1. Definición. No resulta fácil
la definición de este género literario, tan característico de la
literatura española, pues, según la época que se considere, ofrece notas
tipificadoras que no siempre son las mismas. A este respecto dice N.
González Ruiz: «Tradicionalmente se venía definiendo el auto sacramental
como una pieza dramática dispuesta en una sola jornada y referente al
misterio de la Eucaristía, o escrita para su representación en la
festividad del Corpus Christi. La amplitud de esta definición la torna
necesariamente imprecisa y obliga a incluir entre los autos
sacramentales innumerables piezas breves que pertenecen, en realidad, al
teatro medieval y que tienen su lugar entre las moralidades o los
misterios de entonces. Desde mediados del s. xiii es costumbre, que
tiene casi carácter de rito, el celebrar la fiesta del Santísimo
Sacramento del Altar con una representación dramática de carácter sacro.
Sin embargo, las piezas destinadas a esas representaciones o utilizadas
para ellas, ni son autos sacramentales ni, en verdad, ha pretendido
nunca nadie que lo fuesen, aunque la vaguedad de la definición
anteriormente consignada pudiera hacer pensar en ello».
Bruce W. Wardropper, que ha estudiado la génesis y evolución del género, señala que «el que una pieza religiosa de un acto se diese el día del Corpus no la convierte ipso facto en digno miembro del género auto sacramental». Para A. Valbuena Prat es requisito indispensable el que tal pieza posea carácter alegórico, lo cual le llevó en 1924 a formular la siguiente definición del género: «composición dramática en una jornada, alegórica y relativa generalmente a la Comunión». Por su parte, un gran conocedor del teatro calderoniano, Alexander A. Parker, al igual que posteriormente Wardropper, reseña la problemática existente en torno a la definición del género, sin decidirse a formular ninguna. Quizá lo que ocurra es que todos esos intentos tradicionales de definición contengan su dosis de verdad, al fijarse en determinados aspectos: carácter religioso de la obra, brevedad de la misma (un acto), alegorismo, exaltación de la Eucaristía, coincidencia de su representación con la festividad del Corpus Christi, etc. Lo que sucede es que el auto calificable de «prelopista» (el anterior a la aparición de Lope de Vega) no posee los mismos rasgos que tan característicos han de ser de los autos calderonianos, verdadero paradigma del género.
Lope de Vega (v.) en una Loa entre un villano y un labrador, introductora del auto El dulce nombre de Jesús, da una definición del género que diferentes tratadistas, como el P. Aicardo y el citado Wardropper, consideran suficientemente válida y expresiva:
«¿Y qué son autos? Comedias a honor y gloria del Pan que tan devota celebra esta coronada villa, porque su alabanza sea confusión de la herejía y gloria de la fe nuestra, todas de historias divinas».
Lo de comedias puede desconcertar al lector actual. Pero es preciso tener en cuenta que, en la época de Lope, no existía una verdadera diferenciación terminológica entre las distintas especies teatrales entonces cultivadas. La palabra comedia recubría los más variados tonos y contenidos: no sólo el propio de lo que por comedia seguimos entendiendo hoy, sino también el del drama, el de la tragedia, etc. Y asimismo, según se ve, el del a. s. Pero aunque en la época de Lope el a. s. pudiera ser identificado como «confusión de la herejía», al servicio, pues, de un ideal contrarreformista, la verdad es según ha señalado Marcel Bataillon que no cabe considerar este género como una secuela o consecuencia del antiprotestantismo español, ya que hay autos anteriores a la herejía luterana. Bataillon se inclina, más bien, a asociar la génesis de los a. s. con la reforma católica que en España se inició en la época de los Reyes Católicos.
Si, para centrar esta compleja problemática, se acude a los autos calderonianos como los más representativos, según se apuntó antes, no hay inconveniente entonces en proponer una definición ajustada a la índole y características de los mismos. Y ocurre, además, que tal definición fue formulada por el propio Calderón (v.), el más insigne y conocido cultivador del a. s. La definición se encuentra en boca de la Labradora en la Loa de La segunda esposa, y dice así:
«Sermones puestos en verso, en idea representable, cuestiones de la Sacra Teología, que no alcanzan mis razones a explicar ni comprender, y al regocijo dispone con aplauso de este día».
Téngase en cuenta que, en los siglos de oro, la literatura sermonaria tuvo un gran cultivo e importancia. Y recuérdese asimismo lo muy interesante que las modas literarias de la época repercutieron en el tono y estilo de la oratoria (v.) sacra. El caso de Paravicino, adaptador de los procedimientos culteranoconceptistas a la predicación (v.) sacra, es bien significativo a ese respecto. Ya desde la Edad Media los predicadores se venían sirviendo de la literatura profana con fines espirituales. No otro sentido tienen las colecciones de cuentos dispuestos y clasificados de tal forma, que el predicador pudiese encontrar con facilidad el ejemplo adecuado al tema de su sermón. En el s. xvu, y en virtud de una muy barroca confusión, tienden, en ocasiones, a borrarse los límites entre literatura religiosa y profana. Si el arte de la oratoria sacra acusa la influencia de la literatura profana, ésta revela también, recíprocamente, el impacto de los sermonarios (v.), de la literatura ascéticomística, etc. ¿Hasta qué punto una obra como el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán (v.), no equivale a una colección de ascéticos sermones sub specie picaresca? Más literal es en bastantes páginas del Guzmán el tono sermonario que en los a. s. En éstos, su condición dramática parecía requerir un tono no siempre compatible con el expositivo propio del discurso sacro. El pícaro Guzmán habla en primera persona, y de ahí que su tono equivalga frecuentemente al de un predicador. Pero en los autos tenemos una contextura dramática, un diálogo muchas veces vivacísimo así,, en Calderón que no parecen tener mucho que ver con el estilo propio del sermón. Bien es verdad que, en el s. xvii, se llegó, en los sermones, a increíbles extremos de vivacidad y hasta de teatralización, que justificarían un muy barroco allegamiento e interinfluencia dé literatura profana y espiritual.
2. Carácter alegórico. El carácter alegórico asignado por Valbuena Prat a los a. s., se relaciona, indudablemente, con lo que Calderón apunta de «en idea / representable, cuestiones / de la Sacra Teología»; versos en los que «idea representable» equivale a idea que adquiere cuerpo, bulto, visibilidad, audibilidad. En definitiva, manejo de alegorías con las que dar plasticidad y encarnadura a todo un mundo puramente mental y abstracto. El Pensamiento, la Idolatría, la Envidia, la Soberbia, etc., aparecen en escena con el gesto y voz que los actores prestan a tales personajes. De ahí, que si ha habido alguna vez un muy puro y auténtico teatro de ideas, anterior al que tanto auge tuvo en la escena europea a partir sobre todo de Ibsen, ese teatro bien pudo ser el significado por los a. s. El que la definición calderoniana sea puesta en boca de una labradora, que reconoce la incapacidad de sus razones para «explicar ni comprender» y que alude al «regocijo y aplauso» con que tales representaciones son acogidas, resulta revelador del alcance popular conseguido por el género. Y esto fue así, en virtud precisamente del ropaje alegórico con que se expresan «cuestiones de la Sacra Teología»; es decir, de todo aquello que era gala profana: la música del verso, la complicada tramoya, etc. El a. s. representa, así considerado, una de las más bellas expresiones literarias en que esos dos mundos antes aludidos el sacro y el profano se mezclan y confunden, a efectos estéticos. Pues aunque la temática, la intención, el marco de la festividad, etc., pertenezcan al ámbito de lo sacro, la estructura teatral, las galanuras del lenguaje, los recursos espectaculares e incluso el manejo de lo cómico a cargo de la casi indispensable figura del gracioso, acercan la representación al ámbito normal de la escena profana, a la que tan acostumbrado estaba el público de los autos, en esencia el mismo que ej los corrales se entusiasmaba con las comedias de capa y espada, de figurón, etc.
