1. Gn/01/01-19: Estas palabras con las que comienza la
Sagrada Escritura me producen siempre la misma impresión que el tañido festivo y lejano
de una antigua campana, la cual logra con su belleza y solemnidad conmover mi corazón y
permitir adivinar algo del misterio de la eternidad. Para muchos de nosotros, además, va
unido a estas palabras el recuerdo de nuestro primer contacto con el libro sagrado de
Dios, la Biblia, que se abría ante nuestros ojos por este pasaje, que nos trasladaba
enseguida lejos de nuestro mundo pequeño e infantil, nos cautivaba con su poesía y nos
permitía adivinar algo de lo inconmensurable de la Creación y de su Creador.
Y, sin embargo, frente a estas palabras se produce una cierta contradicción;
resultan hermosas y familiares, pero ¿son también verdaderas? Todo parece indicar lo
contrario, pues la Ciencia ha abandonado desde hace ya mucho tiempo estas imágenes que
acabamos de oír: la idea de un Universo abarcable con la vista en el tiempo y en el
espacio y la de una Creación construida pieza a pieza en siete días. En lugar de esto
nos encontramos ahora con dimensiones que sobrepasan todo lo imaginable. Se habla de la
explosión originaria ocurrida hace muchos miles de millones de años con la que comenzó
la expansión del Universo que prosigue ininterrumpidamente su curso y nada de que en un
orden sucesivo fueran colgados los astros ni creada la tierra, sino que a través de
complicados caminos y durante largos períodos de tiempo se han ido formando lentamente la
tierra y el Universo tal y como nosotros los conocemos.
Entonces, ¿ya no es válido este relato de ahora en adelante? De hecho, hace
algún tiempo, un teólogo dijo que la Creación se había convertido en un concepto
irreal y que desde un punto de vista intelectual ya no se debía hablar más de Creación,
sino únicamente de mutación y de selección. ¿Son verdaderas aquellas palabras? ¿O
acaso ellas junto con toda la palabra de Dios y con toda la tradición bíblica nos hacen
retroceder a los sueños de infancia de la historia de la humanidad, sueños de los que
quizá sentimos añoranza, pero en cuya búsqueda no podemos ir porque de nostalgia no se
vive? ¿Existe también una respuesta positiva que podamos dar en esta época nuestra?
1. La diferencia entre forma y fondo en el relato de la Creación
Precisamente una primera respuesta se elaboró hace ya algún tiempo cuando iba
cristalizando la teoría de la formación científica del Universo; respuesta que
probablemente muchos de ustedes han aprendido en las clases de religión. Dice así: La
Biblia no es un tratado científico ni tampoco pretende serlo. Es un libro religioso; no
es posible, por lo tanto, extraer de él ningún tipo de dato científico, ni aprender
cómo se produjo naturalmente el origen del mundo; únicamente podemos obtener de él un
conocimiento religioso. Todo lo demás es imaginación, una manera de hacer comprensible a
los hombres lo profundo, lo verdadero. Hay que distinguir, pues, entre la forma de
representación y el contenido representado. La forma se escogió de los modos de
conocimiento de aquel tiempo, de las imágenes con las que los hombres de entonces
vivían, con las que se expresaban y pensaban, con las que eran capaces de entender lo
grandioso, lo genuino. Y solamente lo verdadero, que se ilustraba por medio de las
imágenes, era lo que en realidad permanecía y se entendía. De manera que la Escritura
no pretende contarnos cómo progresivamente se fueron originando las diferentes plantas,
ni cómo se formaron el sol, la luna y las estrellas, sino que en último extremo quiere
decirnos sólo una cosa: Dios ha creado el Universo. El mundo no es, como creían los
hombres de aquel tiempo, un laberinto de fuerzas contrapuestas ni la morada de poderes
demoníacos, de los que el hombre debe protegerse. El sol y la luna no son divinidades que
lo dominan, ni el cielo, superior a nosotros, está habitado por misteriosas y
contrapuestas divinidades, sino que todo esto procede únicamente de una fuerza, de la
Razón eterna de Dios que en la Palabra se ha transformado en fuerza creadora. Todo
procede de la Palabra de Dios, la misma Palabra que encontramos en el acontecimiento de la
fe. Y así no sólo los hombres, al conocer que el Universo procede de la Palabra,
perdieron el miedo a los dioses y demonios, sino que también el Universo se inclinó ante
la razón que se eleva hacia Dios. De esta forma, el hombre se abrió saliendo sin temor
al encuentro de este Dios. Esta narración le permitió conocer, dejando a un lado el
mundo de los dioses y de las fuerzas misteriosas, la verdadera explicación: que sólo una
fuerza «está al final de todo y nosotros en sus manos»: el Dios vivo, y que esta misma
fuerza que ha creado la tierra y las estrellas, la misma que contiene el Universo entero,
es la que encontramos en la Palabra de la Sagrada Escritura. En esa Palabra palpamos la
auténtica fuerza originaria del Universo, el verdadero Poder sobre todo poder. (...)
2. La unidad de la Biblia como criterio de interpretación
(...) El relato de la Creación contenido en el primer capítulo del Génesis,
que hemos oído, no está ahí como un bloque errático, terminado y cerrado en sí mismo.
