SUMARIO: I.
Indicaciones de lenguaje - II. Iluminaciones de la Biblia: 1. Antología del AT;
2. Antología del NT - III. Situaciones de crisis: 1. El hoy está en crisis; 2.
Crisis positiva del hombre histórico; 3. Crisis en la vida espiritual: a) Crisis
teologal, b) Crisis ética, c) Crisis institucional: familia, Iglesia,
sacramentos, sacerdocio, vida religiosa, vocaciones - IV. Orientaciones para
superar la crisis: 1. Realismo: 2. Optimismo; 3. Globalidad; 4. Cultura; 5.
Ejemplaridad; 6. Comunión; 7. Ascetismo; 8. Mística; 9. Oración; 10. Espera.
I. Indicaciones de lenguaje
En el lenguaje corriente, la voz
crisis resuena con acentos de angustia y de estremecimiento; evoca una
contingencia desfavorable y peligrosa; incita a intervenir, con todos los medios
posibles, en la curación del sector afectado. Es una palabra cargada de
pesimismo. El origen etimológico y el significado lexicológico correcto no
motivan semejante unilateralidad. En el vocabulario griego, el término krisis
aparece con variedad de acepciones: crisis es fuerza distintiva,
querella, separación, elección, opción; es juicio, rechazo, disputa, sentencia,
condena; es éxito, solución, logro, explicación, interpretación. El sustantivo
se deriva del verbo krino, igualmente rico en acepciones: distingo,
elijo, prefiero, decido o juzgo, interpreto o explico, establezco o resuelvo,
hago entrar en fase decisiva, estimo o supongo o valoro... La atención a la
forma verbal es prioritaria, porque la acción precede a la catalogación
semántica de la misma, es decir, el verbo precede al sustantivo. En el
vocabulario latino, el significado fundamental de crisis se restringe al
concepto de "decisión" (sesgo decisivo de una enfermedad, por ejemplo). En
nuestro entorno lingüístico, las acepciones más en uso de este término se
aplican, siguiendo su vena etimológica, a fenómenos concretos: crisis es cambio
repentino, para mejor o para peor, de una situación patológica (en la
terminología clínica es habitual la acepción positiva: crisis como desaparición
brusca de manifestaciones morbosas y, por tanto, aparición de bienestar); crisis
es turbación, el momento más agudo de una situación (por ejemplo, política,
social, financiera, psicológica, etc.). La crisis, según estos significados, es
el punto decisivo, el umbral determinante, la línea de cambio de una situación.
La etimología y la aplicación científica de los conceptos rescatan la palabra
"crisis" del empleo tenebroso que la tiene gastada. Pero la exégesis, aun la más
científica y luminosa, no resuelve la situación de crisis. De hecho, la crisis
es una situación, un modo de colocarse frente a una realidad. Crisis es una
situación de la persona; pues es la persona, no la realidad externa, la que se
sitúa o se encuentra en relación de crisis con dicha realidad. La crisis es una
condición humana. Las ciencias antropológicas —psicología y psiquiatría,
sociología, algunos ramos de la filosofía, medicina, etc.— poseen una
metodología propia para analizar la crisis, para individuar su etiología, para
poder llegar a un diagnóstico de la misma, para aplicarle una eventual terapia,
con objeto de salir de ella de forma positiva.
Como situación de
la persona, la crisis es posible y real también a nivel del espíritu. La
teología espiritual posee una metodología propia para que la salida de la crisis
tenga un efecto positivo. Pero la persona que está "en crisis" es una unidad; de
ahí que las diferentes metodologías, para prestar un servicio óptimo, deban
intercomunicarse e integrarse. Por eso, si separamos el tratamiento centrándolo
en una dimensión —la de la espiritualidad en estas páginas—, lo hacemos no para
establecer compartimientos estancos, que no tendrían sentido, sino por razones
sobre todo culturales y de método. La teología espiritual tiene en cuenta ante
todo la persona. Otras metodologías pueden referirse a "situaciones críticas",
interesándose principalmente por las circunstancias, aunque siempre en función
de la persona. En la vida del espíritu no se dan verdaderas "situaciones de
crisis"; cuando como tales consideramos (incorrectamente) a determinados
eventos, se verifica un traslado de la crisis desde la interioridad personal a
la exterioridad de los fenómenos. Con rigor no sólo verbal, sino también
conceptual y de contenido, no habrá que decir crisis de fe, de esperanza, de
caridad, sino crisis en la fe, en la esperanza, en la
caridad; y, análogamente, no se dirá crisis del sacerdocio, de la vida
religiosa, de la familia, etc., sino el sacerdote, el religioso, la familia,
están en crisis; asimismo, no se dirá crisis de la Iglesia, de las
instituciones, etc., sino crisis eclesial (o eclesiástica, según las
fenomenologías), institucional; finalmente, no se dirá crisis de lo sagrado,
sino crisis frente a lo sagrado. Este lenguaje (o similar) lleva de inmediato a
la raíz del problema, es decir, a la persona. En sustancia, se trata siempre de
una crisis de identidad. La crisis nunca es colectiva, ni epidémica; las
condiciones de una misma situación pueden implicar a varias personas, a la
comunidad, a un grupo, a toda la colectividad; pero la experiencia enseña que la
reacción es singular y de acuerdo con las peculiaridades caracteriales del
individuo. En la crisis de fe, el neurótico responderá con angustia, mientras
que el apático reaccionará con indiferencia; frente a la crisis eclesial o
institucional, el introvertido se hará, de manera reservada, su autocrítica,
mientras que el extrovertido se comportará con versatilidad e inquietud. Y así
sucesivamente. Según este punto de vista, la crisis es siempre superable con la
colaboración de la persona desde su propia interioridad.
II. Iluminaciones de la Biblia
Los textos griegos
de la Biblia no presentan nunca el verbo krino ni el sustantivo krisis
con el significado actual de "crisis" como situación personal atípica. Y en
las concordancias bíblicas latinas no aparece voz alguna acuñada a partir de tal
etimología. En la traducción latina, krinein equivale
a iudicare, iudicio contendere, aestimare, indicio
subiici, decernere, proponere, statuere.
Esta adopción de significados numéricamente reducidos, así como la exclusión de
otros —sin lugar a dudas inadvertida por parte de los autores bíblicos—, puede
equivaler para el lector de hoy a una elección y a una sugerencia.
Sin embargo, el
"hombre en crisis" llena también el mundo de la Biblia. Las crisis humanas no se
manifiestan con una palabra categórica; se describen más bien con imágenes y
mediante el análisis de los estados de ánimo. Los autores bíblicos narran las
crisis desde dentro de la persona, logrando resultados literarios,
introspectivos, anagógicos y parenéticos de alto nivel. Para leer las crisis de
los personajes de la Escritura, hay que trasladarse a su situación existencial,
liberarse de los condicionamientos culturales y léxicos, sentir la corriente de
hermandad y de igualdad, o al menos de analogía, que une a los habitantes del
pasado con los vivos del presente.
Según la visión
bíblica del mundo, el hombre no está condenado a la crisis, ni ésta constituye
para él un estado permanente. Sin embargo, la crisis sorprende al hombre desde
el alba de su existencia.
