Alberto Treiyer
Doctor en Teología
La cauterización de la conciencia mediante la confesión auricular.
Durante la Edad Media el papado había dado la orden
de que dos sacerdotes participasen en la aplicación de la tortura
infligida por el Santo Oficio de la Inquisición. Cuando uno de los
sacerdotes se sentía afectado en su conciencia por el dolor y la
angustia que producía, el otro debía estar a su lado para absolverlo. En
la confesión privada al sacerdote, los hijos—repitámoslo, criminales
oficialmente reconocidos como católicos y jamás condenados por su Santa
Madre Iglesia—liberaban su alma sin necesidad de cambiar de conducta. Lo
que llevaban a cabo era terrible, sí, pero alguien tenía que hacer esa
obra, un mal necesario con el fin de limpiar la sociedad y lograr un
estadio mejor. Así pretendía la Iglesia cumplir con su misión de rectora
del orden público y social, en su pretensión de lograr una sociedad
perfecta y libre de “residuos” de pecado.
Algunos se sorprenden que en Madrid, bajo los
momentos de mayor predominio de la Inquisición medieval, hubiese 800
burdeles o casas de prostitución. Los turistas y comerciantes de otros
países europeos contemporáneos confirmaban que España revelaba la moral
más baja del continente. ¿Cómo era posible eso? ¿Acaso no pretendían los
Inquisidores ser los rectores y censores de la moral pública? Los
especialistas del Santo Oficio han llegado a la convicción de que esa
realidad se explica por el confesionario. Por contradictorio que
parezca, para los Inquisidores no estaba mal ejercer la prostitución
mientras se reconociese en la confesión privada que ese acto era malo.
El problema comenzaba cuando las mujeres de mal vivir no se confesaban
regularmente, despertando la sospecha inquisidora de pensar que lo que
hacían estaba bien. Siendo que la confesión es privada, el mundo
exterior no necesitaba enterarse de esas confesiones personales, y ellas
podían continuar con su ministerio sexual cobrado con toda impunidad y
libertad.
La Iglesia Católica es un mito. Rituales mágicos
llevan a cabo los católicos constantemente como una especie de
encomendación a Dios. Así, para cualquier cosa los fieles se santiguan
con la señal de la cruz, desgranan rosarios repitiendo frases mecánicas,
sin ser conducidos a una real contrición. La liberación del alma de la
carga del pecado—si de liberación se trata—se resuelve mediante una
transacción que le permite al pecador, aún al criminal, acabar con sus
problemas recurriendo a la mentira, al fraude y también al asesinato. En
lugar de restituir el crimen compensando a las víctimas o a sus
parientes de alguna manera, con real dolor por el pecado, los criminales
católicos pueden recurrir a tantos otros subterfugios como las
indulgencias y penitencias que el sacerdote confesor les ofrece y
encomienda en privado, para que no tengan mas nada que ver con el mal
que causaron. Si para colmo de bienes, se es una autoridad política o
militar reconocida y distinguida, podrá conseguirse fácilmente un
confesor más benigno que le indique una penitencia más condescendiente y
acorde a su elevada vocación.
E. de White escribió lo siguiente, antes de darse los
genocidios clero-fascistas de los millones de inocentes que anticipó,
según ya vimos, para el S. XX: “El reclamo de la Iglesia de tener
autoridad para perdonar pecados conduce a los católicos a sentirse
libres para pecar... Esta confesión degradante de hombre a hombre es la
fuente secreta de la cual ha brotado la mayor parte del mal que está
contaminando al mundo y preparándolo para la destrucción final. Aún así,
para los que aman la complacencia propia les es más placentero
confesarse a un compañero mortal que abrir el alma a Dios. Es más
agradable para la naturaleza humana hacer penitencia que renunciar al
pecado; es más fácil mortificar la carne con golpes, ortigas y cadenas
mortificantes que crucificar los deseos de la carne. Pesado es el yugo
que el corazón carnal está dispuesto a llevar antes que someterse al
yugo de Cristo” (GC, 568-569).
