lunes, 18 de abril de 2016

ESTADO Y CIUDADANO

SUMARIO
1. Concepto de Estado y su evolución histórica:
1.
Precisión de algunas distinciones;
2. Evolución del Estado moderno: del Estado liberal al Estado social. 
II. Estado y ciudadanos hoy. 
III. Aportación del magisterio eclesiástico a la refexión sobre el Estado y sobre las relaciones Estado-ciudadanos:
1.
La doctrina socio-política de León XIII;
2. Estado y ciudadanos en la doctrina social de Pío XI;
3. Derechos del hombre y democracia política en la
enseñanza social de Pío XII;
4. Derechos del ciudadano y comunidad política en el mensaje de Juan XXIII;
5. Estado y ciudadanos en el Vat. II.
6. Ciudadanos y Estado en el magisterio posconciliar. 
IV. Reflexión teológico-moral sobre la relación Estado-ciudadanos. 
V. Problemática actual:
1.
El clima de secularización;
2. Ciudadano y cristiano en el Estado moderno: Aportación del cristiano a la superación de la crisis del Estado contemporáneo.

I. Concepto de Estado y su evolución histórica
El nombre de Estado (generalizado ya en todas las lenguas), igual que la realidad expresada por el término, no hace referencia a un concepto universal, sino que está ligado a acontecimientos bastante cercanos a nosotros; en efecto, connota una forma de ordenamiento político surgida alrededor del siglo xlli y que fue afirmándose hasta nuestros días, pasando a través de evoluciones y diferencias nada despreciables. Mientras que la idea y la realidad de comunidad política constituyen algo antiguo y primordial, que encuentra expresiones y encarnaciones históricas muy diversas y aún sin concluir, la palabra Estado indica el orden estable de un pueblo, formado por ciudadanos que son sus miembros, los cuales residen en un territorio bajo una suprema autoridad efectiva que, según la conocida teoría de Max Weber, ejerce el monopolio de la fuerza legítima. No es éste el lugar apropiado para resumir los análisis del derecho público respecto a los elementos constitutivos del Estado moderno (territorio, pueblo, autoridad soberana). En cambio será oportuno ilustrar algunas expresiones que se repiten corrientemente al hablar de Estado y revisar las etapas evolutivas del Estado moderno.
1. PRECISIÓN DE ALGUNAS DISTINCIONES. Una distinción bastante común separa (y a veces opone) el Estado-aparato (llamado también Estado-legal, Estado-gobierno o Estado-persona) del Estado-real o Estado-comunidad. La primera locución (Estado-aparato) connota a los representantes del poder legal y a los órganos directivos del Estado. En cambio, con Estado-comunidad se significa a los ciudadanos miembros de la comunidad política y a los grupos en que se articula la sociedad civil: familias y grupos intermedios -para usar una expresión predilecta del catolicismo socio-políticoconstituyen una realidad de gran relieve, no derivada del Estado, que este último debe respetar y cuyos derechos ha de garantizar con un ordenamiento jurídico apropiado y dinámico.
Con el término ciudadano se designaba en el pasado al habitante de la civitas y luego a la población urbana, masculina y libre. Hoy, tras la gran difusión del término después de la revolución francesa, éste califica a toda persona perteneciente a un determinado Estado con un conjunto de iguales derechos y deberes que le atribuye la constitución y le garantizan las leyes. Después de las famosas declaraciones de los derechos de los siglos pasados hasta la Declaración de 1948, han tenido lugar -en contextos conceptuales y sociales muy diversos- muchas otras declaraciones de derechos de los ciudadanos, encaminadas a proteger a los sujetos marginados o más expuestos al peligro de abusos: niños, ancianos, enfermos, trabajadores [! Derechos del hombre].
Hoy no es tan relevante el hecho de la pertenencia formal a un Estado y el disfrute de los derechos de libertad (que declaran al ciudadano depositario y fuente de la soberanía) cuanto la posibilidad real de poder disfrutar de los derechos sociales. Entre éstos destaca al presente el derecho a participar efectivamente [1 Participación] en la gestión de la cosa pública también por parte de los sujetos marginados Góvenes, trabajadores, mujeres), que generalmente no ejercen ningún protagonismo político activo. Más que la cuestión de la legitimación del poder político -que durante mucho tiempo ha atraído la atención de filósofos, juristas y politólogos-, el problema actualmente más vivo es el de la representación política tanto de los sujetos marginales como de los mundos vitales (artísticos, intelectuales, deportivos, étnicos y religiosos), también ellos a menudo significativamente marginales para la política.
La legitimidad del poder político deja de ser solamente formal cuando ese poder pertenece efectivamente de algún modo también a los ciudadanos que gozan de una representación, incluso numéricamente significativa, en la gestión política. En este sentido se distingue la democracia formal, que a menudo es sólo indirecta, de la democracia sustancial, que se vale también de formas de democracia directa, como los referéndum y nuevas formas de autoorganización. A1 presente se advierte también la exigencia de que los ciudadanos, y en particular los sujetos marginales, no agoten su compromiso en lo social (considerado siempre bueno) evitando el área política (pensada siempre como mala), sino que adviertan la estrecha correlación existente entre social y político, entre sociedad civil y Estado:
2. EVOLUCIÓN DEL ESTADO MODERNO: DEL ESTADO LIBERAL AL ESTADO SOCIAL. La estructura social denominada Estado se ha realizado a través de un largo y complejo proceso histórico que se inició con la disolución del Sacro Imperio Romano y llevó a la afirmación independiente y hegemónica de núcleos territoriales particulares. Pero el Estado indica no sólo la estabilidad territorial, sino sobre todo la persistencia jurídicopolítico-social de una comunidad. El Estado, a partir de la segunda mitad del siglo xvl, según las intuiciones de Maquiavelo (que fue el primero en hacer uso del término Estado), se ha venido afirmando como Estado absoluto, regido por la razón de Estado. La teorización del Estado-poder que, cualquiera que sea su forma, origen y dimensión, busca su continuo incremento y consolidación a costa de cualquier otra finalidad (bien común y servicio de las personas) y, despreciando el derecho y la moral, alcanzó su culminación en la cultura alemana del siglo xIx y de principios del xx (Hegel, Ranke, Treitscke, Meineke). Sin embargo, no es lícito ignorar que el Estado moderno, a través de su estructura organizativa unitaria, ha intentado también perseguir otros fines, además de su propia afirmación: paz interna del país, eliminación de los conflictos sociales, normalización de las relaciones de fuerza, y todo esto a través del ejercicio monopolista del poder. Las principales fases de desarrollo que han caracterizado al Estado moderno, después del ocaso de los Estados absolutos, pasan del Estado liberal-burgués para llegar -concluidos trágicamente los últimos intentos de organizar Estados absolutistas y totalitarios- al Estado social (o Welfare State), que actualmente está en crisis y abierto a nuevas formas de desarrollo.
El Estado liberal-burgués se inspiraba en la ideología económica del liberalismo y representaba a las clases capitalistas, hegemónicas y dominantes. Caracterizado por un sufragio electoral muy reducido (pues se excluía del voto tanto a las mujeres como a aquellos ciudadanos que no hubiesen alcanzado una determinada renta económica), semejante forma de Estado se limitaba a garantizar las reglas del juego en las que se inspira el sistema económico liberal, absteniéndose de toda intervención que pudiese turbar el mecanismo de la libre concurrencia.
La ideología liberal de la "mano invisible" excluía la intervención del Estado en el campo económico por considerar que el resorte del interés privado terminaría aportando un bienestar económico universal. Sin embargo, el mercado libre, autorregulado, condujo también a graves fenómenos patológicos (explotación obrera, regímenes monopolistas, injusticias estructurales, desigualdades gravísimas en la distribución de la renta y crisis reiteradas). Sobre todo el gran desequilibrio económico de 1929 indujo a reflexiones económico-políticas (teorizadas por Keynes), que desembocan en el Estado de bienestar.
