La
asamblea puede definirse, en sentido general, como un grupo cualquiera de personas
reunidas con una finalidad determinada (es decir una reunión cualificada y
estructurada de alguna manera). La asamblea litúrgica es propiamente una
comunidad de fieles jerárquicamente constituida, legítimamente reunida en un
lugar determinado, altamente cualificada por una presencia salvífica particular
de Cristo.
Para
la comprensión cristiana de una asamblea es fundamental la descripción que hace Lucas de
la primera comunidad: «Perseveraban en la enseñanza de los apóstoles y en la
unión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2,42). En
ella, y en toda asamblea litúrgica, se realiza la promesa de Jesús: «Donde
están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt
18,20). Efectivamente, en la celebración de la eucaristía, en la que se perpetúa
el sacrificio de la cruz, Cristo está realmente presente.
La
asamblea litúrgica cristiana participa de la naturaleza de signo que es propia
de la liturgia misma; por eso, están presentes en ella las dimensiones propias
de todo signo litúrgico (conmemorativa, demostrativa, comprometedora, escatológica).
En primer lugar, la asamblea litúrgica cristiana conmemora las asambleas del
pueblo de Dios del Antiguo Testamento, en especial la primera gran asamblea que
celebraron los hebreos a los pies del Sinaí inmediatamente después de la
liberación de Egipto (Éx 19-24).
Las diversas asambleas veterotestamentarias son signos demostrativos y
manifestativos del pueblo de la antigua alianza. Del mismo modo, la asamblea litúrgica
cristiana es una demostración especial de la Iglesia, nuevo pueblo de Dios,
Cuerpo místico de Cristo. La Asamblea litúrgica presidida por el obispo,
rodeado de su presbiterio y de los demás ministros, posee una dimensión
demostrativa particular (SC 41). Pero la asamblea es también signo de un
compromiso de vida que esté en sintonía con la realidad significada y que
corresponde a la finalidad última a la que tienden las acciones litúrgicas :
la santificación del hombre y la glorificación de Dios. El compromiso de la
asamblea terrena adquiere una orientación muy concreta cuando se compara con la
realidad de la que es imagen: la asamblea del cielo. Es por tanto signo profético
de lo que será la Iglesia después de los últimos tiempos. Participando de la
liturgia terrena se participa ya a través del signo en la liturgia celestial.
Es
obvio que la asamblea litúrgica presupone una Iglesia local, una comunidad estable de fieles,
precisamente por ser ella el lugar de este encuentro. Un texto del concilio
Vaticano II pone bien en claro sus características: «Ellas (las legítimas
reuniones locales de los fieles) son, en su lugar, el pueblo nuevo, llamado por
Dios en el Espíritu Santo y en gran plenitud. En ellas se congregan los fieles
por la predicación del evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena
del Señor... En estas comunidades, aunque sean frecuentemente pequeñas y
pobres o bien en la dispersión. está presente Cristo, por cuya virtud se
congrega la Iglesia una, santa, católica y apostólica» (LG 26). La asamblea,
fórmada por bautizados, no es por tanto una masa difusa e informe, sino un
pueblo reunido y ordenado, en el que todos y cada uno tienen una función que
cumplir.
Queda
de este modo demostrado el deber que tiene el fiel de participar de forma activa en la
asamblea. Este deber es también un derecho, que se basa en el bautismo recibido
y en la naturaleza de la Iglesia: es un Cuerpo con varias. funciones, pero
unificadas por el Espíritu Santo. Esta unidad se experimenta y se manifiesta a
través de la escucha en común de la Palabra de Dios, de la unión en la oración,
de la participación en el diálogo
y en el canto, de los gestos y actitudes - corporales.
Pero
la participación tiene que ser ante todo interna: por medio de ella los fieles
conforman su mente a las palabras que pronuncian o escuchan, y . cooperan con la
gracia de Dios. Además, en la celebración eucarística los fieles alcanzan el
grado más alto de participación con la comunión sacramental.
Si
la asamblea es la reunión fraternal y unánime de un pueblo, si todos sus
miembros son participantes activos, supone también que hay unas funciones
diferenciadas : « En las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o
simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo aquello que le
corresponde por la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas» (SC 28).
La acción litúrgica tiene como presidente a un ministro ordenado, que preside
la asamblea en la persona de Cristo y en la unidad de la Iglesia. Entre los
ministros que ejercen un servicio en la asamblea litúrgica, algunos son
ministros del altar y del celebrante, otros están al servicio del pueblo de
forma más directa. Hay entonces diáconos, lectores, acólitos, ministros
extraordinarios de la comunión
eucarística, salmistas, ayudantes, comentadores..., y todos aquellos que
cumplen el servicio de acogida, que recogen las ofrendas, que atienden al
servicio del canto.
R.
Gerardi
Blbl.: T
Maertens, L.a asamblea cristiana. De
la teología bíblica a la pastoral del s. xx,
Burgos 1964; A. G. Martimort (ed,), La asamblea, en La Iglesia en oración,
Herder, Barcelona 1987 114-137; R. Falsini, Asamblea, en DTI, 1, 484-500; A,
Cuva, Asamblea, en NDL, 165-181,
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