I. La doctrina tradicional
Desde
la aparición de la palabra «ascética» en el lenguaje técnico de la teología
durante la edad moderna (s. xvll) y desde su delimitación frente a la -> mística
(s. XVIII), vocablo que Clemente de Alejandría y Orígenes importaron del
helenismo a la terminología cristiana, las palabras áaxr~ai; y áax€w no han
sido traducidas al latín. En la literatura católica se entiende generalmente
por a. todo lo que se refiere al consciente y tenaz esfuerzo de los cristianos
por alcanzar la perfección cristiana. Puesto que en la concreta situación salvífica
del hombre ese esfuerzo tropieza con muchos obstáculos (tensión entre el
cuerpo y el espíritu, desconexión entre las diversas fuerzas y tendencias
internas, concupiscencia, influencias pecaminosas del mundo que nos rodea,
fuerzas demoniacas: -> dualismo, ->cuerpo y alma), él implica
necesariamente una fatigosa lucha y exige negación de sí mismo y renuncia. Por
eso la palabra a., que propiamente significa ejercicio (&ax€w =
ejercitarse, entrenarse), en la acepción católica tiene especialmente el
sentido de esfuerzo, lucha y renuncia.
En
virtud de la fundamentación inmediata y de la meta de los actos ascéticos,
en la literatura católica encontramos dos tipos de a., una moral y otra mística.
La ascesis moral tiende: negativamente, a la ~teTdvota, a la ->
conversión del hombre, a su alejamiento del mal, de las inclinaciones y los
deseos pecaminosos, a la superación de la triple concupiscencia; y
positivamente, al movimiento amoroso hacia Dios y hacia el prójimo, a ejercitar
en las principales actitudes morales, o sea, en las virtudes, a restaurar el
orden interno, lesionado por el pecado, al dominio del espíritu personal y del
amor abnegado. La ascesis mística aspira (en forma correspondiente a su
fin, que es alcanzar una experiencia creciente de Dios y la unión con él) a la
purificación del corazón, al recogimiento y al abandono internos, con la
renuncia que esto exige, a un desprendimiento de todo lo propio y de sí mismo,
a la paciente perseverancia en la oscuridad y la sequedad, a ejercitar en la
esperanza confiada en el Dios que prueba al hombre. No cabe separar entre sí la
a. moral y la mística; estas dos formas de a. constituyen solamente
diversas acentuaciones de un mismo esfuerzo por la perfección cristiana; por
eso el tránsito de una a otra es fluido y el sentido de ambas se compenetra.
Sin embargo, con buenas razones son tratadas por separado. Para el teólogo
católico es evidente que toda a., lo mismo que toda cooperación humana a la
salvación, debe estar amparada por la gracia preveniente y concomitante de
Dios. Y, aunque en la Iglesia vuelven a oírse siempre opiniones contrarias,
reina igualmente unanimidad sobre el hecho de que, en el cristianismo, la
ascética tiene valor moral sólo si y en la medida en que ella va acompañada
por una clara afirmación y alta estima de los órdenes de la --> creación,
así como por una conciencia de responsabilidad para con el --> mundo y por
la fidelidad a las tareas terrenas. Junto a la a. moral y a la mística, la
tradición de la Iglesia conoce también una a. cultual. Ésta se refiere
a las acciones y renuncias que preparan para la participación en los misterios
del culto y tienen como meta la purificación del hombre pecador para el
encuentro con el Dios santo. Juega un gran papel en las religiones no
cristianas, donde frecuentemente se convierte en magia. También se halla en el
AT, sobre todo en relación con las grandes fiestas del pueblo y con el culto
relativo al sacrificio: ayunos, vigilias, abstención del contacto sexual,
purificaciones. De allí ha pasado también a la praxis de la Iglesia: ayunos,
vigilias, ayuno eucarístico. Pero ya los profetas veterotestamentarios
previnieron contra su excesiva acentuación e insistieron en la necesidad de
conferirle un carácter más interior. En la Iglesia de hoy esta a. ya no juega
ningún papel importante. Sin embargo, también cabe hablar de a. cultual en un
sentido amplio, a saber, cuando una ejercitación o una renuncia brota del deseo
general de hacer penitencia y de expiar, o cuando es expresión de la entrega a
Dios y, por tanto, reviste carácter de sacrificio. Esa a. se dará siempre; su
sentido más profundo está en proclamar el carácter absoluto y la santidad de
Dios, su soberanía sobre los hombres y todo lo creado, así como en implorar su
perdón y en mostrar visiblemente la entrega a él y a su servicio. Pero debe
producirse desde el único sacrificio que tiene validez en sí mismo, desde el
de Jesucristo, y no puede ser considerada (subconscientemente) como una obra
religiosa y meritoria que el hombre realiza por sus propias fuerzas,
pues, de otro modo, carece de valor y es repudiable.
