Dos caminos se cruzan ante el hombre: uno, el egoísmo, lleva a vivir
para sí; el otro, la hermandad y la dedicación, a vivir para los demás.
Cada opción egoísta mengua las posibilidades de altruismo; va minando la
propia libertad hasta caer en la esclavitud al propio yo, que es el
pecado.
Para usar rectamente la libertad hay que enfrentarse con el otro como persona, respetando su calidad humana; la hermandad pide igualdad y que los pies se apoyen en la misma tierra. En cambio, si se considera al otro como objeto y se le mira desde plataforma elevada del yo, la relación que se instaura es la de explotación, en forma sutil o descarada. El egoísmo, por tanto, destruye la relación personal, que sólo se da entre quienes se consideran fundamentalmente iguales. El hombre libre es capaz de abrir su puerta y encontrar a los otros en la calle; el egoísta la abre únicamente para encerrar a los demás en su mazmorra. El primero reconoce la estatura humana de su prójimo y lo mira de igual a igual; el segundo lo reduce a un pigmeo y lo usa para subirse encima.
El hombre liberado, exento de opresión y temores, crea nuevos vínculos de solidaridad y amor. Sólo la estima y la amistad vinculan sin esclavizar; amar es crear con los demás vínculos de libertad. De hecho, el hombre no puede vivir despegado de todo; anudará relaciones, buenas o malas; si no de amor, de temor, sea dominando o sometiéndose. Al negarse a la relación del amor se encadena a otras que lo destruyen.
Quien imita a Dios y ama como él suscita libertad y vida. Así se comportaba Cristo con pecadores y descreídos, a pesar de los reproches de los fariseos (Mt 9,11); ofrecía su amistad haciéndose comensal, su mano iba a la fuente con manos de ladrones. La indignación o la reprimenda no redimen, por ser coacción y no originar una respuesta libre; sólo la revelación del amor suscita la respuesta libre, el vínculo de entrega voluntaria que, respecto a Dios, es la fe.
Sentirse amado hace sentirse libre. Mientras se nota en torno la indiferencia, la hostilidad o el odio, cuesta serlo. Sólo en ambiente de estima y amistad se es libre sin esfuerzo. Lo extraordinario de Cristo fue su libertad total en atmósfera de incomprensión por parte de sus discípulos y de enemiga por parte de las autoridades judías. Cristo quiso a los que no lo querían, y su grito en la cruz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?", queja de una fe desolada, brotó quizá de no sentir siquiera el amor del Padre que lo había acompañado siempre.
Cuando Jesús llega al colmo del sufrimiento, el Padre se retira; no quiere que la decisión de morir por los hombres sea resultado de un apoyo exterior, sino plenamente libre, toda de Jesús mismo. Si Cristo se hubiera sentido sostenido por un consuelo, la muerte no habría sido enteramente suya, el mérito habría estado compartido. Él había de llegar solo al heroísmo total, sin que entrase en su decisión ningún factor externo. Cristo llega a la cima de la fe y de la entrega: "Dios mío, Dios mío", pero en una sequedad absoluta, sin sentir el cariño del Padre: "¿Por qué me has abandonado?". Es el acto adulto por excelencia, sin sonrisa ni caricia. También el amor del Padre llega a su colmo al querer que su Hijo sea hombre plenísimamente, que tome él sólo su máxima decisión adulta y responsable. La omnipresencia se usó para hacer al hombre más libre; Dios ocultó su poder para que el hombre creciera.
Pero el Padre no era mero espectador: él estaba en el Hijo; la agonía de Cristo tocaba también al Pdre. El Padre es como su Hijo (Jn 14,9); si el Hijo es amor que sufre y se sacrifica, así es el Padre. Decir que Dios es impasible significa que nada humano puede cambiar su ser ni modificar su designio: Dios es amor sin vacilaciones, compacto y sin fisuras. Su ser y su voluntad son amor constante; pero ¿han de ser despego insensible?, ¿reacciona sólo por voluntad fría?, ¿hay en Dios una serenidad olímpica que no se solidariza con el dolor de su criatura?
Impasible e insensible no son sinónimos. El primero es un término filosófico que denota la absoluta libertad de Dios y la perennidad de su ser, nunca condicionadas por su creación. Insensible, en cambio, no es un término filosófico, sino vital. Y no hay que olvidar que el símbolo Padre, que se aplica a Dios, parte de una realidad humana. Lo menos que puede significar es amor, preocupación por los hijos. ¿Ha de excluir el dolor por ellos? El ser de Dios es ciertamente un misterio sin límite y no podemos conocerlo más que por que él se ha revelado, sobre todo en Jesucristo, "reflejo de su gloria e impronta de su ser" (Heb 1,3). Hay, sin duda, en Dios abismos inaccesibles a toda comprensión humana. Pero él nos ha revelado rasgos suyos que pueden conceptuarse -imperfectísimamente, por supuesto, pero con verdad- en palabras de hombres, y el principal de todos es que es Padre.
