viernes, 21 de marzo de 2014

La misión profética de la vida religiosa ante el neoliberalismo

La misión profética de la vida religiosa ante el neoliberalismo

Lecciones desde la Historia

La problemática tan llamativa de estos años 90, hecha de crisis de las esperanzas populares y de neoliberalismo, de aumento espectcular de la pobreza y la miseria, de euforia del capital y desconcierto de los pobres, de «final de la historia»_ está haciendo olvidar a algunos las lecciones tan vivenciales que nos proporcionó el Vº Centenario de 1992. El mundo camina tan aceleradamente, que todo aquello que vivimos con aquella ocasión corre el riesgo de quedar oscurecido.
También los religiosos, tan reclamados por inaplazables urgencias y traídos y llevados por nuevos e incesantes análisis y reflexiones, podemos echar en el olvido aquellas vivenciales y proféticas enseñanzas, como quien después de mirarse al espejo olvida su rostro. En este texto quisiéramos llamar la atención al respecto, recordando la vigencia y clamorosa actualidad de aquellas lecciones de la historia, precisamente para estos nuevos desafíos del neoliberalismo que se dice traer consigo el «final de la historia»_
El Vº Centenario fue un acontecimiento provocativo y concientizador, que nos hizo entrar a todos en el debate. América Latina se convirtió en un clamor: del Río Bravo a la Patagonia, miles de grupos y comunidades, de todo color y signo, se confrontaron seriamente con la historia continental, con sus propias raíces históricas, religiosas, étnicas, culturales_
Fue como si hubieran vuelto a la actualidad los 500 años. Como si Montesinos y los desafiantes dominicos de La Española hubieran sido perseguidos hoy en el silenciamiento impuesto a cualquier teólogo de la liberación; como si Valdivieso volviera a ser asesinado en cualquiera de agente de pastoral de la tierra en Brasil; o como si Ginés de Sepúlveda levantara la cabeza y defendiera de nuevo sus tesis en cualquiera de tantos escritos oficiales que han defendido las «muchas más luces que sombras» de los 500 años., o en los teólogos del neoliberalismo. Casi sin darnos cuenta, descubrimos que todos estábamos situados, alineados con una u otra de las fuerzas en conflicto: unos con la «gloriosa gesta» del Imperio español, otros con la «invasión y el genocidio», otros con la «evangelización conquistadora» , otros con el Bartolomé que dijo preferir un indio sin bautizar pero vivo a un indio bautizado y esclavizado o muerto_
Descubrimos que aquellos conflictos siguen vivos. Con las mismas fuerzas encontradas. Con la misma estructura global. Han cambiado los nombres, y algunas apariencias. Sigue habiendo un imperio (ahora ya no nacional). Sigue habiendo una raza y una cultura poderosa. Sigue habiendo una minoría cultivada, dueña de medios, armas, dinero, ciencia, tecnología_ que se permite imponer su voluntad. Sigue habiendo buscadores de oro, a cualquier precio, aun al costo del hambre y la muerte de las minorías. Sigue estando, ahí en medio, dividida, a veces vacilante, la cruz. Sigue habiendo quienes con ella legitiman la dominación. Y sigue habiendo quienes reclaman, también en su nombre, la rebeldía ante el viejo «nuevo orden» imperial.
Se puede decir que, con toda la reflexión que se ha dado en torno al Centenario, hemos «redescubierto» nuestra propia historia y nuestra propia identidad, y la del «otro». Podemos ahora vivir nuestro presente manejando más conscientemente toda su complejidad, su densidad histórica acumulada, sus lecciones definitivas._ El Vº Centenario nos ha hecho comprender de un modo nuevo esta nuestra hora histórica: nos la ha desnudado, la ha inundado de luz, nos ha hecho escarmentar en cabeza ajena, nos ha dado sabiduría histórica, nos ha regalado cinco siglos de experiencia_
Los religiosos no hemos estado ajenos a esta sacudida. ¿Cómo se podría hacer un discernimiento histórico de la conquista, de la evangelización, de las luchas indígenas, del esclavismo negrero, de las independencias nacionales_ sin considerar el papel capital que jugó en todo ello la vida religiosa?
