Sacerdotes, ¿necesariamente célibes?
Por Emilio
García Estébanez
El
celibato sacerdotal es, en primer lugar, una prescripción
positiva de la Iglesia, lo que quiere decir que la Iglesia
tiene autoridad para levantarla si así lo estimara
conveniente. En segundo lugar, no es una prescripción de la
Iglesia universal, sino en particular de la latina.
En
el Decreto sobre el ministerio de los presbíteros (3, 16) del
Concilio Vaticano II leemos que el celibato o la perfecta y
perpetua continencia por amor de Jesús y su evangelio «ha
sido siempre altamente estimada por la Iglesia de manera
especial para la vida sacerdotal». La exigencia del celibato
para el orden sacerdotal, se añade, no proviene de la misma
naturaleza del sacerdocio, sino de la múltiple armonía que
el primero guarda con este segundo y sus funciones de predicar
la palabra, administrar los sacramentos y dirigir y acompañar
a la comunidad de los fieles. Por el celibato, en efecto,
guardado por amor del reino de los cielos, «se consagran los
presbíteros de nueva y excelente manera a Cristo, se unen más
fácilmente a Él con corazón indiviso, se entregan más
libremente, en Él y por Él, al servicio de Dios y de los
hombres, sirven más expeditamente a su reino y a la obra de
regeneración sobrenatural y se hacen más aptos para recibir
más dilatada paternidad en Cristo» (ib.) Estas son las
razones que muestran la gran congruencia o múltiple armonía
entre celibato y sacerdocio y por las que la Iglesia latina
impone por ley el celibato a los que son promovidos al orden
sagrado (ib).
El
celibato sacerdotal es, pues, en primer lugar, una prescripción
positiva de la Iglesia, lo que quiere decir que la Iglesia
tiene autoridad para levantarla si así lo estimara
conveniente. En segundo lugar, no es una prescripción de la
Iglesia universal, sino en particular de la latina, la cual
encuentra unas conveniencias en este celibato que no
encuentran o no valoran igual las Iglesias orientales. Sin
poner en cuestión para nada el buen juicio de la Iglesia
romana, en las líneas que siguen vamos a aludir a algunas de
las inconveniencias o desarmonías que parecen relevar de la
obligación del celibato para los sacerdotes y que pudieran
estar en sintonía con las que la Iglesia tiene en cuenta para
sus fieles de Oriente. Las centraremos en la mayor excelencia
del celibato y en la mayor disponibilidad del célibe, que son
las dos grandes conveniencias mencionadas por el Concilio.
La
mayor excelencia del celibato
Los
documentos del Concilio muestran un cuidado notable en
destacar la excelencia del carisma del celibato por sí mismo
sin referirla al estado de matrimonio, pues semejante
comparación, además de ser odiosa a la comunidad cristiana,
es contraria a los planteamientos actuales de la teología.
Sin embargo, la historia de la recomendación del celibato nos
enseña que tanto Jesús, como los apóstoles, como los padres
y escritores eclesiásticos, han visto en el matrimonio una
opción menos propia para un creyente que la del celibato y
una falta de amor entusiasta y convencido por la persona de
Jesús y su evangelio. De hecho, su crédito está
estrechamente vinculado al descrédito del matrimonio y de la
familia, de modo que no se puede calibrar debidamente el valor
otorgado al celibato en el magisterio cristiano si no se tiene
en cuenta la desvalorización paralela de la vida matrimonial
que le ha servido de argumento y de aval.
