Los primeros sucesores de San Pedro en la sede de Roma fueron, según testimonia la
Tradición, Lino (hasta el año 80) y Anacleto, también llamado Cleto (80-92) «Después
de ellos, cuenta San Ireneo, en tercer lugar desde los Apóstoles, accedió al episcopado
Clemente, que no sólo vio a los propios Apóstoles, sino que con ellos conversó y pudo
valorar detenidamente tanto la predicación como la tradición apostólica». Fue San
Clemente, por tanto, el cuarto de los Papas. Como parece querer indicar San Ireneo, este
santo Vicario de Cristo fue un eslabón muy importante en la cadena de la continuidad, por
su conocimiento y por su fidelidad a la doctrina recibida de los Apóstoles. Nada dicen
los más antiguos escritores eclesiásticos sobre su muerte, aunque el Martyrium Sancti
Clementis, redactado entre los siglos IV y VI, refiere que murió mártir en el Mar Negro,
entre los años 99 y 101. Poco antes debió de redactar su Carta a los Corintios, que es
uno de los escritos mejor testimoniados en la antigüedad cristiana, pues fue muy célebre
y citado en los primeros siglos.
El motivo fue una disputa
surgida entre los fieles de Corinto, en la que se llegó incluso a deponer a varios
presbíteros. La carta pretende llamar a la paz a los cristianos de Corinto; y quiere
inducir a la penitencia y al arrepentimiento de aquellos desconsiderados que injustamente
se habían rebelado contra la legitima autoridad, fundada sobre la tradición de los
Apóstoles. Además, constituye un documento de capital importancia para el conocimiento
de la Teología y de la Liturgia romana.
Grave debía de ser la
situación creada en aquella antigua iglesia a la que San Pablo dedicó sus mayores
cuidados y reprensiones paternales con motivo de otros desórdenes, que años después
parecían volver a reproducirse. El tono de la carta combina la dulzura y energía de un
padre; pero es preciso subrayar que San Clemente no escribe como si fuera una voz
autorizada cualquiera, sino como quien es consciente de tener una especial responsabilidad
en la Iglesia. Incluso comienza disculpándose por no haber intervenido con la prontitud
debida, a causa de «las repentinas y sucesivas desgracias y contratiempos» que habían
afectado a la Iglesia de Roma: muy probablemente se refiere a la cruel persocución de
Domiciano. Se trata de un testimonio antiquísimo sobre la primacía de Roma como Cabeza
de la Iglesia universal. (J.A.LOARTE).
* * * * *
Según la tradición, san
Clemente fue el tercer sucesor de san Pedro en Roma, después de Lino y Cleto. Ocupó la
sede romana en los últimos años del siglo primero. De él se conserva una carta a la
Iglesia de Corinto, en la que exhorta a aquella comunidad, amenazada de graves disensiones
internas, a mantenerse en la unidad y la caridad. Nos han llegado, además, bajo el nombre
de Clemente otros escritos: una segunda carta a los Corintios, dos cartas a las Vírgenes,
y diversos escritos homiléticos y narrativos (Homilías y Recognitiones clementinas), que
pretenden presentar la predicación y las andanzas de Clemente. Pero todos estos escritos,
de carácter y valor muy desigual, no pueden considerarse como auténticos y pertenecen a
diversas épocas posteriores.
La primera carta a los
Corintios es de gran interés como documento que nos permite conocer directamente la
Iglesia romana primitiva. Vemos cómo la Iglesia aparece como modelada todavía en buena
parte sobre la sinagoga de la diáspora y sobre las instituciones del Antiguo Testamento,
que constituye todavía la base ideológica de aquellos cristianos recién convertidos del
judaísmo. En cambio, los escritos del Nuevo Testamento no parecen haber adquirido aún el
carácter de autoridad primaria y definitiva. Se afirma ya por primera vez el principio de
la sucesión apostólica como garantía de fidelidad a la doctrina de Cristo.
Se proclama el principio
paulino de la salvación por la fe y no por los méritos propios, pero al mismo tiempo se
insiste en la necesidad de practicar obras de santidad y de obedecer a los mandamientos de
Dios, con formulas de corte veterotestamentario. Los capítulos finales reproducen las
formas de oración que se usaban en aquellas comunidades, sin duda calcadas en buena parte
sobre las que se usaban en la sinagoga. Es curiosa la oración por los gobernantes. (J.
VIVES)
* * * * *
San Clemente de
Roma y su epístola a los Corintios
Según San Ireneo,
al que debemos la lista más antigua de obispos de Roma, y tal como se recogió
mucho más tarde en el canon romano de la misa, es el tercer sucesor de San
Pedro: Lino, Cleto, Clemente; quizá conoció a San Pedro y San Pablo. Parece que
era de origen judío.
Sólo nos ha llegado
un escrito suyo, la Epístola a los Corintios. Por los datos que ella
misma nos da referentes a una segunda persecución, que sería la de Domiciano,
parece que fue escrita poco antes del año 96. Era tan apreciada que aún en los
tiempos de Eusebio de Cesarea, según él nos dice, se seguía leyendo en las
reuniones litúrgicas de algunas Iglesias; de hecho, aunque la carta obedece a
unas circunstancias determinadas, está escrita de manera que tenga un valor
permanente y pueda ser leída ante la asamblea de los fieles.
