Vamos a considerar ahora a dos autores fundamentales:
EUSEBIO DE CESAREA y SAN ATANASIO.
Sobre San Ignacio de Antioquía y sus cartas:
La predicación del evangelio:
El milenarismo de Papías de Hierápolis:
Eusebio, testigo de la última persecución:
El Verbo, al hacerse hombre, diviniza a la humanidad:
Carta a Epicteto
EUSEBIO DE CESAREA
vivió bajo la persecución de Diocleciano, asistió a los cambios que trajeron la
paz a la Iglesia, y se encontró enseguida en el centro de la controversia
arriana.
Nació probablemente
en Cesarea de Palestina, hacia el 263. Fue discípulo de Pánfilo de Cesarea y, a
través de él, de Orígenes, y conservó siempre una gran veneración por ambos.
Cesarea era entonces un centro importante del saber, por obra de Orígenes, y la
biblioteca que éste había fundado era extremadamente rica. El año 313, Eusebio
comienza a ser obispo de Cesarea.
Cuando estalló la
gran crisis arriana, no parece que Eusebio se diera cuenta de la gravedad del
problema. Al principio defendió a Arrio; luego se pronunció por la divinidad del
Hijo, pero se opuso al empleo del término homousios, pues le parecía que
llevaba al modalismo, e insistía en que esa divinidad del Hijo se debe formular
con expresiones bíblicas, y no con términos filosóficos; al final acabó firmando
las actas del concilio de Nicea, aunque protestando interiormente.
Poco después, en la
reorganización del partido pro arriano que siguió casi enseguida de la
terminación del concilio, se alió abiertamente con Eusebio de Nicomedia, el
obispo de la corte que acaudillaba ahora esta facción. Tuvo una actuación
destacada en el sínodo de Antioquía (330) que substituyó al obispo de
esta ciudad por uno arriano, y en el sínodo de Tiro (335), que excomulgó
a San Atanasio. También escribió dos tratados contra el obispo Marcelo de Ancira,
niceno, que fue depuesto poco después. Eusebio murió el año 339.
Era grande su
admiración por Constantino, el emperador cristiano que había acabado de una vez
no sólo con la última y más violenta de las persecuciones, sino con la
precariedad de los períodos de paz; a cambio recibió de Constantino un trato de
favor. Eusebio fue su principal consejero en materias teológicas, y no hay que
excluir que inspirara más de una de las medidas tomadas por el emperador contra
los obispos nicenos.
Sin embargo, su
posición doctrinal se suele definir como semiarriana pues, aunque se oponía a la
terminología de Nicea, defendía que el Hijo era Dios.
Eusebio de Cesarea
no es un pensador profundo, y su estilo no es elegante ni diáfano. En cambio su
erudición era inmensa, y notable su espíritu de investigador. Entre los padres
griegos, sólo Orígenes le supera en la amplitud de sus conocimientos, tanto
sagrados como profanos. Por eso, mientras sus obras de controversia tienen en
general un valor relativo a causa de esta misma falta de profundidad, sus obras
de historia son una mina de información; a algunos autores cristianos y a sus
obras los conocemos sólo a través de él, pues a menudo cita textualmente largos
párrafos de sus escritos. De manera que Eusebio se considera como el fundador de
la Historia de la Iglesia y, podríamos también añadir, de la Patrología. Son
esas obras históricas las que le han dado su merecida fama.
La primera que
escribió, en los alrededores del 303, es la Crónica; se conserva
en una traducción armenia del siglo vi que a su vez se basa en una revisión
hecha por el mismo Eusebio. Es un resumen de la historia de la humanidad, desde
los principios conocidos, en la que sigue a una serie de autores clásicos; su
segunda parte está formada por unos cuadros sincrónicos construidos a partir de
Abraham. Con ella pretendía demostrar que la religión judía, de la que la
cristiana es continuación, es la más antigua de todas. El sentido crítico de
Eusebio es bueno, y esta obra constituye una de las fuentes en que más se ha
podido apoyar la investigación histórica moderna.
La Historia
eclesiástica cubre desde los principios hasta el año 324. Es sobre todo una
colección muy valiosa de hechos y documentos de la vida de la Iglesia, recogidos
también con un notable sentido crítico. Su intención es apologética, pues se
propone presentar las listas de obispos de las sedes principales, los testigos
de la tradición y los herejes, los castigos de Dios a los judíos, las
persecuciones de los cristianos y los martirios, seguidos de la victoria final
de la Iglesia. Tuvo un gran éxito y fue muy copiada y conocida, tanto en Oriente
como en Occidente. Es una de las fuentes mejores que tenemos para conocer la
antigüedad cristiana.
Los mártires de
Palestina describe la persecución del año 303 al 311, y los hechos que narra
son bien conocidos del autor, contemporáneo de ellos.
Eusebio escribió
también panegíricos de Constantino, al que ya hemos dicho que apreciaba y
admiraba. La Vida de Constantino es un escrito encomiástico, dentro de un
género literario muy común entonces, dedicado a la memoria del emperador; la
Alabanza de Constantino fue escrita en el 30 aniversario de Constantino como
emperador (335). Ambos contienen datos históricos de interés.
