Dios
llama a los hombres a entrar en comunión con él. Ahora bien, se trata de
hombres pecadores. Pecadores de nacimiento (Sal 51,7): por la falta del
primer padre entró el pecado en el mundo (Rom 5,12) y desde entonces
habita en lo más íntimo de su “yo” (7,20). Pecadores por culpabilidad
personal, pues cada uno de ellos, “vendido al poder del pecado” (7,14),
ha aceptado voluntariamente este yugo de las pasiones pecadoras (cf.
7,5). La respuesta al llamamiento de Dios les exigirá por tanto en el
punto de partida una conversión, y luego, a todo lo largo de la vida,
una actitud penitente. Por esto la conversión y la penitencia ocupan un
lugar considerable en la revelación bíblica.
Sin
embargo, el vocabulario que las expresa adquirió sólo lentamente su
plenitud de sentido a medida que se iba profundizando la noción del
pecado. Algunas fórmulas evocan la actitud del hombre que se ordena
deliberadamente a Dios: “buscar a Yahveh” (Am 5,4; Os 10,12), “buscar su
rostro” (Os 5,15; Sal 24,6; 27, 8), “humillarse delante de él” (1Re
21,29; 2Re 22,19), “fijar su corazón en él” (1Sa 7,3)... Pero el término
más empleado, el verbo LIb, traduce la idea de cambiar de rumbo, de
volver, de hacer marcha atrás, de volver uno sobre sus pasos. En
contexto religioso significa que uno se desvía de lo que es malo y se
vuelve a Dios. Esto define lo esencial de la conversión, que implica un
cambio de conducta, una nueva orientación de todo el comportamiento. En
época tardía se distinguió más entre el aspecto interior de la
penitencia y los actos exteriores que determina. Así la Biblia griega
emplea conjuntamente el verbo epistrephein, que connota cambio de la
conducta práctica, y el verbo metanoein, que atiende más a la vuelta
interior (la metanoia es el arrepentimiento, la penitencia). Analizando
los textos bíblicos hay que considerar estos dos aspectos distintos,
pero estrechamente complementarios.
AT.
1. EN LOS ORÍGENES DE LAS LITURGIAS DE PENITENCIA.
1.
Ya en la época antigua, en la perspectiva de la doctrina de la alianza,
se sabe que el vínculo de la comunidad con Dios puede romperse por culpa
de los hombres, ya se trate de pecados colectivos o de pecados
individuales que comprometen en cierto modo a la colectividad entera.
Así las calamidades públicas son ocasión para una toma de conciencia de
las faltas cometidas (Jos 7; 1 Sa 5-6). Es cierto que la idea del pecado
es con frecuencia bastante burda, como si toda falta material a una
exigencia divina fuera capaz de irritar a Yahveh. Para restablecer el
vínculo con él y recobrar su favor debe la comunidad en primer lugar
castigar a los responsables, lo cual puede llegar hasta la pena de
muerte (Éx 32,25-28; Núm 25,7ss; Jos 7,24ss), al menos que haya
“rescate” del culpable (1Sa 14,36-45). Por lo demás éste puede ofrecerse
a los castigos divinos para que sea salva la comunidad (2Sa 24,17). 2.
Además, mientras dura una plaga (o bien para impedir que sobrevenga), se
implora el perdón divino con prácticas ascéticas y liturgias
penitenciales: se ayuna (Jue 20,26; 1Re 21,8ss), se rasgan los vestidos
o se visten las gentes de saco (1Re 20, 31s; 2Re 6,30; 19,1s; Is 22,12;
cf. Jon 3,5-8), se extienden sobre la ceniza (Is 58,5; cf. 2Sa 12,16).
En las reuniones cultuales se dejan oír gemidos y clamores de duelo (Jue
2,4; JI 1,13; 2,17). Existen formularios de lamentación y de súplica, de
los que nuestro salterio conserva más de un ejemplo (cf. Sal 60; 74; 79;
83; Lam 5; etc.). Se recurre a ritos y a sacrificios expiatorios (Núm
16, 6-15). Sobre todo, se hace una confesión colectiva del pecado (Jue
10, 10; 1Sa 7,6) y eventualmente se recurre a la intercesión de un jefe
o de un profeta, por ejemplo, Moisés (Éx 32,30ss).