3. Escenografía. Generalmente eran los municipios quienes se encargaban de organizar las representaciones de a. s., con ocasión de la festividad del Corpus. En la procesión desfilaban los carros, verdaderos escenarios ambulantes, en los que iban montadas las distintas apariencias la escenografía y tramoya, correspondientes a las diferentes escenas de cada auto. Wardropper señala que «los carros pertenecían al Ayuntamiento, y aunque se desplazaban los autos a varias poblaciones de cercanías después del domingo de la octava del Corpus, no es verosímil que las grandes, ciudades, particularmente la Villa y Corte, mandaran con los autos sus carros costosísimos». Costosísimos añadamos precisamente por lo complicado de las apariencias que albergaban,
Los carros, arrastrados por caballos o mulas, eran preparados bastante tiempo antes de la procesión, y se procuraba mantener escondido el efecto de sorpresa y deslumbramiento que las nuevas apariencias habían de provocar en el público. Unos días antes de celebrarse la festividad y la representación del auto, tenía lugar una especie de ensayo general en las primeras horas del día, para que no fuesen vistos por el público y no se divulgara el secreto de las maravillas escenográficas. A tal ensayo o «muestra de los carros» asistían las autoridades que costeaban la representación, así como algunos curiosos invitados que daban por bueno el molesto madrugón, con tal de estar presentes en la que hoy llamaríamos representación privada. Tal costumbre ha quedado plasmada en un entremés de Quiñones de Benavente, titulado precisamente La muestra de los carros.
En la época de Calderón la escenografía de los autos, contenida en los diferentes carros, era realmente compleja y requería la colaboración de hábiles técnicos, maquinistas y carpinteros, los cuales habían de interpretar y corporeizar las indicaciones que los autores solían dar. Son muy curiosas, a este respecto, las llamadas Memorias de apariencias, que Calderón dejó escritas para la fiel realización de algunos de sus autos. Véase, p. ej., cómo Calderón describe la tramoya que se requería para la representación de su auto La vida es sueño (inspirado, claro es, en el drama calderoniano del mismo título).
«El primero carro ha de ser un globo, lo más capaz que pueda dar de sí la fachada del carro. Su primer cuerpo ha de estar pintado de boscajes, y entre ellos varios animales, y el globo lineado como mapa de esfera terrestre, y entre sus líneas cuajado de rosas y flores, lo más hermoso que se pueda. Ha de haber delante dos árboles de recortado, en que descanse a su tiempo el medio globo, que se ha de abrir en dos mitades, y de la que queda fija ha de salir una mujer caballera en un león corpóreo.
El segundo carro ha de ser otro globo, igual en sus tamaños al primero, con diferencia de que su pintura ha de ser en su primer cuerpo de nubarrones y estrellas, y en su globo, lineado como esfera celeste, con signos e imágenes del Zodíaco, y todo con resplandores. También se ha de abrir a su tiempo, descansando la mitad, que cae en dos columnas de recortado, pintadas como pirámides de fuego, y ha de salir de la otra mitad, que quede fija, otra mujer, caballera en una salamandra, también empírea.
El tercer carro ha de ser otro globo igual a los dos, con diferencia de que su pintura sea de color de mar,. cuajado entre ondas cerúleas, todo de diversos pescados. Su mitad ha de descansar sobre otros dos pies, pintados de olas, conchas y corales y demás adornos marinos, y salir de él otra mujer, caballera en un delfín corpóreo.
El cuarto carro, en correspondencia de los tres, ha de ser pintado de color de aire, cuajado de diversas aves. Ha de descansar medio globo en dos bichas, con dos pájaros en su remate; la mujer que ha de salir de él ha de venir sobre un águila corpórea.
En uno de estos globos ha de haber, en lo bajo del tablado hecho, una gruta, que ha de abrirse a su tiempo y verse en ella un hombre dormido sobre un peñasco, y porque una mejor con su pintura podrá ser el globo terrestre».
Tal era la escenografía que Calderón imaginó como marco de la presentación de los cuatro elementos la Tierra, el Fuego, el Agua y el Aire, con cuyas voces se inicia la acción del a. s. La vida es sueño. La gruta en que duerme el Hombre es la nueva versión alegórica de la abrupta prisión de Segismundo en el drama del mismo título. Lo que hizo Calderón fue, realmente, adaptarse a una muy española tradición y verter a lo divino ese drama, transformándolo en a. s., uno de los más bellos y originales del autor; ya que éste no se inspiró en viejos temas bíblicos, mitológicos, etc., que le vinieran dados por la tradición (como era usual en el a. s.), sino en uno propio. La vida es sueño revela, entre otras cosas, cómo a Calderón todo se le convertía en a. s., a poco que su ingenio interpretase alegórica y teológicamente la contextura de una obra tan poderosa como es La vida es sueño, drama. Quien conozca solamente este texto apenas creerá que con tal asunto pueda llegarse, mediante un juego alegórico, a una conclusión en la que se exalte la Eucaristía.
4. Tramoya y movimiento de los actores. Interesa resaltar el énfasis que Calderón puso en la descripción de sus apariencias, tan detalladamente reseñadas en todo lo que se refiere a plasticidad, color, bulto, perspectiva, movimiento. Contrasta tal pormenorización escenográfica con la ausencia de acotaciones relativas al decorado en las comedias, en el teatro profano de la misma época. En las representaciones de los corrales prácticamente no había escenografía o la manejada se caracterizaba por su elementalidad, en coincidencia con lo que fue propio del teatro inglés en la época isabelina. En uno y otro teatro, el español de Lope o el inglés de Shakespeare (v.), todo parecía quedar fiado a la fantasía colaboradora del espectador, capaz de imaginarse sobre el pobre tablado escénico los palacios, bosques, batallas, de que hablaban los actores. La pura sugestión verbal ocupaba el lugar de la casi inexistente escenografía. Por el contrario, en los a. s. se consideraba como complemento indispensable del verso, la tramoya de los carros. Se diría que. el cultivador de tal género p. ej., Calderón tenía conciencia de que todo a. s. (al menos en la época barroca) iba dirigido, en su designio alegórico, tanto a los oídos del espectador (por medio del verso: sermones en verso), como a sus ojos. De ahí que Calderón señale no sólo el artificio de la tramoya, sino también la colocación y movimiento de los actores.
Así, en El veneno y la triaca, el avanzar de El Lucero símbolo del pecado, del demonio mismo coincide con el retirarse de La Inocencia, la cual va abandonando a La Infanta, el personaje que en el auto funciona como símbolo de la Naturaleza humana. Dice La Infanta:
«a cada paso que él da la Inocencia mía se va otro paso retirando.
lista huyendo, aquél llegando, los pasos se están midiendo, y lo que él tarda viniendo, se apresura ella apartando».
Se consigue así que el movimiento de los actores en la escena que no cuesta trabajo imaginar rítmico y casi de ballet coincida con lo que van expresando los versos. La complementación de gestos y de palabras acentúa la intención alegórica del episodio, pensado por Calderón en términos esencialmente visuales. Así parecía requerirlo la índole de un género, en el que su condición de espectáculo público traía, entre otras consecuencias, ese entrar por los ojos propio del mismo. Téngase en cuenta la importancia que en la literatura barroca tiene lo visual, bien patente en obras tan significativas como la Idea de un Príncipe Político Cristiano, de Saavedra Fajardo (v.), expuesta en cien empresas, cada una de las cuales lleva como introducción o cabecera del texto un dibujo emblemático que, en definitiva, no es sino el equivalente plástico del motivo desarrollado literariamente a continuación. El artificio de las empresas se basa, realmente, en el gusto por la alegoría (v.) de que participan, constitutivamente, los a. s. El cúmulo de referencias ópticas, de que Saavedra Fajardo se sirve a lo largo de sus empresas soles, luces, fuegos, espejos, fenómenos de refracción como el del remo aparentemente quebrado en el agua, etcétera suponen algo así como una sobrevaloración de lo visual; por más que, al mismo tiempo, funcionen como una repetida advertencia de que no cabe fiarlo todo a los ojos, instrumentos de tantos engaños y confusiones. El tema del engaño a los ojos es medular en el arte barroco, a . través de las más variadas configuraciones y efectos. Se cuenta siempre con la mirada, como vehículo de conocimiento y también y esto es aún más importante de desengaño. De «instrumento de la fantasía» viene a calificarla Saavedra Fajardo, con frase que nos ayuda a entender tantas creaciones y actitudes del barroco español, desde la pintura velazqueña que parece solicitar la mirada colaboradora del espectador, en una proporción hasta entonces quizá nunca imaginada a las tan repetidas consideraciones del embuste entrañado en el color azul del cielo «que ni es cielo ni es azul», como dirá Argensola o en el engañoso efecto visual que produce el vuelo de la paloma negra tenida por blanca, según apuntará Tirso de Molina en Cautela contra cautela.