Nuestro autor es
uno de los últimos que escribe apologías en las que aprovecha las ideas
de los apologistas anteriores y añade otras muchas suyas. Son las que siguen. La
Introducción general, en parte perdida. La Preparación evangélica y
la Demostración evangélica, dos partes de una sola obra, la primera
de las cuales se conserva en su totalidad y la segunda parcialmente; la primera
de ellas trata de denunciar los errores de las religiones paganas para probar la
superioridad de la religión judía; la segunda trata de mostrar cómo y en qué
sentido la religión cristiana es continuación de la judía; ambas están escritas
con la mirada puesta en las críticas de Porfirio, contra el que Eusebio había
escrito un libro que se ha perdido. Finalmente la Teofanía, conservada en
una traducción siríaca, es la última de las que compuso, y expone la
manifestación de Dios a través de la encarnación del Verbo. A estas obras
apologéticas se podría añadir aún otra, muy breve y que se conserva, Contra
Hierocles, el gobernador de Bitinia.
En el terreno de
las Sagradas Escrituras y de la exégesis, Eusebio continuó con la
labor de restitución del texto bíblico que había iniciado Orígenes; compuso una
tabla para localizar fácilmente los pasajes comunes de los cuatro evangelios
(cánones eusebianos); preparó un diccionario geográfico de los lugares
nombrados en la Biblia (Onomasticón) que se conserva, y que era una parte
de uña obra más completa de geografía bíblica. También tiene algunas obras de
exégesis (de los Salmos, de Isaías) y tratados destinados a esclarecer algunos
puntos obscuros (preguntas y respuestas sobre los evangelios, la poligamia de
los patriarcas, la Pascua).
Las obras
dogmáticas de las que tenemos noticia son: la Defensa de Orígenes,
escrita en colaboración con su maestro Pánfilo y de la que nos ha llegado sólo
una pequeña parte. Contra Marcelo, que se conserva, en la que defiende su
postura antinicena y rechaza los ataques del obispo niceno Marcelo de Ancira.
Sobre la teología eclesiástica, que también se conserva, y en la que sigue
refutando a Marcelo de Ancira, al mismo tiempo que muestra algunas tendencias
origenistas.
De sus cartas,
que sin duda eran muy numerosas, sólo tres nos han llegado completas.
Toda la vida y la
actividad de SAN ATANASIO, nacido hacia el 295 en Alejandría, está estrechamente
ligada con la crisis arriana. Ya en sus primeros momentos, en Alejandría,
tenemos noticias del diácono Atanasio; acompañará a Alejandro, obispo de
Alejandría, al concilio de Nicea (325), en el que tendrá una intervención
importante como secretario de su obispo; tres años después le sucederá en la
sede de Alejandría, y a partir de este momento toda su vida será una defensa de
la doctrina precisada en Nicea y del término central de esta definición, el
homousios, la consubstancialidad del Hijo con el Padre.
Ya vimos cómo esta
lucha, después de la aparente conformidad de Nicea, se recrudeció y se extendió
a todo el Imperio o, más exactamente, a su mitad oriental, la más cristianizada
e importante en muchos sentidos. El esfuerzo de Eusebio de Nicomedia por
atraerse a Constantino fue persistente y tuvo éxito; durante un largo número de
años, con algún vaivén, fue creciendo en extensión el arrianismo, los obispos
partidarios de la fe de Nicea fueron siendo postergados y llegó un momento en
que la gran mayoría de los obispos en el ejercicio de sus cargos eran del
partido de Eusebio de Nicomedia.
Hemos visto también
que había muchos eclesiásticos que, en busca de la paz y armonía,
proponían fórmulas intermedias, y otros que, estando de acuerdo con lo definido
en Nicea, buscaban también fórmulas que resultaran aceptables para todos; no
era sólo Eusebio de Cesarea quien deseaba que se abandonara el término
homousios porque no figuraba en la Escritura, además de que en tiempos
pasados se había utilizado en un sentido heterodoxo; así opinaba incluso algún
autor plenamente ortodoxo y antiarriano, como el obispo Cirilo de Jerusalén.
Era una postura
aparentemente recomendable, pero tenia un defecto: si se trataba sólo de
encontrar una fórmula ambigua que todos pudieran suscribir aunque entendiéndola
en sentidos diferentes, es obvio que no podía resultar de ninguna utilidad para
mantener la pureza de la fe; y si se buscaban otros términos queriendo
significar exactamente lo mismo, el mero hecho de oponerlos de alguna manera al
homousios podía hacer que, aunque fueran en sí mismos claros, se
entendieran como si significaran algo menos que la consubstancialidad, negando
por tanto ésta. Por eso, la actitud conciliadora de Eusebio de Cesarea, que
parece tan sensata, no era viable si se miraban las cosas con cierta
profundidad; y en cambio la de Atanasio, aparentemente exagerada al centrar su
defensa de la fe de Nicea en la retención del término homousios, era la
única adecuada. Quizá no esté del todo fuera de lugar la comparación con lo
ocurrido en otros momentos históricos con otro término tomado en préstamo a la
filosofía, el de transubstanciación, y utilizado por el concilio de
Trento.
