Alberto Treiyer
Doctor en Teología
El Vaticano y el genocidio hispano-americano. A diferencia de las monarquías que establecieron durante toda la Edad Media dinastías durables y confirmadas por el papado romano, las dictaduras fascistas fueron igualmente reconocidas e inspiradas por el Vaticano, pero no fueron hereditarias. Su tiempo de duración fue relativamente corto, no más del que vivieron los dictadores. Tal vez lo único que hizo las dictaduras fascistas más memorables y durables fue su enlace y compromiso con la Iglesia Católica Romana. En España especialmente, y en gran medida en Latinoamérica, hicieron los dictadores preponderar la idea de hispanidad y catolicismo como algo intrínseco, indisoluble. De allí que no podía cuajar ninguna idea de separación de Iglesia y Estado sin levantar las sospechas de bolchevismo, socialismo, comunismo, y aún judaísmo.
En lugar de la democracia liberal, los gobiernos fascistas decidieron rechazar las libertades civiles y el gobierno de la ley por sistemas basados en la fuerza y la jerarquía de sus gobernantes militares y religiosos coaligados. Siendo que la Iglesia se identificaba más con las aristocracias de iberoamérica, las masas explotadas terminaban volcándose más fácilmente a los socialismos seculares que les prometían justicia social. Por tal razón, la Iglesia y los dictadores de todos esos países sentían que el recurso al fascismo era el ideal, y el militarismo que los acompañaba era el adalid de la cruzada del cristianismo (entiéndase catolicismo), contra el ateísmo comunista.
Si esas dictaduras fascistas (Franco), semi-fascista (Perón) y neofascistas (Pinochet, Videla y su junta militar, Stroessner y otros más), pudieron subsistir después que todos los otros gobiernos fascistas de Europa sucumbieron al terminar la Segunda Guerra Mundial, se debió al poco interés que les manifestaron tanto los EE.UU. como Inglaterra (los Aliados). Por encontrarse esos gobiernos fascistas post-guerra en un territorio no tan sensible para la estabilidad mundial, les bastaron a los norteamericanos y a los ingleses su militancia anticomunista como para dejarlos tranquilos en la resolución de sus problemas sociales ligados a la Iglesia Católica. Esto nos permite ver la razón por la cual el papado procuraba por todos los medios impedir la influencia protestante norteamericana e inglesa en el centro de Europa. Le impedía lograr un dominio absoluto sobre esos pueblos como el que podía ejercer en iberoamérica.
¿Qué valor tiene para nuestro estudio repasar la historia de tales dictaduras iberoamericanas? Mucho. El gobierno de Francisco Franco fue presentado por la Iglesia Católica por muchos años como modelo de paz y armonía en un mundo post-guerra todavía convulsionado por la amenaza del comunismo. Para ello debió el papado hacer abstracción de los genocidios del régimen falangista de Franco, y del reinado del terror del que se hizo responsable durante todo su mandato, inclusive mucho después de haber terminado la guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial. Ese régimen fue presentado como modelo por el catolicismo no sólo antes y durante la Segunda Guerra Mundial, sino también después de la guerra, durante todo el mandato del generalísimo Francisco Franco, inclusive por los papas que terminaron considerándose más liberales.
Siendo que las reivindicaciones político-religiosas del papado son las mismas que tuvo al promover y pactar con los gobiernos fascistas de la guerra, convendrá considerar ese modelo de paz y unidad que presentó la Iglesia ante el mundo, aún después de la guerra en el caso del dictador de España. Tengamos en cuenta que el papado está consiguiendo hoy los mismos reconocimientos políticos por los que abogó durante todo el S. XX, especialmente en la mayoría de los países católicos que el comunismo había invadido en el centro oriental de Europa. Al mismo tiempo, la unión tan anhelada de Europa y de la Iglesia con Europa, se ve como algo inminente con la entrada de esos países católicos al Parlamento Europeo. ¿Por qué negarse a leer el mensaje que esas dictaduras fascistas y neofascistas post-guerra continuaron emitiendo en los países católicos, y en donde esa unidad político-religiosa buscada por la Iglesia de Roma, se dio de una manera tan excelente y providencial, en el entender del obispado romano?