5. Evolución del género. En lo que a los a. s. se refiere, bastaría leer una descripción de apariencias, como la antes transcrita de Calderón, para valorar debidamente la importancia que en tal género tiene la parte visual. Evoquemos, además, las circunstancias que concurrían en la representación de tales piezas dramáticas. Pues ocurre que hoy estamos acostumbrados a las representaciones en locales cerrados, en donde todo, por obra y gracia de esos límites techo y paredes adquiere un aire, un tono más íntimo y menos gesticulante. Pero los a. s., como el primitivo teatro religioso medieval o como los desfiles procesionales de antaño y de hoy los pasos de Semana Santa, p. ej. se representaban al aire libre, bajo una luz tan intensa que era preciso recurrir al énfasis en los gestos y los colores para evitar que se disolviesen e hicieran imperceptibles en tal luminosidad. La lección doctrinal o teológica que había de entrar por los oídos y por los ojos exigía una puesta en escena atenta a tales solicitudes sensoriales. El juego alegórico resultaba más fácilmente inteligible cuando al decir literario se superponía la adecuada plástica de las apariencias. Pero antes de que el a. s. participase del barroco esplendor de la procesión del Corpus, y se convirtiera en fastuoso alarde escénico, pasó por etapas en que su configuración teatral fue mucho más humilde. Wardropper ha estudiado detalladamente esas etapas, esa evolución del género, en el transcurso de la cual Calderón significa la más alta cima, y cuyo final viene dado por la Real cédula de junio de 1765, en virtud de la cual se prohibía en España la representación de a. s.
Wardropper, al ocuparse de los orígenes medievales del drama sacramental, señala cómo los autos «son un fenómeno singularmente español. Lo son principalmente porque sólo en España no hay solución de continuidad de las tradiciones medievales en tiempos del Renacimiento». Contra la opinión de críticos como N. González Ruiz, Wardropper cree que los a. s. no dependen de los misterios (v.), sino de los antiguos dramas litúrgicos, y por ello guardan relación con lo que se refiere a la ornamentación literario musical de la liturgia (los llamados tropos), así como con el tradicional gusto alegórico de las moralidades.
Un hito importante en la evolución del género lo supone el portugués Gil Vicente (v.), en la primera mitad del s. XVI, con obras como el Auto de la Sibila Casandra. No se trata propiamente de ninguna pieza dramática sacramental, ya que su trama se reduce a cómo la Sibila Casandra, sabedora por sus dotes proféticas de que el Mesías ha de nacer de una virgen, piensa presuntuosamente que ella va a ser la elegida, y de ahí que renuncie al matrimonio qué Salomón le propone. Al final se descubre que es María y no Casandra la Madre del Redentor, y todos los personajes Casandra y sus tías, las otras Sibilas, Erutea; Peresica y Cimeria; más Salomón, Isaías, Moisés y Abraham acuden, en pintoresca y anacrónica mezcolanza, a adorar al Niño Jesús; con lo cual la obra gilvicentina se convierte en un verdadero auto navideño. Para Wardropper, lo que en tal pieza habría de antecedente de los posteriores a. s., vendría dado por el hecho de haberse servido Gil Vicente del esquema de la prefiguración (tomando pie en un antiguo y popular sermón apócrifo, atribuido a S. Agustín, y conectable con el tema del Ordo Prophetarum en el teatro religioso medieval), estableciendo así una anticipación de ciertos matices y recursos de los a. s. posteriores.
Hacia 1520, Hernán López de Yanguas da un paso decisivo al incorporar el drama religioso escrito para el Corpus a la temática exigida por la festividad. Tradicionalmente venía representándose en la misma una obra dramática religiosa de tema no necesariamente sacramental: p. ej., el Auto de San Martín, de Gil Vicente, con el diálogo del santo y del pobre, desconectado de toda posible referencia eucarística.
En 1554 apareció una Recopilación en metro de las obras dramáticas de Diego Sánchez de Badajoz, en la que figuraban obras tan significativas como la Farsa del Santísimo Sacramento. En el llamado Códice de Autos Viejos colección de obras religiosas, casi todas de la segunda mitad del s. XVI, editadas en 1901 por Léo Rouanet figuran bastantes, piezas clasificables como verdaderos a. s.; entre ellos el Auto del Magná, en donde la ayuda celestial que Dios concede al pueblo judío en forma de maná es interpretada dramática y alegóricamente como prefiguración del otro Pan salvador, el de la Eucaristía. En este auto y en el de Los desposorios de José, p. ej., se puede observar .el empleo de un lenguaje pastoril muy rústico, puesto en boca de los bobos o graciosos, con su precedente en ciertas obras de Juan del Encina (v.) y de Gil Vicente. Rústica y pastorilmente hablan también los personajes de La oveja perdida, bella dramatización de la parábola evangélica, de la que es tal vez autor el valenciano Juan Timoneda (v.), calificado de «padre del auto sacramental». Pero aunque los personajes de La oveja perdida hablen en ese tosco lenguaje pastoril, no hay entre ellos figura que equivalga a la del gracioso tradicional, sin duda porque el autor tenía una muy seria concepción del género. En el Introito de otro auto de Timoneda, La Fuente de los Siete Sacramentos, advierte el autor:
«Pues sé que no es menester convidar aquí a reír, sino contemplar saber como Dios se da a comer para a su gloria subir. Subamos el pensamiento en esta contemplación, no en risadas, porque es viento: baste que el placer contento esté en nuestro corazón».
Para los cultivadores del género en el s. xvti no parece haber conflicto entre la elevación y gravedad propias de los autos, y las «risadas» que en el público podía suscitar alguna intervención a cargo del personaje equivalente al gracioso de las comedias. Esto es así, porque, en definitiva, ya desde Lope de Vega, el a. s. admite el tono y los elementos propios de la comedia de la época, según la cultivaba el Fénix. Son frecuentes las adaptaciones a lo divino de romances y cantarcillos populares. Así, el viejo romance relativo al cerco de Zamora que comenzaba:
«Guarte, guarte, rey Don Sancho, no digas que no te aviso, que de dentro de Zamora un alevoso ha salido: llámase Bellido Dolfos, hijo de Dolfos Bellido. Cuatro traiciones ha fecho, y con ésta serán cinco.
Si gran traidor fue el padre, mayor traidor es el fijo» aparece glosado en el bello auto lopesco de La siega, en boca de La Fe, que avisa a La Ignorancia para que no se duerma y vigile el sembrado de trigo donde echarán cizaña La Envidia y La Soberbia:
«Labrador que el trigo guardas, no digas que no te aviso, que del cerco del Infierno dos traidores han salido. Soberbia y Envidia son, hijos del rey del abismo; que si traidor es el padre, más traidores son los hijos. Cuatro traiciones han hecho; si te duermes, serán cinco».
El dormirse La Ignorancia, pese a tales avisos, se relaciona alegóricamente con el dormirse de la Iglesia, en tanto crecen las herejías y cismas entre el trigo.
