenta al diablo, Cristo no permanece indiferente: está por entero de nuestra parte. ¿Cómo puede ser esto? Veis que nada más entrar en la liza nos ha ungido, mientras que encadenaba al otro. Nos ha ungido con el óleo de la alegría y a él le ha atado con lazos irrompibles para paralizar sus asaltos.
Si yo tengo un tropiezo, Él me tiende la mano, me levanta de mi caída, y me vuelve a poner de pie. Pues escrito está: pisad desde lo alto las serpientes, los escorpiones y todo poderío del enemigo (Lc 10, 19).
El demonio tiene la amenaza del infierno. Si yo consigo la victoria, recibo una corona; pero él, cuando triunfa, es castigado. Y para que veas cómo es atormentado sobre todo cuando vence, te mostraré un ejemplo. Él derrotó a Adán, haciéndole tropezar. ¿Cuál ha sido el premio de su victoria?: te arrastrarás sobre tu pecho y sobre tu vientre, y comerás el polvo todos los días de tu vida (Gn 3, 14). Si Dios ha castigado con tanta severidad a la serpiente material, ¿qué castigo no infligirá a la serpiente espiritual? Si tal ha sido la condena del instrumento, está claro que un castigo igualmente terrible espera a quien lo manejó. Como un buen padre que al echar mano sobre el asesino de su hijo, además de castigarle le destroza la espada, así Cristo, encontrando al diablo homicida, no solamente le ha reprimido, sino que ha quebrantado su espada.
Llenémonos, pues, de confianza y despojémonos de todo para afrontar esos asaltos. Cristo nos ha revestido de armas más resplandecientes que el oro, más resistentes que el acero, más ardientes que la llama, más ligeras que un leve soplo de aire. Poseen tales propiedades que no nos doblamos bajo su peso; dan alas, aligeran nuestros miembros, y si con ellas quieres emprender el vuelo hacia el cielo, no te serán obstáculo. Son armas de naturaleza totalmente nueva, pues han sido forjadas para un combate inédito. Yo, que no soy más que un hombre, me veo obligado a asestar golpes a los demonios; yo, que estoy revestido de carne, lucho contra las potencias incorpóreas. También Dios me ha fabricado una coraza que no es de metal, sino de justicia; me ha preparado un escudo no de bronce, sino de fe. Tengo en la mano una espada aguda, la palabra del Espíritu. El otro lanza flechas, yo tengo una espada. El es arquero, yo soy lancero. Esto nos muestra cuán cauteloso es, pues el arquero no osa aproximarse, sino que dispara desde lejos.
¿Pero qué? ¿Dios no te ha dado más que una armadura? No, ha preparado también un alimento más vigoroso que cualquier arma, para que no te desmoralices en el combate. Es necesario que tu victoria sea la de un hombre que rebosa contento. Si el enemigo te ve regresar del festín del Señor, huye más rápido que el viento, como quien ve un león cuya boca escupe fuego. Si le enseñas tu lengua teñida de la preciosa sangre, no podrá apresarte; y si le muestras tu boca empurpurada, como un ruin animal se batirá en retirada a gran velocidad.
¿Quieres conocer la virtud de esta sangre? Volvamos a lo que fue figura de esto, a las narraciones antiguas, a lo que ocurrió en Egipto. Dios iba a infligir a Egipto la décima plaga. Quería suprimir sus primogénitos, porque retenían a su pueblo primogénito. ¿Qué podía hacer para no dañar a los judíos con los egipcios, ya que todos se encontraban en el mismo lugar? Observa la virtud de la figura para conocer así el poder de la realidad.
El castigo enviado por Dios iba a venir del cielo y el ángel exterminador andaba rondando por las casas; ¿Qué hizo Moisés? Inmolad, dijo, un cordero sin mancha y pintad vuestras puertas con su sangre (cfr. Ex 12, 21-25). ¿Qué dices de esto? ¿La sangre de un animal irracional puede salvar a los hombres dotados de razón? Sí, responde Moisés; no por que sea sangre, sino porque es figura de la sangre del Señor. Del mismo modo que las estatuas de los emperadores, que no tienen alma ni entendimiento, protegen a los hombres dotados de alma y de razón que buscan refugio cerca de ellas, no porque sean de bronce, sino porque representan al emperador; así esta sangre, privada de alma e inteligencia, ha salvado a hombres dotados de alma no porque fuera sangre, sino porque prefiguraba la sangre del Señor.
Aquel día el ángel exterminador vio la sangre que señalaba las puertas, y no se atrevió a entrar. En el presente, si el diablo ve no ya la sangre de la figura señalando las puertas, sino la sangre de verdad sobre los labios de los fieles, marcando la puerta de este santuario de Cristo en que se han convertido, con mayor razón se guardará de intervenir. Pues si la figura ha detenido al ángel, con mucho más motivo la verdad pondrá al diablo en retirada.
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Como sal y como luz
(Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 15, 6-7)
/Mt/05/13-16 CR/SAL-LUZ/CRISOSTOMO
Vosotros sois la sal de la tierra (Mt 5, 13). Vosotros no habéis de preocuparos sólo de vuestra propia vida, sino de la de toda la tierra. A vosotros no os envío, como hice con los profetas, a dos ciudades, ni a diez, ni a veinte, ni siquiera a una entera nación. No. Vuestra misión se extenderá a la tierra y al mar, sin más límites que los del mundo mismo. Y a una tierra que encontraréis mal dispuesta.
En efecto, por el hecho mismo de decirles: vosotros sois la sal de la tierra, el Señor les mostró que toda la humanidad estaba insípida y podrida a causa de los pecados. Por eso exige de sus Apóstoles aquellas virtudes que especialmente son necesarias para el aprovechamiento de los demás. El que es manso, modesto, misericordioso y justo, no guarda para sí solo estas virtudes, sino que procura que estas aguas tan hermosas se derramen abundantemente para provecho de los otros hombres. Del mismo modo, el que es limpio de corazón, el pacífico, el que es perseguido por causa de la verdad, dispone también su vida para común utilidad.
No penséis—dice el Señor a sus discípulos—que os lanzo a combates sin importancia, y que os encomiendo negocios de poca monta. No. Vosotros sois la sal de la tierra. Entonces, ¿curaron los Apóstoles lo que estaba podrido? De ninguna manera. Lo que el Señor renovaba y a ellos entregaba, lo que El libraba del mal olor de la podredumbre, eso salaban ellos, conservándolo y manteniéndolo en la novedad que del Señor había recibido. Porque librar de la podredumbre de los pecados fue hazaña exclusiva de Cristo; mas hacer que los hombres no volvieran a pecar fue ya obra del celo y del trabajo de sus Apóstoles. ¿Veis cómo poco a poco el Señor les va haciendo ver que son superiores a los profetas? Porque no les llama maestros de sola Palestina, sino de la tierra entera; y no sólo los hace maestros, sino temibles.
Ahí está la maravilla: que los Apóstoles no se hicieron amables a todo el mundo porque adulasen y halagaran a todos, sino escociendo vivamente como la sal.
No os sorprendáis—les dice—si, dejando por un momento a los demás, hablo ahora con vosotros y os invito a tamaños peligros. Considerad a cuántas ciudades y pueblos y naciones deseo enviaros como maestros. Por eso no quiero que seáis prudentes vosotros solos, sino que hagáis también prudentes a los demás. ¡Y qué prudencia han de tener aquellos de quienes depende la salvación de las almas! ¡Qué abundancia de virtud en quienes han de ser provecho para los otros! Porque, si no sois tales que podáis servir de provecho a los demás, tampoco os bastaréis para vosotros mismos.
No os irritéis, como si lo que os digo fuera cosa molesta. Si los demás se tornan insípidos, vosotros podéis devolverles el sabor; pero, si esto os sucediera a vosotros, con vuestra pérdida arrastraríais también a los demás. Por tanto, cuantos mayores asuntos llevéis entre manos, mayor fervor y celo necesitaréis.