1. ANTOLOGÍA DEL AT
- Las páginas iniciales del libro del Génesis describen la primera y más
importante de las crisis humanas. La implicación cósmica a que dio lugar, según
la interpretación escriturística, podría inducir a calificarla como la única
verdadera crisis. La cuestión de Adán y Eva —la unidad-hombre (Gén 5,2)— puede
leerse haciendo uso de los conceptos agrupados en torno al vocablo crisis. La
crisis del cabeza de la estirpe es ontológica: da una valoración de la propia
esencia, así como de la de las demás realidades circundantes e incluso de Dios,
y ello bajo la presión de sugerencias discordantes con el modelo aceptado
anteriormente. La causa de tal crisis, cuenta la página bíblica, es escuchar la
voz del maligno, el cual empuja al hombre a repensar el sentido de la presencia
y de la acción de Dios y el sentido de las propias relaciones con él; es también
una crisis teológica. Es crisis frente a lo sagrado; Dios había calificado la
creación de muy buena (Gén 1,31), y esta valoración divina atribuía una
sacralidad a las esencias y a los fenómenos, pero el hombre expresa una
valoración y manifiesta una sensibilidad diferentes, que introducen en aquella
sacralidad elementos de perturbación. La creación de suyo no ha perdido la
bondad primera; es el hombre el que la percibe como no sagrada, es decir, fuera
de un proyecto salvífico de Dios. Las categorías psicológicas modernas
clasifican un tipo de hombre como el originario reconstruido por la Biblia, un
ser inseguro, que no había interiorizado las seguridades, insatisfecho,
vulnerable frente a la crisis de identidad. Adán y Eva son símbolos del hombre
que, interpelado por acontecimientos importantes, verifica su situación global
(cultural, existencial, religiosa, psicológica...) ante la realidad de Dios, del
cosmos y de sí mismo, y que se encuentra en una posición distinta de la que
precedió a la crisis; un hombre muy cambiado. Sin embargo, la clave
interpretativa del hagiógrafo es teologal: Dios lleva el desarrollo de la crisis
hasta una solución positiva. La tradición bíblica y la teología de la Iglesia
utilizan exclusivamente la misma clave, destacando que Dios ha mostrado su amor
al hombre hasta el punto de adoptarlo por hijo (1 Jn 3,1); reconociendo como
"necesaria" y "feliz" la crisis primordial por haberse cerrado con la salvación
mesiánica (Exultet de la vigilia pascual); realzando como único motivo de
la encarnación el proyecto de la redención
(S. Th. II.
q. 9, aa. 1, 2, 3), es decir, la salvación de aquella crisis. La primera
crisis humana es valorable como la más positiva.
Siguiendo el hilo
de la cronología bíblica, otros personajes representativos aparecen en el
horizonte de la historia. El primero es Abrahán. El acontecimiento que
imprime un giro a su existencia —el punto crítico— se llama vocación. Dios le
invita a abandonar el país, la patria, la familia paterna para emigrar a una
tierra extraña a su experiencia (Gén 12,1-2). Un episodio de transhumancia se
interpreta como acontecimiento crucial de una existencia individual y de todo un
grupo étnico. El otro acontecimiento crucial de la simbologla abrahámica es la
provocación cultual que exige el holocausto del hijo Isaac a la divinidad en el
país que lo acoge (Gén 22,1-19). Aparentemente, Abrahán es un introvertido,
taciturno receptor de órdenes: sin hacer objeciones, parte y, sin señales de
remordimiento alguno, se encamina a sacrificar a su unigénito, holocausto que no
se consuma. La crisis de Abrahán es institucional: el valor tradicional de
instituciones como la patria, los vínculos tribales, la inviolabilidad de los
cultos pasan por la criba de la interpretación autónoma del hombre que se libera
del condicionamiento impuesto por una sumisión acritica a aquellos valores. En
efecto, Abrahán abandona su etnia, no sacrifica en ningún altar al hijo, como se
acostumbraba hacer en la tierra de Canaán. La solución de esta crisis centrada
en el personaje de Abrahán —que no es ciertamente el único implicado en ella—
es, en el terreno de la historia, la aparición de un nuevo pueblo, con una
entidad autónoma, y, en el horizonte teologal, la clarificación de algunos
elementos del proyecto de salvación.
En el mismo marco
histórico y teologal se sitúan los acontecimientos de la vida de Moisés.
Pero el acontecimiento es el encuentro con Dios. Tras una dorada infancia y una
juventud vividas en la corte del faraón de Egipto, mientras, como mayoral de su
suegro, pasaba días de fugitivo resignado en la tierra de Madián, hételo
encontrándose con Dios. Es la epifanía del Horeb (Ex 3,1-4,17). Pero la atención
se centra en el hombre que vive la epifanía. El cual madura un conocimiento
inédito de Dios, conoce su "nombre", o sea, capta su sustancia personal. El
nombre divino es Yahvé, traducido por "yo soy el que soy" (Ex 3,14),
simplificado en "el que es". La intuición mosaica advierte la trascendencia de
Dios, su poseer el ser de forma absoluta; pero se percata también de su
participación en el hacerse de la historia; la revelación del nombre divino se
completa así: "Yo soy el Dios de tu padre; el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac
y el Dios de Jacob...; éste es mi nombre para siempre: así me llamaréis de
generación en generación" (Ex 3, 6.15). Este Dios de vivos y no de muertos (Mt
22,32; Mc 12,26-27) se compromete a sí mismo en la historia y compromete a
otros: el descubrimiento crucial de Moisés es haberse dado cuenta de que en
aquella circunstancia el comprometido era él. La página de la teofanía transmite
hasta cinco objeciones de Moisés (Ex 3,11.13; 4,1.10.13), cinco intentos del
hombre de eludir el compromiso. La crisis de Moisés alterna fases positivas y
fases atormentadas. Exultante es el descubrimiento del nombre divino, un
progreso en el conocimiento; molesta es la falta de confianza en si mismo (era
el punto fuerte de las objeciones): dos situaciones de crisis —crecimiento en el
conocimiento teológico, interpretación autolesionista del propio limite— que
traumatizan al hombre (el símbolo de cubrirse el rostro en la epifanía del Horeb:
Ex 3,6), pero no lo destruyen. De hecho, Moisés supera robustecido la cuesta de
la crisis e imprime un giro de valor determinante a la teología bíblica y a la
historia de Israel.
El éxodo de Israel
de la esclavitud egipcia y el camino por el desierto hacia la libertad,
identificada con la tierra de Canaán, que es preciso conquistar, son un símbolo
expresivo del trazado dialéctico de una crisis. Desde la euforia por el éxito
sorprendente de la dura tarea de la emancipación, que culmina en la fiesta (Ex
15,1-18), hasta los encuentros con vicisitudes insólitas, el pueblo y sus
personajes eminentes parecen acosados por la necesidad de verificar día tras día
la consistencia de la fe, el mantenimiento de la fidelidad a la alianza, la
sensibilidad religiosa y social; también el salmista interpreta esa vuelta al
nomadismo ancestral, esa estrategia inusitada, como una tentación, como una
prueba (Sal 95,8-11), una crisis en cadena, al final de la cual llega la
estabilización como consecuencia del logro de los objetivos.
La historia de
Israel prosigue convergiendo siempre en su típico camino teándrico. A lo largo
del camino del hombre, en los doce siglos transcurridos desde la instalación en
Palestina hasta los umbrales del acontecimiento mesiánico, los libros de la
Sagrada Escritura trazan diversos retratos que se pueden analizar e interpretar
como de personas en situación de crisis. Samuel se presenta como el
hombre de la crisis institucional; es el último de los jueces, cierra los cerca
de ciento cincuenta años de régimen de las autonomías locales, sustituido por el
advenimiento de la monarquía, reclamada por los representantes de Israel,
atormentados por el complejo de inferioridad frente a los pueblos circundantes,
gobernados por un rey, que a ellos les faltaba (1 Sam 8,4-22). Saúl,
primer rey de Israel, es el hombre de la crisis dinástica; por una valoración
estratégica errónea, la corona real le será quitada a su familia (1 Sam
15,10-31: interpretación teológica). David es el elegido para sustituir a
Saúl. Se trata de un acontecimiento imprevisto para el joven, acontecimiento que
sacude su existencia y le lleva de la despreocupación bucólica a las
tribulaciones de la convivencia en la corte del adversario y a la
responsabilidad política de la sucesión. Dos son los hechos decisivos tras la
subida de David al trono. Uno el oráculo del profeta Natán, que refiere el
proyecto de Dios de vincular a la genealogía del rey la descendencia mesiánica:
acontecimiento al que David corresponde aumentando su fe y confianza en Dios,
cosa que demuestra y exterioriza en la oración (2 Sam 7,1-29). El otro es el
pecado de homicidio y de adulterio (2 Sam 11,2-27): crisis frente a los valores
morales, a los que él, al detentar el poder supremo, creía no estar sujeto;
crisis que asume las tintas de lo "desagradable a los ojos del Señor" (2 Sam
11,27) y se convierte en una verificación autocrítica que, bajando al fondo del
espíritu y del inconsciente, sondea todos los pliegues de la propia personalidad
(con la mediación critica del profeta Natán), para concluir con un juicio de
autoacusación (Sal 51,1-21) que se resuelve en una conversión continuada de la
existencia.
