SUMARIO: I. Problemática actual - II. La gama de las distintas artes - III.
Exigencias artísticas, funcionalidad y simbolismo - IV. Panorámica histórica -
V. Orientaciones (creatividad y adaptación) - VI. Normativa vigente.
I. Problemática actual
La renovación promovida por el Vat. II, al afectar en una gran medida a la
liturgia, ha tenido que enfrentarse, consiguientemente, con el problema
artístico, no como realidad autónoma, sino como parte de la estructura sobre la
que descansa el signo litúrgico mismo.
El problema era tanto más grave cuanto que el arte, en sus manifestaciones más
destacadas, se hallaba en crisis. La muerte del arte, preconizada por
Hegel, parecía pronta a ser celebrada por los mismos artistas. Hasta nuestros
tiempos una obra de arte se consideraba tal en la medida en que lograba ser
bella (es decir, en que conseguía una síntesis que integrara lo verdadero
con lo bueno y que, al ser contemplada, agradara). En cambio, en los años en que
tuvo lugar el Vat. II, dominaba ya la idea de que una obra de arte no debía
referirse más que a sí misma; e inmediatamente después de aquellos años comenzó
a reinar la idea de que el artista debía renunciar incluso a la creación
más o menos consciente, ateniéndose solamente al mero encuadramiento de un
objeto, por informe o deforme que fuera. Era la expresión de una total
desconfianza en la posibilidad de comunicar lo verdadero mediante signos creados
o elegidos por el hombre; una reacción a la proliferación de palabras e imágenes
que, en la propaganda o en la publicidad, habían invadido todos los sectores de
la vida. Sólo una radical iconoclastia y un total rechazo de las imágenes
parecían capaces de recuperar para el hombre los espacios donde poder
reconquistar la paz. En el silencio.
Tampoco era casual que al tema sobre la muerte del arte se sumase un
nuevo tema sobre la muerte de Dios. Porque si Dios sólo es cognoscible a
través de sus imágenes y solamente adquiere un rostro humano en la persona de
Cristo, su perfecta imagen, que debe reflejarse no sólo en el rostro de los
hijos de la iglesia, sino también en sus obras transfiguradoras del mundo
material, la iconoclastia universal conlleva inevitablemente la
incomunicabilidad con Dios.
Pero tanto entre los teólogos de la muerte de Dios como entre los artistas
promotores de la muerte del arte, sus mejores representantes no tardaron en
redescubrir y encontrarse unidos en el descubrimiento de dos realidades afines:
la construcción imaginaria de ciudades ideales, llamadas utopías, y
las celebraciones de las fiestas populares, caracterizadas unas y otras por
ser juegos serios, fuentes de esperanza y de un poder desconcertante en
donde el arte podía redescubrirse a sí mismo en su relación con el rito.
Tal relación —y, por tanto, el sentido de expresiones como arte sacro, arte
litúrgico, arte religioso, arte cristiano y hasta, simplemente, arte— se ha
entendido de múltiples y diversos modos. Hay quien sostiene que toda distinción
es inútil. Otros solamente llaman sacro al arte consagrado a Dios,
sea mediante un acto interno o por una intencionalidad inherente a la obra, sea
incluso tan sólo para expresar la sublimidad de la actividad artística,
definible también como divina; llaman litúrgico al arte entendido y
utilizado en el ámbito del culto;religioso al que explícita o tal vez
implícitamente exige una fe; cristiano a aquel cuyo objeto gira en torno
a la fe cristiana. Una obra de arte, sin embargo, adquiere una u otra de las
antedichas características no ciertamente por el hecho de presentar determinados
o determinables rasgos o marcos que la distinguen como tal. Con todo, no es
ninguna incoherencia denominar sacro a todo lo que tiene una relación con
lo trascendente, y litúrgico a cuanto interviene en la liturgia en
perfecta sintonía con su espíritu, cooperando de una manera apropiada a la plena
realización de la realidad litúrgica, en su dimensión natural, es decir,
sosteniendo el concurso del hombre (ya que Dios actúa siempre a la perfección).