Por eso les advierte: si la sal se torna insípida, ¿con qué se le devolverá el sabor? Para nada vale ya, sino para ser arrojada y pisoteada de las gentes (Mt 5, 13). Los otros, en efecto, aunque mil veces desfallezcan, mil veces pueden obtener perdón; pero, si cae el maestro, no tiene defensa posible (...).
Había dicho el Señor a sus discípulos: cuando os insulten y persigan, y digan toda palabra mala contra vosotros... (Mt 5, 11). Para que no se acobardaran al oír esto, y rehusaran salir al campo de batalla, ahora parece decirles: si no estáis preparados a sufrir todas estas cosas, vana ha sido vuestra elección. Lo que debéis temer no es que se os maldiga, sino el ser envueltos en la común hipocresía. En ese caso os habríais tornado insípidos, y seríais pisoteados por la gente. Pero si seguís frotando con sal, y por ello os maldicen, alegraos entonces. Ésa es precisamente la función de la sal: escocer y molestar a los corrompidos. La maledicencia os seguirá forzosamente, pero no os hará ningún daño, sino que dará testimonio de vuestra firmeza. Pero si por miedo a la murmuración abandonáis el ímpetu que debéis tener, entonces sufriréis más graves daños. En primer lugar, se os maldecirá lo mismo; y luego, seréis la irrisión de todo el mundo; porque eso quiere decir ser pisoteado.
El Señor pasa ahora a otra comparación más alta: vosotros sois la luz del mundo (Mt 5, 14). Nuevamente se nos habla del mundo; no de una sola nación, ni de veinte ciudades, sino de la tierra entera. Se nos habla de una luz inteligible, mucho más preciosa que los rayos del sol, como también la sal había que entenderla espiritualmente. Y pone primero la sal, luego la luz, para que te des cuenta de la utilidad de las palabras enérgicas y el provecho de una enseñanza seria. Ella nos ata fuertemente y no nos permite disolvernos. Ella nos hace abrir los ojos, llevándonos como de la mano a la virtud.
(...) Después de haberles mostrado su propio poder, el Señor les exige franqueza y libertad, diciéndoles: nadie enciende una lámpara y la pone debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los de la casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, a fin de que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos (Mt 5, 15-16). Es como si les dijera: yo he encendido la luz; pero que siga ardiendo, depende ya de vuestro afán apostólico. Y eso no sólo para alcanzar vuestra propia salvación, sino también la de aquellos que han de gozar de su resplandor, y ser así conducidos como de la mano hacia la verdad. Si vosotros vivís con perfección, como conviene a los que han recibido la misión de convertir a todo el mundo, las calumnias no podrán echar ni una sombra sobre vuestro resplandor.
Llevad, pues, una vida digna de la gracia; a fin de que, así como la gracia se predica en todas partes, también vuestra vida esté de acuerdo con la gracia.
Por fin, además de la salvación de los hombres, el Señor les señala otro provecho, que es suficiente por sí solo para incitarles a la pelea y llevarles al más intenso fervor. Porque—les dice—viviendo rectamente, no sólo corregiréis a toda la tierra, sino que glorificaréis a Dios; de manera semejante a como, si no vivís virtuosamente, no sólo perderéis a los hombres sino que haréis que sea blasfemado el nombre de Dios.
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Recomenzar
(Exhortación a Teodoro caído, 1, 14-15)
No causa ninguna maravilla que los que no creen en la resurrección vivan negligentemente y no sientan temor del juicio. Por el contrario, sería insensatez suma que nosotros, para quienes la vida venidera es más cierta que la presente, viviésemos tan miserablemente que no nos impresionara lo más mínimo su recuerdo. Si quienes tenemos fe obramos como los incrédulos, y aun a veces vivimos peor que ellos (pues no han faltado entre los infieles quienes han brillado por su virtud), ¿qué consuelo y qué perdón nos queda ya? Muchos mercaderes que sufrieron un naufragio no por eso se desalentaron, sino que nuevamente reanudaron su actividad, a pesar de que el daño no les vino por negligencia propia, sino a causa de la violencia de los vientos. Y nosotros, que podemos mirar confiadamente al término y sabemos perfectamente que, si no queremos, no hemos de sufrir naufragio ni otro daño alguno, ¿no pondremos nuevamente manos a la obra para negociar como antes? ¿Vamos a quedarnos ociosos y mano sobre mano? ¡Y ojalá sólo fuera estar mano sobre mano, y no las volviéramos también contra nosotros mismos! Porque a veces sucede precisamente esto, lo que es señal de suma locura.
En efecto, si un púgil, dejando a su rival, volviera los puños contra su propia cabeza y se destrozase la cara, ¿no le pondríamos en el número de los locos? El diablo nos echó la zancadilla y nos derribó por tierra. Luego es menester levantarnos y no dejarnos arrastrar nuevamente; no despeñarnos a nosotros mismos, ni a sus golpes añadir los propios. El bienaventurado David tuvo una caída semejante a la tuya; e incluso después sufrió otra: la del homicidio. ¿Pues qué? ¿Se quedó allí tendido? ¿No se levantó inmediatamente y se enfrentó con el enemigo? Así fue. Y tan valerosamente le derrotó que, después de la muerte, fue el protector de sus descendientes. Por eso a Salomón, que cometió una enorme iniquidad haciéndose merecedor de mil muertes, Dios le dice que dejará intacto el reino por amor de David, con estas palabras: con escisión escindiré tu reino y se lo daré a tu sierro. Sin embargo, no lo haré en tus días... ¿Por qué motivo? Por consideración a David, padre tuyo, lo tomaré de la mano de tu hijo ( 1 Re 11, 11-12). Y a Ezequías que, no obstante ser personalmente justo, estaba al borde de un grave peligro, Dios le quiere socorrer por amor de David: Yo seré escudo de esta ciudad para salvarla por causa de mí y de David, siervo mío (2 Re 19, 34).
Tal es la fuerza de la penitencia. Si David hubiera pensado entonces como piensas tú ahora, que es imposible ya aplacar a Dios; si hubiera dicho para sí mismo: Dios me ha honrado con tan alto honor, me ha puesto en el número de los profetas, me encomendó el mando de mis gentes, me libró de peligros sin cuento... ¿Cómo puedo hacérmele nuevamente propicio, si le he ofendido después de recibir tan grandes beneficios y he cometido los más graves crímenes? De haber pensado así, no sólo no hubiera hecho lo que hizo, sino que hubiera perdido todo lo anterior.
No sólo las heridas del cuerpo; también las del alma, si se descuidan, producen la muerte. Y, sin embargo, en ocasiones llegamos a tal punto de insensatez que cuidamos con todo empeño del cuerpo, pero no hacemos ningún caso del alma. En el cuerpo, es natural que nos sobrevengan muchas enfermedades incurables; sin embargo, no por eso desesperamos y, a pesar de que los médicos dicen y repiten que tal enfermedad no tiene remedio, que ningún medicamento la puede curar, nosotros insistimos una y otra vez, y les rogamos que, al menos, nos den algo que la alivie. En el alma, en cambio, no existe ninguna enfermedad incurable, pues el espíritu no está sometido a la necesidad de la naturaleza. Y sin embargo, como si se tratara de achaques ajenos, descuidamos sus males y desesperamos de su remedio. Donde la naturaleza de las enfermedades debería llevarnos a la desesperación, ponemos todo nuestro cuidado como si conserváramos mil esperanzas de salud; donde no hay motivo para desalentarnos, desistimos y nos descuidamos, como si estuviéramos desahuciados. Hasta tal punto nos preocupamos más del cuerpo que del alma. En verdad que, por este camino, ni el cuerpo mismo podremos salvar. El que descuida lo principal y pone todo su empeño en lo secundario, destruye y pierde lo uno y lo otro. El que guarda el orden debido, al salvar y cuidar lo principal, aunque descuide un poco lo secundario, la salvación de lo primero lleva consigo la de lo otro. Es lo que nos quiso dar a entender Cristo, cuando dijo: no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien al que puede perder alma y cuerpo en el infierno (Mt 10, 28).