Al fin y al cabo la Sagrada Escritura no es como una novela o un simple manual, escritos
de un tirón desde el principio hasta el final; es más bien el eco de la historia de Dios
con su pueblo. Es el resultado de las luchas y los caminos de esta historia;
recorriéndolos, podemos conocer los auges y decadencias, los sufrimientos, las
esperanzas, la grandeza y de nuevo la flaqueza de esta historia. La Biblia es, pues,
expresión del empeño de Dios por hacerse progresivamente comprensible al hombre; pero es
al mismo tiempo expresión del esfuerzo humano por comprender progresivamente a Dios. De
manera que el tema de la Creación no aparece sólo una vez, sino que acompaña a Israel a
lo largo de su historia; en efecto, todo el Antiguo Testamento es un caminar en compañía
de la Palabra de Dios. A lo largo de este caminar se ha ido conformando, paso a paso, la
auténtica expresión de la Biblia. De ahí que nosotros sólo podamos reconocer en la
totalidad de ese camino su verdadera dirección. De esta manera, como un camino, van
juntos el Antiguo y el Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento se presenta para los
cristianos, en sustancia, como un avanzar hacia Cristo. Precisamente, en lo que a El
respecta, se hace evidente lo que propiamente quería decir, lo que paso a paso
significaba. De modo que cada parte recibe su sentido del conjunto, y éste lo recibe de
su meta final, de Cristo. Y nosotros, desde un punto de vista teológico, sólo
interpretamos correctamente un texto en concreto -así lo vieron los Padres de la Iglesia
y la fe de la Iglesia de todas las épocas-, cuando lo consideramos como parte de un
camino que va hacia delante, es decir, cuando reconocemos en él la dirección interior de
este camino. ¿Qué significado tiene entonces esta consideración para comprender la
historia de la Creación? En primer lugar, debe constatarse que Israel siempre ha creído
en Dios Creador y en esa creencia coincide con todas las grandes culturas de la
Antigüedad. Pues, incluso en medio del oscurecimiento del monoteísmo, todas las grandes
culturas han conocido siempre a un Creador del cielo y de la tierra, en una sorprendente
coincidencia también entre civilizaciones que nunca pudieron externamente tener puntos de
contacto. Esta coincidencia nos permite atisbar el contacto, profundísimo y nunca perdido
del todo, de la humanidad con la verdad de Dios. En Israel mismo, el tema de la Creación
ha experimentado muy diversas situaciones. Nunca ha estado del todo ausente, pero tampoco
ha tenido siempre la misma importancia. Hubo períodos de tiempo en los que Israel estaba
tan ocupada con los sufrimientos o esperanzas de su historia, tan pendiente de su
actualidad inmediata que apenas sentía la necesidad de dirigir su atención a la
Creación, apenas era capaz de hacerlo. El auténtico gran momento, en el que la Creación
se convirtió en el tema dominante, fue el exilio babilónico. En esa época fue también
cuando el relato, que acabamos de oír, basado desde luego en una tradición muy antigua,
adquirió su forma propia y actual. Israel había perdido su tierra, su Templo. Para la
mentalidad de entonces, estos sucesos eran algo inconcebible, pues significaba que el Dios
de Israel había sido vencido, un Dios al que habían podido serle arrebatados su pueblo,
su tierra, sus adoradores. Un Dios, incapaz de proteger su culto y a sus adoradores, era
entonces considerado un dios débil, totalmente inútil. En cuanto divinidad había sido
rechazada. De manera que la expulsión de su tierra y la desaparición de este pueblo del
mapa fue para Israel una tremenda prueba de fe: entonces, ¿ha sido vencido nuestro Dios?,
¿se ha quedado vacía nuestra fe?
En ese momento, los profetas abrieron una nueva página, y aprendió Israel que
precisamente entonces se le mostraba el verdadero rostro de su Dios, que no estaba unido a
aquella superficie de tierra. Nunca lo había estado: El había prometido ese trozo de
tierra a Abraham antes de que él tuviera allí su casa. Había sido capaz de sacar a su
pueblo de Egipto. Ambas cosas había podido hacerlas porque no era Dios de una tierra,
sino que dominaba sobre el cielo y la tierra. Y por eso ahora podía desterrar a otro
país a su pueblo infiel para allí manifestarse. Se hizo comprensible entonces que este
Dios de Israel no era un Dios como los demás dioses, sino el Dios que dominaba sobre
todos los países y todos los pueblos. Y esto lo podía El, porque El mismo había creado
todo: el cielo y la tierra. En el destierro, en la aparente derrota de Israel, se abrió
el camino para el reconocimiento del Dios, que sostiene en sus manos a todos los pueblos y
toda la historia; al Dios portador de todo, porque es el Creador de todo, en quien está
todo el poder.
Esta fe tenía, por lo tanto, que encontrar su auténtico rostro precisamente en
la que se celebraba y representaba litúrgicamente la nueva Creación del Universo. Tenía
que encontrar su rostro frente al gran relato babilónico de la Creación, Enuma Elish
(«Cuando en lo alto»), que a su manera describe el origen del Universo. Este relato
decía que el mundo se originó de una lucha entre fuerzas enfrentadas y que encontró su
auténtica forma cuando apareció el dios de la luz, Marduk, y partió el cuerpo del
dragón originario. De este cuerpo dividido habían surgido el cielo y la tierra. Los dos
juntos, el firmamento y la tierra, habrían salido, pues, del cuerpo del dragón muerto; y
de su sangre había creado Marduk a los hombres. Es una imagen inquietante del Universo y
del hombre la que encontramos aquí: el Universo es en realidad el cuerpo de un dragón, y
el hombre lleva en sí sangre de dragón. En la base del Universo acecha lo inquietante, y
en lo más profundo del hombre se encuentra la rebelión, lo demoníaco y la maldad.
Según esta representación sólo el representante de Marduk, el dictador, el rey de
Babilonia puede vencer lo demoníaco y poner en orden el Universo.