Tendremos, pues, arte litúrgico cuando los caracteres específicos de la liturgia
se manifiesten con dignidad y elevación, filtrándose y expresándose en el
lenguaje corriente; así es como la iglesia puede justamente afirmar no haber
tenido jamás "como propio estilo artístico alguno" (SC 123). En efecto, todo
artista puede hacer en cualquier tiempo arte litúrgico, al poner sus cualidades
artísticas al servicio de la liturgia, informado por el espíritu de la misma.
Tal arte puede, pues, llamarse también sacro y religioso por el hecho de estar
consagrado a Dios y' a la relación del hombre con él.
II. La gama de las distintas artes
El arte penetra la liturgia en todas sus manifestaciones, explicitando el rico
contenido semántico de la misma. Sus expresiones —como el mimo, el
gesto, la coreografía— liberan el rito de la banalidad de la acción común,
confiriéndole hieraticidad y un justo tono impersonal, de modo que pueda decirse
acción de todos y puedan todos comunitariamente reflejarse en él.
Lo atestigua así la misma historia, que, a través de las artes gráficas y
plásticas, nos transmite la gran elocuencia de ciertos gestos cultuales,
repetidos a lo largo de los siglos con devota reverencia, hasta llegar a
sacralizarlos. El más antiguo es el gesto del orante: éste aparece recto y en
pie, con los brazos ligeramente extendidos y doblados hasta elevar las manos con
las palmas abiertas a la altura de los hombros. El gesto de la mano extendida
hacia la ofrenda en el momento en que los sacerdotes concelebrantes de la
eucaristía pronuncian las palabras de la institución viene igualmente
atestiguado por el arte; constituye un gesto similar al denominado
bendiciente del Cristo Pantocrátor y al del ángel que anuncia la
resurrección de Jesús en el arte románico y prerrománico. No son ellos
propiamente signos o gestos litúrgicos acompañados y clarificados por la
palabra; son más bien reforzadóres de la palabra misma. Para
proclamarla en la asamblea como conviene a una digna celebración
litúrgica, es necesario recurrir al arte de la dicción y de la oratoria que,
junto con el -> canto, no sólo evidencia la composición literaria y poética que
expresa la palabra de Dios, sino que interpreta también y manifiesta la intensa
riqueza de sentimientos que ella suscita. Estas artes cooperan con su fuerza
sugestiva a envolver en la acción tanto a los fieles como al que preside o al
que proclama la palabra, de modo que ésta, penetrando en sus corazones,
"más tajante que una espada de doble filo", los transforme hasta el punto de
convertirlos en expresión perfecta de alabanza a Dios.
A una con la -> música y los colores, las líneas arquitectónicas [->
Arquitectura] y plásticas crean en torno a la celebración litúrgica un
ambiente que, con justa y armónica sugestión, ayuda a los fieles a entrar en la
atmósfera festiva del rito, así como a comprender los significados más
fundamentales de los diversos elementos integrantes de su celebración. Desde los
tiempos más remotos, el hombre ha comprendido la necesidad de distinguir,
consagrar y dedicar un determinado espacio a Dios para expresar sus gestos
cultuales [-> Lugares de celebración]. El sello característico de este
lugar lo dan las líneas y las formas que convencional o tradicionalmente evocan
determinados valores simbólicos (recuérdese el uso del cuadrado y del círculo
con los respectivos cubo y esfera; articulados entre sí en la composición de
elementos arquitectónico-litúrgicos, llegan a evocar el misterio de la
encarnación. Es el caso, por ejemplo, del sagrario colocado sobre el altar).
