viernes, 21 de marzo de 2014

Sacerdotes, ¿necesariamente célibes?

Sacerdotes, ¿necesariamente célibes?

Por Emilio García Estébanez
 
El celibato sacerdotal es, en primer lugar, una prescripción positiva de la Iglesia, lo que quiere decir que la Iglesia tiene autoridad para levantarla si así lo estimara conveniente. En segundo lugar, no es una prescripción de la Iglesia universal, sino en particular de la latina.
   En el Decreto sobre el ministerio de los presbíteros (3, 16) del Concilio Vaticano II leemos que el celibato o la perfecta y perpetua continencia por amor de Jesús y su evangelio «ha sido siempre altamente estimada por la Iglesia de manera especial para la vida sacerdotal». La exigencia del celibato para el orden sacerdotal, se añade, no proviene de la misma naturaleza del sacerdocio, sino de la múltiple armonía que el primero guarda con este segundo y sus funciones de predicar la palabra, administrar los sacramentos y dirigir y acompañar a la comunidad de los fieles. Por el celibato, en efecto, guardado por amor del reino de los cielos, «se consagran los presbíteros de nueva y excelente manera a Cristo, se unen más fácilmente a Él con corazón indiviso, se entregan más libremente, en Él y por Él, al servicio de Dios y de los hombres, sirven más expeditamente a su reino y a la obra de regeneración sobrenatural y se hacen más aptos para recibir más dilatada paternidad en Cristo» (ib.) Estas son las razones que muestran la gran congruencia o múltiple armonía entre celibato y sacerdocio y por las que la Iglesia latina impone por ley el celibato a los que son promovidos al orden sagrado (ib).
El celibato sacerdotal es, pues, en primer lugar, una prescripción positiva de la Iglesia, lo que quiere decir que la Iglesia tiene autoridad para levantarla si así lo estimara conveniente. En segundo lugar, no es una prescripción de la Iglesia universal, sino en particular de la latina, la cual encuentra unas conveniencias en este celibato que no encuentran o no valoran igual las Iglesias orientales. Sin poner en cuestión para nada el buen juicio de la Iglesia romana, en las líneas que siguen vamos a aludir a algunas de las inconveniencias o desarmonías que parecen relevar de la obligación del celibato para los sacerdotes y que pudieran estar en sintonía con las que la Iglesia tiene en cuenta para sus fieles de Oriente. Las centraremos en la mayor excelencia del celibato y en la mayor disponibilidad del célibe, que son las dos grandes conveniencias mencionadas por el Concilio.
 
La mayor excelencia del celibato
 Los documentos del Concilio muestran un cuidado notable en destacar la excelencia del carisma del celibato por sí mismo sin referirla al estado de matrimonio, pues semejante comparación, además de ser odiosa a la comunidad cristiana, es contraria a los planteamientos actuales de la teología. Sin embargo, la historia de la recomendación del celibato nos enseña que tanto Jesús, como los apóstoles, como los padres y escritores eclesiásticos, han visto en el matrimonio una opción menos propia para un creyente que la del celibato y una falta de amor entusiasta y convencido por la persona de Jesús y su evangelio. De hecho, su crédito está estrechamente vinculado al descrédito del matrimonio y de la familia, de modo que no se puede calibrar debidamente el valor otorgado al celibato en el magisterio cristiano si no se tiene en cuenta la desvalorización paralela de la vida matrimonial que le ha servido de argumento y de aval.
 El Concilio sigue recurriendo a este argumento cuando habla de la formación que se ha de impartir a los candidatos al sacerdocio:
 «Conozcan debidamente los alumnos las obligaciones y la dignidad del matrimonio cristiano... ; pero comprendan la excelencia mayor de la virginidad consagrada a Cristo» (OT, 10). Y Juan Pablo II testimonia la validez universal de ese argumento cuando nos recuerda que «la Iglesia, durante toda su historia, ha defendido siempre la superioridad de este carisma frente al del matrimonio » (Familiaris consotio 16). La excelencia del carisma del celibato hay que entenderla por tanto en relación a la excelencia otorgada por el magisterio al estado matrimonial, a la que aquélla es superior. A este propósito caben dos reflexiones. La primera es que la baja estima del matrimonio de que ha dado muestras el magisterio tradicional no da para hacerse una gran idea del celibato por muy superior que se lo imagine uno. La segunda que, al persistir en la comparación, se sigue alimentando una fractura y un enfrentamiento dentro de la comunidad cristiana, a saber, entre los fieles, en su mayoría casados, y sus pastores, los sacerdotes célibes, que resulta una inconveniencia grave para la unidad y comunión que debe reinar entre los fieles y sus pastores. Para apreciar mejor esta doble inconveniencia vamos a exponer brevemente lo que ha sido la enseñanza de la Iglesia acerca del matrimonio.
 