¿Te persuades de que no hay que desesperar jamás de las enfermedades del alma como si fueran incurables, o será menester apelar a nuevos razonamientos? (...). Aún puedes volver a la virtud y reconciliarte con la vida primera. Escucha lo que sigue. Los ninivitas no se desalentaron al escuchar que el Profeta afirmaba y claramente les amenazaba diciendo: de aquí a cuarenta días, Nínive será destruida (Jan 3, 4). Ciertamente, no tenían la seguridad de aplacar a Dios, sino la sospecha de lo contrario, pues las palabras del profeta no venian con distinción alguna, sino que eran absolutamente categóricas. Sin embargo, hicieron penitencia diciendo: ¿quién sabe si Dios se arrepentirá y se nos mostrará propicio y se apartará del furor de su ira y no pereceremos? Y vio Dios las obras de ellos cómo se habían apartado de sus caminos mulos, y se arrepintió Dios del mal que había amenazado hacerles y no lo hizo (Jan 3, 9-10).
Pues si hombres bárbaros y sin formación pudieron comprender eso mucho más hemos de hacerlo nosotros, que hemos sido instruidos en las verdades divinas y hemos visto tanta muchedumbre de ejemplos semejantes en palabras y en realidad. Porque no son—dice el Profeta—mis pensamientos como vuestros pensamientos, ni mis caminos como vuestros caminos. Cuanto dista el cielo de la tierra, tanto distan mis pensamientos de los vuestros y mis designios de vuestros designios (Is 45, 8-9).
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Dignidad del sacerdocio
(Sobre el sacerdocio lll, 4-6) PBRO/DIGNIDAD/CRISOSTOMO
Cuando contemplas al Señor sacrificado y puesto sobre el altar, y al sacerdote que ora y asiste al sacrificio, y a todos los presentes bañados con la púrpura de aquella sangre preciosísima, ¿acaso piensas que estás aún entre los hombres y que pisas la tierra?, ¿no te sientes más bien trasladado a los Cielos donde, desterrado de tu alma todo pensamiento carnal, miras con alma desnuda y mente pura las realidades mismas de la gloria? ¡Oh maravilla! ¡Oh benignidad de nuestro Dios! El que está sentado en la gloria junto al Padre, es tomado en aquel momento en manos de todos, y se deja abrazar y estrechar de los que quieren. Así lo hacen con los ojos de la fe.
¿Quieres ver la soberana santidad de estos misterios? Imagínate, te ruego, que tienes ante los ojos al profeta Elías; mira la ingente muchedumbre que lo rodea, las víctimas sobre las piedras, la quietud y el silencio absoluto de todos y sólo el profeta que ora; y, de pronto, el fuego que baja del cielo sobre el sacrificio... Todo esto es admirable y nos llena de estupor.
Pues trasládate ahora de ahí y contempla lo que entre nosotros se cumple: verás no sólo cosas maravillosas, sino algo que sobrepasa toda admiración. Aquí está en pie el sacerdote, no para hacer bajar fuego del cielo, sino para que descienda el Espíritu Santo; y prolonga largo rato su oración, no para que una llama desprendida de lo alto consuma las víctimas, sino para que descienda la gracia sobre el sacrificio y, abrasando las almas de todos los asistentes, las deje más brillantes que plata acrisolada.
¿Quién habrá, pues, tan loco, quién tan perdido de juicio que desprecie soberbiamente misterio tan tremendo? ¿Acaso ignoras que, sin una particular ayuda de la gracia de Dios, no habría alma humana capaz de soportar el fuego de ese sacrificio, sino que nos consumiría a todos absolutamente?
Si alguien considera atentamente qué cosa significa estar un hombre envuelto aún de carne y sangre, y poder no obstante llegarse tan cerca de aquella bienaventurada y purísima naturaleza; ése podrá comprender cuán grande es el honor que la gracia del Espíritu otorgó a los sacerdotes. Porque por manos del sacerdote se cumplen no sólo los misterios dichos, sino otros que en nada les van en zaga, ya en razón de su dignidad en sí, ya en orden a nuestra salvación.
En efecto, a moradores de la tierra, a quienes en la tierra tienen aún su conversación, se les ha encomendado administrar los tesoros del Cielo, y han recibido un poder que Dios no concedió jamás a los ángeles ni a los arcángeles. A ninguno de éstos dijo: lo que atareis sobre la tierra será también atado en el cielo (Mt 18, 18). Cierto que quienes ejercen autoridad en el mundo tienen también poder de atar, pero sólo los cuerpos. La ligadura del sacerdote toca al alma misma y penetra dentro de los cielos. Lo que los sacerdotes hacen aquí abajo, Dios lo ratifica allá arriba; la sentencia de los siervos es confirmada por el Señor. ¿Qué otra cosa es esto, sino haberles concedido todo el poder celeste? A quienes perdonareis—dice—los pecados, les serán perdonados; y a quienes se los retuviereis, les serán retenidos (Jn 20, 23). ¿Qué poder puede haber mayor que éste? Todo el juicio se lo ha dado el Padre al Hijo (Jn 5, 22); pero yo veo que ese juicio ha sido a su vez enteramente puesto por el Hijo en manos de sus sacerdotes (...)
Sin la dignidad del sacerdocio no podríamos salvarnos ni alcanzar los bienes que nos han sido prometidos. Porque si nadie puede entrar en el reino de los cielos, si no es regenerado por el agua y el Espíritu (cfr. Jn 3, 5), si se excluye de la vida eterna al que no come la carne y bebe la sangre del Señor (cfr. Jn 6, 53-54), y todo esto sólo puede cumplirse por las manos santas del sacerdote, ¿cómo podría nadie escapar al fuego del infierno y alcanzar las coronas que nos están reservadas?
Los sacerdotes son quienes nos engendran espiritualmente, los que por el Bautismo nos dan a luz. Por ellos nos revestimos de Cristo (cfr. Rm 13, 14; Gal 3, 27), nos consepultamos con el Hijo de Dios (cfr. Rm 6, 4) y nos hacemos miembros de aquella bienaventurada Cabeza. De suerte que los sacerdotes debieran merecernos más reverencia que los magistrados y reyes, y sería incluso justo tributarles mayor honor que a nuestros mismos padres. Porque éstos nos engendran por la sangre y la voluntad de la carne (cfr. Jn 1, 13), mas aquellos son autores de nuestro nacimiento de Dios, de la regeneración bienaventurada, de la libertad verdadera y de la filiación divina por la gracia.
Los sacerdotes judíos tenían poder de librar de la lepra del cuerpo; digo mal: sólo tenían poder de examinar a los ya curados de ella, y bien sabemos cuán disputada era entonces la dignidad sacerdotal. Mas los sacerdotes cristianos han recibido potestad, no sobre la lepra del cuerpo, sino sobre la impureza del alma; no de examinar la lepra ya curada, sino de limpiar absolutamente de ella. Por eso, los que desprecian al sacerdote cometen un sacrilegio mayor que Datán y sus secuaces, y merecen más severo castigo (cfr. Num 16).
(...) Pero no sólo en orden a castigar, sino también para hacernos bien, ha dado Dios a los sacerdotes mayor poder que a los padres naturales. Va de los unos a los otros la diferencia que corre entra la vida presente y la venidera, pues los unos nos engendran para aquélla y los otros para ésta. Además, los padres no pueden librar a sus hijos de la muerte corporal, no son capaces ni de alejar de ellos una enfermedad que les acometa; los sacerdotes, en cambio, curan muchas veces a un alma enferma y salvan a la que está a punto de perderse; a unas les mitigan el castigo que merecen, a otras les impiden en absoluto caer. Y eso no sólo por sus enseñanzas y amonestaciones, sino también con la ayuda de sus oraciones. Y es así que los sacerdotes no sólo tienen poder de perdonar los pecados cuando nos regeneran por el Bautismo, sino también los que cometemos después de nuestra regeneración (...). Además, los padres naturales poco o nada pueden hacer en favor de sus hijos, cuando éstos ofenden a algún personaje o poderoso de la tierra los sacerdotes, en cambio, nos reconcilian muchas veces, no ya con magistrados o emperadores, sino con el mismo Dios irritado contra nosotros.
