1. Concepto y definición de creación. Las palabras creación,
crear, tanto en el uso profano como en el religioso, tienen diversas
significaciones. A veces se emplean para indicar cualquier producción
de una cosa; también se usan para expresar la elevación de una persona
a algún oficio o dignidad; asimismo se emplean en relación con los
artistas, a quienes suele llamarse creadores de sus obras. En sentido
estricto c. significa producciónde todo el ser; S. Tomás la define
atendiendo a las cuatro causas o elementos constitutivos, intrínsecos
y extrínsecos, del ser.
Así, por razón de la causa material, o punto de partida de la producción de ser, la c. se define: producción de la nada (Sum. Th. 1 q45 al), es decir, sin que haya materia alguna de la que se origine el nuevo ser. Si se atiende al término, o punto de llegada del nuevo ser, se define: producción del ser según la totalidad de su sustancia (Denz.Sch. 3025). Por orden a la causa eficiente la c. se define: producción de todo el ser por la causa universal, que es Dios (Sum. Th. 1 q45 al). Atendiendo a la relación entre el término a quo (punto de partida) y el término ad quem (punto de llegada) tenemos que la c. es: tránsito del no ser en absoluto al ser subsistente (Contra gentiles, 2,21; Sum. Th. 1 q45 a2 ad2). Refundiendo estas definiciones en una sola, tenemos que la c. es: «primera producción de todo el ser, hecha de la nada por la causa universal, que es Dios». En filosofía y teología escolástica ha prevalecido la definición: «producción de ser ex nihilo su¡ el subiecti».
En la noción real de la c. se excluye la causa material y todo presupuesto. Al decir: producción de la nada se quiere indicar que se produce la totalidad del ser, y no que la nada (v.) sea algo preexistente de la cual se sirviera el creador para sacar al ser a la existencia; indica simplemente comienzo, esto es, antes nada había y ahora existe algo, un ser (De potentia, 3,1 ad7). En toda producción se obtiene un ser nuevo, y puesto que es tal determinado ser por la forma (v.), de ahí que se diga que es hecho de la nada de sí mismo (ex nihilo su¡); si la producción acontece por generación (v.), es decir, por transformación de una materia preexistente, el nuevo ser se origina de algo de sí mismo en cuanto a la materia (v.) (ex nihilo su¡), mas no ex nihilo subiecti; en la c. el ser viene a la existencia del noser absoluto (ex nihilo su¡, forma, y ex nihilo subiecti, materia). Hablando con propiedad la c. no puede llamarse mutación o cambio (v.). pues toda mutación postula algo preexistente, un punto de partida, que pasa a otro ser; en la c. el punto de partida es la nada absoluta y el punto de arribo es un ser totalmente nuevo. Pasa a la inversa con la aniquilación; en ésta se da un término positivo del cual se parte como existente, un ser, que pasa a la nada absoluta (término ad quem). La c. excluye, pues, la causa material y la forma, pero no la causa eficiente, es decir, alguien que realice la obra creada. El excluir la causa eficiente iría contra el principio filosófico: «nada se hace sin causa eficiente preexistente». Además esa causa debe ser proporcionada al efecto (V. CAUSA).
2. Dios, creador del mundo. a. Testimonio bíblico. En el texto bíblico la verdad de la c. forma parte de las intervenciones divinas en la historia de la salvación (v.); es el punto de arranque, el primer acto salvífico realizado por Dios en favor de los hombres. En esa perspectiva salvífica contempla la Biblia la verdad de la c., que va incluida en los demás eventos históricos (V. REVELACIÓN III, l).
Los escritores bíblicos manifiestan la convicción de que todo el mundo, en su ser y en su obrar, depende totalmente de Dios. Esta dependencia es enseñanza constante de la Escritura, de la cual extrae la conclusión de que el mundo tiene a Dios como autor. Dios se muestra como dueño y señor de cuanto existe, tiene en su poder el destino de los pueblos: «Mira: de Yahwéh, tu Dios, son los cielos, la tierra y todo cuanto en ella se contiene» (Dt 10,1415; cfr. 19,5). El dominio de Dios sol tire el mundo está en la base de la confianza de Israel en su Dios: «Señor, rey omnipotente, en cuyo poder se hallan todas las cosas, a quien nada podrá oponerse si quiere salvar a Israel: Tú, que has hecho el cielo y la tierra y todas las maravillas que hay bajo los cielos, tú eres dueño de todo» (Est 13,911; cfr. Idt 16,1617; Ps 89,913; 50,1011; 104). Los acontecimientos, tanto del orden físico como del moral, están sujetos a su poder y sabiduría. Los fenómenos de la naturaleza son signos de la trascendencia de Dios, quien dispone de ellos para servicio del hombre (cfr. Lev 26,35; Ioel 2,2127; lob 38,39; 31,35; Ps 97,15; 74,1317; 149,6). Todo el curso de la vida e historia del mundo se realiza conforme al designio de Dios (Is 45; 10,57; Ez 29,1920). Incluso en el plano individual dependemos de Dios: «No está en manos del hombre trazarse su camino, no es dueño el hombre de caminar ni de dirigir sus pasos» (ler 10,23). Estamos en sus manos y aun el pecado (v.) está previsto por Dios (Sap 7,16; Est 15,11; Ps 37,23; 139; Ex 4,21; 1 Sam 2,25).
En el N. T. la dependencia del mundo respecto a Dios se manifiesta sobre todo en su acción providencial: Dios alimenta a los pajarillos y viste a los lirios del campo (Mt 6,2629), todo lo dispone para cubrir las necesidades del hombre (Mt 10,30), envía las lluvias y regula las estaciones (Act 14,17), a todos da la vida, el alimento y todas las cosas... «y en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Act 17,25.28). Todo acaece en el mundo para cumplimiento de la voluntad de Dios, para que sea todo en todos (1 Cor 15,2528). La voluntad humana está también bajo la dependencia de Dios, ya que Él «es el que obra... el querer y el obrar según su beneplácito» (Philp 2,13), incluso las acciones pecaminosas, pues la misma crucifixión de Jesús se debió a la mano de Dios y su consejo la había decretado (Act 4,28). Los milagros (v.) son signos de la intervención divina en cuanto suspende por su acción omnipotente las leyes que Él estableció a la naturaleza. Todo esto manifiesta la absoluta dependencia del mundo, tanto en su ser ontológico como en su obrar físico y moral. Con ello, sin embargo, no se destruye la acción libre de la criatura racional, pues ésta es movida y actuada conforme a su naturaleza libre (v. DIOS IV, 14; PROVIDENCIA III; LIBERTAD I, III).