En el Auto de los Cantares, también de Lope (llamado así por proceder del texto de Salomón), se encuentra vertida a lo divino la famosa Serranilla de la Zarzuela (popular, de principios del s. XV):
«Yo me iba, mi madre, a Villa Reale; errara yo el camino, en fuerte lugare»
transformada por Lope en una especie de loa a la Virgen: «Yo me iba, Madre,
al monte una tarde, dentro de vos misma, aunque soy tan grande».
En el mismo a. glosa Lope el cantarcillo popular en que se inspiró para su comedia El caballero de Olmedo: «Que de noche le mataron, al caballero, la gala de Medina, la flor de Olmedo».
La versión a lo divino del a. dice así, aplicada a Cristo: «Que de noche le mataron al caballero, a la gala de María, la flor del cielo».
El mismo motivo se repite en Del pan y del palo, otro a. de Lope que supone todo él ya desde el título una curiosa glosa a lo divino del cantar popular:
«Del pan y del palo me da mi esposo, váyase norabuena uno por otro».
Lope, muy audazmente, identifica el palo con la Cruz, y el pan con la Eucaristía.
José de Valdivielso publicó en 1622 Doce autos sacramentales y dos comedias divinas, colección en la que figuran algunas de las obras maestras del género; entre ellas Psiquis y Cupido, El hijo pródigo, y, sobre todo, El hospital de los locos, prodigio de ritmo, precisión alegórica, potencia expresiva y riqueza conceptual. En él salen como locos «Luzbel, con unos palos de tambor; La Gula, comiendo; La Envidia, mordiéndose las manos, y El Mundo con un caballo de caña» entonando el siguiente estribillo:
« ¡Tápala, patán, tan, tan! ¡Guerra, guerra, guerra, al Cielo y a la tierra! »
Valdivielso, como Lope, se sirve con fino instinto poético de cantarcillos y motivos populares, como el baile de la Chacona en el citado auto, o el gracioso tema de «Echad mano a la bolsa, cara de rosa, echad mano al esquero, el caballero» recogido en El hijo pródigo, a. en el que asimismo se contrahace a lo divino el famoso romance:
«Hélo, hélo por do viene el Infante vengador».
En alguna ocasión lo glosado no son motivos populares, sino plenamente cultos. Así, del endecasílabo «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada» que cierra, en impresionante gradación climática, el bello soneto de Góngora «Mientras por competir con tu cabello», procede, en muy barroca versión, el siguiente pasaje de La serrana de Plasencia, otro bello a. de Valdivielso. Habló El Engaño, dirigiéndose a La Serrana, es decir, al Alma: «Allá vas, simple paloma, con amorosos arrullos, cebada en los granos de oro, a dar en el lazo astuto. Verás la beldad que buscas vuelta gusanos inmundos; perlas, rosas, oro y plata, horror, polvo, sombra y humo».
6. Autos de Calderón de la Barca. Los a. de Calderón de la Barca unos ochenta suponen, según ya quedó apuntado, la más alta cumbre del género. Ei. Valbuena
Prat los ha clasificado de acuerdo con los siguientes grupos: 1, filosóficos y teológicos, como El gran teatro del mundo y La vida es sueño; 2, bíblicos, con temas del A. T., como La cena de Baltasar; 3, evangélicos, como La siembra del Señor, 4, de la Virgen, como La Hidalga del Valle; 5, históricos y legendarios, como La devoción de la Misa y El Santo Rey don Fernando; 6, de circunstancias (inspirados eil hechos contemporáneos), como La segunda esposa y triunfar muriendo (versión a lo divino de las bodas de Felipe IV con Mariana de Austria en 1648, en la cual el Rey y la Reina representan a Cristo y la Naturaleza); 7, mitológicos, al estilo de El divino Orfeo y Los encantos de la Culpa (sobre el tema de Ulises y Circe).
Valbuena Prat observa cómo en estos grupos «el valor es desigual; no es posible que un poeta pudiera más de setenta veces producir obras perfectas, pero de todas formas asombra la cantidad de recursos, de ingeniosas alegorías, de hábiles repeticiones en materia tan vasta». Entre los más logrados a. calderonianos cabría citar El pleito matrimonial versión barroca del viejo tema de los debates matrimoniales entre el alma y el cuerpo, el ya citado La vida es sueño, La cena de Baltasar en el que la profanación de los vasos del templo, como símbolo de la comunión sacrílega, conduce, tras la intervención del profeta Daniel, a una exaltación de la Eucaristía, El veneno y la triaca, El gran teatro del mundo impresionante adaptación en forma de a. de un viejo tópico filosóficoliterario: el de la vida como una representación, cuyos papeles reparte el Autor, que es Dios, para al final quedar todos los personajes igualados en la muerte, despojados ya de lo que fueron fugaces atributos de la realeza o la miseria, etc.
Desde un punto de vista estrictamente literario, maravilla comprobar cuán grande fue el ingenio, el talento, el arte de Calderón para infundir originalidad e interés a una acción dramática en esencia única, siempre la misma, y cuya trama y desenlace podían considerarse conocidos por los espectadores. Dicho musicalmente: se trataba de variaciones sobre un mismo tema; lo cual exigía del autor la mayor capacidad imaginativa en la modulación de tales variaciones.
Si recordamos que los públicos de los corrales de comedias, y muy especialmente las temidos y ruidosos mosqueteros, eran capaces de provocar escándalos o de abandonar el local, si adivinaban cuál iba a ser el desenlace hasta tal punto habían de esforzarse los comediógrafos en esconder el imprevisible final, a base de artificios y de sorpresas, podrá valorarse en toda su exacta dimensión el mérito de Calderón al componer a. para un público que, sustancialmente, era el mismo de los corrales. Final obligado era la exaltación de la Eucaristía, pero a la habilidad del autor correspondía el saber colocar sobre los carros una acción alegórica dotada de la apetecible novedad y del atractivo suficiente, como para interesar y conmover a un público para el que todo debería revestirse del tono de lo que por primera vez se ve y se oye. Había que presentar la tentación y caída del hombre como si por primera vez el público se enterara de ella y se emocionase con sus dramáticas consecuencias. El misterio de la Redención adquiría, en manos de los creadores de a., nuevas luces, no porque su esencia teológica admitiera variación, sino simplemente por la belleza y la imaginación de la forma literaria con que era expuesto. La que, a primera vista, parecería una dramaturgia de pie forzado en cuanto al tema, se convirtió, por obra y gracia del talento, saber teológico y literario de sus cultivadores, en uno de los repertorios dramáticos más asombrosos de todos los tiempos y países. Con razón dice E. R. Curtius: «El teatro de Calderón, por lo menos en sus autos sacramentales, es teocéntrico. Como intermediarios entre Dios y la humanidad aparecen figuras alegóricas: el Mundo, la Sabiduría, la Muerte, el Orgullo, la Idolatría, la Luz, los cuatro Elementos... y .muchas más». Y también: «El Cristianismo sólo ha tenido dos poetas universales: Dante y Calderón. Sólo ellos nos presentan en toda su integridad la imagen del mundo propia del Cristianismo, con su jerárquica gradación de elementos y esferas. Ellos son también los únicos que han escrito para todo el mundo cristiano. Pero dentro de este carácter común, aparecen también grandes diferencias. Dante forja en lengua de metal una obra matemáticamente ceñida, llevada hasta la mayor perfección formal y que ostenta desde el primero al último canto la impronta de su personalidad. Calderón es inabarcable como el tejido de un enorme tapiz sin principio ni fin, que el ojo debe leer por partes, pasando de figura en figura, de arabesco en arabesco. La persona del poeta no aparece en lugar alguno. Lo que vemos, es sólo el inconmensurable espectáculo del teatro del mundo».