El suceso que la
motivó es muy interesante en sí mismo. En Corinto, la comunidad había depuesto a
los presbíteros, y el obispo de Roma,
al parecer sin ser solicitado, interviene para corregir el abuso, con unas
expresiones que parecen ir más allá de la normal solicitud de unas Iglesias por
otras y que se comprenden mejor desde la perspectiva del primado de la sede
romana: Clemente casi pide perdón por no haber intervenido antes, como si éste
fuera un deber suyo.
Además, la epístola
presenta el testimonio más antiguo que poseemos sobre la doctrina de la sucesión
apostólica: Jesucristo, enviado por Dios, envía a su vez a los apóstoles, y
éstos establecen a los obispos y diáconos. Los corintios han hecho mal al
deponer la jerarquía y nombrar a otras personas; la raíz de estas discusiones es
la envidia, de la que da muchos ejemplos, bíblicos en especial, y Clemente les
exhorta a la armonía, de la que también da muchos ejemplos, sacados hasta del
orden que se observa en la naturaleza. Incidentalmente, la epístola nos
atestigua la estancia de San Pedro en Roma, la muy probable de San Pablo en
España, el martirio de ambos, y la persecución de Nerón.
La resurrección de
la carne ocupa también un lugar importante en la epístola. Se distingue además
claramente entre laicado y jerarquía, a cuyos miembros llama obispos y diáconos
y, a veces, presbíteros, nombre con el que parece englobar a unos y a otros; la
función más importante de éstos es la litúrgica. Recoge también una oración
litúrgica, muy interesante, que termina con una petición en favor de los que
detentan el poder civil.
MOLINÉ
TEXTOS
1-1. A causa de las
inesperadas y sucesivas calamidades que nos han sobrevenido... hemos tardado algo en
prestar atención al asunto discutido entre vosotros, esa sedición extraña e impropia de
los elegidos de Dios, detestable y sacrílega, que unos cuantos sujetos audaces y
arrogantes, han encendido hasta tal punto de insensatez, que vuestro nombre honorable y
celebradísimo, digno del amor de todos los hombres, ha venido a ser objeto de grave
ultraje...
3, 2-3. Surgieron la
emulación y la envidia, la contienda y la sedición... se levantaron los sin honor contra
los honorables, los sin gloria contra los dignos de gloria, los insensatos contra los
sensatos, los jóvenes contra los ancianos..
44, 3-6. A hombres
establecidos por los apóstoles o por otros preclaros varones con la aprobación de la
Iglesia entera, hombres que han servido irreprochablemente al rebaño de Cristo con
espíritu de humildad, pacífica y desinteresadamente, que han dado buena cuenta de sí
durante mucho tiempo a los ojos de todos; a tales hombres, decimos, no creemos que se
pueda excluir en justicia de su ministerio. Cometemos un pecado no pequeño si destituimos
de su puesto a obispos que de manera religiosa e intachable solían ofrecer los dones.
Felices aquellos ancianos que ya nos han precedido en el viaje a la eternidad, que
tuvieron un fin fructuoso y cumplido, pues no tienen que temer ya que nadie los eche del
lugar que ocupaban. Decimos esto porque vemos que vosotros habéis depuesto de su
ministerio a algunos que lo ejercían perfectamente con conducta irreprochable y
honorable...
14, 2-4. No será un daño
cualquiera, sino más bien un grave peligro el que sufriremos si temerariamente nos
entregamos a los designios de esos hombres que sólo buscan disputas y sediciones, con la
voluntad de apartarnos del bien. Tratémonos mutuamente con bondad, según las entrañas
de benevolencia y de suavidad de aquel que nos creó, pues está escrito: "Los
benévolos habitarán la tierra, y los que no conocen el mal serán dejados sobre ella,
mientras que los inicuos serán exterminados de ella» (cf. Prov 2, 21; Sal 36, 9.38)...
46, 5-9. CARIDAD/CUERPO-XTO: ¿A qué vienen entre vosotros
contiendas y riñas, partidos, escisiones y luchas? ¿Acaso no tenemos un solo Dios, un
solo Cristo y un solo Espíritu de gracia, el que ha sido derramado sobre nosotros, así
como también una misma vocación en Cristo? ¿Por qué desgarramos y descoyuntamos los
miembros de Cristo, y nos ponemos en guerra civil dentro de nuestro propio cuerpo,
llegando a tal insensatez que olvidamos que somos unos miembros de los otros?... Vuestra
división extravió a muchos, desalentó a muchos, hizo vacilar a muchos y nos llenó de
tristeza a todos nosotros. Y, con todo, vuestra división continúa...
47, 6-7. Cosa vergonzosa es,
carísimos, en extremo vergonzosa e indigna de vuestra profesión cristiana, que tenga que
oírse que la firmísima y antigua Iglesia de Corinto está en rebelión contra sus
ancianos por culpa de una o dos personas. Es ésta una noticia que no sólo ha llegado
hasta nosotros, sino también hasta los que no sienten como nosotros, de suerte que el
nombre del Señor es blasfemado a causa de vuestra insensatez, mientras vosotros os
ponéis en grave peligro.