Y el resultado ha sido también muy positivo. La luz histórica de los 500 años ha bañado con nueva luz nuestros problemas más actuales: la opción por los pobres, los conflictos entre profecía e institución, el silenciamiento de teólogos, la intervención de la Clar, los conflictos internos en las comunidades religiosas, la inserción, la inculturación pendiente, las dificultades de los proyectos evangelizadores populares, las dificultades de la Iglesia de los pobres, la connivencia con el sistema mundial
Estamos en un tiempo semejante
Los religiosos proféticos del siglo XVI son gloria de la Iglesia y gloria de la Vida Religiosa. En realidad fueron bien pocos, una minoría en relación al conjunto, pero redimen el sentido profético de la misión de la Vida Religiosa en la historia. Ellos fueron personas que supieron captar con lucidez la gravedad del momento (ésa es una de las dimensiones esenciales del carisma profético). Captaron los «signos de los tiempos» y los «signos del lugar». Bartolomé de Las Casas, por ejemplo, hablaba de aquel tiempo «tan nuevo y parecido a ningún otro»_ Se dio cuenta perfectamente de que estaba en una hora nueva del mundo, una oportunidad de gracia, que requería discernimientos nuevos y actitudes proféticas radicales_ Por el contrario, la mayor parte de los religiosos que permanecieron en el viejo continente, y aun muchos de los que fueron al «Nuevo Mundo» pero sin sensibilidad suficiente para cambiar sus esquemas mentales, no captaron los desafíos ni les dieron respuesta proféticamente.
Era aquél un tiempo «tan nuevo y parecido a ningún otro»_ Como el nuestro. Sí, a finales del siglo XX, estamos, como en el siglo XVI o quizá más aún, en un tiempo «nuevo y parecido a ningún otro». Por muchos conceptos. No sólo por lo que ya tenían de novedad las muchas transformaciones inéditas que se han dado en este siglo, sino por los cambios acelerados, profundos, repentinos e inesperados que se acaban de producir dentro del último lustro.
Desde el punto de vista de los pobres la profundidad con que se revela el cambio es quizá todavía mayor. Un anochecer se ha abatido repentinamente sobre las esperanzas de los pobres y de todos los que, en alianza de esperanza con ellos, esperaban activamente un mundo nuevo, libre, justo y fraterno. Es también, salvadas las diferencias, lo mismo que ocurrió en el siglo XVI.
En el siglo XVI apareció repentinamente por el horizonte del océano un imperio, embarcado en la tecnología de las carabelas del momento, y fue incontenible la invasión, el despojo, el genocidio, la destrucción de su sociedad, de su cultura, de su religión_
Destruido ya en lo fundamental el imperio y la sociedad azteca, los «doce apóstoles de México», venidos para evangelizar -a la sombra de la espada- a los derrotados indígenas, entablaron un «diálogo de religiones» con los sabios aztecas. Les dijeron claramente que su religión «es todo mentira, vanidad, ficción; no contiene nada de verdad. Sabed y tened por cierto que ninguno de los dioses que adoráis es Dios ni dador de vida; todos son diablos infernales».
Los sabios aztecas, con mucha dignidad, respondieron: «Vosotros decís que nosotros no conocemos al Señor que está cerca y con nosotros, a aquel de quien son los cielos y la tierra. Decís que no eran verdaderos nuestros dioses. Nueva palabra es ésta, la que habláis. Por ella estamos perturbados, por ella estamos molestos. Porque nuestros progenitores no solían hablar así. Ellos nos dieron sus normas de vida. Honraban a los dioses. Nos enseñaron todos los modos de honrar a los dioses. Era doctrina de nuestros mayores que es por los dioses por quienes se vive. Y ahora, ¿destruiremos nuestra antigua regla de vida? Es ya bastante que hayamos sido derrotados, que se nos haya impedido nuestro gobierno. ¡Déjennos pues ya morir, porque ya nuestros dioses han muerto!»1 .