Bruce W. Wardropper, que ha estudiado la génesis y evolución del género, señala que «el que una pieza religiosa de un acto se diese el día del Corpus no la convierte ipso facto en digno miembro del género auto sacramental». Para A. Valbuena Prat es requisito indispensable el que tal pieza posea carácter alegórico, lo cual le llevó en 1924 a formular la siguiente definición del género: «composición dramática en una jornada, alegórica y relativa generalmente a la Comunión». Por su parte, un gran conocedor del teatro calderoniano, Alexander A. Parker, al igual que posteriormente Wardropper, reseña la problemática existente en torno a la definición del género, sin decidirse a formular ninguna. Quizá lo que ocurra es que todos esos intentos tradicionales de definición contengan su dosis de verdad, al fijarse en determinados aspectos: carácter religioso de la obra, brevedad de la misma (un acto), alegorismo, exaltación de la Eucaristía, coincidencia de su representación con la festividad del Corpus Christi, etc. Lo que sucede es que el auto calificable de «prelopista» (el anterior a la aparición de Lope de Vega) no posee los mismos rasgos que tan característicos han de ser de los autos calderonianos, verdadero paradigma del género.
Lope de Vega (v.) en una Loa entre un villano y un labrador, introductora del auto El dulce nombre de Jesús, da una definición del género que diferentes tratadistas, como el P. Aicardo y el citado Wardropper, consideran suficientemente válida y expresiva:
«¿Y qué son autos? Comedias a honor y gloria del Pan que tan devota celebra esta coronada villa, porque su alabanza sea confusión de la herejía y gloria de la fe nuestra, todas de historias divinas».
Lo de comedias puede desconcertar al lector actual. Pero es preciso tener en cuenta que, en la época de Lope, no existía una verdadera diferenciación terminológica entre las distintas especies teatrales entonces cultivadas. La palabra comedia recubría los más variados tonos y contenidos: no sólo el propio de lo que por comedia seguimos entendiendo hoy, sino también el del drama, el de la tragedia, etc. Y asimismo, según se ve, el del a. s. Pero aunque en la época de Lope el a. s. pudiera ser identificado como «confusión de la herejía», al servicio, pues, de un ideal contrarreformista, la verdad es según ha señalado Marcel Bataillon que no cabe considerar este género como una secuela o consecuencia del antiprotestantismo español, ya que hay autos anteriores a la herejía luterana. Bataillon se inclina, más bien, a asociar la génesis de los a. s. con la reforma católica que en España se inició en la época de los Reyes Católicos.
Si, para centrar esta compleja problemática, se acude a los autos calderonianos como los más representativos, según se apuntó antes, no hay inconveniente entonces en proponer una definición ajustada a la índole y características de los mismos. Y ocurre, además, que tal definición fue formulada por el propio Calderón (v.), el más insigne y conocido cultivador del a. s. La definición se encuentra en boca de la Labradora en la Loa de La segunda esposa, y dice así:
«Sermones puestos en verso, en idea representable, cuestiones de la Sacra Teología, que no alcanzan mis razones a explicar ni comprender, y al regocijo dispone con aplauso de este día».
Téngase en cuenta que, en los siglos de oro, la literatura sermonaria tuvo un gran cultivo e importancia. Y recuérdese asimismo lo muy interesante que las modas literarias de la época repercutieron en el tono y estilo de la oratoria (v.) sacra. El caso de Paravicino, adaptador de los procedimientos culteranoconceptistas a la predicación (v.) sacra, es bien significativo a ese respecto. Ya desde la Edad Media los predicadores se venían sirviendo de la literatura profana con fines espirituales. No otro sentido tienen las colecciones de cuentos dispuestos y clasificados de tal forma, que el predicador pudiese encontrar con facilidad el ejemplo adecuado al tema de su sermón. En el s. xvu, y en virtud de una muy barroca confusión, tienden, en ocasiones, a borrarse los límites entre literatura religiosa y profana. Si el arte de la oratoria sacra acusa la influencia de la literatura profana, ésta revela también, recíprocamente, el impacto de los sermonarios (v.), de la literatura ascéticomística, etc. ¿Hasta qué punto una obra como el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán (v.), no equivale a una colección de ascéticos sermones sub specie picaresca? Más literal es en bastantes páginas del Guzmán el tono sermonario que en los a. s. En éstos, su condición dramática parecía requerir un tono no siempre compatible con el expositivo propio del discurso sacro. El pícaro Guzmán habla en primera persona, y de ahí que su tono equivalga frecuentemente al de un predicador. Pero en los autos tenemos una contextura dramática, un diálogo muchas veces vivacísimo así,, en Calderón que no parecen tener mucho que ver con el estilo propio del sermón. Bien es verdad que, en el s. xvii, se llegó, en los sermones, a increíbles extremos de vivacidad y hasta de teatralización, que justificarían un muy barroco allegamiento e interinfluencia dé literatura profana y espiritual.
2. Carácter alegórico. El carácter alegórico asignado por Valbuena Prat a los a. s., se relaciona, indudablemente, con lo que Calderón apunta de «en idea / representable, cuestiones / de la Sacra Teología»; versos en los que «idea representable» equivale a idea que adquiere cuerpo, bulto, visibilidad, audibilidad. En definitiva, manejo de alegorías con las que dar plasticidad y encarnadura a todo un mundo puramente mental y abstracto. El Pensamiento, la Idolatría, la Envidia, la Soberbia, etc., aparecen en escena con el gesto y voz que los actores prestan a tales personajes. De ahí, que si ha habido alguna vez un muy puro y auténtico teatro de ideas, anterior al que tanto auge tuvo en la escena europea a partir sobre todo de Ibsen, ese teatro bien pudo ser el significado por los a. s. El que la definición calderoniana sea puesta en boca de una labradora, que reconoce la incapacidad de sus razones para «explicar ni comprender» y que alude al «regocijo y aplauso» con que tales representaciones son acogidas, resulta revelador del alcance popular conseguido por el género. Y esto fue así, en virtud precisamente del ropaje alegórico con que se expresan «cuestiones de la Sacra Teología»; es decir, de todo aquello que era gala profana: la música del verso, la complicada tramoya, etc. El a. s. representa, así considerado, una de las más bellas expresiones literarias en que esos dos mundos antes aludidos el sacro y el profano se mezclan y confunden, a efectos estéticos. Pues aunque la temática, la intención, el marco de la festividad, etc., pertenezcan al ámbito de lo sacro, la estructura teatral, las galanuras del lenguaje, los recursos espectaculares e incluso el manejo de lo cómico a cargo de la casi indispensable figura del gracioso, acercan la representación al ámbito normal de la escena profana, a la que tan acostumbrado estaba el público de los autos, en esencia el mismo que ej los corrales se entusiasmaba con las comedias de capa y espada, de figurón, etc.
3. Escenografía. Generalmente eran los municipios quienes se encargaban de organizar las representaciones de a. s., con ocasión de la festividad del Corpus. En la procesión desfilaban los carros, verdaderos escenarios ambulantes, en los que iban montadas las distintas apariencias la escenografía y tramoya, correspondientes a las diferentes escenas de cada auto. Wardropper señala que «los carros pertenecían al Ayuntamiento, y aunque se desplazaban los autos a varias poblaciones de cercanías después del domingo de la octava del Corpus, no es verosímil que las grandes, ciudades, particularmente la Villa y Corte, mandaran con los autos sus carros costosísimos». Costosísimos añadamos precisamente por lo complicado de las apariencias que albergaban,
Los carros, arrastrados por caballos o mulas, eran preparados bastante tiempo antes de la procesión, y se procuraba mantener escondido el efecto de sorpresa y deslumbramiento que las nuevas apariencias habían de provocar en el público. Unos días antes de celebrarse la festividad y la representación del auto, tenía lugar una especie de ensayo general en las primeras horas del día, para que no fuesen vistos por el público y no se divulgara el secreto de las maravillas escenográficas. A tal ensayo o «muestra de los carros» asistían las autoridades que costeaban la representación, así como algunos curiosos invitados que daban por bueno el molesto madrugón, con tal de estar presentes en la que hoy llamaríamos representación privada. Tal costumbre ha quedado plasmada en un entremés de Quiñones de Benavente, titulado precisamente La muestra de los carros.