Así lleva el pensamiento bíblico a la convicción de que Dios es el autor del mundo, de modo que sin la intervención divina nada existiría o dejaría de existir (Dt 32,39; lob 34,1415; lo 5,17). La actitud religiosa frente a Dios se funda en estos presupuestos (Ps 33; 89; 95; 146). La c. lleva a comprender la transcendencia de Dios (lob 38), la nulidad de los ídolos (ler 10), es la razón de la confianza en la divinidad (Is 40,1217; 45,1819; 48,1215) y digna de alabanza la sabiduría desplegada por Dios al hacer el mundo (Prv 8,2232).
La creación «ex nihilo». ¿Cómo concibe el pensamiento bíblico esta dependencia del mundo y su origen? En Gen 1,1 la formación del mundo se atribuye a Dios y se expresa mediante la palabra crear (baya'): «en el principio Dios creó el cielo y la tierra». «En el principio», esto es, cuando nada existía, en un principio absoluto, antes del cual sólo existía Dios. La palabra tiara' (crear) estrictamente hablando no tiene siempre el significado de producir algo de la nada; sin embargo, en la literatura bíblica la acción expresada por dicho vocablo se reserva a Dios. El contexto de todo el cap. 1 del libro del Génesis (v.) induce a pensar que su autor supone la idea estricta de creación (v. I). A diferencia de las cosmogonías (v.) orientales, la narración bíblica excluye todo coprincipio. El mundo no es el resultado de una lucha desencadenada por los poderes divinos ni un trabajo penoso, sino el fruto de una orden. Sólo la acción de Dios da origen a las cosas, que vienen a la existencia únicamente por su palabra: «Dios dijo». Es de notar la diferencia en la narración cuando se trata de la formación de las plantas («haga brotar la tierra hierba verde» Gen 1,11) y cuando se habla de la gran masa del universo: «hágase la luz» «haya firmamento» (Gen 1,3.6). Se echa de ver que nada existía de lo cual hiciera brotar las cosas, al mismo tiempo que expresa la iniciativa libre y espontánea de Dios, su transcendencia y su ser soberano (v. DIOS Iv, 3), así como la distinción radical entre Dios y el mundo, con exclusión de cualquier tipo de emanatismo (v.) o panteísmo (v.).
La inmediatez de Dios a su obra expresada por la palabra creadora, «Dios dijo... y fue hecho», la recogen el Salmista: «habló y se hizo; lo mandó y fue realizado» (Ps 33,9) e Isaías: «Dios llama al cielo y la tierra y éstos se hacen presentes» (48,13). Todo lleva a concluir que la formación del mundo tal como la concibe el Génesis es una c. de la nada en sentido estricto, aunque no se pueda deducir esto de la sola consideración del término tiara', sino de todo el contexto de la narración. Es cierto que no puede exigírsele al hagiógrafo bíblico la precisión que el término crear tiene en filosofía. Mas dentro de su mentalidad se afirma el mismo contenido, su descripción de los orígenes equivale a decirnos que Dios creó el mundo de la nada.
En los Profetas el hecho de la c. de la nada se admite como verdad tradicional, y sirve para evocar la omnipotencia divina, para justificar la ira de Dios, la superioridad de Yahwéh sobre los ídolos, para excitar a la esperanza y al temor, como signo de la trascendencia y distinción de la criatura y Dios, pues sólo Él es el creador y creador libre (Am 4,13; 5,89; Ier 10,1217; Is 37,6; 66,12; 40,1213; 44,24; 40,26). En los Salmos la c. es incitamento para la alabanza a Dios, signo de su grandeza y manifestación de su gloria, certeza de la esperanza y de la providencia divina (Ps 8,4; 19,2; 89,615; 102,26; 134,3.49; 146,6; 148). En los libros sapienciales se afirma la trascendencia y unicidad del creador, la bondad de lo creado y la libertad de la acción creadora (Eccli 42,21; 43,2733; 39,1718). La Sabiduría enseña que todo el mundo es obra de Dios; Él lo ha hecho voluntariamente, con sólo su poder ha organizado la materia caótica (Sap 1,14; 9,1; 11,26.18). Una enseñanza explícita sobre la c. de la nada se encuentra en 2 Mach 7,28, donde la madre de los macabeos exhorta a su hijo menor a la fidelidad y confianza en Dios: «ruégote, hijo, que mires al cielo y a la tierra, y veas cuanto hay en ellos, y entiendas que de la nada lo hizo todo Dios, y todo el humano linaje ha venido de igual modo»; testimonio de una mujer sencilla del pueblo que muestra cuán hondamente se encontraba enraizada esta verdad en Israel.
Se da por cierto que el judaísmo del tiempo de Cristo reconocía sin discusión esta verdad. Los hagiógrafos del N. T. para expresar la acción operada por Cristo en los cristianos, la «nueva creación», la comparan a la c. primigenia. El señorío sobre el mundo se coloca ahora en Cristo, y es Él el único que está al comienzo, el único principio de lo creado, contra los múltiples intermedia rios de la concepción griega (Act 14,1; 17,24.28; Rom 8,1923; 11,36; Eph 2,10; Col 1,1619; Heb 1,2.10). San Juan al describir la obra de Cristo como una «nueva creación» da la impresión de tener en su mente los primeros capítulos del Génesis, de lo que es un indicio el comienzo de su evangelio: «Al principio...», señalando igualmente que la c. es obra de la Palabra: «todo fue hecho por Él...». (lo 1,3). Esto supone, como hemos indicado, una c. ex nihilo (cfr. lo 17,5.24; 1 lo 1,1; 2,13.14).