Llama la atención también la mentira tan descarada de
los jerarcas de la Iglesia Católica, aún de la Santa Sede, cuando
aducen no haberse enterado de todos los crímenes que sus hijos
cometieron. ¿Cómo no iban a enterarse de los crímenes que ella misma
suscitó mediante sus representantes más elevados, si contaron además,
con el sistema de espionaje internacional más grande de la historia que
nace en el acto de la confesión? Ningún otro poder sobre la tierra
cuenta con un método tan efectivo para enterarse de lo que ocurre en
tantos lugares de la tierra como el que posee la Santa Sede en el
Vaticano y en todas sus sucursales sobre toda la tierra.
El problema fundamental: la lucha por la supremacía.
Es cierto que ciertas creencias fundamentales de la
fe católica, como el sacramento de la penitencia, el purgatorio y el
infierno eterno han dado lugar, como acabamos de ver, a los más grandes
genocidios de la historia. Pero hay una razón, una causa principal que
la ha llevado siempre a la intolerancia. Se encuentra en la pretensión
de haberle sido conferida al papa de Roma la primacía de Pedro. Esa
primacía busca obtenerla, a su vez, sobre el mundo entero, ya que se
considera a sí mismo como símbolo de la unidad que Cristo requirió de la
Iglesia. De allí tantos títulos blasfemos que lo llevan a creer que
ocupa el lugar de Dios hasta para perdonar pecados, poner y quitar
reyes, cambiar la ley de Dios, etc.
Las mayores masacres promovidas y requeridas por el
papado Romano en la Edad Media, se dieron contra todos los que no lo
reconocieron como soberano del mundo. Esto se debe a que el afán de
supremacía, de ser el más grande, es insaciable. Unicamente puede ser
curado por la sangre del Cordero, a los pies de la cruz.
De una manera equivalente obraron también los
emperadores que antecedieron al obispo de Roma. Así, de Nimrod se dice
que fue el primer emperador del mundo (Gén 10:18). El construyó
Babilonia, Asiria, y otros grandes imperios antiguos. Nabucodonosor, el
gran emperador de la época neo-babilónica, declaró orgulloso antes de
ser humillado por la Deidad: “¿No es esta la gran Babilonia que yo
edifiqué con mi fuerza de mi poder... para gloria de mi grandeza?” (Dan
4:30).
Tanto el rey de Babilonia como Ciro, una vez que
entró en Babilonia, fueron adorados como sumo pontífices (Deux
Babilones..., 20, 320-321).
“El gran rey [persa] era el dueño absoluto del
poder..., el sumo dios sobre la tierra... ante él se debía prosternar
hasta los pies, poniendo el rostro contra la tierra” (A. Tovar, Historia
del Antiguo Oriente).
Alejandro Magno, el famoso emperador de Grecia,
también “se convirtió en la encarnación viviente de la divinidad..., y
pretendió de los suyos la proskynésis...” (A. Concha, Alejandro el
Grande (1985), 85). Cuando llegaron los romanos, los césares se apoyaron
“en las auctoritas..., en su poder sacrosanto de pontíficex maximus... y
en la ascendencia divina” (J. M. Solana, Gran Historia Universal, 174).
“Situaron sus estatuas en
los templos y plazas de Roma, junto a las de los dioses...” (ibid,
176-177). Véase A. Diestre Gil, *
El primer emperador cristiano, Constantino, no
abandonó las formulaciones gubernamentales de los césares que le daban
honores divinos. Por el contrario, “reconstruyó el culto imperial” de
tal manera que fuese aceptado nominalmente aún por el cristianismo
romano (A. Kee, Constantino contra Cristo, 181). A los títulos ya usados
por sus antepasados de Augusto, Pontíficex Maximus, Imperator perpetuo,
Pater Patriae, Constantino agregó el de Vicario de Cristo, Obispo de
los obispos, Representante del unigénito Logos. De esta manera llevó el
absolutismo a su apogeo, implementándolo con un ceremonial tendiente a
destacar el carácter divino del emperador. En ese ceremonial se
destacaba su túnica de oro, la diadema y la proskynésis (adoración de
rodillas).
El papado romano heredó, además de los títulos
imperiales, ese ceremonial que requería que le besasen sus pies mediante
la proskynesis. Sumó para sí también los títulos de Vicario de Dios,
pero ahora aplicado en forma exclusiva a su cargo. Otros títulos
blasfemos fueron el que usa aún hoy de Santo Padre (véase Mat 23:9; Jn
1:12-13), Su Santidad (Apoc 15:4; 1 Tim 1:15-16). No de balde la
profecía apocalíptica anticipaba que el anticristo romano y medieval iba
a usar “títulos blasfemos” (Apoc 13:7; 17:3).