Su sucesor,
Salomón, exaltado con énfasis por sus contemporáneos (1 Re 5,9-14; 10,23-25)
y por los sucesivos hagiógrafos (Eclo 47,12-20), considerado por la tradición
hebrea como el rey más ostentoso (Mt 6,29), traza en el tiempo un gráfico
decreciente, pasa a través de una crisis en la fe (igual a los ídolos con Yahvé)
y en la moralidad (contrae matrimonios ilegales y perniciosos). Salomón lleva el
reino a su máxima degradación; tras él, estalla una crisis constitucional
incurable, que acaba haciendo añicos la unidad de los dos reinos, Israel y Judá.
Graves crisis
arrollan a ambas colectividades (invasiones, deportaciones y destierros por
parte de ejércitos mesopotámicos, destrucciones) y a sus guías, ya se trate de
políticos o de reyes, ya de autoridades religiosas o de profetas (los conflictos
interiores de Jeremías, la desconfianza de Elías...). Las desgracias del pueblo,
según la interpretación profética, son castigo de Dios, una prueba para que el
resto purificado reanude el camino de la fidelidad a la alianza. En esta
historia dramática, el único rigurosamente fiel es Dios, el cual sigue tejiendo
su parte de acontecimientos salvifiicos,incluso sirviéndose de personas que
intervienen para resolver situaciones de peligro para la colectividad, como
Judit y Ester, símbolos de la salvación imprevisible; como el persa Ciro,
enviado por Dios para decretar el retorno del exilio (2 Crón 36,22-23; Esd
1, 1-5). Este retorno inicia otros siglos de contradicciones entre bienestar y
precariedad, entre fidelidad y decadencia individuales y colectivas. También los
libros sapienciales son ricos en símbolos legibles según los parámetros de una
situación de crisis, que ellos teorizan (por ejemplo, Job, la posición cultural
del Eclesiastés, etc.).
La constelación de
crisis individuales que se narran en el AT, expande una luz unitaria: el
desenlace positivo y benéfico. Desenlace favorable que afecta a la persona
protagonista de la crisis y a sus contemporáneos; desenlace que, en una
perspectiva más amplia, se refleja en el futuro y en la colectividad entera. Es
la clave teologal del optimismo motivado por la existencia y el descubrimiento
de un proyecto de salvación.
2. ANTOLOGÍA DEL NT
- En los libros del NT, el mensaje de las crisis individuales —sin excluir las
más difíciles—asume una coloración más tranquilizadora aún. Son simbólicos sobre
todo algunos personajes. María de
Nazaret responde a la interpelación de Dios después de haber verificado,
mediante un prolongado análisis introspectivo, la intuición relativa a su futura
y singular maternidad, como se desprende del género literario de la narración de
la anunciación (Lc 1,26-38). La declaración de disponibilidad: "He aquí la
esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38), resuelve un proceso
de clarificación con la exactitud más absoluta. La palabra de Dios, desde aquel
momento, es el sendero ascensional que orienta su existencia y resuelve también
las situaciones más críticas. Algunos símbolos del AT reviven en ella, la nueva
hija de Sión morada del Señor (Zac 2,14; 9,9), la sierva de Yahvé en la que
habita el Espíritu del Señor (ls 42,1). La palabra de Dios determina su
existencia. María conserva y considera en su corazón las palabras asombrosas
pronunciadas por los pastores de Belén sobre su hijo recién nacido (Lc 2,19).
En el templo de
Jerusalén, María (con José) se asombra por las palabras de Simeón pronunciadas a
propósito de Jesús (Lc 2,28-33; el autor no apunta emoción alguna tras las
palabras del anciano a la madre: Lc 2,34-35). María (con José) se asombra
nuevamente por la actitud de Jesús a sus doce años con los doctores del templo y
no comprende la respuesta de su hijo a la angustia con que lo han buscado (Lc
2,48-50 y contexto). María conserva en su corazón todos los acontecimientos en
cuyo centro está Cristo (Lc 2,51): para comprender, para progresar en la fe,
mira siempre a Cristo. La palabra de Dios guía las opciones que a ella le
conciernen, así como las consecuencias de las decisiones inspiradas por su
esposo José, las cuales llevan a lo que no estaba previsto (Mt 1,24 y contexto;
2,13-23). La palabra de Dios se interioriza profundamente en ella: así lo
certifica Simeón en el templo con el símbolo de la espada (Lc 2,35), con la que
se compara la palabra (Heb 4,12; cf Ef 6,17; Ap 1,16): así lo asegura Jesús
maestro, al declarar bienaventurados, es decir, discípulos suyos auténticos, a
quienes como María escuchan y ponen en práctica la palabra (Lc 8,20-21;
11,27-28). La coherencia rectilínea de esta conducta de María la lleva, con unos
pocos discípulos fieles, al Calvario, a los pies de la cruz de Jesús (Jn
19,25-27). La sombra que cubre a María es alegoría eficaz de su afán por
descubrir la luz; el contexto global del evangelio nos hace ver que su camino no
fue un camino sin luz y sin entusiasmo; María avanzó en la peregrinación de la
fe (LG 58), progresó constantemente en la fe, en la esperanza y en la caridad
(Marialis eultus 56). La reflexión teológica y el culto celebran el
resultado positivo de su existencia.
Mientras el reino
de Dios se acerca con apresuramiento (Mt 3,2; énghyken), un hombre justo
y en el lugar justo prepara su camino: Juan el Bautista es alguien que
pone en crisis. Marcado él mismo por una emoción prenatal (Lc 1,41.44), habiendo
optado radicalmente por un ascetismo monástico, cosa no insólita pero que a él
lo llevó desde muy joven al desierto (Lc 1,80), donde llevaba una existencia
austera y penitente (Mt 3,1.4; Mc 1,4,6; Lc 3,1-2), y tras haber sido anunciado
por los profetas como el mensajero de la voz que grita (Mt 3,3; Mc 1,1-3; Lc
3,4) y como profeta del Altísimo (Lc 1,76), proclama a todos el "acontecimiento":
la cercanía delreino de Dios. Lcs pide a todos que se pongan en crisis. Insiste
en la necesidad de autocriticarse, de verificar las propias convicciones en
cuestión de fe y de ética, de convertirse (Mt 3,7-12; Mc 1,4; Lc 3,3.7-18).
Parece un hombre de ideas claras y de convicciones firmes y coherentes (Jn
1,19-28; Mt 14,3-11; Mc 6,17-28); su fe mesiánica se presenta segura; su
testimonio, luminoso (Jn 1,7-8; 15,29-34). Es un hombre madurado en la
meditación y en la austeridad de los desiertos. Sin embargo, frente a Cristo se
esfuerza en resaltar la propia indignidad, que Jesús no admite (Mt 3, 13-15) e
incluso rechaza, declarándole el más grande entre los nacidos de mujer, el Elías
que había de venir (Mt 11,11-14): es un momento de falta de confianza en sí
mismo. Y frente al comportamiento de Jesús, distinto de como él lo había
supuesto (Mt 3,11-12), se interroga sobre su propia capacidad para valorar los
signos mesiánicos: una sombra más de desconfianza en sí, pero no en Jesús, al
cual hace llegar su pregunta, demostrando fiarse completamente de cualquier
respuesta que él le envíe (Mt 11,2-6; Lc 7,18-23).
La crisis que el
Bautista provoca en la existencia de su público es saludable; es preparación
para acoger al que ha de venir, el cordero de Dios que toma sobre sí el pecado
del mundo (Jn 1,29), el Nazareno que prosigue la predicación, reanudándola con
las palabras que Juan había interrumpido: "Se ha cumplido el tiempo, y el Reino
de Dios es inminente. Arrepentíos y creed en el Evangelio" (Mc 1,15; cf Mt
4,17). El estilo de Jesús es diverso, pero tiende al mismo objetivo, el de poner
en crisis: interpelar al hombre, verificarlo, probarlo.
La prueba implica
a Jesús
mismo. Las tentaciones constituyen un signo
precioso; son como recorrer de nuevo la historia espiritual del antiguo Israel
en el desierto; son como anticipar pedagógicamente las crisis de todo futuro
discípulo. Las tentaciones satánicas se sitúan en el cruce de acontecimientos
decisivos en la existencia de Cristo, entre el abandono de la vida privada de
Nazaret y la fase del profetismo itinerante (Mt 4,1-11; Mc 1,12-13; Lc 4,1-12).