1. El genocidio fascista (falangista) español.
Durante la década de los 30, el papado manifestó en varias oportunidades su gran preocupación por el triunfo del socialismo en México y en España, que le quitaban a la Iglesia Católica su hegemonía y proclamaban la separación Iglesia-Estado. Mientras que en México, el partido liberal terminó predominando en la vida política de ese país de mayoría católica hasta tiempos recientes (por unos 70 años), logrando la separación de la Iglesia y del Estado; en España se interpuso el falangismo catolizante y frenó los avances seculares democratizadores y libertadores. La Iglesia reinó suprema otra vez en la madre patria, imponiéndose a través de la espada más que de la cruz, del poder militar más que de la persuasión religiosa.
Una comparación entre la situación mexicana y la española es importante y adecuada para demostrar que, así como en México la continuación de ese partido liberal y secular no arrastró al país al comunismo, tampoco en España el partido liberal y secular estaba destinado a arrastrar a la Península Ibérica al comunismo, como se aduciría para justificar la represión católico-falangista. ¡Cuán saludable hubiera sido para España y Portugal contar con gobiernos civiles que supieron marcar claramente los límites de la Iglesia en su relación con el Estado! Pero esa visión no cuajaba con la papal, razón por la cual el Vaticano la vinculó a lo peor de las corrientes liberales para justificar su represión y supresión mediante el recurso de las armas.
a) La ascensión del falangismo. Cansados de tantos abusos sociales de la aristocracia española a la que la Iglesia estuvo siempre ligada, amén de tantas aberraciones morales del clero que salían a la luz, el pueblo español se decidió en las urnas por un gobierno secular de coalición llamado Frente Popular. Esto sucedió en Febrero de 1936. El partido fascista de Primo de Rivera obtuvo apenas 5.000 votos, de manera que no fue reelecto. La Falange formada dos años antes obtuvo menos del 1%, de manera que nadie la miraba como gravitante para el futuro de España. Era evidente que la gente no quería más el gobierno ni de las botas ni de los curas. La península Ibérica buscaba una liberación.
El nuevo gobierno electo dio dos pasos correctos pero que en España fueron políticamente incorrectos. El primero consistió en quitar las subvenciones estatales a la Iglesia Católica y a sus instituciones, poniéndola en un plano de igualdad con las demás iglesias. El segundo tuvo que ver con medidas que erradicaban el falangismo minoritario que se aferraba a la Iglesia, incrementando involuntariamente su popularidad y su vínculo con la Iglesia Romana [W. H. Bowen, Spaniards and Nazi Germany. Collaboration in the New Order (Doctoral Dissertation, Univ. of Missouri Press, 2000), 20-21].
¿Cómo estaba dividido el mapa político de España antes de la guerra civil? La lista de los enemigos del falangismo consistía de comunistas, anarquistas, republicanos izquierdistas, socialistas, separatistas vascos y catalanes. En esa lista, los comunistas eran una minoría insignificante, y todos sabían que no iban a lograr nunca gobernar el país. En contraste con el Frente Popular pequeña era la lista de los aliados del falangismo. En ella se encontraba gran parte del ejército español y de la Iglesia Católica. Por consiguiente, la Iglesia no tenía otra alternativa que recurrir al ejército si quería revertir el cuadro político de España, y buscarse el hombre fascista providencial y salvador de la hora, como en los demás países católicos de Europa. A su vez, debía acusar a todo ese Frente Popular de comunismo y bolchevismo para justificar un golpe de estado.