Estas representaciones no son, sin embargo, pura fabulación: dejan traslucir las
inquietantes experiencias del hombre con el Universo y consigo mismo. Pues a menudo parece
como si el mundo fuera realmente la morada de un dragón y la sangre del hombre, sangre de
dragón. Pero frente a todas estas atormentadas experiencias, el relato de la Sagrada
Escritura dice: no ha sido así. Toda esta historia de las fuerzas inquietantes se diluye
en media frase: «la tierra estaba desierta y vacía». En las palabras hebreas aquí
utilizadas, se esconden aún las expresiones que habían nombrado al dragón, a la fuerza
demoníaca. Sólo que aquí es la Nada frente al Dios que es el único poderoso. Y frente
a cualquier temor ante estas fuerzas demoníacas se nos dice: sólo Dios, la eterna
Sabiduría que es el eterno Amor, ha creado el Universo, que en sus manos está.
Comprendemos ya la lucha que se esconde detrás de este pasaje bíblico; su verdadero
drama es que deja de lado todos aquellos complejos mitos reconduciendo el Universo a la
Sabiduría de Dios y a la Palabra de Dios. Esto se podría mostrar pasaje a pasaje en este
texto; por ejemplo, cuando el sol y la luna son designados como astros que Dios cuelga en
el cielo para medir los tiempos. A los hombres de entonces debía parecerles un enorme
sacrilegio caracterizar las grandes divinidades, que eran el sol y la luna, como astros
para la medida del tiempo. Es la osadía y la sobriedad de la fe la que luchando con los
mitos paganos pone de manifiesto la luz de la verdad, al enseñarnos que el Universo no es
una lucha de demonios, sino que procede de la razón, de la Razón de Dios y descansa en
la palabra de Dios. De este modo, este relato de la Creación resulta ser como la
«Ilustración» decisiva de la historia, como la ruptura con los temores que habían
reprimido a los hombres. Significa la liberación del Universo por la razón, el
reconocimiento de su racionalidad y de su libertad. Pero este relato también resulta ser
como la verdadera Ilustración porque sitúa la razón humana en el fundamento originario
de la Razón creadora de Dios, para basarla así en la verdad y en el amor, ya que sin
esta Ilustración sería desmesurada y en última instancia necia. Todavía hemos de tomar
algo más en consideración. Acabo de decir precisamente que Israel aprende poco a poco lo
que es la Creación, enfrentado al ambiente pagano, en lucha con su corazón. Esto
presupone que el relato clásico de la Creación no es el único texto, relativo a ella,
del Libro Sagrado. Inmediatamente detrás le sigue otro, redactado antes, con otras
imágenes. En los Salmos tenemos de nuevo otros, y tras ellos continúa el empeño por
clarificar la creencia en la Creación: tras el encuentro con el mundo griego se replantea
el tema en la literatura sapiencial sin mantenerse ligado a las antiguas imágenes -como
los siete días, etc.-. En la Biblia misma podemos ver cómo las imágenes se van
transformando a medida que avanza el pensamiento. Y se transforman para dar en cada
momento testimonio de una sola cosa, que es la que verdaderamente le ha llegado de la
Palabra de Dios: el mensaje de su Creación. En la Biblia, pues, las imágenes son libres,
se corrigen continuamente, dejando traslucir en este lento y combativo avance que sólo
son eso, imágenes que descubren algo más profundo y grandioso.
3. El criterio cristológico
Algo más decisivo debemos tomar aún en consideración: con el Antiguo
Testamento el camino no ha llegado a su fin. Lo que aborda la literatura sapiencial es el
último puente de un largo camino, el puente que nos conduce al mensaje de Jesucristo, a
la Nueva Alianza. Precisamente aquí encontramos el relato definitivo y equilibrado de la
Creación de la Sagrada Escritura. Dice así: «En el principio la Palabra existía y la
Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo
se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe.» (/Jn/01/01-03). Juan, muy
conscientemente, ha vuelto a tomar aquí las palabras con las que comienza la Biblia y ha
leído de nuevo el relato de la Creación a partir de Cristo para contar, otra vez y
definitivamente, por medio de las imágenes qué es la Palabra con la que Dios quiere
mover nuestro corazón. De esta manera se nos hace evidente que nosotros, los cristianos,
leemos el Antiguo Testamento no en sí mismo y por sí mismo; lo leemos siempre con El y
por El. De ahí que no tengamos que cumplir la ley de Moisés, ni las prescripciones de
pureza ni los preceptos sobre los alimentos ni todo lo demás, sin que por eso la palabra
bíblica se haya quedado vacía de sentido ni de contenido. No leemos todo esto como algo
que está en sí mismo terminado. Lo leemos con Aquel en el que todo se ha cumplido y en
el que todo cobra su auténtico valor y verdad. Por eso, leemos el relato de la Creación
de la misma manera que la Ley, también con El, y por El sabemos -por El, no por un truco
posteriormente inventado- lo que Dios a través de los siglos quiso progresivamente
imprimir en el alma y en el corazón del hombre. Cristo nos libera de la esclavitud de la
letra y nos devuelve de nuevo la verdad de las imágenes.