Dentro
del sentido de la a. cristiana, según la tradicional concepción católica el
acento recae sobre la a. moral, como lo demuestra una mirada a la literatura
ascética de la edad moderna. La antropología que ahí late es con frecuencia
muy deficiente. No está totalmente libre de un dualismo inconsciente y por eso
no ve con suficiente claridad la tarea exigida por la unidad anímico-corporal,
a saber, la de integrar todas las fuerzas, también las corporales y sensitivas
(sexualidad, tendencias, fantasía, etc.) en la unidad total de la persona.
Todavía en la Encyclopedia Cattolica la a. es definida: «Sforzo
metodico di reprimere le tendenze inferior¡ della natura per realizzare
progressivamente la perfezione spirituale.» Contra tales simplificaciones (no
pocas veces funestas) iba dirigida la reciente llamada a una psicología de la
a. (cf., por ejemplo, J. LINDWORSKY, Psychologie der A., Fr 1935; H.E.
HENGSTENBERG, Christliche A., Rb 1936; R. EGENTER, Die A. in der Welt,
Éttal 1957). No hay duda de que aquí se ha abordado una cuestión
necesaria y altamente importante para la configuración cristiana de la vida.
Los resultados de la -a psicología, de la caracterología y de la antropología
modernas son imprescindibles para una a. adecuada a la persona y a la
situación.
Ésta
es la doctrina tradicional sobre la a., tal como la encontramos en las obras de
espiritualidad y de teología moral. ¿Mas está dicho con ello todo lo que en
el cristianismo habría de decirse sobre la cosa sígnificada con el término
a.? Esto debe discutirse seriamente. Y lógicamente se multiplican los esfuerzos
por una más profunda concepción teológica y espiritual de la ascética. Se
oyen quejas contra la excesiva separación entre la a. y la mística. Con ello,
se dice, la a. ha quedado unilateralmente subordinada a la perfección moral. Y
puesto que esa separación se produjo en un momento en que el lazo, en tiempos
estrecho, entre la teología y la --> espiritualidad se había aflojado y la
misma teología no estaba exenta de cierto racionalismo, en el concepto de a.
penetraron corrientes subterráneas de tipo pelagiano y estoico, las cuales
fomentaron una actitud individualista en el problema de la salvación. Por eso,
se sigue diciendo, ha llegado el tiempo de volver a considerar la a. y la
mística como una unidad, y de conceder al momento religioso dentro del concepto
de a. la primacía sobre el moral, así como de encontrar un más profundo punto
de apoyo teológico para ese concepto.
II.