El
Concilio sigue recurriendo a este argumento cuando habla de la
formación que se ha de impartir a los candidatos al
sacerdocio:
«Conozcan
debidamente los alumnos las obligaciones y la dignidad del
matrimonio cristiano... ; pero comprendan la excelencia mayor
de la virginidad consagrada a Cristo» (OT, 10). Y Juan Pablo
II testimonia la validez universal de ese argumento cuando nos
recuerda que «la Iglesia, durante toda su historia, ha
defendido siempre la superioridad de este carisma frente al
del matrimonio » (Familiaris consotio 16). La
excelencia del carisma del celibato hay que entenderla por
tanto en relación a la excelencia otorgada por el magisterio
al estado matrimonial, a la que aquélla es superior. A este
propósito caben dos reflexiones. La primera es que la baja
estima del matrimonio de que ha dado muestras el magisterio
tradicional no da para hacerse una gran idea del celibato por
muy superior que se lo imagine uno. La segunda que, al
persistir en la comparación, se sigue alimentando una
fractura y un enfrentamiento dentro de la comunidad cristiana,
a saber, entre los fieles, en su mayoría casados, y sus
pastores, los sacerdotes célibes, que resulta una
inconveniencia grave para la unidad y comunión que debe
reinar entre los fieles y sus pastores. Para apreciar mejor
esta doble inconveniencia vamos a exponer brevemente lo que ha
sido la enseñanza de la Iglesia acerca del matrimonio.
La
sexualidad matrimonial
Las
descalificaciones de la sexualidad nacen a la vez que las
primeras comunidades cristianas y han formado parte del credo
cristiano desde entonces hasta nuestros días. Las palabras
que aparecen en la primera carta a los corintios (7, 1) bueno
es al hombre no tocar mujer tuvieron un efecto programático
decisivo. Esta actitud negativa no es original, sino que
contaba con una larga tradición entre los estoicos. Para esta
escuela la bondad moral estriba en obrar conforme a la razón,
pues esta facultad humana es una participación o extensión
de la razón que gobierna el universo, es decir, de la razón
divina, resultando así que quien se conduce razonablemente
cumple con la voluntad de Dios. El enemigo natural de la razón
son las pasiones, las cuales enturbian su juicio dificultando
su labor directiva o suplantándola.
La
pasión sexual o afectiva no sólo es de las más poderosas,
junto con la ira, sino que siempre, y sin remedio, anula la
razón durante los momentos del orgasmo, debido a la
intensidad del placer. Por eso no debe transigirse con ella
como no sea para fines estrictamente procreativos. Para el
sabio estoico el acto sexual constituía una derrota
humillante.
De
la mano de esta doctrina y de las palabras antes citadas de S.
Pablo los doctores cristianos tuvieron poco trabajo para hacer
de la vida sexual matrimonial algo indeseable para un
cristiano. San Agustín comenta que nada resulta tan contrario
a la dignidad masculina como el perder la razón por las
caricias de una mujer. De aquí podemos deducir que la
castidad femenina, la virginidad consagrada de las mujeres,
tiene otro sentido. En ellas la razón no es tan vigorosa y no
se definen por ella, por eso están sometidas a la alta
dirección de los varones.
El
riesgo de perder la razón no es cosa por la que deban temer.
Para ellas se trata de presentarse como ofrendas puras e
inmaculadas a la divinidad, que se complace en ello. S. Jerónimo
redondea este enfoque con aportaciones tomadas de otra tradición
pagana sobre la pureza cultural y proclama con aplomo que todo
coito es inmundo, impresión que comparte varios siglos más
tarde S. Pedro Damiano cuando describe el matrimonio como un
revolcadero de cerdos.
La
opinión de que la sexualidad matrimonial es una materia
escabrosa y nauseabunda, un tema poco edificante, incómodo y
desagradable, se puede encontrar en los manuales de teología
moral de los años cincuenta, pues la comunidad cristiana era
aún receptiva a ella.