Como Padre, es todo lo contrario de un tirano. Su amor sabe esperar, no constriñe la libertad. En la parábola del hijo pródigo lo deja marchar y no va a aliviarlo en su miseria para que la decisión de volver fuera plenamente suya; lo espera, sin embargo, y le sale al encuentro en cuanto vuelve. El hombre es libre de correr su aventura, el Padre no se ofende; aunque el joven se porte mal, es siempre hijo y objeto de su amor. Queriéndolo como lo quiere, sabe, sin embargo, esperar en la crisis y dejar que su hijo madure; el retorno será libre, no impuesto ni forzado. El amor no excluye dejar que el hijo sufra, si es para su bien y crecimiento.
A la vuelta, no tolera que su hijo se humille: lo besa, interrumpe sus palabras contritas, lo viste de gala, le pone el anillo. Su amor no pide triunfos, sólo despertar amor; ésa es su victoria.
En el Calvario; Dios está presente, pero se oculta, abandona; no muestra poder, sino renuncia al poder, vulnerable impotencia: se expone a la llaga, se deja herir por el hombre. Omnipotente es el amor capaz de sobrellevarlo todo. Dios es el amor que puede resistirlo todo sin apagarse, sin convertirse en odio o tomar venganza. Puede darlo todo sin pedir nada, puede darse por quien lo desprecia, lo ignora o lo insulta; sabe retirarse por el bien del mundo, quedar en segundo término, a riesgo de ser negado; sabe hacer el bien sin imponerse, porque, de lo contrario, la respuesta que obtendría no sería amor, sino miedo y sumisión forzada; para no menguar la libertad del que recibe, ama discretamente, sin absorver ni deslumbrar, casi de incógnito, por alusiones, sugerencias o indicios. Quiere que la persona crezca, que sea más libre y responsable, y por eso se mostrará cada vez menos. A medida que el hombre comprenda más, más se retirará de él, pues le irá pasando la iniciativa. Cuanto más libre e independiente sea el hombre, más recatado será Dios. Así el hombre puede encontrarlo en el terreno de la pura amistad, no en el socorro.
Pero ese amor discreto es invencible. El domingo sigue al viernes y Dios reivindica su amor, desplegando la fuerza de su brazo. Es omnipotente porque tiene todos los recursos, y ni la muerte es capaz de interceptar su victoria.
Para usar rectamente la libertad hay que enfrentarse con el otro como persona, respetando su calidad humana; la hermandad pide igualdad y que los pies se apoyen en la misma tierra. En cambio, si se considera al otro como objeto y se le mira desde plataforma elevada del yo, la relación que se instaura es la de explotación, en forma sutil o descarada. El egoísmo, por tanto, destruye la relación personal, que sólo se da entre quienes se consideran fundamentalmente iguales. El hombre libre es capaz de abrir su puerta y encontrar a los otros en la calle; el egoísta la abre únicamente para encerrar a los demás en su mazmorra. El primero reconoce la estatura humana de su prójimo y lo mira de igual a igual; el segundo lo reduce a un pigmeo y lo usa para subirse encima.
El hombre liberado, exento de opresión y temores, crea nuevos vínculos de solidaridad y amor. Sólo la estima y la amistad vinculan sin esclavizar; amar es crear con los demás vínculos de libertad. De hecho, el hombre no puede vivir despegado de todo; anudará relaciones, buenas o malas; si no de amor, de temor, sea dominando o sometiéndose. Al negarse a la relación del amor se encadena a otras que lo destruyen.
Quien imita a Dios y ama como él suscita libertad y vida. Así se comportaba Cristo con pecadores y descreídos, a pesar de los reproches de los fariseos (Mt 9,11); ofrecía su amistad haciéndose comensal, su mano iba a la fuente con manos de ladrones. La indignación o la reprimenda no redimen, por ser coacción y no originar una respuesta libre; sólo la revelación del amor suscita la respuesta libre, el vínculo de entrega voluntaria que, respecto a Dios, es la fe.
Sentirse amado hace sentirse libre. Mientras se nota en torno la indiferencia, la hostilidad o el odio, cuesta serlo. Sólo en ambiente de estima y amistad se es libre sin esfuerzo. Lo extraordinario de Cristo fue su libertad total en atmósfera de incomprensión por parte de sus discípulos y de enemiga por parte de las autoridades judías. Cristo quiso a los que no lo querían, y su grito en la cruz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?", queja de una fe desolada, brotó quizá de no sentir siquiera el amor del Padre que lo había acompañado siempre.