.
Una entidad que pretende imponerse sobre toda la
tierra con semejantes títulos, y creyéndose aún infalible, no puede
permanecer sin recurrir a la intolerancia, muerte y genocidio. ¿Por qué
razón? Porque a nadie le gusta que lo atropellen, que le arrebaten su
libertad. Y para poder imponer reconocimientos omnímodos de orden
divino, tales poderes absolutistas deben recurrir a la fuerza.
¿Dónde se encuentra la fuente de semejante
inspiración absolutista? En Lucifer. De allí que Jesús lo desenmascaró
como siendo mentiroso y asesino desde el principio (Juan 8:44). Estas
dos características iban a destacarse en el anticristo romano, según la
predicción del apóstol Juan en el Apocalipsis (Apoc 13:7, véase 13-15).
Esa será siempre la tendencia de todo aquel que busque reconocimientos
humanos supremos (Apoc 13:3,8). La única forma de obtenerlos es a
expensas de los derechos de los demás, mediante un dominio absoluto y
opresivo sobre todos los que pueda poner bajo su autoridad.
Dice la Biblia que Lucifer, ese ángel exaltado,
procuró ocupar el lugar de Dios y sentarse por encima de Dios mismo (Isa
14:12). Ese espíritu de supremacía lo transmite a todos los que procura
engañar, no admitiendo sombra alguna, y pasando por encima de todos
cuantos pueda someter bajo su yugo. Ya a nuestros primeros padres les
hizo creer que iban a ser
“como Dios” (Gén 3:4-5). “El orgullo de su propia gloria le hizo desear la supremacía” (CS, 549).
- ¡Cuán diferente fue el espíritu del Señor! “Se vio
que mientras Lucifer había abierto la puerta al pecado debido a su sed
de honores y supremacía Cristo, para destruir el pecado, se había
humillado y hecho obediente hasta la muerte” (CS, 557). Por tal razón,
el apóstol Pablo exortó a poseer su mismo Espíritu, tan contrastante con
el que dejó y continúa dejando su presunto Vicario romano aquí en la
tierra. “Haya en vosotros el mismo sentir que hubo en Cristo Jesús.
Quien, aunque era de condición divina, no quiso aferrarse a su igualdad
con Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomó la condición de siervo, y
se hizo semejante a los hombres. Y al tomar la condición de hombre, se
humilló a sí mismo, y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de
cruz” (Filip 2:4-8).
Todo el que desee gloria y honra debe pasar por la
experiencia de humildad y abnegación del Hijo de Dios. La exaltación de
Jesús a la diestra del Padre pudo tener efecto gracias a que demostró su
completa entrega para salvar al hombre, aún a costa del oprobio y la
vergüenza a la que fue expuesto tan ingratamente en la tierra. “Por eso
Dios también
lo exaltó hasta lo sumo, y le dio un Nombre que es
sobre todo nombre, para que, en el Nombre de Jesús se doble toda rodilla
de los que están en el cielo, en la tierra, y debajo de la tierra, y
toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para la gloria de Dios
el Padre” (Filip 2:9-11).
El que quiera gloria y honor debe aprender primero
las lecciones de humildad del Hijo de Dios. Esa gloria y ese honor
vendrán, pero en el mundo venidero, cuando el Señor llame a sus fieles a
ser junto con su Hijo, “reyes y sacerdotes” para compartir con el
universo entero su gratitud por la redención efectuada a tan alto costo.
De allí que dice el canto que ya cantaban antiguamente en los días de
Pablo: “Si morimos con él, también viviremos con él. Si sufrimos aquí,
también reinaremos allá con él” (2 Tim 2:11-12). Reinaremos sobre el
pecado que no se enseñoreará nunca más de nosotros (Rom 6:14).
Recuperaremos nuestra soberanía y control gracias a la sangre preciosa
de nuestro Señor que nos redimió.
“¡Oh, tú, torre del rebaño! A ti te será devuelto el
dominio anterior” (Miq 4:8). “Y el reino, el dominio y la majestad de
los reinos debajo de todo el cielo, serán dados al pueblo de los santos
del Altísimo; cuyo reino [el del Altísimo] es reino eterno, y todos los
dominios le servirán y obedecerán” (Dan 7:27). “Reinarán para siempre”
(Apoc 22:5).
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