48, 5-6 Enhorabuena que uno
tenga el carisma de fe, que otro sea capaz de explicar con conocimiento, que otro tenga la
sabiduría del discernimiento en las palabras y otro sea puro en sus obras. Pero cuanto
mejor se crea cada uno, tanto más debe humillarse y buscar, no su propio interés, sino
el de la comunidad.
42, 1-4. I/APOSTOLES: Los apóstoles nos evangelizaron de parte del Señor
Jesucristo y Jesucristo fue enviado de parte de Dios. Así pues, Cristo viene de Dios, y
los apóstoles de Cristo. Una y otra cosa se hizo ordenadamente por designio de Dios. Los
apóstoles, después de haber sido plenamente instruidos, con la seguridad que les daba la
resurrección de nuestro Señor Jesucristo y creyendo en la palabra de Dios, salieron,
llenos de la certidumbre que les infundió el Espíritu Santo, a dar la alegre noticia de
que el reino de Dios estaba para llegar. Y así, según que pregonaban por lugares y
ciudades la buena nueva y bautizaban a los que aceptaban el designio de Dios, iban
estableciendo a los que eran como primeros frutos de ellos, una vez probados en el
Espíritu, como obispos y diáconos de los que habían de creer. Y esto no era cosa nueva,
pues ya desde mucho tiempo atrás se había escrito acerca de los obispos y diáconos. En
efecto, la Escritura dice en cierto lugar: «estableceré a sus obispos (episkopoi) en
justicia, y a sus diáconos (diakonoi) en la fe» (Is 60, 17) s.
III. La organización de la
Iglesia es análoga a la del antiguo pueblo de Dios.
43, 1-44,2. OBISPO/SUCESOR-APOS: ¿Qué tiene de extraño que aquellas
a quienes se les confió esta obra (es decir, los apóstoles) establecieran obispos y
diáconos? El bienaventurado Moisés, «siervo fiel en todo lo referente a su casa»,
consignó en los libros sagrados todo cuanto le era ordenado... Pues bien: cuando estalló
la envidia acerca del sacerdocio, y disputaban las tribus acerca de cuál de ellas tenía
que engalanarse con este nombre glorioso, mandó a los doce cabezas de tribu que le
trajesen sendas varas... (cf. Núm 17). Y a la mañana siguiente hallase que la vara de
Aarón no sólo había retoñado, sino que hasta llevaba fruto... Moisés obró así para
que no se produjese desorden en Israel, y el nombre del único y verdadero Señor fuese
glorificado... Y también nuestros apóstoles tuvieron conocimiento, por medio de nuestro
Señor Jesucristo, de que habría disputas sobre este nombre y dignidad del episcopado, y
por eso, con perfecto conocimiento de lo que iba a suceder, establecieron a los hombres
que hemos dicho, y además proveyeron que, cuando éstos murieran, les sucedieran en el
ministerio otros hombres aprobados...
40, 42, 4. Deber nuestro es
hacer ordenadamente cuanto el Señor ordenó que hiciéramos, en los tiempos ordenados.
Porque él ordenó que las ofrendas y ministerios se hicieran perfectamente, no al acaso y
sin orden alguno, sino en determinados tiempos y de manera oportuna. El determinó en qué
lugares y por qué ministros habían de ser ejecutados, según su soberana voluntad, a fin
de que, haciéndose todo santamente, sea con benevolencia aceptado por su voluntad. Por
tanto, los que hacen sus ofrendas en los tiempos ordenados son aceptados y
bienaventurados, y siguiendo las ordenaciones del Señor no cometen pecado. Porque el sumo
sacerdote tiene sus peculiares funciones asignadas a él; los levitas tienen encomendados
sus propios servicios, mientras que el simple laico (Iaikos anthropos) está sometido a
los preceptos del laico. Hermanos, procuremos agradar a Dios, cada uno en su propio
puesto, manteniéndonos en buena conciencia, sin traspasar las normas establecidas de su
liturgia, con toda reverencia. Porque no en todas partes se ofrecen sacrificios perpetuos,
votivos o propiciatorios por los pecados, sino sólo en Jerusalén, y aun allí, tampoco
se ofrecen en cualquier parte, sino en el santuario y junto al altar, una vez que la
víctima ha sido examinada en sus tachas por el sumo sacerdote y los ministros
mencionados. Los que hacen algo contrario a la voluntad de Dios, tienen señalada pena de
muerte. Considerad, pues, hermanos, que cuanto mayor es el conocimiento que el Señor se
ha dignado concedernos, tanto mayor es el peligro a que estamos expuestos...
IV Dios
creador.
20, 1-22. Enderecemos
nuestros pasos hacia la meta de paz que nos fue señalada desde el principio, teniendo
fijos los ojos en el Padre y Creador de todo el universo y adhiriéndonos a los
magníficos y sobreabundantes dones y beneficios de su paz. Contemplémosle con nuestra
mente y miremos con los ojos del alma su magnánimo designio, considerando cuán benévolo
se muestra para con toda su creación. Los cielos, movidos bajo su control, le están
sometidos en paz. El día y la noche van siguiendo el curso que él les ha señalado sin
que mutuamente se interfieran. El sol, la luna y los coros de los astros giran según el
orden que él les ha establecido, en armonía y sin transgresión de ninguna clase, por
las órbitas que les han sido impuestas. La tierra germina según la voluntad de él a sus
debidos tiempos y produce abundantísimo sustento a los hombres y a todos los animales que
viven sobre ella, sin que jamás se rebele ni cambie nada de lo que él ha establecido.