Cuando Jesús llega al colmo del sufrimiento, el Padre se retira; no quiere que la decisión de morir por los hombres sea resultado de un apoyo exterior, sino plenamente libre, toda de Jesús mismo. Si Cristo se hubiera sentido sostenido por un consuelo, la muerte no habría sido enteramente suya, el mérito habría estado compartido. Él había de llegar solo al heroísmo total, sin que entrase en su decisión ningún factor externo. Cristo llega a la cima de la fe y de la entrega: "Dios mío, Dios mío", pero en una sequedad absoluta, sin sentir el cariño del Padre: "¿Por qué me has abandonado?". Es el acto adulto por excelencia, sin sonrisa ni caricia. También el amor del Padre llega a su colmo al querer que su Hijo sea hombre plenísimamente, que tome él sólo su máxima decisión adulta y responsable. La omnipresencia se usó para hacer al hombre más libre; Dios ocultó su poder para que el hombre creciera.
Pero el Padre no era mero espectador: él estaba en el Hijo; la agonía de Cristo tocaba también al Pdre. El Padre es como su Hijo (Jn 14,9); si el Hijo es amor que sufre y se sacrifica, así es el Padre. Decir que Dios es impasible significa que nada humano puede cambiar su ser ni modificar su designio: Dios es amor sin vacilaciones, compacto y sin fisuras. Su ser y su voluntad son amor constante; pero ¿han de ser despego insensible?, ¿reacciona sólo por voluntad fría?, ¿hay en Dios una serenidad olímpica que no se solidariza con el dolor de su criatura?
Impasible e insensible no son sinónimos. El primero es un término filosófico que denota la absoluta libertad de Dios y la perennidad de su ser, nunca condicionadas por su creación. Insensible, en cambio, no es un término filosófico, sino vital. Y no hay que olvidar que el símbolo Padre, que se aplica a Dios, parte de una realidad humana. Lo menos que puede significar es amor, preocupación por los hijos. ¿Ha de excluir el dolor por ellos? El ser de Dios es ciertamente un misterio sin límite y no podemos conocerlo más que por que él se ha revelado, sobre todo en Jesucristo, "reflejo de su gloria e impronta de su ser" (Heb 1,3). Hay, sin duda, en Dios abismos inaccesibles a toda comprensión humana. Pero él nos ha revelado rasgos suyos que pueden conceptuarse -imperfectísimamente, por supuesto, pero con verdad- en palabras de hombres, y el principal de todos es que es Padre.
Como Padre, es todo lo contrario de un tirano. Su amor sabe esperar, no constriñe la libertad. En la parábola del hijo pródigo lo deja marchar y no va a aliviarlo en su miseria para que la decisión de volver fuera plenamente suya; lo espera, sin embargo, y le sale al encuentro en cuanto vuelve. El hombre es libre de correr su aventura, el Padre no se ofende; aunque el joven se porte mal, es siempre hijo y objeto de su amor. Queriéndolo como lo quiere, sabe, sin embargo, esperar en la crisis y dejar que su hijo madure; el retorno será libre, no impuesto ni forzado. El amor no excluye dejar que el hijo sufra, si es para su bien y crecimiento.
A la vuelta, no tolera que su hijo se humille: lo besa, interrumpe sus palabras contritas, lo viste de gala, le pone el anillo. Su amor no pide triunfos, sólo despertar amor; ésa es su victoria.
En el Calvario; Dios está presente, pero se oculta, abandona; no muestra poder, sino renuncia al poder, vulnerable impotencia: se expone a la llaga, se deja herir por el hombre. Omnipotente es el amor capaz de sobrellevarlo todo. Dios es el amor que puede resistirlo todo sin apagarse, sin convertirse en odio o tomar venganza. Puede darlo todo sin pedir nada, puede darse por quien lo desprecia, lo ignora o lo insulta; sabe retirarse por el bien del mundo, quedar en segundo término, a riesgo de ser negado; sabe hacer el bien sin imponerse, porque, de lo contrario, la respuesta que obtendría no sería amor, sino miedo y sumisión forzada; para no menguar la libertad del que recibe, ama discretamente, sin absorver ni deslumbrar, casi de incógnito, por alusiones, sugerencias o indicios. Quiere que la persona crezca, que sea más libre y responsable, y por eso se mostrará cada vez menos. A medida que el hombre comprenda más, más se retirará de él, pues le irá pasando la iniciativa. Cuanto más libre e independiente sea el hombre, más recatado será Dios. Así el hombre puede encontrarlo en el terreno de la pura amistad, no en el socorro.
Pero ese amor discreto es invencible. El domingo sigue al viernes y Dios reivindica su amor, desplegando la fuerza de su brazo. Es omnipotente porque tiene todos los recursos, y ni la muerte es capaz de interceptar su victoria.
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