Siempre me han estremecido estas palabras, que parecen abrir un resquicio para asomarse a la desolación infinita que debió experimentar el alma indígena de los pueblos supervivientes a la invasión y al genocidio. ¡Misterio de iniquidad que se cernió sobre los pueblos indígenas! Despojados de sus riquezas, esclavizados en las encomiendas, invadidas sus tierras_ hasta sus dioses vieron amenazados y después destruidos. Y todo ello en nombre de la Cruz... bajo la sombra de la espada... No acierto a imaginar el abatimiento de noche oscura sin respuestas en que se debieron sentir hundidos los pueblos indígenas.
Yo siento que estamos en un tiempo «semejante». Como decimos, han cambiado los nombres, las proporciones, el horizonte, los personajes... pero la «hora» se repite con pasmosa semejanza. También hoy, un Imperio (ahora no nacional) se ha logrado imponer por el derecho de la Fuerza, aniquilando toda la fuerza del Derecho, destruyendo las esperanzas de liberación del pueblo que había tomado conciencia de su dignidad y había decidido constituirse en sujeto de su historia. Han sido unas brillantes décadas de resistencia, de indignación ética y militante, de proceso liberador, de conflictividad y martirio, de fe liberadora y de seguimiento de Jesús. Los que hemos sido testigos de ello no podremos olvidarlo. Pero, como en el siglo XVI, ha podido más la fuerza del Imperio que la resistencia de los pobres rebeldes. Una vez más en la historia, ha sonado la hora de la desolación y el abatimiento.
También hoy se dice a los derrotados de este siglo lo que a los sabios aztecas: las utopías han fracasado, ninguna de ellas conduce a la vida, son errores diabólicos, «diablos infernales»...
Y también algunos redivivos sabios aztecas, supervivientes a la masacre espiritual que se ha cernido sobre las esperanzas de los pobres, contestan abatidos: «es por las utopías por las que se vive, son ellas las que dan sentido a la vida; déjennos morir, porque ya no tiene sentido nuestra vida, ya han muerto nuestros diioses...»
Estamos en una hora de abatimiento general. El neoliberalismo triunfante se cierne sobre los pobres con sus agresivos ajustes económicos estructurales, bajando salarios, despidiendo trabajadores, desangrando las economías nacionales con la deuda externa, aumentando vertiginosamente los niveles de pobreza y de extrema pobreza, llegando a límites que nunca antes hubieran sido tolerables. Hoy lo son, y no provocan una explosión social porque cuentan con un cómplice: la desesperanza de los pobres, la deserción, la desmovilización, el «sálvese quien pueda»: ¡déjennos morir, porque ya murieron nuestros dioses!
En este contexto los religiosos se ven obligados a definirse de forma semejante a como se vieron los del siglo XVI. Como el conflicto es semejante, el desafío y las actitudes son también semejantes.
-Hay religiosos que, como entonces, no se percatan del pecado del imperio, de la invasión y del genocidio. Hoy no se percatan de la destrucción de las esperanzas de los pobres, ni de la legitimidad de dichas esperanzas, ni de la muerte de los pobres vinculada a las decisiones económicas de los grandes centros financieros internacionales.
-Los hay que creen que todo eso es política y que nada tiene que ver con quienes han «abandonado el mundo» para consagrarse sólo a Dios y a la caridad.
-Los hay que creen todo lo que está ocurriendo es inevitable, inocente, natural, tan natural como el libremercado, y que todo intento de corregir el sistema es un atentado contra la voluntad de Dios... Quizá el sistema tiene fallas, cuando se exagera, como en el caso del capitalismo «salvaje», pero el sistema en cuanto tal es bueno. En el siglo XVI se pensaba que la «cristianización» de los indígenas era un derecho natural de los cristianos, y hasta un deber, y que además estaba legitimado por la autoridad pontificia.
-Y también los hay que captan la iniquidad del sistema y deciden no ser cómplices de la misma, sino denunciarla proféticamente, como hicieron los profetas del siglo XVI. Como éstos, los actuales también encontrarán superiores provinciales que les prohibirán su profecía (como los dominicos de La Española), o compañeros que les denunciarán y les deportarán, como ocurrió con tantos religiosos valientes de aquella época.
Una página histórica menos conocida: la de los afroamericanos.
