domingo, 4 de enero de 2015

TERTULIANO. TEXTOS.

Los datos biográficos que conocemos de Quinto Septimio Florencio Tertuliano nos han llegado a través de San Jerónimo. Sabemos que pasó la mayor parte de su vida en Cartago, donde nació hacia el año 155. Se convirtió hacia el año 193, quizá durante sus años en Roma, donde se dedicaba al ejercicio de la abogacía. Desde entonces puso al servicio de la Iglesia su formación jurídica y una notable habilidad retórica. Fue el primero en emplear la lengua latina en la exposición teológica. Lamentablemente, al final de su vida, cayó en los errores del montanismo, una herejía de corte rigorista. Por esta razón no se le cuenta en el número de los Padres, aunque tiene gran importancia en la historia de la Iglesia. Murió en torno al año 225.
En su época católica defendió con eficacia la fe frente a los paganos y frente a diversas herejías, y escribió obras teológicas y de carácter disciplinar y moral. Quizá el libro más conocido sea el Apologético: un valiente escrito dirigido a los gobernadores de las provincias romanas, para mostrarles la rectitud de vida de los cristianos, totalmente ajenos a los delitos que se les atribuían. Ya en una obra precedente, A los gentiles, había hecho otra enérgica defensa del cristianismo, dirigiéndose al mundo pagano en general. En el Apologético sigue un programa mejor delineado y más sistemático. Se propone presentar a los cristianos como ciudadanos comunes, como cualesquiera otros, cumplidores ejemplares de todas sus obligaciones cívicas, interesados por la cosa pública como el que más, dignos de todo el aprecio que los gobernantes deben tener por los súbditos buenos y leales.
De gran importancia son otros dos tratados: uno acerca de la oración, y otro sobre la penitencia, de los que a continuación se recogen algunos párrafos. El tratado Sobre la oración es el primero que aborda este tema en la literatura cristiana. En Sobre la penitencia es testigo de la práctica penitencial de la Iglesia y de la necesidad de confesar los pecados cometidos después del Bautismo.

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¡Mirad cómo se aman! (Apologético 39)
Habiendo refutado las perversidades que se atribuyen [al cristianismo], mostraré ahora sus excelencias. Somos un cuerpo unido por una común profesión religiosa, por una disciplina divina y por una comunión de esperanza. Nos reunimos en asamblea o congregación con el fin de recurrir a Dios como una fuerza organizada. Esta fuerza es agradable a Dios. Oramos hasta por los emperadores, por sus ministros y autoridades, por el bienestar temporal, por la paz general (...).
Aunque tenemos una especie de caja, sus ingresos no provienen de cuotas fijas, como si con ello se pusiera un precio a la religión, sino que cada uno, si quiere o si puede, aporta una pequeña cantidad el día señalado de cada mes, o cuando desea. En esto no hay coacción alguna, sino que las aportaciones son voluntarias, y constituyen como un fondo de caridad. En efecto, no se gasta en banquetes, bebidas, o en despilfarros mundanos, sino en alimentar o enterrar a los pobres; en ayudar a los niños y niñas que han perdido a sus padres y sus fortunas, a los ancianos confinados en sus casas, a los náufragos, a los que trabajan en las minas o están desterrados en islas o prisiones. Éstos reciben pensión a causa de su fe, si sufren como seguidores de Dios.
Pero es precisamente esta eficacia del amor entre nosotros lo que nos atrae el odio de algunos que dicen: mirad cómo se aman, mientras ellos se odian entre sí. Mira cómo están dispuestos a morir el uno por el otro, mientras ellos están dispuestos, más bien, a matarse unos a otros. El hecho de que nos llamemos hermanos lo toman como una infamia, sólo porque entre ellos, a mi entender, todo nombre de parentesco se usa con falsedad afectada. Sin embargo, somos incluso hermanos vuestros en cuanto hijos de una misma naturaleza, aunque vosotros seáis poco hombres, pues sois tan malos hermanos. Con cuánta mayor razón se llaman y son verdaderamente hermanos los que reconocen a un único Dios como Padre, los que bebieron un mismo Espíritu de santificación, los que de un mismo seno de ignorancia salieron a una misma luz de verdad (...), los que compartimos nuestras mentes y nuestras vidas, los que no vacilamos en comunicar todas las cosas. Todas las cosas son comunes entre nosotros, excepto las mujeres: en esta sola cosa en que los demás practican tal consorcio, nosotros renunciamos a todo consorcio (...).
