11 de marzo
BEATO JUAN BAUTISTA DE FABRIANO
(1469 - 1539)
BEATO JUAN BAUTISTA DE FABRIANO
(1469 - 1539)
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Nació Juan Bautista en Fabriano,
cerca de Ancona, en la Italia central que da hacia el Adriático, en
torno al año 1469, de la noble familia de los Righi, oriunda de
Alemania. Sus padres, Nicolás y Catalina, fervientes cristianos,
pusieron a su hijo el nombre del santo Precursor de Cristo, patrono celestial
de su ciudad, y fue como una premonición de que aquel niño
renovaría en su vida adulta el amor a la soledad y a la penitencia, y la
invitación a la conversión, que caracterizaron al
Bautista.
Desde su infancia Juan Bautista fue educado
religiosamente en el amor y temor de Dios, y orientado a la práctica de
las virtudes y devociones cristianas. A raíz de la lectura y
meditación de aquella palabra del divino Maestro: «Es más
fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que el que un rico
entre en el Reino de Dios» (Lc 18,25), fue germinando y
desarrollándose en lo profundo de su corazón el deseo de
abandonar el mundo para retirarse a un desierto y llevar vida solitaria y
penitente. Tal deseo se afianzó y definió, volviéndose
imperioso, cuando el joven leyó la vida de san Francisco.
Y así, en plena edad juvenil,
nuestro beato vistió el hábito franciscano en el convento de
Forano, cerca de Rieti, entre cuyos muros parecía que aún
aleteaba el espíritu y la santidad del beato Pedro de Treya ( 1304) y
del beato Conrado de Offida (1306). En aquel ambiente de vida pobre, austera y
penitente, el novicio iba afianzando los fundamentos de su perfección y
comenzaba a gustar las suaves y profundas alegrías que vienen del
Señor, lo que le sucedía particularmente cuando podía
recogerse en oración en la capillita de la Virgen de los Ángeles
levantada en el lugar en que, según la tradición, la Madre de
Dios se apareció al beato Conrado y le dejó en sus brazos al
Niño Jesús. Entre María y el hermano Juan se fue
desarrollando una íntima relación, hecha de ternura e inocencia
por parte del piadoso novicio, y de muestras de agrado y de protección
por parte de la Reina del cielo.
Durante el año de noviciado fueron
grandes los progresos de fray Juan en las prácticas de la nueva forma de
vida y en la asimilación de los ideales del seráfico padre
Francisco. Los religiosos de aquella comunidad, aun los más
experimentados, estaban admirados de la vida tan ejemplar del joven novicio.
Cumplido el año de prueba, fray Juan hizo la profesión religiosa
que lo consagraba solemne y definitivamente a Dios, al que tenía que
llegarse viviendo el Evangelio según la Regla de san Francisco.
Después de la profesión, tuvo que dedicar varios años al
estudio de la filosofía y de la teología antes de ordenarse de
sacerdote. Nada nos han trasmitido al respecto los antiguos biógrafos.
Hemos de suponer, por tanto, que el joven profeso pasó de Forano al
convento solitario de la Romita, antiguo monasterio de los camaldulenses,
llamado en el pasado Romitella delle Mandriole, situado en las
cercanías de Cupramontana, que había sido ampliado y adaptado
para los franciscanos por el gran apóstol san Jaime de la Marca ( 1476).
Cupramontana, que se llamó hasta 1861 Massaccio, pertenece la provincia
de Ancona, en la región italiana de las Marcas, dista 45 Km de su
capital, y está a 505 m. de altura sobre el nivel del mar. En aquella
soledad salvaje en la que se adentró por entero nuestro joven,
percibiría la memoria aún fresca de ese admirable apóstol
y fraile menor, san Jaime, que, precisamente allí, había
extinguido la última llama de la herejía de los Fratricelli.