3.
Las prácticas de este género están atestiguadas en todas las épocas. El
profeta Jeremías en persona se verá mezclado en una liturgia penitencial
en calidad de intercesor (Jer 14,1-15,4). Después del exilio alcanzarán
un desarrollo considerable. El peligro está en que pueden limitarse a
algo puramente exterior, sin que el hombre ponga en ello todo su corazón
y traduzca luego su penitencia en actos. A este peligro de ritualismo
superficial van a oponer los profetas su mensaje de conversión.
II. EL MENSAJE DE CONVERSIÓN DE LOS PROFETAS.
Ya
en la época de David la intervención de Natán cerca del rey adúltero
anuncia la doctrina profética de la penitencia: David se ve movido a
confesar su falta (2Sa 12,13), luego hace penitencia conforme a las
reglas y finalmente acepta el castigo divino (12,13-23). Pero el mensaje
de conversión de los profetas, sobre todo a partir del siglo VIII, se
dirigirá al pueblo entero, Israel ha violado la alianza, ha “abandonado
a Yahveh y despreciado al Santo de Israel” (Is 1,4); Yahveh tendría
derecho a abandonarlo, a menos que se convierta. Así el llamamiento a la
penitencia será un aspecto esencial de la predicación profética (cf. Jer
25,3-6).
1.
Amós, profeta de la justicia, no se contenta con denunciar los pecados
de sus contemporáneos. Cuando dice que hay que “buscar a Dios” (Am
5,4.6), la fórmula no es solamente cultual. Significa: buscar el bien y
no el mal, odiar el mal y amar el bien (5,14s); esto implica una
rectificación de la conducta y una práctica leal de la justicia: sólo
tal reversión podrá inducir a Dios a “tener piedad del resto de José”
(5,15).
Oseas exige igualmente un despego real de la iniquidad y especialmente
de la idolatría; promete que a cambio desviará Dios su ira (Os 14,2-9).
Estigmatizando las conversiones superficiales que no pueden producir
fruto alguno, insiste en el carácter interior de la verdadera
conversión, inspirada por el amor (hesed) y el conocimiento de Dios
(6,1-6; cf. 2,9).
2.
Isaías denuncia en los hombres de Judá pecados de todo género:
violaciones de la justicia y desviaciones cultuales, recurso a la
política humana, etc. Sólo una verdadera conversión podrá aportar la
salvación, pues el culto no es nada (Is 1,11-15; cf. Am 5,21-25) cuando
no hay una sumisión práctica a las voluntades divinas: “¡Lavaos!
¡Purificaos! ¡Quitad de mi vista vuestra maldad! ¡Cesad de hacer el mal,
aprended a hacer el bien! ¡Buscad lo que es justo, socorred al oprimido,
haced justicia al huérfano, amparad a la viuda...! Entonces vuestros
pecados, de color escarlata, se blanquearán como nieve; purpúreos, se
pondrán como lana” (Is 1,16ss). Desgraciadamente sabe Isaías que su
mensaje topará con el endurecimiento de los corazones (6, 10): “Con la
conversión y la calma hubierais podido salvaros..., pero no habéis
querido” (30,15). El drama de Israel se encaminará por tanto hacia un
desenlace catastrófico. Pero Isaías conserva la certidumbre de que “un
resto volverá... al Dios fuerte” (10,21; cf. 7,3). El pueblo que sea
finalmente beneficiario de la salvación estará formado sólo de
convertidos.
3.
La insistencia en las disposiciones interiores que se deben ofrecer a
Dios se convierte rápidamente en un tópico de la predicación profética:
justicia, piedad y humildad, dice Miqueas (Miq 6,8); humildad y
sinceridad, resuena el eco de Sofonías (Sof 2,3; 3,12s). Pero es sobre
todo Jeremías quien desarrolla ampliamente el tema de la conversión. Si
el profeta anuncia las calamidades que amenazan a Judá, es “para que
cada uno vuelva de su mal camino y Yahveh pueda perdonar” (Jer 36,3).