Los abismos insondables y los inasequibles lugares inferiores de la tierra se mantienen
dentro de las mismas ordenaciones. El lecho del inmenso mar, constituido por obra suya
para contener las aguas no traspasa las compuertas establecidas, sino que se mantiene tal
como él le ordenó... El océano al que no pueden llegar los hombres, y los mundos que
hay más allá de él, están rugidos por las mismas disposiciones del Señor. Las
estaciones, la primavera, el verano, el otoño y el invierno se suceden pacíficamente
unas a otras. Los escuadrones de los vientos cumplen sin fallar, a sus tiempos debidos, su
servicio. Las fuentes perennes, creadas para nuestro goce y salud, ofrecen sin
interrupción sus pechos para la vida de los hombres. Y hasta los más pequeños de los
animales forman sus sociedades en concordia y paz. Todas estas cosas, el artífice y
Señor de todo ordenó que se mantuvieran en paz y concordia, derramando sus beneficios
sobre el universo, y de manera particularmente generosa sobre nosotros, los que nos hemos
acogido a sus misericordias por medio de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria
y la grandeza por los siglos de los siglos. Amén. Estad alerta, carísimos, no sea que
sus beneficios, tan numerosos. se conviertan para nosotros en motivo de juicio si no
vivimos de manera digna de él, haciendo lo que es bueno y agradable en su presencia con
toda concordia.
V. Jesucristo.
36, 1-2. Este es el camino en
el que hemos hallado nuestra salvación. Jesucristo, el sumo sacerdote de nuestras
ofrendas, el protector y ayudador de nuestra debilidad. A través de él fijamos nuestra
mirada en las alturas del cielo. A través de él contemplamos, como en un espejo, la faz
inmaculada y soberana de Dios. Por él nos fueron abiertos los ojos de nuestro corazón.
Por él nuestra mente, antes ignorante y llena de tinieblas, ha renacido a la luz. Por él
quiso el Señor que gustásemos el conocimiento de la inmortalidad...
49, 6. Por su caridad nos
acogió el Señor a nosotros. En efecto, por la caridad que nos tuvo, nuestro Señor
Jesucristo dio su sangre por nosotros según el designio de Dios, dio su carne por nuestra
carne, y su vida por nuestras vidas. Ya véis, hermanos, qué cosa tan grande y tan
admirable es la caridad, y cómo es imposible declarar su perfección...
7, 2-4. Tengamos los ojos
fijos en la sangre de Cristo, y consideremos cuán preciosa es a los ojos de Dios, Padre
suyo, hasta el punto de que, derramada por nuestra salvación, mereció la gracia del
arrepentimiento.
12, 7. Por su fe y
hospitalidad se salvó Rahab la ramera. Le dijeron que pusiera en su casa una señal,
colgando un paño rojo: con ello quedaba indicado que por la sangre del Señor
encontrarían redención todos los que creen y esperan en Dios.
16, 1-17. A los humildes
pertenece Cristo, no a los que se muestran arrogantes sobre su rebaño. El cetro de la
majestad de Dios, el Señor, Jesucristo, no vino al mundo con aparato de arrogancia ni de
soberbia, aunque hubiera podido hacerlo, sino en espíritu de humildad, tal como lo había
dicho de él el Espíritu Santo: "Señor, ¿quién lo creerá cuando lo oiga de
nosotros?... No tiene figura ni gloria, le vimos sin belleza ni hermosura, su aspecto era
despreciable, más feo que el aspecto de los hombres ..» (sigue la cita de Is 53, 1-12, y
Sal 21, 5-8). Considerad, hermanos, el modelo que se nos propone: porque si el Señor se
humilló hasta este extremo, ¿qué tendremos que hacer nosotros, que nos hemos sometido
al yugo de su gracia?
VI. Fe y
obras.
31-34. ¿Por qué fue
bendecido nuestro padre Abraham? ¿No lo fue por haber practicado la justicia y la verdad
por medio de la fe? Isaac, conociendo con certeza lo por venir, se dejó llevar de buena
gana como víctima de sacrificio. Jacob emigró con humildad de su tierra a causa de su
hermano, y marchó a casa de Labán y le sirvió, y le fue concedido el cetro de las doce
tribus de Israel... En suma, todos fueron glorificados y engrandecidos, no por méritos
propios. ni por sus obras o por la justicia que practicaron, sino por la voluntad de Dios.
Por tanto, tampoco nosotros, que fuimos por su voluntad llamados en Jesucristo, nos
justificamos por nuestros propios méritos, ni por nuestra sabiduría, inteligencia y
piedad, o por las obras que hacemos en santidad de corazón, sino por la fe, por la que el
Dios que todo lo puede justificó a todos desde el principio... Si esto es así, ¿qué
hemos de hacer, hermanos? ¿Vamos a mostrarnos negligentes en las buenas obras y podemos
descuidar la caridad? No permita Dios que esto suceda, al menos en nosotros. Al contrario,
apresurémonos a cumplir todo género de obras buenas, con esfuerzo y ánimo generoso. El
mismo artífice y Señor de todas las cosas se regocija y se complace en sus obras...