Hay que añadir, sin embargo, que el Estado liberal-burgués se configuraba también como Estado de derecho, pues fijaba por ley los derechos y deberes de los ciudadanos y, a través del dispositivo de la distinción de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial), tendía a limitar los ámbitos de ejercicio de la autoridad y a frenar todo arbitrio. Aunque muy formal y restringida, la democracia estaba, pues, presente en el Estado liberal, pero era funcional para las clases burguesas entonces hegemónicas.
La progresiva extensión del sufragio electoral, la maduración de la conciencia democrática y la aparición de otras clases o capas han contribuido a la formación de estructuras estatales más democráticas. Sin embargo, la evolución no ha sido ni continua ni unívoca. Limitándonos al ámbito europeo, hay que recordar el Estado colectivista, que deroga el mercado libre o, cuanto menos, lo somete al control de la colectividad, organizada en partido único que administra el Estado y la economía. Después de la guerra de 1914-1918, mientras el Estado moderno de inspiración liberal entraba en crisis, tuvieron lugar los últimos intentos de organización totalitaria del Estado (fascismo, nazismo y comunismo de inspiración staliniana). Justamente estas degeneraciones son las que, terminada la segunda guerra mundial (1945), llevan al nacimiento de una nueva forma de Estado. Hoy éste tiende a adquirir nuevos consensos, reconstruyendo derechos de libertad y derechos sociales (como ocurre en las constituciones italiana y alemana), para responder a las necesidades de las clases subalternas emergentes, proponiéndose como fin el bienestar en función de un proceso progresivo e indefinido de integración social.
Así pues, el Estado social mira a conjugar democracia política (en formas dinámicas y abiertas) y democracia económica y participativa, pero pasando a su vez a través de distintas fases: Estado asistencial, Estado asegurador, Estado emprendedor, y así sucesivamente. Llamado también Estado de bienestar o Estado-providencia, se caracteriza por una serie de normas y procedimientos que intentan organizar la intervención estatal en ámbitos sociales cada vez más numerosos. El- Estado social no se limita a hacer de perro guardián de la propiedad privada y a tutelar el libre despliegue de la actividad económica de los beati possidentes, sino que hace de intérprete de otros valores (juzgados por la teoría económica clásica extraeconómicos y denominados "externalidades" o bienes intangibles e inconmensurables, porque no pueden traducirse en mercancías de intercambio monetario): justicia distributiva y social, seguridad de todos los ciudadanos independientemente de su posición socio-económica, pleno empleo, tutela de la salud desde la cuna a la sepultura. Bienes que, en la sensibilidad actual, entran como internos en la concepción del bienestar y del mismo rédito, cuando se quieren superar concepciones meramente cuantitativas del desarrollo, cerradas a los ideales hoy emergentes de la calidad de la vida y del ambiente, de los bienes culturales y similares.
El paso del Estado democrático tradicional al Estado social se ha producido, al decir de los historiadores, gracias a dos importantes factores: el crecimiento de la riqueza y la revolución keynesiana. Las grandes innovaciones tecnológicas han incrementado (en el norte del planeta, si bien en formas desiguales) la disponibilidad de los recursos; las teorías económicas de Keynes han llevado a la liquidación de la política económica del laisser faire liberal y al nacimiento de una nueva política económica, que asigna al Estado una función económica central en orden a las siguientes finalidades: El favorecer la propensión al consumo a través del instrumento fiscal; El incentivar la demanda con inversiones; 0 tender a una política de pleno empleo de las fuerzas de trabajo existentes.
La obra de Keynes es considerada como la plataforma científica en que se apoya el Estado del bienestar occidental y su filosofía. Exigencias de eficiencia y productividad chocan con las de la justicia distributiva. A juicio de no pocos observadores, el Estado social representaría el precipitado histórico de una verdadera y auténtica revolución cultural, el paso lógico y necesario de la democracia formal a la socio-económica, y por tanto sustancial. Por el hecho de ser ciudadano, todo hombre que vive en un determinado ámbito político tiene derecho a ver satisfechas sus exigencias esenciales de trabajo, casa, instrucción, sanidad y bienestar. Tiene, por tanto, el derecho a utilizar todos los servicios dispuestos por el Estado social, pero tiene también el deber respectivo de corresponsabilidad en el uso y en el progresivo perfeccionamiento de los mismos.
Sin embargo, no todos están de acuerdo en esta valoración positiva del Estado social e intentan establecer las razones por las cuales ha entrado en crisis dando entrada en nuestros días a un revival de concepciones estatales neoliberales, inspiradas en la "derregulación", es decir, en la superación de los vínculos expresivos de las leyes sociales y costes relativos que han llevado al endeudamiento creciente del Estado.
La pregunta que se formula es la siguiente: ¿Qué representa el Estado social? ¿Es la racionalización del Estado democrático liberal y del capitalismo económico, o bien (como piensan Hayek, Mises, Roepke, Friedman) constituye una amenaza a las libertades individuales y una cesión peligrosa al Estado colectivista, que termina frenando la eficiencia del sistema y la expansión económica?
En otros términos, se pregunta si el paso del Estado democrático liberal al Estado social constituye un desarrollo de gérmenes presentes en las estructuras y en los principios del Estado democrático tradicional, o bien un salto contradictorio; todo esto es objeto de debate en la abundante literatura que ha acompañado al surgir y al ocaso del Welfare State.
El Estado social, en efecto, a partir de principios de los años setenta, ha comenzado a declinar. La demanda de intervenciones estatales por parte de ciudadanos y de grupos (de carácter neocorporativo) ha sido tan amplia e insistente que el Estado se ha encontrado en la imposibilidad de responder a ella, perdiendo así aquel consenso que le provenía de haber cargado con las cargas y los costes sociales del sistema económico capitalista y de las nuevas políticas de desarrollo, hechas posibles por las grandes innovaciones tecnológicas.
Por eso, según algunos, la crisis y la caída del Estado social en cuanto funcional de la economía capitalista deben ser saludadas como acontecimiento positivo; otros, en cambio, estiman que, superando las concepciones paternalistas y asistencialistas que le han caracterizado, la intuición de fondo del Estado social (fusión de la democracia política con la democracia económica) debe ser mantenida y vivificada con la filosofía de la l solidaridad. Mientras- que el- asistencialismo diluye al ciudadano en el usuario, la relación personal en la impersonalidad de la burocracia, la participación política en el cálculo del poder numérico y chantajista del voto, la solidaridad pone en evidencia la posibilidad de una perspectiva abierta a la colaboración no particularista, sino respetuosa de los individuos (cf Di NICOLA, Gli emarginati dalla política, 31).
Para resolver las crisis del Estado del bienestar, que en cierta medida coincide con la crisis de la ingobernabilidad, se intentan nuevas vías: recuperación neoliberal por parte de aquellos aparatos estatales que juzgan fallido el experimento del Welfare State y recurso, en cambio, a otros expedientes para relanzarlo, corrigiendo las desviaciones neocorporatmas de su última fase.
Entran en esta perspectiva: - el retorno a la selectividad, es decir, a intervenciones ordenadas a sujetos verdaderamente necesitados, sin inútiles dispendios de recursos; - la privatización de algunos servicios públicos; - una mayor atención a los "mundos vitales" y a la relación entre país legal y país real; - la preparación de la transición del Welfare State al Welfare Society, a una sociedad del bienestar más autodirigida y autorresponsabilizada: "Y esto mediante las reformas profundas, encontrando el sentido auténtico del Estado, sin el desmantelamiento indiscriminado de programas sociales, sin la instauración de un puro neoliberalismo o de un nuevo estatalismo centralizador. Porque un verdadero Estado social, o bien un Estado funcional a la sociedad, sigue siendo una meta que es preciso alcanzar" (Toso, Chiesa e Wefare State, 32; con preciosas indicaciones bibl. sobre el Estado del bienestar.