Toda la enseñanza bíblica acerca de la c. hay que contemplarla a la luz de la historia salvífica y como una de las exigencias postuladas por la Alianza (v.). De ahí la resonancia que esta verdad tiene en todas las manifestaciones de la relación de Dios con su pueblo. Se apela a ella, más que para dar una enseñanza científicofilosófica acerca del origen del mundo, simplemente para exigir la fidelidad de Israel a los compromisos adquiridos con Yahwéh. En esta misma trayectoria de la historia salvífica se sitúa la concepción neotestamentaria. Aquí el cumplimiento de la promesa en Cristo, la instauración en 11 de la nueva Alianza, se servirá de la c. para penetrar en la profundidad del cambio realizado por Jesús en cuantos se unen a Él por la fe y el amor. La reflexión teológica extraerá las consecuencias implicadas en este contexto históricosalvífico.
b. La creación en los Padres de la Iglesia. La c. de la nada se encuentra afirmada en los más antiguos documentos del cristianismo. La Didajé (v.) se hace eco de la enseñanza del Génesis al decir que por su nombre (por su palabra) ha hecho las cosas el Dios omnipotente (3,5), y el Pastor de Hermas (v.) afirma expresamente que hizo las cosas de la nada (hand. 1,10: RJ 85). Arístides Ateniense (v.) encuentra la razón para rechazar la idolatría en que los cristianos «conocen a Dios y creen en Aquel que creó el cielo y la tierra» (PG 96,1168.1124). Teófilo de Antioquía refuta a Platón y su escuela que admitía la materia increada: «Ahora bien, si también la materia fuese increada, sería por el mismo caso inmutable y pareja a Dios... ¿Y qué maravilla fuera que Dios hiciera el mundo de materia preexistente? Pues también un artífice humano, tomando una materia cualquiera, hace de ella lo que quiere. Mas el poder de Dios se manifiesta precisamente en que de lo que no es hace lo que quiere» (Ad Autolycum, 11,4: PG 4,1052).
La mente de los Padres se clarifica aún más en sus controversias contra las herejías. Así contra el dualismo (v.) S. Ireneo (v.) afirma que sólo Dios es creador de todo, de Él proceden las cosas visibles e invisibles, las sensibles y las espirituales; Dios lo ha hecho todo de la nada, ha hecho la materia primitiva; si la materia fuera increada sería inmutable y el mundo no habría podido ser hecho de ella (Adversus haereses, 1,42,1: PG 7, 669.736. 733). Para Tertuliano (v.) es de fe que Dios por su palabra ha creado el mundo de la nada; negarlo implicaría negar la divinidad de Dios; creer que la materia es eterna es una aberración de los estoicos (v.) (De praescriptione haereticorum, 13: PL 2,26; Adversus Hermogenum, 1: PL 2,198). La herejía dualista fue ya refutada por Moisés, según S. Juan Crisóstomo: «Si viene, pues, a ti un maniqueo y te dice que la materia preexistía, si viene Marción, si viene Valentín o incluso un pagano, respóndeles: Dios creó al principio el cielo y la tierra» (In Genesim Homil 2,3: PG 53,29), «decir que las cosas que existen han sido hechas de materia preexistente y no confesar que el artífice de todas las cosas las ha hecho de la nada es señal de necedad suma» (ib. 2: PG 53,28; RJ 1147). Contra el maniqueísmo (v.) escribe S. Agustín: «Rectísimamente se cree que Dios hizo todas las cosas de la nada, porque si todas las criaturas fueron sacadas con sus formas particulares de esta primera materia, esta misma materia fue creada de la nada absoluta. No debemos asemejarnos a estos que niegan que el Dios omnipotente pudiera hacer algo de la nada, porque ven que los operarios y artífices no pueden fabricar cosa alguna a no ser que tengan materia para labrar» (De Genesi contra manicheos, 1,6,10, Madrid 1957, 373).
Con motivo de la controversia arriana los Padres precisaron la diferencia entre la generación del Verbo y la c. del mundo (v. ARRIO). Así S. Atanasio asevera: «Ciertamente éstos (los arrianos), si no hubiesen perdido completamente la inteligencia, habrían podido comprender que el Hijo, según el testimonio de la Verdad, no es de la nada y no pertenece en ningún sentido a las cosas hechas. Siendo Él Dios, no puede ser hecho y no es lícito llamarle creado. En realidad se puede decir sólo de las cosas creadas y producidas que son de la nada y que no existieron antes de ser originadas» (Or. 2 contra Arianos, 1: PG 26,147) (V. TRINIDAD SANTÍSIMA; JESUCRISTO III).
c. La fe de la Iglesia. La fe de la Iglesia sobre la c. se manifiesta primeramente en los Símbolos (v. FE II). En éstos la fórmula más antigua parece ser: «Creo en Dios Padre omnipotente (pantocrator) ». Esta palabra griega pantocrator unida a Padre denota una idea de procedencia, de origen, y de dominio sobre todas las cosas. La c., pues, está en la raíz de esta fórmula, que después se explicita con la expresión: «creador del cielo y de la tierra» (cfr. Denz.Sch. 143). El símbolo de Nicea propone la fe así: «Creo en un solo Dios, Padre omnipotente, hacedor de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles» (Denz.Sch. 125). La forma más explícita la ofrece el conc. NicenoConstantinopolitano: «Creo en un solo Dios Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas visibles e invisibles» (Denz.Sch. 150). Esta doctrina se repetirá posteriormente, precisándose más, en los conc. III y IV de Letrán (Denz.Sch. 800), Florentino (Denz.Sch. 1333) y Vaticano I (Denz.Sch. 3025), como tendremos ocasión de ver.
d. La razón ante la creación. La c. en sentido estricto (de la nada) entra dentro del género de verdades que pueden alcanzarse por solas las fuerzas naturales de la razón (v. II), pero que es necesario que sean reveladas para que sin dificultad, sin error y con certeza todos puedan conocerlas (Denz.Sch. 3005). La historia del pensamiento demuestra que sólo gracias a la Revelación la c. ha entrado en la categoría racional. En efecto, ni los más grandes filósofos alcanzaron esta verdad; el célebre demiurgo de Platón (v.), introducido en el Timeo para explicar el origen del mundo, no es más que un agente muy secundario, que no crea de la nada ni produce seres reales; Aristóteles (v.) tampoco llegó al conocimiento de la c. de la nada, pues aunque algunos autores (entre los que hay que contar a S. Tomás, De potentia q3 a5) le atribuyen este conocimiento, otros con mayor fundamento se lo niegan. Sin embargo, se admite por todos que en Aristóteles se encuentran los principios metafísicos de los cuales se desprende la doctrina creacionista, y de ellos se ha servido S. Tomás para desarrollar de modo acabado la doctrina de la creación.