Si lo que ocurrió con los indígenas es aleccionador, la página histórica referente a los afroamericanos no es menos elocuente. Y, por cierto, es mucho más perversa, y casi desconocida
Durante tres siglos, el famoso «triángulo negrero» constituyó la estructura básica del comercio internacional. El esclavismo era la base de la economía mundial. En aquel momento parecía la esclavitud lo más natural del mundo, algo evidente, incuestionable. Oponerse a ella hubiera significado cuestionar los fundamentos mismos de la sociedad occidental: una locura, una denuncia absurda, una subversión intolerable.
Los que capturaban los esclavos en las costas africanas y los trasladaban hasta América no eran ateos, ni de otras religiones, sino cristianos. Según la teología del tiempo, un ser humano muerto sin bautismo no podía salvarse. Habida cuenta de que en el viaje oceánico moría siempre un elevado porcentaje de esclavos, hacinados en las bodegas del barco sin las menores condiciones higiénicas, ¿podrían los muy cristianos esclavizadores blancos exponer a aquellos negros «paganos» al riesgo de una condenación eterna? No, lógicamente. ¿Solución? En cada puerto, un sacerdote -funcionario a la vez del Estado, de los traficantes de esclavos y de la Iglesia- se encargaba de «bautizar» a los esclavos, a la vez que se registraba ese bautismo marcándolo a fuego sobre la piel del esclavo. La esclavización de los negros quedaba ya así bautizada, legitimada. Es obvio que el bautismo de los esclavos era compulsorio, sin evangelización ni catequesis. ¿Simplemente bautismo «mal planteado pastoralmente»? La Missa da terra sem males dice más: «...Cuando a fuego te marcamos / con un bautismo impuesto, / divisa de reses humanas, / blasfemia de bautismo, / violación de la Gracia / y negación de Cristo»... Pero no hubo profetas que lo denunciaran.


En aquellos siglos los ingenios azucareros constituyeron la base de la producción económica. «Sin esclavos no hay azúcar, y sin azúcar no hay Brasil», se decía allá. En los ingenios había esclavos por millares. Sus dueños estaban muy interesados en tener capellanes que impartieran a los esclavos su catequesis dominical. ¿Por qué?
Es fácil de suponer: ¿qué predicarían aquellos capellanes de los ingenios? El P. Antonio Vieira, famoso misionero jesuita en Brasil, de quien se conservan sus famosos «Sermões», les predicaba: «No hay trabajo ni género de vida en el mundo más parecido a la cruz y a la pasión de Cristo que el vuestro en uno de esos ingenios azucareros. Bienaventurados vosotros si llegáis a conocer la fortuna de vuestro estado. En un ingenio sois imitadores de Cristo crucificado, porque padecéis de modo muy semejante al que el mismo Señor Jesús padeció. Los hierros, las prisiones, los azotes, los insultos... de todo eso se compone vuestra imitación, que, si va acompañada de paciencia, también tendrá su merecimiento de martirio. Cuando sirváis a vuestros señores no sirváis como quien sirve a hombres, sino como quien sirve a Dios...».
En aquella predicación -común por lo demás en la mentalidad de la época- no se enseñaba a los esclavos virtudes como la fraternidad y la igualdad de los humanos, la lucha por la justicia y por la libertad, ni la unión, la fe, la rebeldía y la esperanza. La predicación decía que las mayores virtudes del cristiano (quizá paralelamente a las que cultivaban los religiosos) eran la obediencia, la humildad, la paciencia, la resignación, la sumisión a la voluntad de Dios.
La predicación decía a los esclavos que debían sentirse felices de ser esclavos, pues de no haberlo sido no hubieran podido salvarse. De hecho la predicación hacía que los esclavos creyesen que había sido la providencia de Dios la que los llevó a la esclavitud, para que así pudieran ganar la vida eterna. La esclavitud no aparecía como un mal, sino como un medio de atraer a los paganos a la sociedad cristiana, que era la de los blancos. Esta finalidad tan sagrada justificaba los medios.