La sexualidad matrimonial
 Las descalificaciones de la sexualidad nacen a la vez que las primeras comunidades cristianas y han formado parte del credo cristiano desde entonces hasta nuestros días. Las palabras que aparecen en la primera carta a los corintios (7, 1) bueno es al hombre no tocar mujer tuvieron un efecto programático decisivo. Esta actitud negativa no es original, sino que contaba con una larga tradición entre los estoicos. Para esta escuela la bondad moral estriba en obrar conforme a la razón, pues esta facultad humana es una participación o extensión de la razón que gobierna el universo, es decir, de la razón divina, resultando así que quien se conduce razonablemente cumple con la voluntad de Dios. El enemigo natural de la razón son las pasiones, las cuales enturbian su juicio dificultando su labor directiva o suplantándola.
 La pasión sexual o afectiva no sólo es de las más poderosas, junto con la ira, sino que siempre, y sin remedio, anula la razón durante los momentos del orgasmo, debido a la intensidad del placer. Por eso no debe transigirse con ella como no sea para fines estrictamente procreativos. Para el sabio estoico el acto sexual constituía una derrota humillante.
 De la mano de esta doctrina y de las palabras antes citadas de S. Pablo los doctores cristianos tuvieron poco trabajo para hacer de la vida sexual matrimonial algo indeseable para un cristiano. San Agustín comenta que nada resulta tan contrario a la dignidad masculina como el perder la razón por las caricias de una mujer. De aquí podemos deducir que la castidad femenina, la virginidad consagrada de las mujeres, tiene otro sentido. En ellas la razón no es tan vigorosa y no se definen por ella, por eso están sometidas a la alta dirección de los varones.
 El riesgo de perder la razón no es cosa por la que deban temer. Para ellas se trata de presentarse como ofrendas puras e inmaculadas a la divinidad, que se complace en ello. S. Jerónimo redondea este enfoque con aportaciones tomadas de otra tradición pagana sobre la pureza cultural y proclama con aplomo que todo coito es inmundo, impresión que comparte varios siglos más tarde S. Pedro Damiano cuando describe el matrimonio como un revolcadero de cerdos.
 La opinión de que la sexualidad matrimonial es una materia escabrosa y nauseabunda, un tema poco edificante, incómodo y desagradable, se puede encontrar en los manuales de teología moral de los años cincuenta, pues la comunidad cristiana era aún receptiva a ella.
 El magisterio también atribuyó al acto sexual una cierta malicia, pequeña en el mejor de los casos, pero alguna, y, desde luego, lo consideró muy peligroso. S. Agustín se entrega a amplios desarrollos del tema con el fin de probar que en determinadas circunstancias, tenidos bien presentes los fines del matrimonio y guardados cuidadosamente sus «bienes» antes y durante el coito, no es imposible pasar por la sexualidad matrimonial sin quemarse. El desarrollo es prolijo, opaco y, como reconoce él mismo, inútil, pues apenas si algún marido se preocupa de tantas condiciones a la hora de acercarse a su mujer. Con buen criterio, los doctores y pastores de la Iglesia optaron por declarar pecaminoso, al menos venialmente, todo acto sexual tenido con la propia esposa. Su consigna no fue otra que la de «contra peor, mejor», esto es, contra más se estigmatice la sexualidad, más provechoso para los fieles, pues la exageración en este terreno difícilmente podía conducir a error. Santo Tomás, guiándose por Aristóteles, concluye que el placer que acompaña a toda acción natural es bueno, pero sigue afirmando con el colectivo de los teólogos que la sexualidad matrimonial es pecaminosa.
 El enredo o empanada mental que se traía el conjunto de la teología cristiana queda reflejado en la solución sorprendente que propone Zinzendorf, líder religioso del ámbito pietista, una solución simple y hacedera donde las haya. Éste mostró su disconformidad con el planteamiento ya rutinario de esta cuestión, en el que se da por supuesto que no es posible coitar sin pecar, debido al placer y a la pérdida de la razón subsiguientes.
 Esto fue lo que indujo a San Pablo a decir que en toda relación sexual hay alguna culpa. Pero la cuestión no es tan desesperada como se imaginaba el apóstol, ya que si se hacen las cosas debidamente se puede salir indemne del percance. Basta con desconectar durante el coito toda sensación o experiencia de gusto, manteniendo al mismo tiempo la presencia de Dios, cosa posible, asegura, pues él lo intenta cada vez y lo consigue siempre. Más aún, el matrimonio es el camino adecuado, y el único, para vencer la sexualidad y el placer de manera efectiva y no sólo imaginaria como les pasa a los célibes.
 