La recuperación de la dimensión teológica en el concepto de ascética
La
auténtica y fundamental a. o «ejercitación» del cristiano es sin duda la
--> fe. Ciertamente, ésta constituye en primera línea un don, pues la que
la hace posible es la -> gracia de Dios. Pero hay que responder al Dios que
da testimonio de sí mismo en la predicación y en el corazón del hombre, y hay
que responderle, no una sola vez, sino cada día de nuevo. Ahora bien, esta
«ejercitación», la aceptación de la fe, el «sí» al Dios que da testimonio
de sí mismo, no sólo implica una consumación, un esclarecimiento del hombre
desde su fundamento, la apertura de un nuevo horizonte que abarca todo lo que
es, sino, también esencialmente, una renuncia, una desprendimiento. En efecto,
por la fe el hombre se aventura a entrar en el oscuro -> misterio de Dios,
que para él es inescrutable e impenetrable (cf. 1 Tim 6, 16), se le entrega
confiadamente, sin ver lo que él promete (cf. Heb 11, 1). Con ello el hombre
renuncia á esclarecer por sí mismo el -> sentido de su existencia, del todo
del mundo y de su historia. Confía en el que le promete la vida eterna sin
tener más garantía que la persona del que empeña su palabra, la persona de
aquel Dios a quien no se puede citar ante ningún tribunal para que responda y
se justifique (Job). El creyente en la fe trasciende el mundo y el sentido
inmanente, arroja el mundo y con ello a sí mismo hacia Dios, deja de aferrarse
a aquello que según la luz natural es lo único capaz de garantizar la plenitud
de su existencia y, en último término, no edifica su vida sobre él mismo y
sobre sus propias fuerzas, sino sobre Dios. Todo esto, si se realiza con
seriedad y con conciencia de la decisión tomada, es realmente difícil para el
hombre, pues éste lleva en sí la tendencia indestructible a entenderse desde
él mismo, a disponer de él y de su futuro, a tomar la vida en sus manos y
asegurarla. Ahí estuvo ya la tentación primera del hombre llamado a la
comunidad con Dios por la gracia, todavía antes de que él conociera el pecado
(Cf. Gén 3, 1-7). Si ya Adán sucumbió a ella, ¡cuánto más no pesará sobre
el hombre caído, que está radicalmente inclinado hacia
sí mismo y conoce la pasión, el peligro de sucumbir a esa tentación original!
(--> concupiscencia). En la fe el hombre tiene que ir una y otra vez contra
sí mismo, transcenderse a sí mismo, despojarse de sí mismo. Y precisamente
ahí está su a. fundamental.
A
esta a., consistente en ejercitarse en la entrega al Dios soberano, providente,
inmanejable, a quien no vemos, cuyas «decisiones son inescrutables», «cuyos
caminos son incomprensibles» (Rom 11, 33), podríamos llamarla a. de la fe. Semejante
a. es tanto más existencial, o sea, toca tanto más de cerca el fundamento de
la existencia del hombre, cuanto más parece que la experiencia fáctica de la
vida contradice a la fe en un Dios del amor, en un Dios que ha dado la
existencia a los hombres y les ha prometido una plenitud que supera todo lo
terreno. Aquí el camino es aceptarse a sí mismo, con sus dolorosos e
insuperables límites, con sus debilidades y miserias, con el dolor, los
absurdos y los desengaños de la vida, y, finalmente, con la -> muerte,
absurdo final de la existencia humana. Es más, aprehendiendo la palabra de la
promesa divina, hay que interesarse gozosamente por la vida y seguir su llamada,
frente a la duda eternamente renovada y a la tentación de negarla. Cuanto el
creyente hace más radicalmente esto, con tanta mayor claridad experimenta la
voluntad singular de Dios para con él, voluntad que se refiere a él y sólo a
él, y que por tanto no puede dilucidarse únicamente por los acontecimientos
normales de la vida. El creyente debe prestar atención a esta voluntad, ponerse
a su disposición y permitir realmente que ella disponga. Lo cual exige
iniciativa propia, y ésta a su vez, implica ejercitación y renuncia. La meta
de esa a. es la indiferencia ignaciana, la disposición antecedente a dejarse
llamar lo mismo hacia acá que hacia allá. Sólo aquí es donde la a. de la fe
se convierte en auténtica obediencia de la fe; como cuyo prototipo insuperable
y válido para todos los tiempos es ensalzado Abraham. Sólo allí donde se
ejercita esa obediencia creyente, recibe su sentido toda otra a. particular, ya
sea la moral ya la mística; ahí es donde tienen su lugar estas últimas, ahí
donde deben estar integradas e inmersas. Pues de otro modo, corren el peligro de
tener como meta más al hombre por sí mismo que a Dios.