El golpe de estado comenzó con el ala del ejército apostado en Marruecos, el 17 de julio de 1936, y se esperaba que la lucha sería de corta duración. Se extendió fácilmente a las Islas Canarias, al Sahara español y a otros fragmentos del imperio español. En la península misma, los rebeldes se apoderaron rápidamente de Sevilla, Navarra, Galicia, el norte de Castilla, y la mayor parte de Aragón. Pero el golpe fracasó en los dos lugares más significativos: Madrid y Barcelona.
La situación de la falange militar se volvió, por consiguiente, desesperante. La República contaba con la legitimidad internacional, las fuerzas armadas principales la respaldaban, y tenía bajo control las reservas de oro nacional con lo mejor de la industria. ¿Qué podían hacer los falangistas en tales circunstancias? Recurrir a Hitler y a Musolini en materia de armamentos y respaldo militar, y afirmar más aún su vínculo con la Iglesia Católica para obtener el respaldo político-moral y espiritual del Vaticano.
¿Qué podía hacer, por otro lado, la República ante el temor de enfrentarse a esos dos colososales gobiernos fascistas? ¿Podían recurrir a Inglaterra y a los EE.UU. por ayuda? Lamentablemente no, porque por influencia inglesa tanto los EE.UU. como otros países de Europa adoptaron una política no intervencionista. Por consiguiente, a la República no le quedaba más remedio que recurrir a Rusia por ayuda militar, y esa ayuda vino a través de la mediación del minúsculo partido comunista español. ¿Cuál fue el resultado? Una guerra civil espantosa, con armas de todo calibre de ambas potencias mundiales, para que los españoles se aniquilasen entre ellos mismos. Ese cuadro dramático terminó con la victoria del Generalísimo Francisco Franco y la restauración de todos los privilegios y exclusividades católicas anteriores a la instauración de la República.
b) La “recristianización” de España. La dictadura de Franco fue, durante todo el S. XX, la única que emergió de una guerra civil. Hubo otras dictaduras, pero ninguna salió de una guerra civil. Hubo otras guerras civiles, pero ninguna resultó de un golpe de Estado y ninguna provocó una salida reaccionaria tan violenta y duradera. Allí se vio a la Iglesia Católica obrando en contra del “bien común” por el cual tanto presume abogar, ya que la voluntad popular había sido definida en rechazar el falangismo que ella tan abiertamente apoyó. Los intereses de la “religión [presuntamente] verdadera” son, para ella, de “bien común”, ya sea que los pueblos lo entiendan o no. Por el presumido bien de un pueblo de mayoría católica pero que no quería un gobierno fascista católico sino otro pluralista y democrático, era necesario imponer ese “bien” hasta que se transformase en “común” otra vez, a fuerza de las armas y a costa de la libertad de toda una nación.
El Alzamiento Nacional pretendía poner fin—según las palabras del papa Pío XI en el mismo año en que comenzó la guerra civil—al “odio verdaderamente satánico contra Dios y contra la humanidad”. Lo que no decía Pío XI es que pretendía reemplazar ese presunto odio secular con otro odio católico tradicional contra todo lo que le negase la supremacía. En ese contexto, Pío XI envió su bendición especial “a los que se habían impuesto la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y de la Religión”. El 3 de agosto de 1937, veinte meses antes que terminase la guerra civil, el mismo papa reconoció el gobierno falangista de Franco, lo que muestra su posición definidamente interesada contra el régimen democrático legalmente establecido.
El Obispo de Solana y posterior Presidente de la Conferencia Episcopal, Monseñor Vicente Enrique y Tarancón, declaró que “es motivo también de optimismo el sabernos regidos y gobernados por un hombre providencial, que con criterio netamente católico ha dado una orientación magnífica a las leyes del Estado”. En 1937 declaró el mismo obispo que “la Acción Católica debe mirar con simpatía esta milicia y aún debe orientar hacia ella los miembros para que cumplan en sus filas con los deberes que en esta hora presente impone el patriotismo”. Los poderes políticos y religiosos unidos “pueden forjar”, según el obispo, “la España tradicionalista y católica que todos deseamos”.
