domingo, 24 de abril de 2016

EXISTENCIA CRISTIANA Y LITURGIA


SUMARIO: I. Liturgia como participación del misterio salvífico de Cristo: 1. Celebración de la fe; 2. Fe confiada; 3. Fe amante; 4. Existencia cristiana como alabanza a Dios - II. Progresiva inserción de nuestra existencia en la historia de la salvación: 1. El pasado hecho fecundo por una memoria llena de gratitud; 2. Vivir en el "hic et nunc"; 3. En marcha hacia el cumplimiento; 4. Discernimiento de los espíritus y signos del tiempo; 5. Irradiar serenidad, alegría y paz.
El que la religión se haga vida robusta y la vida verdadera adoración de Dios lo decide la relación que se instaura entre liturgia y existencia cristiana. Estos dos sectores no pueden permanecer separados o unirse sólo artificialmente. El modo con que la liturgia se relaciona con la vida cotidiana y la conducta cotidiana con la liturgia es decisivo tanto para la liturgia cuanto para una concepción específicamente cristiana de la existencia, y también para la fundamental relación entre lo sacro y el bien.
Celebramos la liturgia de manera justa y fecunda si toda nuestra vida se hace cada vez más una eucaristía y una alabanza a Dios llena de agradecimiento; y cada vez somos más capaces de celebrar la liturgia si ordenamos nuestra vida a la luz de la estructura y de las leyes fundamentales de la liturgia.
La celebración de los sacramentos, su recepción y la acción de gracias que hacemos por ellos resultan verdaderas si permitimos que ellos plasmen nuestro estilo de vida y nuestras relaciones interpersonales. Según la mentalidad y el lenguaje cristiano primitivo podemos llegar a decir: la celebración de los sacramentos, y en particular de la eucaristía, alcanza su meta sólo si nosotros nos hacemos, por así decir, sacramento. Lo ilustra una expresión de san Agustín: al tener que explicar cómo el bautismo y la eucaristía pueden ayudar también a la salvación de los no cristianos, que según la disciplina del arcano no podían tomar parte en ellos, dice: "El sacramento del bautismo y el sacramento de la eucaristía se encuentran ocultos en la iglesia. Los paganos ven vuestras buenas obras, pero no ven los sacramentos. De aquellas cosas que ven brotan las que no se ven, así como de la profundidad de la cruz que se clava en la tierra se levanta todo lo restante de la cruz que aparece y se contempla"'. Agustín explica así el Amén con que los fieles responden al presbítero que les ofrece la eucaristía: "Se te dice: 'El cuerpo de Cristo', y respondes `Amén'. Sé miembro del cuerpo de Cristo, para que sea auténtico el `Amén'... Siendo muchos, somos un solo pan, un único cuerpo (1 Cor 10,17). Comprendedlo y llenaos de gozo: unidad, verdad, piedad, caridad... Sed lo que veis y recibid lo que sois"'.
Podemos hablar sensatamente del carácter indeleble que el bautismo, la confirmación y el orden nos imprimen sólo si en todo nuestro estilo de vida nos dejamos modelar por la gracia y por la misión de tales sacramentos.

No basta con que fuera y dentrode la liturgia hablemos de ellos con fe: nuestra misma vida debe reflejar tales realidades. Los sacramentos son palabra y signo, palabras dispensadoras de vida y signos llenos de vida, y por tanto remiten a Cristo, que es la palabra encarnada del Padre y la imagen perfecta del Dios invisible (cf 2 Cor 4,4; Col 1,15). La auténtica existencia cristiana es un signo visible y una palabra elocuente

I. Liturgia como participación del misterio salvífico de Cristo
Al celebrar la eucaristía y, a su luz, los demás sacramentos, entramos misteriosamente en el misterio salvífico de Cristo, participamos del (entramos en comunión con el) misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo, en el que alcanza su vértice el misterio de la encarnación y se anticipa la parusía. En la liturgia, la iglesia se experimenta con gratitud como la esposa que ha recibido de Cristo dones riquísimos, como el cuerpo de Cristo: vive totalmente en virtud de la gracia de Cristo; pertenece a Cristo en plenitud; en la fe, ella se entrega continuamente a él, y en él al Padre hasta que llegue a la consumación final. Pero la gracia significa también tarea: en los sacramentos, la iglesia experimenta la ley de la propia vida, el sentido de la propia existencia, que es el de conformarse radicalmente con Cristo. Esa ley de la existencia es experimentada y afirmada también por cada fiel particular que celebra la liturgia en la manera debida.