También la Iglesia Antigua y la de la Edad Media sabían que la Biblia es un
todo y que la oímos verdaderamente cuando la oímos desde Cristo: desde la libertad que
El nos ha dado y desde la profundidad por la que El nos hace evidente lo que permanece a
través de las imágenes, el cimiento firme sobre el que en todo momento podemos
mantenernos seguros. Fue al comienzo de la Edad Moderna cuando se fue olvidando poco a
poco esta dinámica, la unidad viva de la Escritura que solamente podemos entender en la
libertad que El nos da y en la certeza que proviene de esta libertad. El pensamiento
histórico, entonces en auge, quería leer cada pasaje sólo en sí mismo, en su desnuda
literalidad. Buscaba sólo la explicación precisa de lo particular y olvidaba la Biblia
como un todo. Se leían -en una palabra- los textos ya no hacia adelante sino hacia
atrás, es decir, ya no hacia Cristo, sino desde su supuesto origen. Ya no se quería
conocer lo que un pasaje decía o lo que una cosa era a partir de su forma plenamente
terminada, sino a partir de su comienzo, de su origen. A causa de este aislamiento del
todo, de esta literalidad de lo particular que contradice toda la esencia interna del
texto bíblico, y que únicamente tenía validez científica -a causa de esto,
precisamente, se originó aquel conflicto entre ciencia y teología, que aún hoy perdura
como una carga para la fe-. Esto no debió nunca producirse, porque la fe era, desde el
comienzo, más grande, más amplia y más profunda. La creencia en la Creación no es hoy
tampoco irreal, es hoy también racional. Es, contemplada incluso desde los resultados
científicos, la «mejor hipótesis», la que aclara más y
mejor que todas las demás teorías. La fe es racional. La razón de la Creación procede
de la Razón de Dios: no existe, en realidad, ninguna otra respuesta convincente. También
hoy es todavía válido lo que el pagano Aristóteles, 400 años antes de Cristo, dijo
frente a quienes afirmaban que todo se había originado por casualidad -ek t'automatou-;
lo decía, aunque él mismo no podía creer en la Creación (Cfr. ARISTÓTELES, Metaphysik
Z 7, ed. Academia Regia Borussica, nueva impresión Darmstadt, 1960, pág. 1.032). La
razón del Universo nos permite reconocer la Razón de Dios, y la Biblia es y continúa
siendo la verdadera «Ilustración» la que ha entregado el Universo a la razón del
hombre y no a su explotación por el hombre, porque la razón lo abrió a la verdad y al
amor de Dios. Por eso, no necesitamos tampoco hoy esconder la creencia en la Creación. No
podemos permitirnos esconderla. Pues sólo si el Universo procede de la libertad, del amor
y de la razón, sólo si éstas son las fuerzas propiamente dominantes, podemos confiar
unos en otros, encaminarnos al futuro y vivir como hombres. Sólo porque Dios es el
Creador de todas las cosas, es su Señor, y solamente por eso, podemos orarle. Y esto
significa que la libertad y el amor no son ideas impotentes, sino las fuerzas
fundamentales de la realidad. Por eso, también hoy en agradecimiento y con alegría
podemos y queremos hacer la profesión de fe de la Iglesia: «Creo en Dios, Padre
Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra». Amén.
JOSEPH RATZINGER
CREACION Y PECADO
NAVARRA 1992. EUNSA Págs. 25-41
CREACION Y PECADO
NAVARRA 1992. EUNSA Págs. 25-41
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2. CREACION/RELATOS: SIGNIFICADO DE LOS RELATOS BÍBLICOS DE LA CREACIÓN
En nuestra primera aproximación a la creencia en la Creación, enseñada por la
Biblia y por la Iglesia, nos han quedado claras sobre todo dos cosas. La primera podemos
resumirla así: como cristianos leemos la Sagrada Escritura con Cristo. El es nuestro
guía a través de ella. El nos enseña fielmente lo que es la imagen y dónde radica el
auténtico y permanente contenido del mensaje bíblico. Y al mismo tiempo que nos libera
de una falsa esclavitud de la literalidad del texto, es garantía de la verdad, firme y
realista, de la Biblia que no se disuelve en una nebulosa de beaterías sino que permanece
como un claro cimiento sobre el que podemos afirmarnos. La segunda es: la creencia en la
Creación es algo racional; y aunque la razón por sí sola no pueda quizás explicarla,
sin embargo, si acude en su búsqueda, encuentra en ella la respuesta esperada.
1. La racionalidad de la creencia en la Creación
Debemos profundizar este aspecto en dos direcciones. En primer lugar se trata del
simple «Que» de la Creación que reclama un fundamento. Remite a aquella fuerza que
existía al principio y podía decir: ¡Hágase! En el siglo XIX esto se entendía de otra
manera. La ciencia estaba marcada por las dos grandes teorías de la conservación, la
conservación de la materia y la de la energía. El Universo entero aparecía así como un
cosmos eterno, estable y regido por las leyes perpetuas de la naturaleza, que procede de
sí mismo y en sí mismo existe y que no necesita nada externo. Estaba ahí como un todo,
razón por la cual Laplace pudo decir: «Ya no necesito más la hipótesis de Dios». Pero
entonces surgieron nuevos conocimientos. Se descubrió la teoría de la entropía que
sostiene que la energía se consume llegando a un estado a partir del cual ya no puede
volver a ser transformada. Esto significa que el Universo sigue un curso de desarrollo y
extinción. Lo temporal está inscrito dentro de él mismo. Apareció luego la teoría de
la transformación de la materia en energía que modificaba las dos teorías de la
conservación. Surgió la teoría de la relatividad y aún se fueron incorporando otros
conocimientos que venían a demostrar que el Universo, en cierto modo, contenía en sí
sus propios horarios, horarios que nos permiten reconocer un principio y un fin, un camino
desde el principio hasta el final. Aun en el caso de que las épocas se extendieran
inconmensurablemente, aun entonces, a través incluso de la oscuridad de miles de millones
de años, en ese conocimiento de la temporalidad del existir se hace evidente de nuevo
aquel momento que se llama en la Biblia el comienzo, aquel comienzo que remite a Aquel que
tenía poder para crear la existencia, para decir: ¡Hágase! y se hizo.