Efectivamente, los llamamientos al “retorno” jalonan todo el libro; pero
siguen precisando las condiciones de este retorno. Israel la rebelde
debe “reconocer su falta” si quiere que Dios no tenga ya para ella un
rostro severo (3,11; cf. 2,23). Los hijos rebeldes no deben contentarse
con llorar y suplicar confesando sus pecados (3,21-25); deben cambiar de
conducta y circuncidar su corazón (4,1-4).
Las
consecuencias prácticas de un cambio de conducta no se le escapan al
profeta (cf. 7,3-11). Por ello llega a dudar que sea posible una
conversión real. Los que él llama a tal conversión prefieren seguir el
endurecimiento de su mal corazón (18, lis; cf. 2,23ss). Lejos de
deplorar su maldad se sumergen en ella (8, 4-7). Por eso el profeta no
puede menos de anunciar el castigo a Jerusalén inconvertible (13,20-27).
Pero no por eso deja de estar cargada de esperanza su perspectiva de
porvenir. Día vendrá en que el pueblo abatido acepte el castigo e
implore como una gracia la conversión del corazón: “¡Hazme volver para
que vuelva!” (31,18s). Y Yahveh responderá a esta humilde petición, pues
en la nueva alianza “inscribirá su ley en los corazones” (31,33): “Yo
les daré un corazón para que conozcan que yo soy Yahveh; ellos serán mi
pueblo y yo seré su Dios, pues volverán a mí con todo su corazón (24,7).
4.
Ezequiel, fiel a la misma tradición profética, centra su mensaje, en el
momento en que se cumplían las amenazas de Dios, en la conver sión
necesaria: “Arrojad lejos de vosotros las transgresiones que habéis
cometido y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué
habriáis de morir, casa de Israel? Yo no deseo la muerte de nadie.
Convertíos y viviréis (Ez 18,31s). Cuando precisa el profeta las
exigencias divinas, reserva sin duda a las prescripciones cultuales más
lugar que sus predecesores (22,1-31), pero también insiste más que ellos
en el carácter estrictamente personal de la conversión: nadie puede
responder más que por sí mismo, cada cual será retribuido según su
propia conducta (3, 16-21; 18; 33,10-20). Sin duda Israel es “una casta
de rebeldes” (2, 4-8), pero a estos hombres de corazón duro puede dar
Dios como gracia lo que les exige tan imperiosamente: en el tiempo de la
nueva alianza les dará un corazón nuevo y pondrá en ellos su espíritu,
de modo que se aplicarán a su ley y lamentarán su mala conducta
(36,26-31; cf. 11,19s).
5.
De Amós a Ezequiel se fue, pues, profundizando en forma constante la
doctrina de la conversión paralelamente a la inteligencia del pecado. Al
fin del exilio el mensaje de consolación toma nota de la conversión
efectiva de Israel, o por lo menos de su resto. La salvación que anuncia
es “para los que tienen ansias de justicia, que buscan a Yahveh” (Is
51,1), que “tienen la ley en el corazón” (51,7). A éstos les puede
asegurar que “se acabó la servidumbre y está expiado el pecado” (40,2).
Dice Yahveh a Israel, su servidor: “He disipado tus pecados como una
nubes. Vuelve a mí, pues te he rescatado” (44,22). En esta nueva
perspectiva, que supone al pueblo de Dios consolidado en la fidelidad,
enfoca el profeta una ampliación increíble de las promesas de salvación.
Después de Israel se convertirán a su vez las naciones: abandonando sus
ídolos se volverán todas hacia el Dios viviente (45,14s.23s; cf. Jer
16,19ss).
La
idea seguirá adelante. No sólo el judaísmo postexílico se abrirá a los
prosélitos convertidos del paganismo (Is 56,3.6). Los mismos cuadros
escatológicos no dejarán ya de mencionar este universalismo religioso
(cf. Sal 22,28). El libro de Jonás mostrará incluso la predicación
profética dirigida expresa y directamente a los paganos “a fin de que se
conviertan y vivan”. En el término de tal desarrollo doctrinal se ve
cómo se ha profundizado la noción de penitencia; estamos lejos del puro
ritualismo que ocupaba todavía demasiado lugar en el antiguo Israel.
III. LITURGIA DE PENITENCIA Y CONVERSIÓN DEL CORAZÓN.
1.