1. CELEBRACIÓN DE LA FE. En la liturgia experimentamos la fe como una firme decisión fundamental.
En la fe nos abrimos firmemente a la recepción del don grandee inaudito de la participación del misterio salvífico de Cristo. En el misterio pascual de su muerte, Cristo se confía completamente al Padre y sabe que es aceptado por él. Se entrega a aquel de quien ha recibido todo. Con nuestra fe llena de gratitud nosotros entramos en este misterio: nos abrimos humilde y receptivamente a la gracia, en la que Cristo se nos dona y nos hace participar de su apertura total a la voluntad del Padre y al don total de sí mismo a él. Por tanto, para nosotros, fe significa siempre e inseparablemente dos cosas: recepción festiva y exultante de la nueva vida, apertura a su enraizamiento cada vez más profundo y, a la vez, decisión fundamental absoluta en favor de ella y de su enraizamiento cada vez más profundo en toda nuestra vida y existencia. Esto, por su íntima dinámica, implica también la renuncia a todo lo que contradice la verdad de esa decisión fundamental y ese precioso don.
El cristiano que vive la liturgia sabe existencialmente que la fe no consiste sólo en retener como verdaderas una serie de verdades particulares y doctrinas concretas, sino en la vida de aquel que es la verdad, la vida verdadera y nuestro camino.
Fe significa entregarse a la presencia de Cristo con rendida gratitud. El quiere introducirnos plenamente en el misterio salvífico de su muerte y glorificación, en el que él se hace presente al Padre y a nosotros los hombres con el don total de sí mismo. Cuando celebramos con fe la liturgia, sabemos con toda nuestra existencia que nuestro ser-creyentes significa y pide una verdadera participación en esta doble dimensión de la presencia de Cristo.
Por eso una vida litúrgica intensa nos da un ojo cada vez más agudo para mirar con fe toda nuestra existencia. Y, viceversa, una vida según la fe nos permite participar de manera cada vez más viva y gozosa en la liturgia.
2. FE CONFIADA. La participación sacramental —o sea, sumamente vital y verdadera— en el misterio de Cristo es un entrar intensamente en la autodonación confiada de Cristo en la cruz: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). La fe es al tiempo aceptación agradecida de todos los dones de Dios y de uno mismo, y donación confiada de sí y de todas las capacidades y dones propios a Dios en unión con Cristo. La vida y la muerte, por tanto, pasan a ser una co-actuación de la confianza que expresa Jesús cuando pronuncia el nombre Padre. También, y precisamente en la muerte, Jesús sabe que está seguro junto al Padre. Esto no quita que su dolor y sus sufrimientos sean grandísimos; pero sí quita a su pasión y a su mismo morir aquel aguijón al que está sometido el hombre pecador sin Cristo.
La liturgia celebrada con autenticidad hace sentir su fuerza en la hora de la prueba, del dolor y, sobre todo, cuando llega el momento de mirar cara a cara a la muerte. Si desde la gratitud, la fe y la confianza concebimos nuestra vida como una participación sumamente vital en el misterio de Cristo, entonces la alegría pascual se convierte en nuestra fuerza. En efecto, como vivir de la fe significa vivir en Cristo, así también morir en unión con Cristo es la última ganancia, la entrada definitiva y completa en su misterio salvífico.