Aún se conserva en aquel lugar, como reliquia preciosa, el cáliz
con el que los herejes intentaron envenenar a san Jaime intoxicando el vino de
la misa, atentado del que le libró milagrosamente el
Señor.
Juan Bautista pasó
prácticamente el resto de su vida, unos cincuenta años,
allá arriba en la Romita, dedicado a veces al apostolado y más
frecuentemente al silencio y a la oración, a la penitencia, a la lectura
de las obras de los Santos Padres de la Iglesia. El bosque y el eremitorio,
protegidos por una Regla de san Francisco, fueron el refugio y el remanso de
paz en el que trascurría su vida de santificación, mientras a su
alrededor grandes revoluciones conmovían el mundo civil y el mundo
religioso; la historia estaba cambiando su curso, se extinguía la Edad
Media y alboreaban nuevos tiempos, se descubrían nuevos continentes, y
la Iglesia conocía fuertes oleadas de reforma y de
renovación.
En la soledad de la Romita nuestro beato
encontró lo que su corazón deseaba. Había en la iglesia
una imagen venerable de Jesús Crucificado, que había pertenecido
a san Jaime de la Marca. Fray Juan la convirtió en objeto de frecuentes
visitas, de ardientes oraciones, de profundas meditaciones e incluso, por
concesión del Señor, de no raros éxtasis. Émulo de
su seráfico Padre, deseaba ardientemente unirse a los sufrimientos de
Jesús, trasformarse en el Amor crucificado, tan poco amado por gran
parte del mundo. Además, encontró allí otro objeto que le
llegaba al corazón y fomentaba su piedad filial: una imagen de
terracota, estilo Della Robbia, que representaba a la Santísima Virgen
contemplando al Niño Jesús tendido en sus rodillas, y que estaba
flanqueada por las figuras del apóstol Santiago el Mayor y san Francisco
de Asís. En Forano había disfrutado de la sonrisa de la Virgen de
los Ángeles. Ahora se había encontrado con otra imagen suya no
menos bella y venerable. Y así el devoto solitario pasaba largas horas a
los pies de la nueva y entrañable imagen de la Madre del Señor,
intercambiando afectos y sentimientos. Por la noche, después del rezo de
maitines, cuando sus hermanos se retiraban a descansar, él se quedaba en
el coro para continuar sus plegarias que con frecuencia acababan en
éxtasis.
En el espeso bosque que rodea el convento
solitario, había y hay todavía una pequeña gruta, como un
eremitorio dentro del eremitorio, en la que se recogía el P. Juan
Bautista para entregarse a la oración y a la penitencia. Era su lugar
preferido porque en él podía dar rienda suelta a sus afectos y
manifestar con libertad sus sentimientos, aislado incluso de sus hermanos de
hábito y sin más testigos que Dios y su corte celestial.
Repetía así una de las experiencias más queridas de san
Francisco cuando se retiraba en las alturas a la soledad para estar a sus
anchas con el Señor. No era extraño, dice un antiguo
biógrafo, que bajo el influjo del Espíritu llegara al
éxtasis.