Una segunda consideración es la que se refiere ya no al puro "Que" del
ser, sino al diseño, por así decir, del Universo; al modelo conforme al cual éste se ha
construido. Pues de aquel «¡Hágase!» no se originó una masa caótica. Cuanto más
sabemos del Universo más nos sale al paso, procedente de él, una razón, cuyos caminos
sólo con asombro podemos considerar. A través de ellos vemos de nuevo renovado aquel
Espíritu Creador al que también se debe nuestra propia razón. Albert ·Einstein-A dijo
una vez que en las leyes de la naturaleza «se manifiesta una razón tan considerable que,
frente a ella, cualquier ingenio del pensamiento o de la organización humana no es más
que un pálido reflejo»(A. EINSTEIN, Mein Weltbild, editado por C. SEELIG
(Stuttgart-Zurich-Wien, 1953); cfr. mi Einführung in das Christentum (Munchen, 1968)
pág. 116) Sabemos cómo, en lo más grande, en el mundo de los astros se manifiesta una
poderosa razón que los mantiene juntos en el cosmos. Pero cada vez más aprendemos
también a observar lo más pequeño, las células, las unidades originarias de la vida;
en ellas descubrimos igualmente una racionalidad que nos asombra, hasta tal punto que
debemos decir con ·Buenaventura-S: «Quien aquí no ve, es ciego. Quien aquí no oye,
está sordo y quien aquí no empieza a ensalzar y a adorar al Espíritu Creador, es que
está mudo». Jacques Monod, que rechazaba todo tipo de
creencia en Dios como no científica y reconducía el Universo entero a la conjunción del
azar y la necesidad, cuenta en su obra, en la que intenta resumidamente exponer y
fundamentar su visión del Universo, que después de sus conferencias, luego convertidas
en libro, François ·Mauriac-F había dicho: «lo que este profesor nos quiere demostrar
es aún más increíble que lo que se le exige creer al cristiano». Monod no lo discute.
Su tesis sostiene que todo el concierto de la naturaleza es un producto de errores y
disonancias. Y no puede menos que decirse a sí mismo que tal concepción es realmente
absurda. Pero el método científico -eso dice él- le lleva a no admitir ninguna pregunta
cuya respuesta tenga que llamarse «Dios». ¡Qué método tan pobre! -se puede solamente
añadir-. A través de la razón de la Creación nos contempla Dios mismo. La física y la
biología, las ciencias por excelencia, nos han proporcionado un nuevo e inaudito relato
de la Creación con grandes y nuevas imágenes que nos permiten reconocer el rostro del
Creador y nos hacen saber de nuevo: Sí, en el primer comienzo y en el fundamento de todo
ser está el Espíritu Creador. El Universo no es producto de la oscuridad ni de la
sinrazón. Procede del entendimiento, procede de la libertad, procede de la belleza que es
amor. Ver esto nos da el valor necesario para vivir; nos fortalece para sobrellevar sin
miedo la aventura de la vida.
2. Significado permanente de los elementos simbólicos del texto
Estas dos consideraciones, con las que hemos profundizado en los aspectos
fundamentales de la primera meditación, nos permiten avanzar un paso más. Hasta ahora se
nos ha puesto de manifiesto que los relatos bíblicos de la Creación presentan un modo de
hablar de la realidad distinto del que conocemos por la física y la biología. No
describen el proceso de la evolución ni la estructura matemática de la materia, sino que
expresan de muchas maneras lo siguiente: sólo existe un Dios; el Universo no es una lucha
de fuerzas oscuras, sino Creación de su Palabra. Pero esto no significa que las frases
particulares del texto bíblico se queden carentes de sentido y que sólo permanezca
válido este, por así decir, desnudo extracto. También ellas son expresión de la
verdad, de un modo ciertamente distinto del empleado en la física y en la biología. Son
verdad de una manera simbólica, del mismo modo que una ventana gótica, por ejemplo, nos
permite reconocer algo más profundo en sus trazados y en su juego de luces. Sólo dos
elementos querría destacar aquí. Uno: el relato bíblico de la Creación está marcado
por una serie de cifras que no reproducen la estructura matemática del Universo, sino en
cierto modo la trama interna de su tejido, la idea según la cual ha sido concebido.
Dominan en él las cifras tres, cuatro, siete y diez. Diez veces se dice en el relato:
«Dios habló». En estas diez veces la historia de la Creación anticipa ya los diez
Mandamientos. Nos permite reconocer que en cierta manera estos diez Mandamientos son un
eco de la Creación; no arbitrarios inventos con los cuales se han levantado vallas a la
libertad del hombre, sino introducción en el Espíritu, en la lengua y en el significado
de la Creación, lengua traducida del Universo, lógica traducida de Dios que construyó
el Universo. La cifra más utilizada de todas es el siete; en el esquema de los siete
días se acuña sin límites el Todo. Esta es la cifra de una fase de la luna; así por
medio de este relato se nos dice que el ritmo de nuestro astro fraterno nos muestra
también el ritmo de la vida humana. Se nos hace perceptible que nosotros, los hombres, no
estamos reducidos a nuestro pequeño Yo, sino que estamos inmersos en el ritmo del cosmos;
que, en cierta manera, el cielo también marca el ritmo, el movimiento de nuestra propia
vida, permitiendo que nos adentremos en la razón del cosmos. En la Biblia este
pensamiento ha avanzado un paso más. Nos hace saber que el ritmo de los astros es
expresión más profunda del ritmo del corazón, del ritmo del Amor de Dios que en él se
manifiesta.
Y llegamos así al segundo elemento simbólico del relato de la Creación sobre
el cual me gustaría decir algo. Pues no es que meramente nos encontremos con el ritmo del
siete y su significado cósmico; es que este ritmo se encuentra al servicio de un mensaje
que va aún más allá. La Creación está dirigida hacia el Sabbat, el sábado, que es
una señal de la alianza entre Dios y el hombre. Tenemos que reflexionar con más
exactitud sobre este tema; de momento, en un primer impulso, podemos deducir de aquí lo
siguiente: la Creación se ha construido para dirigirse al momento de la adoración. La
Creación se ha hecho con el fin de ser un espacio de adoración. Y ella se cumple y se
desarrolla correctamente cada vez que de nuevo existe para la adoración. «Operi Dei
nihil praeponatur» dijo en su Regla San Benito: « Nada debe anteponerse al servicio de
Dios». Esto no es expresión de una exaltada piedad, sino pura y auténtica traducción
del relato de la Creación, de su mensaje para nuestra vida. El verdadero centro, la
fuerza que, provocando el ritmo de las estrellas y de nuestra vida las mueve y gobierna en
su interior, es la adoración. Por eso el ritmo de nuestra vida palpita correctamente
cuando ha quedado impregnado por ella.