Esta actitud de
Atanasio fue la causante de las grandes dificultades que tuvo que experimentar
en su vida. A los diez años de Nicea, al final de la primera ofensiva arriana
posterior al concilio, de desarrollo paulatino y sigiloso, fue condenado en un
sínodo de Tiro (335) y desterrado a Tréveris por el emperador. Dos años después
muere éste y Atanasio regresa, para ser depuesto de nuevo a los dos años, en el
sínodo de Antioquía. Al filo del apoyo del papa, de las circunstancias de la
política eclesiástica y de las proclividades de los emperadores, podrá regresar
de nuevo a su sede o volverá a ser expulsado de ella, hasta un total de 5
expulsiones y de 17 años pasados en el destierro. Los últimos siete años de su
vida pudo vivir pacíficamente en Alejandría, donde murió el año 373. El juicio
que mereció casi enseguida, y que ha pasado a la posteridad, ha sido que fue
la columna de la Iglesia, el padre de la ortodoxia, y en Occidente fue desde
antiguo considerado como uno de los cuatro doctores orientales de la Iglesia.
Sus muy numerosos
escritos siguen la trayectoria de su incesante actividad en la defensa del
homousios. No se mueve por la curiosidad de saber ni escribe tratados
sistemáticos sobre aspectos de la fe, u obras de exégesis; su producción
literaria está al servicio de la fe de Nicea, y al margen de esta defensa son
pocos sus escritos, aunque no carecen de interés. Su inteligencia es penetrante,
su conocimiento de las Escrituras excelente, sus convicciones inconmovibles, y
su habilidad dialéctica notable. Aunque la exposición es clara, a veces peca de
prolijidad y de repeticiones; su pensamiento queda sin embargo patente, tanto
para los contemporáneos como para la posteridad, y es ciertamente profundo.
Podríamos
clasificar sus escritos en cinco grupos:
Escritos
apologéticos y dogmáticos. Sus tratados Contra los paganos y La
encarnación del Verbo son como dos partes de la misma obra. En el primero
sigue el esquema de las apologías del siglo II, mostrando la falsedad tanto del
politeísmo pagano y de sus mitologías como la de sus versiones cultas, que
pretenden interpretar estas formas de la religión recibida como manifestaciones
populares de un panteísmo filosófico y razonable. Frente a ellos propone el
conocimiento del verdadero Dios, que es posible a través de la creación. En el
segundo tratado, razona la necesidad de la encarnación para la redención del
hombre, y responde a las objeciones.
Los tres
Discursos contra los arrianos constituyen la obra dogmática de más
importancia que escribió Atanasio. En ellos expone la doctrina de Arrio y
defiende la enseñanza de Nicea; los textos escriturísticos que pueden hacer
relación a la consubstancialidad del Hijo con el Padre son objeto de un estudio
detallado, y rechaza la exégesis que de ellos hacen los arrianos. Otro tratado
más breve, Acerca de la encarnación y contra los arrianos, está dedicado
también a defender la divinidad de Cristo.
La gran autoridad
de Atanasio explica fácilmente que bajo su nombre nos hayan llegado otros muchos
escritos dogmáticos de diversas épocas y de los que no trataremos aquí. Uno de
los más conocidos es el llamado Símbolo atanasiano.
Otro grupo lo
forman los escritos de defensa en que Atanasio, al paso que se defiende
de los ataques de que es objeto, denuncia la conducta de sus enemigos o sus
teorías, al mismo tiempo que vuelve a exponer su pensamiento. Entre ellos está
la Apología contra los arrianos, escrita a la vuelta de su segundo
destierro y en la que recoge una gran cantidad de documentos de los ocho últimos
años, y aun alguno anterior, con los que justifica su actuación en los
acontecimientos recientes; entre ellos hay actas de concilios particulares,
cartas cruzadas entre él, otros obispos y el papa, cartas colectivas recibidas o
enviadas por diferentes sínodos o concilios, cartas de Constantino, etc.; así
por ejemplo, hay una carta encíclica del concilio de Egipto que exoneró a
Atanasio, una carta del papa Julio a los obispos del partido arriano, cartas del
concilio de Sárdica, otra del emperador Constancio, unas anteriores de
Constantino al sínodo de Tiro, etc.
Escritos de este
tipo son también su Apología por su huida, una de sus obras más famosas
por su fuerza y su belleza; la Apología al emperador Constancio, también
brillante; y una Historia de los arrianos para los monjes, de la que han
llegado sólo fragmentos.
También de sus
escritos exegéticos han llegado sólo fragmentos, a través de las antologías
medievales; parece que versaban principalmente sobre los salmos.