¿Qué “todos deseamos”? Pero, ¿acaso no había dado su voto mayoritario el pueblo a favor del régimen que una minoría con apoyo exterior procuraba ahora derrocar? Cuando Franco recibió a la Junta Técnica de la Acción Católica, le dijo: “Es nuestra tarea, ahora, recristianizar nuestra nación”. Con esto daba a entender que el pueblo español, en su mayoría, se había descarriado, y había que ponerlo en vereda en materia religiosa. La guerra civil que iniciaría iba a ser—según lo explicó más tarde el 18 de marzo de 1940 en Jaén—el sufrimiento de una nación en un punto de su historia” impuesto por Dios como “castigo espiritual, castigo que Dios impone a una vida torcida, a una historia no limpia”.
¿De qué manera iba Franco a recristianizar España? El 29 de septiembre de 1936, decretó que la religión católica sería la única religión permitida. Según su dircurso, el estado español sería, de allí en adelante, “regido por los principios del catolicismo que constituyen los auténticos fundamentos de nuestra patria”. Toda otra religión, protestante, judía o musulmana, sería perseguida para beneplácito del clero romano. Y por si esto fuese poco, había que exterminar a todos los opositores. Esa era la mejor manera de recristianizar España, y purificar la sangre hispana de la peste que le había caído.
Gonzalo de Aguilera, terrateniente y capitán del ejército y uno de los oficiales de prensa de Franco, declaró ufano al periodista norteamericano John Whitaker: “Son como animales, ¿sabe? Y no cabe esperar que se libren del virus del bolchevismo. Al fin y al cabo, ratas y piojos son los portadores de la peste”. ¿Cómo iban a lograr la “regeneración de España”? Aguilera respondió: “Nuestro programa consiste... en exterminar un tercio de la población masculina de España. Con eso se limpiaría el país y nos desharíamos del proletariado. Además también es conveniente desde el punto de vista económico. No volverá a haber desempleo en España, ¿se da cuenta?”
Franco era así, el hombre “providencial”, el enviado de Dios, y terminó siendo para la Iglesia Católica el “centinela de Occidente”. No importaba cuántos cientos de miles muriesen en la contienda, había que salvar el catolicismo español de las fuerzas presumiblemente anticristianas que lo acosaban. Para el papado, las vidas de millones de personas valían menos que el triunfo absoluto de su imperio político-religioso. Semejante carácter genocida se basaba en su utópica creencia de que sólo mediante el imperio del bien (el catolicismo romano) sobre el del mal (el arrianismo, catarismo, protestantismo, judaísmo, socialismo, y en el momento presente el comunismo), podrá lograrse la paz y felicidad universal. Siendo que para la Iglesia Romana, el fin justifica los medios, bien valía la pena tanto sacrificio ante perspectivas presuntamente tan buenas como las que tenía. Pero en el fondo, no se trataba en el papado de otra cosa que del deseo de reinar supremamente sobre el mundo entero, un sueño que comparte indiscutiblemente con Lucifer, quien todavía aspira a ser reconocido en forma absoluta como “príncipe de este mundo” (Apoc 13:4; cf. Jn 12:31; 14:30; 11:11).
No habiendo llegado ni aún a la mitad de la guerra civil, el Episcopado español legitimó oficialmente la guerra como “cruzada por la religión cristiana [católica] y la civilización” (1937). El cardenal Gomá afirmó: “Estamos en perfecta armonía con el gobierno nacional [de Franco], que nunca emprende nada sin prestar previamente oído a mis consejos”. La Iglesia recuperó todos sus privilegios institucionales como la financiación estatal del culto y del clero, la reconstrucción de las iglesias parroquiales por cuenta del Estado, el mantenimiento de los seminarios y de las universidades privadas de la Iglesia en acuerdos que el Vaticano estableció con el gobierno de Franco. En este contexto, no debía extrañarnos que el Vaticano no participase en el acuerdo multilateral europeo promovido por Inglaterra de no intervención en la guerra civil española. Por el contrario, la Santa Sede no sólo era parte interesada en esa guerra, sino que al mismo tiempo la promovía.