En última instancia esto es algo conocido por todos los pueblos. En todas las
culturas los relatos de la Creación han surgido para expresar que el Universo existe para
el culto, para la glorificación de Dios. Esta coincidencia de las culturas en las
cuestiones más profundas de la humanidad es algo muy valioso. En mis conversaciones con
obispos africanos y asiáticos, especialmente también en los Sínodos de Obispos, se me
hace evidente, como algo siempre nuevo y a menudo sorprendente, la profunda concordancia
existente entre la creencia bíblica y las grandes tradiciones de los pueblos. En ellas ha
permanecido un saber originario del hombre que se abre hacia Cristo. Nuestro peligro hoy,
en las civilizaciones técnicas, consiste precisamente en que nos hemos separado de este
saber originario, en que la sabihondez de un equivocado espíritu científico nos impide
escuchar el mandato de la Creación. Existe un saber originario común que sirve de guía
y unión a las grandes culturas.
CREACION/ADORACION: Bien es verdad que, para ser
honrados, debemos añadir que este saber está continuamente regenerándose. Las
religiones universales conocen este gran pensamiento de que el Universo existe para la
adoración. Pero queda desfigurado muchas veces por la idea de que con la adoración el
hombre les da a los dioses aquello que ellos necesitan. Se piensa que la divinidad
necesita esta preocupación de los hombres y que de esta manera el culto mantiene el
Universo. Pero esto deja abierta la puerta a especular con la fuerza. El hombre puede
entonces decir: los dioses me necesitan, luego yo también puedo ejercer mi presión sobre
ellos, chantajearlos en caso de necesidad. De la pura relación amorosa, que debería ser
la adoración, surge este intento de chantaje por adueñarse uno mismo del Universo. Y
así el culto incurre en una falsificación del Universo y del hombre. Por consiguiente,
la Biblia, ciertamente, pudo hacer suyo este pensamiento básico de la disposición del
Universo para la adoración, pero al mismo tiempo tuvo también que depurarlo. En ella
esta idea, como ya se ha dicho, surge precisamente con la imagen del Sabbat. La Biblia
dice: la Creación está estructurada de acuerdo con el orden del Sabbat. Y el Sabbat es,
por otra parte, el resumen de la Torá, la Ley de Israel. Lo cual significa que la
adoración contiene en sí misma una forma moral. En ella está interiorizada toda la
organización moral de Dios. Sólo así es verdaderamente adoración. Una cosa más que
añadir: la Torá, la Ley, es expresión de la historia que Israel vive con Dios. Es
expresión de la alianza, y la alianza es expresión del Amor de Dios, de su Sí al hombre
que El ha creado para amar y ser amado.
A-D/CREACION: Ahora podemos apreciar mejor este
pensamiento. Podemos decir: Dios ha creado el Universo para entablar con los hombres una
historia de amor. Lo ha creado para que haya amor. Tras esto surgen las palabras de Israel
que apuntan directamente hacia el Nuevo Testamento. Sobre la Torá, que materializa lo
secreto de la alianza, de la historia de amor de Dios con los hombres, se ha dicho en las
escrituras judías: Ella existía al principio, estaba con Dios, a través de ella ha
llegado a ser todo lo que existe. Era la luz y la vida de los hombres. Juan necesitaba
simplemente volver a tomar estas fórmulas refiriéndolas al que es la palabra viva de
Dios para decir: «Todo se hizo por ella» (/Jn/01/03). Ya antes Pablo había dicho: «En
él fueron creadas todas las cosas» (Col.1,16; cfr. Col. 1,15-23). Dios ha creado el
Universo para poder hacerse hombre y desparramar su amor, para extenderlo también hacia
nosotros, invitándonos a participar de él.
b) La estructura sabática de la Creación
CREACION/SABADO Y ahora avancemos algo más para
entender mejor estos pensamientos. En el relato de la Creación, el Sabbat, el sábado,
aparece descrito como el día en el que el hombre, en la libertad de la adoración,
participa de la libertad de Dios, de la serenidad de Dios y así de la paz de Dios.
Celebrar el Sabbat significa celebrar la alianza, volver al origen, limpiar todo de las
impurezas que nuestro actuar ha introducido. Significa también, al mismo tiempo, avanzar
hacia un mundo nuevo en el que ya no habrá esclavos y señores, sino hijos libres de
Dios, hacia un mundo en el que el hombre, el animal y la tierra participarán todos juntos
fraternalmente de la paz de Dios y de su libertad.
A partir de este pensamiento se ha desarrollado la legislación social mosaica.
