viernes, 21 de marzo de 2014

¿Qué queda de la opción por los pobres?

¿Qué queda de la opción por los pobres?

José María VIGIL
    

El título que me señalaron para este artículo me parece sumamente sugerente y provocativo: «¿qué queda de la opción por los pobres (OP)?». Después de «estas tres últimas fecundísimas décadas» (1), después de la «década perdida», de la caída del socialismo real y de muchas ideologías, del retroceso de los procesos revolucionarios y los movimientos populares... después de que hemos amanecido a una nueva era (2) en la que todo lo que pensábamos y sentíamos hasta hace poco nos parece ahora tan lejano y hasta lleno de «ingenuidad y simpleza» (3)... después de todo esto, nos preguntamos: ¿qué queda de la OP, de todo aquello que con tanta pasión y fervor hemos vivido y proclamado, de todas esas esperanzas por las que tantos hermanos han dado la vida? ¿Queda en pie alguna utopía? ¿Queda la opción por el «pueblo como sujeto»? ¿Queda siquiera la propia OP? ¿Queda algo? ¿O sólo queda la decepción, el despertar de un sueño, o el sabor amargo de una huida resignada hacia el «sálvese quien pueda» en este nuevo imperio del individualismo y la exclusión neoliberal?
La pregunta «qué queda», aunque estrictamente sea una pregunta, es connotativamente una afirmación: la afirmación implícita de que algo está en trance de desaparición: ¿queda algo (todavía)?
Son muchos, no cabe duda, los que, aun sin responder explícitamente, lo hacen implícitamente con su vida, y afirman, preguntando «qué queda», que no queda ya casi nada. En esta mi patria nicaragüense lo hemos vivido «nítido», como decimos aquí, con toda claridad: se marcharon los internacionalistas. No «quedaron» (4). Se marcharon también -aunque menos, proporcionalmente- los «misioneros internacionalistas». Se acabó el sueño revolucionario, incluso el sueño de una «Iglesia de los pobres». Se impuso el realismo, la crudeza de un amargo despertar, después de un momento en el que nos pareció «tocar el cielo» (5) . ¿Qué queda...?
1.1. Partiendo de la realidad
Los hechos, en «titulares»

Partiré de la realidad mediante una sencilla evocación de los hechos más llamativos, como en «titulares», tal como son presentados habitualmente.
-Se acabó la era de los bloques: hemos llegado a un mundo unipolar, sin contrincante.
-Se acabó el ciclo de las revoluciones antiimperialistas. Hay que convivir con el Imperio. Además ya no tiene sentido hablar de «imperio» ni de «antiimperialismo».
-Se desmoronó el socialismo real. No hay alternativa al capitalismo. «Fuera del capitalismo no hay salvación». Hemos llegado al «final de la historia». Todo lo que venga en el futuro ha de ser «más de lo mismo», evolucionado o mejorado, pero siempre dentro del marco del sistema, que ya es el definitivo(6) .
-Triunfó el capitalismo, en el neoliberalismo. Es el único que produce riqueza. Es el que va a redimir al mundo (7) por el tradicional «efecto cascada», que primero exige un tiempo de almacenamiento de riqueza «arriba», antes de que rebose y se derrame hacia abajo...
-Se impone el «mercado total», que se ha evidenciado como la mejor fórmula económica. Todo es objeto de mercadeo, todo se compra y se vende, nada se debe subsidiar. Sólo así estaremos en condiciones justas y equitativas: ganará el que más trabaje, el que más produzca, el que mejor venda. Quien no sepa competir quedará marginado, se excluirá a sí mismo.
-No hay alternativa ideológica, no hay otra salida económica. Fracasaron todas. Quedó en solitario, victoriosa, la del neoliberalismo. Las ciencias sociales están en crisis, desorientadas, sin vislumbrar otra salida que la del omnipresente neoliberalismo.
-Lo que se ha vivido en las décadas pasadas ha sido un «sueño ideológico» un romanticismo revolucionario carente de base que se ha evidenciado a estas alturas como sencillamente inviable.
Ante todo esto, ¿qué sentido tiene la opción por los pobres? ¿Significa algo más que una bella teoría teológica imposible de implementar en la práctica?
¿Puede el pueblo ser sujeto de su historia? ¿Podrá algún día ponerse en pie? ¿O el futuro de la historia pasa más bien por las clases medias y poderosas? ¿Será el «pueblo como sujeto» un mito sin fundamento que debamos abandonar?
         
La «segunda derrota».
Estos serían como los hechos brutos, los hechos objetivos casi (aparentemente) sin interpretación, como en titulares. Serían como el balance de la «derrota» de la causa popular, como lo han llamado algunos. Pero bien sabemos que eso no es todo. Pero junto a esta «derrota», cunde en muchos una «segunda derrota»: la derrota moral, psicológica, espiritual.
En Nicaragua también lo hemos vivido «nítidamente», y lo que aquí hemos sentido quizá sea un reflejo de lo que, de modo semejante, está ocurriendo en todo el Continente.
En Nicaragua, primero fue el susto y el desconcierto, el no poder dar crédito a la «derrota» electoral de la revolución. Después fueron los lloros y la angustia. Luego la búsqueda de culpables. Más tarde la autoculpabilización. Finalmente la desmovilización, la disgregación, la huida, la amargura... Y después de todo... la reinterpretación.
En Nicaragua una expresión de esta reinterpretación habría de darse, necesariamente, por la idiosincrasia de nuestro pueblo, en la literatura. Daré un ejemplo, que puede valer por muchas ideas. Mónica Zalaquett, esposa del que fue jefe de inteligencia del ejército sandinista en los más crudos años de la guerra, acaba de entrar de golpe en la galería de los divos de la literatura al presentar su primera novela: «Tu fantasma, Julián» (8). Una pluma más añeja, y también femenina por cierto, la de Gioconda Belli, celebra su entrada en el Olimpo literario con sus comentarios críticos. La novela narra la guerra absurda en la que se ven involucrados dos hermanos, uno contra revolucionario, y otro sandinista, Julián.
«El fantasma de Julián -dice Gioconda (9)- es el fantasma de lo que le han y le hemos hecho a Nicaragua, a los campesinos, a los seres inocentes. Es el fantasma de nuestra propia incapacidad como nicaragüenses, como supuestos líderes y políticos, de poner al pueblo y sus sufrimientos antes que las ideas, antes que las consignas y los orgullos. Esta novela nos enfrenta con ese pueblo que actúa sin querer y muchas veces llevado por la resignación ancestral a su propia desgracia, los malditos guiones que se escriben en nombre de "principios" que un día son inviolables y otro negociables, y en los que ellos se ven sumidos contra su voluntad, para alcanzar propósitos que, al final, no significan nada, acaban por no cambiar nada de la esencia de sus vidas pobres y cargadas de miserias... Lo que pesa en este libro es el acto de reconocer cómo las clases políticas de este país, de cualquier bando que seamos, hemos sido incapaces de medir adecuadamente el dolor que les hemos causado a los hombres y mujeres que han pagado con su sangre el precio de nuestras ideas, el precio del fantasma de la libertad que cada cual ha arropado bajo los mantos que más convienen a "la verdad" que cada bando ha proclamado».
Es ahora, según Gioconda -aclamada otrora como una de las divas literarias del sandinismo, emigrada en esta nueva era al paraíso estadounidense- cuando descubrimos que estábamos equivocados. Todo lo que hemos vivido en esta década pasada ha sido una lucha irracional por «ideas» -no importa cuáles-, llevada adelante por «las clases políticas» del país, que han escrito el guión que debían representar los pobres, que son los que siempre ponen los muertos.
Pero, en realidad, lo que Gioconda Belli, Mónica Zalaquett y todo su coro ideológico-literario están diciendo del pasado no lo dicen realmente del pasado, sino para el presente y el futuro. La reinterpretación que hacen del pasado tiene como objetivo crear un nuevo espacio para vivir y para olvidar, para justificar el cambio de rumbo: la abdicación de aquellos principios que hace unos años consideraban sagrados y absolutos.
La mejor manera de romper con aquellos principios ahora incómodos es la de declarar inaugurada una era radicalmente nueva, en la que nos sintamos eximidos de sus exigencias éticas, descalificando todos aquellos valores como pertenecientes a un mundo de ensueño e irrealismo.
Reducir aquellas luchas, aquella mística, aquella pasión, todo aquel derroche de testimonio, generosidad y heroísmo de tantos militantes y mártires -a pesar de tantas miserias humanas- a una simple «lucha irracional de ideas», es una forma de justificar el olvido del pasado y el deseo de emprender una vida nueva exonerada tanto de aquellas exigencias como del remordimiento de haberlas abandonado.
«Es la burguesía elitista e intelectual, que sólo estuvo con los pobres cuando les era fácil, y que ahora que el horizonte se ha cerrado abandona filas y trata de racionalizar su traición», me interpreta un compañero. Es, sencillamente, diría yo, la «segunda derrota», que como la «segunda muerte», es peor que la primera. La primera derrota ocurrió por fuera; la segunda mata el alma.
       
