Vistas las diversas formulaciones de la obediencia a Dios, hay que
precisar cuál es el encargo o mandamientos a que se refiere; oigámoslo
de boca de Cristo: "Este es mi mandamiento, que os améis unos a otros
como yo os he amado" (Jn 15,12).
Con este mandamiento, la disponibilidad y prontitud para con Dios viran hacia el hombre y definen la actitud cristiana. Esta puede describirse como disponibilidad o servicialidad respecto a todos, "procurando agradar al prójimo, pensando en su bien y en lo que es constructivo" (Rom 15,2). Así como la obediencia a Dios podía conceptualizarse en términos de fidelidad o de imitación, la obediencia a los hombres equivale a servicialidad, y sus características son las mismas de la obediencia a Dios, transportadas a escala humana: disponibilidad racional, libre y sin temor, basada en relación de hermanos; relativizada, sin embargo, pues ningún hombre puede merecer una adhesión incondicional. Ésta, por tanto, sujeta al juicio crítico. Su criterio, según el texto de san Pablo citado hace un momento, es el bien del otro y el de la comunidad, que él llama "lo constructivo".
Observar una disposición racional y constructiva, es decir, la obediencia, no es más que un caso particular de la servicialidad cristiana que inclina a secundar la acción o el parecer de otro, mirando al bien de todos.
Hay que prevenir una objeción. Hemos dicho que el hombre ha de juzgar la estima y confianza que merece quien hace la propuesta. Podría objetarse que el evangelio prohíbe juzgar: "No juzguéis y no os juzgarán" (Mt 7,1). Para interpretar esta frase ha de examinarse en primer lugar el contexto. El evangelio está lleno de avisos y advertencias con que el Señor recomienda a los discípulos una actitud crítica ante personas y doctrinas: "Tened cuidado con la gente" (Mt 10,17), "cuidado con los profetas falsos", "por sus frutos los conoceréis" (Mt 7,15-16), "sed cautos como serpientes" (Mt 10,16), "mucho cuidado con la levadura de los fariseos y saduceos" (Mt 16,6), "si alguno os dice entonces: mira, el Mesías está aquí, está allí, no lo creáis" (Mt 24,24).
En consecuencia, el imperativo "no juzguéis" no manda ser ciegos a los defectos o dotes de los demás; lo que prohíbe es dar una sentencia que excluya a otro de nuestra vida. Aunque se vean defectos en el prójimo, hay que aceptarlo como persona. Y Cristo aduce a este propósito el famoso ejemplo de la mota y la viga ene l ojo.
El amor cristiano, sin ser ciego a los defectos del prójimo, incluye siempre una estima que se engancha en lo profundo de la persona; sabe que los defectos son superficie y que todos somos más dignos de compasión que de censura; por eso deja a Dios el juicio definitivo de los demás y renuncia a veredictos.
También san Pablo recomienda la precaución: "Examinadlo todo, retened lo que haya de bueno" (1 Tes 5,21), y refiriéndose a la asamblea: "De los inspirados, que prediquen dos o tres, los demás den su opinión" (1 Cor 14,29). Pero no está permitido emitir un juicio definitivo que corte la comunicación: "El amor disculpa siempre" (1 Cor 13,7), es decir, está siempre dispuesto a empezar de nuevo, dando al otro una nueva oportunidad.
Con este mandamiento, la disponibilidad y prontitud para con Dios viran hacia el hombre y definen la actitud cristiana. Esta puede describirse como disponibilidad o servicialidad respecto a todos, "procurando agradar al prójimo, pensando en su bien y en lo que es constructivo" (Rom 15,2). Así como la obediencia a Dios podía conceptualizarse en términos de fidelidad o de imitación, la obediencia a los hombres equivale a servicialidad, y sus características son las mismas de la obediencia a Dios, transportadas a escala humana: disponibilidad racional, libre y sin temor, basada en relación de hermanos; relativizada, sin embargo, pues ningún hombre puede merecer una adhesión incondicional. Ésta, por tanto, sujeta al juicio crítico. Su criterio, según el texto de san Pablo citado hace un momento, es el bien del otro y el de la comunidad, que él llama "lo constructivo".
Observar una disposición racional y constructiva, es decir, la obediencia, no es más que un caso particular de la servicialidad cristiana que inclina a secundar la acción o el parecer de otro, mirando al bien de todos.
Hay que prevenir una objeción. Hemos dicho que el hombre ha de juzgar la estima y confianza que merece quien hace la propuesta. Podría objetarse que el evangelio prohíbe juzgar: "No juzguéis y no os juzgarán" (Mt 7,1). Para interpretar esta frase ha de examinarse en primer lugar el contexto. El evangelio está lleno de avisos y advertencias con que el Señor recomienda a los discípulos una actitud crítica ante personas y doctrinas: "Tened cuidado con la gente" (Mt 10,17), "cuidado con los profetas falsos", "por sus frutos los conoceréis" (Mt 7,15-16), "sed cautos como serpientes" (Mt 10,16), "mucho cuidado con la levadura de los fariseos y saduceos" (Mt 16,6), "si alguno os dice entonces: mira, el Mesías está aquí, está allí, no lo creáis" (Mt 24,24).
En consecuencia, el imperativo "no juzguéis" no manda ser ciegos a los defectos o dotes de los demás; lo que prohíbe es dar una sentencia que excluya a otro de nuestra vida. Aunque se vean defectos en el prójimo, hay que aceptarlo como persona. Y Cristo aduce a este propósito el famoso ejemplo de la mota y la viga ene l ojo.
El amor cristiano, sin ser ciego a los defectos del prójimo, incluye siempre una estima que se engancha en lo profundo de la persona; sabe que los defectos son superficie y que todos somos más dignos de compasión que de censura; por eso deja a Dios el juicio definitivo de los demás y renuncia a veredictos.
También san Pablo recomienda la precaución: "Examinadlo todo, retened lo que haya de bueno" (1 Tes 5,21), y refiriéndose a la asamblea: "De los inspirados, que prediquen dos o tres, los demás den su opinión" (1 Cor 14,29). Pero no está permitido emitir un juicio definitivo que corte la comunicación: "El amor disculpa siempre" (1 Cor 13,7), es decir, está siempre dispuesto a empezar de nuevo, dando al otro una nueva oportunidad.
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