Se funda en el hecho de que el sábado produce la igualdad de todas las cosas. Y de tal
modo se ha extendido más allá del día sabático semanal, que cada siete años hay un
año sabático en el que la tierra y los hombres pueden descansar. Cada cuarenta y nueve
años (= 7 x 7) se sitúa el gran año sabático, en el que se perdonan todas las culpas y
se anulan todas las compras y ventas. Uno se encuentra de nuevo ante un renovado comienzo
en el que el mundo se recibe otra vez de las manos creadoras de Dios. El peso de esta
disposición, de hecho nunca bien seguida, podemos quizá verlo mejor en una breve
indicación del libro de las Crónicas. Ya en la primera meditación me he referido a
cómo Israel había sufrido en el exilio, durante el cual Dios en cierto modo se había
negado a sí mismo y se había arrebatado su tierra, su Templo y su culto. También
después del exilio continuó la reflexión: ¿por qué Dios pudo hacernos esto?, ¿por
qué este castigo desmedido con el que Dios en cierto modo se castigaba a sí mismo?, en
un momento en el que todavía era inimaginable cómo en la cruz Dios cargaría sobre sí
con todas las culpas que por su historia de amor con los hombres se había dejado
infligir. ¿Cómo pudo ser eso? La respuesta del libro de las Crónicas dice: los muchos
pecados cometidos contra los que clamaron los profetas no podían ser en el fondo motivo
suficiente para un castigo tan desmedido. El motivo ha de buscarse en algo aún más
profundamente arraigado. El libro de las Crónicas describe así esta causa más profunda
del exilio: «Hasta que el país haya pagado sus sábados, descansará todos los días de
la desolación, hasta que se cumplan los setenta años» (2Cro/36/21).
Esto quiere decir: el hombre ha rechazado la serenidad de Dios, la tranquilidad
que procede de El, la adoración, su paz y su libertad, cayendo de este modo en la
esclavitud de su quehacer. Ha empujado al Universo a la esclavitud de su activismo y con
ello se ha esclavizado a sí mismo. Por eso Dios debía darle el Sabbat que él ya no
quería. Con su No al ritmo de la libertad y de la tranquilidad procedente de Dios, el
hombre se ha alejado de su semejanza con Dios para pisotear el Universo. Por eso debía
ser arrancado de la obstinación en su propio obrar, por eso Dios debía devolverle a su
más auténtica realidad, rescatarlo del dominio de su quehacer. «Operi Dei nihil
praeponatur» lo primero es la adoración, la libertad y la serenidad de Dios. Así y
sólo así puede el hombre vivir de verdad.
c) ¿Explotación de la tierra? CREACION/ECOLOGIA:
Llegamos así a la última consideración. Hay una palabra del relato de la
Creación que necesita una interpretación especial. Me estoy refiriendo al conocido versículo 28 del primer capítulo, al dictado de Dios a los
hombres: «¡Someted la tierra!». Hace tiempo que esta frase ha venido siendo utilizada
como punto de partida para atacar al cristianismo. Como consecuencia despiadada de esta
frase se desvirtúa al cristianismo mismo considerándolo el único culpable de la miseria
de nuestros días. El «Club de Roma», que hace ya diez años con su toque de alarma
acerca de los límites del desarrollo sacudió hasta los cimientos la creencia en el
progreso de la época de la postguerra, ha entendido su crítica a la civilización,
crítica que se ha ido haciendo cada vez más espiritual, también como una crítica al
cristianismo que estaría en la raíz de esta civilización de la explotación: el mandato
dado a los hombres de someter la tierra habría abierto aquel funesto camino cuyo amargo
final ahora se perfila. Un escritor de Munich, al hilo de este pensamiento, acuñó la
frase desde entonces fervorosamente repetida sobre las consecuencias despiadadas del
cristianismo. Antes hemos elogiado que el Universo, por la creencia en la Creación, se
había desdivinizado y racionalizado, que el sol y la luna ya no eran grandes y siniestras
divinidades, sino simplemente luminarias, que los animales y las plantas habían perdido
su carácter mítico; pues bien todo esto precisamente se ha convertido en una acusación
contra el cristianismo. El cristianismo sería el que habría convertido a los grandes
poderes hermanos del Universo en objetos de uso de los hombres, llevándole así a abusar
de las fuerzas de este Universo, plantas y animales, con una ideología del progreso que
sólo piensa en sí misma y sólo en sí misma cree.
¿Qué decir a todo esto? El mandato del Creador al hombre quiere decir que éste
debe cuidar el Universo como Creación de Dios, de acuerdo con el ritmo y la lógica de la
Creación. El significado del mandato se describe en el capítulo siguiente del Génesis
con las palabras «labrar y cuidar» (2, 15). Nos introduce por lo tanto en la lengua de
la Creación misma; significa que le ha sido dada para aquello de lo que ella es capaz y a
lo que ha sido llamada, pero no para volverse en su contra. La creencia bíblica incluye
sobre todo que el hombre no está encerrado en sí mismo; siempre ha de tener presente que
se encuentra dentro del gran cuerpo de la historia, que finalmente se convertirá en el
Cuerpo de Cristo. Pasado, presente y futuro deben encontrarse y abrirse camino en la vida
de cada hombre. Nuestro tiempo ha quedado ya a salvo de aquel atormentado narcisismo que
en la misma medida se separa del pasado y del futuro y sólo quiere el presente.