No es extraño que a lo largo de la historia del pensamiento se encuentren frecuentes y crasos errores en su intento de explicar el origen del mundo. Nos encontramos así con el dualismo (v.) que defiende la existencia de dos principios opuestos de los que procedería el mundo; error que ha tenido diversas modalidades. El gnosticismo (v.), al defender la malicia natural de la materia, hacía provenir a ésta de un principio absoluto malo, o de un principio bueno por medio de agentes secundarios cada vez más corrompidos. El maniqueísmo (v.) pone el principio del bien en Dios, idéntico a la luz, y el principio del mal en el diablo que es el autor de la materia. La herejía de los cátaros (v.) y albigenses (v.) renovó el error maniqueo defendiendo la existencia de dos principios, uno bueno origen del espíritu, y otro malo origen del mal y de la materia, que en algunos se considera como eterna y primer principio malo.
David de Dinant identificó a Dios con la materia, y en su línea los materialistas antiguos (V. DEMÓCRITO; EPICURO; LUCRECIO) y los modernos (V. FEUERBACH; HAECKEL) no admiten más Dios que la materia y sus fuerzas naturales (V. MATERIALISMO I). Otro error se encuentra en las diversas formas de panteísmo (v.), es decir, el de aquellos que identifican a Dios con el mundo. El panteísmo emanatista, ya defendido por la escuela estoica, se resucitó en el pasado siglo, defendiendo que todas las cosas proceden por emanación de la sustancia divina, teniendo todas ellas la misma sustancia (V. ESTOICOS; EMANATISMO). El panteísmo esencial (v. SCHELLING, F. w.) defiende que Dios y las cosas tienen la misma esencia, siendo la evolución de las mismas la causa de la diversidad. Otra especie de panteísmo es la que propone la doctrina del ente universal, único, que al determinarse, particularizarse, se convierte en cada una de las cosas (V. HEGEL, G. w.). El conc. Vaticano 1 se ocupó de estos errores (cfr. Den.Sch. 30223024) por separado, y condenó conjuntamente al panteísmo y al materialismo: «si alguno no confiesa que el mundo y todas las cosas que en él se contienen, espirituales y materiales, han sido producidas por Dios de la nada según toda su sustancia, sea anatema» (Denz.Sch. 3025).
Las ciencias experimentales nada pueden aportar para explicar tanto la posibilidad como la realización de la c. de la nada, porque escapa del terreno de lo fenomenológico, de lo observable por los sentidos y por la técnica del científico. A lo más podrá éste, mediante el análisis de la materia ya existente y de la evolución de la misma, llegar a la conclusión de que el mundo no siempre ha existido, que ha habido un principio, y de esto podrá deducir ya en el campo filosófico que es el mundo un ser contingente y que depende de un agente necesario, de un creador. La c. en sentido estricto es una verdad metafísica, no científica o experimental.
e. Sólo Dios puede crear. La c. es la producción de un ser de la nada; esto quiere decir que en la c. se produce el ser en su totalidad, se da la existencia en cuanto tal y ésta es un efecto universalísimo. Como quiera que el efecto deba tener una causa proporcionada para poder existir, se sigue que sólo la causa universalísima puede producirla, y esta causa universalísima es Dios. Luego sólo Dios puede crear (Sum. Th. 1 q45 a5). Con esto se demuestra que es imposible que Dios pueda conceder a una criatura la potencia creadora, contra lo que opinaron Durando y G. Biel.
Una criatura, por noble que se la suponga, ni siquiera puede servir como causa instrumental, en las manos de Dios, para la obra creadora. Sabemos que en la antigüedad, no faltaron quienes pusieron causas creadas intermedias de las que Dios se sirvió para realizar la c.: según testimonio de S. Ireneo, los gnósticos multiplicaban los eones entre el principio supremo y el mundo creado; los arrianos veían en el Verbo el instrumento creado con el que Dios realizó la creación. Pero es imposible que una criatura pueda servir de instrumento en la c., porque lacausa instrumental actúa bajo la acción de la causa principal en cuanto, con su acción propia, dispone la materia para el efecto de la causa principal (v. CAUSA). Ahora bien, en la c. no hay materia preexistente, es producción de la nada; luego no existe nada sobre lo que pueda actuar o disponer una causa instrumental (Sum. Th. 1 q45 a5). Además, el producir un efecto de la nada exige una potencia infinita, pues entre la nada (v.) y el ser (v.) existe una distancia infinita; no teniendo ninguna criatura tal poder infinito, es claro que ninguna criatura pueda ser creadora ni como causa principal ni como instrumental (ib., ad3).
Esta doctrina, que S. Tomás deduce de los principios metafísicos, se desprende de la misma enseñanza bíblica que nos presenta a Dios como el único merecedor del culto apoyándose en que sólo Él es el autor del mundo (Is 45,58; Ier 10,1016; Ps 96,5; Eccli 1,8). Como hemos visto anteriormente, la absoluta dependencia del mundo respecto a Dios se debe, en el pensamiento bíblico, al hecho de que ha sido creado por Él exclusivamente. Frente a los errores gnósticos y arrianos los Padres de la Iglesia afirmaron no sólo que Dios es el único creador, como único primer principio del mundo, sino también que ninguna criatura ha podido concurrir con Él en la obra creadora. Así S. Cirilo de Alejandría decía: «Repugna a la gloria divina pensar que algún otro pueda crear y llamar a la existencia las cosas que no existían. No es, pues, lícito decir gire aquello que es propio de manera especial de la inefable naturaleza divina, pueda hallarse en la naturaleza de alguna criatura» (Contra Julianum, 2: PG 76,596). Y S. Juan Damasceno: «Quien dice que los ángeles son autores de alguna sustancia, es boca del diablo, que es su padre. Pues los ángeles, por ser criaturas, no son autores (demiourgoi). El artífice, gobernador y conservador de todas las cosas es Dios, el único increado» (De fide ortodoxa, 2,3: PG 94,873).