¿Qué tiene de extraño, pues, que tan gran amor se exprese en un convite? Digo esto, porque andáis por ahí chismorreando acerca de nuestras modestas cenas, diciendo que son no sólo infames y criminales, sino también opíparas 1 (...). Pero su mismo nombre muestra lo que son nuestras cenas, pues se llaman ágapes, que en griego significa amor. En ellas, todo se gasta en nombre y en beneficio de la caridad, ya que con tales refrigerios ayudamos a los indigentes de toda suerte, no a los jactanciosos parásitos que se dan entre vosotros (...). Considerad el orden que en ellas se sigue, para que veáis su carácter religioso: no se admite nada vil o contrario a la templanza. Nadie se sienta a la mesa sin haber antes gustado una oración a Dios. Se alimentan teniendo presente que incluso durante la noche han de adorar a Dios, y hablan teniendo presente que les oye su Señor (...).
El convite termina con la oración, como comenzó. De allí nos alejamos, no para unirnos a grupos de bandidos, ni para andar vagabundeando, ni para cometer obscenidades, sino en busca del mismo cuidado de la modestia y de la pureza, como quienes han cenado más disciplina que alimento. ........................
1. El ágape era una comida de fraternidad que precedía a la celebración de la Eucaristía, por un motivo de caridad con los más pobres. Posteriormente, esa costumbre dio lugar a las instituciones de beneficencia de la Iglesia. La calumnia de que eran objeto los cristianos no se limitaba a una supuesta glotonería, sino que también llegaba a imputarles conductas licenciosas e incluso antropofágicas.
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Por qué confesar los pecados (Sobre la penitencia Vlll, 4—X)
¿Qué pretenden las parábolas del Evangelio? ¿Qué nos enseñan? Una mujer perdió una dracma, e inmediatamente se puso a buscarla; en cuanto la encontró, invitó a sus amigas para que se alegraran con ella. ¿No es como la imagen de un pecador que vuelve a la gracia divina? Se extravía la oveja de un pastor, y el rebaño entero no le es más querido que esa única oveja: sale en su busca, la prefiere sobre todas las demás y, cuando la encuentra, la conduce al aprisco llevándola sobre sus hombros, porque estaba rendida de tanto errar.
Recordaré también a aquel padre bueno y paciente que recibe a su hijo pródigo, y lo acoge con cariño a pesar de que el muchacho, con su despilfarro, se arruinó. Pero estaba arrepentido, y el padre mata un ternero cebado y, con la alegría de un convite, da rienda suelta a su gozo. ¿Por qué? Porque había recuperado al hijo perdido. Lo sentía dentro de sí mismo como la prenda más querida, precisamente porque lo había vuelta a ganar.
¿Quién es para nosotros ese padre? Dios mismo. Nadie es tan padre nuestro como El, nadie manifiesta tanta piedad hacia nosotros. Él te acogerá como hijo suyo, aun cuando hayas dilapidado a manos llenas todo lo que habías recibido. Aunque vuelvas desnudo, te recibirá, precisamente porque has vuelto. Y sentirá más alegría con tu retorno que con el buen comportamiento de su otro hijo. A condición, claro está, de que tu arrepentimiento sea sincero: es decir, de que proceda de lo íntimo de tu corazón; de que estés dispuesto a reconocer el hambre que te aflige y la abundancia de que gozan alegremente los siervos de tu padre. A condición de que abandones la piara inmunda de puercos, vuelvas a tu padre y—aunque él se sienta justamente indignado—le digas: he pecado, padre mío; ya no merezco ser llamado hijo tuyo. El reconocimiento de las propias culpas levanta y ennoblece al pecador, mientras el que intenta disimularlas, las agrava. En la confesión de los pecados se halla implícito el reconocimiento de las faltas y la verdadera contrición; si las disimulas, es señal de obstinación culpable.
El procedimiento para beneficiarse de este segundo perdón es más difícil que el del primero, que se obtiene en el Bautismo. Las pruebas que han de ofrecerse son más exigentes. No basta ya hacer un íntimo examen de conciencia; es preciso expresar el arrepentimiento con un rito claro y manifiesto. Este rito en griego se llama exomologesis, y consiste en confesar sinceramente al Señor las culpas que hemos cometido; no porque Él las ignore, sino porque declarándolas se satisface a la justicia divina. De la confesión oral procede la penitencia, y la penitencia mitiga la justa ira del Señor hacia el que ha pecado.