Teniéndole a él como modelo, adhirámonos sin reticencias a su voluntad y hagamos la
obra de la justicia con todas nuestras fuerzas. El buen trabajador toma con libertad el
pan de su trabajo, pero el perezoso y holgazán no se atreve a mirar a la cara de su amo.
Por tanto, hemos de ser prontos y diligentes en las buenas obras, ya que de él nos viene
todo. El nos lo ha prevenido: «He aquí el Señor, y su recompensa delante de su cara,
para dar a cada uno según su trabajo» (Is 40, 10, etc.). Con ello nos exhorta a que
pongamos en él nuestra fe con todo nuestro corazón, y a que no seamos perezosos ni
negligentes en ningún género de obras buenas...
30, 1-6. Siendo una porción
santa, practiquemos todo lo que es santificador: huyamos de toda calumnia, de todo abrazo
torpe o impuro, de embriagueces y revueltas, de la detestable codicia, del abominable
adulterio, de la odiosa soberbia... Vivamos unidos a aquellos que han recibido como don la
gracia de Dios, revistámonos de concordia, manteniéndonos en el espíritu de humildad y
continencia, absolutamente alejados de toda murmuración y calumnia, justificados por
nuestras obras, y no por nuestras palabras... Nuestra alabanza ha de venir de Dios, y no
de nosotros mismos, pues Dios detesta al que se alaba a sí mismo..
23-27. RS/CUERPO:
El que es en todo misericordioso y padre benéfico, tiene entrañas de compasión para con
todos los que le temen, y benigna y amorosamente reparte sus gracias entre los que se
acercan a él con mente sencilla. Por tanto, no dudemos, ni vacile nuestra alma acerca de
sus dones sobreabundantes y gloriosos. Lejos de nosotros aquello que dice la Escritura
(pasaje desconocido): «Desgraciados los de alma vacilante, es decir, los que dudan en su
alma diciendo: eso ya lo oímos en tiempo de nuestros padres, y he aquí que hemos llegado
a viejos y nada semejante se ha cumplido.» ¡Insensatos! Comparaos con un árbol, por
ejemplo, la vid. Primero caen sus hojas, luego brota un tallo, luego nace la hoja, luego
la flor, después un fruto agraz, y finalmente madura la uva. Considerad cómo en un breve
período de tiempo llega a madurez el fruto de ese árbol. A la verdad, pronto y de manera
inesperada se cumplirá también su designio, tal como lo atestigua también la Escritura
que dice: «Pronto vendrá y no tardará: inesperadamente vendrá el Señor a su templo, y
el Santo que estáis esperando» (cf. Is 14, 1: Mal 3, 1). Reflexionemos, carísimos, en
la manera cómo el Señor nos declara la resurrección futura, de la que hizo primicias al
Señor Jesucristo resucitándole de entre los muertos.
Observemos, amados, la
resurrección que se da en la sucesión del tiempo. El día y la noche nos muestran la
resurrección: muere la noche, resucita el día; el día se va, viene la noche. Tomemos el
ejemplo de los frutos: ¿Cómo y en qué forma se hace la sementera? Sale el sembrador y
lanza a la tierra cada una de las semillas, las cuales cayendo sobre la tierra secas y
desnudas empiezan a descomponerse; y una vez descompuestas, la magnanimidad de la
providencia del Señor las hace resucitar, de suerte que cada una se multiplica en muchas,
dando así fruto... Así pues, ¿vamos a tener por cosa extraordinaria y maravillosa que
el artífice del universo resucite a los que le sirvieron santamente y con la confianza de
una fe auténtica...? Apoyados, pues, en esta esperanza, adhiéranse nuestras almas a
aquel que es fiel en sus promesas y justo en sus juicios. El que nos mandó no mentir,
mucho menos será él mismo mentiroso, ya que nada hay imposible para Dios excepto la
misma mentira. Reavivemos en nosotros la fe en él, y pensemos que todo está cerca de
él... Todo lo hará cuando quiera y como quiera, y no hay peligro de que deje de
cumplirse nada de lo que él tiene decretado...
VIII. El martirio de Pedro y
Pablo.
5-6. Por emulación y envidia
fueron perseguidos los que eran máximas y justísimas columnas de la Iglesia, los cuales
lucharon hasta la muerte. Pongamos ante nuestros ojos a los santos apóstoles: Pedro, por
emulación inicua, hubo de soportar no uno ni dos, sino muchos trabajos, y dando así su
testimonio, pasó al lugar de la gloria que le era debido. Por emulación y envidia dio
Pablo muestra del trofeo de su paciencia: por seis veces fue cargado de cadenas, fue
desterrado, fue apedreado, y habiendo predicado en oriente y en occidente, alcanzó la
noble gloria que correspondía a su fe: habiendo enseñado la justicia a todo el mundo, y
habiendo llegado hasta el confín de occidente, y habiendo dado su testimonio ante los
gobernantes, salió así de este mundo y fue recibido en el lugar santo, hecho ejemplo
extraordinario de paciencia. A estos hombres que vivieron en santidad, se agregó un gran
número de elegidos, los cuales, después de sufrir muchos ultrajes y tormentos a causa de
la envidia, se convirtieron entre nosotros en el más bello ejemplo.
59, 2-4. Pediremos con
instante súplica, haciendo nuestra oración, que el artífice de todas las cosas guarde
íntegro en todo el mundo el número contado de sus elegidos, por medio de su amado Hijo
Jesucristo.