f. La creación, obra de toda la Trinidad. Como toda obra fuera de la intimidad trinitaria la c. es común a las tres divinas Personas. En efecto, en la Trinidad (v.) la única diferencia que existe es la derivada de las relaciones opuestas, es decir, aquello por lo que cada Persona se constituye en un ser propio. Como la acción creadora no supone oposición relativa alguna, se sigue que la c. es común a las tres Personas divinas. Sin embargo, tienen una causalidad respectiva según el modo de su procedencia, porque Dios crea las cosas mediante su entendimiento y su voluntad, como cualquier artífice produce sus obras según la concepción de su entendimiento y el amor de su voluntad. De parecida manera Dios Padre produce las criaturas por su Verbo, que es el Hijo, y por su Amor, que es el Espíritu Santo (Sum. Th. 1 q45 a6). Ha de tenerse en cuenta que crear es propiamente causar o producir el ser de las cosas; por eso el crear es propio de Dios en razón de su ser, de su esencia, y no por algún atributo particular. Y la esencia de Dios, su naturaleza, es única e idéntica en las tres divinas Personas; de ahí que el crear no sea propio de alguna Persona en particular, sino común a toda la Trinidad (ib.). S. Agustín afirmaba: «cuando llamamos principio al Padre, y al Hijo también principio, no queremos decir que sean dos los principios de la criatura, porque el Padre y el Hijo en orden a la creación son un único principio, como son un solo creador y un solo Dios... Así como el Padre y el Hijo son un solo Dios, y respecto a las criaturas son un solo creador y un solo señor, así con relación al Espíritu Santo son un solo principio; y con relaCREACIóN IIIción a las criaturas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo principio, como uno es el Creador y uno es el Señor» (De Trinitate; 5, cap. 1314, n° 1415, Madrid 1956, 421425).
El Magisterio auténtico de la Iglesia ha enseñado esta verdad en los conc. I y IV de Letrán, afirmando que las tres divinas Personas constituyen un único principio de todas las cosas (Denz.Sch. 501 y 800). En el decreto pro f acobitis del conc. de Florencia se recuerda el principio teológico de que en la Trinidad «todo es uno donde no obsta la oposición de relación» (Denz.Sch. 1330), aplicándolo a la c. y deduciendo que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios creativos sino uno solo (Denz.Sch. 1331). Pío XII en la enc. Mystici Corpóris dice que pertenece a toda la Trinidad lo que se refiere a Dios como suprema causa eficiente (Denz.Sch. 3814).
Sin embargo, la S. E. atribuye la c. indistintamente al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, usando sin discriminación las preposiciones de, por, en (lo 1,13; 3,6; Eph 4,16; 1 Cor 1,9; 12,8). Por la apropiación trinitaria, comúnmente la partícula de (ex) indica la acción del Padre como principio sin principio; la partícula por (per) la del Hijo, porque es la Sabiduría del Padre o su Verbo; la partícula en (in) la del Espíritu Santo como Amor divino, en quien se contienen y por quien todas las cosas son dirigidas a sus fines. El conc. II de Constantinopla ha consagrado este modo de hablar (Denz.Sch. 421). Para entenderlo hay que tener en cuenta la doctrina de las apropiaciones trinitarias, según la cual las acciones comunes pueden ser apropiadas a una Persona, con tal que no suponga exclusividad y tenga por fundamento alguna analogía entre los atributos y acciones y la nota propia de dicha Persona (cfr. Sum. Th. 1 q39 a78).
La c. como obra del Padre la tenemos en Mt 11,25, donde Jesús le llama Señor del cielo y de la tierra; ésta es la atribución más frecuente en la iconografía y pensamiento cristianos. La afinidad entre la acción creadora y lo propio del Padre es clara, pues sólo El es Innascible y Noespirado, principio sin principio, que de su plenitud engendra y espira con sabiduría y amor (V. DIOSPADRE). Con más frecuencia la Escritura atribuye la acción creadora al Hijo; S. Pablo afirma que «no hay más que un Dios Padre, de quien todo procede y para quien somos nosotros, y un solo Señor Jesucristo, por quien son todas las cosas y nosotros también» (1 Cor 8,6); el Padre lleva a cabo la c. por Cristo. El cristocentrismo de la c. se pone de relieve en Col 1,1517 donde se afirma que el Hijo «es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles... todo fue creado por El y para Él. Él es antes que todo y todo subsiste en Él». «Somos creados en Cristo Jesús» (Eph 2,10). En la carta a los hebreos leemos que el Hijo «sustenta todas las cosas con su poderosa palabra» (1,3). Aunque no se pueda dilucidar exactamente la naturaleza de este cristocentrismo de la c., sin embargo, no puede excluirse la «apropiación» al Verbo, cosa bien manifiesta en S. Juan: «todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho» (lo 1,3). La apropiación de la c. al Hijo es frecuente en los Padres especialmente en los orientales (v. DiosHijo en JESUCRISTO III, 1).
Basados en el texto de Gen 1,2: «el espíritu de Dios se cernía sobre las aguas», los Padres han atribuido también la c. al Espíritu Santo. Tiene esta apropiación fundamento dogmático, pues la c. es manifestación del amordivino, y la tercera Persona de la Trinidad, al proceder por vía de amor, es Espíritu vivificante (v. ESPÍRITU SANTO). S. Tomás sintetiza esta doctrina tradicional al escribir: «al Padre se apropia el poder, que se manifiesta principalmente en la creación, atribuyéndosele por este motivo el ser creador; mas al Hijo se le apropia la sabiduría, mediante la cual obra el agente intelectivo, y por eso se dice del Hijo que es por quien todas las cosas han sido hechas; finalmente, al Espíritu Santo, se le apropia la bondad, a la cual pertenecen la gobernación, que conduce las cosas a sus debidos fines, y la vivificación, puesto que la vida consiste en un cierto movimiento interior, y el primer motor es el fin y la bondad» (Sum. Th. 1 q45 a6 ad2). La c. resulta una donación gratuita de Dios, un acto personal en el que cada Persona ha dejado algo de su «propiedad» como veremos más adelante, y a lo cual se ha de responder personal y generosamente (V. t. TRINIDAD, SANTÍSIMA; DIOS IV, 12 y Iv, 3.7.10.11.13.14).
3. El mundo hecho conforme al ejemplar divino. La acción creadora es exclusiva de Dios; y sólo É1 pudo ser también su modelo o causa ejemplar. Al decir causa ejemplar queremos indicar que Dios, al crear el mundo, lo realizó conforme a la idea o diseño concebido en su mente. Esto es común a todo agente dotado de entendimiento, pues al obrar se prefija un fin y concibe la idea de lo que quiere realizar. No se da, en cambio, en los seres irracionales, ni pueden considerarse como hechas conforme a una idea ejemplar las obras que se producen necesariamente y no libremente (De Veritate, q3 al y 3; Sum. Th. 1 q14 a16; V. NECESIDAD). El mundo en su conjunto y cada una de las cosas que lo componen tienen en Dios su idea ejemplar, o lo que es lo mismo, el mundo se hizo y se está haciendo según un plan preexistente en la mente divina (Sum. Th. 1 q15 a23).