La conversión nacional de Israel fue el doble fruto de la predicación
profética y de la prueba del exilio. El exilio fue la ocasión
providencial de una toma de conciencia del pecado y de una confesión
sincera, como lo registran de común acuerdo los textos tardíos de la
literatura deuteronómica (1Re 8,46-51) y de la liturgia sacerdotal (Lev
26,39s). Ahora bien, después del exilio está tan grabada en los
espíritus la penitencia que llega a colocar toda la espiritualidad
judía. Las antiguas liturgias de penitencia sobreviven (cf. J1 1-2),
pero la doctrina profética ha renovado su contenido. Los libros de la
época conservan formularios estereotipados en que se ve a la comunidad
“confesar todos los pecados nacionales cometidos desde los orígenes e
implorar a cambio el perdón de Dios y el advenimiento de su salvación”
(Is 63, 7-64,11; Esd 9,5-15; Neh 8; Dan 9,4-19; Bar 1,15-3,8). Las
lamentaciones colectivas del salterio están construidas conforme a este
patrón (Sal 79; 106) y todavía es más frecuente el recuerdo de las
impenitencias (cf. Sal 95,8-11). Se siente cómo Israel está en tensión
en un esfuerzo continuamente renovado, de conversión profunda. Es la
época en que las liturgias de expiación adquieren gran extensión: tan
grande es la obsesión del pecado (Lev 4,5; 16). 2. No menor es el
esfuerzo en el plano individual, pues se ha comprendido la lección de
Ezequiel. Los salmos de los enfermos y de los perseguidos se orientan
más de una vez a la confesión del pecado (Sal 6,2; 32; 38; 103,3;
143,1s) y el poeta de Job muestra un sentido muy profundo de la radical
impureza del hombre (Job 9,30s; 14,4). La expresión más perfecta de
estos sentimientos es el Miserere (Sal 51), en el que la doctrina de la
conversión se traduce totalmente en oración en el marco de un diálogo
con Dios (cf. v. 6): reconocimiento de las faltas (v. 5ss), demanda de
purificación interior (v. 3s.9), recurso a la gracia, única que puede
cambiar el corazón (v. 12ss), orientación hacia una vida ferviente (v.
15-19). La liturgia de penitencia tiene ahora por centro el sacrificio
del “corazón contrito” (v. 18s). Se comprende que los sectarios de
Qumrán, formados en la escuela de tal texto y herederos de toda la
tradición que le precedía, tuvieran la idea de retirarse al desierto
para convertirse sinceramente a la ley de Dios y “prepararle el camino”.
Si bien su empeño tiene cierta marca de legalismo, no está muy lejos del
que vamos a descubrir en el NT.
NT.
I. EL ÚLTIMO DE LOS PROFETAS.
En
el umbral del NT el mensaje de conversión de los profetas reaparece en
toda su pureza en la predicación de Juan Bautista, el último de ellos.
Lucas resume así su misión: “reducirá numerosos hijos de Israel al Señor
su Dios” (Lc 1,16s; cf. Mal 3,24). Una frase condensa su mensaje:
“Convertíos, pues el reino de los cielos está cerca” (Mt 3,2). La venida
del reino abre una perspectiva de esperanza; pero Juan subraya sobre
todo el juicio que debe precederla. Nadie podrá sustraerse a la ira que
se manifestará el día de Yahveh (Mt 3,7.10.12). De nada servirá
pertenecer a la raza de Abraham (Mt 3,9). Todos los hombres deben
reconocerse pecadores, producir un fruto que sea digno del
arrepentimiento (Mt 3,8), adoptar un comportamiento nuevo apropiado a su
estado (Lc 3,10-14). Como signo de esta conversión da Juan un bautismo
de agua, que debe preparar a los penitentes para el bautismo de fuego y
del Espíritu Santo que dará el Mesías (Mt 3,11 p).
II. CONVERSIÓN Y ENTRADA EN EL REINO DE DIOS.
1.
Jesús no se contenta con anunciar la proximidad del reino de Dios.