Mas
con todo esto todavía no hemos caracterizado suficientemente la a. fundamental
del cristiano que la gracia de la fe exige. La a. se hace cristiana en sentido
estricto sólo cuando se halla en el horizonte explícito del - pecado, del
juicio divino sobre él y de la - redención por la cruz de Cristo. Por el
pecado el hombre ha perdido la unión original con Dios y se ha convertido en
deudor suyo; la vida presente, cargada de dolor, donde ya se anuncia la
tribulación y el miedo de la muerte, vuelve siempre a recordarle su deuda. Por
esto él, como cristiano, deberá relacionar el destino de dolor y de muerte
impuesto al hombre y al mundo con el pecado y, consciente de su culpa, deberá
someterse plenamente a ese destino. Su a. de la fe se extiende también al
juicio punitivo que Dios pronunció sobre la humanidad pecadora (cf. Gén 3,
16-19; 6, 5ss). Y él sabe que por sí mismo jamás puede borrar su culpa. Por
eso, rogando y confiando, pondrá su mirada en Dios y esperará su perdón.
Ya
de ahí se desprende claramente que la perfección buscada en la a. moral jamás
puede ser la primera meta y, sobre todo, una meta aislada del cristiano. Esta
perfección debe más bien estar acompañada por la conciencia fundamental del
aprisionamiento del pecador en la culpa y de su impotencia; de otro modo
estaría siempre expuesta, aun conociendo que la existencia de la gracia divina
es constantemente necesaria, al riesgo de querer valerse por sí mismo. En el
trasfondo de esa situación salvífica - la de la impotencia y del
aprisionamiento en la culpael cristiano debe ver a Cristo. Él es para el
cristiano, no sólo la palabra del amor indulgente del Padre, sino también, en
su «figura de siervo» (Flp 2, 7) el verdadero ásketés, que ha asumido
nuestro destino mortal y lo ha compartido hasta la misma amargura del final.
Desamparado, despojándose de todo poder divino (Flp 2, 7), se expuso al pecado
del hombre, al egoísmo, a la inconstancia, a la crueldad, a la hostilidad, a la
incredulidad, y arrastró hacia el leño de la cruz la culpa de toda la
humanidad (cf. 1 Pe 2, 24), sufriendo en sí mismo, en su propio cuerpo, el
juicio de condenación (cf. Rom 8, 3 ). Obedeciendo al Padre con la obediencia
«que él aprendió por lo que padeció» (Heb 5, 8), «frente al gozo que se le
presentaba, soportó la cruz, sin tomar en cuenta la ignominia» y así «se ha
convertido en jefe iniciador y consumador de nuestra fe» (Heb 12, 2). Lo que
nosotros no podíamos, lo ha hecho él por
todos nosotros: no sólo se sometió plenamente a lo que Dios disponía, a la
voluntad de un Dios que, aun siendo su Padre, con bastante frecuencia parecía
estar lejos de él y esconderse hasta dejarle en la noche del sentido y del
espíritu, sino que, además, por su muerte voluntaria «anuló la nota de
nuestra deuda escrita en las ordenanzas, la cual era desfavorable a nosotros; y
la arrancó de allí, clavándola en la cruz» (Col 2, 14), y así ha hecho
nuevamente posible nuestra unión con Dios.
Por
eso toda a. del cristiano en su sentido más profundo sólo puede ser una
participación en la a. de Cristo y, consecuentemente, una ascética de la
cruz. Sólo en cuanto tal tiene sentido y es salvíficamente operante. La
participación por la gracia en la muerte salvífica de Cristo, cuyo fundamento
se pone por el -> bautismo, ha de ser aceptada siempre de nuevo en la vida y
debe traducirse en un cotidiano morir con Cristo. La obediencia de fe se
convierte así para el cristiano en un seguimiento de Cristo, según el sentido
de las palabras: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo,
cargue con su cruz y sígame» (Mc 8, 34 par). Este seguimiento del Señor
entregado a la muerte por nosotros, no sólo es el fundamento radical de la a.
moral, sino que, además, hace posible una a. mucho más honda: el movimiento
activo hacia la muerte, el abrazarse a la cruz con una renuncia voluntaria a
bienes importantes para la vida. Esta a. es la realización del espíritu de las
bienaventuranzas y de los --> consejos evangélicos. No está en manos del
hombre (piadoso) y del cristiano (celoso), sino que la suscita siempre de nuevo
la llamada del Espíritu de Cristo, del Espíritu de donde brota el amor
crucificado y la obediente y amorosa prontitud para el servicio, y este
Espíritu es a la vez su medida. La a. de la cruz es -> penitencia,
expiación y testimonio en una sola cosa; ella arranca los muros para dejar
libre el camino al ímpetu torrencial del -> amor.