* * * * *
La educación de los hijos
(Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 59, 6-7)
En la guerra y en el campo de batalla, el soldado que sólo mira cómo salvarse por medio de la fuga, se pierde a sí mismo y a los otros. El valiente, en cambio, que lucha por salvar a los demás, se salva también a sí mismo. Pues nuestra religión es una guerra, y la más dura de todas las guerras, y pelea, y batalla. Formemos la línea de combate tal como nuestro Rey nos ha mandado, dispuestos siempre a derramar nuestra sangre, mirando por la salvación de todos, alentando a los que permanecen firmes y levantando a los que han caído.
Verdaderamente, muchos hermanos nuestros yacen por el suelo en esta batalla, acribillados de heridas y chorreando sangre; y nadie hay que se cuide de ellos: ni gente del pueblo, ni sacerdote, ni ningún otro; ni protector, ni amigo, ni hermano. Cada uno mira sólo por sí mismo. De ahí proviene, justamente, la mezquindad en que vivimos.
La mayor libertad y gloria nos viene de no preocuparnos sólo de nosotros mismos. Si somos débiles, si tan fácilmente nos derriban los hombres y el diablo, se debe precisamente a que nos buscamos a nosotros mismos, a que no nos protegemos unos a otros como con un escudo, a que no nos rodeamos—como de una cerca—de la caridad de Dios. Por el contrario, buscamos otros motivos de amistad: el parentesco, la comunicación, la mera vecindad... Cualquier cosa nos sirve para hacer amistad, menos la religión, cuando habría de ser esto lo que más nos uniera a unos con otros. Ahora, sin embargo, sucede todo lo contrario: antes somos amigos de judíos y de paganos, que de hijos de la Iglesia.
—Es verdad—me dices—. Pero es que mi hermano en la fe es un malvado, y el otro, judío o gentil, es bueno y modesto.
—¿Qué dices? ¿Malvado llamas a tu hermano, cuando tienes mandado no llamarle ni siquiera «raca», es decir, necio? ¿No te avergüenzas, no te ruborizas de infamar públicamente a tu hermano, al que es miembro tuyo, que salió del mismo seno y participa de la misma mesa? (...).
—Es que realmente es un malvado, y no hay quien lo aguante.
—Pues hazte amigo suyo para que deje de ser como es, para convertirle, para llevarle a la virtud.
—Es que no me hace caso—me respondes—ni aguanta un consejo.
—¿Cómo lo sabes? ¿Le has exhortado o intentado corregirle?
—Le he exhortado muchas veces, me contestas.
—¿Cuántas?
—Muchas; una y otra vez.
—¿Y eso es muchas veces? Aunque lo hubieras hecho durante toda la vida, no tendrías que cansarte ni desesperar. ¿No ves cómo Dios nos exhorta durante toda la vida por medio de los profetas, de los apóstoles y de los evangelistas? Y nosotros, ¿acaso cumplimos todo lo que nos dice y le hacemos caso en todo? ¡Ni mucho menos! ¿Y ha dejado Él de exhortarnos por eso'? ¿Ha guardado silencio? (...).
Pero ¿a qué acusarnos de descuido por los extraños, si ni siquiera hacemos caso de nuestra misma familia, de la mujer, de los hijos, de los sirvientes? Como si estuviéramos borrachos, nos ocupamos en unas cosas por otras: que los criados sean cuantos más mejor, y nos sirvan con el mayor cuidado; que los hijos puedan recibir un día una pingüe herencia; que la mujer tenga oro, vestidos lujosos y perlas... No nos preocupamos de nosotros mismos, sino de nuestras cosas, como tampoco nos preocupamos de la mujer ni de los hijos, sino de las cosas de la mujer y de los hijos. Nos comportamos como aquél que, teniendo la casa en ruinas, con las paredes que se tambalean, no se preocupa de levantarlas o reforzarlas, sino que construye una gran cerca alrededor de la casa (...).
Si un oso, burlando la vigilancia, se escapa de la jaula, al punto cerramos las puertas y corremos por las calles por miedo de caer en las garras de la fiera; y aquí no es una fiera, sino muchos pensamientos los que, como fieras, desgarran nuestra alma, y ni nos damos cuenta. En las ciudades se cuida mucho que las fieras estén en lugares apartados, bien cerradas en sus jaulas, y no se las deja cerca del concejo de la ciudad, ni de los tribunales, ni del palacio imperial. Se las tiene bien atadas, lejos de estos lugares (...).
Sin embargo, hay entre nosotros hombres peores que las animales más salvajes. Tal es la mayor parte de nuestra gente joven. Dejándose llevar por una concupiscencia salvaje, como ellos saltan, cocean y corren sin freno, sin tener la más leve idea de sus deberes. Y los culpables son sus padres. Cuando se trata de sus caballos, mandan a los caballerizos que los cuiden bien, y no consienten que crezcan sin domarlos, y desde el principio les ponen freno y demás arreos. Pero cuando se trata de sus hijos jóvenes, les dejan sueltos por todas partes durante mucho tiempo, y así pierden la castidad, se manchan con deshonestidades y juegos, y malgastan el tiempo con la asistencia a inicuos espectáculos. Su deber sería, antes de que se dieran a la impureza, buscarles una esposa casta y prudente (...).
—Es mejor esperar—me dices—a que adquiera nombre y brille en las actividades públicas.
—Sí; pero de su alma no hacéis caso alguno, sino que consentís que se arrastre por el suelo. Y así, porque el alma se tiene por cosa accesoria, porque se descuida lo importante y se pone el afán en lo secundario, todo está lleno de confusión y desorden.
¿No sabes que el mejor favor que puedes hacer a tu hijo es guardarle limpio de la impureza de la fornicación? Nada hay tan precioso como el alma. ¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? (Mt 16, 26), dice el Señor. Pero todo lo ha trastornado el amor al dinero, que ha desterrado el verdadero temor de Dios y se ha apoderado de las almas de los hombres como un tirano de una ciudadela. Esta es la razón por la que descuidamos la salvación de nuestros hijos y la nuestra propia, sin otra mira que enriquecernos lo más posible y dejar a otros la riqueza, para que éstos se la dejen a otros, y éstos a otros. Parece como si fuéramos meros transmisores, y no dueños de nuestros bienes. Y ahí se origina la inmensa insensatez de que los hombres libres estén más vilipendiados que los esclavos. Porque a los siervos les reprendemos sus faltas: si no por interés de ellos, al menos por el interés nuestro; pero los hombres libres no gozan de estos cuidados, sino que se les tiene en menos que a los mismos esclavos.
Incluso las bestias reciben más cuidados que los hijos. Más velamos por nuestros asnos y nuestros caballos, que por nuestros hijos. El que posee una mula, se preocupa de encontrar un buen arriero, que no sea tonto, ni ladrón, ni borracho, sino un hombre que conozca bien su oficio. En cambio, cuando se trata de buscar un maestro para el alma del niño, contratamos al primero que se nos presenta. Y, sin embargo, no hay arte superior a éste. ¿Qué hay comparable con el arte de formar un alma, de plasmar la inteligencia y el espíritu de un joven'? El que profesa esta ciencia ha de proceder con más cuidado que un pintor o un escultor al realizar su obra.

De este autor, D. Ruiz BUENO ha publicado, en versión bilingüe, las Homilías sobre San Mateo, BAC, nos. 141 y 146, Madrid 1955 y 1956; así como algunas otras obras, bajo el título de Tratados ascéticos, BAC n. 169, Madrid 1958. Los fragmentos que siguen están tomados de estas ediciones.