II. Estado y ciudadanos hoy
Ya antes han aflorado problemas, desengaños y' aspiraciones que la relación entre Estado y ciudadanos pone de manifiesto. La existencia de una crisis de relación parece evidente; si bien reducido y, según se espera, en vías de superación, el fenómeno del terrorismo y del apoyo que éste ha encontrado en varios niveles es un síntoma de disenso fortísimo y radical frente al Estado; éste es denunciado como Estado neocapitalista y de las multinacionales, y por eso se le hiere en el corazón en las personas que mejor les representan. No obstante siguen presentes formas extendidas de disenso y de indiferencia entre país real y país legal: la participación en el voto en los países europeos es generalmente escasa y el partido de los abstencionistas alcanza cotas cada vez más elevadas; crisis de consenso y de disenso se entrelazan. E1 que había dado su asentimiento al aparato estatal en la confianza de que éste, inspirado en principios de socialidad, fomentase voluntad política y dispusiese de instrumentos idóneos para conjugar democracia política (derechos de libertad) y democracia económica (derechos sociales) ha quedado decepcionado. Los que ayer daban su consenso denuncian al presente una crisis de inmoralidad política, insuficiencias culpables y retrasos en la administración alta y baja y en particular en el ejercicio de la magistratura (cf AA.VV., Giustizia e stato, en fl Tetto, 1986, nn. 136-137).
Existe también una crisis de disenso que atraviesa sobre todo el área marxista. La hipótesis originaria del declive y fin del Estado (visto como supraestructura de una sociedad clasista) con la realización del comunismo, y por tanto de la superación de la propiedad privada de los medios de producción, no se ha llevado a cabo. Es más, ha ocurrido precisamente lo contrario, pues en los países del socialismo real el Estado se ha convertido en más fuerte y totalizante en sus intervenciones que nunca. La esperanza de una revolución y de una separación de las estructuras estatales en los paises occidentales han desaparecido prácticamente, cediendo el paso a progresivas aperturas a formas de democracia y también de compromiso bastante llamativo con ideologías- consumistas, y a progresivas aceptaciones de los modelos de desarrollo hegemónicos. Por eso asistimos a una homogeneización político-social y cultural que afecta a los "sistemas opuestos" bajo el signo del pensamiento débil y de la tolerancia.
No hay que olvidar, sin embargo, en el actual clima cultural, la reaparición de concepciones fuertes frente a la política y al Estado, típicas del pensamiento negativo de las nuevas derechas, inspiradas en la politología de Karl Schmitt y revisadas, entre otros, por Alain de Benoist. Estado y política son asumidos dentro de nuevas categorías, a saber: en la óptica del necesario contraste entre amigo y enemigo, considerado elemento constitutivo de la politicidad (cf I. MANCINI, II pensiero negativo e la nuova destra, Mondadori, Milán 1983, 115-173).
Un atento estudio de la variada y mudable condición juvenil representa un dato importante para identificar mejor el clima de las relaciones existentes hoy entre Estado y ciudadanos; junto con actitudes de resignación, de indiferencia o de praxis utilitaria frente al Estado, pueden observarse comportamientos de signo diverso: si bien la participación directa en la vida política del Estado y la militancia de partido son muy reducidas, en algunas zonas juveniles el interés por lo social va en aumento (como lo demuestra la dimensión numérica y cualitativa del l voluntariado), y sobre todo está en aumento la atención a la paz, a los derechos humanos, a la calidad de vida y del ambiente. La participación de los jóvenes en la ONG (Organizaciones no gubernativas) y en la objeción de conciencia al servicio militar contribuye activamente a la reconsideración de la soberanía política cerrada y hace sentir la urgente necesidad de superar las estrechas miras de las barreras nacionalistas y de los etnocentrismos para abrirse a los horizontes planetarios de la solidaridad y de la paz, entendida como verificación de la ética política, sentido de la política y su profecía (cf AA.VV., La pace profezia delta política).
A nivel de estudio hay que señalar, en orden a una relación más correcta entre Estado y ciudadanos, el renacido interés por las aportaciones de Tocqueville a la democracia y a la recuperación y profundización del tema de la justicia. Aunque estas investigaciones presentan limitaciones, ya que se insertan en horizontes neocontractualistas y neoutilitaristas, sin embargo son un signo importante de comprensión de los motivos profundos de la crisis del Estado, que no es solamente técnica, sino también ética. El aliento moral y la tendencia a la justicia distributiva y social son indispensables para que el Estado, convertido en tutor de intereses particulares, a menudo de clientela, y productor de un haz de respuestas parciales, vuelva a ser portador de normas enerales y de garantías válidas para todos.
A este fin, para adquirir nuevamente consensos perdidos, el Estado, además de revisar ordenamientos jurídicos y de perfeccionar instrumentos operativos, lejos de cerrarse en un ,,obrar estratégico", debe abrirse al "obrar comunicativo". Mientras que el primero mira a la pura afirmación de los intereses propios, intentando influir en el otro pero sin aceptar sus razones, el obrar comunicativo busca el consenso a través del diálogo, el entendimiento y la comprensión. Una política auténticamente democrática no puede prescindir de la ética del diálogo (cf J. HABERMAS, Teoría de la acción comunitaria, Cátedra, Madrid 1989).
III. Aportación del magisterio eclesiástico a la reflexión sobre el Estado y sobre las relaciones Estado-ciudadanos
El actual debate sobre el Welfare State y el intento de legitimarlo en términos de justicia solidaria y como etapa intermedia en orden al tránsito a una sociedad del bienestar adecuadamente responsabilizada, fácilmente deja ver que la Iglesia, en su largo l magisterio social, ha tenido y tiene algo muy significativo que decir al respecto. Alguien ha intentado demostrarlo concretamente, pasando revista a las encíclicas sociales de los papas (cf Toso, en bibl.). Consideramos oportuno revisar ese magisterio en una óptica más amplia, teniendo presentes los contextos históricos en los que se elaboró y los límites consiguientes que le caracterizan. Es igualmente necesario consignar que la doctrina social de la Iglesia tiene precedentes no sólo en su peculiar tradición, sino también en el esfuerzo teórico y práctico de los católicos sociales del siglo xix (cf A. DE GASPERI, Uomini e cose che prepararono la Rerum Novarum, Vita e Pensiero, Milán 1984). En el presente el análisis de la enseñanza o doctrina social de la Iglesia (hoy los términos vuelven a usarse promiscuamente) se ven facilitadas también porque en las encíclicas sociales de Juan Pablo II se ha precisado autorizadamente la naturaleza y la colocación epistemológica de esta doctrina: ella -escribe la Sollicitudo re¡ socialis- "no es una tercera vía entre capitalismo liberalista y colectivismo marxista, y tampoco una posible alternativa a otras soluciones menos radicalmente contrapuestas; constituye una categoría en sí. No es tampoco una ideología, sino la cuidadosa formulación de los resultados de una atenta reflexión sobre las complejas realidades del hombre, en la sociedad y en el contexto internacional, a la luz de la fe y de la tradición eclesial. Su fin principal es interpretar esas realidades, examinando su conformidad o disconformidad con las líneas de la enseñanza del evangelio sobre el hombre y sobre su vocación terrena y al mismo tiempo trascendente, para orientar, pues, el comportamiento cristiano. Por eso pertenece no al campo de la ideología, sino de la teología y especialmente de la teología moral" (41).