Hemos
de mencionar todavía un último momento de la a. fundamental del cristiano, el escatológico.
De suyo ya está contenido en la a. de la fe y la a. de la cruz, pues ambas
apuntan por encima de sí mismas hacia la prometida gloria definitiva, que es
superior a este mundo; pero, no obstante, hemos de hablar de él en particular y
hacerlo consciente, ya que exige determinados comportamientos por parte
del cristiano. Éste es todavía un peregrino, un miembro de la Iglesia
peregrinante, se halla en camino hacia la ciudad santa, que Dios ha edificado
para su pueblo (cf. Heb 11, 10). El cristiano se encuentra en la etapa última
de la peregrinación, en el tiempo que media entre el «ya» del irrevocable
acercamiento salvífico de Dios en su Hijo y el «todavía no» de la
revelación gloriosa del nuevo cielo y de la nueva tierra; en un tiempo en que
él es todavía un extraño en este mundo, sin patria ni derecho de ciudadanía
(cf. 1 Pe 2, 11, pasaje relacionado con Lev 25, 23; Sal 39 [38], 13, entre otros
lugares) y, sin embargo, ya es «conciudadano de los santos» y miembro «de la
familia de Dios» (Ef 2, 19). Aunque él ya está «en Cristo», no obstante
morirá «sin haber alcanzado las promesas»; sólo podrá verlas y saludarlas
desde lejos (cf. Heb 11, 13). En esta situación salvífica se pide tres cosas
al cristiano: paciente perseverancia (la hypomoné de las cartas
apostólicas), disposición para la partida y vigilancia ante la venida del
Señor. Al ejercicio de estas actitudes podríamos llamarlo ascética
escatológica. En los esfuerzos y desengaños de este tiempo, que crecen con
la edad, el cristiano deberá volver siempre a protegerse contra un peligroso
cansancio de la fe, contra el fastidio frente a lo religioso (acedia) y contra
la resignación. Muchas veces él quisiera derivar hacia lo más fácil y cerrar
los ojos ante la decisión inexorable de la fe. Entonces hay que invocar la
paciencia que el Señor le enseñó con su ejemplo y que le ha sido prometida
como don de la gracia, la fuerza radicada en lo profundo del corazón para
perseverar en el camino, contra la resistencia de la naturaleza débil. Es más,
el estado de vía, la existencia peregrina, exige del cristiano que él
permanezca constantemente abierto para el futuro, con el oído atento a la
llamada siempre nueva de Dios. Por esto el creyente no puede afianzarse en sus
opiniones, planes, etc.; pues de otro modo estaría siempre en peligro de
confundir todo eso con la voluntad de Dios. Él ha de desprenderse diariamente
de sí mismo y de su mundo, abriéndose al Dios siempre mayor, cuyos designios
son en todo momento impenetrables e imprevisibles.
Esto
también tiene validez con relación al ámbito eclesiástico. ¡Cuánta
obstinación y mezquindad, cuánto fariseísmo, abuso de autoridad, pensamiento
legalista y, con ello, lastre para la fe,
se habrían evitado si todos los rangos y estados de la Iglesia, clérigos y
seglares, hubieran sido siempre conscientes de que la Iglesia, el pueblo de
Dios, se halla todavía en camino y, por tanto, ha de permanecer siempre abierta
y modificable, ha de estar siempre a la búsqueda de la plenitud de la verdad y
cargada con la responsabilidad de pronunciar nuevamente la palabra de Dios en
cada época. Finalmente, la existencia peregrina exige también lo que en
sentido estricto se entiende por actitud escatológica: el estar dispuesto para
el día final, la mirada hacia el Cristo que ha de volver para el juicio y la
instauración de la gloria, lo cual implica una constante a. que reclama en la
forma más profunda el pensamiento y la acción del hombre. De ahí las muchas
exhortaciones del Señor a la vigilia (Mc 13, 33ss; Mt 24, 37ss par; Lc 21,
34ss). Lo que esa a. significa concretamente ha encontrado su formulación
clásica en la célebre frase de Pablo (1 Cor 7, 29ss ), en la cual él exige de
todos los cristianos una postura de distancia frente al mundo en su forma
actual, distancia que deja libre la mirada para el otro mundo, para el
definitivo. También lo que hemos llamado a. mística tiene aquí su lugar
peculiar.