RC/TERTULIANO: La exomologesis [rito de la Penitencia] comprende todo el proceso por el que el hombre se abate y se humilla ante la majestad de Dios, hasta el punto de conducirse de modo capaz de atraer sobre sí la piedad y misericordia divinas (...). Se propone avalorar las oraciones que dirigimos al Señor, con la aspereza del ayuno; removerse con lágrimas día y noche; invocar a Dios con todo el ardor de nuestra fe; arrodillarse a los pies del sacerdote... La Penitencia levanta al hombre precisamente cuando lo abate y lo postra en tierra; lo ilumina con una luz resplandeciente, cuando le mueve a reconocerse pobre y desvalido; lo justifica cuando le acusa; lo absuelve cuando le condena. Créeme: cuanto más severo seas contigo mismo, más perdonará y excusará Dios tus culpas. Sin embargo, estoy persuadido de que muchos evitan o difieren de un día para otro la Penitencia, como si este rito les pusiese en evidencia delante de los demás. De este modo demuestran que les preocupa más la estima de los hombres que la propia salvación. Se les puede comparar al enfermo que contrae un mal vergonzante y, movido por un falso pudor, evita que el médico conozca su verdadero estado, y acaba muriendo (...). Pero, dime, tú que muestras ahora tanto recato y tanta vergüenza: cuando se trataba de pecar tenías la frente alta y soberbia, y ahora, cuando es momento de calmar la justa indignación del Señor, ¿tiemblas? No reconozco ningún mérito ni al pudor ni a la timidez, si produce más daño que beneficio. Y es precisamente este falso sentido del pudor el que mueve a algunos hombres como a pensar: no te preocupes; es mejor que me pierda yo, con tal de que mi estimación quede a salvo.
Es verdad que, al reconocer las propias culpas, podría uno exponerse a un grave riesgo, si, por ejemplo, lo hiciese ante una persona pronta a insultarnos o a burlarse de nosotros, o cuando alguien esperase la ruina del otro para levantarse sobre la desgracia ajena, pisoteando lo que ya está caído. Pero estas cosas no pueden suceder entre hermanos, entre quienes participan de una misma esperanza, entre los que tienen de común el temor y la alegría, el dolor y los sentimientos. Si todos poseen un mismo espíritu, que procede del mismo Dios y Padre, ¿por qué te crees diferente de ellos?, ¿por qué huyes de los que están sujetos, igual que tú, a las mismas caídas y errores, como si ellos fuesen espectadores de tus luchas, prontos sólo al aplauso, y no en cambio gente muy cercana a ti, compañeros de tus mismas fatigas?
El cuerpo no permanece impasible ante el sufrimiento de uno de sus miembros; necesariamente se duele con él, y busca un remedio. Allí donde están uno o dos fieles, allí se encuentra la Iglesia, y la Iglesia se identifica con Cristo. Por eso, cuando tú tiendes las manos hacia tu hermano, estás tocando a Cristo, estás abrazando a Cristo, estás implorando a Cristo. Y cuando tus hermanos derraman lágrimas por ti, es Cristo quien sufre, es Cristo quien por ti suplica a su Padre, obteniendo fácilmente lo que como Hijo pide.
Vamos a decirlo francamente: si conservas ocultos tus pecados, ¿piensas obtener un gran beneficio?, ¿crees acaso que quedará a salvo tu honorabilidad? No. Aunque logremos ocultar nuestras faltas, en cuanto esto es posible al hombre, no las podremos esconder a los ojos de Dios. ¿Y vamos a comparar la estima de los hombres con la certeza de que Dios conoce nuestros pecados? ¿Qué es preferible: condenarse, ocultando las miserias a los ojos humanos, o reconocer sinceramente nuestras propias culpas?
Alguno podrá decir: ¡pero es muy costoso admitir los propios pecados, y confesarlos! Sí, pero del reconocimiento de la enfermedad procede la curación. Por otra parte, cuando se trata de arrepentirse, no hay que hablar tanto de lo que cuesta, sino de la luz y la salvación que ese acto de penitencia consigue para nuestro espíritu. Es muy doloroso, par ejemplo, ser quemado con un cauterio, o experimentar la acción de algunas medicinas; sin embargo, todos estos remedios se usan, aunque nuestro pobre cuerpo padezca, y su acción dolorosa se justifica en orden a la curación de la enfermedad. Cualquiera acepta de buen grado el mal presente, con la esperanza de un bien mayor de que gozaremos en un momento futuro.
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La eficacia de la oración (Sobre la oración, 28-29)
Esta es la hostia espiritual que destruyó los antiguos sacrificios. ¿A mí qué la muchedumbre de vuestros sacrificios?, dijo. Harto estoy de los holocaustos de carneros y de la grasa de corderos; no quiero sangre de toros ni de machos cabríos. ¿Quién ha pedido esto a vuestras manos? (Is 1, 11). Lo que ha exigido Dios, lo enseña el Evangelio. Vendrá la hora en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, dijo. Pues Dios es espíritu (Jn 4, 23 ss) y, por consiguiente, exige adoradores de ese tipo.