Vínculo con el Vaticano después de la guerra. En agosto de 1953, catorce años después de haber terminado oficialmente la guerra civil con un saldo de medio millón de vidas, el Vaticano firmaría un concordato con el gobierno de Franco en el que se reafirmaba la confesionalidad católica del Estado. Se daba, así, una verdadera hegemonía católica, un monopolio religioso, con dictadura de militares y clérigos para imponer la unidad de la fe y la nación. Durante toda su larga dictadura, Franco impuso “la más diversa y amplia serie de reglamentaciones religiosas que se había visto en cualquier Estado occidental del S. XX”. Allí se daría “la tragedia de decenas de miles de españoles asesinados (50.000), presos y humillados, sin contar los 100.000 “rojos” que Franco ejecutó durante la contienda y los cientos de miles que murieron en los enfrentamientos de la guerra civil. 450.000 hombres, mujeres y niños buscarían refugio en Francia, con todas las penurias adicionales que les tocarían vivir posteriormente con la invasión nazi a Francia. 200.000 de esos fugitivos volverían a los meses siguientes para ser perseguidos, encarcelados, torturados y muertos.
En esa España surgida de una “guerra civil” y seguida por una “paz incivil”, se vería también “la comedia del clero paseando a Franco bajo palio y dejando para la posteridad un rosario interminable de loas y adhesiones incondicionales a uno de los muchos criminales de guerra que se han paseado victoriosos por la historia del S. XX” (Julián Casanova). Poco después de muerto Franco se levantaría un gobierno otra vez democrático y socialista que establecería el texto constitucional de 1978. ¡Tanta represión, tantos derechos humanos violados para presuntamente “recristianizar” a España! ¿Para qué? ¿Para que medio siglo después, cuando por primera vez desde la guerra civil, se diese otra oportunidad al pueblo de expresarse y volviese a hacerlo en favor del socialismo? ¡Tanto crimen! ¡Tanta miseria! ¡Tanta represión y guerra para volver a lo mismo! Era evidente que la hegemonía militar fascista y clerical del gobierno represor anterior no había logrado “recristianizar” totalmente a España, según la interpretación franquista, y que el pueblo estaba cansado otra vez de tal mixtura.
Nueve obispos destacados, dirigidos por Monseñor Marcelo González Martín, atacarían la mueva constitución de 1978 por cinco razones básicas que, en esencia, son las mismas que invoca actualmente el Vaticano contra la Constitución Europea que se está por votar. Una de ellas tiene que ver con la exclusión del nombre de Dios. También se quejaron por la falta de garantías en la formación religiosa de las instituciones educativas nacionales. En la típica hipocresía católica que defiende el derecho del niño por nacer pero mata a mansalva al ya nacido que no la reconoce, esos obispos condenaron también la aprobación del divorcio y la omisión del veto al crimen del aborto. Los nueve obispos no estuvieron sólos. El papa Juan Pablo II apoyó posteriormente esa reacción en 1995, declarando que “nunca es lícito” someterse a “una ley intrínsecamente injusta” como la que tolera el aborto y la eutanasia.
c) Declaraciones de papas y obispos. Además de la bendición del papa Pío XI al régimen franquista, el siguiente papa, Pío XII, en el año de su ascensión al pontificado romano que coincidió con el año que concluyó la guerra civil y se inició la Segunda Guerra Mundial (1939), declaró que “España... acaba de dar a los profetas del ateísmo materialista de nuestro siglo la prueba más excelsa de que por encima de todo están los valores de la religión y del espíritu”. Ya terminada la Segunda Guerra Mundial y caídos todos los fascismos europeos, menos el español, Monseñor Vicente Enrique y Tarancón evocó en 1946, el levantamiento religioso militar diciendo que “cuando sonó en nuestra patria el clarín llamando a la Cruzada... vimos a nuestros jóvenes empuñar el fusil con ilusión en sus ojos y la fe en el corazón... con espíritu de verdaderos cruzados de la religión”. “En nuestra patria, la orientación del Estado no puede ser más hermosa, ni más avanzada, ni más cristiana”.
