En el uso de la Biblia
y de la antigüedad cristiana, la palabra «Padre» se aplicaba en un sentido espiritual a
los maestros. San Pablo dice a los Corintios: «Aunque tengáis diez mil preceptores en
Cristo, no teneis muchos padres, porque sólo yo os he engendrado en Jesucristo por medio
del Evangelio»1. Y San Ireneo de Lyon: «Cuando alguien recibe la enseñanza de labios de
otro, es llamado hijo de aquél que le instruye, y éste, a su vez, es llamado padre
suyo»2. Como el oficio de enseñar incumbía a los obispos, el título de «Padre» fue
aplicado originariamente a ellos.
Coincidiendo con las
controversias doctrinales del siglo IV, el concepto de «Padre» se amplía bastante.
Sobre todo, el nombre se usa en plural—«los Padres», «los Padres antiguos», «los
Santos Padres»—, y se reserva para designar a un grupo más o menos circunscrito de
personajes eclesiásticos pertenecientes al pasado, cuya autoridad es decisiva en materia
de doctrina. Lo verdaderamente importante no es la afirmación hecha por uno u otro
aisladamente, sino la concordancia de varios en algún punto de la doctrina católica. En
este sentido, el pensamiento de los obispos reunidos en el Concilio de Nicea, primero de
los Concilios ecuménicos (año 325), adquiere enseguida un valor y una autoridad muy
especiales: es preciso concordar con ellos para mantenerse en la comunión de la Iglesia
Católica. Refiriéndose a los Padres de Nicea, San Basilio escribe: «Lo que nosotros
enseñamos no es el resultado de nuestras reflexiones personales, sino lo que hemos
aprendido de los Santos Padres»3. A partir del siglo V, el recurso a «los Padres» se
convierte en argumento que zanja las controversias.
Por
qué conocer a los Padres
¿Por qué es tan
importante, en el momento actual, el conocimiento de los escritos de los Padres? Hace
pocos años, un documento de la Santa Sede intentaba responder a esta cuestión. Se dan en
esas páginas tres razones fundamentales: 1) Los Padres son testigos privilegiados de la
Tradición de la Iglesia. 2) Los Padres nos han transmitido un método teológico que es a
la vez luminoso y seguro. 3) Los escritos de los Padres ofrecen una riqueza cultural y
apostólica, que hace de ellos los grandes maestros de la Iglesia de ayer, de hoy y de
siempre 4. El análisis de estas afimnaciones puede servirnos para ilustrar cómo los
escritos de estos autores constituyen un verdadero tesoro de la Iglesia; un tesoro cuyo
conocimiento y disfrute no debería quedar reservado a unos pocos, ya que es patrimonio de
todos los cristianos.
La doctrina predicada
por Jesucristo, Palabra de Dios dirigida a los hombres, fue consignada por escrito bajo la
inspiración del Espíritu Santo y entregada a la Iglesia. La Sagrada Escritura es, por
eso, un Libro de la Iglesia: sólo en la Iglesia, a la luz de una Tradición que se
remonta al mismo Cristo, puede ser adecuadamente entendida y transmitida a las
generaciones posteriores. Las ciencias positivas de que hace uso la moderna exégesis
constituyen, sin duda, un instrumento valiosísimo para profundizar en el contenido de la
revelación, pero a condición de que no se utilicen fuera del sentir de la Iglesia, y
menos aún, contra el sentir de la Iglesia. Cuando se cercena esta relación esencial
existente entre la Biblia y la Iglesia, la Palabra de Dios queda desposeída de su virtud
salvífica, transformadora de los hombres y de la sociedad, y se ve reducida a mera
palabra de hombres.
Los
Padres son testigos privilegiados de la Tradición
Los Santos Padres nos
transmiten, con sus comentarios y escritos, la doctrina viva que predicó Jesucristo,
transmitida sin interrupción por los Apóstoles a sus sucesores, los obispos. Por su
cercanía a aquel tiempo, el testimonio de los Padres goza de especial valor.
Habitualmente se
considera que su época abarca los siete primeros siglos de la Era Cristiana.
Naturalmente, cuanto más antiguo sea un Padre, más autorizado será su testimonio,
siempre que su doctrina resulte concorde con lo que Jesucristo reveló a la Iglesia, y su
conducta haya estado en sintonía con esas enseñanzas.
Ortodoxia de doctrina y
santidad de vida constituyen, pues, notas distintivas de los Padres. Algunos—no
muchos en relación al total—han sido formalmente declarados tales por la Iglesia, al
ser citados con honor por algún Concilio o en otros documentos oficiales del Magisterio
eclesiástico. La mayoría, sin embargo, no han recibido esa aprobación explícita; el
solo hecho de su antigüedad, unida a la santidad de su vida y a la rectitud de sus
escritos, basta para hacerles merecedores del título de «Padres» de la Iglesia.