1. LA DOCTRINA SOCIO-POLITICA DE LEÓN XIII. El pontífice de la Rerum novarum (1891), antes de entrar en el campo económico, había consagrado tres grandes encíclicas al problema político: Diuturnum illud (1881), Immortale Dei (1885) y Libertas (1888). El tema del Estado y de su necesaria intervención en la cuestión social es recogido con fuerza y originalidad, considerados los tiempos y las disputas entonces vigentes, en la Rerum novarum. Estos documentos leonianos demuestran que el papa había comprendido la dimensión política de la cuestión social, y, siguiendo un método preferentemente abstracto y deductivo, desarrollan los principios filosóficos relativos a la comunidad política, en su origen, fin y naturaleza. Toda la exposición se funda en el convencimiento, entonces dominante, de que la forma de la comunidad política es la autoridad, condensada en la persona del príncipe, y por tanto que se concentra en torno a temáticas morales que conciernen fundamentalmente a la autoridad. Estado y política deben subordinarse a la moral; y ese fin se persigue cuando el príncipe, cuya autoridad se deriva de Dios y que deberá responder ante Dios de la administración de la cosa pública, se inspira en criterios de equidad, de fe y de paterna severidad (cf Diuturnum illud, 9). Gran espacio ocupan en las encíclicas de León XIII las cuestiones relativas al origen del Estado y a la fundamentación de la autoridad, así como las polémicas con quienes "en el siglo pasado se dieron el nombre de filósofos" y sostuvieron la derivación del poder del pueblo y su posible revocación por parte de éste (cf Diuturnum illud, 3, e Immortale Dei, 2). En lo que se refiere a los "súbditos", que en gran medida, dada la condición de analfabetismo y de falta de preparación de las masas, son para el papa León una "imperita multitudo", un pueblo desprovisto y fácilmente instrumentalizable, el deber ético principal se resume en la obediencia y en el respeto a la autoridad de los "príncipes". Éstos en cierto modo llevan impresa la imagen de Dios; por tanto, si servir a Dios es reinar, en la obediencia no se ofende, sino que se tutela excelentemente la dignidad misma de los ciudadanos, "a los cuales en la obediencia misma se les da a conservar aquel decoro que es conveniente al grado del hombre" (Diuturnum illud, 16). La única excepción a este deber fundamental de sujeción es un precepto del príncipe que abiertamente repugne al derecho natural y divino (ib, 74). Otra temática predilecta de la enseñanza del papa León XIII es la tesis de la indiferencia que la Iglesia muestra ante las varias formas de gobierno, a menos que ofendan a la ley divina y natural y no respeten el fin del Estado, que está constituido por el bien común, es decir, aquel conjunto de condiciones que hacen posible el desarrollo del hombre y de la sociedad civil (a cuyo servicio, en último análisis, se orienta el Estado).
Como es claro, nos encontramos ante una doctrina preferentemente filosófica y moralista, de fuertes acentos autoritarios y escasa inspiración teológica: todo documento está "fechado" y depende mucho del nivel teológico-moral de los "centros" oficiales, que por aquel tiempo, y más tarde, se detenían en planteamientos anacrónicos y desdeñaban análisis atentos del cambio de las contingencias económico-sociales.
Por eso es un gran mérito de León XIII haber entrado con la Rerum novarum con animosa confianza en el ámbito de estas cuestiones y sostener -desde un punto de vista ético- la necesidad de la intervención estatal en favor de los obreros, reducidos a "yugo poco menos que servil" del capitalismo imperante. El papa de los obreros, como fue saludado, indica la meta de una legislación de "previsión social" que concierne aun justo salario, individual y familiar, basado no en la equidad del contrato y en la aportación objetiva del obrero a la producción, sino en su dignidad personal, que impide la reducción del trabajo a mercancía.
Más que en puntos concretos, sugeridos por el pontífice para una correcta legislación social, es oportuno subrayar la naturaleza de esta intervención del Estado, que muchos católicos de la época rechazaban e incluso consideraban peligrosa. Esta investigación no reviste la naturaleza reactiva o integrativa, propia de las legislaciones sociales entonces corrientes; no se limita sólo a corregir los éxitos viciosos del liberalismo capitalista, sino que quiere también reforzar la condición obrera y eliminar las causas del conflicto entre capital y trabajo. "Es, pues, también una intervención, al menos intencionalmente, constitutiva y preventiva" (Toso, 43).
Aunque limitada y condicionada por la época, la enseñanza del papa León, en opinión de los autores, representa no sólo un punto de referencia constante de la ulterior doctrina social de la Iglesia y de la acción social de los católicos, sino también un conjunto de gérmenes fecundos y proféticos, que encontrarán luego adecuado desarrollo: dignidad de la persona, no reducible a mercancía; posibilidad y deber de relación entre economía y moral, legitimidad de la intervención del Estado en el campo económico y de las asociaciones sindicales, incluso de obreros solos.
2. ESTADO Y CIUDADANOS EN LA DOCTRINA SOCIAL DE Pío XI. El papa de la Quadragesimo anno (1931) en el curso de los años treinta publicaba tres importantes encíclicas, con el intento de poner un dique moral a la poderosa invasión de los regímenes totalitarios y totalizantes surgidos después de la guerra de 1914-1918: Non abbiamo bisogno (1931, contra el fascismo, a muy poca distancia del hecho de la conciliación), Mit brennender Sorge (14 de marzo de 1937, que estigmatizaba las intervenciones del nazismo contra la Iglesia católica en Alemania), Divini Redemptoris (19 de marzo de 1937, sobre el comunismo ateo). A este último documento hay que unir para útiles integraciones la carta a los obispos mejicanos Nos es muy conocida (del 29 de marzo de 1937, sobre la situación religiosa de Méjico, en la cual el papa afronta también la cuestión de la resistencia a un poder injusto y opresor).
En esta importante serie de documentos destaca una viva conciencia de la dignidad de la persona humana y de sus inviolables derechos (cf Divini Redemptoris, 78), la neta superación de la doctrina de la indiferencia respecto a los varios tipos de gobierno y de Estado, indiferencia que no puede extenderse a las formas totalitarias de gestión de la cosa pública, ya que conculcan los derechos de las personas, de los cuerpos intermedios y en particular de la Iglesia. La legitimidad del Estado está ligada a su fin, que es el bien común: cuando esa finalidad se desatiende gravemente y los derechos de las personas y de los grupos son conculcados por la legislación positiva, la resistencia pasiva y activa a tales regímenes y disposiciones legislativas resulta lícita y obligada (cf Non abbiamo bisogno, 38-40, y Mit brennender Sorge, 8). En la carta al episcopado mejicano, mientras se condena toda "injusta insurrección y violencia", se recuerdan los principios generales que permiten justificar la resistencia activa contra el poder inicuo: ésta debe tener razón de medio o de fin intermedio, y nunca el de fin último y absoluto; no debe consistir en acciones intrínsecamente malas, y finalmente debe ser proporcionada al fin que hay que alcanzar (Nos es muy conocida, 20).
Como fácilmente se comprende, Pío XI no considera ya al pueblo como imperita multitudo, sino que es consciente de su madurez y le hace amplias concesiones también en este delicado campo de la resistencia cruenta, que hoy las experiencias de la no violencia activa obligan a revisar y a reestructurar [l Paz y pacifismo].