Sólo
cuando la a. cristiana es conocida y vivida en su dimensión teológica, queda
libre de aquella estrechez y de aquel --> antropocentrismo unilateral que
tantas veces - y no siempre injustamente- se le ha echado en cara, y a la vez se
pone de manifiesto que la a. y la mística no son sino dos aspectos de una misma
realización cristiana de la vida y, por tanto, no pueden separarse (cf. J. DE
GUIBERT: DSAM I, 1013). Mas para evitar todas las posibles tergiversaciones, a
las que ambos conceptos están constantemente expuestos, sería necesario que
actualmente, yendo más allá del contenido individual de la a. y la mística,
más allá de su aportación a la perfección personal, se las enmarcara dentro
del misterio de la --> Iglesia. Sólo así se mostraría que en último
término ellas no pueden tener mayor sentido consciente que el de constituir un
«servicio» en la Iglesia y al misterio de la Iglesia como cuerpo de Cristo y
pueblo de Dios (cf. E. PRYZWARA, Deus semper maior. Theologie der Exerxitien
[WMn 21964] 300s, nota 1 a). Nadie se hace perfecto para sí mismo; la
perfección se logra siempre y solamente
sirviendo a aquel misterio de Cristo que lo abarca todo, el cual anuncia el amor
de Dios e irradia cu gloria.
III.
El problema de una ascética
Si
la a. y la mística se interfieren y en el fondo forman una unidad inseparable,
se torna problemática la a., que como ciencia separada no apareció hasta el s.
xvii. La dificultad que radica en la cosa misma se muestra, entre otras cosas,
en que no existe ni ha existido nunca una definición única de a. Unas veces se
le asigna como objeto la vía purgativa e iluminativa, mientras se reserva a la
mística la vía unitiva; otras, se la limita a los actos morales y religiosos
que se fundan en los auxilios ordinarios de la gracia y tienden principalmente
al ejercicio de las virtudes, mientras la mística se ocupa de las gracias
extraordinarias y dones especiales; otras, en fin, abarca toda la vida
espiritual y todos los grados de la perfección, a excepción de la
contemplación infusa. Así se explica que, no obstante la división moderna de
la doctrina sobre la vida espiritual y la perfección en ascética y mística,
ambos campos se han tratado juntos y se los ha mirado como una sola disciplina o
especialidad. En la enseñanza teológica oficial, a. y mística aparecen por
vez primera como disciplina separada en 1919 (cf. AAS 12 [19201 29ss); en 1931,
por la constitución Deus scientiarum Dominus (A-AS 23 [ 1931 ] 271 y
281), esa disciplina fue recogida en la ordenación oficial de los estudios
eclesiásticos. Dada la íntima conexión entre a. y mística, hoy se prefiere
hablar, con razón, de «teología espiritual», pero sólo imprecisamente puede
separársela de las restantes disciplinas teológicas primarias (sobre todo de
la exégesis, la dogmática y la moral), siempre y cuando éstas se conviertan
en teología espiritual, es decir, traspasen el plano de una exégesis
unilateralmente filológica y de una teología racional de escuela. Sin embargo,
si se habla de una a. en sentido estricto, sólo puede ser parte de una ciencia
superior y general, de la teología espiritual precisamente.