El matrimonio y la familia
 Si bien lo bueno para el varón es no tocar mujer, el peligro que ello entraña de fornicación hace aconsejable que cada varón tenga la suya, pues si el casarse no es bueno peor sería abrasarse. Así se expresa San Pablo. A los casados les recomienda que se retiren periódicamente a hacer oración, pero que tornen otra vez a sus prácticas sexuales acostumbradas para que Satanás no les tiente (1 Cor 7, 9 y 5). El matrimonio como una institución arbitrada para remedio de la concupiscencia sería otra de las imágenes más poderosas de la doctrina cristiana. Lo propio de un cristiano es vivir a tope el programa propuesto por el Señor, realizar el ideal de un discípulo verdadero e íntegro, el de llegar a ser un varón perfecto a la medida de la plenitud de Cristo para lo cual debe sobreponerse a los urgentes pero deleznables intereses de la carne. No todos están hechos de esa madera. Para los desafectos, para los que quieren pero no pueden, está el matrimonio como segunda opción y refugio. En él pueden encontrar la medicina adecuada para su incompetencia. San Agustín ve en el matrimonio una receta extendida a los cristianos enfermos, y Lutero lo ve como un hospital o clínica para asténicos. Casarse es una especie de deserción, un abandono del camino real, una confesión clamorosa ante la conciencia de uno y ante la comunidad cristiana de la propia medianía. El celibato adquiere la significación contraria, la de una opción valerosa que le saca a uno de la vulgaridad en que están los otros. Con frecuencia los escritores eclesiásticos advierten y censuran la vanidad de algunos clérigos y monjes que hacían ostentación de su celibato para ganar prestigio y ascendencia, ante las mujeres piadosas sobre todo.
 San Pablo, además, estableció una cierta incompatibilidad entre el amor conyugal y el amor a Dios. Los casados están preocupados con las cosas de este mundo y de cómo agradarse mutuamente, descuidando lo que mira a Dios y de cómo agradarle (1 Cor 7, 33-34). El casado no puede comprometerse de lleno ni con Dios ni con el reino. Tal compromiso sólo puede contraerlo y cumplirlo el célibe, que, como un soldado, no se embaraza con los negocios de la vida a fin de complacer al que le alistó (2 Tim, 2, 4).
 Con ello crea una fractura en la comunidad cristiana que ha tenido unos efectos negativos muy tenaces. Están, por un lado, los cristianos entregados por entero al reino, y están, de otro, los cristianos casados, con sus intereses puestos en otra parte. Es claro que la dirección y la responsabilidad sobre la Iglesia hay que dársela a los primeros. Dirigir la comunidad cristiana es el oficio del sacerdote al que, por tanto, deben de adornar los valores que se asocian a la opción por el celibato.
 De acuerdo con las encuestas recientes, el valor más apreciado por los europeos es el de la familia. En la enseñanza tradicional de la Iglesia el lugar ocupado por esta institución es muy secundario. Ya Jesús alardea de su desapego por los lazos familiares señalando a sus oyentes y a sus discípulos como sus parientes de verdad, más que su madre y sus hermanos carnales (Lc 8, 19-21), y proclama sin ambigüedad alguna que quien quiera seguirle a Él y trabajar por su reino ha de estar dispuesto a romper los vínculos familiares, todos, los paternales, los filiales, los fraternales y los conyugales (Lc 14, 26).
 S. Jerónimo erige en uno de sus objetivos fundamentales el desprestigiar todo lo que pueda aparecer como atractivo para un cristiano en la vida familiar se trate tanto de la relación entre los esposos o de éstos con los hijos. Su deseo es que los casados corrijan su mal paso llevando una vida casta y separada o abandonando a los hijos incluso, como hizo Santa Paula a la que pone como modelo para las esposas y madres cristianas.
 A San Juan Crisóstomo se le cita mucho en nuestros días por su definición de la familia como una «Iglesia doméstica», definición que mereció el aplauso de sus oyentes. Sin embargo, la doctrina de este Santo Padre sobre la familia es un empeño incombustible por disuadir a los cristianos de tomar la opción del matrimonio y por inducirles a abrazar la virginidad. No hay valor matrimonial o familiar, ni el más sacrosanto, que no desacredite con elocuencia deslumbrante. Pocas veces y pocos autores han logrado denigrar esta institución tanto y tan bien. Según él, la vida de familia, la más feliz y gratificante la virginidad.
 Esta doctrina sobre el matrimonio se da hoy por desfasada, afirmándose de manera expresa y repetida su dignidad y prestancia, como es fácil de ver en el magisterio de Juan Pablo II. Renunciar, en efecto, a un matrimonio como el que pinta la tradición por la castidad parece un acto interesado más que de entrega. Sin embargo, la excelencia del celibato se establece y sigue estableciendo por referencia a la menor categoría del matrimonio, dando la impresión de que no se le puede o no se le sabe acreditar por sí mismo.
 Jesús promete al que lo deja todo para seguirle un premio mayor y cuando el Concilio señala que el célibe puede entregarse más fácil, libre y expeditamente lo entiende siempre por referencia al casado. El resultado inevitable de esta comparación es que el matrimonio sale menospreciado y el celibato se convierte justamente en el signo de ese menosprecio, más aún si se traen a la memoria las torvas declamaciones que la tradición clerical se ha permitido recitar con respecto al amor y la vida matrimoniales. Se propicia, además, un sentimiento de inferioridad en los cristianos casados que ven cómo sus pastores han seguido una opción superior que también se les ofrecía a ellos, pero que no siguieron por falta de talla, o, al revés, no es raro que los fieles vean a sus ministros como sujetos discapacitados en ciertas áreas.
 En cualquier caso se da lugar a un cisma ideológico y emocional entre unos y otros que entorpece la integración de todos en un solo corazón y en una sola alma. Por lo que se refiere a los candidatos al sacerdocio que abandonan para casarse, no cabe duda de que todas las condiciones del caso conspiran para que sientan su abandono como una defección.
 