En la Quadragesimo anno (1931), Pío XI da muestras de una clara conciencia de la estrecha relación entre Estado y realidad económica, entre política y economía. Reivindicando el derecho y el deber de un intervencionismo orgánico de la comunidad política en el campo económico a fin de sustraerlo a la hegemonía de los grandes cárteles o trusts industriales, típicos de un régimen monopolista, subraya igualmente el derecho del-ciudadano a la independencia económica, garantizada por la l propiedad privada, aunque sea también con función social. La intervención del Estado en el campo económico debe inspirarse en el criterio orientador de la justicia social (expresión que la encíclica ha hecho familiar y común también fuera del ámbito católico), de la caridad (llamada hoy l solidaridad), en cuyo ámbito surge el otro gran principio que el papa denomina de subsidiariedad: "principio importantísimo de la filosofía social: así como es ilícito quitar a los individuos lo que pueden realizar con su fuerza e industria propia para confiarlo a la comunidad, así es injusto entregar a una sociedad mayor y más alta lo que pueden hacer las comunidades menores e inferiores. Y es esto a la vez un grave daño y una alteración del recto orden de la sociedad, porque el objeto natural de cualquier intervención de la sociedad misma es ayudar de manera supletiva a los miembros del cuerpo social, y no destruirlos o absorberlos" (Quadragesimo anno, 80). El amplio horizonte de la justicia social, que supera con mucho las estrechas concepciones del De justitia et iure de los manuales teológicomorales del tiempo, así como la clara visión del "principio ético directivo de la economía" (89), que la regula y limita sin negar su legítima autonomía, sino empujándola en dirección a una justa distribución de los bienes a nivel internacional, permiten afirmar que Pío XI, con este planteamiento, sentó "las bases fundamentales ideales de una economía mixta, que será característica del Estado social" (Toso, 52).
3. DERECHOS DEL HOMBRE Y DEMOCRACIA POLITICA EN LA ENSEÑANZA SOCIAL DE Pío XII. Los l derechos del hombre -del ciudadano y de toda persona, lo mismo que los derechos de todo pueblo y nación, independientemente de sus dimensiones geopolíticas- fueron enérgicamente reivindicados por Pío XII, que por esta razón fue exaltado como defensor personae. Justamente en el hombre y en su inconmensurable dignidad coloca él "el sujeto, el fundamento y el fin de la sociedad humana"; defender y garantizar los derechos de la persona es el fin de la convivencia humana, además de la conditio sine qua non de una paz estable y verdadera. Muy importante es a este respecto el mensaje navideño de 1944, en el cual el papa dedica páginas que suscitaron gran interés e interpretaciones no unívocas al problema de la democracia. Después de proclamar que la principal preocupación de la Iglesia no está dirigida a la estructura y a la organización exterior de la democracia, que son mudables, sino al hombre, que, lejos de ser objeto y elemento de la vida social, representa su sujeto, fundamento y fin (como ya hemos recordado), Pío XII valora así (en términos realmente muy cautos) el régimen democrático: "expresar el propio parecer sobre los deberes y sacrificios que se imponen; no verse obligado a obedecer sin ser escuchado; he aquí dos derechos de los ciudadanos que encuentran en la democracia, como indica su propio nombre, su expresión... Por lo que se refiere luego a la extensión y a la naturaleza de los sacrificios requeridos a todos los ciudadanos..., la forma democrática de gobierno les parece a muchos como un postulado natural impuesto por la misma razón".
Que entre estos "muchos" se contase también el papa, a algunos les parece cierto, mientras otros lo ponen en duda. Obviamente, no es que Pío XII quisiera canonizar formas concretas de democracia y relacionarlas demasiado estrechamente con el derecho natural, y en particular con el mensaje cristiano; parece más bien, por el conjunto de sus mensajes, que quiso orientar las conciencias hacia formas de Estado y de gobierno que encarnen cada vez mejor la instancia profunda e irrenunciable de un pueblo que no sea masa de súbditos y de gobernados, sino sujeto consciente y responsable de una autoridad que, participando deja divina, debe ejercerse como servicio y misión, sin recaídas e involuciones totalitarias. Por eso una comunidad política humanizada y verdaderamente democrática supone que el Estado y su aparato están al servicio de la sociedad, de los ciudadanos y de los cuerpos intermedios, o sea, del Estado-comunidad. Las involuciones estatales que Pío XII observa en las modernas comunidades políticas son las del materialismo (en particular del comunismo ateo), de la burocratización despersonalizadora, del productivismo y de la tecnocracia.
4. DERECHOS DEL CIUDADANO Y COMUNIDAD POLÍTICA EN EL MENSAJE DE JUAN XXIII. Como es sabido, con el advenimiento del papa Juan la enseñanza social de la Iglesia experimenta un giro importante; a pesar de los elementos de continuidad que le caracterizan, el mensaje social del papa Roncalli se aparta bastante netamente del precedente. La metodología se hace inductiva, se concede mayor espacio a las ciencias,humanas y a la aportación del laicado, es mayor la conciencia del cambio de las situaciones y la consiguiente exigencia de una enseñanza abierta a un ulterior desarrollo.
En las dos grandes encíclicas sociales: Mater el magistra (1961) y Pacem in terris (1963) encontramos trazados los rasgos de un Estado intervencionista, que de manera sistemática y orgánica -siempre en el respeto de los principios de solidaridad y de subsidiariedad- apunta a la eliminación de los desequilibrios internos y del gravísimo, a nivel internacional, entre norte y sur. Pero la cualidad y la intensidad cualitativa de esta intervención estatal, según el pontífice, no pueden determinarse a priori, sino que dependen del cambio de las situaciones históricas y deben realizarse en concomitancia con las intervenciones de los privados y de los cuerpos intermedios. La gran importancia que la encíclica Mater el magistra concede a los ciudadanos se sigue, además de estas consideraciones generales, también del hecho de que el documento -superando algunas rémoras puestas por la enseñanza de Pío XII- auspicia que en las empresas medias y grandes, en las estructuras económicas, sindicales y políticas, los trabajadores no se vean nunca reducidos al rango de pasivos ejecutores de órdenes, sino que estén en condiciones de realizar una participación directa. Por tanto, además de intervencionista, el Estado ha de ser participado y lo más posiblemente abierto a la participación responsable de los ciudadanos.
En la Pacem in terris encontramos por primera vez una formulación orgánica de los derechos fundamentales, originarios y derivados, de la persona humana: Justamente en la tendencia moderna a redactar en fórmulas concisas y claras los derechos de lo! hombres, la encíclica ve uno de aquellos "signos de los tiempos" que la Gaudium jet spes recibirá intuyendo su alcance teológico. De gran im-
portancia (y objeto entonces de interpretaciones contrastantes) es la afirmación del derecho de que "cada uno ha de honrar a Dios según el dictamen de la recta conciencia" (Pacem in terris, 14). Por lo que respecta al ámbito político, se observa que la pertenencia en calidad de ciudadanos a una determinada área política no quita nada a la pertenencia, bien en cuanto miembros, a la familia humana, bien en cuanto ciudadanos, a la comunidad mundial.
Además, la encíclica subraya que de la dignidad de la persona brota el derecho y deber de tomar parte activa de la vida pública y de aducir una aportación personal a la realización del bien común (25-27). La contribución de los ciudadanos al bien común reviste hoy varias formas de actuacion: la Pacem in terris toma en consideración también la actividad de los partidos. Sobre el tema tan discutido sobre todo en Italia, de la legitimidad o ilegitimidad para los católicos del pluralismo partidista y de su pertenencia a movimientos no expresamente de inspiración católica, la encíclica avanza una célebre indicación rica en sentido histórico y destinada a un desarrollo fecundo, aunque no inmediato: "Las doctrinas, una vez elaboradas y definidas, son siempre las mismas, mientras que los movimientos... al obrar en las situaciones históricas que incesantemente evolucionan, no pueden menos de experimentar sus influjos, y por tanto no pueden dejar de estar sujetas a cambios también profundos. Además, ¿quién puede negar que en estos movimientos, en la medida en que están conformes con los dictámenes de la recta razón y se hacen intérpretes de las justas aspiraciones de las personas humanas, hay elementos positivos y merecedores de aprobación?" (159). Expresiones que, como fácilmente puede verse, constituyen las premisas también para una aceptación por parte del creyente dei pluralismo partidista y de un sincero encuentro dialógico, en el plano de la acción, también con personas y grupos de fe e ideología diversas.