El arte pictórico, y más tarde el escultórico, se suman con su lenguaje propio
al arquitectónico, con la intención de dar mayor elocuencia a la función del
lugar y envolver así más profundamente a quien penetre en su recinto. De los
muchísimos ejemplos que la historia nos ha transmitido bien se puede concluir
que la función fundamentalmente decorativa de estas dos artes había tenido
también, en el ambiente litúrgico, finalidades más inmediatas y diversas, no
contrastantes, determinadas por la sensibilidad religiosa de las generaciones,
así como por las cambiantes exigencias del tiempo.
Un primer tipo de decoración es el simbólico, que, sirviéndose designos
convencionales, intenta señalar una particular realidad espiritual presente en
aquel lugar; por ejemplo, los distintos símbolos mortuorios de las catacumbas
colocados sobre los sepulcros de los cristianos (cruz, áncora, paloma, orante,
etc.). La propagación de estos símbolos da lugar a escenas esenciales en las que
la representación de unos pocos personajes evoca el significado de un hecho que
se considera todavía eficaz con su mensaje salvífico profético (por ejemplo, Noé
en el arca, Moisés en la cestilla, Daniel en el foso de los leones), o cuya
presencia es garantía de salvación, evocando con milagros y alegorías los
distintos sacramentos recibidos por el difunto (por ejemplo, la multiplicación
de los panes, la resurrección de Lázaro, la curación del paralítico, el bautismo
representado por la pequeña escena de la oveja que coloca amorosamente su pata
sobre la cabeza del cordero). Más tarde se acoplarán tales escenas siguiendo una
lógica distinta, es decir, como momentos sucesivos de la historia de la
salvación, para ordenar así su narración.
En el primer período románico se vuelve a dar importancia al arte como auxiliar
de la catequesis. Esta, en efecto, se desarrolla siguiendo más el esquema
simbólico que el narrativo. La elección de temas y de lugares donde exponerlos
se realiza bajo motivaciones bien determinadas, de manera que el fiel no
solamente llega a instruirse mediante la narración del hecho, sino que es
precisamente esa misma narración la que lo ayuda a comprender la función
simbólica de aquella parte concreta del lugar sagrado. Por ejemplo, en la
basílica de san Pedro al Monte sopra Civate (Como), en el exterior de la portada
está representada la fundación de la iglesia: Cristo entrega a los príncipes de
los apóstoles, Pedro y Pablo, las llaves y el libro de su palabra; ya en el
interior, en la luneta de la puerta se representa a Abrahán como evocación de la
virtud esencial para entrar en la iglesia: la fe; en las bovedillas de la nave
de entrada se suceden temas bautismales de renovación de vida y de purificación:
la nueva Jerusalén (Ap 21 y 22), a la vez imagen de la iglesia y paraíso de los
redimidos; cuatro personajes: los ríos del paraíso terrenal, relacionados con
los símbolos de los evangelistas, vierten por otros tantos odres la abundancia
de agua que brota del trono del Cordero (cf Ez 36,25). Decoran los cuatro
frontones del cimborrio que cobija el altar la representación de la muerte de
Cristo, su resurrección y la expectación, descrita por la repetición de
la escena de la fundación de la iglesia, que aparece ya en el exterior sobre la
puerta de entrada, y la última venida. Estas preciosidades iconográficas
volvemos a encontrarlas una vez más en las admirables decoraciones de los
pórticos góticos.
Poco a poco se va centrando la importancia casi exclusivamente sobre el
acontecimiento en sí. Las amplias paredes de las iglesias del s. xiv vienen a
ser como grandiosas páginas ilustradas que narran los hechos más destacados de
la historia de la salvación. Se recupera así, por distinto procedimiento, el uso
de las basílicas paleocristianas, en las que el arte, particularmente el
mosaico, había decorado los muros del templo celestial y evocaba las imágenes
de la historia de la salvacion que la celebración de los divinos misterios
volvía a hacer presente para que los viviera el pueblo de Dios.
El arte renacentista se convierte en síntesis de las anteriores inspiraciones y,
continuando la decoración de carácter narrativo, acentúa los valores alegóricos
y se complace en los formales, sin advertir cómo desde Dios se va centrando la
atención en el hombre y cómo llega a convertirse la 'belleza del templo de Dios
en la suntuosidad de la grandiosa sala del hombre.