El
esquema de tal ascética debería determinarse en primer término por la
dimensión teológica de la a. cristiana, es decir, por las ejercitaciones
fundamentales, arriba esbozadas, del cristiano, la a. de la fe, la a. de
la cruz y la a. escatológica. Sólo dentro de estas «ejercitaciones» y
subordinada a ellas tiene su puesto cristiano la a. moral (y también la
mística); de lo contrario estaría siempre ante el peligro de la piedad
centrada en las obras propias y con harta facilidad haría que la aspiración
religiosa girara alrededor del hombre, de la propia perfección personal, de la
individual comunión de amor con Dios. Desde el punto de vista de las virtudes,
una ascética debiera estructurarse de manera que las virtudes teologales, como
actos fundamentales del cristiano, fueran el alma de las morales y les
señalaran su centro y su dirección, teniendo cuidado de destacar la
orientación concreta e inmediata al misterio de la Iglesia y al servicio en
ella. Sólo en la Iglesia y por la Iglesia se hace eficaz la entrega del
cristiano a Dios y al prójimo y llega ésta a su perfección. Únicamente la
Iglesia, «como signo e instrumento (de Cristo) para la íntima unión con Dios
y para la unidad de la humanidad entera» (Const. dogmática Lumen gentium, art.
1), puede decir el amén al ofrecimiento amoroso de Dios que se nos ha
manifestado en Cristo (cf. 2 Cor 1, 19s).
En
el contenido de una ascética cristiana entra además una -> antropología
que, frente a ciertos recelos, parcialidades y recortes que se echan de ver en
al tradición cristiana respecto a la estimación de lo corporal, de lo sexual,
del matrimonio y del orden profano en general, debería abarcar al hombre, como
unidad anímico-corporal, en sus diversas dimensiones (espíritu, alma, cuerpo;
individuo, comunidad humana y situación en el mundo). Pues el Dios de la gracia
habla al hombre tal como éste se encuentra y experimenta en la totalidad de su
existencia. A1 darle Dios parte en su vida por la redención de Cristo, le abre
a la vez posibilidades de un desenvolvimiento más profundo y pleno de su ser
humano. Que en la perspectiva de la concreta situación salvífica del hombre,
eso sólo sea posible por la participación de la cruz y pasando por la muerte,
no empece para que todos los órdenes de la existencia y las cualidades humanas
se integren en el llamamiento de la gracia de Dios. Partiendo de ahí, todas las
disciplinas antropológicas: fisiología, psicología, caracterología,
sociología, etcétera, así como todas las formas de realizar el ser humano y
la formación de la persona: la dimensión individual y la social,
señaladamente la polaridad y el encuentro entre los sexos, el matrimonio y la
soltería; los bienes y la pobreza, el trabajo y la profesión, la acción
política, la edad, el destino individual, etc., tienen su puesto en una
ascética cristiana. Son necesarias para llegar a una a. realista, adaptada al
sexo, a los presupuestos psicológicos y caracteriológicos, a los grados de
edad y madurez, al estado, a la situación, a las tareas de cada individuo, y
para preservarla de falsas formas. Pero sería erróneo recalcar unilateralmente
el realismo de la a. (a lo cual se tiende hoy en cierto modo), como lo sería
igualmente ver sólo sus dimensíones teológicas. Ambos aspectos van unidos,
como lo van sus realidades subyacentes: mundo y supramundo, realidad de la
creación y de la redención, naturaleza y gracia. Esto condiciona la
variablidad de la a. cristiana, desde el franco apasionamiento en la existencia
mundana hasta la embriaguez del seguimiento de Cristo en la muerte y
resurrección, según las exigencias de una vocación cristiana y según la
llamada en la situación concreta.