Finalmente, el Estado auténtico, en la concepción del papa Juan, es un Estado pacífico, que acogiendo la aspiración universal de los hombres al valor de la paz, sustancia misma del evangelio, se esfuerza con los instrumentos de que dispone en realizarla, desterrando la guerra, eliminando los desequilibrios que la fomentan, comprometiéndose por la justicia social nacional e internacional.
En conclusión, la visión de la política, y en particular del Estado, en los documentos del papa Juan es muy positiva, abierta y dinámica. El Estado que se describe es un Estado personalista, como fundado en la y orientado a la persona humana, cuyos derechos está llamado a garantizar; un Estado laico, porque entre estos derechos debe garantizar el de libertad religiosa (fundada en el derecho que cada uno tiene de seguir el dictamen de su recta conciencia); un Estado de derecho y un Estado social, llamado a realizar las instancias de la sociedad civil y a no sobreponerse a ella. Un Estado democrático, en consonancia con la dignidad personal de los ciudadanos y al cual éstos deben garanizar su participación responsable y activa; un Estado abierto a la comunidad internacional y mundial para superar desequilibrios en este nivel (el gap entre norte y sur) y realizar el bien común universal, al cual está ordenado el bien común nacional, que constituye el fin del Estado.
5. ESTADO Y CIUDADANOS EN EL VAT. II: E1 tema es afrontado ex profeso en la constitución Gaudium el spes, en el capítulo IV. Se trata de un texfo más bien breve respecto a otros precedentemente elaborados, y a primera vista más bien genérico, sin pretensiones de un desarrollo orgánico complejo y sin toda aquella carga estimulante y profética de que estaba cargada la Pacem in terris y que emergerá de la Populorum progressio. Los padres conciliares prefirieron esta orientación, porque las grandes diferencias de las situaciones locales no permitían tomas de decisiones unívocas y demasiado decididas, sino sólo enunciados generales, que luego las comisiones episcopales y comunidades eclesiales locales habrían de especificar mejor aplicándolas a cada uno de los países. A alguno le pareció qué este carácter genérico, y el consiguiente fácil consenso a proposiciones rigurosamente calculadas y equilibradas, implicaba abstracción y posibilidad de deducir conductas políticas concretas muy diversas y hasta puede que contradictorias. Otros, más correctamente, piensan que la enseñanza conciliar, igual que la de los otros documentos sociales de la Iglesia, quiso evitar ser tomada por un programa político; se mantuvo en el ámbito de una indicación de principios morales en los que el ciudadano -yen particular el creyente- debe inspirarse, renunciando a la pretensión de reemplazar el juicio concreto político que constituye la premisa directa e inmediata de la acción política.
Las observaciones de la GS reflejan mucho las enseñanzas del papa Juan, y por eso el cuadro de Estado que traza es en sustancia el mismo que acabamos de recordar.
El texto conciliar recuerda explícitamente los valores morales (justicia y amor social, espíritu de servicio y de colaboración, participación y solidaridad) que deben vivificar la comunidad política; esta exhortación al sentido ético de los ciudadanos y a la moralidad del ejercicio de la autoridad podría suscitar reservas en quien espera la solución del problema -hoy tan agudo- de la moralización de la política sólo de reformas institucionales. Sin embargo, las reservas no valen cuando se considera el hecho de que justamente GS, en el número 30, con acentos insólitamente enérgicos, subraya la exigencia de superar la ética individualista y de considerar sagrados los compromisos sociales. Los valores y las leyes morales en los que los ciudadanos y la autoridad tienen el deber de inspirarse no se presentan en rivalidad con las exigencias propias de la política y con el "sentido del Estado", sino como fuerza espiritual que insta a poderes públicos y a ciudadanos a moverse dentro del ámbito de valores humanos, respetando su jerarquía, y respondiendo a las exigencias dinámicas del bien común, al que han de adaptarse constantemente todo el ordenamiento jurídico y el aparato estatal (cf GS 74-75).
GS va más allá de las cautas expresiones de Pío XII en materia de Estado democrático: "Merece alabanza la conducta de aquellas naciones en las que la mayor parte de los ciudadanos participan con verdadera libertad en la vida pública" (31); "Es perfectamente conforme con la naturaleza humana (cum humana natura plene congruit) que se constituyan estructuras jurídico-políticas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente... en el gobierno de la cosa pública" (75).
El Estado democrático es un Estado de derecho, porque el ordenamiento jurídico no sólo fija los límites del poder, sino sobre todo tiene por fin garantizar los derechos del hombre. La enumeración de los derechos y la condena de los atentados contra ellos ocupan un amplio espacio en GS, pero siempre ateniéndose a la enseñanza juanista. El desarrollo más interesante en lo que concierne al derecho a la libertad religiosa lo encontramos, en cambio, en la declaración Dignitatis humanae personae, en la cual el fundamento de este derecho se coloca no en el nivel moral (la recta consciencia del papa Juan), sino que se hace descender de la dignidad ontológica de la persona inteligente y libre. Es fácil comprender la enorme importancia que tiene esta idea de la libertad religiosa para la fundamentación de un Estado laico y pluralista.
Finalmente, para GS el Estado tiene una fuerte característica solidaria, según las indicaciones de la Mater et magistra de Juan XXIII, y reviste también el carácter de Estado de cultura, o mejor de las culturas, puesto que "es cometido de los poderes públicos no determinar el carácter propio de las formas de cultura, sino asegurar las condiciones y los subsidios aptos para promover la vida cultural entre todos, también entre las minorías" (59).
6. CIUDADANOS Y ESTADO EN EL MAGISTERIO POSCONCILIAR. Que el Estado-nación no puede considerarse separado de la familia humana, sino que, por el contrario, debe fijar la atención en el bien común propio en el contexto del bien común universal, es el tema de la Populorum progressio (1967). El carácter fuertemente innovador de esta encíclica (que ha tomado como objeto de desarrollo, su dimensión universal y la identificación entre paz y desarrollo pleno del hombre y de todos los hombres) lo ha recordado Juan Pablo II con ocasión del 20 aniversario (1987) del texto de Pablo VI (cf Sollicitudo re¡ socialis, parte I). Un Estado de desarrollo pleno, solidario, de programación global dentro de una comunidad mundial de desarrollo solidario (cf Toso, 95) representa para Pablo VI el ideal de un Estado moderno, del cual se siguen graves compromisos de acción para cada una de las comunidades políticas, las organizaciones internacionales y los ciudadanos particulares.
Otros rasgos que completan la figura del Estado y de los ciudadanos destacan de un documento que, aunque sólo es una carta dirigida al entonces presidente de Iustitia et Pax, reviste gran relieve y actualidad. Se trata de la Octogesima adveniens, publicada justamente en el 80 aniversario (1971) de la Rerum novarum. En pasajes merecidamente famosos, Pablo VI afirma que la Iglesia no tiene dispuestas todas las soluciones para problemas cada vez más complejos y ligados a situaciones socioculturales muy diversas, y que corresponde alas comunidades locales el peso de analizar esas situaciones y de descubrir los caminos más idóneos para afrontarlas (cf Octogesima adveniens, 4).
De la solución que el papa contempla para muchos problemas abordados en el documento, destacan dos caracteres fundamentales del Estado: la verdadera igualdad y la participación real. Un Estado auténticamente democrático y justo no puede desatenderla igual dignidad de la mujer y su participación en todos los ámbitos de la vida social; así mismo debe tener presentes las discriminaciones existentes respecto a muchas capas sociales y garantizar a todos un régimen de igualdad jurídica, social, económica y política.