El arte sacro del barroco celebra el triunfo de la verdad sobre la
herejía con bastante solemnidad, a través de líneas arquitectónicas y de
modelados de la materia casi imposibles (véase el Baldaquino de Bernini), y
narra los fastos de la fe con vibrantes y densos coloridos.
Y, como consecuencia, el arte sagrado ya no tiene un fin bien determinado: los
muros se cubren de escenas que narran la vida de los santos o escenas
evangélicas, frecuentemente al estilo teatral y grandilocuente. Las líneas
arquitectónicas se ven alteradas por un decorativismo escenográfico; se viene a
satisfacer mediante la ficción la tendencia del pasado a embellecer con el arte
y con materiales nobles las paredes de las iglesias. Sin advertirlo, una vez más
el hombre se engaña a sí mismo creyendo engañar a Dios.
La función cultual del arte se ha experimentado en particular y más
auténticamente en la iglesia oriental. Para ella, en efecto, las imágenes de
Dios y de los santos son una especie de presencia capaz de recibir y de
transmitir el culto de los fieles y se convierten en intermediarias de la
benevolencia divina. Por eso es objeto de veneración el icono, que representa
ordinariamente una sola figura o la esencialidad de un hecho. El lenguaje
artístico con que se expresa dicha función cultual es un lenguaje particular y,
más que. una manifestación humana, aspira a ser un reflejo de la divina e
increada belleza. Para comprender tal lenguaje es muy importante conocer el
código moral de los artistas iconográficos orientales, que aparece bastante
similar a una rigurosa regla monástica. El arte sacro se contempla, pues, como
fruto de la contemplación o como un camino hacia ella.
Nuestro tiempo, por motivos de orden artístico y doctrinal, y a consecuencia de
influencias nórdicas, ha privilegiado la esencialidad de la línea
arquitectónica, frecuentemente sin dar espacio ni a la pintura ni a la
escultura, ofreciendo sólo una posibilidad de juegos cromáticos en las
vidrieras. Esta esencialidad arquitectónica lleva a descubrir la autenticidad de
los utensilios litúrgicos y a rechazar la falsificación de sus materiales,
cortando así su excesivo simbolismo.
El material necesario para el culto
[-> Objetos litúrgicos/ Vestiduras]
ha recibido a través del arte una sacralidad que lo
excluye de todo uso profano y que lo embellece, convirtiéndolo así en signo de
trascendencia y creando en torno al mismo un noble sentido reverencial que
responde a la excelencia de su uso y a su excepcionalidad; lo cual no se habrá
de confundir con la magia, enteramente ajena a la acción litúrgica y al arte. El
arte de estos objetos se ha definido de ordinario, pero injustamente, como arte
menor. La exquisitez de un bordado, como la finura de un cincelado o de un
marfil, poseen frecuentemente una fuerza artística, cromática o plástica no
inferior a la de las denominadas obras mayores.
Mas para que la iglesia como ámbito y en sus celebraciones pueda revelarse en
toda su deseada beldad, es menester que la gama íntegra de estas artes sea
conveniente y armónica, de suerte que, además del valor artístico de cada unode
los elementos, brille la unidad del conjunto. Y entonces la iglesia, además de
maestra de la fe, se presenta también como educadora del buen gusto, es decir,
de lo bello, tan estrechamente ligado a lo verdadero y a lo bueno.
III. Exigencias artísticas, funcionalidad y simbolismo
Liturgia y arte son dos valores que, en la celebración cultual, constituyen una
sola realidad. Ya Pablo VI subrayó esta íntima relación en su discurso a los
artistas, el 7 de mayo de 1964; en él se expresaba así: "Nuestro ministerio
tiene necesidad de vuestra colaboración. Porque, como sabéis, nuestro ministerio
es predicar y hacer accesible y comprensible, y hasta conmovedor, el mundo del
espíritu, de lo invisible, de lo inaferrable, de Dios. Y en esta actividad que
trasvasa el mundo invisible en fórmulas accesibles e inteligibles sois vosotros
maestros..., y vuestro arte es justamente arrancar al cielo del espíritu sus
tesoros y revestirlos de palabra, de colores, de formas, de accesibilidad"
(AAS 56 (1964) 438).