En cambio, de sus
escritos ascéticos sí nos ha llegado, muy bien conservada, su Vida de
San Antonio, el padre del monaquismo cristiano. La dedicó a los monjes de
Egipto, donde la escribió viviendo con ellos durante uno de sus exilios, poco
después de la muerte de Antonio, y con el objeto de que pudieran siempre
recordarle como ejemplo. Este deseo de que su vida sirva de modelo para la vida
del monje, se refleja a lo largo de toda la biografía, que sigue el estilo,
entonces en boga, del elogio. El influjo de esta obra fue grande tanto en el
monaquismo oriental como en el occidental; casi enseguida fue traducida al latín
y sabemos, por ejemplo, que sólo treinta años después se leía en Milán.
Otros escritos
ascéticos sobre la virginidad que circulan bajo el nombre de Atanasio, son de
autenticidad dudosa, así como los sermones que se le atribuyen.
Finalmente, queda
un gran número de cartas suyas, que representan sólo una pequeña parte de
las que escribió. Entre ellas tienen especial importancia treinta, que son
cartas festales; una de ellas tiene gran interés para la historia del canon
de la Sagrada Escritura, pues da la lista de los libros canónicos de ambos
testamentos; los del Nuevo Testamento coinciden con el canon actual, pero
respecto al Viejo Testamento, los que ahora conocemos con el nombre de
deuterocanónicos los pone Atanasio en un segundo lugar, separándolos de los
propiamente canónicos. Tiene además otras quince cartas que constituyen a veces
tratados extensos; tres de ellas están escritas en nombre de diferentes sínodos,
una está dirigida a todos los obispos y otra a los obispos de Egipto; su interés
es grande.
(TEXTOS, MÁS ABAJO)
TEXTOS
EUSEBIO DE CESAREA
Historia
Eclesiástica
Los textos que
siguen han sido tomados del texto publicado, con versión castellana,
introducción y notas, por A. VELASCO DELGADO, Eusebio de Cesarea. Historia
Eclesiástica, BAC nn. 349 y 350, Madrid 1973.
El propósito del
autor:
Es mi propósito
consignar las sucesiones de los santos apóstoles y los tiempos transcurridos
desde nuestro Salvador hasta nosotros; el número y la magnitud de los hechos
registrados por la historia eclesiástica y el número de los que en ella
sobresalieron en el gobierno y en la presidencia de las iglesias más ilustres,
así como el número de los que en cada generación, de viva . voz o por escrito,
fueron los embajadores de la palabra de Dios; y también quiénes y cuántos y
cuándo, sorbidos por el error y llevando hasta el extremo sus novelerías, se
proclamaron públicamente a sí mismos introductores de una mal llamada ciencia y
esquilmaron sin piedad, como lobos crueles, al rebaño de Cristo; y además,
incluso las desventuras que se abatieron sobre toda la nación judía en seguida
que dieron remate a su conspiración contra nuestro Salvador, así como también el
número, el carácter y el tiempo de los ataques de los paganos contra la divina
doctrina y la grandeza de cuantos, por ella, según las ocasiones, afrontaron el
combate en sangrientas torturas; y además los martirios de nuestros propios
tiempos y la protección benévola y propicia de nuestro Salvador. Al ponerme a la
obra, no tomaré otro punto de partida que los comienzos de la economía de
nuestro Salvador y Señor Jesús, el Cristo de Dios.
Mas, por esto
mismo, la obra está reclamando comprensión benevolente para mí, que declaro ser
superior a nuestras fuerzas el presentar acabado y entero lo prometido, puesto
que somos por ahora los primeros en abordar el tema, como quien emprende un
camino desierto y sin hollar. Rogamos tener a Dios por guía y el poder del Señor
como colaborador, porque de hombres que nos hayan precedido por nuestro mismo
camino, en verdad, hemos sido absolutamente incapaces de encontrar una simple
huella; a lo más, únicamente pequeños indicios en los que, cada cual a su
manera, nos han dejado en herencia relatos parciales de los tiempos
transcurridos y de lejos nos tienden como antorchas sus propias palabras; desde
allá arriba, como desde una atalaya remota, nos vocean y nos señalan por dónde
hay que caminar y por dónde hay que enderezar los pasos de la obra sin
error y sin peligro.
Por lo tanto,
nosotros, después de reunir cuanto hemos estimado aprovechable para nuestro tema
de lo que esos autores mencionan aquí y allá, y libando, como de un prado
espiritual, las oportunas sentencias de los viejos autores, intentaremos darle
cuerpo en una trama histórica y quedaremos satisfechos con tal de poder
preservar del olvido las sucesiones, si no de todos los apóstoles de nuestro
Salvador, siquiera de los más insignes, que aún hoy en día se recuerdan en las
Iglesias más ilustres.
Tengo para mí que
es de todo punto necesario el que me ponga a trabajar este tema, pues de ningún
escritor eclesiástico sé, hasta el presente, que se haya preocupado de este
género literario. Espero, además, que se mostrará utilísimo para cuantos se
afanan por adquirir sólida instrucción histórica.
Ya anteriormente,
en los Cánones cronológicos por mí redactados, compuse un resumen de todo
esto, pero, no obstante, voy en la obra presente a lanzarme a una exposición más
completa.
Y comenzaré, según
dije, por la economía y la teología de Cristo, que en elevación y en grandeza
exceden al intelecto humano.
