Lo que
lógicamente quiere todo funcionario es ganar dinero.
Y tener el dinero asegurado mediante una retribución estable. ¿Cómo funciona este asunto entre los clérigos? Lo primero que se debe recordar a este respecto es que el Nuevo Testamento reconoce el derecho que tiene el ministro de la comunidad a vivir de su ministerio (1 Cor 9, 13-14; Mt 10, 10; Lc 10, 7). Pero al mismo tiempo hay que recordar también los numerosos textos en que San Pablo afirma que él renuncia a este derecho para no crear dificultades al Evangelio (1 Cor 9, 12; 1 Tes 2, 9; 4, 10 ss; 2 Tes 3, 6-12; 1 Cor 4, 12; 9, 4-1 8; 2 Cor 1 1, 7-12; Hech 20, 3-35; cf. Hech 18, 1-4). Esta abundancia de documentación demuestra que este asunto era importante para Pablo. Y, en el fondo, nos viene a decir que el mismo Pablo reconocía que el derecho a vivir del ministerio puede ser un obstáculo para la comunicación del Evangelio. De ahí, la opción de vivir de un trabajo secular. Por eso, parece que, en las comunidades primitivas, los ministros de las iglesias locales continuaban ejerciendo su profesión, como es el caso de Priscila y Aquila, "fabricantes de tiendas de campaña" (Hech 18, 3).
Y tener el dinero asegurado mediante una retribución estable. ¿Cómo funciona este asunto entre los clérigos? Lo primero que se debe recordar a este respecto es que el Nuevo Testamento reconoce el derecho que tiene el ministro de la comunidad a vivir de su ministerio (1 Cor 9, 13-14; Mt 10, 10; Lc 10, 7). Pero al mismo tiempo hay que recordar también los numerosos textos en que San Pablo afirma que él renuncia a este derecho para no crear dificultades al Evangelio (1 Cor 9, 12; 1 Tes 2, 9; 4, 10 ss; 2 Tes 3, 6-12; 1 Cor 4, 12; 9, 4-1 8; 2 Cor 1 1, 7-12; Hech 20, 3-35; cf. Hech 18, 1-4). Esta abundancia de documentación demuestra que este asunto era importante para Pablo. Y, en el fondo, nos viene a decir que el mismo Pablo reconocía que el derecho a vivir del ministerio puede ser un obstáculo para la comunicación del Evangelio. De ahí, la opción de vivir de un trabajo secular. Por eso, parece que, en las comunidades primitivas, los ministros de las iglesias locales continuaban ejerciendo su profesión, como es el caso de Priscila y Aquila, "fabricantes de tiendas de campaña" (Hech 18, 3).
Sin duda
alguna, este estado de cosas se mantuvo así durante mucho
tiempo.
En la Alta Edad
Media, los clérigos, que no disfrutaban de un beneficio
suficiente, trabajaban como todo el mundo. En el año 1139, el
segundo concilio de Letrán manda que "los presbíteros,
clérigos, monjes, peregrinos, comerciantes y campesinos, que se
dedicaban a la agricultura, y llevaban al campo semillas y
ovejas, estén seguros en todo tiempo" (can. 2. Conc. Oec.
Decr., ed. J. Alberigo, p. 175). La misma legislación se
encuentra en el Concilio de Clermont (año 1130, can. 8. Mansi
21, 439) y en el de Reims (año 1131, can. 10. Mansi 21, 460).
Por tanto, es claro que todavía en el siglo XII, los clérigos
(al menos muchos de ellos) se ganaban la vida con el sudor de su
frente.
Pero algunos
años más tarde, en 1179, el III Concilio de Letrán modificó
sustancialmente esta situación.
En efecto, este
concilio decretó que "el obispo, si ordena a alguno de
diácono o de presbítero sin un beneficio cierto del cual
perciba lo necesario para la vida, le proporcione lo necesario,
hasta que en alguna iglesia se le asigne el dinero conveniente
para la milicia clerical; a no ser que quien es ordenado goce de
una herencia suficiente para vivir" (can. 5. Conc. Oec.
Decr., p. 190). En realidad, lo que aquí se legisla es más
importante de lo que parece a primera vista. Porque esta ley vino
a modificar y sustituir lo que había decretado el Concilio de
Calcedonia, que en su canon 6 declaró inválidas las llamadas
"ordenaciones absolutas", es decir, aquellas
ordenaciones en las que un sujeto era ordenado sin ser elegido y
aceptado por una comunidad concreta. En el fondo, esto quería
decir que solamente se consideraba ministro verdadero y válido
de la Iglesia aquel que era llamado y aceptado por una comunidad.
Y la comunidad, lógicamente, era la que lo mantenía. Pues bien,
este principio, esencialmente comunitario, fue sustituido, en el
III Concilio de Letrán, por el principio económico de la
conveniente sustentación del clérigo por parte del obispo.
De esta manera,
la comunidad cristiana quedó marginada. Y en su lugar, se
estableció el principio según el cual los clérigos pasaron a
depender económicamente de la institución eclesiástica.
o
sea, pasaron a
ser funcionarios de la Iglesia. De lo cual se siguieron dos
consecuencias prácticamente inevitables. En primer lugar, en el
estamento clerical entraron muchos individuos que lo que querían
era vivir sin trabajar, con la consiguiente degeneración de
costumbres entre los funcionarios eclesiásticos. En segundo
lugar, al depender los clérigos económicamente de los obispos,
éstos ejercieron un control mucho más fuerte sobre el clero.
Porque, inconscientemente, las relaciones entre el obispo y los
clérigos no eran ya relaciones basadas únicamente en la fe,
sino que, además de eso, eran relaciones económicas, por más
que ni siquiera se pensara en ese asunto. Y como la relación
económica es lo que más radicalmente pervierte toda relación
evangélica (cf. Mt 6, 19-24), así los clérigos, no sólo se
vieron más limitados en su libertad, sino que además se
pervirtieron, muchas veces inconscientemente, en sus relaciones
de fe. Por decirlo con claridad: de esta manera, en el clero
entró mucha gente que lo que, en el fondo, quería era hacer
carrera. Es decir, los profetas del Evangelio pasaron a ser
funcionarios de una institución, que inevitablemente se
degradó. Si a todo esto sumamos el cobro de aranceles por
bautizos, bodas y entierros, se comprende el dicho popular:
"a éste le gusta el dinero más que a la gente de
lglesia". La degradación de los profetas fue inevitable. Y
surgieron los funcionarios.
Por eso, cuando
sale un cura con verdadera vocación profética, lo primero que
se le ocurre es renunciar a la paga del obispado y vivir como el
pueblo: trabajando con el sudor de su frente y con la inseguridad
que lleva consigo la vida laboral en los tiempos que vivimos.
Es exactamente
lo que recientemente hizo el desaparecido y llorado Diamantino
García, el cura de los Corrales, en la diócesis de Sevilla.
Este hombre llegó al pueblo. Y cuando vio cómo vivía la gente,
dijo simplemente: "yo, igual". Y se fue a la vendimia a
Francia. Y se puso a echar peonadas donde podía y como podía. Y
así se ganó la vida. Y la libertad profética, a partir de la
cual dijo lo que tenía que decir; y a quien se lo tenía que
decir, aunque fuera el arzobispo. Indudablemente, la verdadera
libertad económica es "conditio sine qua non" de los
verdaderos profetas de Dios.
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