El
magisterio también atribuyó al acto sexual una cierta
malicia, pequeña en el mejor de los casos, pero alguna, y,
desde luego, lo consideró muy peligroso. S. Agustín se
entrega a amplios desarrollos del tema con el fin de probar
que en determinadas circunstancias, tenidos bien presentes los
fines del matrimonio y guardados cuidadosamente sus «bienes»
antes y durante el coito, no es imposible pasar por la
sexualidad matrimonial sin quemarse. El desarrollo es prolijo,
opaco y, como reconoce él mismo, inútil, pues apenas si algún
marido se preocupa de tantas condiciones a la hora de
acercarse a su mujer. Con buen criterio, los doctores y
pastores de la Iglesia optaron por declarar pecaminoso, al
menos venialmente, todo acto sexual tenido con la propia
esposa. Su consigna no fue otra que la de «contra peor, mejor»,
esto es, contra más se estigmatice la sexualidad, más
provechoso para los fieles, pues la exageración en este
terreno difícilmente podía conducir a error. Santo Tomás,
guiándose por Aristóteles, concluye que el placer que acompaña
a toda acción natural es bueno, pero sigue afirmando con el
colectivo de los teólogos que la sexualidad matrimonial es
pecaminosa.
El
enredo o empanada mental que se traía el conjunto de la
teología cristiana queda reflejado en la solución
sorprendente que propone Zinzendorf, líder religioso del ámbito
pietista, una solución simple y hacedera donde las haya. Éste
mostró su disconformidad con el planteamiento ya rutinario de
esta cuestión, en el que se da por supuesto que no es posible
coitar sin pecar, debido al placer y a la pérdida de la razón
subsiguientes.
Esto
fue lo que indujo a San Pablo a decir que en toda relación
sexual hay alguna culpa. Pero la cuestión no es tan
desesperada como se imaginaba el apóstol, ya que si se hacen
las cosas debidamente se puede salir indemne del percance.
Basta con desconectar durante el coito toda sensación o
experiencia de gusto, manteniendo al mismo tiempo la presencia
de Dios, cosa posible, asegura, pues él lo intenta cada vez y
lo consigue siempre. Más aún, el matrimonio es el camino
adecuado, y el único, para vencer la sexualidad y el placer
de manera efectiva y no sólo imaginaria como les pasa a los célibes.
El
matrimonio y la familia
Si
bien lo bueno para el varón es no tocar mujer, el peligro que
ello entraña de fornicación hace aconsejable que cada varón
tenga la suya, pues si el casarse no es bueno peor sería
abrasarse. Así se expresa San Pablo. A los casados les
recomienda que se retiren periódicamente a hacer oración,
pero que tornen otra vez a sus prácticas sexuales
acostumbradas para que Satanás no les tiente (1 Cor 7, 9 y
5). El matrimonio como una institución arbitrada para remedio
de la concupiscencia sería otra de las imágenes más
poderosas de la doctrina cristiana. Lo propio de un cristiano
es vivir a tope el programa propuesto por el Señor, realizar
el ideal de un discípulo verdadero e íntegro, el de llegar a
ser un varón perfecto a la medida de la plenitud de Cristo
para lo cual debe sobreponerse a los urgentes pero deleznables
intereses de la carne. No todos están hechos de esa madera.
Para los desafectos, para los que quieren pero no pueden, está
el matrimonio como segunda opción y refugio. En él pueden
encontrar la medicina adecuada para su incompetencia. San
Agustín ve en el matrimonio una receta extendida a los
cristianos enfermos, y Lutero lo ve como un hospital o clínica
para asténicos. Casarse es una especie de deserción, un
abandono del camino real, una confesión clamorosa ante la
conciencia de uno y ante la comunidad cristiana de la propia
medianía. El celibato adquiere la significación contraria,
la de una opción valerosa que le saca a uno de la vulgaridad
en que están los otros. Con frecuencia los escritores eclesiásticos
advierten y censuran la vanidad de algunos clérigos y monjes
que hacían ostentación de su celibato para ganar prestigio y
ascendencia, ante las mujeres piadosas sobre todo.