Posmodernismo a lo latinoamericano
Nosotros no hablamos de «posmodernismo», pero ello no quiere decir que no lo tengamos, a nuestra manera, a lo latinoamericano. Creo que el posmodernismo está llegando, avasallador, a América Latina, en esta hora, y no mediante teorías o importaciones intelectuales primermundistas, sino como un producto criollo que nace aquí por reacción a «lo que ha pasado». Por este su origen práctico e histórico, no intelectual, es por lo que no es conocido por su nombre, que parece quedar reservado a una corriente de pensamiento primermundista.
También aquí, como ocurrió en el mundo intelectual de la modernidad, se ha dado un proceso de desencanto y de desengaño. También aquí se ha dejado de creer en el progreso, no ya en el clásico «progreso» modernista, sino en el progreso como capacidad de la humanidad por dominar la historia, o dicho más concretamente, como capacidad de superar la injusticia y la pobreza seculares. A las mayores euforias ha sucedido el mayor de los desencantos: no hay salida.
Si ya no hay salida, si toda la mística y las utopías por las que hemos luchado y por las que tantos hermanos han muerto, han sido aplastadas por la guerra que los poderosos nos han hecho (a todos los niveles), ¿qué Causa queda por la que se pueda vivir (y hasta morir)?
Es demasiado dura esta situación como para que todos puedan soportarla. Ciertamente, hay sectores militantes que resisten el embate de las circunstancias tan adversas; pero muchos otros han claudicado... con una claudicación «estructuralmente» posmodernista: no queramos construir nuevas utopías, ni siquiera deseemos sostener aquéllas. Démoslas por acabadas. Quizá todo fue una simple «lucha irracional de ideas» que no valía la pena. Hagamos una reinterpretación que nos deje tranquila la conciencia para poder refugiarnos en el fragmento, en individualismo, en el «sálvese quien pueda». No pretendamos ya visiones de conjunto ni grandes Causas; contentémonos con los sabrosos goces del mundo moderno que en la montaña revolucionaria no pudimos disfrutar.
Y así cunde el posmodernismo «a lo latinoamericano». Y no sólo en la sociedad en su conjunto, sino también en las Iglesias.
La deserción de los militantes cristianos
En la primera mitad de este siglo se habló mucho en la Iglesia de la «deserción del mundo obrero» y de la «deserción de los intelectuales». El mundo obrero, casi en todas partes, se sentía como anticlerical, inclinado al ateísmo, alejado de la Iglesia, campo de evangelización misionera. Los intelectuales, por su parte, los científicos... aparecían como el otro sector enemigo público de la Iglesia.
Hoy ya nadie duda de que hablar de la «deserción de ellos», intelectuales u obreros, no dejaba de ser un eufemismo. El fenómeno no era fundamentalmente una «deserción» por parte de ellos, sino una expulsión práctica por parte de la Iglesia. Esta se había convertido en un espacio inhabitable para el obrero consciente o para un intelectual honrado. Las alianzas antiobreras de la Iglesia con el mundo empresarial y patronal, la incomprensión de sus reivindicaciones, la imposición de una forma de entender la fe y la ciencia que chocaba con los postulados mínimos de libertad científica y de respeto a la razón... hicieron que obreros e intelectuales hubiesen de abandonar la Iglesia. Hay algunas zonas célebres en Europa que aún arrastran esta herencia secular de anticlericalismo, en respuesta a traumas históricos que no se curan ni con varios siglos...
En un contexto distinto, hoy, en América Latina, al hacer el balance de estas últimas décadas, creo que hay que empezar a hablar también de la «deserción de los militantes cristianos». No solemos hablar de esto porque no queremos abrir los ojos a esta realidad dolorosa. Quisiéramos pensar más bien que todavía es realidad plena esa fecunda convergencia práctica que hemos vivido en América Latina entre cristianismo y movimiento popular. Muchas veces subrayábamos en el pasado que esta convergencia constituía una novedad en la historia de la Iglesia, por cuanto se contraponía a aquellas deserciones que aquí se superaban.
Pero... es hora de verdad y de realismo. Y si bien es cierto que todavía son legión los militantes que siguen creyendo en Dios y esa fe les compromete en la Causa popular, también hay que reconocer honradamente que son muchos también los militantes cristianos que ya no «practican», porque están decepcionados de la actitud que la Iglesia o Iglesias han adoptado en estos últimos años respecto a la Causa de los pobres.
Los procesos históricos que han desafiado a la fe cristiana en estos últimos años han sido un test decisivo. Muchos militantes cristianos y no cristianos, han llegado a la conclusión de que la ilusión de una Iglesia verdaderamente con la Causa de los pobres ha sido también un espejismo, un «sueño» del que ya han despertado. Es verdad que estos militantes siguen creyendo en la teología de la liberación (que es claramente descalificada por la Iglesia), en sacerdotes como Leonardo Boff (que ha tenido que dejar su sacerdocio), en obispos como Pedro Casaldáliga (que constituyen precisamente la excepción a la regla), en religiosos y agentes de pastoral con los que la Iglesia oficial se confronta... Les sostiene en la fe lo que la Iglesia más se empeña en contradecir. ¿Se pueden sentir identificados con la Iglesia?
         
Ya se puede hablar -y se debe hacerlo- de una «deserción de los militantes en América Latina». Algunos obispos están contentos, porque «ya se acabó la Iglesia de los pobres en su país». Son como los que hace cien años se alegraban de la unidad de la Iglesia y de la ausencia de conflictos eclesiásticos políticos y teóricos sin darse cuenta de que el precio que pagaban por esa «paz» era la expulsión de los obreros y los intelectuales. Hoy no se dan cuenta de que se están alegrando de que han logrado escandalizar tanto a los militantes cristianos, que éstos se han convencido de que, efectivamente, no les es posible ser miembros de la Iglesia y estar cordialmente con los pobres, y por eso abandonan la práctica eclesiástica, si es que no abandonan la fe misma...
Por eso va a ser ahora tan difícil la reconstrucción, porque no hay sujeto en el que apoyarse. Tantos militantes generosos, ya no son capaces de confiar en la Iglesia institución, han perdido la capacidad de entusiasmarse de nuevo por la Iglesia. Esta les ha escandalizado, y ha perdido credibilidad irrecuperablemente. Ha sido «demasiado» lo que hemos vivido (manchas de sangre incluidas, empecinamiento contra la causa de los pobres, blasfemias contra el Dios de los pobres y la Iglesia popular...). Es una generación perdida para la Iglesia, perdida por la Iglesia. Costará varias generaciones recuperar esa confianza.
¿Qué queda de la Iglesia de los pobres? (Más que de Iglesia de los pobres o Iglesia popular tendríamos que hablar de «cristianismo popular» (10) , porque la deserción es deserción respecto a la Iglesia, más que respecto al cristianismo). Se ha medio destruido una Iglesia popular (la han medio destruido). Pero quizá queda un pueblo de Dios disperso, cristianismo popular, deseclesiastizado, y sin capacidad de «re-eclesiastizarse» por un buen tiempo. ¿Qué queda concretamente? Y sobre todo, ¿en nombre de qué se va a poder convocar a los que parecen estar vacunados contra toda convocatoria que venga de la Iglesia?
1.2. Analizando más a fondo esta situación: unas cuantas matizaciones.
¿Triunfo del capitalismo?
Se da por hecho el triunfo del capitalismo. Pero nosotros no podemos ser ingenuos al respecto. Se trata de un triunfo mentiroso, que no es tal. Por varias razones.
En primer lugar porque nosotros en el tercer mundo lo que experimentamos no es el triunfo del capitalismo, sino su rotundo fracaso: el aumento constante de la pobreza y de la explotación en todo lo que ha sido y es su área de influencia. Y si en el momento actual se registra una constante, ésta es la del incremento de la pobreza hasta límites nunca antes conocidos. El misterio es cómo no explota la situación, de por sí explosiva. El «posmodernismo», hecho de una genial combinación de individualismo, «yoquepierdismo», indiferencia, apatía, desencanto, resignación, renuncia, flojera, falta de esperanza... se comporta como el mejor aliado del neoliberalismo para mantener a la población indiferente y pasiva en unas condiciones de vida en las que la mera utilización de la palabra «triunfo» debiera quedar proscrita, para no ofender la dignidad de los pobres del tercer mundo. ¿Triunfo del capitalismo? ¿Cuál? ¿Dónde?
Por otra parte, que se imponga el capitalismo, ¿será un «triunfo» del que estar orgullosos? Más bien podemos creer lo contrario. ¿Qué se ha evidenciado con este «triunfo»? Se ha evidenciado que no hay salida fáctica. Que la utopía se ha hecho ahora imposible. Que todavía, lo que mueve a las colectividades es el motor del egoísmo. Que todavía estamos en el Tableau de Quesnay, en el descubrimiento del egoísmo como el mejor motor de la humanidad, y en la competencia mercantil del homo homini lupus como el mejor regulador de las relaciones económicas interhumanas.
Es bien triste que, después de tanto esfuerzo histórico, parezca descubrirse que no hay hombres y mujeres nuevos que cuiden de lo colectivo con más amor que de lo propio, que hagan producir la propiedad colectiva con tanto interés como la propiedad privada, que puedan entregarse por amor gratuito más allá de las remuneraciones económicas.
Pues bien, si lo que se hubiera evidenciado en estos años pasados fuera que Adam Smith y Ricardus tienen razón y que no hay otra forma posible de construir la sociedad que sobre el motor del egoísmo individual, deberíamos entrar merecidamente en un luto colectivo. Nosotros no reconoceríamos eso como un «triunfo», sino como un rotundo fracaso, y como un fracaso no sólo de la sociedad, sino del ser humano y de Dios en definitiva. Nosotros pensamos que no se ha evidenciado sin más que «no hay otra salida» (o lo que es lo mismo, que «fuera del capitalismo no hay salvación»), sino que -a lo más- se ha evidenciado que ahora no es posible todavía dar ese salto. Que la humanidad no está todavía madura. Y que, muy al contrario, debemos luchar por hacer posible esa maduración. Que la «transformación de la sociedad y de las estructuras» depende también de la maduración del corazón de la humanidad.
Nosotros no aceptamos este fracaso como definitivo, porque no aceptamos el fracaso de Dios. No podemos resignarnos a la ética de los lobos.
         