Por él nos llamó de las
tinieblas a la luz,
de la ignorancia al conocimiento de la gloria de su nombre,
a esperar en tu nombre, principio de toda creatura,
abriendo los ojos de nuestros corazones para conocerte a ti
el único altísimo en las alturas,
el Santo que tiene su descanso entre los santos;
el que humilla la altivez de los soberbios,
el que deshace los pensamientos de las naciones,
el que levanta a los humildes y abate a los que se enaltecen,
el que enriquece y empobrece,
el que mata y el que da la vida,
el único bienhechor de los espíritus y Dios de toda carne.
Tú penetras los abismos
y contemplas las obras de los hombres,
auxilio de los que están en peligro
y salvador de los desesperados,
creador y protector de todo espíritu.
Tú multiplicas las naciones sobre la tierra,
y has escogido entre todas a los que te aman
por medio de Jesucristo tu Hijo amado,
por el cual nos has enseñado,
nos has santificado, nos has honrado.
Te rogamos, Señor, que seas nuestro auxilio
y nuestro protector.
Sálvanos en la tribulación, levanta a los caídos,
muéstrate a los necesitados, sana a los enfermos,
vuelve a los extraviados de tu pueblo,
sacia a los hambrientos, da libertad a nuestros cautivos,
levanta a los débiles, consuela a los pusilánimes;
conozcan todas las naciones que tú eres el único Dios,
y Jesucristo es tu Hijo,
y nosotros tu pueblo y las ovejas de tu rebaño.
60, 4-61, 2. Danos la concordia y la paz a nosotros
y a todos los que habitan la tierra,
como se la diste a nuestros padres,
cuando te invocaban religiosamente en fe y en verdad.
Que seamos obedientes a tu nombre todopoderoso y glorioso,
y a nuestros príncipes y gobernantes sobre la tierra.
Tú, Señor, les diste a ellos la autoridad real,
por tu poder magnífico e inenarrable,
para que conociendo nosotros el honor y la gloria
que tú les diste,
nos sometamos a ellos sin oponernos en nada a tu voluntad.
Dales, Señor, salud, paz, concordia y estabilidad,
para que ejerzan sin tropiezo
la autoridad que de ti han recibido.
Porque tú, Señor, rey celestial de los siglos,
das a los hijos de los hombres que están sobre la tierra
gloria y honor y autoridad.
Tú, Señor, endereza sus voluntades a lo que es bueno
y agradable en tu presencia,
para que ejerciendo en paz, mansedumbre y piedad,
la autoridad que de ti recibieron,
alcancen de ti misericordia...
de la ignorancia al conocimiento de la gloria de su nombre,
a esperar en tu nombre, principio de toda creatura,
abriendo los ojos de nuestros corazones para conocerte a ti
el único altísimo en las alturas,
el Santo que tiene su descanso entre los santos;
el que humilla la altivez de los soberbios,
el que deshace los pensamientos de las naciones,
el que levanta a los humildes y abate a los que se enaltecen,
el que enriquece y empobrece,
el que mata y el que da la vida,
el único bienhechor de los espíritus y Dios de toda carne.
Tú penetras los abismos
y contemplas las obras de los hombres,
auxilio de los que están en peligro
y salvador de los desesperados,
creador y protector de todo espíritu.
Tú multiplicas las naciones sobre la tierra,
y has escogido entre todas a los que te aman
por medio de Jesucristo tu Hijo amado,
por el cual nos has enseñado,
nos has santificado, nos has honrado.
Te rogamos, Señor, que seas nuestro auxilio
y nuestro protector.
Sálvanos en la tribulación, levanta a los caídos,
muéstrate a los necesitados, sana a los enfermos,
vuelve a los extraviados de tu pueblo,
sacia a los hambrientos, da libertad a nuestros cautivos,
levanta a los débiles, consuela a los pusilánimes;
conozcan todas las naciones que tú eres el único Dios,
y Jesucristo es tu Hijo,
y nosotros tu pueblo y las ovejas de tu rebaño.
60, 4-61, 2. Danos la concordia y la paz a nosotros
y a todos los que habitan la tierra,
como se la diste a nuestros padres,
cuando te invocaban religiosamente en fe y en verdad.
Que seamos obedientes a tu nombre todopoderoso y glorioso,
y a nuestros príncipes y gobernantes sobre la tierra.
Tú, Señor, les diste a ellos la autoridad real,
por tu poder magnífico e inenarrable,
para que conociendo nosotros el honor y la gloria
que tú les diste,
nos sometamos a ellos sin oponernos en nada a tu voluntad.
Dales, Señor, salud, paz, concordia y estabilidad,
para que ejerzan sin tropiezo
la autoridad que de ti han recibido.
Porque tú, Señor, rey celestial de los siglos,
das a los hijos de los hombres que están sobre la tierra
gloria y honor y autoridad.
Tú, Señor, endereza sus voluntades a lo que es bueno
y agradable en tu presencia,
para que ejerciendo en paz, mansedumbre y piedad,
la autoridad que de ti recibieron,
alcancen de ti misericordia...
* * * * *
(Epístola a los Corintios,
30-34)
Acerquémonos al Señor en
santidad de alma, con las manos puras y limpias levantadas hacia Él, amando al que es
nuestro Padre clemente y misericordioso, que nos escogió como porción de su heredad.