Homilías sobre San Mateo
La confesión de Pedro (Mt 16, 13 ss.):
¿Qué hace, pues, Pedro, boca que es de los apóstoles? Él, siempre ardiente; él, director del coro de los apóstoles, aun cuando todos son interrogados, responde solo. Y es de notar que cuando el Señor preguntó por la opinión del vulgo, todos contestaron a su pregunta; pero cuando les pregunta la de ellos directamente, entonces es Pedro quien se adelanta y toma la mano y dice: eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. ¿Qué le responde Cristo?: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque ni la carne ni la sangre te lo han revelado. Ahora bien, si Pedro no hubiera confesado a Jesús por Hijo natural de Dios y nacido del Padre mismo, su confesión no hubiera sido obra de una revelación. De haberle tenido por uno de tantos, sus palabras no hubieran merecido la bienaventuranza. La verdad es que antes de esto, los hombres que estaban en la barca, después de la tormenta de que fueron testigos, exclamaron: Verdaderamente es éste Hijo de Dios. Y, sin embargo, a pesar de su aseveración de verdaderamente, no fueron proclamados bienaventurados. Porque no confesaron una filiación divina, como la que aquí confiesa Pedro. Aquellos pescadores creían sin duda que Jesús, uno de tantos, era verdaderamente Hijo de Dios, escogido ciertamente entre todos, pero no de la misma sustancia o naturaleza de Dios Padre.
También Natanael había dicho: Maestro, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el rey de Israel. Y no sólo no se le proclama bienaventurado, sino que es reprendido por el Señor por haber hablado muy por bajo de la verdad. Lo cierto es que el Señor añadió: ¿Porque te dije: Te vi debajo de la higuera, crees? Cosas mayores has de ver. ¿Por qué, pues, Pedro es proclamado bienaventurado? Porque le confesó Hijo natural de Dios. De ahí que en los otros casos nada semejante dijo el Señor, mas en éste nos hace ver también quién fue el que lo reveló. Tal vez pudiera pensar la gente que, siendo Pedro tan ardiente amador de Cristo, sus palabras nacían de amistad y adulación y de ganas que tenía de congraciarse con su maestro. Pues para que nadie pudiera pensar así, Jesús nos descubre quién fue el que habló antes al alma de Pedro, y nos demos así cuenta que, si Pedro fue quien habló, el Padre fue quien le dictó las palabras -palabras que ya no podemos mirar como opinión humana sino creerlas como dogma divino-. Mas ¿por qué no lo afirma el Señor mismo y dice: «Yo soy el Cristo», sino que lo va preparando por sus preguntas, llevando a sus discípulos a confesarlo? Porque así era entonces para Él más conveniente y necesario y de esta manera se atraía mejor a sus discípulos a la fe de aquella misma confesión por ellos hecha. ¿Veis cómo el Padre revela al Hijo, y el Hijo al Padre? Porque tampoco al Padre le conoce nadie -dice Él mismo-, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Luego no es posible conocer al Hijo sino por el Padre, ni conocer por otro al Padre sino por el Hijo. De suerte que aún por aquí se demuestra patentemente la igualdad y consustancialidad del Hijo con el Padre.
¿Qué le contesta, pues, Cristo? Tú eres Simón, hijo de Jonás. Tú te llamarás Ce fas. Como tú has proclamado a mi Padre -le dice-, así también yo pronuncio el nombre de quien te ha engendrado. Que era poco menos que decir: Como tú eres hijo de Jonás así lo soy yo de mi Padre. Porque, por lo demás, superfluo era llamarle hijo de Jonás. Mas como Pedro le había llamado Hijo de Dios, Él añade el nombre del padre de Pedro, para dar a entender que lo mismo que Pedro era hijo de Jonás, así era Él Hijo de Dios, es decir, de la misma sustancia de su Padre. Y yo te digo: Tú eres Piedra y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, es decir, sobre la fe de tu confesión. Por aquí hace ver ya que habían de ser muchos los que creerían, y así levanta el pensamiento de Pedro y le constituye pastor de su Iglesia. Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Y si contra ella no prevalecerán, mucho menos contra mí. No te turbes, pues, cuando luego oigas que he de ser entregado y crucificado. Y seguidamente le concede otro honor: Y yo te daré las llaves del reino de los cielos. ¿Qué quiere decir: Yo te daré las llaves? Como mi Padre te ha dado que me conocieras, yo te daré las llaves del reino de los cielos. Y no dijo: «Yo rogaré a mi Padre»; a pesar de ser tan grande la autoridad que demostraba, a pesar de la grandeza inefable del don. Pues con todo eso, Él dijo: Yo te daré. ¿Y qué le vas a dar, dime? Yo te daré las llaves del reino de los cielos: y cuanto tú desatares sobre la tierra, desatado quedará en los cielos. ¿Cómo, pues, no ha de ser cosa suya conceder sentarse a su derecha o a su izquierda, cuando ahora dice: Yo te daré? ¿Veis cómo Él mismo levanta a Pedro a más alta idea de Él y se revela a sí mismo y demuestra ser Hijo de Dios por estas dos promesas que aquí le hace? Porque cosas que atañen sólo al poder de Dios, como son perdonar los pecados, hacer inconmovible a su Iglesia aun en medio del embate de tantas olas y dar a un pobre pescador la firmeza de una roca aun en medio de la guerra de toda la tierra, eso es lo que aquí promete el Señor que le ha de dar a Pedro. Es lo que el Padre mismo decía hablando con Jeremías: Que le haría como una columna de bronce o como una muralla. Sólo que a Jeremías le hace tal para una sola nación, y a Pedro para la tierra entera. Aquí preguntaría yo con gusto a quienes se empeñan en rebajar la dignidad del Hijo: ¿Qué dones son mayores: los que dio el Padre o los que dio el Hijo a Pedro? El Padre le hizo a Pedro la gracia de revelarle al Hijo; pero el Hijo propagó por el mundo entero la revelación del Padre y la suya propia, y a un pobre mortal le puso en las manos la potestad de todo lo que hay en el cielo, pues le entregó sus llaves. Él, que extendió su Iglesia por todo lo descubierto de la tierra y la hizo más firme que el cielo mismo: Porque el cielo y la tierra pasarán, pero mi palabra no pasará. El que tales dones da, el que tales hazañas realizó, ¿cómo puede ser inferior? Y al hablar así, no pretendo dividir las obras del Padre y del Hijo: Porque todo fue hecho por Él, y sin Él nada fue hecho. No, lo que yo quiero es hacer callar la lengua desvergonzada de quienes a tales afirmaciones se desmandan.