¿Una cuestión de simples modelos económicos?
¿Se trata sólo de una discusión puramente socioeconómica, es decir, de discutir simples modelos socioeconómicos? Aquí en Nicaragua, pocos meses después de la derrota electoral del sandinismo, 381 cristianos cualificados (11) hacían pública su reflexión sobre este punto, y nos parece válida y lúcida. Decían:
«Dos sistemas y dos concepciones del mundo están en pugna. Es importante comprender la batalla que libran.
El capitalismo se basa en el egoísmo individual (según incluso sus propios teóricos fundadores) y en la civilización de la violencia (sobrevivencia del más fuerte). Por eso los poderosos se sienten a gusto en ese sistema, y piden total "libertad" de movimientos. Que no haya otra ley que la de la selva (y "sálvese quien pueda"): mercado libre de trabajo, libre empresa, libre competencia, liberalismo, neoliberalismo... Es lógico que en medio de la selva de egoísmos, el pez grande se come al chico. Los ricos se hacen cada vez más ricos a costa de que los pobres sean cada vez más pobres. Los 183 millones de latinoamericanos sumidos en la pobreza son fruto de este sistema social.
El socialismo es el intento de transformar ese sistema en una sociedad justa y solidaria. Ello no puede hacerse sino limitando los abusos de la "libertad". La libertad de cada uno debe acabar donde comienza la de los demás. El socialismo prohibe la libertad de robar (aun con guante blanco), de explotar, de desposeer a los pequeños, de acaparar inmoderadamente. Lógicamente, en una sociedad así reglamentada hay más justicia, pero hay menos aliciente para el egoísmo individual: no es tan fácil robar, explotar, desposeer, acaparar, marginar... Ahí los poderosos no se sienten a gusto. Pretextan que no hay "libertad". Dicen que hay que "liberalizar, flexibilizar, privatizar"... la economía.
Es evidente que un proyecto de tipo socialista sólo puede salir adelante a fuerza de mística (ya sea ética, política o religiosa). Porque ya no cuenta con el aliciente del egoísmo individual. Es espontáneamente más "motivador" cuidar de la propiedad individual que de la colectiva, trabajar para uno mismo que para la comunidad, mirar por sí mismo que por el bien común. Nadie nace con corazón "socialista". A todos nos es más fácil el egoísmo. Ese es, en parte, el pecado original. Y sólo con un duro esfuerzo de superación podemos acercarnos a ser Personas Nuevas.
Por esto, para nosotros, desde la fe, capitalismo y socialismo no son simplemente dos sistemas socioeconómicos, equiparables en cuanto tales, a los que hubiera que juzgar simplemente en función de su rendimiento económico... El primero cuenta con la complicidad fácil del egoísmo y de la violencia. El segundo representa precisamente la trabajosa construcción del Hombre Nuevo. Por eso no nos escandalizan ni nos decepcionan las resistencias y dificultades que se dan en este caminar» (12).
¿Era realmente «inviable» el proyecto popular?
Nos lo dicen muchos: en estos cambios mundiales lo que se ha evidenciado es que el proyecto popular es inviable. Fracasó.
También aquí se trata de un fracaso mentiroso. Vale el paralelismo con la Conquista del siglo XVI: ¿fracasó el proyecto histórico de los indígenas, su cultura, su comprensión del mundo, sus utopías, su esperanza? Es un eufemismo decir simplemente que «fracasó»; más exactamente lo que ocurrió es que «fue aplastado». No es correcto decir que «se hundieron» los imperios indígenas de Abya Yala; fueron destruidos. Fracasaron, sí, pero precisamente ante el acoso del imperio más poderoso de su tiempo: fracasaron masacrados por un genocidio (13).
¿Significa ello que la cosmovisión y el proyecto indígena fuesen realmente inviables, imposibles, abocados inevitablemente al fracaso? De ninguna manera. Todavía hoy estamos redescubriendo y tratando de recuperar sus valores.
Los proyectos de liberación de los pueblos latinoamericanos no han fracasado tampoco por sí mismos, sino que han librado una valiente batalla con el imperio más grande de la tierra, y en esa batalla, con menos medios, armas y tecnología, como los indígenas del XVI, han sido aplastados.
Pues bien, tampoco lo que ha pasado en este final del siglo XX evidencia que el proyecto de los pobres en América Latina fuera inviable, abocado necesariamente al fracaso. Muestra simplemente, por la forma como concretamente se ha producido, que no ha tenido la fuerza necesaria para afrontar el ataque sostenido y despiadado del capitalismo internacional, que no ha dudado en poner sus mayores recursos en la citada «guerra total» o «de baja intensidad». Ha vencido el derecho de la Fuerza sobre la fuerza del Derecho.
Un proyecto de vida fraterno y familiar es inviable, imposible si los hermanos mayores se niegan a vivir como hermanos de los menores y se dedican a hacerles la guerra. En esa situación no es viable una vida familiar fraterna, es «imposible». Pero la verdad no es que «sea» inviable, sino que alguien «la hace» inviable. La imposibilidad no es intrínseca, sino coyuntural; no inevitable, sino voluntaria.
La inviabilidad del proyecto de los pobres es una inviabilidad externa, fáctica, en esta hora concreta de la historia; no es una imposibilidad intrínseca, de por sí, por su propia naturaleza. Es decir: no es que no se pueda; es que no nos dejan. Ni no nos van a dejar. No se puede «en esta hora», pero, «poderse, se puede». Y se hubiera podido si los que no nos han dejado nos hubiesen dejado, y si los que no debieron abstenerse ni debieron haber entrado en connivencia, hubieran cumplido su deber. Hoy ya todo eso son futuribles, pero futuribles que nos ayudan a no malinterpretar los hechos, ambiguos o equívocos por sí mismos.
Y si la imposibilidad no es total, es obligación esperar, activamente, con esperanza.
          