Pío XII es considerado por muchos como el último papa de corte medieval, por su postura intransigente, beligerante y antidemocrática que sostuvo antes y durante todo su pontificado en la Santa Sede. De sus palabras se inspiró Monseñor Tarancón al referirse a los falangistas con el término de “verdaderos cruzados de la religión” católica. Según ya vimos, en octubre del año anterior (1945), el papa había expresado por radio en relación con las ceremonias de la virgen de fátima y su presunta profecía para vencer a Rusia: “No habrá neutrales... Alístense como cruzados”. El pobre papa Pío XII, conocedor de la historia papal más que de cualquiera otra historia, pensaba que podía hacer todavía como tantos antecesores suyos durante la Edad Media, que lanzaron cruzadas contra los cátaros, contra los musulmanes y contra los protestantes. Ahora le había llegado el turno al comunismo, según creía, más definidamente de la Unión Soviética.
Con el papa siguiente, Juan XXIII, se inicia en la opinión de muchos, una tendencia más liberal o que comercia, al menos, con la realidad del mundo en el que le toca vivir. ¿Qué dijo, sin embargo, Juan XXIII de la dictadura fascista de Franco en España, en una época en que el fascismo había caído en descrédito casi universal? “Franco da leyes católicas, ayuda a la iglesia, es un buen católico. ¿Qué más se quiere?” (1960).
En su típica hipocresía de siempre, previendo el fin ya cercano del largo gobierno del dictador, la Asamblea Episcopal aprobará en 1971, una resolución de solicitar un perdón público por la “parcialidad de la Iglesia” durante la guerra civil. No obstante, el clero español y el mismo papado continuarían ponderando el gobierno de Franco. En 1973 diría Monseñor José Guerra Campos, que “en ninguna otra nación de las que yo conozco... supera la iglesia y no siempre la iguala el nivel de independencia y sana cooperación mantenido en España en los últimos decenios”. En 1975, el siguiente papa, Pablo VI, confirmaría la opinión de sus tres papas predecesores sobre el dictador. “Ha hecho mucho bien a España”, según su opinión, “y ha proporcionado un desarrollo extraordinario, y una época larguísima de paz. Franco merece un final glorioso y un recuerdo digno de gratitud”.
Juan Pablo II subió a la sede romana después de la era franquista. Pero fue a México para tratar de revertir el cuadro de separación de Iglesia y Estado que la política de cuatro papas anteriores no había podido cambiar. Algo deslucidos en su vestimenta civil se vio a los principales políticos frente a la regia pompa blanca papal. Pero sus discursos ante el papa fueron expresados con claridad. Le hicieron ver que por razones históricas debía mantenerse la separación de poderes. Lo que pone nervioso al papa que cerró el segundo milenio cristiano, es el crecimiento irrefrenable de las iglesias evangélicas y adventistas en latinoamérica. Amparadas en ese principio de separación logran esos movimientos religiosos un grado de igualdad ante la ley civil para con la Iglesia Católica, que ni los presuntos papas más “humanizados” y presuntamente abiertos pueden tolerar.
d) El apoyo falangista y clerical a Hitler. Aunque Franco procuró mantener cierta independencia del nazismo alemán, su partido falangista se identificó casi sin reservas al sistema de gobierno de Hitler. Los periódicos y revistas falangistas publicaban proclamas antibolcheviques y antijudías. También se hacía la guerra a la masonería y a toda forma de manifestación democratizante y secular.