Y es que,
efectivamente, quien se ponga a escribir los orígenes de la historia
eclesiástica deberá necesariamente comenzar por remontarse a la primera economía
de Cristo mismo -pues de Él precisamente hemos tenido el honor de recibir el
nombre- más divina de lo que a muchos puede parecer.
(1,1; BAC 349, 4-7)
Las Sagradas
Escrituras:
Llegados aquí, es
razón de recapitular los escritos del Nuevo Testamento ya mencionados. En
primer lugar hay que poner la tétrada santa de los Evangelios, a los que
sigue el escrito de los Hechos de los Apóstoles.
Y después de éste
hay que poner en lista las Cartas de Pablo. Luego se ha de dar por cierta
la llamada 1 de Juan, como también la de Pedro. Después de éstas,
si parece bien, puede colocarse el Apocalipsis de Juan, acerca del cual
expondremos oportunamente lo que de él se piensa.
Éstos son los que
están entre los admitidos. De los libros discutidos, en cambio, y que, sin
embargo, son conocidos de la gran mayoría, tenemos la Carta llamada de
Santiago, la de Judas y la II de Pedro, así como las que se
dicen ser H y III de Juan, ya sean del evangelista, ya de otro del mismo
nombre.
Entre los espurios
colóquense el escrito de los Hechos de Pablo, el llamado Pastor y
el Apocalipsis de Pedro, y además de éstos, la que se dice Carta de
Bernabé y la obra llamada Enseñanza de los Apóstoles, y aun, como
dije, si parece, el Apocalipsis de Juan: algunos, como dije, lo rechazan,
mientras otros lo cuentan entre los libros admitidos.
. Mas algunos
catalogan entre éstos incluso el Evangelio de los hebreos, en el cual se
complacen muchísimo los hebreos que han aceptado a Cristo. Todos éstos son
libros discutidos.
Pero hemos creído
necesario tener hecho el catálogo de éstos igualmente, distinguiendo los
escritos que, según la tradición de la Iglesia, son verdaderos, genuinos y
admitidos, de aquellos que, diferenciándose de éstos por no ser testamentarios,
sino discutidos, no obstante, son conocidos por la gran mayoría de los autores
eclesiásticos, de manera que podamos conocer estos libros mismos y los que con
el nombre de los apóstoles han propalado los herejes pretendiendo que contienen,
bien sean los Evangelios de Pedro, de Tomás, de Matías o incluso
de algún otro distinto de éstos, o bien de los Hechos de Andrés, de Juan
y de otros apóstoles. Jamás uno sólo entre los escritores ortodoxos juzgó digno
el hacer mención de estos libros en sus escritos.
Pero es que la
misma índole de la frase difiere enormemente del estilo de los apóstoles, y el
pensamiento y la intención de lo que en ellos se contiene desentona todavía más
de la verdadera ortodoxia: claramente demuestran ser engendros de herejes. De
ahí que ni siquiera deben ser colocados entre los espurios, sino que debemos
rechazarlos como enteramente absurdos e impíos.
Continuemos ahora
nuestro relato.
(3, 25; BAC 349,
163-166)
Sobre San Ignacio de Antioquía y sus cartas:
Brillaba por este
tiempo en Asia Policarpo, discípulo de los apóstoles, al que habían confiado el
episcopado de la iglesia de Esmirna los testigos oculares y ministros del Señor.
A la vez adquirían
notoriedad Papías, obispo también de la iglesia de Hierápolis, e Ignacio, el
hombre más célebre para muchos todavía hasta hoy, segundo en obtener la sucesión
de Pedro en el episcopado de Antioquía.
Una tradición
refiere que éste fue trasladado de Siria a la ciudad de Roma para ser pasto de
las fieras, en testimonio de Cristo.
Al ser conducido a
través de Asia, bajo la vigilancia cuidadosísima de los guardianes, iba dando
ánimos con sus charlas y exhortaciones a las iglesias de cada ciudad donde
hacían parada. En primer lugar los exhortaba a que sobre todo se guardasen de
las herejías, que precisamente por entonces comenzaban a pulular, y los excitaba
a aferrarse sólidamente a la tradición de los apóstoles, que, por estar ya él a
punto de sufrir martirio, creía necesario poner por escrito en gracia a la
seguridad.
Y así fue que,
hallándose en Esmirna, donde estaba Policarpo, escribió una carta a la iglesia
de Éfeso, haciendo mención de Onésimo, su pastor, otra a la de Magnesia, la que
está sobre Meandro, mencionando igualmente al obispo Damas, y otra a la de
Trales, cuyo jefe era por entonces, dice, Polibio.
Además de éstas,
escribió también a la iglesia de Roma una
carta en que va exponiendo su súplica de que no
intercedan por él, no sea que le priven del martirio, su anhelada esperanza. En
apoyo de lo que hemos dicho, bien será citar algunos pasajes de dichas cartas,
aunque sean brevísimos.
Escribe, pues,
textualmente:
Desde Siria hasta
Roma vengo luchando con fieras por tierra y por mar, de noche y de día, atado a
diez leopardos, esto es, un piquete de soldados que se vuelven peores con el
bien que se les hace. Mas con sus malos tratos más y más soy discípulo. Sin
embargo, no por eso estoy justificado.
