martes, 26 de julio de 2016

Fidelidad.

La fidelidad (hebr. emet), atributo mayor de Dios (Ex 34,6), se asocia con frecuencia a su bondad paternal (hebr. hesed) para con el pueblo de la alianza. Estos dos atributos complementarios indican que la alianza es a la vez un don gratuito y un vínculo cuya solidez resiste la prueba de los siglos (Sal 119,90). A estas dos actitudes, en las que resumen los caminos de Dios (Sal 25,10), debe el hombre responder conformándose a ellas; la piedad filial que debe a Dios tendrá como prueba de su verdad la fidelidad en observar los preceptos de la alianza.
A lo largo de la historia de la salvación la fidelidad divina se revela inmutable, frente a la constante infidelidad del hombre, hasta que Cristo, testigo fiel de la verdad (Jn 18, 37; Ap 3,14), comunica a los hombres la gracia de que está lleno (Jn 1,14.16) y los hace capaces de merecer la corona de la vida imitando su fidelidad hasta la muerte (Ap 2,10). AT.

1. Fidelidad de Dios.

Dios es la “roca” de Israel (Dt 32,4); este nombre simboliza su inmutable fidelidad, la verdad de sus palabras, la solidez de sus promesas. Sus palabras no pasan (Is 40,8), sus promesas son mantenidas (Tob 14,4); Dios no miente ni se retracta (Núm 23,19); su designio se ejecuta (Is 25,1) por el poder de su palabra que, salida de su boca, no vuelve sino después de haber cumplido su misión (Is 55,11); Dios no varía (Mal 3,6). Así la esposa que se ha escogido, quiere unírsela con el lazo de una fidelidad perfecta (Os 2,22), sin la cual no se puede conocer a Dios (4,2).
No basta, pues, con alabar la fidelidad divina que rebasa los cielos (Sal 36,6), ni con proclamarla para invocarla (Sal 143,1) o para recordar a Dios sus promesas (Sal 89,1-9.25-40). Hay que orar al Dios fiel para obtener de él la fidelidad (1 Re 8. 56ss), y cesar de responder a su fidelidad con la impiedad (Neh 9,33). En efecto, sólo Dios puede convertir a su pueblo infiel y darle la felicidad haciendo germinar de la tierra la felicidad que debe ser su fruto (Sal 85,5,11ss).

2. Fidelidad del hombre.

Dios exige a su pueblo la fidelidad a la alianza que él renueva libremente (Jos 24. 14); los sacerdotes deben ser especialmente fieles (1Sa 2,35). Si Abraham y Moisés (Neh 9,8; Eclo 45,4) son modelos de fidelidad, Israel en su conjunto imita la infidelidad de la generación del desierto (Sal 78,8ss. 36s; 106,6). Y donde no se es fiel a Dios, desaparece la fidelidad para con los hombres; entonces no se puede contar con nadie (Jer 9,2-8). Esta corrupción no es propia de Israel, pues en todas partes vale este proverbio: “¿Quién hallará un hombre de fiar?” (Prov 20,6).
Israel, escogido por Dios para ser su testigo, no fue, pues, un servidor fiel; permaneció ciego y sordo (Is 42, 18ss). Pero Dios eligió a otro siervo, en quien depositó su espíritu (Is 42, lss), al que hizo el don de oír y de hablar: este elegido proclama fielmente la justicia, sin que las pruebas puedan hacerlo infiel a su misión (Is 50,4-7), pues su Dios es su fuerza (Is 49,5).

NT.

1. Fidelidad de Jesús.

El siervo fiel así anunciado es Cristo Jesús, Hijo y Verbo de Dios, el verdadero y el fiel, que quiere cumplir la Escritura y la obra de su Padre (Mc 10.45; Lc 24,44; Jn 19,28.30; Ap 19,llss). Por él son mantenidas todas las promesas de Dios (2Cor 1,20); en él están la salvación y la gloria de los elegidos (2Tim 2,10): con él son llamados los hombres por el Padre a entrar en comunión; y por él serán los creyentes fortalecidos y hechos fieles a su vocación hasta el fin (1Cor 1,8s). La fidelidad de Dios (1Tes 5.23s), cuyos dones son irrevocables (Rom 11,29), se manifiesta, pues, en él con plenitud, y para confirmar en la fidelidad invita a seguir la constancia de Cristo (2Tes 3,3ss).
Debemos imitar la fidelidad de Cristo manteniéndonos firmes hasta la muerte, y contar con su fidelidad para vivir y reinar con él (2Tim 2, lls). Más aún: aun siendo nosotros infieles, él permanece fiel. pues aunque pueda renegarnos, no puede renegarse a sí mismo (2Tim 2,13); hoy, como ayer y para siempre, no deja de ser lo que es (Heb 13,8), el pontífice misericordioso y fiel (Heb 2,17) que otorga poder acercarse con seguridad al trono de la gracia (Heb 4,14ss) a los que, apoyados en la fidelidad de la promesa divina, conservan una fe y una esperanza indefectibles (Heb 10,23).

2. Los fieles de Cristo.

El título de “fieles” basta para designar a los discípulos de Cristo, a los que tienen fe en él (Hech 10,45: 2Cor 6, 15; Ef 1,1). Este título incluye seguramente las virtudes naturales de lealtad y de buena fe que los cristianos deben poner empeño en practicar (Flp 4,8); pero designa además la fidelidad religiosa, que es una de las prescripciones mayores, cuya observancia exige Cristo (Mt 23,23) y que caracteriza a los que son movidos por el Espíritu Santo (Gál 5,22), y especialmente a los apóstoles, dispensadores de los misterios de Dios (1Cor 4,1s; Lc 12,42); aparece en el detalle de la existencia (Lc 16,10ss) y domina así toda la vida social.
En la nueva alianza esta fidelidad tiene un alma, que es el amor; y viceversa, la fidelidad es la prueba del amor auténtico. Jesús insiste en este punto: “Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi padre y permanezco en su amor” (Jn 15,9s; cf. 14,15.21.23s). Juan, fiel a la lección de Cristo, la inculca a sus “hijos” invitándolos a “caminar en la verdad”, es decir, en la fidelidad al mandamiento del amor mutuo (2Jn 4s); pero añade en seguida: “Ahora bien, el amor consiste en vivir según los mandamientos de Dios” (2Jn 6).
A esta fidelidad es a la que está reservada la recompensa de tener parte en el gozo del Señor (Mt 25, 21.23; In 15,11). Pero esta fidelidad exige una lucha contra el tentador, el maligno, que requiere vigilancia y oración (Mt 6,13; 26,41; 1Pe 5, 8s). En los últimos tiempos será tremenda la prueba de esta fidelidad: los santos tendrán que ejercer en ella una constancia (Ap 13,10; 14,12), cuya gracia les viene de la sangre del cordero (Ap 7,14; 12,11).
CESLAS SPICQ y MARC-FRANÇOIS LACAN

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