Una División Azul formada por 18.000 fanáticos voluntarios y otros trabajadores se enroló en España para unirse al ejército alemán en su invasión a Rusia. Muchos otros voluntarios debieron ser despedidos. Su misión fue entendida como una cruzada católica contra el comunismo. Antes de partir, esos cruzados pro-nazis oraron a la Virgen del Pilar, la virgen patrona de España, para triunfar contra el ateísmo. Esa virgen así endiosada probó no tener poder para responder tales oraciones, ya que la campaña nazista a Rusia terminó en el fracaso, y con los insignificantes sobrevivientes de esos voluntarios falangistas destrozados moralmente.
La División Azul de militares voluntarios falangistas—conviene repetirlo—fue una verdadera cruzada católica contra el comunismo. ¿Acaso el papa no estaba promoviendo y esperando anhelante una invasión a Rusia para acabar con el comunismo ateo? Los divisionarios grababan cruces en sus equipos y vehículos de guerra, así como nombres de santos y otros símbolos religiosos. Llevaban capellanes militares católicos prominentes (unos 20 en total), que celebraban misas y otras ceremonias religiosas antes de la batalla. En ese respecto se diferenciaban de los escuadrones de guerra alemanes que lo único que llevaban era la cruz vástica. Aún así, los cruzados católico-falangistas españoles consideraban a Hitler como el dirigente cristiano de Europa contra el ateísmo de la Unión Soviética (Spaniards and Nazi Germany..., 111-112).
Otras unidades más pequeñas de españoles se unieron a los nazis para pelear contra los Aliados en el norte de Italia y en otros lugares (Spaniards..., 210). Para Franco y los falangistas, la intromisión de los Aliados mayoritariamente protestantes en la guerra (EE.UU. e Inglaterra), era ir contra los designios divinos que pretendían ser los de destruir el comunismo ateo y catolizar toda Europa. Tales designios divinos implicaban también, en su entender, la eliminación de la democracia típicamente protestante y secular. Lo que querían Franco y la Iglesia era un retorno absoluto a los principios político-religiosos que marcaron a Europa durante toda la Edad Media.
Cuando Hitler murió en 1945, la prensa española lo homologó: “Adolfo Hitler, Hijo de la Iglesia Católica, ha muerto defendiendo el cristianismo. Es entendible que nuestra pluma no encuentre las palabras con las que deplorar su muerte, y ser capaz de exaltar su vida. Por encima de sus restos mortales se levanta su victoriosa figura moral. Con la corona del martirio, Dios le da a Hitler los laureles de la victoria”. Ecclesia, el órgano oficial de la Acción Católica Española, ponderó orgullosamente a Pío XII en 1950 por su apoyo a los regímenes fascistas, refiriéndose a “Su Santidad”, como al “mejor antidemócrata del mundo”.
Conclusión.
La España del S. XXI continúa debatiéndose entre los intentos de avanzada secular y reivindicación clerical. La Iglesia Católica no quiere perder sus privilegios, esto es, su poder en la sociedad. Se resiste a la imposición de leyes que la igualen a las demás iglesias, negando al parlamento europeo toda intervención con el argumento de que la realidad española es diferente a la de otros estados europeos. Mientras la realidad siga siendo mayoritariamente católica, aduce que no corresponde cambiar la situación actual. No puede perseguir a las otras iglesias y religiones como en la época franquista que la gobernó por cuatro décadas, porque hay un gobierno democrático y en gran medida secular que la gobierna. Pero exige reconocimientos y “libertades” que pasan por encima de las libertades de otros, argumentando conformar la mayoría.