¿Puede el pueblo ser sujeto histórico?
En este sentido se dice que la opción por el pueblo como sujeto ha de replantearse. El pueblo no habría demostrado su capacidad de ser sujeto histórico. De hecho la opción mayoritaria de la Iglesia a través de los movimientos es ahora por las clases medias. Ese es el sujeto histórico sobre el que se quiere construir la Iglesia y la historia (14).
En este punto, nuestra experiencia nicaragüense puede ser significativa, quizá incluso simbólica. Porque nosotros hemos sido testigos realmente de un pueblo «sujeto de su historia, arquitecto de su liberación» (15), de un «poder popular». En la década revolucionaria era normal encontrar funcionarios de marcados modos campesinos en ventanillas en las que, en cualquier otro país se encuentra a un funcionario de clara extracción burguesa. Aquí el Estado estaba en manos campesinas, obreras, proletarias. Y esto que era un gozo para todos los que sintonizábamos con la utopía del poder de los pobres, no dejaba de ser una fuente de preocupación. Por varios motivos.
Primero, porque para todo lo que es funcionariado y burocracia la clase burguesa ha estado y está, desde siempre, mejor preparada que los pobres. Aquellos campesinos a veces no sabían casi escribir, ni tenían la desenvoltura típica del funcionario que ya nació -por extracción de clase- entre papeles y burocracias.
Además, sobrevino aquella tesis de las «vacaciones históricas»: se dijo por un tiempo que ya se había trabajado demasiado durante los años de explotación capitalista en largas y extenuantes jornadas de trabajo impuestas y era la hora de un período de descanso, de «vacaciones históricas», para reparar tanta explotación. Así, muchos campesinos apenas cumplían jornadas de cinco horas de trabajo.
Por su parte, la filosofía colectivista de un Estado revolucionario, entendida a su modo por las clases populares, hacía que lo que es de todos no fuera de nadie. Si «paga la revolución» ya no se cuida del ahorro, de la productividad, de la eficiencia...
Y, ya lo decíamos entonces: si no somos hombres y mujeres nuevos, si no valoramos la propiedad colectiva, el interés del pueblo, el bien común, como si fuera el nuestro propio personal y aun por encima de él, nos ganará la eficiencia burguesa capitalista. Las virtudes y cualidades burguesas típicas (eficiencia, laboriosidad, competencia, responsabilidad, eficiencia...) (16) sólo quedarán superadas por el Hombre y la Mujer Nuevos. La persona burguesa capitalista se mueve por el motor de su propio interés egoísta, y ése es un motor muy potente. Una revolución sólo superará al capitalismo si echa mano de un motor más potente todavía: la mística del Hombre y la Mujer Nuevos.
La Persona Nueva, hombre o mujer, no surge como los hongos tras el cambio estructural. No se crea por decreto revolucionario. Es cuestión de mística. El socialismo, la revolución, la economía comunitaria colectiva o cooperativizada no puede salir adelante por decretos políticos o por medidas estatales, sino por mística (religiosa o política o ideológica, pero por mística en todo caso).
Preguntemos de nuevo: ¿estuvo el Pueblo a la altura de las circunstancias? ¿Puede ser sujeto de su historia? Yo no me apuntaré al coro de los jueces de la historia que, tras una breve experiencia de apenas unas décadas de protagonismo concedido al Pueblo, después de siglos o milenios de marginación e incapacitación, y tras una hostilidad violenta llevada a cabo de nuevo por el imperio de turno, como en el siglo XVI lo hiciera el otrora imperio español, ya sentencian como definitivamente probada la incapacidad del pueblo para ser sujeto de su historia y declaran que de ello «no queda nada». También en aquel siglo XVI los políticos del imperio y sus teólogos cortesanos consideraron probado que los pueblos indígenas no tenían capacidad para ser sujetos históricos. Pero hoy vemos claro -no todos todavía- que fue el imperio español precisamente quien no estuvo a la altura de las responsabilidades históricas que le sobrevinieron en aquella hora.
¿Qué queda? Responder que queda sólo inviabilidad, me parece un espejismo lamentable. Hay que distinguir entre la imposibilidad fáctica y la viabilidad intrínseca: no es que el Pueblo no pueda ser sujeto; es que no lo han dejado. No es que no sea capaz: es que esa capacidad no se improvisa en unos años después de tantos siglos o milenios de pasividad y marginación. Frente a la imposibilidad fáctica (coyuntural, en este momento concreto de la historia, y mientras la humanidad no madure), está la viabilidad intrínseca del sujeto popular, que es además un imperativo ético inmutable.
2.1. Iluminación histórica
He hecho ya varias veces alusión a la conquista del siglo XVI. Pienso que guarda un gran paralelismo con la situación actual. Han cambiado los actores, los nombres, los escenarios, las modalidades... pero el conflicto estructural es sorprendentemente semejante.
También los indígenas fracasaron ante los europeos en el siglo XVI. Pero, ¿fracasaron realmente? Quiero decir: desde el punto de vista del Derecho, de la Verdad, de la visión global de la Historia, ¿quién fracasó realmente, quién se equivocó éticamente en cuanto al derecho de gentes, quién se equivocó ante Dios y la Historia?
Ha habido muchas «noches oscuras» y muchos fracasos históricos de los pobres a lo largo de los siglos. Su proyecto liberador fue bloqueado muchas veces, sofocado y aplastado. Y también se dijo que era imposible, inviable. Inviable parecía el reconocimiento de la libertad de los indígenas, e inviable aparecía la supresión de la esclavitud. Pudieron demostrar al rey que si se suprimía el sistema de encomiendas sencillamente se clausuraba la colonia y se hundía el «Nuevo Mundo» (17).
«Sin esclavos no hay azúcar, y sin azúcar no hay Brasil», se dijo. Y como no podía dejar de haber Brasil, se decidió que lo «inviable» era la supresión de la esclavitud. Hicieron inviable la dignidad humana de aquellos esclavos porque no había voluntad de renunciar a un Brasil construido sobre el sudor y la sangre de los negros. Y era «inviable» la supresión de las encomiendas y el reconocimiento de la dignidad de los indígenas porque no había capacidad de ver los derechos del otro y los derechos de los pueblos. No eran inviables en sí mismos esos proyectos, lo eran sólo fácticamente, coyunturalmente. De hecho seguirían vivos, latentes, esperando la hora de realizarse y concretarse, cuando la humanidad accediera a un nivel de madurez y conciencia que posibilitara y hasta exigiera su realización concreta.
¿Por qué ahora nos iba a parecer que el «triunfo» del neoliberalismo significase la inviabilidad «definitiva» (y por tanto, de hecho, intrínseca) del proyecto de los pobres y el «final de la historia»? Sería un lamentable error de perspectiva histórica. A san Agustín le pareció que se acababa el mundo -y así lo escribió- cuando, ya él a las puertas de la muerte, los bárbaros asediaban su ciudad; pero no era todavía el «final de la historia». Como Agustín, muchos cristianos se dejan engañar y creen ver el final de la historia cuando dan por supuesta la victoria insuperable del neoliberalismo y la inviabilidad del proyecto de los pobres.
        