Bajo esta misma luz vemos la oración específicamente cristiana. Con la oración nosotros no pensamos en absoluto en hacer cambiar a Dios su voluntad. Acogidos en el misterio salvífico de Cristo, esto es, aceptados por Dios Padre en el Espíritu Santo, hacemos sitio al Espíritu de Cristo en nosotros, Espíritu que es don y comunión entre el Padre y el Hijo. Por su gracia nos abrimos, adorando, implorando y dando gracias, a esa plenitud de gracia que nos ha sido ya garantizada (naturalmente, el hombre puede rechazar esta plenitud de gracia si se empeña en no quererla reconocer como un don inmerecido en la oración de petición y de agradecimiento). Para el cristiano formado en la escuela de la liturgia, la oración continua es una cosa obvia, ya que la eucaristía y todos los sacramentos nos proclaman con insistencia que, en cuanto nos abrimos a la bondad de Dios y a la eficacia del misterio salvífico de Cristo, experimentamos la potencia de la gracia.
La oración y todas las aspiraciones del cristiano formado en la escuela de los sacramentos son totalmente personales y, al mismo tiempo, totalmente solidarias. Cada uno sabe que lo llaman por su nombre. Pero sólo somos fieles a ese nombre que Dios nos ha asignado si respondemos a su llamada a la reunión. Como Cristo en su encarnación, en su vida, en su muerte y en su oración intercede, por todos nosotros, así también nuestra oración en nombre de Cristo es intercesión por los vivos y los difuntos. Con Cristo querríamos exhortar a todos a abrirse a la gracia de Dios en la oración confiada, que es verdadera cuando nos preocupamos unos por otros y utilizamos la capacidad y los dones que Dios nos ha concedido para el servicio del prójimo y del bien común.
3. FE AMANTE. El misterio salvífico de Cristo es revelación eficaz del amor de Dios, del amor del Padre hacia el Hijo y del Hijo hacia el Padre en la comunión del Espíritu Santo: Dios nos manifiesta insuperablemente que intenta atraernos a todos hacia él e introducirnos en el misterio de su amor. La comunión eucarística, en la que Cristo se nos da para vivir en nosotros, y en nosotros y a través de nosotros continuar su obra salvífica, es comunión y participación en el gran misterio del amor de Dios. La comunión eucarística y, a su luz, todos los sacramentos nos muestran con claridad que la perfección de nuestra existencia consiste en actuar en unión con Cristo su mismo amor. Unidos a él y totalmente entregados a su persona, estamos en condiciones de amar al Padre con su mismo amor en la fuerza del Espíritu Santo e, inmersos así en el misterio divino y humano-divino del amor, podemos no sólo concelebrar la fiesta del amor divino, sino también actuar junto con Cristo el amor de Dios por todos los hombres. En esto está la esencia de la existencia y de la santidad cristianas.
En la liturgia celebramos solemnemente la alianza salvífica de Dios en Cristo con la humanidad. Entonces nuestra salvación personal y nuestra personal fidelidad a la alianza con Cristo van indisolublemente unidas a nuestra solidaridad con todos los hombres. Tal solidaridad se refiere, en Cristo, sobre todo a la iglesia. No podemos participar del misterio salvífico del Crucificado y Resucitado si no queremos vivir con la iglesia y para la iglesia. Sin embargo, esto no significa en absoluto que nos podamos apartar del resto de la humanidad, puesto que la iglesia ha sido elegida en orden a la salvación y a la solidaridad de todos los hombres.
4. EXISTENCIA CRISTIANA COMO ALABANZA A Dios. Cristo se manifiesta como el perfecto adorador de Dios en toda su vida, y sobre todo en el misterio salvífico de su muerte, que nosotros celebramos en cada sacramento. Con él ha llegado el tiempo salvífico en que el Padre encuentra adoradores en espíritu y en verdad. Sólo en la unión intimísima con Cristo, tal y como se nos ofrece y posibilita en los sacramentos, podemos verdaderamente adorar a Dios con toda nuestra existencia, con nuestro corazón y con nuestras obras. Cristo, en efecto, nos envía desde el Padre el Espíritu Santo. Y el Espíritu nos capacita para llevar a cumplimiento el don total de nosotros mismos y esa alabanza de los labios que quiere ser alabanza de todas nuestras aspiraciones y de toda nuestra conducta.
La alabanza continua de la misericordia y fidelidad divinas nos ayuda a permanecer en la verdad del misterio salvífico, porque todo es don inmerecido.