Como se ve, esas dos
notas resultan esenciales. Por esta razón, si falta alguna, a esos escritores no se les
cuenta propiamente en el número de los Padres, aunque sean muy antiguos. Muchos de ellos,
sin embargo, son tenidas en gran consideración por la Iglesia, que les reconoce incluso
una especial autoridad en algún campo. Resulta obvio aclarar que nunca se trata de
autores que voluntariamente se apartaron de la unidad de la fe, como es el caso de los que
fueron declarados herejes por algún Concilio. Se trata más bien de personajes que, de
buena fe, erraron en algún punto de doctrina no suficientemente aclarado en esos
momentos; muchas veces ese error es achacable más bien a sus seguidores. En estos casos,
aun sin darles el título de «Padres», la Iglesia los honra como escritores
eclesiásticos cuyas enseñanzas gozan de especial valor en algunos aspectos.
Los
Padres nos transmiten un método teológico luminoso y seguro
Aunque a veces, desde
el punto de vista técnico, los instrumentos de que disponían los Padres para el estudio
científico de la Palabra de Dios eran menos precisos que los que ofrece la moderna
exégesis bíblica, no hay que olvidar lo que poníamos de relieve al principio: que los
Libros Sagrados no son unos libros cualquiera, sino Palabra de Dios entregada a la
Iglesia, y sólo en la Iglesia y desde la Iglesia puede desentrañarse su más hondo
contenido. En este nivel profundo, los Padres se constituyen en intérpretes privilegiados
de la Sagrada Escritura: a la luz de la Tradición, de la que son exponentes de primer
plano, y apoyados en una vida santa, captan con especial facilidad el sentido espiritual
de la Escritura, es decir, lo que el Espíritu Santo—más allá de los hechos
históricos relatados y de lo que se deduzca científicamente de unos concretos géneros
literarios—ha querido comunicar a los hombres por medio de la Iglesia.
Por otra parte, a los
Santos Padres debemos en gran parte la profundización científica en la doctrina
revelada, que es la tarea propia de la teología. No sólo porque ellos mismos constituyen
una «fuente» de la ciencia teológica, sino también porque muchos Padres fueron grandes
teólogos, personas que utilizaron egregiamente las fuerzas de la razón para la
comprensión científica de la fe, con plena docilidad al Espíritu Santo. En algunos
campos, sus aportaciones a la ciencia teológica han sido definitivas. Y todo esto, sin
perder nunca de vista el sentido del misterio, del que tan hambriento se muestra el hombre
de hoy, gracias precisamente a su sintonía con el espíritu de la Sagrada Escritura y a
su experiencia personal de lo divino.
Los
Padres son portadores de una gran riqueza cultural, espiritual y apostólica
En los escritos de los
Padres se encuentra una gran riqueza cultural, espiritual y apostólica. Predicaban o
escribían con la mirada puesta en las necesidades de los fieles, que en gran medida son
las mismas ayer que hoy; por eso se nos muestran como maestros de vida espiritual y
apostólica. Constituyen además, especialmente en estos momentos, un ejemplo luminoso de
la fuerza del mensaje cristiano, que ha de «inculturarse» en todo tiempo y lugar, sin
perder por ello su mordiente y su originalidad. Resulta impresionante comprobar, en
efecto, cómo los Santos Padres supieron fecundar con el mensaje evangélico la cultura
clásica (griega y latina), cómo en algunos casos fueron creadores de culturas (en
Armenia, en Etiopía, en Siria, por ejemplo), cómo sentaron las bases para la gran
floración de la época medieval, pues prepararon la plena inserción de los pueblos
germánicos, pertenecientes a una tradición cultural completamente diversa, en la raíz
del Evangelio.
«Si quisiéramos
resumir las razones que inducen a estudiar las obras de los Padres, podríamos decir que
ellos fueron, después de los Apóstoles, como dijo justamente San Agustín, los
sembradores, los regadores, los constructores, los pastores y los alimentadores de la
Iglesia, que pudo crecer gracias a su acción vigilante e incansable. Para que la Iglesia
continúe creciendo es indispensable conocer a fondo su doctrina y su obra, que se
distingue por ser al mismo tiempo pastoral y teológica, catequética y cultural,
espiritual y social en un modo excelente y, se puede decir, única con respecto a cuanto
ha sucedido en otras épocas de la historia. Es justamente esta unidad orgánica de los
varios aspectos de la vida y misión de la Iglesia lo que hace a los Padres tan actuales y
fecundos incluso para nosotros»5.
JOSÉ ANTONIO LOARTE
El tesoro de los Padres
Rialp, Madrid, 1998, págs. 13-18
El tesoro de los Padres
Rialp, Madrid, 1998, págs. 13-18
1. 1 Co 4, 15.
2. Contra los herejes
4, 41, 2.
3. Epístola 140, 2.
4. Cfr. CONGREGACIÓN
PARA LA ENSEÑANZA CATÓLICA, Instrucción sobre los Padres de la Igle- sia en la
formación sacerdotal, 30-XI-1989.
5. CONGREGACIÓN PARA
LA ENSEÑANZA CATÓLICA, Instrucción sobre los Padres de la Iglesia en la formación
sacerdotal, 30-XI-1989, n. 47.
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