¡Ojalá pudiera yo
gozar de las fieras que me están preparadas! Pido hallarlas bien expeditas para
conmigo. Llegaré hasta a adularlas para que me devoren prontamente y no me hagan
lo que a algunos, que por temor no los tocaron, y si se hacen las remolonas y no
quieren, yo mismo las forzaré.
Perdonadme. Yo sé
lo que me conviene. Ahora estoy comenzando a ser discípulo. Que ninguna cosa ni
visible ni invisible tenga celos de que yo alcance a Jesucristo. Fuego y cruz y
manadas de fieras, dispersión de huesos, destrozamiento de miembros, trituración
del cuerpo todo y tormentos del diablo vengan sobre mí, con tal solamente que yo
alcance a Jesucristo.
Esto escribía desde
la ciudad mencionada a las iglesias que hemos enumerado. Mas hallándose ya lejos
de Esmirna, desde Tróade se pone a conversar, asimismo por escrito, con los de
Filadelfia y con la iglesia de Esmirna, y en particular con Policarpo, que la
presidía. Reconociendo a éste como varón verdaderamente apostólico y porque él
mismo era pastor legítimo y bueno, le confía su propio rebaño de Antioquía y le
pide que se preocupe de él con solicitud (...).
Esto es lo que se
refiere a Ignacio. Después de él, recibió la sucesión del episcopado de
Antioquía Heros.
(3, 36; BAC 349,
182-186)
La predicación del evangelio:
Entre los que por
este tiempo eran famosos, estaba también Cuadrato, del cual refiere una
tradición que sobresalía en el carisma profético, junto con las hijas de Felipe.
Y también eran célebres entonces, además de éstos, otros muchos que tuvieron el
primer puesto en la sucesión de los apóstoles. Estos magníficos discípulos de
tan grandes hombres edificaban sobre los cimientos de las iglesias echados
anteriormente en cada lugar por los apóstoles, acrecentaban más y más la
predicación y sembraban por toda la extensión de la tierra habitada la semilla
salvadora del reino de los cielos.
Efectivamente,
muchos de los discípulos de entonces, heridos en sus almas por la palabra divina
con un amor muy fuerte a la filosofía, primeramente cumplían el mandato salvador
repartiendo entre los indigentes sus bienes, y luego emprendían viaje y
realizaban obra de evangelistas, empeñando su honor en predicar a los que
todavía no habían oído la palabra de la fe y en transmitir por escrito los
divinos evangelios.
Estos hombres no
hacían más que echar los fundamentos de la fe en algunos lugares extranjeros y
establecer a otros como pastores, encargándoles el cultivo de los recién
admitidos, y en seguida se trasladaban a otras regiones y a otras gentes con la
gracia y la cooperación de Dios, puesto que por medio de ellos seguían
realizándose aún entonces muchos y maravillosos poderes del Espíritu divino, de
suerte que, desde la primera vez que los oían, muchedumbres enteras de hombres
recibían en masa con ardor en sus almas la religión del Creador del universo.
Siéndonos imposible
enumerar por su nombre a todos los que en la primera sucesión de los apóstoles
fueron pastores e incluso evangelistas en las iglesias de todo el mundo, es
natural que mencionemos por sus nombres y por escrito solamente a aquellos de
los cuales se conserva la tradición todavía hasta hoy gracias a sus memorias de
la doctrina apostólica.
(3, 37; BAC 349,
186-188)
El milenarismo de Papías de Hierápolis:
El mismo Papías
cuenta además otras cosas como llegadas hasta él por tradición no escrita,
algunas extrañas parábolas del Salvador y de su doctrina, y algunas otras cosas
todavía más fabulosas.
Entre ellas dice
que, después de la resurrección de entre los muertos, habrá un milenio, y que el
reino de Cristo se establecerá corporalmente sobre esta tierra. Yo creo que
Papías supone todo esto por haber tergiversado las explicaciones de los
apóstoles, no percatándose de que éstos lo habían dicho figuradamente y de modo
simbólico.
Y es que aparece
como hombre de muy escasa inteligencia, según puede conjeturarse por sus libros.
Sin embargo, él ha sido el culpable de que tantos escritores eclesiásticos
después de él hayan abrazado la misma opinión que él, apoyándose en la
antigüedad de tal varón, como efectivamente lo hace Ireneo y cualquier otro que
manifieste profesar ideas parecidas.
(3, 39, 11-13; BAC
349, 193)
Eusebio, testigo de la última persecución:
Mas los ultrajes y
dolores que soportaron los mártires de Tebaida sobrepasan toda descripción. Les
desgarraban todo su cuerpo empleando conchas en vez de garfios, hasta que
perdían la vida; ataban a las mujeres por un pie y las suspendían en el aire
mediante unas máquinas, con la cabeza para abajo y el cuerpo enteramente desnudo
y al descubierto, ofreciendo a todos los mirones el espectáculo más vergonzoso,
el más cruel y el más inhumano de todos.