En la alabanza y adoración de Dios que aprendemos en la liturgia encontramos luz suficiente para examinar nuestras aspiraciones e iniciativas y verificar si podemos adecuarlas con la adoración total del Padre en unión con Jesucristo.
En efecto, la fe, la esperanza y la caridad que ejercitamos cuando realizamos junto con Cristo su misterio salvífico solamente se pueden concebir como fe, esperanza y amor adorantes: el que la gracia nos eleve tanto debe constituir un motivo más para no olvidar nuestra condición de criaturas y de redimidos.
Si todos los cristianos estuvieran llenos del espíritu de adoración típico de la liturgia, no serían tan presuntuosos, despóticos y ambiciosos. La liturgia es el mejor manual de vida cristiana, que no se contenta con enseñar a nuestra inteligencia, sino que se dirige sobre todo a modelar nuestro carácter. El hombre que está profundamente configurado por la alabanza y adoración de Dios, ve las cosas de manera diferente de aquel que conoce la moral quizá sólo como un imperativo.

II. Progresiva inserción de nuestra existencia en la historia de la salvación
La eucaristía —y, a su luz, todos los sacramentos— nos hace concretamente tomar conciencia de que Jesús en su misterio salvífico es el "pan de Dios" y quien "da vida" (Jn 6,33). Pero si Jesús se nos da como pan de vida y así nos acoge en su misterio salvífico, no debemos olvidar nunca lo que nos dice en la eucaristía: "El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo" (Jn 6,51). Una orientación litúrgica de la vida es inconciliable con una privatización de la religión y de la moral. El hombre formado sacramentalmente es apóstol, es luz para el mundo. Bajo el influjo del Espíritu de Cristo y unido a él, trabaja por la transformación de la historia del mundo.
1. EL PASADO HECHO FECUNDO POR UNA MEMORIA LLENA DE GRATITUD. No sólo la eucaristía, sino, a su luz y resplandor, todos los demás sacramentos y la liturgia toda son celebraciones memoriales. Jesús mismo situó la eucaristía bajo esta luz en el momento de la institución: "Haced esto en recuerdo mío" (Le 22,19; 1 Cor 11,24s). Ya la liturgia veterotestamentaria era una alabanza continua de las acciones salvíficas de Dios, constituyendo así un memorial agradecido. El pasado se hace fecundo para nosotros y a través de nosotros, cuando hacemos memoria de él. La celebración litúrgica memorial, llevada a cabo en y por la comunidad, es creadora de historia. Nosotros rememoramos con gratitud todo lo que el Señor ha hecho por nosotros, sobre todo los misterios salvíficos de la encarnación, pasión, muerte y resurrección de Cristo y el envío del Espíritu. Pero este pasado no es simplemente recordado y narrado. Jesús, el glorificado, lo hace hoy para nosotros fuente de vida. El, que está para siempre ante el trono de Dios, glorificado pero al mismo tiempo con las señales de su pasión, asegura a la comunidad que con gratitud le recuerda que él mismo y el Padre no la olvidan, sino que llevarán todo a su consumación. Naturalmente, esto exige por nuestra parte una reflexión llena de gratitud sobre las acciones salvíficas del pasado, una respuesta agradecida de nuestra fidelidad a la fidelidad de Dios.
El hombre que vive la liturgia tiene una patria, unas raíces. Piensa históricamente. No es víctima del momento efímero. Ve las conexiones. Tiene confianza en el sentido de la historia. A través de él, que está unido a Cristo, el pasado da fruto para el presente y para el futuro: se convierte en una santa obligación. Como gente que vive la liturgia, nosotros introducimos nuestro pasado y el de nuestro prójimo en esa historia de salvación, cuyo centro es Cristo. Con la mirada vuelta al misterio de la redención tenemos además el coraje de confesar nuestros pecados pasados, de confesarlos y expiarlos para alabanza del Redentor. El hombre plasmado por los sacramentos no tiene ningún motivo para remover el propio pasado, el de su pueblo o el de su familia. En primer lugar,piensa siempre en lo que es positivo y beneficioso para, a continuación, afrontar a la luz de eso también las sombras más oscuras.