Para muchos españoles, el legado de Franco que se hizo realidad gracias al apoyo militar nazista alemán y fascista italiano, y al estímulo y respaldo político mancomunado del Vaticano, sigue siendo interpretado como ejemplar. “Franco, héroe cristiano en la guerra”, era el título de un libro escrito en 1985. “Francisco Franco, cristiano ejemplar”, etc. ¿Cuánto tiempo tendrá que pasar hasta que España se libre de una religión arrogante y opresora, y esté dispuesta a vestirse con las verdaderas armaduras espirituales de Cristo como única fuente de su legitimidad, sin recurrir a las armas de este mundo? Una nación se purifica no por las armas de una guerra civil y militar, sino por su conversión pura y límpida—esto es, sin compulsiones políticas de ninguna clase—a la cruz del Hijo de Dios.
En la historia de España en el S. XX, encontramos otra vez las tantas veces repetida doble moral del papado. Mientras que por un lado pretende reconocimientos políticos y privilegios exclusivos, basándose en la mayoría de la población de confesión católica, por el otro pisotea la voluntad de esa mayoría cuando su voto le es adverso. Esa misma doble política la vemos en la actualidad, en el mismo S. XXI. Requiere los mismos derechos que las demás religiones mayoritarias en los países donde es minoría, pero no está dispuesta a conceder la misma igualdad donde ella es mayoría. En su habitual doble lenguaje, declara no requerir en Europa y en América Latina “privilegios que no le sean propios”. ¿Cuáles privilegios no le son propios? O mejor aún, ¿cuáles le son propios? Los que le dan un reconocimiento oficial en las constituciones de los países y continentes (lo que implica la imposición de sus días de fiesta por ley), el apoyo que siempre exigió a su sistema de enseñanza y aún el pago del clero por parte del Estado. En otras palabras, esos privilegios que le pertenecen por voluntad divina, según lo entiende, tienen que ver con la confesionalidad del Estado.
Independientemente de qué clase de gobierno se levante en cualquier país, el Vaticano quiere obtener los mismos derechos que siempre exigió la Iglesia Romana como señora de los reinos cristianos que la cortejaban durante los siglos de opresión religiosa medieval. Si en la actualidad busca asociar a sus reclamos a las iglesias tradicionales mayoritarias en otros países de Europa, es porque capta que no tiene el poder político que aspira a tener todavía, y necesita el apoyo de esas otras iglesias estatales como el Protestantismo europeo y la Ortodoxia oriental. Una vez que logre el reconocimiento religioso y político que busca, ¿qué impedirá que intente otra vez hacer lo que hizo a través de Franco en España, con sus típicos métodos de represión contra todo lo que no se ajuste a los dogmas respaldados por ley de los estados que la sostengan?
España está otra vez bajo un líder socialista (2004), quien es acusado indirectamente por los obispos católicos de haber cedido al chantaje del terrorismo. Su abuelo fue fusilado por Franco como militante socialista. El papa le notificó que la Iglesia iba a orar por él como lo hace por cada gobierno. Esa última aclaración no hubiera sido necesaria en el caso de que el partido más conservador anterior hubiese ganado las elecciones. Es de imaginarse la preocupación de Juan Pablo II por semejante cambio de gobierno en España, en momentos en que se apresta a dar su último golpe de gracia para que la Comunidad Europea termine mencionando las “raíces cristianas” medievales en su Constitución. Aznar había dado ya su consentimiento a un reconocimiento tal, pero no es seguro que el nuevo jefe de gobierno lo haga. De todas maneras, el recientemente reelecto Putin de Rusia ha tranquilizado al Vaticano haciéndole ver que va a apoyar la unión de las iglesias—principalmente ortodoxa y católica—así como a la inclusión de esas “raíces cristianas” en esa Constitución, querida también por la Iglesia de Rusia (Zenit, 19 de marzo, 2004).
El Generalísimo Francisco Franco tuvo en Sudamérica otros admiradores que buscaron seguir su ejemplo y encontraron, en su momento, protección en su gobierno. Esto es lo que corresponde ahora considerar, para ver hasta qué punto la Iglesia volvió a militarizarse y a buscar la supremacía en el nuevo continente, más definidamente hacia el final de la década de los 70, cuando la era franquista llegaba a su fin en el viejo continente.
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