Para nuestro beato, el paraíso en la
tierra se encontraba en su retiro y soledad. Por gusto suyo, nunca
habría salido de allí. Pero la caridad y la obediencia le
exigían de vez en cuando que emprendiera viajes más o menos
largos. En aquel tiempo, los distintos señores y familias nobles de la
región estaban enfrentados y con frecuencia llegaban a conflictos
armados. La sociedad y la Iglesia experimentaban los vaivenes del progreso de
un renacimiento en todos los órdenes. Y en la alta sociedad, lo mismo
que entre los soldados y el pueblo llano, cundía la
desmoralización y el declive de las buenas costumbres. El P. Juan
Bautista no era un elocuente orador, pero con su palabra sencilla y persuasiva
conseguía tocar los corazones y llevarlos a la conversión. Y
así, de tiempo en tiempo, aunque pequeño de estatura y de
complexión frágil, emprendía hasta largos viajes con
alegría de espíritu para pacificar a los beligerantes o para
exhortar a unos y a otros a convertirse y cambiar de vida. Cuando salía
de su retiro, siempre acompañado de otro fraile como era preceptivo, no
llevaba consigo más que su pobreza pacífica y su firme confianza
en Dios. Unas veces hablaba en las iglesias, otras lo hacía en los
salones de los palacios señoriales, y su palabra era siempre una
cálida exhortación al cumplimiento de los mandamientos divinos, a
la frecuencia de los sacramentos, al amor al prójimo, a liberarse de la
esclavitud del mundo. Y hablaba con tanto celo y persuasión, que muchos
se convertían a Dios, se reconciliaban, se confesaban, hacían
penitencia de sus pecados. El apostolado de nuestro beato era sencillo y sin
estrépito, pero fecundo. Los biógrafos añaden que Dios lo
acompañaba con frecuentes milagros o hechos prodigiosos. La fama del
sencillo fraile de la Romita se extendió por toda la Marca de Ancona.
Grande era la caridad del P. Juan Bautista
con todos los que encontraba en sus viajes o los que acudían a
él. Pero aún era mayor la que practicaba con los frailes de su
convento. Estaba atento a sus deseos y necesidades, y su mayor gozo era servir
a los enfermos, prestándoles con prontitud y delicadeza cualesquiera
cuidados.
Su amor a Jesús crucificado, objeto
constante de su amor y su contemplación, lo llevaba a la práctica
de las austeridades y penitencias propias de los antiguos anacoretas, cuyos
escritos leía con gusto, en particular los de san Juan Clímaco.
Ayunaba de continuo a pan y agua haciendo una sola comida al día, y en
cuaresma aún menos. Como verdadero hijo de san Francisco, amaba la
pobreza y la practicaba, se contentaba con una túnica remendada y con el
breviario para la alabanza litúrgica del Señor. Su celda,
convertida luego en oratorio, era pequeña y sobria. Los biógrafos
antiguos hablan de los muchos milagros que Dios obró por su medio. De
hecho, su fama de santidad se extendió pronto por toda la región,
y cuando nuestro fraile viajaba, le llevaban enfermos incluso de poblaciones
alejadas para que los bendijera, y eran numerosos los exvotos que había,
y aún hay, en las paredes de su capilla, en agradecimiento por los
beneficios recibidos.
Un día lo asaltó de repente
un gran malestar. Los frailes acudieron, le prestaron los primeros auxilios y
lo estuvieron atendiendo hasta que les pareció que el peligro
había pasado; luego se retiraron. Poco después, estando solo en
su celdita, se durmió plácidamente en el Señor. Era el 11
de marzo de 1539. Por espacio de más de cincuenta años
había vivido el P. Juan Bautista de Fabriano como ermitaño
franciscano en el eremitorio de la Romita, cerca de Cupramontana, en la Marca
de Ancona. Dice la tradición que fueron las campanas del convento las
que milagrosamente anunciaron de inmediato la muerte del siervo de Dios, que
obró otros muchos milagros. Acudieron los frailes y luego la gente en
masa. Su cuerpo fue enterrado en el cementerio del convento, pero, diez
años después, lo desenterraron, lo encontraron incorrupto y lo
depositaron en una urna debajo del altar del Santísimo Cristo. Y
allí, en la iglesia de San Giacomo della Romita se conserva y es
venerado hasta nuestros días. Su culto, ininterrumpido y confirmado por
nuevos prodigios atribuidos a su intercesión, fue reconocido
solemnemente por el papa san Pío X el 7 de septiembre de 1903.
* * * * *
BEATO JUAN BAUTISTA DE
FABRIANO (1469-1539)
Las Marcas, fertilísimo vivero de
santos y beatos más que todas las regiones fértiles de Italia,
recuerdan a un personaje ejemplar, nacido en Fabriano hacia 1469, de la familia
Righi, el beato Juan Bautista.