San
Pablo, además, estableció una cierta incompatibilidad entre
el amor conyugal y el amor a Dios. Los casados están
preocupados con las cosas de este mundo y de cómo agradarse
mutuamente, descuidando lo que mira a Dios y de cómo
agradarle (1 Cor 7, 33-34). El casado no puede comprometerse
de lleno ni con Dios ni con el reino. Tal compromiso sólo
puede contraerlo y cumplirlo el célibe, que, como un soldado,
no se embaraza con los negocios de la vida a fin de complacer
al que le alistó (2 Tim, 2, 4).
Con
ello crea una fractura en la comunidad cristiana que ha tenido
unos efectos negativos muy tenaces. Están, por un lado, los
cristianos entregados por entero al reino, y están, de otro,
los cristianos casados, con sus intereses puestos en otra
parte. Es claro que la dirección y la responsabilidad sobre
la Iglesia hay que dársela a los primeros. Dirigir la
comunidad cristiana es el oficio del sacerdote al que, por
tanto, deben de adornar los valores que se asocian a la opción
por el celibato.
De
acuerdo con las encuestas recientes, el valor más apreciado
por los europeos es el de la familia. En la enseñanza
tradicional de la Iglesia el lugar ocupado por esta institución
es muy secundario. Ya Jesús alardea de su desapego por los
lazos familiares señalando a sus oyentes y a sus discípulos
como sus parientes de verdad, más que su madre y sus hermanos
carnales (Lc 8, 19-21), y proclama sin ambigüedad alguna que
quien quiera seguirle a Él y trabajar por su reino ha de
estar dispuesto a romper los vínculos familiares, todos, los
paternales, los filiales, los fraternales y los conyugales (Lc
14, 26).
S.
Jerónimo erige en uno de sus objetivos fundamentales el
desprestigiar todo lo que pueda aparecer como atractivo para
un cristiano en la vida familiar se trate tanto de la relación
entre los esposos o de éstos con los hijos. Su deseo es que
los casados corrijan su mal paso llevando una vida casta y
separada o abandonando a los hijos incluso, como hizo Santa
Paula a la que pone como modelo para las esposas y madres
cristianas.
A
San Juan Crisóstomo se le cita mucho en nuestros días por su
definición de la familia como una «Iglesia doméstica»,
definición que mereció el aplauso de sus oyentes. Sin
embargo, la doctrina de este Santo Padre sobre la familia es
un empeño incombustible por disuadir a los cristianos de
tomar la opción del matrimonio y por inducirles a abrazar la
virginidad. No hay valor matrimonial o familiar, ni el más
sacrosanto, que no desacredite con elocuencia deslumbrante.
Pocas veces y pocos autores han logrado denigrar esta
institución tanto y tan bien. Según él, la vida de familia,
la más feliz y gratificante la virginidad.
Esta
doctrina sobre el matrimonio se da hoy por desfasada, afirmándose
de manera expresa y repetida su dignidad y prestancia, como es
fácil de ver en el magisterio de Juan Pablo II. Renunciar, en
efecto, a un matrimonio como el que pinta la tradición por la
castidad parece un acto interesado más que de entrega. Sin
embargo, la excelencia del celibato se establece y sigue
estableciendo por referencia a la menor categoría del
matrimonio, dando la impresión de que no se le puede o no se
le sabe acreditar por sí mismo.
Jesús
promete al que lo deja todo para seguirle un premio mayor y
cuando el Concilio señala que el célibe puede entregarse más
fácil, libre y expeditamente lo entiende siempre por
referencia al casado. El resultado inevitable de esta
comparación es que el matrimonio sale menospreciado y el
celibato se convierte justamente en el signo de ese
menosprecio, más aún si se traen a la memoria las torvas
declamaciones que la tradición clerical se ha permitido
recitar con respecto al amor y la vida matrimoniales. Se
propicia, además, un sentimiento de inferioridad en los
cristianos casados que ven cómo sus pastores han seguido una
opción superior que también se les ofrecía a ellos, pero
que no siguieron por falta de talla, o, al revés, no es raro
que los fieles vean a sus ministros como sujetos discapacitados
en ciertas áreas.