Tal vez se ha creado un conflicto entre el arte y la liturgia: el arte pretendió
presentarse como realidad principal, subordinando a sí mismo el desarrollo de la
liturgia y su correspondiente material, con lo que la música, la coreografía,
las artes decorativas, más que dar fuerza a la expresividad litúrgica, vinieron
a ofuscar u oscurecer su autenticidad.
Cada elemento de la celebración litúrgica tiene su funcionalidad propia, rica y
articulada, y el arte viene a hacerse para dichos elementos como soporte de su
aplicación. Conviene, pues, distinguir, en el objeto litúrgico, y por
consiguienteen su mismo uso, dos aspectos de una misma función: práctico el uno
y simbólico el otro. El primero se ordena a la acción material que con él habrá
de realizarse, mientras que el segundo nace de la significación de la acción
misma.
Esta simbología no puede, por tanto, aplicarse al objeto por una sobreabundante
(en cuanto conceptuosa) decoración; porque, frecuentemente, tal decoración, más
que reforzar, vela y hasta hace equívoca tal simbología. Más bien por la
autenticidad y lo precioso del material empleado, por la armonía de la línea con
la función práctica, por la logicidad y conveniencia en la elección de las
proporciones, con relación al ambiente es como adquirirá el objeto su oportuna
elocuencia y llegará a desempeñar notables valores artísticos globales. Si, por
ejemplo, contemplamos el altar, es de suma importancia que se manifieste
claramente en él su carácter sacrificial y convival, el cual no depende
solamente de su forma, sino también de su colocación en el lugar de la asamblea
litúrgica. De igual manera, un pequeño cáliz sobre un gran altar difícilmente
transmitirá a una gran asamblea su mensaje simbólico de "cáliz de la nueva y
eterna alianza". Multiplicar el número de cálices anularía la preciosa
simbología de la unicidad. Dígase lo propio acerca del lugar de la proclamación
de la palabra: reducido a un miserable atril, anula su elocuencia y pierde la
fuerza de polo de concentración de la atención de los fieles. Aquí una oportuna
y hasta evidente colocación del micrófono refuerza la simbolicidad
del ambón. En cambio, ese mismo objeto, demasiado visible en el altar, distrae
la visión de lo esencial: las ofrendas. La sede, finalmente, es para la asamblea
cristiana signo de la presencia de aquel que es su única cabeza, signo de unidad
y garantía de autenticidad de la enseñanza (recuérdese el significado del sitial
de honor de las iglesias antiguas); aquí se identifican funcionalidad y
simbolismo, ya .que la sede no puede cumplir su función simbólica si no se la
coloca dentro de la asamblea, donde el sacerdote pueda realmente presidir.
Después de un período en el que la postura del hombre llegó a determinar el
objeto litúrgico sacralizado, finalmente hoy vuelve a ser la acción litúrgica,
esa realidad en la que el hombre es el principal actor con Dios, la llamada a
dar a los objetos autenticidad y sacralidad de función y, por consiguiente, a
justificar su nobleza y la beldad de su hechura.
IV. Panorámica histórica
Desde siempre el arte ha acompañado e igualmente expresado el más profundo
sentimiento religioso del hombre, tornándose elemento determinante en el proceso
de ritualización del culto dentro de los distintos pueblos. Arte y rito están,
de esta manera, ligados entre sí; lo atestigua el mismo arte prehistórico que ha
llegado hasta nosotros en grafitos y obras estéticas de toda índole y en todos
los continentes.