La tentación en la que media su amigo y apóstol Pedro, ocurre en otro giro
crucial, cuando Jesús "tomó consigo a los doce discípulos aparte y les dijo:
Mirad, subimos a Jerusalén" a la cita con el fin trágico e inesperado (Mt 20,18;
Mc 8,31-33). La analogía de las dos tentaciones estriba en la idéntica propuesta
de apartarse de la ejecución fiel del proyecto de la redención. Satanás en el
desierto le propone otras vías, diversas de las de Dios, para conseguir los
mismos objetivos de éxito y de dominio; Pedro intenta librarle de la "locura de
la cruz" (1 Cor 1,18). A Satanás le replica Jesús con calma, dialogando sin
compromisos, motivando su elección con la claridad de la palabra de Dios tomada
sin equívocos ni tergiversaciones. Frente a Pedro, que protesta (Mt 16,22) y le
reconviene (Mc 8,32), el Señor reacciona airado y sentencioso: "Volviéndose, le
dijo: ¡Lejos de mi, Satanás!, pues eres mi obstáculo, porque tus sentimientos no
son los de Dios, sino los de los hombres" (Mt 16,23; cf Mc 8,33). Pedro ponía en
crisis lo que de más precioso había para Jesús: hacer la voluntad del Padre,
motivo central e irrenunciable de su presencia en la historia (Jn 6,38); el
contenido de su vocación, que lo realiza a través del anonadamiento de la cruz,
temido hasta el último momento, pero no esquivado (Mt 26,39. 42.44; Mc
14,35-36.39; Lc 22,42 y contextos), pero también a través de la glorificación de
la resurrección. "Aunque era Hijo, aprendió, por lo que padeció, la obediencia;
y, hecho perfecto, se convirtió para todos aquellos que le obedecen en principio
de salud eterna" (Heb 5,8-9).
Pedro mismo cae
en el centro de algunas situaciones críticas. Especialmente fue dolorosa su
negación de Jesús en el delicado momento del proceso. Jura que no conoce a aquel
hombre y niega pertenecer al grupo de sus discípulos (Mt 26,69-75; Mc 14,66-72;
Lc 22,54-62; Jn 18,15-18.25-27). A pesar del aviso anticipado de Jesús (Mt
26,31-35; Mc 14,27-31; Lc 22,31-34; Jn 13,36-38), Pedro se siente seguro y
parece que no quiso prestar oídos a la advertencia del maestro; los evangelistas
no consignan ninguna reacción a tal advertencia por parte del extrovertido
cabeza de grupo. La crisis de fidelidad explota de repente, fulminada por
episodios imprevistos. Sin embargo, acechaba oculta entre los pliegues de la
presunción: Pedro —invitado con Santiago y Juan a permanecer junto a Cristo en
el momento difícil de la "hora"— no vigila ni reza para no caer en tentación,
como Jesús pedía que hicieran y él mismo hizo (Mt 26,34.40-41; Mc 14,34.37-38;
Lc 22,40). También el líder de los discípulos huye cuando Jesús es apresado (Mt
26,56; Mc14,50), aunque no sin antes haber intentado una veleidosa resistencia (Jn
18,10; cf Mt 26,51-54; Mc 14,47; Lc 22,49-51). La crisis evoluciona rápidamente
—él es el hombre de los altibajos rápidos, de las crisis violentas y breves—,
pues cuando consigue valorar su propia situación concreta, iluminada por la
mirada de Jesús (Lc 22,61) y verificada conforme a su palabra (Mt 26,75; Mc
14,72; Lc 22,60-66), llora amargamente. Haber cedido a la tentación no echó a
perder el corazón del discípulo, nuevamente generoso en su amor hacia el Señor (Jn
21,15-17).
Tenebrosa es la
crisis de Judas. La interpretación de los cronistas evangélicos es
pesimista. Las anomalías del carácter de este hombre de Keriot se muestran
retrospectivamente: después de los hechos, es identificado como ladrón (Jn 12,6)
y como traidor (He 1,16; Mt 10,4 y 26,14-16.20-25.47-50; Mc 3,19 y
14,10-11.18-21.43-46; Lc 6,11 y 22,3-6.21-23.47-48; Jn 13,21-30 y 18,2). Según
la lectura tradicional, el juicio de Jesús sobre él ("¡Ay de aquel por quien el
Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valiera a ese hombre no haber nacido!', Mt
26,24) no deja escapatoria; el desenlace de la crisis es la perdición (Jn
17,12); es una interpretación difundida ya en la primitiva comunidad de
Jerusalén (He 1,16-20). La literatura exhibe algún intento de rehabilitación.
Judas es protagonista de una crisis total, que descompuso todo valor ideológico
y existencial. Por eso su arrepentimiento por haber pecado entregando la sangre
inocente no es una autocrítica regeneradora, sino una elección de muerte, un
acto decisivo hacia un desenlace destructor: se quitó la vida (Mt 27,3-10; He
1,15-20). Aplicando la metodología analítica de la psicología profunda, la
actitud de Judas cabría en algún esquema explicativo. En el horizonte del
evangelio se presenta como la única crisis negativa e inexplicable.
En el ámbito de la
historia pospentecostal, a los discípulos de Jesús, veteranos y neófitos, no se
les escatiman situaciones de crisis, a pesar de que Jesús les asegurara que
estaría con ellos todos los días hasta siempre (Mt 28,20), cooperando con ellos
y confirmando su palabra con señales (Mc 16,20); a pesar de su fe en la
presencia del Espíritu de Cristo (Jn 14,16-17; 16,13); a pesar de vivir en
presencia de un Padre amoroso (Jn 14,23). Se trata de las persecuciones (He
4,1-21; 5,17-40; 6,8 - 8,3; 12,1-19, etc.),
de las
incertidumbres a la hora de tomar determinaciones (He 10,1-11.18), de las
controversias doctrinales (He 15,1-35)-Entre los personajes destaca Pablo de
Tarso. Su crisis en la fe es rectilínea; sigue un camino casi de manual.
Decidido en su fe en el hebraísmo, seguro después en su fe en el cristianismo.
Su certeza rabínica se ve sacudida por el encuentro imprevisto con Cristo, en el
momento crucial de su existencia. Jesús lo atrapa e interpela en el curso de una
misión persecutoria contra los secuaces de la nueva doctrina (He 9,1-19): es
éste un encuentro indeleble en su psicología (He 22,5-16; 26,9-18; Gál 1,12-24).
Un fulgor lo abate (He 9,3); no se sustrae a la verificación, porque reza (He
9,11); en seguida anunciando a Jesús como hijo de Dios, experimenta su propia
capacidad de ser o no creíble (He 9,20.22); acepta el riesgo de la conversión
(He 9,23-25.29; 26,21, etc.); soporta la desconfianza de los primitivos
cristianos (He 9,26); confronta su evangelio con la posición de los apóstoles (Gál
1,18); procede con fidelidad en su opción por el apostolado hasta el final (2
Tim 4,7): no desobedece a la visión (He 26,19). La conversión cambia los
contenidos de su fe; no destruye su personalidad, porque Pablo pone a
disposición del anuncio salvífico y liberador toda su potencialidad. También su
crisis fue un tránsito pascual.
Esta clave de
lectura, obviamente, no excluye otras a la hora de interpretar vicisitudes y
personajes bíblicos, que, por lo demás, siempre son simbólicos.
III. Situaciones
de crisis
La historia
contemporánea presenta situaciones de crisis actualizadas, mas sustancialmente
son iguales a las del pasado; la vida del espíritu revela analogías mayores y
extrae enseñanzas luminosas de las vicisitudes de la historia de la salvación y
de la experiencia de los hombres y mujeres de la Biblia, "cuyo nombre vive por
todos los siglos" (Eclo 44,14). La ejemplaridad del mensaje bíblico, cuando éste
llega a través de la interpretación sapiencial o de una existencia común, es
debida a la calidad única de las Sagradas Escrituras, consistente en ser
profecía, la cual "no fue proferida por humana voluntad en los tiempos pasados,
sino que, impulsados por el Espíritu Santo, hablaron los hombres de parte de
Dios" (2 Pe 1,21).EL HOY ESTÁ EN
CRISIS - El hombre es el protagonista del movimiento de la historia; se
mueve sobre líneas de evolución y de involución, pero no se transforma
sustancialmente. Esta humanidad se hermana con la del pasado y vive hoy sus
propias crisis individualizadas en cada persona y en las colectividades.