Comienza por realizarla con poder: con él se inaugura el reino, si bien
está todavía orientado hacia misteriosas realizaciones. Pero el
llamamiento a la conversión lanzado por el Bautista no pierde por esto
nada de su actualidad: Jesús lo reasume en propios términos al comienzo
de su ministerio (Mc 1,15; Mt 4,17). Si ha venido, ha sido para “llamar
a los pecadores a la conversión” (Lc 5,32); éste es un aspecto esencial
del Evangelio del reino. Por lo demás, el hombre que toma conciencia de
su estado de pecador puede volverse a Jesús con confianza, pues “el Hijo
del hombre tiene poder para perdonar los pecados” (Mt 9,6 p). Pero el
mensaje de conversión tropieza con la suficiencia humana bajo todas sus
formas, desde el apego a las riquezas (Mc 10,12-25) hasta la soberbia
seguridad de los fariseos (Lc 18,9). Jesús se alza como el “signo de
Jonás” en medio de una generación mala, con disposiciones menos buenas
para con Dios que en otro tiempo Ninive (Lc 11, 29,32 p). Así eleva
contra ella una requisitoria llena de amenazas: los hombres de Nínive la
condenarán el día del juicio (Lc 11,32); Tiro y Sidón tendrán una suerte
menos rigurosa que las ciudades del Lago (Lc 10,13ss p). La impenitencia
actual de Israel es, en efecto, señal del endurecimiento de su corazón
(Mt 13, 15 p; cf. Is 6,10). Si los oyentes impenitentes de Jesús no
cambian de conducta, perecerán (Lc 13,1-5) a semejanza de la higuera
estéril (Lc 13,6-9; cf. Mt 21,18-22 p).
2.
Cuando Jesús reclama la conversión no hace alusión alguna a las
liturgias penitenciales. Hasta desconfía de los signos demasiado
vistosos (Mt 6,16ss). Lo que cuenta es la conversión del corazón que
hace que uno vuelva a ser como un niño pequeño (Mt 18,3 p). Luego, el
esfuerzo continuo por “buscar el reino de Dios y su justicia” (Mt 6,33),
es decir, por regular la propia vida según la nueva ley. El acto mismo
de la conversión se evoca con palabras muy expresivas. Si bien implica
una voluntad de transformación moral, es, sobre todo, llamamiento
humilde, acto de confianza: “Dios mío, tened piedad de mí, que soy
pecador” (Lc 18,13). La conversión es una gracia preparada siempre por
la iniciativa divina, por el pastor que sale en busca de la oveja
perdida (Lc 15,4ss; cf. 15,8). La respuesta humana a esta gracia se
analiza concretamente en la parábola del hijo pródigo, que pone en
estupendo relieve la misericordia del Padre (Lc 15,11-32). En efecto, el
Evangelio del reino implica esta revelación desconcertante: “Hay más
alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y
nueve justos que no tienen necesidad de penitencia” (Lc 15,7.10). Así
también Jesús manifiesta a los pecadores una actitud acogedora que
escandaliza a los fariseos (Mt 9,10-13 p; Lc 15,2), pero provoca
conversiones; y el Evangelio de Lucas se complace en referir en detalle
algunas de estas vueltas a Dios, como la de la pecadora (Lc 7,36-50) y
la de Zaqueo (19,5-9).
II. CONVERSIÓN Y BAUTISMO.
Mientras vivía Jesús había ya enviado a sus apóstoles a predicar la
conversión anunciando el Evangelio del reino (Mc 6,12). Después de su
resurrección les renueva esta misión: irán a proclamar en su nombre el
arrepentimiento a todas las naciones con miras a la remisión de los
pecados (Lc 24,47), pues los pecados serán remitidos a los que ellos los
remitan (Jn 20,23). Los Hechos y las cartas nos hacen asistir al
cumplimiento de esta orden. Pero, con todo, la conversión adopta
diferente cariz según se trate de judíos o de paganos. 1. Lo que se
exige a los judíos es ante todo la conversión moral, a la que los había
llamado ya Jesús. A este arrepentimiento (metanoia) responderá Dios
otorgando el perdón de los pecadores (Hech 2,38; 3-19; 5,31); la misma
quedará sellada con la recepción del bautismo y el don del Espíritu
Santo (Hech 2,38). Sin embargo, la conversión debe incluir, al mismo
tiempo que una transformación moral, un acto positivo de fe en Cristo:
los judíos se volverán (epistrephein) hacia el Señor (Hech 3, 19; 9,35).