Otros, a su vez,
morían amarrados a árboles y ramas: tirando con unas máquinas juntaban las ramas
más robustas y extendían hacia cada una de ellas las piernas de los mártires, y
dejaban que las ramas volvieran a su posición natural. Así habían inventado el
descuartizamiento instantáneo de aquellos contra quienes tales cosas emprendían.
Y todo esto se
perpetraba no ya por unos pocos días o por breve temporada, sino por un largo
espacio de años enteros, muriendo a veces más de diez personas, a veces más de
veinte; en otras ocasiones, no menos de treinta, y alguna vez hasta cerca de
sesenta; y aun hubo vez que en un solo día se dio muerte a cien hombres, por
cierto con sus hijitos y sus mujeres, condenados a varios y sucesivos castigos.
Y nosotros mismos,
hallándonos en el lugar de los hechos, observamos a muchos sufrir en masa y en
un sólo día, unos, la decapitación, y otros, el suplicio del fuego, hasta llegar
el hierro a embotarse a fuerza de matar y a partirse en pedazos a puro desgaste,
mientras los mismos asesinos se turnaban entre sí por el cansancio.
Entonces pudimos
contemplar el ímpetu admirabilísimo y la fuerza y fervor realmente divinos de
los que han creído y siguen creyendo en el Cristo de Dios. Efectivamente,
aún se estaba dictando sentencia contra los primeros y ya de otras partes
saltaban al tribunal ante el juez otros que se confesaban cristianos, sin
preocuparse en absoluto de los terribles y multiformes géneros de tortura, pero
sí proclamando impasibles, con toda libertad, la religión del Dios del universo
y recibiendo la suprema sentencia de muerte con alegría, regocijo y buen humor,
hasta el punto de cantar salmos, himnos y acciones de gracias al Dios del
universo hasta exhalar el último aliento.
(8, 9; BAC 350,
522-524)
SAN ATANASIO
Discursos contra
los arrianos
El Padre y el Hijo
son Uno, pero son distintos:
Yo en el Padre, y
el Padre en mí. El Hijo está en el Padre, en cuanto podemos comprenderlo,
porque todo el ser del Hijo es cosa propia de la naturaleza del Padre, como el
resplandor lo es de la luz, y el arroyo de la fuente. Así el que ve al Hijo ve
lo que es propio del Padre, y entiende que el ser del Hijo, proviniendo del
Padre, está en el Padre. Asimismo el Padre está en el Hijo, porque el Hijo es lo
que es propio del Padre, a la manera como el sol está en su resplandor, la mente
está en la palabra, y la fuente en el arroyo. De esta suerte, el que contempla
al Hijo contempla lo que es propio de la naturaleza del Padre, y piensa que el
Padre está en el Hijo. Porque la forma y la divinidad del Padre es el ser del
Hijo, y, por tanto, el Hijo está en el Padre, y el Padre en el Hijo. Por esto
con razón habiendo dicho primero Yo y el Padre
somos uno, añadió: Yo en el Padre y
el Padre en mí: así manifestó la identidad de la divinidad y la
unidad de su naturaleza.
Sin embargo, son
uno pero no a la manera con que una cosa he divide luego en dos, que no
son en realidad más que una; ni tampoco como una cosa que
tiene dos nombres, como si la misma realidad en un momento fuera Padre y en otro
momento Hijo. Esto es lo que pensaba Sabelio, y fue condenado como hereje. Se
trata de dos realidades, de suerte que el Padre es Padre, y no es Hijo; y el
Hijo es Hijo, y no es Padre. Pero su naturaleza es una, pues el engendrado no es
desemejante con respecto al que engendra, ya que es su imagen, y todo lo que es
del Padre es del Hijo. Por esto el Hijo no es otro dios, pues no es pensado
fuera (del Padre): de lo contrario, si la divinidad se concibiera fuera del
Padre, habría sin duda muchos dioses. El Hijo es «otro» en cuanto es engendrado,
pero es «el mismo» en cuanto es Dios. El Hijo y el Padre son una sola cosa en
cuanto que tienen una misma naturaleza propia y peculiar, por la identidad de la
divinidad única. También el resplandor es luz, y no es algo posterior al sol, ni
una luz distinta, ni una participación de él, sino simplemente algo engendrado
de él: ahora bien, una realidad así engendrada es necesariamente una única luz
con el sol, y nadie dirá que se trata de dos luces, aunque el sol y su
resplandor sean dos realidades: una es la luz del sol, que brilla por todas
partes en su propio resplandor. Así también, la divinidad del Hijo es la del
Padre, y por esto es indivisible de ella. Por esto Dios es uno, y no hay otro
fuera de él. Y siendo los dos uno, y única su divinidad, se dice del Hijo lo
mismo que se dice del Padre, excepto el ser Padre.
(3, 3-4; Vives 403)
El Verbo, al hacerse hombre, diviniza a la humanidad:
Le dio un nombre
que está sobre todo nombre. Esto no está escrito con referencia al Verbo en
cuanto tal, pues aun antes de que se hiciera hombre, el Verbo era adorado de los
ángeles y de toda la creación a causa de lo que tenía como herencia del Padre.