De Juan Bautista podría decirse que
fue un personaje de una época histórica, sobre todo
espiritualmente, diversa de aquella en la cual vivió realmente; un
personaje todavía medieval, por cuanto se puede atribuir a este
término de apasionado, sincero e inflexible, sobre todo en sentido
místico.
Ilustre por su linaje, dio muestras de
nobles sentimientos por la forma de aprender y llevar a la práctica las
enseñanzas religiosas recibidas en la familia. A lo cual
añadió un carácter incisivo enteramente suyo, el ardor en
la oración, el celo en la caridad, espiritual y material, típicos
de una época en la cual los motivos religiosos se vivían con el
entusiasmo de una aventura caballeresca.
Deseoso de una vida más perfecta,
leyó la vida de san Francisco, y de inmediato reconoció en el
paladín de la Dama Pobreza su propio ideal, que ni los años ni
las circunstancias podrían ya borrar o alejar. Fue así como se
hizo franciscano menor y, ordenado de sacerdote, vivió largos
años en un convento retirado, en Forano, ocultando el fuego de su alma
bajo el sayal de la humildad y la obediencia. Para subir un grado más en
la perfección se hizo solitario en Massaccio, «La Romita» (la
ermita), dedicándose sobre todo a la contemplación de la
Pasión del Señor. Fue un fraile sencillo, pero no ignorante, que
supo franciscanamente sacar provecho de la cultura adquirida en su juventud y
continuada en la vida de convento. Habiendo hallado su ideal de
perfección leyendo la vida de san Francisco, ahora encontraba el
alimento espiritual en la lectura de las obras de los Padres de la Iglesia.
Aunque sabio, no era soberbio, y su sabiduría no servía para
alejarlo del prójimo. Más bien le ayudaba a hacer el bien y a
hacer que lo hicieran los que estaban a su alrededor. Gastó sobre todo
al servicio de los demás los talentos que el Señor le dio y que
su vocación había multiplicado. Para sí prefirió la
penitencia y el trabajo, que lo fueron agotando, hasta morir a los 70
años en 1539.
Su culto fue aprobado por León XIII
el 7 de septiembre de 1903.
[Ferrini-Ramírez, Santos franciscanos para
cada día. Asís, Ed. Porziuncola, 2000, pp. 26-27]
* * * * *
BEATO JUAN BAUTISTA RIGHI
DE FABRIANO (1469-1539)
Nació en Fabriano, de la provincia
italiana de Ancona, en 1469 en el seno de una familia acomodada. Recibe una
esmerada educación que desemboca en su tierna vocación a la vida
religiosa, eligiendo la Orden franciscana en su rama observante. A esta
vocación lo despertó la lectura de la vida de san Francisco.
Ingresó en el convento de Forano, donde hizo el noviciado, la
profesión religiosa y los estudios necesarios.
Ordenado de sacerdote, es enviado al
convento de Cupramontana, entonces Massaccio, donde perseverará hasta su
muerte. Su labor pastoral en el púlpito y el confesonario atrajo a
él innumerables fieles, que se edificaban, además, con su ejemplo
de vida austera y pobre, con su humildad y modestia y su exquisita caridad con
todos.
Se ha subrayado, con razón, la
extrema austeridad de vida de este santo varón, al que se ha comparado
con los padres del desierto. Ayunaba con extraordinario rigor, pasándose
semanas enteras a pan y agua. Asiduo estudioso de los Santos Padres,
nutría de ellos su vida espiritual y su altísima oración,
en la que a veces pasaba la noche entera, y de la doctrina de los Padres
nutría igualmente su predicación y sus consejos en el
confesonario.
Murió el 11 de marzo de 1539.
Enseguida se le tuvo por santo y comenzaron los fieles a venerar su sepulcro.
Su culto fue confirmado el 7 de septiembre de 1903.
[Año cristiano. Marzo. Madrid,
BAC, 2003, p. 230]
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