Temáticas de esta clase, como es sabido, constituyen el leit motiv de la enseñanza de Juan Pablo II. La defensa de los derechos humanos, en particular el derecho a la libertad religiosa, mirado como criterio y como verificación de los demás derechos humanos; el análisis atento de las situaciones inéditas en las que, a consecuencia de las grandes innovaciones tecnológicas, viene a encontrarse hoy el hombre del trabajo -desempleo y paro, desequilibrios internacionales y estructuras de pecado que profundizan el abismo entre norte y sur- constituyen el objeto de muchas intervenciones del papa, y sobre todo de las dos grandes encíclicas sociales: Laborem exercens (1981) y Sollicitudo re¡ socialis (1987). La figura del Estado que de ahí se sigue es la de una comunidad política que tiene-como misión específica la defensa, la garantía y la promoción de todos los derechos humanos.
Para el papa un Estado auténticamente democrático no ha de inspirarse ni en el liberalismo económico, por muy corregido y actualizado que esté (por depender de un modelo de desarrollo cuantitativo y lleno de estructuras de pecado), ni en el colectivismo marxista, porque también él está sometido al demonio del materialismo y a las tentaciones neoimperialistas. Apertura a la verdadera democracia, al respeto de todos los derechos del hombre y de todos los hombres y de todos los pueblos, a la ley suprema de la solidaridad (encarnación histórica de la justicia y de la caridad): he ahí las exigencias y las características de una comunidad conforme con los signos del tiempo, con el primado del hombre, camino de la Iglesia y fin del Estado, contempladas incesantemente y en todas partes por Juan Pablo II.
Ésta es en síntesis la enseñanza de Juan Pablo II sobre la función del Estado, enseñanza que ha puesto de relieve, una vez más, pero en esta ocasión con notable énfasis, en la reciente encíclica social Centesimus annus (1991), capítulo 5, "Estado y cultura".
IV. Reflexión teológico-moral sobre la relación Estado-ciudadanos
Estimulada por las encíclicas sociales y por el Vat. II, la teología moral ha puesto mucha atención en la dimensión política de la fe (teología política) y en la relación fe-política en el ámbito de la problemática, hasta hace algún tiempo muy viva, que emerge de la confrontación entre cristianismo y marxismo. En los manuales teológicos y morales de este último período encontramos buenos desarrollos de la moral política, sobre todo en lo que respecta al /poder político y a su relativización a la luz de la palabra de Dios. Respecto a la cuestión de la relación Estado-ciudadanos, una síntesis sistemática la intentó G. Mattai (bibl.) en los años setenta. Los tratados de ética teológica que han visto la luz en los años sucesivos, más que aproximaciones globales, prefieren exposiciones un tanto fragmentarias, dedicadas a las principales cuestiones hoy actuales. Si bien la política es una realidad de suyo global, que no es posible seccionar sin que inmediatamente se traicione, el teólogo hoy escucha la advertencia de A. Gentili: "silete theologi in munere alieno", y advierte con mayor consciencia que no tiene títulos específicos para reivindicar peculiar competencia específica. Sin embargo, también debe hablar en ese ámbito (cf A. BONDOLFI, Etica política, 177). Encontramos así revisiones muy atentas del discurso bíblico, sobre todo neotestamentario, que evidencia los límites del Estado y de su soberanía (Vida¡, Háring, Bondolfi); intentos de justificación teológica de lo social, en cuyo ámbito se coloca con una modalidad específica el político (Chiavacci, Lorenzetti); análisis históricos de las diversas modalidades que la ética política y la relación Estado-ciudadanos asumen en el mundo protestante, ortodoxo y católico (Vida¡, Bondolfi).
Temáticas particulares afrontadas por esta manualística son las de la /paz y la no violencia, que remiten a la cuestión de la desobediencia civil, del disenso y de la I objeción de conciencia; se estudia mucho también la relación Estado-l economía, y por tanto del Estado social [l Bienestar y seguridad social], del modelo de desarrollo asumido por los Estados modernos [l Sistemas políticos] de la l ecología y de las opciones energéticas; finalmente, respecto al ciudadano, se pone el énfasis en sus l derechos (del hombre) y en la necesidad de su adecuada fundamentación, así como en el deber de !participación de los ciudanos en la vida democrática (de modo que la democracia sea real y se transforme en poliarquía) y en el /poder. En lo que se refiere luego a la relación Estado y sociedad internacional, los teólogos moralistas subrayan fuertemente la exigencia, que no es sólo histórica, sino también ética, de superar las estrecheces de la soberanía nacional en orden a la realización de una auténtica comunidad internacional (y sobrenacional).
La razón parece bastante clara: a pesar de la interdependencia económica, social y cultural que hoy de hecho existe en el mundo (convertido en pequeña tribu), éste sigue estando dividido en muchos Estados-nación que, concibiéndose como entidades políticas supremas, rehúsan reconocer una autoridad política superior. Al perseverar en la búsqueda de intereses seccionales, los Estados-nación, guiados por la lógica de la soberanía o incluidos en la política de bloques guiada por instancias, larvadamente o no, neoimperialistas, carecen de una instancia superior de coordinación, de justicia y de solidaridad (que transforme la interdependencia de hecho en interdependencia ético-social), por lo cúal la situación internacional se mueve en una maraña de violencias y de injusticias.
Una serie de problemas muy interesantes y graves se refieren a la relación Estado e Iglesia, dentro de la cual se plantea la cuestión del cristiano que,viviendo (por así decir) la peligrosidad de miembro de la Iglesia y a la vez de miembro del Estado y de ciudadano a todos los efectos, encuentra en la actual situación de secularismo dificultades y vías no unívocas de solución. A estas cuestiones se dedicará aquí (I a continuación) el punto V.
V. Problemática actual
1. EL CLIMA DE SECULARIZACIÓN. El Estado moderno es una forma de ordenamiento político que se ha desarrollado en el territorio europeo a partir del siglo xiii hasta todo el siglo xix. Él marca aquel proceso de superación del fraccionamiento de la alta Edad Media y de los señoríos territoriales, que conduce al poder estatal unitario con los caracteres de soberanía, legalidad y representación, presentes (pero con profundas modificaciones) también en el Estado democrático y pluralista contemporáneo. En el Estado la soberanía es del pueblo y del ciudadano, en cuanto miembro del pueblo; la represen= tación se expresa en la democracia representativa y adquiere cuerpo también en forma de democracia directa; la legalidad, de formal, tiende a ser sustancial, según se ha visto (! arriba, I 1). Éste es en síntesis el aspecto histórico-constitucional del Estado moderno.
Pero existe otro de igual importancia, sobre el cual es necesario reflexionar: la secularización, o sea, la progresiva separación del Estado de la Iglesia y de la religión. Como es sabido, existen antecedentes históricos, taes como la lucha de las investiduras y la progresiva distinción entre temporal y espiritual, que rompen la unidad indistinta de la communitas christiana europea. La Iglesia pretende la independencia, pero manteniendo un poder espiritual sobre el Estado ratione ordinis peccati; el Estado gradualmente se da cuenta de su propia autonomía y de la posibilidad de interferir en la Iglesia ratione ordinis politici. Los antiguos conflictos que acompañaron a las relaciones entre Estado e Iglesia, según los investigadores, no cuestionaban a la Iglesia como misterio de salvación, sino sólo ciertas reivindicaciones de poder y de competencia de la Iglesia institución. En cambio, en el largo proceso histórico de la secularización viene surgiendo una conflictividad más profunda, que nace de acentuarse el deseo (antiguo) de autonomía por parte del Estado y del progresivo desconectarse del mismo de la religión debido también a los conflictos llamados justamente de religión.