Han sido muchas, innumerables, las «noches oscuras» de los pobres, las horas interminables en que han oído la prédica de ilustrados oligarcas, aristócratas, burgueses, o predicadores sagrados, de que su proyecto de libertad y de protagonismo histórico era inviable. Los poderosos se han esforzado por privar a los pobres de lo más valioso: la esperanza. Y también hoy el neoliberalismo espera (y en buena parte lo ha conseguido) que las Iglesias que se alíen con él en la tarea.
Pero el Pueblo tiene perspectiva histórica. Y memoria. En ella constan las esperanzas de los indígenas que no se doblegaron, de los negros esclavos huidos a los quilombos, de los obreros y campesinos explotados secularmente, de todos los luchadores rebeldes. ¿Cómo fue la noche de los pueblos indígenas al ser conquistados? ¿Cómo fue la noche de los esclavos negros, que contemplaban atónitos la complicidad universal (incluso del cristianismo) en ese crimen del esclavismo, «el pecado mayor de la expansión colonial de Occidente»? (18) ¿Puede haber una noche peor que aquélla? En todo caso, mantuvieron la esperanza, y la esperanza se realizó en su día. ¿No nos enseñará la historia de las noches oscuras su lección para nuestra propia noche?
«Déjennos morir, porque ya murieron nuestros dioses», dijeron los sabios aztecas a los «doce apóstoles de México», que se esforzaban por dialogar con ellos para mostrarles que su religión, sus dioses... eran falaces. «¿No es bastante que nos hayan destruido nuestro Estado y dispersen nuestras instituciones? ¿También quieren destruir nuestra religión? Es por los dioses por quienes se vive. Déjennos morir, porque ya murieron nuestros dioses...» (19). Esa es la sensación que tienen hoy muchos militantes latinoamericanos. «Déjennos morir, porque ya murieron nuestros dioses...». Desaparecieron las utopías que llenaron de vida y de sentido nuestras vidas, los «dioses por quienes se vive»... Déjennos morir tranquilos en el individualismo, en el sálvese quien pueda, en el posmodernismo latinoamericano...
Pero a pesar de que muchos indígenas sucumbieran a la desesperanza, la esperanza y los dioses aztecas y mayas y de toda Abya Yala se mantuvieron vivos. Los militantes de hoy, ¿no mantendrán vivo el fuego que alimenta a sus dioses, los dioses por los que se lucha y se muere y se vive...?
2.2. Iluminación bíblica
También la Biblia, toda ella, está marcada por el ritmo interno de las horas de los sucesivos imperios. La historia de Israel puede periodizarse en función de las distintas potencias a las que estuvo sometido: Sumeria, Egipto, Asiria, Babilonia, Persia, Grecia, Roma... La llegada de un nuevo imperio (nuevas armas, nueva tecnología, nuevo comercio...) que se impone por uno u otro tipo de violencia y volatiliza las esperanzas de los pobres... es un tema recurrente en la Biblia; es como la cadencia que marca el ritmo inconfundible de la historia bíblica.
Por ejemplo, el exilio, el cautiverio en Babilonia. Israel se ve expulsado fuera de su tierra, sin templo, sin instituciones, sin sacerdotes, en el más absoluto despojamiento, por obra del imperio de turno. «La misma identidad del pueblo se quebró como un plato que cae al suelo. El pueblo quedó perdido: sin poder, sin privilegio, sin rumbo, disperso en un inmenso imperio. El cautiverio fue la oscuridad (Lam 3, 2.6), la experiencia de la nada, el caos: tinieblas, aguas, desierto (Gén 1, 2). Dios parecía haber rechazado a su pueblo para siempre (Lam 3, 43-45). No había ningún anuncio que pudiera dar esperanza al pueblo. Dios parecía haber perdido el control del mundo. El nuevo dueño era Babilonia, que decía: "¡Para siempre he de ser señora! ¡Yo soy, y fuera de mí no hay nada!" (Is 47, 7.8). La ruptura con el pasado parecía ser total y el pueblo decía: "Acabó la esperanza que me venía de Dios" (Lam 3, 18). "Ya no sé lo que es ser feliz" (Lam 3, 17). "Dios nos abandonó" (Is 49, 14). "La Hija de Sión se quedó viuda" (Lam 1,1), "perdió al marido, quedó sin Dios" (Is 40, 27; Sal 22, 2)» (20).
El pueblo sentía aquello, con toda claridad, como el «final de la historia», como el triunfo total del imperio sobre los pobres, sobre el proyecto de Dios. Pero Dios, proseguía con la historia a cuestas, sin inmutarse. No se desengañaba de su pueblo, tan pequeño y débil, y seguía eligiéndolo como sujeto de la Historia de la salvación. Dios siguió optando por él, diríamos que de un modo exhibicionista: le gustaba subrayar el contraste de la pequeñez de Israel frente a los imperios poderosos, para mejor resaltar su opción por el pueblo, opción que no era por los méritos del pueblo, que no correspondía a las capacidades que Israel mostraba...
Señalemos que alguno de estos fracasos no fue por una violencia externa aplastante, sino que fue un fracaso -diríamos- «democrático». Así fue, precisamente, el fracaso de la confederación de las tribus de Israel, la época idílica en que estuvo más cerca de realizar el proyecto de Dios. Podríamos decir que lo que fracasó fue el proyecto mismo de Dios. El pueblo se cansó del proyecto de Dios. Por más que parecía un proyecto beneficioso para el pueblo, que eliminaba de raíz la posibilidad misma de la explotación y la injusticia, a pesar de que se trataba de un proyecto fraternizador, igualador, sin reyes que oprimieran con sus tributos, sin ejército, etc. a pesar de todo eso, el pueblo se cansó. Prefirió «ser como los otros pueblos» (1 Sam 8, 5 y 19), como los imperios, tener también su rey y su ejército, aunque con ello se introdujera la posibilidad de la explotación... como clarividentemente denunció Samuel (1 Sam 8, 6-18). Los exégetas (21) dicen que debajo de todo aquello había también una lógica económica: nuevas rutas comerciales, deseo de los más desarrollados por entrar en el comercio internacional, en las «tecnologías modernas», en el «desarrollo», abandonando aquellas ideas idílicas y arcaicas de igualdad y fraternidad del proyecto de Dios...
Diríamos pues que el pueblo le retiró su apoyo. Dios «perdió las elecciones». No convenció su utopía. La masa optó entonces (y vota hoy día) por el estómago, y prefirió el american way of life de la época. Dios perdió democráticamente. Su proyecto «se colapsó», tal como hoy día lo hizo el socialismo real con todas sus utopías y proyectos de fraternidad revolucionaria.
Es decir, que no sólo no estamos en el final de la historia, sino que ni siquiera estamos ante una novedad. «Nada nuevo bajo el sol». Aunque parece a veces llegar a su final, la historia vuelve a las mismas, de otro modo.
Y en el NT, ¿qué mayor fracaso que el de Jesús? ¿Qué mayor «final de la historia»? Todos lo dieron por acabado. Nadie creyó en él. Lo dejaron solo. Huyeron. El fue el único que no quiso dar su brazo a torcer. Y eso que tampoco podía «dar razones», porque más bien lo único que tenía eran preguntas, sobre todo aquélla: «¿por qué me has (y me han) abandonado?», o lo que es lo mismo: «¿por qué hemos fracasado, si tenemos razón, si nuestra Causa es la que vale, el Reino?» A aquellas alturas, en la oscuridad del fracaso de la cruz, a Jesús se le evidenció como «inviable» su proyecto del Reino. Le había fallado el «sujeto» popular, pues se quedó sin gente, solo, «sin base social», democráticamente fracasado. El Imperio -y la religión aliada- lo aplastaron por la fuerza, vencieron. ¿Pero convencieron? A él, desde luego, no. Ante los demás, ante la masa, pareció que triunfaban, y que él quedaba descalificado de la historia, y sobre todo por el silencio cuasicómplice de Dios... Parecía acabarse la historia, definitivamente...
Pero Dios sacó la cara por él, y lo resucitó, y avaló toda su predicación del Reino y la Buena Noticia para los pobres. No, no se había acabado la historia.
Más allá y más al fondo de todos estos argumentos hay otro, que sería quizá el más teológico o el más teologal: Dios mismo. La lectura popular de la Biblia está evidenciando hasta la saciedad que con el tiempo «hemos velado más que revelado» (22) la originalidad del Dios que se nos revela en la Biblia. El Dios bíblico original no hace opción por los pobres: «es» él mismo opción por los pobres, y aparece y se revela en la opción por los pobres de los pobres que se hacen sujetos históricos. Rebasa este tema (23), a todas luces, las posibilidades de espacio que aquí tenemos, pero es necesario enunciarlo cuando menos. Hoy ya sabemos que la aparición de Dios en la historia no fue a base de un espectáculo metafísico en la zarza ardiendo, ni en la gesta del éxodo, ni en la «elección» tan gratuita como incomprensible de una raza (la de Israel) como pueblo escogido... Dios hace su presentación (su irrupción) en la historia en medio de la revolución agrario-campesina que se da en Canaán a finales del siglo XIII a. C.
Los «hapirús» (origen de la palabra «hebreos», con las mismas consonantes fuertes) son los verdaderamente elegidos. Los hapirús no eran una raza, sino campesinos sin tierra, marginados, incluso delincuentes forzados a serlo para sobrevivir, forajidos («foras-éxitus», fuera de la ley)... Estos hapirús hicieron la primera experiencia religiosa del Dios bíblico. O lo que es lo mismo: en ellos se reveló por primera vez (históricamente hablando) el Dios Bíblico. Experimentaron la presencia de un Dios, «El» (24) que se enfrentaba al dios Baal, dios del imperio de entonces, y que se solidarizaba con ellos y los empujaba a la búsqueda de una sociedad diferente. El encuentro con el grupo de también hapirús (no de hebreos) que venía del éxodo, el que venía del Sinaí y los que ya estaban desde mucho antes en las montañas de Israel produjo, la sorpresa de que aquellas experiencias religiosas se expresaban mutuamente. Y de ahí vino la síntesis que cuajó en la Biblia. Todos sintieron lo mismo que los del éxodo en Egipto: que «el Dios de los hapirús nos ha salido al encuentro» (Ex 5, 3). El Dios bíblico es el Dios de los hapirús: el de aquellos pobres desarrapados que se alzaron como sujetos de su historia en lo que -sociopolíticamente mirado- fue una revolución agrario campesina. No es que el Dios bíblico haga opción por los pobres: es que él mismo «es» opción por los pobres. No es que creer en el Dios bíblico conlleve hacer una OP, sino que «es» una OP y conlleva creer en los pobres como sujetos históricos (25). Y viceversa: hacer OP es ya creer en el Dios bíblico, aun sin saberlo.
Así es el Dios original; todo dios «otro» es deformación de éste.