La mayor disponibilidad del célibe
 Para Jesús, la renuncia radical a la mujer y a las posesiones, es decir, a tener una familia y un hogar, es una opción espontánea provocada por el entusiasmo concebido por su persona y por su evangelio, una opción que podemos concebir como «necesaria» para el que la toma, pues no le queda interés para nada más. Ha descubierto el tesoro del reino y pone en él su corazón. Este celibato guarda una coherencia intrínseca con el ministerio apostólico y sacerdotal tanto bajo el punto de vista psicológico como funcional, es decir, el que hace esa renuncia la hace fascinado por el reino, y entrega espontáneamente todo su amor, todo su tiempo y todas sus energías a trabajar por él. Ahora bien, al hacer el celibato obligatorio para los sacerdotes queda eclipsada esa espontaneidad, propiamente no se cuenta con ella, sino que se compele al ministro del orden a que sienta y obre como sentiría y obraría si estuviera poseído por ella, lo que puede convertirle en un signo falso o a la fuerza de los valores del celibato. Los informes sobre los problemas y fracasos de muchos sacerdotes sugieren que este extremo es una realidad frecuente.
 
Con un corazón indiviso
 La liberación del amor que se atribuye al carisma del celibato no deja de mostrar en la práctica múltiples sombras e incoherencias, sobre la pregonada mayor facilidad del célibe para poner todo su amor en el misterio de Cristo y en su misión. El tema de la afectividad de los célibes, que es la rúbrica con que se acoge esta cuestión, cuenta con una literatura de las más frondosas y es objeto específico de numerosos tratamientos: en la formación de los candidatos al sacerdocio, en retiros espirituales, en la dirección espiritual, en encuentros, etc., sin excluir exámenes psicológicos y asistencia psiquiátrica.
 Se afirma la necesidad y el derecho del célibe a una vida afectiva, a tener amistades, a relacionarse emocionalmente con personas de otro sexo dentro de determinados límites. Se le advierte sobre la soledad a que se verá o está expuesto, sobre el peligro de desarrollar una personalidad inmadura, de caer en desviaciones, manías, etc., y se le indican las formas de sobreponerse. La fascinación por el reino como motivo del celibato se pierde de vista en medio de esta barahúnda de precauciones, derechos, admoniciones y catálogo de peligros. El discurso pregona que el célibe no puede menos que entregar su corazón a la causa del reino, mientras en la realidad se da tan por supuesta la división de su corazón que ya se tienen preparados los remedios para bizmarle, convencidos todos de que ha entrado por un camino plagado de trampas y peligros. El efecto es que su celibato le consume más energías que las que libera, que anda más ocupado consigo mismo que con ninguna otra cosa, y no sólo eso sino que trae al retortero a todo un colectivo de expertos dispuestos a ocuparse de él como de un accidentado.
 A todo ello debe añadirse la fenomenología producida por el celibato en los sacerdotes y que hoy es de conocimiento público, como son las dispensas para casarse, relaciones íntimas con compañeras sentimentales, hijos, líos de faldas, etc. Todo ello no es suficiente para descalificar la excelencia del celibato, como tampoco las infidelidades lo son para descalificar el matrimonio, pero ponen de manifiesto otra línea de inconveniencia entre la vocación al sacerdocio y la obligación del celibato. 
Un servicio más libre y expedito
 La liberación de tiempo y energías con que servir a Dios y a los hombres es otra de las armonías entre sacerdocio y celibato subrayada por el Concilio. También a este respecto se configuran en el orden práctico algunas desarmonías notables. El ministerio sacerdotal constituye en la actualidad para la mayor parte de las iglesias un trabajo de sostenimiento o conservación, en el que una porción muy grande de las tareas la constituyen actividades rutinarias y administrativas que exigen constancia, aguante, una programación a largo plazo y seriedad.