Esos conflictos, que ensangrentaron Europa en los siglos xvi y xvii y que aterrorizaban al joven Hobbes, corrían peligro de destruir por la base cualquier posibilidad de convivencia humana. El Estado, una vez que se dio cuenta de estos resultados fatales, asumió la tarea de neutralizarlos distanciándose de la religión y proclamando, junto con su índole laica, su propia superioridad sobre las estructuras eclesiásticas y sobre cuanto se refiere a la misma vida religiosa (ef R. RUFFILLI, Seeolarizzazione del cristianesimo e crisi della política moderna, en Per un rinnovamento della política [Cuadernos de compromiso social, Acli], Nápoles 1987, 42-43). El Estado se presenta así como la institución idónea para realizar un bien universal (la paz social) y para garantizar a la comunidad, no ya homogénea bajo el aspecto confesional, la posibilidad de vivir, de vivir bien, superando los conflictos destructivos entre las diversas confesiones religiosas.
Mas el proceso de secularización demuestra ambigüedades: en realidad, traslada al siglo, o sea al Estado, datos, experiencias y estructuras religiosas y eclesiales, al mismo tiempo que tiende a la separación, al acantonamiento, al alejamiento privatista de las estructuras eclesiales y religiosas. La separación de la Iglesia y de la religión en la edad moderna por parte del Estado va acompañada de la adopción de estructuras e instrumentos provenientes de la esfera eclesial y religiosa (p.ej., el mecanismo electivo y democrático ya presente en las órdenes mendicantes), así como --y este hecho es aún más relevante- con la adopción de teorías (religiosas y teológicas) justificativas, que miran a ganarse el consenso del súbdito cristiano (p.ej., la teoría del derecho divino de los reyes, primero, y, en segundo momento, la teoría de la mano invisible, laicización de la providencia divina).
La secularización se convierte en secularismo cuando el Estado sustituye a la religión, convirtiéndose en dios mortal, en Estado ético (de marca hegeliana), en Estado totalitario y totalizante, o bien en Estado agnóstico que, en las formas quizá mejores, se convierte en Estado separado, que privatiza a la religión y se abre también a experiencias concordatorias.
2. CIUDADANO Y CRISTIANO EN EL ESTADO MODERNO. La identificación entre cristiano y ciudadano no constituye un dato originario y obvio: es fruto de una lenta adquisición. En efecto, en las luchas contra los herejes, el brazo secular es invitado a castigar a los herejes porque, en cuanto blasfemos, no pueden considerarse ni siquiera ciudadanos. Sólo con el edicto de Nantes (1598) se reconoce la existencia legal de los hugonotes. La separación entre el Estado y la religión para garantizar la paz social hace que cada individuo particular, independientemente de la religión profesada, pueda gozar de todos los derechos civiles.
Aunque durante mucho tiempo todavía en Europa siguió dominando el principio de la religión de Estado y el camino de la l tolerancia aparezca muy largo y apenas iniciado, los autores observan que el problema de la religión no está ya ligado al carácter absoluto de la conexión con la verdad, sino sometido alas condiciones y posibilidades de la política: "Así, y solamente así, el Estado permanecía abierto a la valorización y a la definición de espacios de libertad, y se encontraba también en el camino de la tolerancia. La religión no era ya garantizada de iure; sino de facto; y era garantizada en virtud de la decisión del poder político" (E. W. BocKENFORDE, La formazione dello stato como processo di secolarizzazione, en AANV., Cristianesimo e potere, 113). El proceso histórico de la secularización encuentra su cumplimiento en la declaración de los l derechos del hombre y del ciudadano, sin discriminaciones de sexo, de religión y de ideología. Sin embargo, la garantía de estos derechos en la democracia corre el riesgo de ser formal, según se ha visto, y, tanto en el Estado declaradamente agnóstico como mucho más en el ideologizado con reviviscencias totalitarias, el cristiano ha encontrado y encuentra dificultad para ver reconocidos sus derechos de ciudadano y, en cuanto miembro de la Iglesia, es mirado con sospecha por juzgarlo carente de sentido del Estado.
Estas acusaciones podían encontrar alguna justificación mientras la Iglesia se presentaba como sociedad perfecta y defendía en principio el Estado confesional y la hegemonía ideal definitiva de la Iglesia sobre el orden político. La aportación decisiva del Vat. II ha suprimido todo posible equívoco, al menos en principio y según una interpretación acreditada también en el sínodo episcopal celebrado con ocasión del 20 aniversario del acontecimiento conciliar (1985). La Iglesia es de naturaleza mistérica y preferentemente comunional; este desplazamiento de acento de la sociedad perfecta al misterio, y por tanto a la condición específica incomparable de la Iglesia y de su constitución, "ha dejado fuera la idea de la Iglesia como forma ideal de la sociedad humana y su concepción como forma vital de la sociedad. En otros términos, la relación entre Iglesia y sociedad no es ya una relación de ejemplaridad y de inmanencia de la primera en la segunda. El principio eclesial y el principio político son netamente distintos en su constitución y finalidad autónomas" (A. ACERBI, Legitimazione dell áutoritá e fondazione della politica nel magisterio cattolico degli ultimi cento anni, en AANV., Cristianesimo e potere, 172).
La adopción luego del principio de libertad religiosa como reflejo especular de la opción mistérica de la Iglesia, y la atención cada vez mayor dada a los derechos de la persona por parte de la comunidad eclesial y del magisterio, no sólo han facilitado la relación entre cristiano y Estado, sino que permite al cristiano tener conciencia crítica del Estado y a la vez ofrecer una ayuda válida para superar crisis de fragmentación y de desmoralización.
Aportación del cristiano a la superación de la crisis del Estado contemporáneo. La crisis no afecta sólo al Welfare State, ni atañe únicamente a aspectos institucionales. Se trata de una crisis mucho más profunda, que concierne a los títulos de legitimidad del Estado, a su capacidad de conseguir consenso en tiempos de pensamiento débil, a su misma capacidad de gobernar el pluralismo y la poliarquía (crisis de gobernabilidad) (cf R. RUFFILLI, Secolarizzazione e crisi della politica, en AA.VV., Cristianesimo e potere, 145ss). Ateniéndose a las indicaciones del magisterio y a la reflexión teológica contemporánea, el cristiano está en condiciones de ofrecer contribuciones notables -sin presunciones presencialistas con vetas de integrismo, sino con espíritu de diálogo y dentro del respeto de las autonomías legítimas y de las mediaciones- tanto para superar la crisis del Welfare State como la del Estado en sí mismo. Sugerencias y testimonios de justicia y de solidaridad activa, de servicios gratuitos en el voluntariado, lógica de don y de presencia eficaz en las vastas zonas de la marginación, representan intentos correctivos de las involuciones asistenciales y neocorporativas que han puesto de rodillas al Estado del bienestar. La relación de distinción y correlación -sin confusiones monofisitas o separaciones nestorianas entre fe y política- le permite al político cristiano (y a todo ciudadano que, en cuanto tal y en cuanto cristiano, sin separaciones abstractas, intenta participar en la vida y en las responsabilidades del Estado) realizar una presencia significativa. Él no se fija finalidades sobrenaturales y religiosas, sino metas terrestres y temporales (al menos directamente), en cuanto que se propone crear un estado humano y una sociedad humana: "Es decir, un Estado que ponga al hombre como principio, centro y fin tanto de su forma institucional, como de su actividad política y administrativa, como de los programas que se propone realizar en los varios campos en los que está llamado a ser presente y a obrar; un Estado, pues, que se muestra respetuoso de la persona, de su dignidad y libertad, que no la use como medio para sus fines de prestigio o de poder, que no la sacrifique a sus superiores intereses, que no la reduzca a una pieza anónima del inmenso engranaje estatal; un Estado, por tanto, no totalitario ni paternalista, sino democrático y pluralista, no dueño del ciudadano, sino su servidor" (II cristiano nella vita politica, editorial de CC, cuad. 3295, 3 octubre 1987, 7).
(/Bienestar y seguridad social; /Derechos del hombre; /Participación; /Poder; /Política; /Sistemas políticos; /Solidaridad).
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G. Mattai

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