2.3. Análisis teológico
Distinguir los niveles

Nuestro deber en esta hora pasa por el discernimiento. Y discernir es distinguir, no confundir los planos ni las realidades.
Una primera distinción: uno es el nivel de los principios y otro es el nivel de sus mediaciones. Los principios, los imperativos éticos, teológicos y hasta teologales, están en un plano; y en otro están sus mediaciones, es decir, las estrategias, las tácticas, las fórmulas ideológicas que pueden concretar históricamente aquellos grandes principios en cada hora, las posibilidades fácticas que cada coyuntura ofrece o prohibe...
Por ejemplo, hablemos de la OP. Su más honda esencia no es estratégica, ni pastoral, ni mediacional, sino teológica o, mejor, teologal. La OP es un principio que ya tenemos claro que pertenece esencialmente a lo más hondo del cristianismo porque pertenece a lo más hondo del ser de Dios. Tiene fundamento teologal, más que teológico, y es permanente, por encima de horas históricas, por encima de factibilidades o impases.
        
Todo esto no impide que en una hora histórica concreta una determinada forma de poner en práctica esa OP, que como imperativo teologal se mantiene imperturbablemente «firme e irrevocable», se haga (o la hagan) inviable. La OP está más allá y más adentro de sus mediaciones.
Me provoca una sonrisa leer que Napoleón Chow (jurista, economista y sociólogo nicaragüense, que incursiona ahora en el campo de la teología 26) me atribuya haber sido el primero en haber hecho esta distinción (27). No me cabe este honor. Afortunadamente ésta es una convicción que ha estado siempre clara en la teología de la liberación, si bien la hora actual nos hace más conscientes si cabe de la necesidad de su utilización.
Los cristianos comprometidos con los pobres, y la teología de la liberación, no habían hecho una opción «teologal» por el socialismo, ni por ninguna ideología política, es decir, por ninguna mediación. Ello no quiere decir que, a nivel «estratégico», práctico, mediacional, los cristianos, para no quedarse en la ineficacia de los principios eternamente teóricos, no hubieran adoptado una opción práctica a nivel estratégico en favor de la mediación ideológico-sociopolítica que más adecuada creyeron en cada momento, sin dejar de tener conciencia de la distinción entre la opción fundamental y sus mediaciones, y sin elevar a nivel teológico, dogmático, o teologal, lo que era y siempre fue para los que se mantuvieron claros, una opción práctico-estratégica.
Si la historia, en este determinado momento, nos hiciera evidente que el socialismo, como fórmula ideológica sociopolítica concreta, fuera inviable, habría que deponer todo esfuerzo en su implementación histórica, evidentemente, pero dejaría intocado -porque está en otro nivel- aquello que daba fundamento y motivos a la mediación estratégica adoptada, es decir, a la opción por los pobres. La misma opción por los pobres, «firme e irrevocable», derivará en opciones estratégicas prácticas (mediaciones) diversas, según la factibilidad o imposibilidad que cada hora histórica proyecte sobre esas mediaciones.
Distinguir los niveles pero no separarlos indebidamente
No basta distinguir; también es preciso no separar indebidamente. Distinguir no implica necesariamente desconectar. Los principios teológicos, éticos y teologales, por más que se los distinga de sus aplicaciones a nivel de las mediaciones, deben seguir siendo lo que son, «principios», principios rectores de las mediaciones, principios que emanan imperativos que han de ser secundados de una u otra manera.
Lo contrario es «esquizofrenia teológica», en la que están cayendo algunos en esta hora. Son por ejemplo los que dicen de hecho: «sí, la OP continúa siendo válida por su parte, teológicamente hablando, pero en la práctica el capitalismo ha triunfado y no va a haber salida si no es entrando en sus reglas, porque el pueblo ya se ha evidenciado como incapaz de ser sujeto histórico». Esa es una esquizofrenia teológica: la de los que admiten la OP a nivel teológico confesándola a la vez inviable a nivel de mediaciones, la de los que admiten la OP como una teoría teológica bella aunque impracticable.
Distinguir los niveles no implica, decimos, disociarlos completamente. Una tal disociación, más que distinción es destrucción de lo que realmente significaban los dos niveles en su mutua y fecunda interacción.
Si la OP sigue siendo «firme e irrevocable» para nosotros, no podemos autoengañarnos vaciándola de sentido y de eficacia en el plano de las mediaciones que todo principio necesita para convertirse en algo más que «flatus vocis» o pura «idea vacía». Que la OP sigue firme e irrevocable, que le reconocemos estatuto teológico y teologal significa que la reconocemos como uno de los máximos principios rectores de nuestra praxis histórica a la hora de elegir las mediaciones concretas socio-económico-políticas con las que queremos «verificar» precisamente esos nuestros máximos principios rectores de nuestro comportamiento histórico y de la realización de nuestra misión y quehacer cristianos.
La distinción sana (no esquizofrénica) se da en el plano gnoseológico y de lenguaje: «sabemos» que la OP teologal y la OP estratégico-táctica son niveles distintos de la realidad, y no caemos en el «bilingüismo» saltando inconscientemente de un plano a otro. La distinción esquizofrénica se autoengaña creyendo que respeta la OP a nivel teologal, cuando en realidad simplemente la ha arrinconado en el baúl de los principios ineficaces e impracticables.
La opción por los pobres «firme e irrevocable»
No es éste el lugar para desarrollar la fundamentación teológica de la OP (28), pero queremos destacar la importancia que reviste la consolidación de dicha fundamentación.
Este es un punto que, debido a esa falta de claridad a que nos hemos referido sobre la distinción entre el nivel de los principios y el de las estrategias mediacionales, es importante subrayarlo y proclamarlo. Porque son muchos los que inconscientemente piensan que con la crisis de estos años habrían caído no solamente el socialismo real y la teología de la liberación, sino la misma OP.
He ahí una urgencia teológica y pastoral inaplazable, para superar en este momento esa posible confusión que a muchos interesa disipar: es urgente seguir proclamando que, incluso en el caso de que hubieran sido verdad el «final de la historia» y la ««inviabilidad» del pueblo como sujeto y su proyecto histórico, aun en ese caso se mantendría «firme e irrevocable» e incluso reforzada la OP. Habría que cambiar de mediaciones e inventar nuevas fórmulas, porque todas ellas son relativas y accidentales, pero seguiría siendo esencial lo que es esencial y absoluto: la OP como dimensión que es del Reino de Dios (29).
Hay que seguir profundizando en esa fundamentación teológica de la OP. Hay que seguir proclamándola insistentemente. Han sido demasiados siglos con la opción contraria como para que pensemos que ya ha sido suficientemente asimilada en la conciencia cristiana de nuestra generación.
Ciertamente que su fuerza y su contundencia es tal que ni aun sus enemigos logran zafarse a su influencia. La OP tiene tal fuerza que más parece un axioma evidente que una afirmación teológica necesitada de demostración. Pero, por eso mismo surge la tentación -tan irresistible como inconsciente de su «domesticación»: «si no es posible hacerle frente, reinterpretémosla y reduzcámosla a la medida de nuestros deseos». La mayor parte de las insistencias en su carácter «preferencial», «no exclusiva ni excluyente»... van por ahí (30). Algunos llegan ahora al extremo de afirmar que la OP de Medellín y Puebla ya habría sido declarada abolida, siendo la proclamada en Santo Domingo una opción nueva y sin conexión con aquella, y que no estaría «ideologizada» (31) como aquélla.
Denunciar estos vanos intentos de domesticación, «insistir a tiempo y a destiempo» (2 Tm 4,2) en la buena noticia de la opción por los pobres, dentro y fuera de la Iglesia y dentro y fuera de la teología, se evidencia como una tarea pastoral y teológica (y hasta ideológica) que queda ahí como urgente e inaplazable.
¿La OP incluye la opción por el pobre como sujeto?
O lo que es lo mismo: ¿qué queda de la opción por el pobre como sujeto? Pero antes nos tenemos que preguntar: la opción por el pobre como sujeto, pertenece al nivel de los principios teológicos y/o teologales, o al nivel de las mediaciones?
Se trata de una pregunta seria, y difícil. Porque, en una primera aproximación, parece evidente que la opción por el pobre como sujeto es una mediación ideológico-política. Que el mundo nuevo haya de ser construido por un sujeto histórico o por otro, apoyándose en los sectores burgueses o en el movimiento popular... podría ser simplemente una cuestión de táctica o estrategia, y por tanto de mediación, sin que en esa cuestión hubiera que buscar más meollo teológico o teologal.
Pero nosotros no nos quedaríamos satisfechos plenamente con una respuesta así, tout court. Creemos que, ciertamente, la cuestión pertenece a ese plano mediacional, por supuesto. Es una cuestión de procedimiento, de método, de estrategia histórica, y todo esto es mediacional. Pero a la vez hay algo más ahí (32). ¿Se opta real y eficazmente por los pobres si no se reconoce en ellos, de una manera u otra, la potencialidad al menos de ser sujetos de la historia? Una OP que se quedara en el nivel teológico-teologal, pero fuera compatibilizada con la negación de todo carácter protagónico o de capacidad «sujeto histórico» a los pobres, no sería realmente una opción por los pobres, sino una opción «por los pobres como objetos beneficiarios de la historia dirigida por los poderosos». Sería una OP que reconocería tácitamente que los pobres no son sujeto de opción.