Está claro pues por qué los dueños de los esclavos querían que no faltase la presencia de un capellán en los ingenios. Cuántos religiosos, celosos apóstoles, con la mejor de las buenas voluntades, cayeron en la trampa... Estuvieron predicando, en nombre de Jesús, sin saberlo, algo a lo que él se opuso radicalmente en su vida: la resignación ante la injusticia, la bienaventuranza de la esclavitud, la explotación del hombre por el hombre, el despojar de esperanza a los pobres. Estuvieron haciendo el juego a las fuerzas antiReino, contra la Causa de Jesús. ¿Estuvieron siguiendo realmente a Jesús, por muy religiosos que se profesasen?
Muchos obispos, sacerdotes, conventos, monasterios, colegios... fueron ellos mismos propietarios de esclavos. En los mismos territorios de la Verapaz (Guatemala) que recorriera con aquel fervor evangelizador utópico Bartolomé de Las Casas, sólo dos generaciones después los mismos dominicos habrían instalado grandes conventos con inmensos territorios cuyo cultivo azucarero era sacado adelante a base de esclavos negros. Por parte de los jesuitas es sabido cómo sus colegios de Brasil tenían cientos de esclavos, y cómo el superior provincial de Angola, cuando tenía alguna deuda que pagar a la provincia jesuita de Brasil, la pagaba «en especie», con esclavos negros; y él mismo tenía un barco negrero. Y lo que decimos de dominicos y jesuitas -tan proféticos y liberadores en otros aspectos- se podría decir de otras muchas congregaciones, personajes y entidades eclesiásticos.
¿Pero es que no hubo profetas que contrarrestaran la oscuridad de esta página histórica? Respecto a los indígenas tenemos decenas, o cientos de figuras proféticas, que aun siendo la excepción a la regla, no dejan de ser una gloriosa legión. Respecto a los negros parece que podemos contar esos profetas con los dedos de la mano. Ni el mismísimo san Pedro Claver dijo una palabra contra la esclavitud2 . Fue un gran santo, se desvivió por los negros, se entregó heroicamente a su asistencia... pero no se atrevió o no fue capaz de cuestionar la esclavitud. Sólo Miguel García, Gonzalo de Leite, Efipanio de Moirans y mi paisano Fray Francisco José de Jaca se salvaron de ese oprobioso silencio eclesial. Sobran dedos de la mano. A los cuatro les fue mal: incomprendidos, desterrados, perseguidos, apresados y alguno de ellos muerto de mala muerte.
Respecto al esclavismo occidental, la vida religiosa, y la Iglesia como conjunto, fallaron. No condenaron un sistema tan inhumano y anticristiano. Más aún: con su silencio, con su presencia, con su asistencia, con su predicación, lo legitimaron. Estuvieron haciendo «en nombre de Jesús» lo contrario de lo que él hubiera hecho3 , lo contrario de lo que él hizo en su vida (Lc 4, 16ss).
Una desafortunada frase del Documento de Consulta para Santo Domingo nos da una pista: «nunca entonces enfrentó la Iglesia la negación total de la esclavitud negra. Posiblemente, la Iglesia, en un momento de decadencia, no podía retar a todas las potencias de Occidente» (23). Evidentemente, la Iglesia podía, con la fuerza del Espíritu. Pero no lo hizo. No se atrevió a desafiar el sistema esclavista, con lo que lo legitimó. «No se atrevió a retar a todas las potencias de Occidente». La legión multitudinaria de religiosos de aquellos tres siglos tampoco se atrevió, a pesar de que entonces se consideraban «estado de perfección».
Lecciones para hoy
También desde esta página histórica de los afroamericanos podemos hacer una transposición a nuestra hora actual. Hoy estamos también ante un sistema económico radicalmente injusto que se presenta como natural, como evidente, tan metido dentro de la lógica de nuestro mundo, que atacarlo puede ser considerado como un acto demencial. Oponerse a él aparece a muchos como la negación de algo evidente y natural, exactamente como hace tres siglos ocurría con la negación del esclavismo.
Con el fracaso del socialismo real, una «avalancha del capital contra el trabajo» se ha producido en el tercer mundo. Una avalancha semejante a aquella invasión del siglo XVI o a las expediciones en busca de esclavos que se cernieron sobre las costas de Africa. Se trata de una avalancha del neoliberalismo, que con sus «ajustes» sigue produciendo más pobreza y más pobres en el tercer mundo, y más ganancias y más bienestar en la minoría del primer mundo. Se trata de la disfrazada esclavitud de la deuda externa, que impone sobre las mayorías del tercer mundo recortes drásticos en salud, educación, vivienda, trabajo... Hoy no se trata del esclavismo físico, claramente insostenible, sino de un esclavismo más sofisticado.