Porque así está escrito: cuando el Altísimo dividió las naciones, y dispersó a los
hijos de Adán, delimitó las gentes según el número de los ángeles de Dios: mas la
porción del Señor es el pueblo de Jacob; la porción de su herencia, Israel (Dt 32,
8-9). Y en otro lugar, la Escritura dice: he aquí que el Señor toma para sí un pueblo
de entre los pueblos, como recoge un hombre las primicias de su era; y de este pueblo
surgirá el Santo de los santos (Dt 4, 34).
Somos una porción santa:
practiquemos obras de santidad. Evitemos la calumnia, la impureza, la embriaguez y el
afán de novedades, la abominable codicia, el odioso adulterio, la detestable soberbia:
Dios—dice la Escritura—resiste a los soberbios, pero a los humildes da su gracia
(Sant 4, 6).
Unámonos, pues, a aquellos a
quienes Dios ha dado su gracia. Revistámonos de concordia; humildes, castos, apartados de
toda murmuración y calumnia, justificados por nuestras obras y no por nuestra palabra;
pues el que mucho habla, mucho deberá oír: ¿o es que el charlatán por sus palabras es
justificado? (Job 11, 2) (...).
Nuestra alabanza ha de venir
de Dios, y no de nosotros mismos, pues Dios detesta a los que a sí mismos se enaltecen.
Que los demás den testimonio de nuestras buenas obras, como se ha dado de nuestros
padres, varones justos. Dios maldice el descaro, la arrogancia y la temeridad; mientras la
modestia, la humildad y la mansedumbre brillan en los bendecidos por el Señor.
Adhirámonos a la bendición
de Dios y veamos cuáles son los caminos para alcanzarla. Volvamos nuestra vista a los
primeros acontecimientos de la historia de la salvación. ¿Por qué fue bendecido nuestro
padre Abraham? ¿No lo fue por obrar la justicia y la verdad por medio de la fe? Isaac,
aun conociendo con certeza lo que le sucederfa, libremente, con confianza, se dejó llevar
al sacrificio. Jacob, huyendo de su hermano, humildemente emigró de su tierra, y marchó
a casa de Labán; le sirvió y le fueron dadas las doce tribus de Israel (...).
En suma, fueron glorificados
y engrandecidos, no por sus méritos propios, ni por sus obras o por su justicia, sino por
la Voluntad de Dios. Por lo tanto, tampoco nosotros—que hemos sido llamados en
Jesucristo por su misma voluntad—nos justificamos por nuestros propios méritos, ni
por nuestra sabiduría, inteligencia y piedad, o por las obras que hacemos en santidad de
corazón, sino por la fe: porque el Dios Omnipotente, de quien es la gloria por los siglos
de los siglos, justificó a todos desde el principio.
Entonces, ¿qué haremos,
hermanos? ¿Seremos negligentes en las buenas obras y descuidaremos la caridad? No permita
Dios que esto suceda. Al contrario, con esfuerzo y ánimo generoso apresurémonos a
cumplir todo género de obras buenas.
El mismo artífice y Señor
de todas las cosas se regocija y se complace en sus obras. Con su poder soberano afianzó
los cielos, y con su inteligencia incomprensible los ordenó. Separó la tierra del agua
que la envolvía, y la asentó en el cimiento firme de su propia voluntad. Por su mandato
recibieron el ser los animales que sobre ella se mueven, y al mar y a los animales que en
él viven, después de crearlos, los encerró con su poder soberano. Finalmente, con sus
sagradas e inmaculadas manos, plasmó al hombre, la criatura más excelente y grande por
su inteligencia, imprimiéndole el sello de su propia imagen (...). Así que, teniendo a
Dios como modelo, adhirámonos sin reticencias a su santa Voluntad, y con todas nuestras
fuerzas hagamos obras de justicia.
El buen trabajador toma con
libertad el pan de su labor, mientras el perezoso y holgazán no se atreve a mirar el
rostro de su amo. Por tanto, seamos prontos y diligentes en las buenas obras, ya que del
Señor nos viene todo. Él mismo nos lo ha dicho: he aquí el Señor; y su recompensa
delante de su faz, para dar a cada uno según su trabajo (Is 40, 10). Con ello, nos
exhorta a que pongamos en Él nuestra fe, con todo nuestro corazón, y a que no seamos
perezosos ni negligentes en ningún genero de obras buenas.
* * * * *
(Epístola a los Corintios,
37-38, 42, 44, 46-47, 56-58)
Así pues, hermanos,
marchemos como soldados, con toda constancia en sus inmaculados mandatos. Reflexionemos
sobre los que militan bajo nuestros jefes: ¡qué disciplinada, qué dócil, qué
obedientemente cumplen las órdenes! No todos son prefectos ni tribunos, ni centuriones,
ni comandantes al mando de cincuenta hombres, y así sucesivamente, sino que cada uno en
su propio orden cumple lo ordenado por el rey y los jefes. Sin los pequeños, los grandes
no pueden existir, ni los pequeños sin los grandes. En todo hay una cierta composición,
y en ello está la utilidad. Tomemos nuestro cuerpo: la cabeza es nada sin los pies y, de
igual manera, los pies sin la cabeza. Los miembros pequeños de nuestro cuerpo son
necesarios y útiles a todo el cuerpo. Todos colaboran y necesitan de una sola sumisión
para conservar todo el cuerpo.