(54, 1-2; BAC 146, 139-143)
El perdón de los enemigos (Mt 18, 21 ss):
Dos cosas, pues, son las que de nosotros quiere aquí el Señor: que condenemos nuestros propios pecados y que perdonemos los de nuestro prójimo. Y el condenar por el perdonar, porque lo uno haga más fácil lo otro; pues aquel que considera sus propios pecados, estará más pronto al perdón de su compañero. Y no perdonar simplemente de boca, sino de corazón, pues de lo contrario, manteniendo el rencor, no hacemos sino clavarnos la espada a nosotros mismos. Porque ¿qué es lo que pudo haberte hecho tu ofensor comparado con lo que tú te haces a ti mismo cuando enciendes tu ira y te atraes contra ti la sentencia condenatoria de Dios? Porque, si estás alerta y sabes obrar filosóficamente, todo el mal recaerá sobre la cabeza del ofensor y él será quien lo pague todo. Mas, si te obstinas en tu malhumor y enfado, entonces el daño será para ti, no el que te hace tu enemigo, sino el que te haces tú a ti mismo. No digas, pues, que te injurió y te calumnió y te hizo males sin cuento, pues cuanto más digas, más demuestras que es un bienhechor tuyo. Porque él te ha dado ocasión de expiar tus pecados. Si más te hubiera agraviado, de mayor perdón hubiera sido causa. A la verdad, como nosotros queramos, nadie será capaz de agraviarnos ni dañarnos. Nuestros mismos enemigos nos harán los mayores favores. Y no digo sólo los hombres. ¿Puede haber nada más perverso que el diablo? Y, sin embargo, hasta el diablo puede ser para nosotros ocasión de la mayor gloria, como lo demuestra la historia de Job. Si, pues, el diablo puede ser para ti ocasión de corona, ¿a qué temes a un hombre enemigo? Mira, si no, cuánto ganas sufriendo con mansedumbre los ataques de tus enemigos. En primer lugar, y es la mayor ganancia, te libras de tus pecados; en segundo lugar, adquieres constancia y paciencia; y en tercer lugar, ganas mansedumbre y misericordia. Porque quien no sabe irritarse contra quienes le ofenden y dañan, con más razón será suave con los que le quieren. En cuarto lugar, te limpias definitivamente de la ira. ¿Y puede haber bien comparable a éste? Porque el que está puro de ira, evidentemente también estará libre de la tristeza, de que es fuente la ira, y no consumirá su vida en vanos afanes y dolores. El que no sabe irritarse, no sabe tampoco estar triste, sino que gozará de placer y de bienes infinitos. En conclusión, cuando a los otros aborrecemos, a nosotros mismos nos castigamos; y al revés, a nosotros mismos nos hacemos beneficio cuando a los otros amamos. Sobre todo esto, tus mismos enemigos, aun cuando fueren demonios, te respetarán; o, por mejor decir, con esta actitud tuya, ni enemigos tendrás en adelante. En fin, lo que vale más que todo y es lo primero de todo: así te ganarás la benevolencia de Dios; y, si has pecado, alcanzarás perdón; si has practicado el bien, añadirás nuevo motivo de confianza.
Esforcémonos, pues, por no odiar a nadie, a fin de que Dios nos ame. Así, aun cuando le debamos diez mil talentos, se compadecerá de nosotros y nos perdonará. ¿Pero dices que te perjudicó tu enemigo? Pues tenle compasión, no le aborrezcas; llórale, no le rechaces. Porque no eres tú el que ha ofendido a Dios, sino él; tú más bien has adquirido gloria, si lo sabes llevar pacientemente. Considera que, cuando Cristo iba a ser crucificado, se alegró por sí y lloró por los que le crucificaban. Tal ha de ser también nuestra disposición de alma: cuanto más se nos agravie y perjudique, tanto más hemos de llorar a quienes nos agravian y perjudican. Porque a nosotros, sólo bien puede venirnos de ello; mas a ellos, todo lo contrario. ¡Mas es que me insultó, es que me hirió en presencia de todo el mundo! Luego en presencia de todo el mundo se cubrió de ignominia y deshonor y abrió la boca de infinitos acusadores y tejió para ti más numerosas coronas y juntó mayor coro de heraldos de tu paciencia. ¡Pero es que me calumnió delante de los otros! ¿Y qué tiene eso que ver, cuando ha de ser Dios el que te ha de pedir cuentas y no esos que oyeran a tu calumniador? A sí mismo fue a quien se añadió materia de castigo, pues no sólo tendrá que dar cuenta de sus propios actos, sino también de lo que dijo contra ti. Él te desacreditó a ti delante de los hombres, pero él quedó desacreditado delante de Dios. Mas, si no te bastan estas consideraciones, considera que también tu Señor fue calumniado, no sólo por Satanás, sino también por los hombres, y calumniado ante quienes más Él amaba. Y como el Padre, así también su Unigénito. De ahí que éste dijera: Si al amo de casa le han llamado Belcebú, mucho más se lo llamarán a sus familiares. Y no sólo calumnió al Señor aquel maligno demonio, sino que se le dio crédito, y no le calumnió en cosas de poco más o menos, sino de infamias y culpas gravísimas. En efecto, de El hizo correr que era un endemoniado, impostor y enemigo de Dios. Mas ¿es que después de hacer beneficio se te ha pagado con malos tratos? Pues por eso justamente has de llorar por quien te los ha dado y alegrarte por ti, pues has venido a ser semejante a Dios, que hace salir su sol sobre buenos y malos.
Acaso te parezca por encima de tus fuerzas el imitar a Dios. A la verdad, para quien vive vigilante, ello no es dificil. Pero, en fin, si te parece superior a tus fuerzas, yo te pondré ejemplos de hombres como tú. Ahí está José, que, después de sufrir tanto de parte de ellos, fue el bienhechor de sus hermanos; ahí Moisés, que, después de tanta insidia de parte de su pueblo, ruega a Dios por él; ahí Pablo, que, no obstante no poder ni contar cuánto sufrió de parte de los judíos, aún pedía ser anatema por su salvación; ahí Esteban, que apedreado, rogaba al Señor no les imputara aquel pecado. Considerando también estos ejemplos, desechemos de nosotros toda ira, a fin de que también a nosotros nos perdone Dios nuestros pecados, por la gracia y misericordia de nuestro Señor Jesucristo, con quien sea al Padre y al Espíritu Santo gloria, poder y honor ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.
(61, 5; BAC 146, 281-285)
El entierro del Señor y las santas mujeres (Mt 27, 45):
Y, acercándose José, le pidió el cuerpo. Este José es el que se había antes escondido; mas ahora, después de la muerte de Cristo, da muestras de grande audacia. Porque no era un hombre vulgar, de los que pasan inadvertidos, sino que formaba parte del Consejo y era muy ilustre. De ahí el extraordinario valor de que dio pruebas, pues se exponía a la muerte al atraerse con su benevolencia para con Jesús la odiosidad de todos y al atreverse a pedir el cuerpo y no cejar en su intento hasta haberlo conseguido. Y su amor para con Jesús y su valor no se muestran sólo en tomar el cuerpo y enterrarle suntuosamente, sino en que ello fuera en su propio sepulcro nuevo. Lo cual no sin razón fue ordenado por la Providencia, pues así no cabía sospecha de que hubiera resucitado uno por otro. Y María Magdalena y la otra María estaban sentadas junto al sepulcro. ¿Por qué razón se quedan éstas allí pegadas? Porque todavía no tenían del Señor la idea grande y elevada que debieran tener. De ahí el traer los ungüentos y el perseverar junto al sepulcro, a ver si amainaba el furor de los judíos y podían ellas verterlos sobre el cadáver de Cristo.
¡Qué valor, qué amor el de estas santas mujeres! ¡Qué magnificencia en su dinero hasta la muerte del Señor! Imitemos, hombres, a estas mujeres. No abandonemos a Jesús en momentos de prueba. Ellas gastaron tanto con el que ya había muerto y por Él expusieron sus vidas. Nosotros, empero (otra vez tengo que repetir lo mismo), ni le damos de comer cuando tiene hambre, ni le vestimos cuando está desnudo. Le vemos que nos pide y pasamos de largo. A la verdad, si le vierais en persona, no habría quien no se desprendiese de lo que tiene. Sin embargo, también ahora es el mismo. Él mismo nos dijo que era Él. ¿Por qué, pues, no nos desprendemos de todo? A la verdad, también ahora le oímos decir: A mí lo hacéis. No hay diferencia alguna en que des al Señor o a un pobre. No llevas desventaja alguna a aquellas mujeres que en vida le alimentaron; más bien les llevas ventajas. No os alborotéis por mi afirmación. No es, en efecto, lo mismo alimentarle a Él, si personalmente apareciera, lo que fuera bastante para atraerse a un alma de piedra, que, fiados en su sola palabra, cuidar del pobre, del mutilado o del tullido. En el primer caso, la vista y la dignidad de la persona se reparten el merecimiento en el otro, todo el premio pertenece íntegro a tu generosidad. Mayor prueba de reverencia le das, en efecto, cuando, por sola su palabra cuidando a un siervo suyo como tú, le das descanso en todo. Dale pues, ese descanso, creyendo que Él es el que recibe y el que dice: A mí me lo das. Si no fuera Él a quien das, no te prometería el reino de los cielos. Si no fuera Él a quien rechazas, si fuera un cualquiera a quien desatiendes, no te mandaría por ello al infierno. Mas como es Él a quien se desprecia, de ahí la gravedad de la culpa. Así, Él era a quien Pablo perseguía, y por eso le dijo: ¿Por qué me persigues? Cuando demos, pues, hagámoslo con la misma disposición de ánimo con que daríamos a Cristo en persona. En realidad, más dignas de fe son sus palabras que nuestros ojos. Cuando veas, pues, un pobre, acuérdate de las palabras de Cristo, por las que te manifestó ser Él quien en el pobre es alimentado. Cierto que lo que aparece ante tus ojos no es Cristo, pero Él es quien en esa figura te pide y recibe. Avergüénzate, pues, cuando te pide y no le das. Porque esto sí que es vergüenza, esto sí que merece castigo y suplicio. Que Él te pida, obra es de su bondad, y ello ha de ser motivo de nuestro orgullo; pero no darle, lo es de tu crueldad. Y si ahora no crees que, al pasar de largo por junto a un cristiano pobre, pasas de largo por junto a Cristo, día vendrá en que lo creerás cuando, poniéndote delante de ellos, te diga: Cuanto no hicisteis por éstos, por mí no lo hicisteis. Mas no quiera Dios que tengamos que aprender así esta lección; creamos más bien ahora: demos el fruto de nuestra fe, y merezcamos entonces oír aquella bienaventurada palabra que nos introducirá en el reino de los cielos.