Aunque no hay en la S. E. testimonios explícitos sobre esta doctrina, se encuentran en ella elementos valiosos que la justifican. Dios es un ser personal y distinto del mundo que ha creado, y lo ha hecho mediante su palabra, lo cual supone un ser inteligente y libre (Gen 1,3.6.9); Dios juzga de la obra hecha y la juzga buena, lo que implica que responde a su plan (Gen 1,4.10.12.31). Dios al crear no lo hace por instinto ciego, sino con prudencia, inteligencia y sabiduría, disponiendo todas las cosas y dotándolas de leyes necesarias para que consiguieran su finalidad. La acción de Dios al formar el mundo se equipara a la del artífice humano en relación a su obra (Prov 3,11; 8,2230; Ps 135; 103; Sap 7,21; Ier 10,12).
Desde un principio los Padres de la Iglesia han enseñado el ejemplarismo divino respecto a la c., si bien algunos influenciados por el platonismo no siempre lo expusieron con rectitud (cfr. Clemente Alejandrino, Stromata, 5,11: PG 9,112; Orígenes, In lo. 1,22: PG 14,55). S. Agustín lo expone en diversas ocasiones: «las ideas principales son ciertas formas... que se contienen en la inteligencia divina... y según las cuales... es hecho cuanto puede nacer o perecer» (De divinas quaestionibus, PL 40,30; cfr. 40,130). Quien mejor ha estudiado y expuesto la doctrina del ejemplarismo alejandrino ha sido el PseudoDionisio (cfr. Dubois, De Exemplarismo divino, Roma 1899). Boecio resume así de modo admirable esta doctrina (De consolatione philosophiae, 1,3: PL 63,758): «Tu cuenta supernoDucis ab exemplo, pulchrum pulcherrimus ipseMundum mente gerens, similique in imagine formans perfectasque iubens perfectum absolvere partes».
Santo Tomás ha recogido esta tradición depurándola de cuanto en ella podía haber de inexacto derivado del platonismo. Todo agente, dice, así como obra necesariamente por un fin, actúa por necesidad según un modelo o ejemplar, bien externo bien interno, existente en su mente; de lo contrario no realizaría una obra con preferencia a otra (Sum. Th. 12 ql a2). Como el mundo no es producto del azar, sino fabricado por Dios, que obra mediante el entendimiento y la voluntad, es necesario que en el entendimiento divino exista la idea o forma, el modelo, a cuya semejanza fue hecho el mundo (Sum. Th. 1 ql5 al). El modelo o ejemplar conforme al cual Dios creó el mundo en su misma esencia en cuanto imitable y participable extrínsecamente; supondría en Dios imperfección que dicho ejemplar estuviera fuera de Él, pues entonces dependería en su obra de algo exterior. Además antes de crear, nada existía, por eso tampoco podía pensar su obra conforme a algo fuera de Sí.
Mas la esencia divina es el ejemplar del mundo no en sí misma, sino en cuanto que es contemplada por su entendimiento (v. DIOS IV, 13) como infinitamente imitable y comunicable analógicamente (V. ANALOGÍA). Por eso cada una de las cosas es representación del único modelo que es la esencia divina, según que por su entendimiento ha visto el modo de su realización y ha querido por su voluntad que tuviese realización exterior viniendo a la existencia. Modelo único, pero variedad infinita terminativamente, tal como podemos contemplar en la multiplicidad de seres que forman el universo (cfr. De Veritate, q3 a2; Sum. Th. 1 q15 a2). Como quiera que en Dios hay una sola idea que. expresa adecuadamente su esencia, es decir, el Verbo en cuanto expresión mental del Padre, síguese que cuanto se contiene en la ciencia del Padre se expresa por su único Verbo; así conociéndose a Sí mismo conoce todas las cosas. Y por eso el Hijo es el Verbo mental que expresa perfectamente al Padre y consiguientemente a todas las criaturas; al expresar al Verbo expresa todas las criaturas. Pero mientras que el Verbo es expresado necesariamente, las criaturas lo son libremente (De Veritate, q4 á4 § 8; Sum. Th. 1 q34 a3). El paso, pues, de la posibilidad de existir que tienen todas las criaturas, contempladas en la esencia divina como participable extrínsecamente y de modo analógico, a la existencia real se debe a un acto de la voluntad de Dios, a un acto de amor. Las cosas existen porque Dios las ama, mientras que nosotros las amamos porque existen (Sum. Th. 1 q37 a2 ad3; v. DIOS IV, 1314).
De esta doctrina se sigue:a) Que en las cosas creadas se encuentra un vestigio de la Trinidad por cuanto representan, cada una a su modo, la esencia divina única. Tienen el ser debido al poder del Padre, a la sabiduría del Hijo y al amor del Espíritu Santo. Existen, son verdaderas y son buenas. Por eso el misterio trinitario está presente en las cosas, y éstas no sólo nos llevan al conocimiento de la existencia de Dios sino también al de su esencia, si bien de modo imperfecto y analógico. San Buenaventura ha podido escribir: «todo el mundo es como una sombra, un camino, un vestigio, como un libro escrito y puesto ante nuestros ojos. En todas las criaturas refulge el ejemplar divino, aunque mezclado con tinieblas. Es como la capacidad mezclada con la luz. Es camino que conduce al ejemplar... es vestigio de la sabiduría de Dios. Cuando el alma ve, pues, estas cosas le parece que debería pasar de la sombra a la luz, del camino al término, del vestigio a laverdad, del libro a la ciencia verdadera, que está en Dios. Leer este libro es propio de profundos contemplativos, no de los filósofos naturales, quienes sólo investigan la naturaleza de las cosas, y no atienden al vestigio que hay en ellas» (In Haex. 12, Opera Omnia, t. 5, p. 386; cfr. Sum. Th. 1 q45 a7). En el hombre no sólo se encuentra el vestigio de Dios Trino, sino también su imagen (ib. q93). Sería erróneo el deducir de esto que la razón, mediante la contemplación de los seres creados, puede demostrar la existencia del misterio trinitario. Sólo una vez conocida por la fe la Trinidad y aceptadas las procesiones por vía de entendimiento y de amor, puede la razón encontrar en las criaturas el vestigio y la imagen del Dios Trino (Sum. Th. 1 q32 al ad2; V. UNIÓN CON DIOS II, 2).