Por tanto, consérvese
nuestro cuerpo en Cristo Jesús, y sométase cada uno a su prójimo tal como fue
establecido por su gracia. El fuerte cuide del débil, y el débil respete al fuerte; el
rico provea al pobre, y el pobre dé gracias a Dios por haber dispuesto que alguien se
encargue de suplir su necesidad. El sabio muestre su sabiduría no con palabras, sino con
buenas obras. El humilde no se alabe a sí mismo, por el contrario, deje a los demás la
alabanza. El casto según la carne no se jacte, sabiendo que es otro el que le otorga la
fuerza. Por tanto, hermanos, consideremos de qué materia fuimos hechos, cuáles y
quiénes entramos en el mundo, de qué sepulcro y tinieblas nos sacó el que nos ha
plasmado y creado para introducirnos en su mundo, preparándonos sus beneficios de
antemano, antes de que nosotros naciéramos (...).
Los Apóstoles nos anunciaron
el Evangelio de parte del Señor Jesucristo; Jesucristo fue enviado de parte de Dios. Así
pues, Cristo de parte de Dios, y los Apóstoles de parte de Cristo. Los dos envíos
sucedieron ordenadamente conforme a la Voluntad divina. Por tanto, después de recibir el
mandato, plenamente convencidos por la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y
confiados en la Palabra de Dios, con la certeza del Espíritu Santo, partieron para
anunciar que el Reino de Dios iba a llegar. Consiguientemente, predicando por comarcas y
ciudades establecían sus primicias, después de haberlos probado por el Espíritu, para
que fueran obispos y diáconos de los que iban a creer (...). Y nuestros Apóstoles
conocieron por medio de Nuestro Señor Jesucristo que habría discordias sobre el nombre
del obispo. Puesto que por esta causa tuvieron un perfecto conocimiento establecieron a
los ya mencionados y después dieron norma para que, si morían, otros hombres probados
recibiesen en sucesión su ministerio.
Así pues, no consideramos
justo que sean arrojados de su ministerio los que fueron establecidos por aquellos o,
después, por otros insignes hombres con la conformidad de toda la Iglesia y que sirven
irreprochablemente al pequeño rebaño de Cristo, con humildad, callada y
distinguidamente, alabados durante mucho tiempo por todos (...).
¿Por qué hay entre vosotros
discordias, iras, disensiones, cismas y guerra? ¿Acaso no tenemos un único Dios, un
único Cristo, un único Espíritu de gracia que ha sido derramado sobre nosotros y una
única llamada en Cristo? ¿Por qué separamos y dividimos los miembros de Cristo y nos
rebelamos contra el propio cuerpo y llegamos a tal locura que nos olvidamos de que somos
los unos miembros de los otros? Recordad las palabras de Jesús Nuestro Señor. Pues dijo:
¡ay de aquel hombre! Mejor sería para él no haber nacido que escandalizar a uno de mis
elegidos. Mejor sería para él ceñirse una piedra de molino y hundirse en el mar que
extraviar a uno de mis elegidos ( cfr. Mt 26, 25; Lc 17, 1-2). Vuestro cisma extravió a
muchos, empujó a muchos al desaliento, a muchos a la duda, a todos nosotros a la
tristeza, y vuestra revuelta es tenaz.
Tomad la carta del
bienaventurado Apóstol Pablo. Ante todo, ¿qué os escribió en el inicio de la
epístola? Guiado por el Espíritu os escribió en verdad sobre él mismo, Cefas y Apolo,
porque también entonces habíais creado bandos. Pero aquella bandería llevó a un pecado
menor, pues estabais apoyados en acreditados Apóstoles y en un hombre probado entre
ellos. Ahora considerad quiénes os han extraviado y han debilitado la veneración de
vuestro afamado amor fraterno. Amados, vergonzoso, muy vergonzoso e indigno de la conducta
en Cristo es oír que la solidísima y antigua Iglesia de los corintios se ha rebelado
contra los presbíteros a causa de una o dos personas. Y esta noticia no sólo ha corrido
hasta nosotros, sino también hasta los que piensan de distinta manera a la nuestra, de
modo que por vuestra insensatez también las blasfemias se dirigen al nombre del Señor y
os acarreáis un peligro (...).
Amados, asumamos la
corrección por la que nadie debe irritarse. La advertencia que mutuamente nos hagamos es
muy buena y muy beneficiosa, pues nos une a la Voluntad de Dios. Pues así dice la palabra
santa: el Señor me corrigió y no me entregó a la muerte (Sal 140, 5). Porque el Señor
corrige al que ama y azota a todo aquel que acepta como hijo (Prv 3, 12) (.. )
Ahora, pues, los que fuisteis
causa de que estallara la sedición, someteos a vuestros presbíteros y corregíos para
penitencia, doblando las rodillas de vuestro corazón. Aprended a someteros, deponiendo la
arrogancia jactanciosa y altanera de vuestra lengua; pues más os vale encontraros
pequeños pero escogidos dentro del rebaño de Cristo, que ser excluidos de su esperanza a
causa de la excesiva estimación de vosotros mismos.
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