El signo gráfico, modelado o arquitectónico, ha servido al hombre para expresar
lo inexpresable, ya por ser todavía solamente fruto del deseo, ya por
pertenecer al pasado y estar por tanto sólo presente en el recuerdo, ya por ser
realidad trascendente.
El grabado rupestre del animal perseguido por los perros o herido por la flecha
mortal, que se adelantan a la acción misma del hombre, es acto religioso,
propiciatorio; la máscara o maquillaje que transforman el rostro y el cuerpo del
hombre encarnan el espíritu y lo hacen presente; el cipo consagrado con óleo y
clavado en tierra testimonia el sentimiento religioso del fiel; finalmente,
también el lugar o cualquier otra realidad natural que asume las características
de originalidad, grandiosidad, belleza o impenetrabilidad es signo manifestativo
de la presencia divina.
En el pasado, el acto propiciatorio o de agradecimiento se expresaba por medio
de dones artísticamente elaborados; el culto a los muertos nos ha transmitido
testimonios de gran valor, desde las gigantescas pirámides hasta las diminutas y
bellísimas urnas cinerarias, desde los misteriosos sarcófagos de las momias
hasta los simples utensilios finamente trabajados.
Para el culto pagano, la grandiosidad del templo y la preciosidad de los objetos
son también elementos que manifiestan la sacralidad. En el culto hebraico, el
valor artístico y material del objeto litúrgico no constituye su sacralidad,
pero sí es una exigencia de la misma; y así seguirá siéndolo en el culto
cristiano, confirmándolo en tal sentido el mismo Cristo con la defensa del gesto
de la pecadora que derramó sobre sus pies un preciosísimo ungüento (cf Jn 12,3).
El arte acompaña al cristianismo a lo largo de toda su historia, como sucede
también en las demás religiones. La historia misma del arte evidencia la parte
preponderante que ocupa el arte con función religiosa. Incluso en el arte
occidental los principales estilos, como el paleocristiano, el románico, el
gótico, el renacentista y el barroco, están definidos principalmente por obras
de carácter religioso, reflejando cada uno de ellos un momento particular de la
historia de la fe yevidenciando la espiritualidad que caracteriza al arte mismo.
Algo similar ha acaecido en los últimos siglos, en los que el carácter
esencialmente ecléctico de la espiritualidad ha favorecido una desordenada
recuperación de los elementos estilísticos del pasado, amenazados en principio
por el mismo fundamental defecto del eclecticismo, que contrasta con la libre
expresión de la originalidad propia del hombre en cada tiempo.
También hoy el redescubrimiento de la autenticidad litúrgica ejerce una
liberación de la autenticidad del hombre, que puede así manifestarse con
originalidad y verdad. El momento actual es todavía de búsqueda, de tendencia
hacia un movimiento que resulta, al mismo tiempo, contradictorio en su
confrontación con el pasado y nostálgico frente a él, abierto a un extenso
futuro, pero obstaculizado por mentalidades legalistas o privatistas: en efecto,
por una parte, ateniéndose a la costumbre, se rechaza la incipiente libertad que
conceden las normas actuales; por otra parte, aun dentro de la variedad de
estilos, no se abre a la comunidad a cuyo servicio está, hasta el punto de que,
con frecuencia, el arte en el culto no es expresión del espíritu de la iglesia,
sino que continúa siendo esencialmente la conclusión de personales elaboraciones
del artista, incluso (a veces) carente de fe o simplemente en busca de su propia
afirmación individual.
V. Orientaciones (creatividad y adaptación)
En el n. 123 (c. 7) de la constitución sobre la
sagrada liturgia afirma el Vat. II: "La iglesia nunca consideró como propio
estilo artístico alguno", y es conveniente que "también el arte de nuestro
tiempo y el de todos los pueblos y regiones se ejerza libremente en la
iglesia..., para que pueda ella juntar su voz a aquel admirable concierto que
los grandes hombres entonaron a la fe católica en los siglos pasados". Son tales
sugerencias un modelo de lectura de la auténtica orientación mantenida por la
iglesia a lo largo de su historia, por encima de toda otra postura contraria por
parte de cada miembro del clero o de comunidades eclesiales enteras que
sistemáticamente han privilegiado determinados estilos del pasado. El texto de
la SC otorga, además, a todo
artista la posibilidad de servir a la liturgia con originalidad dentro de una
absoluta fidelidad a las exigencias de la misma liturgia; y afirma, finalmente,
la validez del respeto a la tradición como testimonio de la fe de los padres y
de lo precioso de su obra.
