El cristiano es una
criatura nueva
Afirma san Pablo que, con el bautismo, nuestro hombre viejo ha sido crucificado,
ha muerto con Cristo en la cruz, de suerte que no seamos ya esclavos del pecado.
Por eso, a través del bautismo, vivimos en El, que ha resucitado. Así, los
bautizados deben considerarse muertos al pecado, y vivos para Dios en Cristo
Jesús (cfr. Rm 6, 11). Los cristianos están verdaderamente vivos, pero no viven
ya para ellos mismos, sino para Aquel que por ellos murió y resucitó. En efecto,
«el que está en Cristo, es una nueva creación» (2 Co 5, 17). Los creyentes, al
unirse con Cristo en el bautismo, participan en lo que El ha conseguido para
todos los hombres, llamados a ser el verdadero y definitivo pueblo de Dios. Su
existencia es según el Espíritu en Jesucristo. «Porque nada cuenta ni la
circuncisión, ni la incircuncisión, sino la creación nueva» (Ga 6, 15). Dios,
por el gran amor con que nos ha amado, de muertos por el pecado nos ha hecho
revivir con Cristo. Esto ha acontecido por gracia, es don de Dios, somos obra
suya creados en Cristo Jesús (cfr. Ef 2, 4-6). De este modo, mediante Cristo,
judíos y gentiles se vuelven un hombre nuevo, formando un solo cuerpo y guiados
por un único Espíritu (cfr. Ef 2, 14-18). Merced a la reconciliación de
Jesucristo, todos se han convertido en hombre nuevo por encima de sus
diferencias, que no serán ya determinantes ni discriminatorias. Es Cristo quien
nos incorpora a Sí mismo, dando su propia vida a la humanidad renovada. La
modalidad con que Dios nos ha salvado está caracterizada por el signo eficaz del
bautismo: «él nos salvó, [...] según su misericordia, por medio del baño de
regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con
largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados por su
gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna» (Tt 3,
5-7). En este pasaje encontramos indicados también los efectos del bautismo: un
nuevo nacimiento, la justificación mediante la gracia de Cristo, la comunicación
del Espíritu Santo y la herencia de la vida eterna.
San Juan afirma que quien es engendrado de la carne es carne; en cambio, el que
es engendrado del Espíritu es espíritu, entra y vive en una esfera superior. Por
eso necesita el hombre renacer de lo alto, del Espíritu, si quiere ver el reino
de los cielos o entrar en él. Pero el nuevo nacimiento del Espíritu es un nuevo
nacimiento que tiene lugar también por el agua. El Espíritu es recibido así de
manera sacramental y transforma al ser humano camal (cfr. Jn 3, 4-7.19-34). En
este sentido, es el Espíritu quien da la vida, la carne no sirve para nada (cfr.
Jn 6, 63). Así, a los que creen y acogen a Dios se les concede convertirse en
hijos de Dios; son engendrados por Dios no con una generación humana, sino con
un acontecimiento sobrenatural obrado sólo por Dios. La generación divina es
obra del Espíritu divino y conduce al hombre a la esfera de Dios
24.
También 2 P 1, 4,
al afirmar que los fieles son hechos partícipes de la naturaleza divina, se
refiere a la vida nueva que éstos reciben en Cristo. Se trata de la comunicación
de la propia vida de Dios a los hombres; una comunión con Dios que se obtiene
después de haber sido purificados de los antiguos pecados, y que proporciona la
entrada en el reino eterno de nuestro Señor y salvador Jesucristo (cfr. 2 P
9,11) 25.
Por su parte, los concilios de Florencia y de Trento (cfr. DS 1311; 1672)
confirman que el bautismo nos hace renacer espiritualmente y nos convierte en
criaturas nuevas.
Si queremos expresar de manera sintética la gracia sacramental del bautismo,
podemos afirmar que se trata de la gracia basada en el misterio de Cristo y en
su obra salvífica, por la cual el hombre pecador, al recibir el Espíritu por vez
primera y para siempre, es regenerado, es decir, que es la gracia de la
iniciación o del comienzo la que hace acceder a la vida divina. El catecúmeno es
regenerado como hijo de Dios, miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo. Es
la gracia propia del nacimiento del cristiano la que hace capaz, la que «ordena»
al hombre a la gloria de Dios. Puede ser descrita con las palabras del concilio
de Trento: «Es el traslado desde el estado en que nace el hombre, como hijo del
primer Adán, al estado de gracia y de "adopción como hijos" (Rm 8, 15) de Dios,
por medio del segundo Adán, Jesucristo nuestro salvador; y este traslado,
después de la promulgación del evangelio, no puede tener lugar sin el lavado de
la regeneración (cap. 5 sobre el bautismo) o bien con el deseo del mismo, como
está escrito: "Nadie puede entrar en el reino de Dios, si no nace del agua y del
Espíritu Santo" (Jn 3, 5)» (DS 1524).
El bautismo es verdaderamente un nacimiento, una entrada en la vida cristiana;
es el don de una vida. Existe un salto cualitativo y ontológico entre el hombre
y el cristiano, entre la humanidad y la Iglesia. A propósito del bautismo,
nacimiento del cristiano, afirma D. Barsotti con toda justicia: «En
consecuencia, no existe continuidad entre la vida de la criatura y la vida de
Dios. Poseer en Cristo una participación en la naturaleza divina hace al
cristiano cualitativamente distinto de alguien que sea simplemente hombre, y
asimismo ser en Cristo lleva consigo una diferencia, porque supone la liberación
del pecado que ha dividido a los hombres entre sí»
26.
Esta gracia es totalmente gratuita; en efecto, nada de lo que precede al
bautismo y a la justificación del hombre, como la fe y las obras de preparación
realizadas con la ayuda divina, merece tal gracia. Se trata de una elección por
gracia. «Y, si es por gracia, ya no lo es por las obras; de otro modo, la gracia
no sería ya gracia» (Rm 11, 6).
Dios otorga gratuitamente la gracia bautismal con la acción misma del
sacramento. Mas, de parte de los hombres, se requiere unas condiciones y,
precisamente, la fe en Dios Trino y en el misterio redentor de Cristo, en tomo a
los cuales son interrogados los candidatos en la misma celebración sacramental,
además de la renuncia al pecado y el propósito de llevar una vida en conformidad
con los mandamientos de Cristo. Mientras que, como hemos visto, para que se
imprima el carácter sólo existe como condición la validez del sacramento, para
recibir la gracia son necesarias también las condiciones señaladas. Tras haber
recibido el carácter bautismal, en cuanto son suprimidos los obstáculos que
impiden la justificación, se recibe el fruto sacramental, esto es, la remisión
de los pecados y la gracia del nacimiento cristiano.
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