Pero tal vez dirá alguno: Todos los días nos estás hablando de la limosna y de la caridad. Y no dejaré por ahora de hablar de lo mismo. Aun suponiendo que ya cumplierais lo que os digo, no habría en modo alguno que abandonar el tema, a fin de que no os volvierais negligentes, aunque no digo que en ese caso no aflojara ya un poco. Pero, no habiendo llegado ni a la mitad, no os quejéis de mí, sino de vosotros.
(88, 2-3; BAC 146, 703-705)

Sobre el sacerdocio
El sacerdote y la oveja extraviada:
Pero no es esto sólo; mucho trabajo también le espera, si quiere unir nuevamente a la Iglesia los miembros que han sido arrancados de ella. Allá al pastor ordinario, sus ovejas le siguen mansamente por dondequiera él las guía; y si alguna se extravía del camino derecho y, dejando el pasto saludable, se anda paciendo por parajes estériles y precipicios, le basta levantar un poco más la voz para recoger nuevamente a la descarriada y juntarla al' rebaño.
Mas si un hombre se extravía de la fe derecha, ¡cuánta diligencia, cuánta perseverancia y paciencia no necesita el pastor de las almas! Porque no se trata aquí de arrastrarle por la fuerza ni de obligarle por el temor, sino de atraerle, por la persuasión, nuevamente a la verdad, de la que en hora mala se apartara. Alma a la verdad generosa se requiere para no desalentarse, para no desesperar de la salvación de los extraviados, para tener siempre delante y repetirse aquello del Apóstol: Quién sabe si Dios les dará arrepentimiento para reconocer la verdad y despierten del lazo del diablo.
Por eso, hablando el Señor con sus discípulos, les dijo: ¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente? Porque el que practica una ascesis personal, a sí mismo circunscribe el provecho, pero el fruto de la acción pastoral pasa al pueblo entero. Cierto que quien distribuye dinero a los necesitados o de otro cualquier modo defiende a los oprimidos, aprovecha también, a su modo, al prójimo; pero tanto menos que el sacerdote cuanto va del alma al cuerpo. Con razón pues, dijo el Señor que la señal del amor que le tenemos es el celo que ponemos en guardar su rebaño.
(2, 4; BAC 169, 631-632)
La palabra y la ciencia, necesarias al sacerdote:
Cierto que para la guarda de los mandamientos el ejemplo puede ayudarnos grandemente; grandemente digo, porque no me atrevería a decir que ni ahí siquiera lo consiga el ejemplo todo por sí solo. Mas cuando el combate se entabla en torno a los dogmas y todos toman sus armas de las mismas Escrituras, ¿qué fuerza puede tener aquí la ejemplaridad de la vida? ¿De qué le aprovecharán sus muchos trabajos, si, después de tanto ,sudar, cae por su impericia en una herejía y se desgarra del cuerpo de la Iglesia, cosa que sé yo ha acontecido a muchos? ¿De qué le sirve toda su austeridad? ¡De nada! Como de nada tampoco sirve la sana fe, si la vida está corrompida.
Por todas estas causas señaladamente, el que tiene misión de enseñar a otros ha de ser muy diestro en todos estos combates. No basta que él personalmente se mantenga firme y para nada le afecten los ataques de sus contradictores; si la muchedumbre de gente simple, que está bajo sus órdenes, ve que su ,guía es vencido y no sabe contestar adecuadamente a sus contrarios, no achaca la derrota a flaqueza del maestro, sino a debilidad de la doctrina misma, y así, por la impericia de uno solo, todo un pueblo se precipita a su última ruina. No es que de todo Punto se pasen al bando contrario; pero se ven forzados a dudar de aquellos en quienes debieran tener plena confianza, y lo que habían abrazado con fe inquebrantable ya no pueden mantenerlo con la misma firmeza. La derrota del maestro levanta tal tormenta en sus almas que el mal puede terminar en completo naufragio. Mas qué perdición, qué cantidad de fuego se acumula sobre la cabeza de aquel desgraciado por la pérdida de cada una de estas almas, no tengo por qué explicártelo yo, cuando tú lo sabes perfectamente.
Y ahora, por lo que a mí se refiere, ¿puede llamarse orgullo, puede llamarse vanagloria que no quisiera hacerme culpable de la pérdida de tantas almas y atraerme mayor castigo del que ya me amenaza en la otra vida? ¿Quién osará decir tal cosa? Nadie, Si no es que tiene ganas de criticar por criticar y gusta de filosofar en las ajenas desgracias.
(4, 9; BAC 169, 714-716)
La dignidad del sacerdote y el sacrificio del altar:
Mas ¿en qué orden y jerarquía pondremos, dime, al sacerdote, cuando invoca al Espíritu Santo y realiza aquel tremendo sacrificio y toca continuamente al Señor universal de todos? ¿Qué pureza, qué reverencia no exigiremos de él? Considera en efecto qué tales hayan de ser las manos que administran estos misterios y la lengua que pronuncia aquellas palabras, qué pureza y santidad no haya de superar la santidad del alma que en sí recibe a tan soberano espíritu. En ese momento, hasta los ángeles rodean al sacerdote y toda la jerarquía de las celestes potestades clama y de ellas se llena el lugar que rodea el altar para gloria del que allí está puesto. Y para creer esto, basta considerar los misterios que allí entonces se cumplen; mas yo oí también referir a uno que un anciano, varón venerable y que acostumbraba ver revelaciones, le refirió cómo una vez se le concedió tener una visióñ semejante y en aquel momento vio de pronto una muchedumbre de ángeles, en cuanto cabe ver a los ángeles, vestidos de ropas resplandecientes, rodeando el altar e inclinadas las cabezas, como pueden verse los soldados formando en presencia del emperador. Y yo no tengo dificultad en creerlo. Y otro me contó, no ya como cosa sabida de tercero, sino que le fue concedido ver y oír él mismo, cómo a los que están para salir de este mundo, si con pura conciencia han tomado parte en los misterios de la Eucaristía, cuando están a punto de expirar, los ángeles les hacen la guardia por reverencia de Aquel a quien han recibido y los trasladan de la tierra al cielo.
¿Y tú no tiemblas todavía de introducir en iniciación tan sacrosanta a un alma como la mía y levantar a la dignidad sacerdotal a quien está vestido de ropas sucias, siendo así que Cristo arrojó al otro del coro de los convidados?