En la época de Calderón la escenografía de los autos, contenida en los diferentes carros, era realmente compleja y requería la colaboración de hábiles técnicos, maquinistas y carpinteros, los cuales habían de interpretar y corporeizar las indicaciones que los autores solían dar. Son muy curiosas, a este respecto, las llamadas Memorias de apariencias, que Calderón dejó escritas para la fiel realización de algunos de sus autos. Véase, p. ej., cómo Calderón describe la tramoya que se requería para la representación de su auto La vida es sueño (inspirado, claro es, en el drama calderoniano del mismo título).
«El primero carro ha de ser un globo, lo más capaz que pueda dar de sí la fachada del carro. Su primer cuerpo ha de estar pintado de boscajes, y entre ellos varios animales, y el globo lineado como mapa de esfera terrestre, y entre sus líneas cuajado de rosas y flores, lo más hermoso que se pueda. Ha de haber delante dos árboles de recortado, en que descanse a su tiempo el medio globo, que se ha de abrir en dos mitades, y de la que queda fija ha de salir una mujer caballera en un león corpóreo.
El segundo carro ha de ser otro globo, igual en sus tamaños al primero, con diferencia de que su pintura ha de ser en su primer cuerpo de nubarrones y estrellas, y en su globo, lineado como esfera celeste, con signos e imágenes del Zodíaco, y todo con resplandores. También se ha de abrir a su tiempo, descansando la mitad, que cae en dos columnas de recortado, pintadas como pirámides de fuego, y ha de salir de la otra mitad, que quede fija, otra mujer, caballera en una salamandra, también empírea.
El tercer carro ha de ser otro globo igual a los dos, con diferencia de que su pintura sea de color de mar,. cuajado entre ondas cerúleas, todo de diversos pescados. Su mitad ha de descansar sobre otros dos pies, pintados de olas, conchas y corales y demás adornos marinos, y salir de él otra mujer, caballera en un delfín corpóreo.
El cuarto carro, en correspondencia de los tres, ha de ser pintado de color de aire, cuajado de diversas aves. Ha de descansar medio globo en dos bichas, con dos pájaros en su remate; la mujer que ha de salir de él ha de venir sobre un águila corpórea.
En uno de estos globos ha de haber, en lo bajo del tablado hecho, una gruta, que ha de abrirse a su tiempo y verse en ella un hombre dormido sobre un peñasco, y porque una mejor con su pintura podrá ser el globo terrestre».
Tal era la escenografía que Calderón imaginó como marco de la presentación de los cuatro elementos la Tierra, el Fuego, el Agua y el Aire, con cuyas voces se inicia la acción del a. s. La vida es sueño. La gruta en que duerme el Hombre es la nueva versión alegórica de la abrupta prisión de Segismundo en el drama del mismo título. Lo que hizo Calderón fue, realmente, adaptarse a una muy española tradición y verter a lo divino ese drama, transformándolo en a. s., uno de los más bellos y originales del autor; ya que éste no se inspiró en viejos temas bíblicos, mitológicos, etc., que le vinieran dados por la tradición (como era usual en el a. s.), sino en uno propio. La vida es sueño revela, entre otras cosas, cómo a Calderón todo se le convertía en a. s., a poco que su ingenio interpretase alegórica y teológicamente la contextura de una obra tan poderosa como es La vida es sueño, drama. Quien conozca solamente este texto apenas creerá que con tal asunto pueda llegarse, mediante un juego alegórico, a una conclusión en la que se exalte la Eucaristía.
4. Tramoya y movimiento de los actores. Interesa resaltar el énfasis que Calderón puso en la descripción de sus apariencias, tan detalladamente reseñadas en todo lo que se refiere a plasticidad, color, bulto, perspectiva, movimiento. Contrasta tal pormenorización escenográfica con la ausencia de acotaciones relativas al decorado en las comedias, en el teatro profano de la misma época. En las representaciones de los corrales prácticamente no había escenografía o la manejada se caracterizaba por su elementalidad, en coincidencia con lo que fue propio del teatro inglés en la época isabelina. En uno y otro teatro, el español de Lope o el inglés de Shakespeare (v.), todo parecía quedar fiado a la fantasía colaboradora del espectador, capaz de imaginarse sobre el pobre tablado escénico los palacios, bosques, batallas, de que hablaban los actores. La pura sugestión verbal ocupaba el lugar de la casi inexistente escenografía. Por el contrario, en los a. s. se consideraba como complemento indispensable del verso, la tramoya de los carros. Se diría que. el cultivador de tal género p. ej., Calderón tenía conciencia de que todo a. s. (al menos en la época barroca) iba dirigido, en su designio alegórico, tanto a los oídos del espectador (por medio del verso: sermones en verso), como a sus ojos. De ahí que Calderón señale no sólo el artificio de la tramoya, sino también la colocación y movimiento de los actores.
Así, en El veneno y la triaca, el avanzar de El Lucero símbolo del pecado, del demonio mismo coincide con el retirarse de La Inocencia, la cual va abandonando a La Infanta, el personaje que en el auto funciona como símbolo de la Naturaleza humana. Dice La Infanta:
«a cada paso que él da la Inocencia mía se va otro paso retirando.
lista huyendo, aquél llegando, los pasos se están midiendo, y lo que él tarda viniendo, se apresura ella apartando».
Se consigue así que el movimiento de los actores en la escena que no cuesta trabajo imaginar rítmico y casi de ballet coincida con lo que van expresando los versos. La complementación de gestos y de palabras acentúa la intención alegórica del episodio, pensado por Calderón en términos esencialmente visuales. Así parecía requerirlo la índole de un género, en el que su condición de espectáculo público traía, entre otras consecuencias, ese entrar por los ojos propio del mismo. Téngase en cuenta la importancia que en la literatura barroca tiene lo visual, bien patente en obras tan significativas como la Idea de un Príncipe Político Cristiano, de Saavedra Fajardo (v.), expuesta en cien empresas, cada una de las cuales lleva como introducción o cabecera del texto un dibujo emblemático que, en definitiva, no es sino el equivalente plástico del motivo desarrollado literariamente a continuación. El artificio de las empresas se basa, realmente, en el gusto por la alegoría (v.) de que participan, constitutivamente, los a. s. El cúmulo de referencias ópticas, de que Saavedra Fajardo se sirve a lo largo de sus empresas soles, luces, fuegos, espejos, fenómenos de refracción como el del remo aparentemente quebrado en el agua, etcétera suponen algo así como una sobrevaloración de lo visual; por más que, al mismo tiempo, funcionen como una repetida advertencia de que no cabe fiarlo todo a los ojos, instrumentos de tantos engaños y confusiones. El tema del engaño a los ojos es medular en el arte barroco, a . través de las más variadas configuraciones y efectos. Se cuenta siempre con la mirada, como vehículo de conocimiento y también y esto es aún más importante de desengaño. De «instrumento de la fantasía» viene a calificarla Saavedra Fajardo, con frase que nos ayuda a entender tantas creaciones y actitudes del barroco español, desde la pintura velazqueña que parece solicitar la mirada colaboradora del espectador, en una proporción hasta entonces quizá nunca imaginada a las tan repetidas consideraciones del embuste entrañado en el color azul del cielo «que ni es cielo ni es azul», como dirá Argensola o en el engañoso efecto visual que produce el vuelo de la paloma negra tenida por blanca, según apuntará Tirso de Molina en Cautela contra cautela.