b) Si el mundo creado y cuanto lo compone es realización de las ideas divinas, las cosas constituyen en sí mismas una invitación perenne a reconocer en ellas al Creador (v. DIOS Iv, 2). Son el espejo donde se refleja la imagen de la esencia divina, si bien en penumbra oscurecida aún más por el pecado (v.) que el hombre introdujo en el mundo, que afectó incluso a la materia. El rostro y huella de Dios en las cosas será plenamente desvelado en la instauración «de los cielos nuevos y la nueva tierra» (V. MUNDO III, 2). Los santos son quienes mejor han sabido leer en el libro de la naturaleza, deleitarse en la bondad y belleza de lo creado, y ascender mediante ello al creador. S. Francisco de Asís y S. Juan de la Cruz son exponentes señeros de la espiritualidad de lo creado.
c) La doctrina de la ejemplaridad fundamenta la teología de las realidades terrenas. Todo lo creado es bueno, verdadero y bello. Sólo el pecado, fruto del uso indebido de la libertad humana, puede afear la creación. El técnico, el científico, el artista y cuantos contribuyen al progreso, son concreadores al servicio de la realización inmediata del proyecto de Dios sobre el mundo. Sus adelantos descubren más y mejor la belleza, la verdad y el amor de Dios; ellos nos acercan cada vez más a la comprensión de la esencia divina y acortan el camino entre la finitud de la criatura y la infinidad de Dios. La búsqueda de los valores auténticos es búsqueda de Dios y el encontrarlos es encuentro implícito con Dios, al que se remontará el espíritu con ansias de poseer el Amor, de contemplar la Belleza y disfrutar la Bondad sustanciales. El proceso evolutivo de la c. y el trabajo constante para instaurar un mundo mejor a todos los niveles (V. TRABAJO HUMANO VII) nos va aproximando a la adecuación del ejemplar divino concebido desde toda la eternidad, realizable poco a poco en el tiempo, y cuya plasmación perfecta y definitiva coincidirá con la instauración del Reino de Dios (v.) (V. t. MUNDO III, 1).
d) Esta misma doctrina funda la verdad de la unidad del mundo. En efecto, todas las cosas son realizaciones de las ideas ejemplares de Dios. Mas estas ideas en Dios son la misma y única esencia divina en cuanto imitable extrínseca y análogamente. En realidad una sola esencia y una sola idea, aunque virtualmente múltiple, conforme a la multiplicidad de seres en los que termina el pensar divino. Esta radicación de lo creado en la única esencia de Dios hace que todas las cosas formen un todo solidario, un universo, un cosmos, de modo que, en su sentido profundo, en lugar de pensar los seres como individualmente existentes habría que pensarlos como coexistentes, y en lugar de concebirlos como absolutos en sí mismos hay que considerarlos como corelativos. En otros términos: la totalidad del ser no es, ni se entiende, sino atendiendo a los otros que junto con él forman el un¡versum, con los que existe (coexiste) y con los que está relacionado. El hombre (v.) es también realización de la idea divina, su vestigio, mejor, su imagen en virtud de su capacidad para conocer y amar; forma, por eso, parte de esa unidad. Su ser es también coexistencia, corelación, no sólo con los demás hombres, sino también con el resto de los seres. Mas en ese universo el hombre es quien tiene la función más noble, es el rey de la c. y el único que puede, por ejercicio de su entendimiento y de su voluntad, ordenar debidamente la coexistencia, establecer las rectas relaciones entre ellos, a fin de que se obtenga de verdad la manifestación plena de Dios en el mundo. Mas en el uso de su libertad (v.) puede el hombre manchar con su pecado el universo, puede desviar de sus fines a las cosas creadas, puede hacer que su ciencia, que su técnica, que su arte, que el progreso, deriven en rebelión contra Dios. Entra así en el mundo el mal, el pecado (v.), lo único donde no se encuentra el vestigio de Dios, pues es carencia de entidad, es negación absoluta del ser, del bien y de la belleza.
Así, por razón de la causa material, o punto de partida de la producción de ser, la c. se define: producción de la nada (Sum. Th. 1 q45 al), es decir, sin que haya materia alguna de la que se origine el nuevo ser. Si se atiende al término, o punto de llegada del nuevo ser, se define: producción del ser según la totalidad de su sustancia (Denz.Sch. 3025). Por orden a la causa eficiente la c. se define: producción de todo el ser por la causa universal, que es Dios (Sum. Th. 1 q45 al). Atendiendo a la relación entre el término a quo (punto de partida) y el término ad quem (punto de llegada) tenemos que la c. es: tránsito del no ser en absoluto al ser subsistente (Contra gentiles, 2,21; Sum. Th. 1 q45 a2 ad2). Refundiendo estas definiciones en una sola, tenemos que la c. es: «primera producción de todo el ser, hecha de la nada por la causa universal, que es Dios». En filosofía y teología escolástica ha prevalecido la definición: «producción de ser ex nihilo su¡ el subiecti».
En la noción real de la c. se excluye la causa material y todo presupuesto. Al decir: producción de la nada se quiere indicar que se produce la totalidad del ser, y no que la nada (v.) sea algo preexistente de la cual se sirviera el creador para sacar al ser a la existencia; indica simplemente comienzo, esto es, antes nada había y ahora existe algo, un ser (De potentia, 3,1 ad7). En toda producción se obtiene un ser nuevo, y puesto que es tal determinado ser por la forma (v.), de ahí que se diga que es hecho de la nada de sí mismo (ex nihilo su¡); si la producción acontece por generación (v.), es decir, por transformación de una materia preexistente, el nuevo ser se origina de algo de sí mismo en cuanto a la materia (v.) (ex nihilo su¡), mas no ex nihilo subiecti; en la c. el ser viene a la existencia del noser absoluto (ex nihilo su¡, forma, y ex nihilo subiecti, materia). Hablando con propiedad la c. no puede llamarse mutación o cambio (v.). pues toda mutación postula algo preexistente, un punto de partida, que pasa a otro ser; en la c. el punto de partida es la nada absoluta y el punto de arribo es un ser totalmente nuevo. Pasa a la inversa con la aniquilación; en ésta se da un término positivo del cual se parte como existente, un ser, que pasa a la nada absoluta (término ad quem). La c. excluye, pues, la causa material y la forma, pero no la causa eficiente, es decir, alguien que realice la obra creada. El excluir la causa eficiente iría contra el principio filosófico: «nada se hace sin causa eficiente preexistente». Además esa causa debe ser proporcionada al efecto (V. CAUSA).