La
exposición sistemática de la a. obligatoria en un cristiano no puede pasar por
alto las realidades de la tentación y del pecado, tan importantes para la vida
religiosa, y cuya superación no es la tarea última de la a. De ahí que deban
tratarse en una ascética no ya sólo implícita, sino también expresa y
temáticamente. Pero también aquí - como en la exposición de la a. misma - es
necesaria una diferenciación y estructuración de acuerdo con su profundidad
existencial. Una atención decisiva exige en este contexto la tentación y el
pecado fundamental del cristiano, que consiste en que el hombre, inclinado hacia
sí mismo (homo incurvatus) desde la culpa original (Gén 3), tiene la
inextirpable tendencia a desatender su destino transcendental y a cerrarse,
inmanentemente, al llamamiento de la gracia de Dios. De esta primigenia
tendencia pecadora están en el fondo afectados de algún modo todos los pecados
(Agustín), con máxima fuerza aquellos que aparecen en el horizonte de la
dimensión teológica de la a., de la a. de la fe, de la a. de la cruz y de la
a. escatológica. Éste sería también el lugar de clasificar más puntualmente
las tentaciones del hombre: las actuales y las habituales, las patentes y las
secretas, y de distinguir (con ayuda de la --> psicología profunda y a base
de la -> discreción de espíritus) entre fenómenos psicológicos,
caracteriológícos, sociológicos, condicionados por la situación y otros que
preceden a lo ético, y la propiamente dicha culpa religiosa y moral, o de
iniciar en su distinción, cosa que resulta hoy más necesaria que nunca.
Hay
una última temática que tampoco puede faltar en una ascética: la idea de la
vida cristiana como camino, más exactamente, como camino gradual, como
ascensión a la perfección del amor a Dios y al prójimo, a la santidad. Se
habla aquí de un progreso, de un crecimiento en la santidad moral (sobre todo
en los tres conocidos grados de principiantes, progredientes y perfectos, que,
desde Tomás de Aquino [ST II-II q. 24 a. 9; q. 183, a. 4] se han hecho
canónicos; pero también en las tres etapas del camino llamadas «vía
purgativa», «vía iluminativa» y «vía unitiva», las cuales desde Platón y
Plotino, pasando por el Pseudo-Dionisio, entraron en la tradición cristiana, y
tenían como meta la unión mística con Dios), que en la edad moderna ha sido
entendido cada vez más en el sentido de una perfección moral. Sobre la
terminología y el problema de los grados de perfección cf. O. ZIMMERMANN, Lehrbuch
der Aszetik [Fr 1929] 66s; y J. DE GUIBERT, Theologia spiritualis,
ascetica et mystica [R 21939] número 317ss; L. v. HERTLING, Theologiae
asceticae cursus brevior [R 1939] n ° 206-208). Aquí el factor del
esfuerzo, de la renuncia y, por ende, de la a. desempeña un papel decisivo.
Ahora bien, según el NT y también según la unánime tradición teológica, se
da indudablemente un crecimiento en la perfección. Pero aparte de que tanto .la
sagrada Escritura como la Tradición hablan sobre el particular de modo muy
general y, en parte, puramente formal, de forma que poco dicen sobre el
«cómo» de ese crecimiento, los modernos, cuanto más fuertemente
experimentamos nuestra impotencia permanente, tanto más escépticos nos hemos
hecho respecto del éxito de una a. acentuadamente moral (cuya necesidad no se
discute) en orden a «adquirir la perfección». No nos fiamos ni de nuestras
más santas sensaciones; la vida diaria, lo mismo que las conclusiones de la
psicología profunda nos enseñan que podemos decir poco acerca de la
autenticidad y profundidad de nuestros actos y actitudes cristianos y virtuosos.
Este escepticismo es confirmado por razones teológicas. La actual teología de
la gracia recalca más fuertemente que antes el carácter personal de la
santidad cristiana (hasta de la gracia santificante). No podemos, por tanto,
imaginarnos que su crecimiento sea como el de un objeto o de una cosa,
representación que la concepción tradicional de la gracia y la doctrina sobre
el hábito han fomentado. La santidad no es para nosotros algo que podamos
«poseer», sino que, dentro de la primacía de la santidad óntica (y, por
ende, permanente, aunque puede perderse) sobre la moral, ella está ligada a la
comunidad personal con Dios y se halla configurada por su condición de don
gratuito, don que se extiende también a la cooperación humana. La
problemática que con ello se arroja sobre la idea de un camino gradual hacia la
perfección debe ser tratada en una ascética actual. Así aparecería claro
que, para un cristiano de hoy, el camino de la santidad debe ser visto ante todo
en el horizonte de las dimensiones teológicas de la escética. La creciente
santidad se muestra para él en que dispone sobre sí por el amor en la medida
en que deja que Dios disponga de él en las situaciones y los imperativos de la
vida diaria.
Friedrich
Wulf
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