Como en los tres siglos de esclavismo negro, tampoco faltan en la Iglesia muchos religiosos admirablemente dedicados a la asistencia de los pobres, como san Pedro Claver. ¿Pero hay suficientes religiosos capaces de enfrentarse al sistema esclavista como tal, como Fray José de Jaca?
Son muchos los religiosos que reproducen en su vida la contradicción misma que vive la Iglesia: por una parte, se considera abogada de los pobres, como en aquel tiempo se consideraba abogada de los esclavos; por otra justifica y bendice la esclavitud, situándose más cerca que nunca del capitalismo.
En 1991 vino a Nicaragua, para comentar la «Centessimus Annus», invitado por la Conferencia Episcopal Nicaragüense, el P. Herr, alemán. Su tesis era en síntesis: «el socialismo estaba muy bien intencionado pero, desafortunadamente, no producía riqueza; el capitalismo es el único que produce, el único eficiente. Es la solución; no hay alternativa». Es la misma razón por la que se mantuvo el esclavismo negrero durante tres siglos (hasta que por la revolución industrial dejó de ser rentable). Es la misma postura de los dominicos del Cuzco en el siglo XVII, cuando le escriben al rey poniéndose de parte de las encomiendas y del sistema que sus hermanos también dominicos habían denunciado el siglo anterior: «si su majestad desea que estas tierras le produzcan tiene que mantener el sistema de encomienda; sin ella no hay suficiente creación de riqueza; sin encomiendas no hay colonia (ni imperio)».
Nosotros no dudamos que el capitalismo y el neoliberalismo sean eficaces; ni siquiera dudamos que sean los más eficaces. Como no dudamos de que la encomienda de los indígenas y la esclavitud de los negros fueron muy eficaces en la creación de riqueza. Lo que decimos es que la eficacia no justifica la injusticia, ni de la encomienda ni del esclavismo, ni de la deuda externa o los ajustes económicos.
Cuando la historia avance quizá otros 500 años y se vea ya con claridad que el sistema neoliberal que se impuso a finales del siglo XX no era menos injusto y perverso -aunque más complejo y sofisticado- que el esclavismo negrero, ¿será posible que, también, en algún documento eclesiástico puedan también decir: «nunca entonces enfrentó la Iglesia la negación total del capitalismo y del neoliberalismo. Posiblemente, la Iglesia, en un momento de debilidad eclesiástica y de euforia neoliberal, no podía retar a todas las potencias de Occidente»?
¿Y qué dirán de los religiosos de esta hora final del siglo XX, un tiempo «tan nuevo y parecido a ningún otro» que si bien no nos consideramos ya «estado de perfección» nos proclamamos ufanos «seguidores de Jesús en radicalidad»?
No fue fácil entonces, ni lo es ahora
El discernimiento y la opción que tuvieron que hacer los religiosos defensores de los indígenas y los pocos denunciadores de la esclavitud no fue fácil. No era «evidente» la injusticia que se estaba cometiendo con los indígenas y los negros. La opinión común, el peso de la autoridad civil y religiosa, la praxis misma de las instituciones eclesiásticas, la inercia de las cosas... inclinaban a pensar que la encomienda, la mita, la esclavitud y el proceso general de la conquista era «natural», y hasta asistida teológicamente y por el magisterio pontificio. Tomar aquella opción era difícil. Por eso fueron pocos los que la tomaron. Era más fácil no ser «radical», no ser intolerante, ser más «comprensivo», no querer salirse de la norma común.
El superior provincial de los dominicos de La Española les ordenó por obediencia cesar en aquellas actitudes proféticas. Tenían pues los religiosos argumentos fáciles para tranquilizar su conciencia y «reconciliarse» con el sistema. Pero prefirieron obedecer a su conciencia.