A nivel de estudios teológicos está plenamente justificado cómo la opción por los pobres como sujetos es parte exigida de la opción teologal por los pobres. Pero aparte de la reflexión teológica de tipo sistemático se puede hacer otra de tipo más histórico. Veamos.
Hubo muchos que optaron por el pueblo como sujeto cuando las «certezas científicas» del materialismo dialéctico así lo «evidenciaban». Aquella opción por el pueblo como sujeto no era cuestión de fe, sino de ciencia; era algo «científico», como se decía. Quien no la compartía era tachado de anticuado, como deudor de un pensamiento precientífico. Y ahora, cuando todas esas certezas se han quebrado, ya muchos no optan por el pueblo como sujeto porque no es evidente, porque el sujeto histórico que aparece ahora como evidente es la clase burguesa neoliberal...
Ni aquella opción ni ésta son opción de fe, opción teologal. Ambas eran deudoras de lo que las «certezas» de cada momento parecían «evidenciar». Autores hubo que justificaron (teológicamente incluso) la opción por el pobre como sujeto sin fundamentarla en la fe, sino en los análisis políticos. Y muchos de los que ahora ya renuncian a ella, lo hacen también por otros nuevos análisis ecnómico-políticos. Ni una ni otra opción por los pobres -insisto- son verdadera OP a nivel teologal. Porque la OP se fundamenta, como la fe misma, no en «certezas científicas», ni en análisis políticos o económicos, sino en Dios, en la opción de Dios, en la fe en El...
La OP, incluso la opción por los pobres como sujeto histórico, tiene un fundamento teologal. Nosotros no optamos por los pobres porque sean los más fuertes, ni los más capacitados... sino porque imitamos a Dios, que tampoco opta por ellos porque sean santos o los mejores, sino precisamente porque son pobres. Nosotros no optamos por los pobres porque sean los vencedores del mañana (así optaron muchos que se subieron al carro de los vencedores, y se bajaron de él en cuanto el viento cambió de dirección), sino porque son los perdedores de hoy. No optamos por ellos como sujetos históricos porque las «certezas científicas» o los análisis políticos evidencien que en ellos está la potencialidad mayor de ser sujetos históricos, sino porque nos lo dice la fe, esa fe que nos hace imitar a un Dios que opta obstinadamente por un pueblo pobre y débil que fracasa indefectiblemente ante los sucesivos imperios.
Y porque la OP es del género de la fe, podemos optar por los pobres «contra toda evidencia». Ya sabemos que la historia parece mostrar ahora lo contrario, y también nosotros nos preguntamos «¿por qué nos has abandonado, por qué hemos fracasado?», y sin embargo nos atrevemos a encomendar nuestra opción por el pueblo como sujeto en las manos de Dios. Quiero decir: nuestra OP es teologal, se fundamenta en Dios y no en certezas dizque científicas, ni en análisis socio-económico-políticos. Aceptamos todos los análisis actuales que hablan de que la hegemonía histórica ha tomado últimamente otros rumbos. Y sin embargo nos arriesgamos a creer que, de una u otra forma, de una manera que ahora nos es imposible siquiera imaginar, los pobres, el pueblo, saldrán adelante en la Historia, porque lo que no es la última posibilidad de Dios no puede ser la última posibilidad de los pobres.
Para nosotros, la opción teologal por los pobres incluye una afirmación del pueblo como sujeto histórico, una afirmación que está también ella en el plano teológico (y quizá cuasiescatológico), pero que es real y explícita. Es una afirmación que es compatible (porque están en dos planos distintos) con las constataciones contrarias (momentáneas) que ahora («en este eón») se hagan a partir de los análisis socioeconómicos e históricos. En los momentos históricos en que esos dos planos (el teológico y el socioanalítico) se manifiestan contrariamente, una forma exigida de optar por los pobres puede ser la perplejidad. Saber soportar esa perplejidad sin perder la esperanza y la opción, he ahí el filo de la navaja.
«Final de la historia»: un escatologismo precipitado
Una palabra, aunque sea mínima, sobre este «escatologismo» extemporáneo. Ya nos hemos referido a ello anteriormente. Basten unas palabras finales.
Si el análisis correcto de lo que ha ocurrido en esta hora hubiera de ser expresado diciendo que el proyecto de los pobres ha fracasado ante el triunfo del capitalismo, y que tal triunfo y tal fracaso son definitivos e insuperables, desde nuestra fe habríamos de concluir que quien ha fracasado es Dios mismo. Si este «triunfo» del neoliberalismo es el «final de la historia», éste sería también el final de Dios, la negación de su soberanía y de su señorío sobre la Historia. Digámoslo clara y paladinamente: si éste es el «final de la historia», ha fracasado el ser humano, y ha fracasado la historia misma y ha fracasado Dios: se habría evidenciado inviable su propio proyecto, ¡el Reino!
La expresión «final de la historia» es teológicamente demasiado burda como para ser aceptable por un teólogo (incluso un simple cristiano) con una mínima cultura teológica. Pero hay una aceptación clandestina o inconsciente de ese «final de la historia» cuando los cristianos aceptan de hecho el «triunfo del capitalismo» como algo insuperable o definitivo. Cuando nos dicen que «ya no es pensable el pueblo como sujeto», o cuando dan por supuesto que todo avance no podrá darse sino en la línea de la reforma del neoliberalismo, desde su interior y no desde su superación, están cayendo ingenuamente -y quizá también inconscientemente- en ese escatologismo precipitado, escatologismo que no deja de tener su dosis de blasfemia contra Dios, como he dicho, en cuanto que niega su Reino, su señorío y soberanía sobre la Historia, y su dosis también de blasfemia contra los pobres, en cuanto que se ha decepcionado de ellos y ya los cree simplemente «objetos» de la historia.
3. Conclusión: ¿qué queda de la opción por los pobres? Desafíos.
Queda Dios, definitivamente, con su opción, «firme e irrevocable». Y quedan los pobres, por ahora, más numerosos y más pobres. Queda también el Evangelio, como «buena noticia» de Dios para ellos y para todos los que nos hemos hecho sus «compañeros de esperanza y de Causa» por la OP.
Queda pues la misma OP de siempre, inmutable y eterna, con más motivos coyunturales y más urgencias -si cabe- en esta hora histórica concreta.
El neoliberalismo está en las antípodas de la OP. Por eso, el neoliberalismo es pecado, aunque sea «lo único ahora fácticamente posible», por ahora. Los cristianos sólo podemos vivir en él como en el exilio, en estado de evangelización misionera y de profecía, con la obsesión permanente de «no acomodarnos a este mundo» (Rm 12, 2).
Dicho esto, queremos terminar, enumerando ya sólo cuasitelegráficamente, los principales desafíos que esta actitud profética y misionera nos exige:
1. La clarividencia: saber ver, desde la fe y con discernimiento teológico, la esencialidad teologal de la OP por encima de la crisis de los paradigmas teóricos y los análisis sociopolíticos. Contra toda evidencia sociológico-económico-política.
2. La certidumbre: no dejarse convencer por los que han claudicado. No «era» inviable nuestro proyecto de fraternidad, sin negar los evidentes defectos; «lo hicieron» inviable. Dos no viven en fraternidad si uno no quiere. Pero el proyecto sigue, con todos los replanteamientos necesarios; porque nosotros no creemos en el derecho de la Fuerza.
3. La encarnación: compartir la «noche oscura» de los pobres, recogiendo la herencia de resistencia del Pueblo en tantas seculares noches históricas.
4. La «teimosía», el aguante, a pesar de la «deserción de los militantes». Probar ahora, en los tiempos difíciles, la calidad de nuestra opción por el Reino y por los pobres.
5. La convicción, la fuerza interior que nos hace sabernos y mantenernos en la «Iglesia de Jesús» y en la utopía segura del Reino, aunque se instalen en la Iglesia las dudas y la connivencia con el sistema.
6. El inevitable conflicto histórico global, tanto en la sociedad como en la Iglesia. Estar definidos siempre inequívocamente en favor de los pobres. Pedir insistentemente al Señor la gracia de no hacer nunca el juego -consciente o inconscientemente- a los que oprimen al Pueblo.
7. La «pastoral de la utopía»: pastorearla, justificarla, hacerla posible, alimentarla. Ayudar a recuperarla a los que ya no tienen «certezas científicas» en que apoyarse. Acompañar al «resto» fiel.
8. La búsqueda de alternativas económicas, incluso dentro del sistema. No aceptar nuevos dogmas en economía ni doblegarse ante «certezas científicas» de nuevo cuño. Reconocer la perplejidad teórica como una forma histórica de esperanza.
9. La rebelde fidelidad, o la profecía al interior de una Iglesia que proclama esquizofrénicamente la opción por los pobres en teoría y mientras de hecho opta contra ellos. En medio de la revolución de derechas y de la involución eclesial es esencial la capacidad de resistencia.
10. La espiritualidad: la utopía de los pobres sólo podrá ser implementada a base de mística y maduración de la humanidad, no simples reformas económicas estructurales. Sin la mística del Pueblo Nuevo, siempre será más fuerte el egoísmo individual. «Contra neoliberalismo, espiritualidad de la liberación».
        