Ahora bien, como lo experimenta bien san Pablo, tal adhesión a Cristo es
la cosa más difícil de obtener. Los judíos tienen un velo sobre el
corazón. Si se convirtieran, caería el velo (2Cor 3.16). Pero, conforme
al texto de Isaías (Is 6.9s), su endurecimiento los clava en la
incredulidad (Hech 28,24-27). Pecadores al igual que los paganos,
amenazados como ellos por la ira divina, no comprenden que Dios da
prueba de paciencia para inducirlos al arrepentimiento (Rom 2,4). Sólo
un resto responde a la predicación apostólica (Rom 11,1-5).
2.
El Evangelio halla mejor acogida en las naciones paganas. Desde el
bautismo del centurión Cornelio los cristianos de origen judío
comprueban con sorpresa que “el arrepentimiento que conduce a la vida se
ofrece a los paganos lo mismo que a ellos” (Hech 11,18; cf. 17,30). En
realidad se anuncia con éxito en Antioquía y en otras partes (Hech 11,
21; 15,3.19); hasta es ése el objeto especial de la misión de Pablo
(Hech 26,18.20). Pero en este caso, la conversión exige, al mismo tiempo
que el arrepentimiento moral (metanoia), abandono de los ídolos para
volverse (epistrephein) hacia el Dios vivo (Hech 14,15; 26,18; 1Tes
1,9), según un tipo de conversión que contemplaba ya el segundo Isaías.
Una vez dado este primer paso, los paganos como los judíos son inducidos
a “volverse a Cristo, pastor y guardián de sus almas” (1Pe 2,25).
IV. PECADO Y PENITENCIA EN LA IGLESIA.
1.
El acto de conversión sellado con el bautismo se cumple de una vez para
siempre; su gracia no se puede renovar (Heb 6,6). Ahora bien, los
bautizados pueden todavía recaer en el pecado: la comunidad apostólica
no tardó en experimentarlo. En este caso el arrepentimiento es todavía
necesario si, a pesar de todo, se quiere tener parte en la salvación.
Pedro invita a ello a Simón mago (Hech 8,22), Santiago apremia a los
cristianos fervientes para que hagan volver a los pecadores de su
extravío (Sant 5,19s). Pablo se regocija de que se hayan arrepentido los
corintios (2Cor 7,9s), al mismo tiempo que teme que no lo hayan hecho
ciertos pecadores (12,21). Urge a Timoteo, para que corrija a los
recalcitrantes, esperando que Dios les otorgue la gracia del
arrepentimiento (2Tim 2,25). En fin, en los mensajes a las siete
Iglesias que abren el Apocalipsis se leen claras invitaciones al
arrepentimiento, que suponen destinatarios decaídos del primitivo fervor
(Ap 2,5.16.21s; 3,3.19). Sin hablar explícitamente del sacramento de
penitencia muestran estos textos que la virtud de penitencia debe tener
un lugar en la vida cristiana como prolongación de la conversión
bautismal.
2.
En efecto, sólo la penitencia prepara al hombre para afrontar el juicio
de Dios (cf. Hech 17,30s). Ahora bien, la historia está en marcha hacia
este juicio. Si su llegada parece tardar, es únicamente porque Dios “usa
de paciencia, queriendo que no perezca nadie y que todos, si es posible,
lleguen al arrepentimiento” (2Pe 3,9). Pero así como Israel se endureció
en la impenitencia en tiempo de Cristo y frente a la predicación
apostólica, así también, según el Apocalipsis, los hombres se obstinarán
en no comprender el significado de las calamidades que atraviesa su
historia y que anuncian el día de la ira: también ellos se endurecerán
en la impenitencia (Ap 9,2Os), blasfemando el nombre de Dios en lugar de
arrepentirse y de darle gloria (16,9.11). No se trata de los miembros de
la Iglesia, sino únicamente de los paganos y de los renegados (cf.
21,8). Sombría perspectiva, que el juicio de Dios vendrá a cerrar. Así
también urge que los cristianos, por la penitencia, “se salven de esta
generación extraviada” (Hech 2,40).
JEAN
GIBLET y PIERRE GRELOT
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