Fueron pocos los que tomaron aquella opción profética. Otros muchos religiosos prefirieron la connivencia con el sistema, el «realismo». Así, la predicación de muchos religiosos vino a ser inocua frente al sistema y, con ello, vino a ser su legitimación más poderosa. La inmensa mayoría de los religiosos estuvo verdaderamente comprometida con el sistema: conventos con indios encomendados, conventos propietarios de esclavos negros, con grandes extensiones de tierra y grandes riquezas, en inmejorables relaciones con los poderosos.
Pero Jesús lo había dicho: «O se está conmigo o se está contra mí». No era posible la neutralidad. Los que no fueron proféticos fueron conniventes.
La historia ya ha juzgado a los religiosos de aquellos siglos. Y ha canonizado, en el altar del corazón de los pobres, a los profetas, los famosos y los anónimos, los que supieron clamar por los indios, los que se arriesgaron, los que no pactaron con la mediocridad, con la prudencia de la carne.
Los muchos religiosos que se acomodaron, los que se quedaron en sus grandes conventos y con sus muchos esclavos, los que reprimieron su conciencia para no desentonar ni crear conflictos, o los que se excusaron con la «obediencia debida» a sus superiores o a sus obispos, ésos ya han sido borrados de la historia. No prestaron un servicio real ni a la Iglesia ni a la vida religiosa, ni a los pobres, ni a Jesús, ni al Reino.
También hoy podemos sumarnos a los religiosos del montón: los que se acomodaron a una vida burguesa y ordenada, los que se apoltronaron en su rutina diaria, sin inventar nuevos caminos, sin arriesgar nada, dejando que otros se aventuraran defendiendo a los oprimidos.
No basta con ser canónicamente religioso. No basta con decir que profesamos el «seguimiento de Cristo». El seguimiento hay que verificarlo en la historia. Seguir a Jesucristo, ¿en qué?, ¿para qué? Está claro: para seguirle en su misma lucha, en la consecución de su misma Causa, en la liberación de los hermanos (Lc 4, 16ss). Si no, se trataría de un seguimiento vacío. No se es verdaderamente seguidor de Jesús simplemente por encuadrarse dentro de una congregación religiosa.
Ser realmente religioso será vivir en radicalidad el seguimiento de Jesús, que es seguimiento y proseguimiento de su Causa, de su Buena Noticia, del anuncio y la construcción del Reino. ¿Qué religiosos, de aquellos que poblaron los 500 años, «siguieron» de verdad a Jesucristo? ¿Quiénes de ellos fueron efectivamente Buena Noticia para los pobres (para los indígenas, para los negros), quiénes hicieron efectivamente Reino de Dios (vida, verdad, justicia, amor...)? ¿Cuántos, por el contrario. estuvieron legitimando y reforzando -ingenua o inconscientemente- las sombras de antiReino que entenebrecieron los 500 años?
Una vida religiosa que no haga suyo el grito de muerte de los pobres, que lo disimule, lo tergiverse, o simplemente no lo perciba, no tiene sentido en América Latina, ni en el Tercer Mundo, ni siquiera en el Primer mundo, ya que hoy estamos en un mundo unificado. La memoria histórica de nuestra tradición viva es un don que los religiosos latinoamericanos debemos aportar en este supuesto «final de la historia», que no es sino un nuevo comienzo de la renovada fidelidad de siempre. Forma parte de nuestro don, nuestro carisma4 .

  • 1 M. LEON PORTILLA, El reverso de la conquista, Editorial Joaquín Mortiz, México 11964, 191990, pág. 21ss.
  • 2 «San Pedro Claver vivió con los esclavos negros en Cartagena de Indias y murió contagiado por las enfermedades de los esclavos. El cuidó, quiso a los esclavos y entregó su vida por ellos, pero nunca cuestionó la esclavitud»: G. GUTIERREZ, Semana de espiritualidad, editada por el Grupo misionero vasco en Ecuador, Quito 1-4.3.94, pág. 29
  • 3 A. NOLAN, ¿Quién es este hombre?, Sal Terrae, Santander 1981, pág. 13.
  • 4 J. M. VIGIL, Descubrir la originalidad cristiana de la Iglesia latinoamericana, «Sal Terrae» 79(septiembre 1991)629-640, Madrid.
    José María VIGIL
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