(6, 4; BAC 169, 736-737)
A Teodoro caído
Consideraciones a Teodoro, que ha abandonado sus compromisos con Cristo:
Si fuera posible poner de manifiesto por las letras las lágrimas y gemidos, llena de ellos te envío esta carta. Y lloro no porque te ocupas en los negocios paternos, sino porque te has borrado del catálogo de los hermanos y has faltado a tus compromisos con Cristo. Por esto me estremezco, por esto lloro, por esto temo y tiemblo, pues sé que el desprecio de esos compromisos acarrea condenación grande a quienes se inscribieron en esta bella milicia y por negligencia han abandonado su puesto. Y que el castigo de estos desertores haya de ser muy duro, lo puedes ver por esta sencilla consideración. A un particular, nadie pudiera echarle en cara una deserción; mas al que una vez se hizo soldado, si se le convence de deserción, corre peligro extremo.
No es lo grave, querido Teodoro, que quien lucha caiga, sino permanecer en la caída. No es lo grave que uno sea herido en la guerra, sino desesperarse después de recibido el golpe y no cuidar de la herida. Un mercader, no por haber una vez sufrido naufragio y perdido su cargamento, deja de navegar. Otra vez vuelve al mar y desafía las olas y atraviesa los océanos y, al cabo, recupera su riqueza. Y vemos a muchos atletas que, después de grandes caídas, lograron ser coronados; y muchas veces ha acontecido que un soldado que primero volvió las espaldas, dio luego vuelta atrás y luchó como un valiente y venció al enemigo. Muchos, en fin, que negaron a Cristo forzados por la violencia de los tormentos, volvieron luego al combate y salieron de este mundo ceñida la corona del martirio. Si cada uno de éstos se hubiera desalentado al primer golpe, no hubiera alcanzado los bienes que luego alcanzó. Así también en tu caso, querido Teodoro, no porque te hayas apartado un poco de tu estado, te precipites tú mismo hasta el abismo. No. Resiste valerosamente y vuelve luego al puesto de donde saliste y no tengas a deshonor haber por un tiempo recibido ese golpe. Si vieras a un soldado que vuelve herido de la guerra, no lo tendrías a deshonor. La deshonra es arrojar las armas y salirse del campo de batalla; pero mientras uno se mantiene firme en su puesto combatiendo, aunque sea herido, aunque ceda unos pasos, nadie será tan insensato ni tan inexperto en cosas de guerra que se atreva a echárselo en cara. El no ser herido, propio es de los que no luchan; pero quienes se arrojan con gran ímpetu contra el enemigo, natural es que alguna vez les alcance un golpe y caigan. Que es lo que a ti te ha acontecido ahora: Quisiste de pronto matar a la serpiente y fuiste mordido de ella. Pero ten buen ánimo; con un poco de vigilancia no quedará ni rastro de aquella herida y hasta, con la gracia de Dios, tú aplastarás la cabeza de la serpiente (...)
¿Qué te parece, de las cosas del mundo, codiciable y envidiable? El mando, me dirás sin duda, la riqueza y la gloria entre los hombres. Pero ¿qué más miserable que todo eso, cuando se lo compara con la libertad de cristianos? El que manda está sujeto al furor de los pueblos, a los impulsos sin razón de la muchedumbre, al miedo de los que mandan a su vez sobre él, a las preocupaciones de sus subordinados. Y el que ayer mandaba, hoy es un hombre privado. La vida presente no se diferencia nada de un teatro. Allí uno es rey, otro general, otro hace papel de soldado raso. Venida la tarde, ni el rey es rey, ni el que manda manda, ni el general es general. Así, el día del juicio, cada uno recibirá lo que merezca no por la persona que represente, sino por las obras que hubiere hecho. ¿Será acaso de estimar la gloria que cae como flor de heno? ¿La riqueza, a cuyos posesores maldice el Señor? ¡Ay de vosotros —dice— ricos! Y el salmista: ¡Ay de los que confían en su poder y se enorgullecen de la muchedumbre de su riqueza! El cristiano jamás pasa de hombre que manda a hombre privado, de rico a pobre, ni de glorioso a oscuro. Sigue rico cuando mendiga y es exaltado cuando se esfuerza en humillarse. No manda sobre hombres, sino sobre los príncipes sometidos al poder del príncipe de las tinieblas de este mundo, y ese imperio nadie se lo puede quitar.
(Exhortación segunda, 1.3; BAC 169, 363-364.368-371)
De la vanagloria y de la educación de los hijos
Hay que educar a los niños desde la primera edad:
Ahora bien, si desde la primera edad carecen los niños de maestros, ¿qué será de ellos? Si algunos, educados e instruidos desde el vientre de su madre hasta la vejez, no logran triunfar, ¿qué fechorías no serán capaces de cometer quienes desde los comienzos de su vida se acostumbran a oír palabras semejantes? Lo cierto es que todo el mundo se afana por que sus hijos se instruyan en las artes, en las letras y en la elocuencia; pero a nadie se le ocurre pensar en cómo se ejercite su alma.
Yo no ceso de exhortaros, rogándoos y suplicándoos que, antes de todas las cosas, eduquéis bien a vuestros hijos. Si tienes consideración a tu hijo, aquí lo has de mostrar. Por lo demás, tampoco te faltará la recompensa. Escucha lo que te dice Pablo: Si permacieren en la fe, y en la caridad y en la santificación con castidad. Si tu conciencia te acusa de mil pecados, busca algún consuelo para ellos. Educa a un atleta para Cristo. No te digo que lo apartes del matrimonio y lo mandes al desierto y le hagas abrazar la vida de los monjes. No es eso lo que yo digo. Lo quiero ciertamente y haría votos a Dios para que todos lo abrazaran; mas dado caso que parece carga, no pongo obligación a nadie. Educa un atleta para Cristo, y aun permaneciendo en el mundo, enséñale a ser piadoso desde la primera edad.
Si las buenas enseñanzas se imprimen en el alma cuando ésta es aún blanda, luego, cuando se hayan endurecido como una imagen, nadie será capaz de arrancárselas. Es lo que pasa con la cera. Lo tienes ahora en tus manos cuando todavía teme, tiembla y se espanta de tu vista, de una palabra, de cualquier gesto tuyo. Usa de tu poder para lo que conviene. Si tienes un hijo bueno, tú eres el primero que gozas de ese bien; luego, Dios. Para ti trabajas.
(18-20; BAC 169, 774-775)
Hay que enseñar a los niños a no necesitar servidores para todo:
El padre mismo será también mejor al enseñar estas cosas y tenerse que educar a sí mismo. Porque, si no por otro motivo, siquiera por no echar a perder el modelo, el padre tiene que ser cada vez mejor.
Aprenda, pues, el joven a ser despreciado y postergado. No exija nada de los esclavos a título de libre; en la mayor parte de las cosas ha de servirse él a sí mismo. Sólo en lo que le sea imposible servirse por sí mismo han de servirle los criados. Un hombre libre no puede, por ejemplo, ser cocinero, pues no va a dejar los trabajos propios de un libre para dedicarse a la cocina. Pero si ha de lavarse los pies, que no se lo haga nunca el esclavo, sino por sí mismo. Has de procurar hacer el libre benigno y muy amable para con los esclavos. Nadie tampoco le tenga que dar el manto. En el baño no ha de esperar la ayuda ajena, sino hacerlo todo por sí mismo. Esto hace al joven robusto, sencillo y humano.
(70; BAC 169, 799-800)
También la madre ha de educar a su hija:
También la madre ha de aprender a educar de este modo a su hija, y apartarla del lujo, de los adornos y de todo lo demás, que es propio de mujeres perdidas. Conforme a esta ley ha de hacerlo todo, y apártela de la gula y de la embriaguez, a la joven lo mismo que al joven. Esto contribuye mucho a la castidad. Al joven, en efecto, le domina o molesta la concupiscencia y a la joven el amor a los adornos y a llamar la atención. También eso hemos, pues, de reprimirlo y así agradaremos a Dios, criándole tales atletas, y podremos alcanzar, nosotros y nuestros hijos; los bienes prometidos a los que le aman, por la gracia y amor de nuestro Señor Jesucristo, con el cual sea al Padre, junto con el Espíritu Santo, gloria, poder y honor, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.
(90; BAC 169, 809) 378

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