En
cualquier caso se da lugar a un cisma ideológico y emocional
entre unos y otros que entorpece la integración de todos en
un solo corazón y en una sola alma. Por lo que se refiere a
los candidatos al sacerdocio que abandonan para casarse, no
cabe duda de que todas las condiciones del caso conspiran para
que sientan su abandono como una defección.
La
mayor disponibilidad del célibe
Para
Jesús, la renuncia radical a la mujer y a las posesiones, es
decir, a tener una familia y un hogar, es una opción espontánea
provocada por el entusiasmo concebido por su persona y por su
evangelio, una opción que podemos concebir como «necesaria»
para el que la toma, pues no le queda interés para nada más.
Ha descubierto el tesoro del reino y pone en él su corazón.
Este celibato guarda una coherencia intrínseca con el
ministerio apostólico y sacerdotal tanto bajo el punto de
vista psicológico como funcional, es decir, el que hace esa
renuncia la hace fascinado por el reino, y entrega espontáneamente
todo su amor, todo su tiempo y todas sus energías a trabajar
por él. Ahora bien, al hacer el celibato obligatorio para los
sacerdotes queda eclipsada esa espontaneidad, propiamente no
se cuenta con ella, sino que se compele al ministro del orden
a que sienta y obre como sentiría y obraría si estuviera
poseído por ella, lo que puede convertirle en un signo falso
o a la fuerza de los valores del celibato. Los informes sobre
los problemas y fracasos de muchos sacerdotes sugieren que
este extremo es una realidad frecuente.
Con
un corazón indiviso
La
liberación del amor que se atribuye al carisma del celibato
no deja de mostrar en la práctica múltiples sombras e
incoherencias, sobre la pregonada mayor facilidad del célibe
para poner todo su amor en el misterio de Cristo y en su misión.
El tema de la afectividad de los célibes, que es la rúbrica
con que se acoge esta cuestión, cuenta con una literatura de
las más frondosas y es objeto específico de numerosos
tratamientos: en la formación de los candidatos al
sacerdocio, en retiros espirituales, en la dirección
espiritual, en encuentros, etc., sin excluir exámenes psicológicos
y asistencia psiquiátrica.
Se
afirma la necesidad y el derecho del célibe a una vida
afectiva, a tener amistades, a relacionarse emocionalmente con
personas de otro sexo dentro de determinados límites. Se le
advierte sobre la soledad a que se verá o está expuesto,
sobre el peligro de desarrollar una personalidad inmadura, de
caer en desviaciones, manías, etc., y se le indican las
formas de sobreponerse. La fascinación por el reino como
motivo del celibato se pierde de vista en medio de esta barahúnda
de precauciones, derechos, admoniciones y catálogo de
peligros. El discurso pregona que el célibe no puede menos
que entregar su corazón a la causa del reino, mientras en la
realidad se da tan por supuesta la división de su corazón
que ya se tienen preparados los remedios para bizmarle,
convencidos todos de que ha entrado por un camino plagado de
trampas y peligros. El efecto es que su celibato le consume más
energías que las que libera, que anda más ocupado consigo
mismo que con ninguna otra cosa, y no sólo eso sino que trae
al retortero a todo un colectivo de expertos dispuestos a
ocuparse de él como de un accidentado.
A
todo ello debe añadirse la fenomenología producida por el
celibato en los sacerdotes y que hoy es de conocimiento público,
como son las dispensas para casarse, relaciones íntimas con
compañeras sentimentales, hijos, líos de faldas, etc. Todo
ello no es suficiente para descalificar la excelencia del
celibato, como tampoco las infidelidades lo son para
descalificar el matrimonio, pero ponen de manifiesto otra línea
de inconveniencia entre la vocación al sacerdocio y la
obligación del celibato.