En cambio sí está escrito por nosotros y en favor nuestro: Cristo, de la misma
manera que en cuanto hombre murió por nosotros, así también fue exaltado. De
esta suerte está escrito que recibe en cuanto hombre lo que tiene desde la
eternidad en cuanto Dios, a fin de que nos alcance a nosotros este don que le es
otorgado. Porque el Verbo no sufrió disminución alguna al tomar carne, de suerte
que tuviera que buscar cómo adquirir algún don sino que al contrario, divinizó
la naturaleza en la cual se sumergía, haciendo con ello un mayor regalo al
género humano. Y de la misma manera que en cuanto Verbo y en cuanto que existía
en la forma de Dios era adorado desde siempre, así también, al hacerse hombre
permaneciendo el mismo y llamándose Jesús, no tiene en menor medida a toda la
creación debajo de sus pies. A este nombre se doblan para él todas las rodillas
y confiesan que el hecho de que el Verbo se haya hecho carne y esté sometido a
la muerte de la carne no implica nada indigno de su divinidad, sino que todo es
para gloria del Padre. Porque gloria del Padre es que pueda ser recobrado el
hombre que él había hecho y había perdido, y que el que estaba muerto resucite y
se convierta en templo de Dios. Las mismas potestades de los cielos, los ángeles
y los arcángeles, que le rendían adoración desde siempre, le adoran ahora en el
nombre de Jesús, el Señor: y esto es para nosotros una gracia y una exaltación,
porque el Hijo de Dios es ahora adorado en cuanto que se ha hecho hombre, y las
potestades de los cielos no se extrañan de que todos nosotros penetremos en lo
que es su región propia, viendo que tenemos un cuerpo semejante al de aquél.
Esto no hubiera sucedido si aquel que existía en forma de Dios no hubiera tomado
la forma de esclavo y se hubiera humillado hasta permitir que la muerte se
apoderara de su cuerpo. He aquí cómo lo que humanamente era tenido como una
locura de Dios en la cruz, se convirtió en realidad en una cosa más gloriosa
para todos: porque en esto está nuestra resurrección.
(1, 42; Vives 416)
Carta a Epicteto
El Verbo tomó de
María un cuerpo semejante al nuestro:
El Verbo de Dios
tomó la descendencia de Abraham, como dice el Apóstol; por eso debía
ser semejante en todo a sus hermanos, asumiendo un cuerpo semejante al
nuestro. Por eso María está verdaderamente presente en este misterio, porque de
ella el Verbo asumió como propio aquel cuerpo que ofreció por nosotros. La
Escritura recuerda este nacimiento, diciendo: Lo envolvió en pañales:
alaba los pechos que amamantaron al Señor y habla también del sacrificio
ofrecido por el nacimiento de este Primogénito. Gabriel había ya
predicho esta concepción con palabras muy precisas; no dijo en efecto: «Lo que
nacerá en ti», como si se tratara de algo extrínseco, sino de ti, para
indicar que el fruto de esta concepción procedía de María. El Verbo, al recibir
nuestra condición humana y al ofrecerla en sacrificio, la asumió en su
totalidad, y luego nos revistió a nosotros de lo que era propio de su persona,
como lo indica el Apóstol: Esto corruptible tiene que vestirse de
incorrupción, y esto mortal tiene que vestirse de inmortalidad.
Estas cosas no se
realizaron de manera ficticia, como algunos pensaron —lo que es inadmisible—,
sino que hay que decir que el Salvador se hizo verdaderamente hombre y así
consiguió la salvación del hombre íntegro; pues esta nuestra salvación en modo
alguno fue algo ficticio ni se limitó a solo el cuerpo, sino que en el Verbo de
Dios se realizó la salvación del hombre íntegro, es decir, del cuerpo y del
alma.
Por lo tanto, el
cuerpo que el Señor asumió de María era un verdadero cuerpo humano, conforme lo
atestiguan las Escrituras; verdadero, digo, porque fue un cuerpo igual al
nuestro. Pues María es nuestra hermana, ya que como todos nosotros es hija de
Adán.
Lo que dice Juan:
La Palabra se hizo carne, tiene un sentido parecido a lo que se encuentra
en una expresión similar de Pablo, que dice: Cristo se hizo maldición por
nosotros. Pues de la unión íntima y estrecha del Verbo con el cuerpo humano
se siguió un inmenso bien para el cuerpo de los hombres, porque de mortal que
era llegó a ser inmortal, de animal se convirtió en espiritual y, a pesar de que
había sido plasmado de tierra, llegó a traspasar las puertas del cielo.
Pero hay que
afirmar que la Trinidad, aun después de que el Verbo tomó cuerpo de María,
continuó siendo siempre la Trinidad, sin admitir aumento ni disminución; ella
continúa siendo siempre perfecta y debe confesarse como un solo Dios en
Trinidad, como lo confiesa la Iglesia, al proclamar al Dios único, Padre del
Verbo.
(5-9; Liturgia de
las Horas)
ENRIQUE MOLINÉ
LOS PADRES DE LA IGLESIA
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