martes, 6 de enero de 2015

SAN ANASTASIO SINAÍTA

Monje y sacerdote en el monasterio del Monte Sinaí, San
Anastasio murió poco después del año 700. Es, por tanto, uno de
los últimos escritores orientales a quienes se reconoce el titulo de
Padre de la Iglesia.

Testigo y defensor de la fe, San Anastasio Sinaíta dejó con
frecuencia su retiro para refutar las herejías, especialmente el
monotelismo—muy desarrollado en Oriente por aquellos años—,
que negaba la existencia de una voluntad humana en Jesucristo.
Precisamente la mayor parte de su actividad literaria—poco
estudiada aún—se concentró en esta polémica, a la que sólo
pondría fin, en el año 681, el Concilio lIl de Constantinopla.
Compuso, además, una pequeña historia de las herejías y de los
sínodos eclesiásticos, un comentario al relato bíblico de la
Creación, varias homilías y un volumen de preguntas y respuestas
sobre cuestiones predominantemente morales.

Entre sus homilías más conocidas se encuentra el Sermón sobre
la Santa Sínaxis, donde resume la doctrina sobre la Eucaristía y
exhorta a los cristianos a comulgar dignamente. 

LOARTE
* * * * *

Para comulgar dignamente
(Sermón sobre la Santa Sínaxis)

Grande es nuestra miseria, carísimos. Porque debiéramos tener
el espíritu encendido, atento en la oración y en la súplica,
principalmente en la celebración del misterio eucarístico, y estar
llenos de temor y temblor en la presencia del Señor mientras se
celebra la Misa. Sin embargo, ni siquiera le ofrecemos el Sacrificio
con pura conciencia, con espíritu contrito y humillado, sino que
durante la Santa Sínaxis terminamos nuestros asuntos públicos y
la administración de muchos y vanos negocios.

Hay gentes que no se preocupan en pensar con qué pureza y
con qué dolor de sus pecados se han de acercar a la Sagrada
Mesa, sino qué vestidos se han de poner. Otros vienen, pero no se
dignan permanecer hasta el fin, sino que preguntan a los demás
en qué punto va la Misa y si llega ya el tiempo de la Comunión; y
entonces rápidamente, como los perros, saltan, arrebatan el
místico pan y se marchan. Otros, presentes en el templo de Dios,
no están quietos ni un momento, y se dedican a conversar
prestando mas atención a las habladurías que a la oración. Otros
no se preocupan absolutamente nada de su conciencia, ni de
limpiar las manchas de sus pecados por medio de la penitencia, y
van acumulando pecados sobre pecados (...).

Pues dime: ¿con qué conciencia, con qué estado de alma, con
qué pensamientos te acercas a estos misterios, si en tu corazón te
está acusando tu misma conciencia? Contéstame: si tuvieras las
manos manchadas de estiércol, ¿te atreverías a tocar con ellas las
vestiduras del rey? Ni siquiera tus mismos vestidos tocarías con las
manos sucias, antes bien, te las lavarías y enjugarías
cuidadosamente, y entonces los tocarías. Pues, ¿por qué no das a
Dios ese mismo honor que concedes a unos viles vestidos?

Entrar en la iglesia y honrar las imágenes sagradas y las
veneradas cruces, no basta por sí solo para agradar a Dios, como
tampoco lavarse las manos es suficiente para estar completamente
limpio. Lo que verdaderamente es grato a Dios es que el hombre
huya del pecado y limpie sus manchas por la confesión y la
penitencia. Que rompa las cadenas de sus culpas con la humildad
del corazón, y así se acerque a los inmaculados misterios.

Quizá diga alguno: no me es grato llorar y dolerme. ¿Por qué?
Porque no meditas, porque no piensas, porque no ponderas el
terrible día del juicio. Con todo, si no puedes llorar, al menos
manten un porte grave y respetuoso; echa lejos de ti el orgullo,
ponte en la presencia del Señor y, con los ojos vueltos a la tierra y
con espíritu contrito, reconócete pecador. ¿No ves cómo los que
están en la presencia de un rey terreno, que muchas veces es un
impío, se comportan ante él con reverencia?

Permanece, pues, ante Dios con paz y compunción; confiesa tus
pecados a Dios por medio de los sacerdotes. Condena tus propias
acciones y no te avergüences, porque hay una vergüenza que
conduce al pecado y una vergüenza que es honor y gracia (Sir 4,
25). Condénate a ti mismo delante de los hombres, para que el
juez te declare justo delante de los ángeles y delante de todo el
mundo.

Pide misericordia, pide perdón, pide la remisión de tus culpas
pasadas y verte libre de las futuras, para que puedas acercarte
dignamente a tan grandes misterios, para participar con pura
conciencia del cuerpo y sangre de Cristo, para que te sirvan de
purificación y no de condenación. Oye a San Pablo, que dice:
pruébese a sí mismo el hombre, y así coma de aquel pan y beba
de aquel cáliz. Porque quien lo come y bebe indignamente, come y
bebe su propia condenación, no haciendo el discernimiento del
cuerpo del Señor. Por eso hay entra vosotros muchos enfermos y
achacosos y mueren bastantes (1 Cor 11, 28 ss.). ¿Comprendes
ahora cómo la enfermedad y la muerte provienen, con mucha
frecuencia, de acercarse indignamente a los divinos misterios?

Pero, tal vez dirás: ¿pues quién es digno? También caigo yo en
la cuenta de esto. Y, sin embargo, serás digno con tal de que
quieras. Reconócete pecador; apártate del pecado, huye de la
maldad y de la ira. Practica obras de penitencia. Revístete de
templanza, de mansedumbre y de longanimidad. De los frutos de la
justicia saca compasión y entrañas de misericordia para los
necesitados, y entonces te habrás hecho digno.

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