La liturgia puede, por consiguiente, interrogarse con libertad a sí misma y
llegar a descubrir desde sí propia cuáles son las exigencias más auténticas,
cómo puede también frente a las nuevas obras responder con autonomía y, a la
vez, con respeto a los condicionamientos con que han podido vincularla otros
períodos del pasado. Centralidad en Cristo, primacía de la persona sobre el
objeto, valor activo de la comunidad, importancia de la posibilidad dialogal en
la celebración litúrgica: he ahí algunos aspectos que, una vez más
evidenciados en la liturgia, ofrecen la posibilidad de unas originales y adecuadas
soluciones.
La publicación de los nuevos -> libros litúrgicos impone cambios radicales
en la usual propuesta y colocación de los elementos necesarios
para la celebración. Ya desde ahora es posible entrever en las nuevas
realizaciones sus mejoresresultados en el futuro si, después de una mayor
profundización y asimilación del sentido litúrgico, se aplican efectivamente las
sugerencias que tales libros encierran.
Muy distinto es el problema de la reestructuración de las obras ya existentes.
En ellas la reacción a particulares errores doctrinales, la exagerada
acentuación o el aislamiento de algunas verdades de fe, la incontrolada devoción
privada o simplemente algunas exigencias prácticas (como para el púlpito) han
condicionado la realización de lo que, aun apreciable en el plano artístico, no
responde ya hoy a la auténtica y específica función originaria. La intervención
en tales obras o en parte de las mismas significa a veces romper la armonía
artística del conjunto, que es precisamente su característica. En la primera
fase posconciliar, un viento renovador, frecuentemente sólo superficial, llevó a
modificar y adecuar con demasiada prisa la estructura de iglesias y ornamentos,
sin preocuparse de los demás valores que poseían. Este período, con
intervenciones que a veces rompieron la armonía de conjuntos artísticos, dando
lugar a soluciones inaceptables tanto desde la estética como desde la liturgia,
sentaron en general las premisas para unas soluciones satisfactorias que
pudieran salvaguardar algunos de los monumentos artísticos más importantes.
A ello contribuyó también la introducción general del horrible altar postizo,
síntoma de mal gusto, deseducador con su falsa preciosidad, verdadero reto a la
constitución litúrgica, que en el n. 124 hace una llamada a la solicitud de los
obispos con el fin de que "sean excluidas de los templos... aquellas obras
artísticas que... repugnan a la piedad cristiana y ofenden el sentido
auténticamente religioso, ya sea por la depravación de las formas, ya sea por la
insuficiencia, la mediocridad o la falsedad del arte". No obstante, también este
mal ha puesto en evidencia lo inadecuado de la vieja construcción, que sólo
había conservado del altar una parte de la mesa, convertida hoy en una simple
consola inserta en el gran monumento que cabalmente representaba el altar, el
cual, por su parte, venía a servir de sostén con sus muchas gradas para floreros
o candelabros, para el tabernáculo o para la custodia, destinada a la exposición
del santísimo Sacramento.
Ahora bien, puesto que el cristiano educado en la fe después del concilio no ve
ya en tal monumento el altar, se aducen menos aquellos motivos que en un
principio reclamaban su destrucción porque se consideraba justamente
inaceptable la copresencia de dos verdaderos y propios altares en el templo
litúrgico. Este elemento, despojado del mantel, y en el supuesto de que sea de
valor artístico, como integrante de la armonía conjunta del templo, puede
mantenerse y oportunamente convertirse en credencia (precioso recuerdo de
aquellas credencias de madera durante algún tiempo situadas a los lados del
presbiterio y que ahora han desaparecido casi enteramente).