En el misterio salvífico encontramos al Cristo que era, que ha venido, que viene y que vendrá. En el encuentro con él revive todo el pasado, porque todo lo que está vivo y es fecundo tiene en Cristo su presente.
2. VIVIR EN EL "HIC ET NUNC". Cristo vivió cada instante de su vida con la mirada vuelta hacia la gran hora, hacia su kairós. Tal perspectiva hace grandioso su camino, y al mismo tiempo confiere a cada paso suyo el espesor y la inexorabilidad del momento presente. La liturgia es la experiencia de la presencia de Cristo, que nos introduce también a nosotros en su acción histórico-salvífica. La presencia de aquel que viene nos da el coraje de decir sí a las posibilidades y sufrimientos presentes.
En la liturgia celebramos la presencia poderosa de aquel que es la vida. El sale a nuestro encuentro como Señor de la historia del mundo y de la historia de la salvación para asumirnos como sus colaboradores. Si nuestra celebración es expresión agradecida de nuestra fe en este tipo de presencia de aquel que viniendo se dona, entonces el hic et nunc aparece inserto en una dinámica completamente nueva. Se hace participación en el kairós al que aspiró toda la vida de Cristo y que dio cumplimiento a todo. Y como Cristo en la gran hora de su muerte y glorificación anticipa la parusía, el cumplimiento definitivo, así para el cristiano modelado por la liturgia cada hora decisiva es iluminada y colmada por la energía que procede de toda la historia de la salvación, cuyo Señor es para nosotros camino, verdad, plenitud de luz y de vida. Así, el nunc no es un momento efímero, sino un punto de empalme de la historia en su totalidad.
El cristiano que vive la liturgia no sólo se experimenta como condicionado por la historia; retoma con gratitud la historia pasada precisamente en cuanto es historia de libertad, y experimenta el hic et nunc como regalo y tarea para su libertad, como lo que puede hacer que la historia dé un paso adelante en el camino hacia una mayor libertad y fidelidad. Esto no es solamente un modo nuevo de ver las cosas; el cristiano, cuando celebra la presencia y la venida del Señor de la historia de la salvación, se abre a su presencia liberadora.
3. EN MARCHA HACIA EL CUMPLIMIENTO. El Señor, que en la liturgia nos sale al encuentro en su misterio salvífico y nos introduce en él, vive ya al nivel de la parusía. En él ya se da el cumplimiento. Al hacernos participar de su misterio salvífico, él es nuestro garante, nuestro guía por el camino y de alguna manera ya nuestra misma patria.
El hombre que vive la liturgia está totalmente orientado hacia el cumplimiento. La plenitud que todavía falta, ya la tiene presente en Cristo, como un potente imán. Por eso su vida tiende en un sentido profundo hacia el fin. No se detiene en las angosturas de las prohibiciones, que llevan continuamente a los indolentes a la catástrofe. Deja atrás la ética de las simples prohibiciones y vive con la mirada fija principalmente en los mandamientos-meta (= Zielgebote), que para el cristiano modelado por la liturgia toman toda su urgencia y riqueza de contenido del misterio salvífico. Quien vive en Cristo y con él camina hacia el fin se sientelleno de vigor y de alegría cuando el Señor invita: "Seguid unidos a mí y yo a vosotros... Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté dentro de vosotros y vuestra alegría sea completa. Este es mi mandamiento: amaos unos a otros como yo os amé" (Jn 15,4-12).
La teología moral del cristiano formado en la escuela de la liturgia no es una simple doctrina normativa, sobre todo no en el sentido de normas limitativas. Y por lo que se refiere a las virtudes, no piensa principalmente según el esquema de las virtudes cardinales que nos ha sido transmitido por la cultura griega, aun cuando no le sea indiferente y sepa conferirle un significado cristocéntrico. Para él son mucho más fundamentales las virtudes bíblicas, escatológicas, que se corresponden con las tres dimensiones de la historia (pasada, presente, futura) y con la plenitud de la historia de la salvación. Entre ellas cuenta también el discernimiento de los espiritus y la capacidad de irradiar alegría y paz.