Un
servicio más libre y expedito
La
liberación de tiempo y energías con que servir a Dios y a
los hombres es otra de las armonías entre sacerdocio y
celibato subrayada por el Concilio. También a este respecto
se configuran en el orden práctico algunas desarmonías
notables. El ministerio sacerdotal constituye en la actualidad
para la mayor parte de las iglesias un trabajo de
sostenimiento o conservación, en el que una porción muy
grande de las tareas la constituyen actividades rutinarias y
administrativas que exigen constancia, aguante, una programación
a largo plazo y seriedad.
Piénsese
en la administración de la curia romana, o en las de las diócesis
de todo el mundo, o en la de las parroquias urbanas, o del
campo, y en todo el personal célibe que tienen empleado. La
imagen del que deja mujer y posesiones y que corre a anunciar
el reino no parece hecha para este tipo de ministerio
sacerdotal, cuya eficacia y mérito estriba mayormente en
saber cumplir con os horarios, ejecutar tareas de despacho y
preparar con cuidado las homilías. Encaja
bien, es cierto, con una actividad misionera, pero
también aquí no dejan de descubrirse inconveniencias. En
muchas zonas de misiones o fronterizas, en efecto, el celibato
carece de prestigio, más bien resta relieve social y
dificulta la labor y la fecundidad ministerial del sacerdote célibe.
Tampoco
debe olvidarse que un principio bien asentado en nuestra
sociedad es que la eficacia de cualquier cometido se
fundamenta en la programación racional, en unas estructuras
estables y en un trabajo metódico y concienzudo Para los
primeros cristianos el reino estaba próximo, vendría
viviendo aún ellos, había que aprovechar el tiempo antes de
que fuera tarde. Esta ingenuidad no cabe hoy. El reino hay que
apuntalarlo y extenderlo día a día con un trabajo bien
programado, organizado colectivamente y ejecutado a largo
plazo. Esto provoca intersticios frecuentes en el servicio.
La
experiencia de «tiempo muerto» es precisamente una de las más
duras de los ministros del Señor, como todos saben, aunque no
sólo de ellos. Para una tarea así ofrece más confianza la
convicción profunda y el aguante que el entusiasmo. Una
ingenuidad similar se comete con respecto a la dedicación, a
la que se asocian empresas aguerridas y heroicas. La entrega
verdadera se cifra casi siempre en actividades rutinarias, o
pocas y, al menos aparentemente, infructuosas.
Los
trabajos que el reino demanda hoy de los sacerdotes difícilmente
señalizan a los cristianos los valores que se atribuyen y
definen el carisma del celibato. Tampoco es fácil que este
carisma se vea cumplido a sí mismo en ese tipo de tareas. Es
más, casi se podría afirmar que no está adornado con las
habilidades que se requieren para cumplirlas.
Constancia,
resistencia ante la monotonía y el tiempo muerto son
habilidades que se asocian antes con este tipo de trabajos que
el entusiasmo o la fascinación. Para ejecutarlos con eficacia
no es imprescindible que el sacerdote esté libre y expedito
en la medida que proporciona el celibato. En cuanto a que el
celibato facilite una adhesión más entera y unánime del
sacerdote a Cristo, ya hemos visto las numerosas reservas que
militan contra ese supuesto. Sacerdocio y celibato dicen múltiples
armonías entre sí, como indica el Concilio, y ahí están
los ejemplos de tantos sacerdotes célibes que dan testimonio
de ello. Pero las desarmonías no faltan y a la vista de las
mismas cabe preguntarse razonablemente si la prescripción del
celibato para los que sienten la llamada al sacerdocio es
pertinente, esto es, si los sacerdotes han de ser
necesariamente célibes.
Frases
interesantes:
S.
Jerónimo redondea este enfoque con aportaciones tomadas de
otra tradición pagana
sobre la pureza cultural y proclama con aplomo que todo coito
es inmundo.
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