5. Evolución del género. En lo que a los a. s. se refiere, bastaría leer una descripción de apariencias, como la antes transcrita de Calderón, para valorar debidamente la importancia que en tal género tiene la parte visual. Evoquemos, además, las circunstancias que concurrían en la representación de tales piezas dramáticas. Pues ocurre que hoy estamos acostumbrados a las representaciones en locales cerrados, en donde todo, por obra y gracia de esos límites techo y paredes adquiere un aire, un tono más íntimo y menos gesticulante. Pero los a. s., como el primitivo teatro religioso medieval o como los desfiles procesionales de antaño y de hoy los pasos de Semana Santa, p. ej. se representaban al aire libre, bajo una luz tan intensa que era preciso recurrir al énfasis en los gestos y los colores para evitar que se disolviesen e hicieran imperceptibles en tal luminosidad. La lección doctrinal o teológica que había de entrar por los oídos y por los ojos exigía una puesta en escena atenta a tales solicitudes sensoriales. El juego alegórico resultaba más fácilmente inteligible cuando al decir literario se superponía la adecuada plástica de las apariencias. Pero antes de que el a. s. participase del barroco esplendor de la procesión del Corpus, y se convirtiera en fastuoso alarde escénico, pasó por etapas en que su configuración teatral fue mucho más humilde. Wardropper ha estudiado detalladamente esas etapas, esa evolución del género, en el transcurso de la cual Calderón significa la más alta cima, y cuyo final viene dado por la Real cédula de junio de 1765, en virtud de la cual se prohibía en España la representación de a. s.
Wardropper, al ocuparse de los orígenes medievales del drama sacramental, señala cómo los autos «son un fenómeno singularmente español. Lo son principalmente porque sólo en España no hay solución de continuidad de las tradiciones medievales en tiempos del Renacimiento». Contra la opinión de críticos como N. González Ruiz, Wardropper cree que los a. s. no dependen de los misterios (v.), sino de los antiguos dramas litúrgicos, y por ello guardan relación con lo que se refiere a la ornamentación literario musical de la liturgia (los llamados tropos), así como con el tradicional gusto alegórico de las moralidades.
Un hito importante en la evolución del género lo supone el portugués Gil Vicente (v.), en la primera mitad del s. XVI, con obras como el Auto de la Sibila Casandra. No se trata propiamente de ninguna pieza dramática sacramental, ya que su trama se reduce a cómo la Sibila Casandra, sabedora por sus dotes proféticas de que el Mesías ha de nacer de una virgen, piensa presuntuosamente que ella va a ser la elegida, y de ahí que renuncie al matrimonio qué Salomón le propone. Al final se descubre que es María y no Casandra la Madre del Redentor, y todos los personajes Casandra y sus tías, las otras Sibilas, Erutea; Peresica y Cimeria; más Salomón, Isaías, Moisés y Abraham acuden, en pintoresca y anacrónica mezcolanza, a adorar al Niño Jesús; con lo cual la obra gilvicentina se convierte en un verdadero auto navideño. Para Wardropper, lo que en tal pieza habría de antecedente de los posteriores a. s., vendría dado por el hecho de haberse servido Gil Vicente del esquema de la prefiguración (tomando pie en un antiguo y popular sermón apócrifo, atribuido a S. Agustín, y conectable con el tema del Ordo Prophetarum en el teatro religioso medieval), estableciendo así una anticipación de ciertos matices y recursos de los a. s. posteriores.
Hacia 1520, Hernán López de Yanguas da un paso decisivo al incorporar el drama religioso escrito para el Corpus a la temática exigida por la festividad. Tradicionalmente venía representándose en la misma una obra dramática religiosa de tema no necesariamente sacramental: p. ej., el Auto de San Martín, de Gil Vicente, con el diálogo del santo y del pobre, desconectado de toda posible referencia eucarística.
En 1554 apareció una Recopilación en metro de las obras dramáticas de Diego Sánchez de Badajoz, en la que figuraban obras tan significativas como la Farsa del Santísimo Sacramento. En el llamado Códice de Autos Viejos colección de obras religiosas, casi todas de la segunda mitad del s. XVI, editadas en 1901 por Léo Rouanet figuran bastantes, piezas clasificables como verdaderos a. s.; entre ellos el Auto del Magná, en donde la ayuda celestial que Dios concede al pueblo judío en forma de maná es interpretada dramática y alegóricamente como prefiguración del otro Pan salvador, el de la Eucaristía. En este auto y en el de Los desposorios de José, p. ej., se puede observar .el empleo de un lenguaje pastoril muy rústico, puesto en boca de los bobos o graciosos, con su precedente en ciertas obras de Juan del Encina (v.) y de Gil Vicente. Rústica y pastorilmente hablan también los personajes de La oveja perdida, bella dramatización de la parábola evangélica, de la que es tal vez autor el valenciano Juan Timoneda (v.), calificado de «padre del auto sacramental». Pero aunque los personajes de La oveja perdida hablen en ese tosco lenguaje pastoril, no hay entre ellos figura que equivalga a la del gracioso tradicional, sin duda porque el autor tenía una muy seria concepción del género. En el Introito de otro auto de Timoneda, La Fuente de los Siete Sacramentos, advierte el autor:
«Pues sé que no es menester convidar aquí a reír, sino contemplar saber como Dios se da a comer para a su gloria subir. Subamos el pensamiento en esta contemplación, no en risadas, porque es viento: baste que el placer contento esté en nuestro corazón».
Para los cultivadores del género en el s. xvti no parece haber conflicto entre la elevación y gravedad propias de los autos, y las «risadas» que en el público podía suscitar alguna intervención a cargo del personaje equivalente al gracioso de las comedias. Esto es así, porque, en definitiva, ya desde Lope de Vega, el a. s. admite el tono y los elementos propios de la comedia de la época, según la cultivaba el Fénix. Son frecuentes las adaptaciones a lo divino de romances y cantarcillos populares. Así, el viejo romance relativo al cerco de Zamora que comenzaba:
«Guarte, guarte, rey Don Sancho, no digas que no te aviso, que de dentro de Zamora un alevoso ha salido: llámase Bellido Dolfos, hijo de Dolfos Bellido. Cuatro traiciones ha fecho, y con ésta serán cinco.
Si gran traidor fue el padre, mayor traidor es el fijo» aparece glosado en el bello auto lopesco de La siega, en boca de La Fe, que avisa a La Ignorancia para que no se duerma y vigile el sembrado de trigo donde echarán cizaña La Envidia y La Soberbia:
«Labrador que el trigo guardas, no digas que no te aviso, que del cerco del Infierno dos traidores han salido. Soberbia y Envidia son, hijos del rey del abismo; que si traidor es el padre, más traidores son los hijos. Cuatro traiciones han hecho; si te duermes, serán cinco».
El dormirse La Ignorancia, pese a tales avisos, se relaciona alegóricamente con el dormirse de la Iglesia, en tanto crecen las herejías y cismas entre el trigo.
En el Auto de los Cantares, también de Lope (llamado así por proceder del texto de Salomón), se encuentra vertida a lo divino la famosa Serranilla de la Zarzuela (popular, de principios del s. XV):
«Yo me iba, mi madre, a Villa Reale; errara yo el camino, en fuerte lugare»
transformada por Lope en una especie de loa a la Virgen: «Yo me iba, Madre,
al monte una tarde, dentro de vos misma, aunque soy tan grande».
En el mismo a. glosa Lope el cantarcillo popular en que se inspiró para su comedia El caballero de Olmedo: «Que de noche le mataron, al caballero, la gala de Medina, la flor de Olmedo».
La versión a lo divino del a. dice así, aplicada a Cristo: «Que de noche le mataron al caballero, a la gala de María, la flor del cielo».
El mismo motivo se repite en Del pan y del palo, otro a. de Lope que supone todo él ya desde el título una curiosa glosa a lo divino del cantar popular:
«Del pan y del palo me da mi esposo, váyase norabuena uno por otro».
Lope, muy audazmente, identifica el palo con la Cruz, y el pan con la Eucaristía.