Es común la
convicción de que el tiempo actual representa un giro decisivo por lo que
concierne a los contenidos de la civilización. Por tanto, nuestro tiempo es
tiempo de crisis. Muchos definen el estilo de la convivencia humana
contemporánea como una sociedad en transformación. Las ciencias antropológicas y
afines están analizando la evolución de la crisis generalizada, que abarca a
nivel planetario las ideologías, la política, la economía, la técnica, la
ecología, la religión, el humanismo en su globalidad. Sin embargo, la crisis no
se da fuera, sino dentro del hombre; son sus causas las que a veces son
externas, así como en ocasiones son extrínsecos sus efectos; también hoy importa
la crisis del hombre, que es siempre crisis de identidad. Siguiendo
retrospectivamente las constantes de la crisis del hombre, las valoraciones
cristalizan en torno a dos orientaciones: la pesimista, que considera los
desenlaces preferentemente deletéreos o al menos obstaculizadores; la optimista,
que lee toda transición, así como la fatiga correspondiente, como una etapa más
en la búsqueda de realizaciones más válidas. La visión teológica de las
vicisitudes de los hombres no puede detenerse en el pesimismo; su metodología es
el optimismo guiado por el realismo.
2. CRISIS POSITIVA
DEL HOMBRE HISTÓRIco - La vida espiritual no es una realidad separada de la
existencia, sino un aspecto del hombre integral. El camino del hombre sigue una
línea ascensional y evolutiva. En todo desarrollo surge la crisis. Ella
estimula, casi como una necesidad existencial, incluso el desarrollo espiritual.
El campo de lo espiritual es amplio, y en cualquiera de sus sectores puede
producirse una crisis que lo vitaliza. Tampoco aquí la fatiga significa
desgracia o ruina, sino que es más bien itinerario pascual de muerte hacia la
vida.
La hagiografía
cristiana es, entre otras cosas, toda una documentación convincente del
desenlace positivo de las crisis del hombre. El método que se emplea para
investigar la historia de lasantidad en la Iglesia es el mismo que usamos para
la Biblia. Cada figura es una ejemplaridad y un capitulo.
El egipcio san
Antonio (ca. 250-365), fundador del monaquismo, imprime un giro ascensional
a su existencia cristiana cuando se siente impresionado por la exhortación
evangélica a abandonarlo todo para seguir a Cristo (Mt 19,21); en su situación
interior, quizá inexplicable, del momento, valora una palabra, probablemente no
nueva, de un modo diferente, como una interpelación nominal que lo pone en
crisis, a saber, frente a la comprensión de nuevos valores sobre los que edifica
la existencia sucesiva. La escucha totalizante de la palabra del Señor es el
sentido simbólico de esta crisis.
San Agustín
(354-430) arriba a la paz del espíritu a través de prolongadas crisis, sobre
todo culturales y morales. Su existencia fue una interpelación sin tregua de la
fe, una búsqueda tenaz de Dios, como lo atestiguan en particular las
confesiones, que se abren casi modulando el diapasón con el célebre
aforisma: "Señor, inquieto está nuestro corazón mientras no descanse en ti".
San Jerónimo
(340/45-420) constituye otro ejemplo de inquietud sobre todo existencial y
cultural. Vive los contenidos del cristianismo en exasperadas contradicciones,
que arraigan en su carácter dificil, nunca definitivamente pacificado. Sin
embargo, su existencia fue laboriosa y fecunda, en ocasiones de un ascetismo
ejemplar.
San Francisco de
Asís (1181/82-1226) imprime un giro decisivo a su cultura y a la vida con la
conversión evangélica: cotejando su vida con el mensaje de Jesús, decide
seguirlo literalmente "sine glossa, sine glossa, sine glossa", según prescribe
también a sus seguidores, a los que había dado la misma regla de vida.
En los mismos
decenios de reflorecimiento monástico, el grupo florentino de los siete santos
fundadores emprende el camino de la conversión evangélica, concretado también de
manera visible en la elección alternativa entre familia individual y fraternidad
monástica, entre bienestar comercial y pobreza radical, entre inserción en la
vida ciudadana y retiro eremítico a los bosques de los alrededores, de los que
vuelven renovados para estabilizar su opción en la institución a que dan vida,
la orden de los hermanos Siervos de María.
El desenlace de la
crisis de san Ignacio de Loyola es una conversión evangélica (1491-1556):
después de descubrir a Cristo a través del evangelio, revisa su propia
interpretación de los valores, abandonando la mundanidad y las frivolidades por
los compromisos eclesiales. Sus experiencias místicas forman la trama de la
propuesta que ha tomado el nombre de su libro, los OEjercicios
espirituales, empleados hasta la absolutización durante cuatro siglos.
Hermanos en una
mística aventura, santa Teresa de Avila (1515-1582) y san Juan de la
Cruz (1542-1591), incluso sólo con sus obras de teología espiritual
documentan la validez de un itinerario duro ya por dificultades del ambiente ya
por crisis interiores, resueltas con su tender perseverante hacia Cristo. Son
expresivos algunos títulos: Camino de perfección, Castillo interior, de
la reformadora carmelitana; Subida del Monte Carmelo, Noche oscura del alma,
Cántico espiritual, Llama de amor viva, del hermano carmelita.
En el campo de la
mística surgen otras floraciones, como las santas mujeres Brígida de Suecia
(1302/3-1373), Catalina de Siena (1347-1380), Margarita María
Alaco que (1647-1690), Verónica Giuliani (1660-1727), Gema Galgani
(1878-1903)... También es copiosa la literatura biográfica de contemporáneos
que han cortado de forma tajante con su pasado, como "convertidos", o que se han
distinguido por haber dado giros radicales de sello cristiano, logrando todos
alcanzar la orilla de una existencia reconciliada y fecunda. Aunque no contamos
con documentos que den fe de ellas, ahí están también las innumerables crisis de
hombres sencillos que les convierten en nuestros hermanos y compañeros de
camino. Pues, incluso a través de la crisis, la persona se realiza en la
santidad.
3. CRISIS EN LA
VIDA ESPIRITUAL - La crisis espiritual puede concentrarse en algunos sectores de
analogías.
a) Crisis
teologal. El vocablo teologal lleva a Dios como punto de proveniencia
de una realidad ("teológico", en cambio, indica a Dios como punto de
llegada, sobre todo por lo que se refiere al conocimiento). En el ámbito de la
teología se inscriben la fe, la esperanza y la caridad, denominadas
tradicionalmente virtudes teologales justamente porque son un don de Dios. La fe
es un carisma (1 Cor 12,9). La caridad viene de Dios (1 Jn 4,7). La esperanza
acompaña a la fe y a la caridad como don de Dios (1 Cor 13,13). Dios es fiel y
no se arrepiente de sus dones (Rom 11,29; Sant 1,17). Por eso no responden a la
verdad las afirmaciones corrientes: "perder la fe", "no tener esperanza", o la
menos frecuente "estar sin caridad". El bautismo es signo eficaz, injerto de una
vida indeleble. La crisis teologal no es crisis de fe, de
esperanza, de caridad, sino crisis en la fe, en la
esperanza, en la caridad. Toma cuerpo no como muerte de los dones, ni
como atrofia de su indestructible dinamismo, sino como calidad y cantidad
individual de fidelidad.
La crisis como
duda, como búsqueda, como pecado no produce la cancelación de los contenidos de
las virtudes teologales. Pues son los mismos contenidos los que nos guían e
indican el camino a recorrer para recuperar plenamente el contacto con ellos. A
veces es conveniente pasar a través de las quebradas de la crisis teologal para
sacudir agnosticismos, perezas y apegos. Entonces se descubre que las virtudes
son valores que acreditan desde dentro nuestra visión del mundo y las
motivaciones de nuestro obrar. Sus contenidos se deshacen de nieblas y
vaguedades, percibiéndose cada vez más su densidad. La fatiga de la crisis no es
esa ligera molestia ocasionada por algún interrogante que afecte periféricamente
a los contenidos; es el tormento que producen la sensación de vacío y de
oscuridad, y la turbación ante las vertiginosas lejanías hacia las que se
precipitan los pensamientos, así como la desilusión ante el silencio de Dios.