Notas:
  • 1 CASALDALIGA-VIGIL, Espiritualidad de la liberación, Envío, Managua 1993, pág. 64.
  • 2 «El siglo XX concluyó abruptamente en 1990...». Cfr J.M. VIGIL, Para un análisis de coyuntura de la historia de la Salvación, en VARIOS, Dando razón de nuestra esperanza. Los cristianos latinoamericanos frente a la crisis del socialismo y la derrota sandinista, Nicarao, Managua 1991, pág. 89ss.
  • 3 P. Thai HOP, ¿Cómo entender hoy el papel protagónico de los pobres?, III Coloquio teológico dominicano, circulación interna.
  • 4 Algunos justificaron su marcha incluso como una forma de quedarse: «irse para quedarse», cfr S. FERRARI, Sembrando utopía, Nicarao, Managua 1991.
  • 5 E. CARDENAL, Tocar el cielo, Ediciones Monimbó, Managua.
  • 6 «Ha llegado el orden óptimo, el punto último de la historia del mundo. Sólo nos queda perfeccionar lo conseguido, defenderlo y fomentarlo». Francis FUKUYAMA, The End of History, en The National Interest, 16/1989.
  • 7 M. Novak considera al capitalismo y sobre todo a la empresa moderna como el «Siervo de Yavé».
  • 8 Vanguardia, Managua 1992, 224pp
  • 9 Nuevo Amanecer Cultural, de El Nuevo Diario, 27.11.1992.
  • 10 Cfr GIRARDI-VIGIL (coord.), Pueblo revolucionario, Pueblo de Dios, Claves Latinoamericanas/CAV, México/Managua 1989, 33ss, passim.
  • 11 El testimonio está suscrito por 148 sacerdotes religiosas y religiosos pertenecientes a todas las diócesis de Nicaragua, y por 233 Delegados de la Palabra y animadores de las comunidades de todo el país.
  • 12 Cfr VARIOS, Dando razón de nuestra esperanza, op. cit., pág. 140-141
  • 13 «Hace tiempo -desde que entré en contacto habitual con las poblaciones indígenas- que siento la desaparición de pueblos enteros como un absurdo misterio de iniquidad histórica que convierte mi fe en abatimiento. "Señor, ¿por qué los has abandonado?" ¿Cómo puede el Padre de la vida, el Espíritu Creador de toda cultura, permitir tantos aniquilamientos?». P. CASALDALIGA, Los indios «crucificados». Un caso anónimo de martirio colectivo, «Concilium» 183(marzo 1983)383-389.
  • 14 Para un estudio de esta pastoral desde la perspectiva de la liberación, véase Clodovis BOFF Pastoral de classe média na perspectiva da libertação, Vozes, Petrópolis 21992, 35 pp.
  • 15 Así reza el himno de la revolución sandinista.
  • 16 Cfr C. BOFF, Como trabalhar com o povo, Vozes, Petrópolis 1986, 16ss.
  • 17 «Pues sin ella toda la América vendría a la ruina», respondió el Consejo de Indias al memorial del profético Fray José de Jaca (1681) que protestaba contra la esclavitud de los negros. (Documento de Consulta de Santo Domingo, 22).
  • 18 Santo Domingo 246.
  • 19 M. LEON PORTILLA, El reverso de la conquista, Editorial Joaquín Mortiz, México 11964, 191990, pág. 21ss.
  • 20 Cfr C. MESTERS, La Biblia y la Nueva Evangelización, Boletín CLAR, (julio 1990)8. Hemos desarrollado este tema bíblico en Para un análisis de coyuntura de la historia..., loc. cit., pág. 90-96.
  • 21 J. PIXLEY, Historia sagrada, historia popular, DEI, San José 1989, pág. 23ss. Cfr también J. PIXLEY, Opción por los pobres y Dios de los pobres, en J.M. VIGIL (coord.), La opción por los pobres, Sal Terrae, Santander 1991, 19-31.
  • 22 Gaudium et Spes, 19.
  • 23 Queremos dedicar al tema el espacio que se merece en un próximo libro, El Dios original, en preparación.
  • 24 Que quedaría recogido en el nombre teofórico de Israel, Isra-El : «Dios luchará con nosotros».
  • 25 Aquí se fundamenta bíblicamente la conocida afirmación teológica: «la opción por los pobres tiene fundamento teologal, porque al optar por los pobres no hacemos sino imitar a Dios».
  • 26 Napoleón CHOW, Teología de la liberación en crisis, Banco Central de Nicaragua, Managua 1992, 183 pp. Significativamente, el Banco Central de Nicaragua retoma ahora su militancia ideológica -incluso en el terreno teológico- que había sido interrumpida durante los tiempos del gobierno sandinista.
  • 27 «Por primera vez un teólogo de la liberación modifica claramente lo que debiera ser la máxima prioridad para los cristianos comprometidos. José María Vigil ha escrito que "nuestra opción fundamental no es el socialismo, sino el Reino de Dios, y dentro de él, la opción por los pobres". Esta es una percepción escandalosamente nueva del asunto». Ibid, pág. 156-157.
  • 28 Sobre esta fundamentación recomendaríamos: J. LOIS, Teología de la Liberación: opción por los pobres, IEPALA, Madrid 1986, 506 pp; BOFF-PIXLEY, Opción por los pobres, Paulinas, Madrid 1986, 286 pp; C. ESCUDERO FREIRE, Devolver el evangelio a los pobres, Sígueme, Salamanca 1978, 460 pp; J.M. VIGIL, (coord.), La opción por los pobres, Sal Terrae, Santander 1991, 165 pp.
  • 29 «Sólo el Reino de Dios es absoluto; todo lo demás es relativo»: Evangelii Nuntiandi, 8.
  • 30 He expresado mis reflexiones al respecto en Opción por los pobres, ¿preferencial y no excluyente?, en VIGIL, La opción por los pobres... pág. 55ss.
  • 31 Me pasma ver en el boletín «Valencia Misionera», publicación oficial del arzobispado de esa Iglesia de España, afirmaciones contundentes en esta línea. En Santo Domingo se habría abandonado ya el «ambiguo» concepto de opción preferencial. La OP ya no sería una opción preferencial, sino una simple línea pastoral, entre muchas otras. «El texto de Santo Domingo señala que se trata de una prioridad "evangélica y renovada", con el fin de distinguirla claramente de la opción preferencial por los pobres entendida desde un punto de vista ideologizado. También este texto "busca evitar la manipulación ideológica que siguió a las opciones preferenciales de Puebla"». (Valencia Misionera, 37(diciembre 1992) 12-13).
  • 32 En otro momento hemos pretendido mostrar que la misma cuestión preteológica del análisis de la realidad no es realmente preteológica, sino muy teológica. Cfr. El Kairós en Centroamérica, Nicarao, Managua 1990, pág. 137-142.

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