José de Valdivielso publicó en 1622 Doce autos sacramentales y dos comedias divinas, colección en la que figuran algunas de las obras maestras del género; entre ellas Psiquis y Cupido, El hijo pródigo, y, sobre todo, El hospital de los locos, prodigio de ritmo, precisión alegórica, potencia expresiva y riqueza conceptual. En él salen como locos «Luzbel, con unos palos de tambor; La Gula, comiendo; La Envidia, mordiéndose las manos, y El Mundo con un caballo de caña» entonando el siguiente estribillo:
« ¡Tápala, patán, tan, tan! ¡Guerra, guerra, guerra, al Cielo y a la tierra! »
Valdivielso, como Lope, se sirve con fino instinto poético de cantarcillos y motivos populares, como el baile de la Chacona en el citado auto, o el gracioso tema de «Echad mano a la bolsa, cara de rosa, echad mano al esquero, el caballero» recogido en El hijo pródigo, a. en el que asimismo se contrahace a lo divino el famoso romance:
«Hélo, hélo por do viene el Infante vengador».
En alguna ocasión lo glosado no son motivos populares, sino plenamente cultos. Así, del endecasílabo «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada» que cierra, en impresionante gradación climática, el bello soneto de Góngora «Mientras por competir con tu cabello», procede, en muy barroca versión, el siguiente pasaje de La serrana de Plasencia, otro bello a. de Valdivielso. Habló El Engaño, dirigiéndose a La Serrana, es decir, al Alma: «Allá vas, simple paloma, con amorosos arrullos, cebada en los granos de oro, a dar en el lazo astuto. Verás la beldad que buscas vuelta gusanos inmundos; perlas, rosas, oro y plata, horror, polvo, sombra y humo».
6. Autos de Calderón de la Barca. Los a. de Calderón de la Barca unos ochenta suponen, según ya quedó apuntado, la más alta cumbre del género. Ei. Valbuena
Prat los ha clasificado de acuerdo con los siguientes grupos: 1, filosóficos y teológicos, como El gran teatro del mundo y La vida es sueño; 2, bíblicos, con temas del A. T., como La cena de Baltasar; 3, evangélicos, como La siembra del Señor, 4, de la Virgen, como La Hidalga del Valle; 5, históricos y legendarios, como La devoción de la Misa y El Santo Rey don Fernando; 6, de circunstancias (inspirados eil hechos contemporáneos), como La segunda esposa y triunfar muriendo (versión a lo divino de las bodas de Felipe IV con Mariana de Austria en 1648, en la cual el Rey y la Reina representan a Cristo y la Naturaleza); 7, mitológicos, al estilo de El divino Orfeo y Los encantos de la Culpa (sobre el tema de Ulises y Circe).
Valbuena Prat observa cómo en estos grupos «el valor es desigual; no es posible que un poeta pudiera más de setenta veces producir obras perfectas, pero de todas formas asombra la cantidad de recursos, de ingeniosas alegorías, de hábiles repeticiones en materia tan vasta». Entre los más logrados a. calderonianos cabría citar El pleito matrimonial versión barroca del viejo tema de los debates matrimoniales entre el alma y el cuerpo, el ya citado La vida es sueño, La cena de Baltasar en el que la profanación de los vasos del templo, como símbolo de la comunión sacrílega, conduce, tras la intervención del profeta Daniel, a una exaltación de la Eucaristía, El veneno y la triaca, El gran teatro del mundo impresionante adaptación en forma de a. de un viejo tópico filosóficoliterario: el de la vida como una representación, cuyos papeles reparte el Autor, que es Dios, para al final quedar todos los personajes igualados en la muerte, despojados ya de lo que fueron fugaces atributos de la realeza o la miseria, etc.
Desde un punto de vista estrictamente literario, maravilla comprobar cuán grande fue el ingenio, el talento, el arte de Calderón para infundir originalidad e interés a una acción dramática en esencia única, siempre la misma, y cuya trama y desenlace podían considerarse conocidos por los espectadores. Dicho musicalmente: se trataba de variaciones sobre un mismo tema; lo cual exigía del autor la mayor capacidad imaginativa en la modulación de tales variaciones.
Si recordamos que los públicos de los corrales de comedias, y muy especialmente las temidos y ruidosos mosqueteros, eran capaces de provocar escándalos o de abandonar el local, si adivinaban cuál iba a ser el desenlace hasta tal punto habían de esforzarse los comediógrafos en esconder el imprevisible final, a base de artificios y de sorpresas, podrá valorarse en toda su exacta dimensión el mérito de Calderón al componer a. para un público que, sustancialmente, era el mismo de los corrales. Final obligado era la exaltación de la Eucaristía, pero a la habilidad del autor correspondía el saber colocar sobre los carros una acción alegórica dotada de la apetecible novedad y del atractivo suficiente, como para interesar y conmover a un público para el que todo debería revestirse del tono de lo que por primera vez se ve y se oye. Había que presentar la tentación y caída del hombre como si por primera vez el público se enterara de ella y se emocionase con sus dramáticas consecuencias. El misterio de la Redención adquiría, en manos de los creadores de a., nuevas luces, no porque su esencia teológica admitiera variación, sino simplemente por la belleza y la imaginación de la forma literaria con que era expuesto. La que, a primera vista, parecería una dramaturgia de pie forzado en cuanto al tema, se convirtió, por obra y gracia del talento, saber teológico y literario de sus cultivadores, en uno de los repertorios dramáticos más asombrosos de todos los tiempos y países. Con razón dice E. R. Curtius: «El teatro de Calderón, por lo menos en sus autos sacramentales, es teocéntrico. Como intermediarios entre Dios y la humanidad aparecen figuras alegóricas: el Mundo, la Sabiduría, la Muerte, el Orgullo, la Idolatría, la Luz, los cuatro Elementos... y .muchas más». Y también: «El Cristianismo sólo ha tenido dos poetas universales: Dante y Calderón. Sólo ellos nos presentan en toda su integridad la imagen del mundo propia del Cristianismo, con su jerárquica gradación de elementos y esferas. Ellos son también los únicos que han escrito para todo el mundo cristiano. Pero dentro de este carácter común, aparecen también grandes diferencias. Dante forja en lengua de metal una obra matemáticamente ceñida, llevada hasta la mayor perfección formal y que ostenta desde el primero al último canto la impronta de su personalidad. Calderón es inabarcable como el tejido de un enorme tapiz sin principio ni fin, que el ojo debe leer por partes, pasando de figura en figura, de arabesco en arabesco. La persona del poeta no aparece en lugar alguno. Lo que vemos, es sólo el inconmensurable espectáculo del teatro del mundo».
M. BAQUERo GOYANEs.
BIBL.: J. M. AICARDO,
Autos sacramentales de Lope de Vega, en «Razón y Fe», XIXXXIII, 190708;
J. ALENA, Catálogo de autos sacramentales, en «Bol. de la Real Academia
Española», 191623; M. BATAILLON, Essai d'explication de Pauto
sacramental en «Bulletin Hispanique», XLII, 1940; E. GONZÁLEZ PEDROSO,
Autos sacramentales desde su origen hasta fines del s. XVII, Madrid
1865; N. Go%zÁLEz Ruiz, Autos sacramentales, t. I de las Piezas maestras
del teatro teológico español, Madrid 1946; J. MARISCAL DE GANTE, Los
autos sacramentales, Madrid 1911; A. PARKER, The Allegorical Drama of
Calderón, OxfordLondres 1943; L. ROUANET, Colección de autos, farsas y
coloquios del siglo XVI, Barcelona 1901; E. SCI1MIDT, El auto
sacramental y su importancia en el arte escénico de la época, Madrid
1930; A. VALBUENA PRAT, Los autos sacramentales de Calderón, «Rey.
HispaniqueD, LXI, 1924; ID, ed. de autos de Calderón en aClásicos
Castellanos», 2 ed. Madrid 1942 y en ed. Aguilar, Madrid 1957; B. W.
WARDROPPER, Introducción al teatro religioso del Siglo de Oro (Evolución
del auto sacramental), Madrid 1953; E. R. CÜRTIUS, Ensayos críticos
acerca de literatura europea, I, Barcelona 1959; íD, George Hofmannsthal
y Calderón, en Ensayos críticos acerca de literatura europea, I,
Barcelona 1959, 238 ss.
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