Pero Dios no está ausente; no habla con el lenguaje deseado y sugerido por el
hombre, pero sí con signos autónomos que éste ha de descifrar.
Una crisis
auténtica en la fe no consiste en alejarse de Dios, sino en abismarse en su
mundo: adentrarse en una comprensión profunda de su misterio, la cual nunca será
total, pero sí la suficiente para una persona determinada en un momento
determinado. Una crisis auténtica en la esperanza es revalorización del
misterio, de lo invisible y de lo no sensible: sobrepasar las propias
adquisiciones y experiencias a la vez que se esperan otras más próximas siempre
a la escatología. Una crisis auténtica en la caridad no es un episodio de
desamor hacia el prójimo, ni de indiferencia hacia Dios, sino una purificación
mística: la búsqueda de una ascensión al nivel de la vida de Dios, que es
caritas. La "crisis mística" (cuya expresión verbal se repite a veces) no
toca la esfera de lo sentimental, no consiste en fenómenos depresivos: es un
desarrollo serio de la propia relación con los contenidos teologales, sobre todo
de las virtudes.
En el cauce de lo
teologal se coloca también lo sagrado. Muchos afirman hoy en día la "crisis de
lo sagrado". En realidad, es la crisis del hombre frente a lo sagrado. Los
contenidos de lo sagrado permanecen objetivos; lo que cambia es la valoración
que se hace de los mismos. Es preciso distinguir: el abandono o la negación de
lo sagrado es diferente de una crisis frente a lo sagrado; sin embargo, aquéllos
pueden ser un desenlace de la crisis, mas no ineludible. Posiciones culturales
recientes, como la "teología de la muerte de Dios" o la "desacralización", han
provocado una toma de conciencia e inducido a opciones: he aquí una causa de las
crisis frente a lo sagrado. La absolutización de lo sagrado, su relegación a los
recintos de los tabúes, las exageraciones de sus privilegios le han restado
credibilidad y vuelto poco útil en la ciudad terrestre. La crisis estimula a
verificar las posiciones individuales y colectivas frente a lo sagrado; induce a
desentrañar los valores; fuerza a eliminar las sobreestructuras, no raras veces
fatigosamente. Algunas posiciones culturales desmitizantes, a las que a veces se
trata con escandalizada superficialidad, poseen, no obstante, una dosis de
eficacia debido a sus interrogantes y sus propuestas de desplazar el ángulo
visual de lo sagrado porque "Dios no es así". La crisis no le quita
los fundamentos a lo sagrado; lleva a elegir, de entre lo transitorio, lo que
prevalece y, de entre lo contingente, lo que es absoluto. La crisis frente a lo
sagrado afecta más bien a las formas de mediación y a las manifestaciones
expresivas, sobreestructuras ciertamente necesarias, mas susceptibles de
relativización.
La crisis teologal
no es pecaminosa, no es la pérdida de los valores, no es el naufragio de la vida
espiritual: más bien constituye una ocasión de desarrollo místico y de
crecimiento espiritual.
b) Crisis ética.
Las motivaciones del comportamiento y los valores morales cambian. Crisis es
la búsqueda fatigosa de sustituciones más válidas y puestas al día, no la
pérdida dolorosa y perniciosa de las esencias. Insistentemente se hacen
preguntas sobre el sentido del pecado, que se teme perdido. El pecado tiene dos
ramificaciones. El pecado-episodio, el cual consiste en un hecho concreto, en un
acaecimiento temporal, como los pensamientos, las palabras, las acciones, las
omisiones (Ex 20,1-17; Mc 7,20-23; Gál 5,19-21). El pecado-situación es un modo
de ser, una actitud, el estado general cotidiano: oposición al plan de Dios (Jn
15,22-24; Rom 2,12-16; Heb 3,12-14), mentira y contradicción (Gén 3,1; Jn 8,44;
18,37-38; Ef 4,14), tiniebla (Jn 1,5-9; 3,18-21; 9,4-5; 12,35-36; Lc 11,35; 1 Jn
1,5; 2,10-11; Ef 5,8-10). La crisis se identifica con la autocrítica y su
desenlace lleva a la conversión. El camino de la conversión pasa a través de la
purificación (descubrir con realismo los propios desequilibrios y
rectificarlos), a través del cambio (modificar incesantemente visión del mundo,
mentalidad y comportamientos con relación a las intenciones y motivaciones de
Dios), a través del retorno (volver a entrar en la órbita del plan originario de
la salvación), a través de la confrontación con la palabra de Dios, buscada
dondequiera que se manifieste. La crisis no es, pues, alienación, ni
despersonalización, ni abdicación, sino proceso de maduración y de crecimiento
hacia la edad adulta según la medida de Cristo (Ef 4,13), redescubrimiento y
revalorización de lo humano como imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26-31). En
esta dimensión positiva de la crisis ética, el hombre no está solo, porque junto
a él obra Dios, fiel y justo, que perdona los pecados y purifica de toda culpa
(1 Jn 1,9). El perdón de los pecados no es simplemente una absolución, sino
posibilidad —eficaz, si se acepta totalmente— de no pecar, porque en quien es
hijo de Dios habita un germen divino (1 Jn 3,9). La crisis determina una
renovación a nivel cultural y una mejora en el ámbito existencial.
[>Conversión;
>Creyente IV, 1; >Pecador/pecado; >Penitente; >Pecado en la inculturación
actual].
c) Crisis
institucional. Instituciones, en el
horizonte de la espiritualidad, son las realidades estables fundadas por Dios
como espacio para la expansión personal y colectiva de la humanidad. Son, en
particular, la familia, la Iglesia, los sacramentos, entre los cuales está el
sacerdocio. Instituciones son también las realidades establecidas en la Iglesia
como deducciones del mensaje evangélico; por ejemplo, la."vida consagrada, o
vida religiosa. La crisis respecto a ellas se refiere no a la idea expresada por
Dios, sino al modo de concebirla y de concretizarla, que es quehacer del hombre.
En situaciones culturales modificadas, la persona humana se interroga sobre la
autenticidad de la propia interpretación y sobre la validez de las estructuras
que hacen visible la sustancia de las instituciones. La crisis que se detiene en
la superficie y en lo transitorio no es suficiente, porque de ordinario se
limita a reclamar una apresurada demolición de las estructuras. Esta actitud no
es crisis auténtica, sino iconoclastia, con la cual la teología espiritual
—distinta de la apologética y ajena a metodologías de contestación— no entra en
diálogo; sólo puede tomar constancia de ella. Desmantelar la familia, abandonar
la Iglesia, repudiar los sacramentos, despreciar o dejar el sacerdocio
ministerial o la vida religiosa, etc..., serían desenlaces anormales para una
crisis auténtica; para valorarlos o corregirlos pueden intervenir otras
metodologías. La teología espiritual siente que dialogar es de su competencia
cuando la crisis es sincera búsqueda por comprender cuanto tenga una real
importancia, y esfuerzo de maduración a través del encuentro con los valores.
Frente a la crisis
institucional, la espiritualidad desplaza los términos del problema sobre la
persona, e invita, sobre todo a quien esté situado dentro de cualquier
institución, a interrogarse con disponibilidad autocrítica, en primer lugar, y
con sentido crítico, luego.
aa) "Crisis de
la familia", "familia en crisis": son expresiones
inexactas. Algunas estructuras familiares no están ya en condiciones de
resistir, pero se trata de contingencias desfavorables derivadas de las
ideologías sobre las cuales se funda la sociedad (por ejemplo, consumismo,
carrera del éxito, predominio del valor económico, permisividad...), o bien de
la pasividad connivente de las personas de la familia. El valor sustancial de la
familia, lo mismo en el ámbito social que en el de lo espiritual, sigue
resistiendo, y no en el inmovilismo, sino en el dinamismo de los contenidos. El
cristianismo ha confirmado la validez de la relación familiar a través del
sacramento. El magisterio ha aclarado el sentido teologal de la familia,
definiéndola "iglesia doméstica" (LG 11), "santuario
doméstico de la Iglesia" (AA 11), no como aposición nominalista, sino como
propuesta de valores redescubiertos y como principio de importantes
consecuencias incluso existenciales y de comportamiento. La liturgia del
matrimonio ha renovado el ritual, dando relieve a ambos esposos en cuanto
protagonistas del sacramento, y ofrece pistas ascéticas muy valiosas para
proseguir el camino conyugal. La pastoral familiar actualizada compromete, a
partir del noviazgo, en una toma de conciencia progresiva a las personas que
constituyen la familia; ésta no es sólo meta de la evangelización, sino
contemporáneamente un punto de partida (AA 11; Evangelización y
sacramento del matrimonio,
documento de los obispos italianos, 1975). Estas y
otras etapas son el desenlace de una crisis institucional.