4. DISCERNIMIENTO DE LOS ESPÍRITUS Y SIGNOS DEL TIEMPO. La liturgia nos enseña eficazmente que nuestra participación receptiva y activa en el misterio salvífico y en la misión histórico-salvífica de Cristo es obra del Espíritu Santo. El Espíritu nos introduce en nuestro ser en Cristo, en la comprensión de las palabras de Cristo y en el sentido de los signos del tiempo.
Es misión de la teología y de la predicación mostrar cómo en una iglesia que se sabe elegida para llevar la vida al mundo van unidos la liturgia renovada y la atención a los signos del tiempo. La adecuada celebración de la liturgia lo muestra a su manera.
Sin el espíritu de discernimiento no podemos cumplir nuestra misión histórico-salvífica. Es misión de toda la iglesia —y en particular de cuantos están enriquecidos con carismas, o sea, los profetas y los sacerdotes proféticos, pero también los laicos llenos del Espíritu, capaces de oír el pulso de la vida—explicarnos las señales del tiempo. Y cada cristiano tiene el deber de descifrar el sentido del momento que está viviendo y que le solicita. Sólo si toda nuestra existencia invoca: Ven, Señor Jesús y Ven, Espíritu Santo, podemos esperar estar atentos, preparados, capaces de discernir que verdaderamente todo puede referirse a la historia de la salvación.
Cuanto más nos orienta nuestra memoria hacia las acciones salvíficas de Cristo y hacia su presencia con gratitud; cuanto más conscientes somos de que a través de la vida y la muerte estamos en camino hacia el cumplimiento final (parusía); cuanto más atentos y disponibles estamos para la llamada de la gracia y de las chances que constantemente se nos van presentando, tanto más lograremos ordenar los dones y las capacidades que Dios nos da para las necesidades más urgentes del prójimo y de la comunidad. Y en esto consiste principalmente la tarea, que pertenece a todos, del discernimiento de los espíritus.
5. IRRADIAR SERENIDAD, ALEGRÍA Y PAZ. En la liturgia, el Espíritu Santo nos lleva consigo al monte de las bienaventuranzas y nos infunde el coraje y la fuerza para subir al Gólgota. De este modo experimentamos la cercanía de Cristo en todo su misterio salvífico. De la alabanza litúrgica dimana, en virtud del Espíritu Santo, una tranquilidad serena, que nosotros existencialmente sabemos que es pura gracia, una gracia de la que no se nos privará mientras nuestra vida sea una continuación de la alabanza litúrgica.
Una joven monja enfermera preguntó a un sacerdote que entraba en la sala operatoria para someterse a una intervención quirúrgica en la laringe: "¿De dónde le viene tanta tranquilidad y paz frente a lo que le pueda esperar?" El sacerdote escribió en su pizarrilla: "Es una gracia pura e inmerecida, por la cual nunca estaré lo suficientemente agradecido".
La liturgia nos enseña a realizar con Cristo su éxodo y el de su pueblo para poder ser plenamente libres para su reino. Pero esto en sí mismo no es un imperativo descarnado. La llamada va acompañada de la gracia y dirige nuestra mirada hacia el Glorificado, que por nosotros ha asumido el éxodo y llevado la cruz.
La sonrisa serena de la persona enferma y anciana es un reflejo de la celebración litúrgica festiva, de la alabanza agradecida y de la espera gozosa del Señor que viene, que ya está cerca de nosotros como nuestra vida y nuestra patria.
El cristiano modelado por los sacramentos es un constructor de paz. Dentro de la comunidad litúrgica, Cristo nos habla con frecuencia de su paz y nos envía a colaborar en la gran obra de la reconciliación y la paz 3. Verdaderamente no es una tarea fácil. Exige un profundo enraizamiento en el misterio salvífico y una total dedicación a nuestra misión histórico-salvífica, enraizamiento y dedicación que se obtienen mediante una intensa vida litúrgica y su correspondiente piedad personal. Por aquí es por donde llegaremos a poner toda nuestra confianza en el poder del Espíritu de Cristo.
B. Häring
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