Nosotros somos verdaderos adoradores y verdaderos sacerdotes, que al orar con el espíritu, sacrificamos con el espíritu la oración como hostia propia y aceptable a Dios, es decir, la que exigió y proveyó para sí. Ésta, ofrecida de todo corazón, apacentada por la fe, cuidada por la verdad, íntegra por la inocencia, limpia por la castidad, coronada por la caridad, debemos conducirla al altar de Dios con la pompa de las buenas obras, entre salmos e himnos, para que impetre de Dios todo lo que conviene.
¿Qué negará Dios a la oración que proviene del espíritu y de la verdad, si es Él quien la exige? Leemos y oímos y creemos: ¡cuántas pruebas de su eficacia! La antigua oración ciertamente libraba de los fuegos, de las bestias y del hambre; sin embargo, no había recibido de Cristo la forma. Pues ¡con cuánta más eficacia opera la oración cristiana! No coloca al ángel del rocío en medio de llamas, ni obstruye la boca a los leones, ni proporciona la comida de los campesinos a los hambrientos, no desvía ninguna sensación de las pasiones aun cuando se haya concedido la gracia, sino que instruye a los que padecen, sienten y se duelen con sufrimientos, y con la virtud amplía la gracia para que la fe, al comprender por qué se sufre en nombre de Dios, sepa qué es lo que se consigue del Señor.
ORA/EFECTOS: Pero también antes la oración imponía plagas, dispersaba ejércitos enemigos, impedía la utilidad de las lluvias. Ahora, en cambio, la oración aleja toda la ira de la justicia de Dios, está alerta por los enemigos, suplica por los peregrinos. ¿Qué tiene de admirable que sepa alejar aguas celestes la que también fue capaz de impetrar fuegos? Sólo la oración vence a Dios; pero Cristo quiso que ella no obrara nada malo y le confirió toda la fuerza del bien. Así, pues, ella no sabe nada más que alejar las almas de los difuntos del camino mismo de la muerte, corregir a los débiles, curar a los enfermos, expiar a los endemoniados, abrir las cerraduras de la cárcel, desatar las cadenas de los inocentes. Ella misma disminuye los delitos, repele las tentaciones, extingue las persecuciones, consuela a los pusilánimes, deleita a los magnánimos, conduce a los peregrinos, mitiga las agitaciones, obstaculiza a los ladrones, alimenta a los pobres, gobierna a los ricos, levanta a los caídos, apoya a los que se están cayendo, sostiene a los que están en pie.
La oración es el muro de la fe, nuestras armas y nuestras lanzas contra el enemigo que nos observa por todas partes. Por tanto, nunca caminemos inermes. De día acordémonos de la guardia; por la noche, de la vigilia. Bajo las armas de la oración custodiemos el estandarte de nuestro emperador; esperemos la trompeta de los ángeles con la oración. Oran también todos los ángeles, ora toda criatura, oran y doblan las rodillas los ganados y las fieras y, saliendo de los establos y grutas, miran hacia el cielo no con ociosa boca, haciendo vibrar su aliento según su costumbre. También las aves entonces, levantándose, se erigen hacia el cielo y abren la cruz de sus alas en vez de las manos y dicen algo que parece oración.
¿Qué más se puede decir del deber de la oración? También oró el Señor mismo, para quien sea el honor y la virtud en los siglos de los siglos.
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Felicidad del matrimonio cristiano (A la mujer, 9)
¿Cómo podré expresar la felicidad de aquel matrimonio que ha sido contraído ante la Iglesia, reforzado por la oblación eucarística, sellado por la bendición, anunciado por los ángeles y ratificado por el Padre? Porque, en efecto, tampoco en la tierra los hijos se casan recta y justamente sin el consentimiento del padre. ¡Qué yugo el que une a dos fieles en una sola esperanza, en la misma observancia, en idéntica servidumbre! Son como hermanos y colaboradores, no hay distinción entre carne y espíritu. Más aún, son verdaderamente dos en una sola carne, y donde la carne es única, único es el espíritu. Juntos rezan, juntos se arrodillan, juntos practican el ayuno. Uno enseña al otro, uno honra al otro, uno sostiene al otro.
Unidos en la Iglesia de Dios, se encuentran también unidos en el banquete divino, unidos en las angustias, en las persecuciones, en los gozos. Ninguno tiene secretos con el otro, ninguno esquiva al otro, ninguno es gravoso para el otro. Libremente hacen visitas a los necesitados y sostienen a los indigentes. Las limosnas que reparten, no les son reprochadas por el otro; los sacrificios que cumplen no se les echan en cara, ni se les ponen dificultades para servir a Dios cada día con diligencia. No hacen furtivamente la señal de la cruz, ni las acciones de gracias son temerosas ni las bendiciones han de permanecer mudas. El canto de los salmos y de los himnos resuena a dos voces, y los dos entablan una competencia para cantar mejor a su Dios. Al ver y oír esto, Cristo se llena de gozo y envía sobre ellos su paz.

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