Las personas pueden
encontrarse en situaciones de crisis sobre todo frente a la propia familia. Se
dan las pequeñas crisis ocasionadas por las tensiones ordinarias de la
convivencia. Se dan las grandes crisis que atacan, en el terreno existencial,
los valores fundamentales, como el amor, la fidelidad, la creatividad, la
sexualidad. Si no se rechazan en bloque, los valores recobran densidad y
atractivo. A veces, el estado de crisis se prolonga, por lo que el sufrimiento y
la fatiga que implica la búsqueda de un nuevo equilibrio, se intensifican.
Aunque sería de desear, no siempre se produce una conclusión rápida.
bb) "Crisis de
la Iglesia": es otra expresión inexacta. La Iglesia basa su propia consistencia
en Cristo como piedra angular (Ef 2,20); él le ha garantizado la
invulnerabilidad (Mt 16,18). Esta constitución escapa a los efectos de las
variables humanas, las cuales pueden deducir de ahí estímulos a la fidelidad, o
pueden convertirla en instrumento para fabricar seguridades ficticias y para
empresas injustificadas. La "crisis de la Iglesia" es la infidelidad de sus
miembros, y por este motivo la Iglesia "necesita siempre purificación" (LG 8).
Esta renovación, reconocida como necesaria, se extiende a lo largo de todo el
ámbito de la Iglesia. Renovación es el desenlace de una crisis de
crecimiento. El Vat. II, si bien define a la Iglesia como "misterio" (LG c. 1),
ha explicado con claridad a los fieles y al mundo su naturaleza y su misión
universal (LG 1). Esta claridad es un proceso de crecimiento cultural y
eclesial. Ordinariamente la crisis frente a la Iglesia no implica su misterio,
si bien el conocimiento profundo del mismo y la confianza en esta alma genuina
de la Iglesia podrían ser enérgicos inmunizadores; se corresponde más bien con
el estupor y el escándalo ocasionados por episodios históricos o contemporáneos
sentidos como injustificables u opinables, y que han sido realizados por hombres
de iglesia (clero o laicos). Los condicionamientos históricos o culturales
proyectan una luz significativa sobre esta realidad. Más frecuentes son, dentro
de la Iglesia, las crisis frente al magisterio y sus declaraciones. Crisis que
se articulan en diversas manifestaciones: indiferencia, contestación,
perplejidad, reproche por la pérdida de credibilidad... Es una fase que no
coincide con la negación del magisterio como valor, ni con el abandono de la
comunión eclesial, según lo atestigua la historia misma de la Iglesia. La espera
paciente y desarmada, pero vigilante, aunque no resuelve la crisis interior, la
mantiene dentro de unos cauces que posibilitan su evolución.
cc) "Crisis de los
sacramentos", "la penitencia está en crisis": tampoco estas expresiones son
justas. La crisis está en el hombre. La disminución de las celebraciones y de la
frecuencia (sobre todo de la penitencia y de la eucaristía) no equivale a
"crisis de los sacramentos". Puede significar distinta valoración, toma de
conciencia respetuosa, redescubrimiento comprometido de valores. La práctica
pastoral actual aúna el sacramento con la evangelización, dando prioridad a esta
última (Evangelización y sacramentos,
documento del episcopado italiano, 1973).
Los sacramentos constituyen un acontecimiento serio de la propia existencia: el
acontecimiento de la estipulación de la alianza entre Dios y la persona humana
(bautismo), de su restablecimiento (penitencia) o de la renovación. Una
asistencia amorfa al sacramento lo degrada. Una participación consciente
vitaliza su dinamismo, lo cual redunda en beneficio individual y eclesial. El
cristiano es hoy interpelado no tanto en orden a la cantidad sacramental,
cuanto a la calidad de su encuentro con el don de Dios. En la Iglesia tenemos a
nuestra disposición los instrumentos adecuados para una respuesta conveniente,
ante todo la evangelización y la reforma litúrgica. Estas pueden agilizar el
desenlace de cualquier tipo de crisis frente a los sacramentos. La
evangelización ofrece la posibilidad de concienciar al individuo, es decir, de
clarificarle los contenidos de los valores sacramentales. La reforma litúrgica
ha eliminado algunos anacronismos rituales y algún formalismo; sobre todo
responsabiliza no sólo a la comunidad eclesial, sino concretamente a cada
orante.
dd) "El
sacerdocio está en crisis", "crisis de la vida religiosa", "crisis de las
vocaciones": expresiones tan inexactas como las anteriores. La primera frase no
es usual; la situación crítica se puntualiza con la expresión corriente "crisis
del sacerdote", crisis que comprende a la persona. Esta crisis se
agranda en los años que rodearon al Vat. II, el cual, se afirma, no pronunció la
palabra clara y definitiva sobre la identidad del sacerdote, como lo hizo para
el obispo, si bien dijo muchas cosas sobre la actividad sacerdotal. El sacerdote
estaría interrogándose todavía, con reducidos instrumentos culturales, sobre su
propia identidad. De crisis de identidad pasa también a crisis de acción y, de
una manera más amplia, de existencia. El sacerdocio como sacramento y como
necesidad eclesial no son negados. Las crisis de que principalmente se resiente
el sacerdote actual son el celibato y el compromiso socio-político. El celibato
está impuesto por ley, con argumentos de conveniencia y de tradición histórica,
en la Iglesia latina, y es condición indispensable para recibir el sacramento (PO
16; Sacerdotales coelibatus).
El conflicto entre la ley celibataria y el carisma
ministerial angustia a muchos sacerdotes. De esta crisis algunos salen
abandonando ambas situaciones; otros prosiguen en paz, o en el sufrimiento, o en
el compromiso. El compromiso social y político actualmente puede considerarse
desenlace de una crisis sentida hace algún decenio (es típica la solución de los
sacerdotes obreros en Francia), o bien conclusión de verificaciones individuales
en expansión también en nuestro país. De ordinario, esta crisis desemboca en
preferencias de militancia política en el área de la izquierda y en la elección
de la clase obrera y proletaria. Muchos testimonian la coexistencia de la fe con
su compromiso sin contradicciones internas.
ee) En parte,
existen analogías frente a la "crisis de la vida religiosa". La afirmación se
rectifica reduciendo nuevamente la crisis al interior de la persona o de la
comunidad religiosa. Se verifican detalladamente muchos valores y muchas formas:
separación del mundo, pobreza, dimensión clerical, tipo de servicio eclesial,
condiciones de la persona en la estructura, privilegios... El magisterio ha
sintetizado los valores principales y ha dado luz verde a la renovación (LG
43-47; PC 1, etc.; Evangelica
testificado). Cada uno de los miles de
grupos ramificados dentro de las varias tipologías ha intentado dar respuesta a
los interrogantes, poniendo al día sus constituciones e intentando modificar
formas y ritmos de acuerdo con exigencias contemporáneas. En la vida religiosa
son más evidentes que en otras partes algunos fenómenos contrastantes: crisis en
la adaptación frente a lo nuevo, crisis por la lentitud y el fracaso de la
renovación; valoración autocrítica en relación con la propia capacidad de
impacto con los valores monásticos, redescubiertos en la libertad y en la
promoción humana y cultural. Son numerosas las soluciones drásticas, el abandono
de la vida religiosa.
ff) También la
"crisis de las vocaciones" entra en una óptica que hay que precisar. De
ordinario se entiende una disminución numérica de las peticiones de ingreso en
el sacerdocio y en la vida religiosa; esto es sólo un síntoma. A nivel
institucional, la realidad preocupa. A nivel teologal, el problema no existe. La
preocupación aludida ha encontrado respuesta, por lo demás, en documentos
eclesiásticos que obligan a repensar y reorganizar la "pastoral vocacional"
(Ratio fundamentales,
Congregación para la educación católica, 1970; La
preparación al sacerdocio ministerial.