Pero entonces, con mayor razón, tenemos que preguntarnos cómo se ha llegado a
los abusos de esta mentalidad del activismo y del dominio que hoy nos amenaza por todas
partes. Un primer chispazo de esta nueva mentalidad aparece ya en el Renacimiento, por
ejemplo, en Galileo cuando afirma: En el caso de que la naturaleza no responda libremente
a nuestras preguntas ni nos desvele sus secretos, tendremos que atormentarla para en el
doloroso interrogatorio arrancarle la respuesta que voluntariamente no nos da. La
construcción de los instrumentos de la ciencia es para él semejante a la preparación de
este medio de tortura, con el cual el hombre como señor absoluto trata de encontrar las
respuestas que quiere saber de este acusado. Con el tiempo esta nueva mentalidad ha ido
adquiriendo forma concreta y validez histórica, sobre todo con ·Marx-KARL. El era el que
decía al hombre que ya no debía interrogarse más por su origen ni por su procedencia,
pues se trataba de una pregunta carente de sentido. De esta manera Marx pretende dejar de
lado aquella pregunta de la razón sobre el origen del Universo y su diseño, del que
hemos hablado al comienzo, porque la Creación en su razón interna es el mensaje más
fuerte y escuchado del Creador del que nunca podemos emanciparnos. Y puesto que, en
definitiva, la cuestión de la Creación no puede contestarse más que como procedente del
Espíritu Creador, por eso se interpretaba la pregunta como carente de sentido. La
Creación creada no cuenta; es el hombre el que debe producir la verdadera Creación que
luego le será útil. De ahí la transformación del mandato fundamental del hombre, de
ahí que el progreso sea la auténtica verdad y la materia el material a partir del cual
el hombre crea el Universo que lo hará digno de vivir en él. Ernst ·Bloch-E ha
reforzado estos pensamientos de una manera verdaderamente angustiosa. La verdad, ha dicho,
no es lo que nosotros percibimos. Verdad es únicamente la transformación. Verdad es,
según esto, lo que se impone, y la realidad es consecuentemente «una indicación para la
acción, es un adiestramiento para el ataque» 1. Necesita un «polo concreto de odio» 2
en el que encontrar el ímpetu necesario para la transformación. De este modo para Bloch
lo bello no es la transparencia de la verdad de las cosas, sino el descubrimiento del
futuro hacia el que nos dirigimos y que nosotros mismos hacemos. Por eso, dice, la
catedral del futuro será el laboratorio, y las centrales eléctricas serán las grandes
iglesias góticas del futuro. Pues según él- ya no será necesaria la distinción entre
domingo y día laborable; ya no hará falta ningún sábado porque el hombre es en todo su
propio creador. Dejará también de esforzarse simplemente por dominar y configurar la
naturaleza y, por el contrario, la concebirá en sí misma como transformación 3.
Aquí está formulado, con una claridad que no encontramos otras veces, lo que
constituye la opresión de nuestro tiempo. Antes, el hombre podía siempre transformar
cosas concretas en la naturaleza. La naturaleza como tal no era objeto, sino condición
previa de su actuación. Ahora le ha sido entregada como un todo; pero así el hombre se
ve, de repente, expuesto a su más profunda amenaza. El punto de partida de esta
situación se encuentra en aquella concepción que contempla la Creación como producto
únicamente del azar y de la necesidad, que no obedece a ninguna razón y de la que no se
puede extraer ninguna enseñanza. Ha enmudecido aquel ritmo interior que nos había
marcado el relato de la Sagrada Escritura: el ritmo de la adoración, que es el ritmo de
la historia de amor de Dios con los hombres. Bien es verdad que hoy percibimos
visiblemente los horribles resultados de tal enfoque. Sentimos una amenaza que no afecta a
un futuro lejano, sino a nosotros mismos, a nuestra inmediatez. Ha desaparecido la
sumisión de la fe, el orgullo del quehacer ha fracasado. Y así se configura una actitud
nueva y no menos nociva, un enfoque que considera al hombre como perturbador de la paz,
como el que todo lo destruye y que es el verdadero parásito, la enfermedad de la
naturaleza. El hombre ya no se gusta a sí mismo. Preferiría volverse atrás para que la
naturaleza pudiera de nuevo estar sana. Pero así tampoco construimos el Universo. Pues
contradecimos al Creador cuando ya no queremos al hombre como El lo ha querido. Con esto
no santificamos la naturaleza, nos destruimos nosotros y la Creación. Le arrebatamos la
esperanza que existe en ella y la grandiosidad a la que está llamada.
De modo que el camino cristiano permanece como el que verdaderamente salva.
Propio del camino cristiano es el convencimiento de que nosotros sólo podemos ser
verdaderamente «creativos» y, por tanto, creadores si lo somos en unión con el Creador
del Universo. Sólo podemos servir verdaderamente a la tierra cuando la tomamos siguiendo
la instrucción de la Palabra de Dios. Y entonces podemos perfeccionar y hacer avanzar al
Universo y a nosotros mismos. «Operi Dei nihil praeponatur» -a la obra de Dios no se
anteponga nada-; al servicio de Dios nada debe anteponerse. Esta frase sí que es una
contribución a la conservación del mundo creado frente a la falsa adoración del
progreso, frente a la adoración de la transformación, destructora del hombre, y frente a
la blasfemia del hombre que destruye a la vez el Universo y la Creación, apartándolos de
su destino final. Sólo el Creador es el verdadero Redentor del hombre, y sólo si
confiamos en el Creador estamos en el camino de la salvación del Universo, del hombre y
de las cosas. Amén.
..........
1. Las citas siguientes están tomadas del libro de F. HARTL, Der Begriff des
Schöpferischen. Deutungsversuche der Dialektik durch Ernst Bloch und Franz von Baader
(Frankfurt, 1979); cfr. aquí págs. 74-80; en Pninzip Hoffnung (Obras completas, tomo 5,
Frankfurt, 1959) pág. 319.
2. «Si no se comparte el amor, con un polo de odio tan concreto, no existe amor
auténtico; sin el partidismo del criterio revolucionario clasista, sólo existe idealismo
hacia atrás, en lugar de praxis hacia adelante», Pninzip Hoffnung, pág. 318; HARTL,
pág. 80.
3. MARKUSKIRCHEN y Centrales eléctricas: Pninzip Hoffnung, pág. 928 y ss.;
renuncia al domingo y días festivos, en el mismo lugar, pág. 1.071 y ss., cfr. HARTL
págs. 109-146, especialmente 130 y 142. Para estas mismas cuestiones del pensamiento
marxista, se encuentra material interesante en J. PIEPER. Zustimmung zur Welt. Eine theone
des Festes (Munchen. 1964) págs. 133 y ss.)
JOSEPH RATZINGER
CREACION Y PECADO
NAVARRA 1992. EUNSA, Págs. 45-63
CREACION Y PECADO
NAVARRA 1992. EUNSA, Págs. 45-63
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