 Piénsese en la administración de la curia romana, o en las de las diócesis de todo el mundo, o en la de las parroquias urbanas, o del campo, y en todo el personal célibe que tienen empleado. La imagen del que deja mujer y posesiones y que corre a anunciar el reino no parece hecha para este tipo de ministerio sacerdotal, cuya eficacia y mérito estriba mayormente en saber cumplir con os horarios, ejecutar tareas de despacho y preparar con cuidado las homilías. Encaja  bien, es cierto, con una actividad misionera, pero también aquí no dejan de descubrirse inconveniencias. En muchas zonas de misiones o fronterizas, en efecto, el celibato carece de prestigio, más bien resta relieve social y dificulta la labor y la fecundidad ministerial del sacerdote célibe.
 Tampoco debe olvidarse que un principio bien asentado en nuestra sociedad es que la eficacia de cualquier cometido se fundamenta en la programación racional, en unas estructuras estables y en un trabajo metódico y concienzudo Para los primeros cristianos el reino estaba próximo, vendría viviendo aún ellos, había que aprovechar el tiempo antes de que fuera tarde. Esta ingenuidad no cabe hoy. El reino hay que apuntalarlo y extenderlo día a día con un trabajo bien programado, organizado colectivamente y ejecutado a largo plazo. Esto provoca intersticios frecuentes en el servicio.
 La experiencia de «tiempo muerto» es precisamente una de las más duras de los ministros del Señor, como todos saben, aunque no sólo de ellos. Para una tarea así ofrece más confianza la convicción profunda y el aguante que el entusiasmo. Una ingenuidad similar se comete con respecto a la dedicación, a la que se asocian empresas aguerridas y heroicas. La entrega verdadera se cifra casi siempre en actividades rutinarias, o pocas y, al menos aparentemente, infructuosas.
 Los trabajos que el reino demanda hoy de los sacerdotes difícilmente señalizan a los cristianos los valores que se atribuyen y definen el carisma del celibato. Tampoco es fácil que este carisma se vea cumplido a sí mismo en ese tipo de tareas. Es más, casi se podría afirmar que no está adornado con las habilidades que se requieren para cumplirlas.
 Constancia, resistencia ante la monotonía y el tiempo muerto son habilidades que se asocian antes con este tipo de trabajos que el entusiasmo o la fascinación. Para ejecutarlos con eficacia no es imprescindible que el sacerdote esté libre y expedito en la medida que proporciona el celibato. En cuanto a que el celibato facilite una adhesión más entera y unánime del sacerdote a Cristo, ya hemos visto las numerosas reservas que militan contra ese supuesto. Sacerdocio y celibato dicen múltiples armonías entre sí, como indica el Concilio, y ahí están los ejemplos de tantos sacerdotes célibes que dan testimonio de ello. Pero las desarmonías no faltan y a la vista de las mismas cabe preguntarse razonablemente si la prescripción del celibato para los que sienten la llamada al sacerdocio es pertinente, esto es, si los sacerdotes han de ser necesariamente célibes.
    Frases interesantes:
S. Jerónimo redondea este enfoque con aportaciones tomadas de otra tradición  pagana sobre la pureza cultural y proclama con aplomo que todo coito es inmundo.

 Con frecuencia los escritores eclesiásticos advierten y censuran la vanidad de algunos clérigos y monjes que hacían ostentación de su celibato para ganar prestigio y ascendencia, ante las mujeres piadosas sobre todo.

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