Orientaciones y normas, Conferencia
episcopal italiana, 1972). Mas el fenómeno forma parte de una crisis de mosaico,
y por tanto no aislada.
IV.
Orientaciones para superar la crisis
La teología
espiritual —como otras ocasiones culturales y promocionales—posee numerosas
sugerencias propias, aunque no exclusivas, para ayudar a superar la crisis. Es
muy cierto que se trata de propuestas, sin duda válidas de suyo, pero que son
utilizadas por personas reales, individuadas por una situación y una vivencia
únicas. Por tanto, son instrumentos que es preciso personalizar. Entre ellos,
puede proponerse una especie de
decálogo como viático para la peregrinación durante la crisis.
1. REALISMO - Situar la crisis en su verdadera dimensión. Los errores de
valoración sobre las causas, el contenido, la evolución y los auxilios de la
crisis extravían. Hay que conocerse a si mismo y la calidad de la crisis, y
luego aceptar ambas realidades, no con miedo, ni con sorpresa, ni con
indiferencia, sino con paz y vigilancia activa. "Muchas son las especulaciones
de los hijos de los hombres, y las malas imaginaciones los llevaron a
extraviarse" (Eclo 3,26).
2. OPTIMISMO - Percibir como indefectible el desenlace positivo de la crisis.
Solución de una crisis auténtica es el traslado —fatigoso e incómodo— a una
situación diferente de la de partida, que no será peor, sino tendencialmente
mejor. "Pero fiel es Dios, quien no permitirá seáis tentados sobre vuestras
fuerzas, sino que con la tentación os dará la salida, para que podáis
resistirla" (1 Cor 10,13).
3. GLOBALIDAD - Considerar la crisis en la situación existencial total. Como
todo objeto, también la crisis, si se observa muy de cerca, pierde densidad y
ofrece sólo detalles, impidiendo la visión del relieve y del ambiente
circundante. Esta parcialidad engendra angustia y equívocos, supervaloración y
depreciación. El encuadramiento en la globalidad permite una comparación
multilateral y la desdramatización de la crisis entendida como uno de los
episodios de la existencia. "La sabiduría del varón prudente está en conocer
bien su camino" (Prov 14,8).
4. CULTURA - Conocer el mecanismo de la crisis y los instrumentos auxiliares. La
cultura tiende a la promoción humana. Atravesar una crisis con un bagaje
cultural es garantía de evolución rectilínea y controlada. Cultura, además, no
es sólo la suma de los conocimientos, sino también el resultado de una formación
y la estructura de una mentalidad. La teología espiritual ofrece para cultivarse
abundante literatura especializada y genérica y sugiere los documentos de otras
fuentes. "Sólo así fueron rectos los caminos de los terrestres. Los hombres
aprendieron lo que te agrada y la sabiduría los salvó" (Sab 9,18-19).
5. EJEMPLARIDAD - Observar la experiencia de las crisis ajenas. Toda existencia
es irrepetible y cada experiencia singular. Contemplar un modelo puede entrañar
el riesgo de idolatría. Mas es preciosa la experiencia de cuantos han pasado por
una crisis; la libre inteligencia sabe descubrir los fragmentos de analogía
entre sí y el modelo, y transferirlos provechosamente a la propia situación. La
galería de los ejemplos de espiritualidad está poblada de figuras de la Biblia,
de la tradición y de la actualidad eclesial y puede indicarme muchos de otras
religiones. "(Haceos) imitadores de aquellos que por su fe y paciencia son
herederos de las promesas" (Heb 6,12).
6. COMUNIÓN -
Comunicar a otros la situación propia de crisis. El aislamiento empobrece; la
exhibición molesta a todos. La comunión es sabia búsqueda de la persona a la que
abrir el corazón y pedir ayuda. Prioritariamente, tal persona es Dios. Hermanos
y hermanas participan en la angustia de la crisis mediante la solidaridad
laboriosa, la amistad, la "dirección espiritual" [Padre espiritual].
La dirección espiritual no consiente ni plagios ni regresiones al infantilismo
subalterno; será preciosa en el marco de la colaboración y en cuanto mediación
respetuosa. "Mejor es vivir dos juntos que uno solo... Ay del hombre que está
solo, pues si cae no tiene quien le levante" (Ecl 4,9a.10b).
7. ASCETISMO - Sentir la crisis como momento de austera purificación. El
cristiano ni siquiera en la crisis se vuelve tétrico. Una existencia austera no
limita con lo lúgubre. La ascesis ejercita las potencias individuales para
encontrar la unidad personal y reordenar la dispersión. Libera de las
exigencias, de las intolerancias, de lo insufrible. Sobre todo le brinda a la
crisis la fuerza de soportar. Ascetismo es ecología espiritual. "Conforme a la
santidad del que os llamó, sed también vosotros santos en todo vuestro proceder"
(1 Pe 1,15).
8. MÍSTICA - Transformar la crisis en lugar de encuentro con Dios. Comunión con
Dios significa sensación permanente de su presencia. El encuentro místico con
Dios es como una cita con su misterio contemplado en el silencio y en la
intimidad del Padre dador de todo bien, de Cristo hermano, del Espíritu Santo
luz y fortaleza. La mística invita a la interioridad, a escrutar a fondo la
propia realidad personal, a descubrir también en el propio interior la morada de
Dios, que no abandona, a meditar sobre el significado salvífico del momento
actual y, por tanto, de la crisis en curso. "Entra en tu aposento y, cerrada la
puerta, ora en secreto a tu Padre, y tu Padre, que ve en lo secreto, te
recompensará" (Mt 6,6).
9. ORACIÓN - Llevar al diálogo de la oración con
Dios la condición de la crisis. Orar significa expresar a Dios, en soledad o en
común, sentimientos de fe, de alabanza, de gratitud, de intercesión. La crisis
no debe interrumpir ese diálogo; por el contrario, es oportuno intensificar
alguna forma, principalmente los sacramentos y la contemplación de la "Palabra
de Dios. Apatía, repugnancia, escepticismo, fatiga aíslan de Dios y de la
comunidad orante. En tiempo de crisis, ayuda intensificar la oración de
intercesión; pero debe prevalecer el espíritu de oración. "Hablando entre
vosotros con salmos, y con himnos, y canciones espirituales, cantando y loando
al Señor en vuestros corazones, dando siempre gracias por todo a Dios Padre, en
el nombre de nuestro Señor Jesucristo" (Ef 5,19).
10. ESPERA - Contemplar con esperanza cada momento de la crisis. La esperanza
purifica la espera de infiltraciones de impaciencia y de inercia. Espera
significa aceptación confiada del mañana. Espera es diferir para el día
siguiente cuanto hoy no encuentra condiciones de oportunidad. Y sobre todo,
espera es la actitud del pobre que abre el corazón a la esperanza en la ayuda de
los otros. "Permaneced en el amor de Dios, esperando la misericordia de nuestro
Señor Jesucristo para la vida eterna" (Jud 21).
L. De Cándido
BIBL.—AA. VV., La crisis
contemporánea, Encuentro, Madrid 1978.—AA. VV., Crisis y crítica en el
cristianismo, Desclée, Bilbao 1975.—AA. VV., Crisis vocacional en la
Iglesia de hoy, Paulinas, Madrid 1969.—Alvarez Navarrete, P, Crisis de
identidad: reflexiones sobre el momento de la Iglesia española, Cristiandad,
Madrid 1977.—Baricazzi, A, La crisis de la
polis: historia, literatura, filosofta,
Icaria, Barcelona 1981.—Bellet, M, Crisis del sacerdote. Análisis de la
situación, Desclée, Bilbao 1969.—Cox, H, La ciudad secular,
Península, Barcelona 1988.—Daniélou, J, La crisis de la inteligencia hoy,
Paulinas, Madrid 1969. Guitton, J, Cristo desgarrado. Crisis y concilios en
la Iglesia, Cristiandad, Madrid 1965.—Maldonado, L, La secularización de
la liturgia, Marova, Madrid 1970.—Manyá, J. B, La crisis teológica,
Madrid 1972.—Mendel. G, La crisis de generaciones, Península, Barcelona
1972.
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