El ambón, con la ayuda de amplificadores sonoros o acústicos, puede realizarse
como lugar de la palabra y situarse de suerte que constituya un polo de
convergencia de la atención de los fieles. Por lo demás, el desnudo atril que
con frecuencia lo ha sustituido es una forma artísticamente también inadecuada a
la majestad de su importantísima función.
E, igualmente, la sede, símbolo de la presencia y presidencia de Cristo, debe
colocarse allí donde el sacerdote que preside la celebración pueda
verdaderamente sentirse como tal, si bien no deberá situarse delante del altar o
del tabernáculo. La pila bautismal es otro lugar que exigía estar más a la luz,
de la que es símbolo especial. El bautismo, en el nuevo ritual, exige que la
pila se encuentre en clara relación con el ambón y el altar. Pero es evidente
que tal relación no puede resolverse con la mera superposición o yuxtaposición
material de los símbolos. Corresponde al artista cristiano buscar soluciones
oportunas y elocuentes; al proyectar la pila, sabrá realizar, con la libertad
que le conceden las rúbricas, toda la simbología propia del sacramento.
Tal ejemplificación es proporcionalmente aplicable a toda otra intervención en
materia de reestructuraciones o de nuevas realizaciones; corresponde al
sacerdote el deber, por su autoridad litúrgica y su responsabilidad, de
colaborar con el artista, pero no el privilegio de sustituirle en su mismo plano
técnico v estético.
VI. Normativa vigente
La normativa general que regula la relación entre arte y liturgia se encuentra
fundamentalmente en la colección de decretos conciliares, y más directamente en
el c. 7 (nn. 122-129) de la constitución SC. La aplicación de estos principios
se rige por la instrucción Ínter Oecumenici, del 26 de septiembre de 1964
(AAS 56 [1964] 877-900), que,
en particular, con el c. 5, ofrece orientaciones más concretas para la
construcción de las iglesias y de los altares, a fin de que se fomente más la
activa participación de los fieles. Sobre el tema de la eucaristía, y por tanto
del lugar y de los materiales necesarios para su celebración,tratan más
específicamente la instrucción Eucharisticum mysterium, de la
Congregación de ritos (AAS 59 [1967] 539-573), y la Ordenación general
del Misal Romano, del 3 de abril de 1969, sobre todo en los cc. 5 y 6. Los
aludidos principios generales de la SC se recogen también en los
capítulos introductorios a los nuevos libros litúrgicos y se aplican con las
rúbricas que acompañan el texto de cada una de las celebraciones.
La normativa referente a la conservación y defensa
del patrimonio artístico-sagrado ha sido ampliamente recogida en dos documentos:
uno es la carta circular, con fecha de 11 de abril de 1971, de la Congregación
del clero (AAS 63 [1971] 315-317); otro es el promulgado por la
conferencia episcopal española el 29 de noviembre de 1980 (cf
Documentos de la Conferencia episcopal española
1965-1983, BAC 459, Madrid 1984,
608-609).
En virtud de su derecho, reconocido por el Vat. II, cada conferencia episcopal
posee la facultad de fijar directrices particulares en orden a la aplicación de
los principios generales a las exigencias locales. La promulgación de estas
normas particulares se realiza oficialmente en las revistas diocesanas. Tales
directrices son particularmente útiles al artista que desee actuar a favor del
servicio litúrgico en una concreta comunidad local.
El intérprete responsable de la normativa litúrgico-artística, en cada diócesis,
lo es la Comisión diocesana
de arte sacro, a la que debe someterse toda nueva realizaclon en orden a su
aprobación; a nivel nacional lo es la pontificia Comisión para el
arte sacro, con sede en Roma.
[-> Organismos
litúrgicos]
V. Gatti
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