2. Dios, creador del mundo. a. Testimonio bíblico. En el texto bíblico la verdad de la c. forma parte de las intervenciones divinas en la historia de la salvación (v.); es el punto de arranque, el primer acto salvífico realizado por Dios en favor de los hombres. En esa perspectiva salvífica contempla la Biblia la verdad de la c., que va incluida en los demás eventos históricos (V. REVELACIÓN III, l).
Los escritores bíblicos manifiestan la convicción de que todo el mundo, en su ser y en su obrar, depende totalmente de Dios. Esta dependencia es enseñanza constante de la Escritura, de la cual extrae la conclusión de que el mundo tiene a Dios como autor. Dios se muestra como dueño y señor de cuanto existe, tiene en su poder el destino de los pueblos: «Mira: de Yahwéh, tu Dios, son los cielos, la tierra y todo cuanto en ella se contiene» (Dt 10,1415; cfr. 19,5). El dominio de Dios sol tire el mundo está en la base de la confianza de Israel en su Dios: «Señor, rey omnipotente, en cuyo poder se hallan todas las cosas, a quien nada podrá oponerse si quiere salvar a Israel: Tú, que has hecho el cielo y la tierra y todas las maravillas que hay bajo los cielos, tú eres dueño de todo» (Est 13,911; cfr. Idt 16,1617; Ps 89,913; 50,1011; 104). Los acontecimientos, tanto del orden físico como del moral, están sujetos a su poder y sabiduría. Los fenómenos de la naturaleza son signos de la trascendencia de Dios, quien dispone de ellos para servicio del hombre (cfr. Lev 26,35; Ioel 2,2127; lob 38,39; 31,35; Ps 97,15; 74,1317; 149,6). Todo el curso de la vida e historia del mundo se realiza conforme al designio de Dios (Is 45; 10,57; Ez 29,1920). Incluso en el plano individual dependemos de Dios: «No está en manos del hombre trazarse su camino, no es dueño el hombre de caminar ni de dirigir sus pasos» (ler 10,23). Estamos en sus manos y aun el pecado (v.) está previsto por Dios (Sap 7,16; Est 15,11; Ps 37,23; 139; Ex 4,21; 1 Sam 2,25).
En el N. T. la dependencia del mundo respecto a Dios se manifiesta sobre todo en su acción providencial: Dios alimenta a los pajarillos y viste a los lirios del campo (Mt 6,2629), todo lo dispone para cubrir las necesidades del hombre (Mt 10,30), envía las lluvias y regula las estaciones (Act 14,17), a todos da la vida, el alimento y todas las cosas... «y en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Act 17,25.28). Todo acaece en el mundo para cumplimiento de la voluntad de Dios, para que sea todo en todos (1 Cor 15,2528). La voluntad humana está también bajo la dependencia de Dios, ya que Él «es el que obra... el querer y el obrar según su beneplácito» (Philp 2,13), incluso las acciones pecaminosas, pues la misma crucifixión de Jesús se debió a la mano de Dios y su consejo la había decretado (Act 4,28). Los milagros (v.) son signos de la intervención divina en cuanto suspende por su acción omnipotente las leyes que Él estableció a la naturaleza. Todo esto manifiesta la absoluta dependencia del mundo, tanto en su ser ontológico como en su obrar físico y moral. Con ello, sin embargo, no se destruye la acción libre de la criatura racional, pues ésta es movida y actuada conforme a su naturaleza libre (v. DIOS IV, 14; PROVIDENCIA III; LIBERTAD I, III).
Así lleva el pensamiento bíblico a la convicción de que Dios es el autor del mundo, de modo que sin la intervención divina nada existiría o dejaría de existir (Dt 32,39; lob 34,1415; lo 5,17). La actitud religiosa frente a Dios se funda en estos presupuestos (Ps 33; 89; 95; 146). La c. lleva a comprender la transcendencia de Dios (lob 38), la nulidad de los ídolos (ler 10), es la razón de la confianza en la divinidad (Is 40,1217; 45,1819; 48,1215) y digna de alabanza la sabiduría desplegada por Dios al hacer el mundo (Prv 8,2232).
La creación «ex nihilo». ¿Cómo concibe el pensamiento bíblico esta dependencia del mundo y su origen? En Gen 1,1 la formación del mundo se atribuye a Dios y se expresa mediante la palabra crear (baya'): «en el principio Dios creó el cielo y la tierra». «En el principio», esto es, cuando nada existía, en un principio absoluto, antes del cual sólo existía Dios. La palabra tiara' (crear) estrictamente hablando no tiene siempre el significado de producir algo de la nada; sin embargo, en la literatura bíblica la acción expresada por dicho vocablo se reserva a Dios. El contexto de todo el cap. 1 del libro del Génesis (v.) induce a pensar que su autor supone la idea estricta de creación (v. I). A diferencia de las cosmogonías (v.) orientales, la narración bíblica excluye todo coprincipio. El mundo no es el resultado de una lucha desencadenada por los poderes divinos ni un trabajo penoso, sino el fruto de una orden. Sólo la acción de Dios da origen a las cosas, que vienen a la existencia únicamente por su palabra: «Dios dijo». Es de notar la diferencia en la narración cuando se trata de la formación de las plantas («haga brotar la tierra hierba verde» Gen 1,11) y cuando se habla de la gran masa del universo: «hágase la luz» «haya firmamento» (Gen 1,3.6). Se echa de ver que nada existía de lo cual hiciera brotar las cosas, al mismo tiempo que expresa la iniciativa libre y espontánea de Dios, su transcendencia y su ser soberano (v. DIOS Iv, 3), así como la distinción radical entre Dios y el mundo, con exclusión de cualquier tipo de emanatismo (v.) o panteísmo (v.).
La inmediatez de Dios a su obra expresada por la palabra creadora, «Dios dijo... y fue hecho», la recogen el Salmista: «habló y se hizo; lo mandó y fue realizado» (Ps 33,9) e Isaías: «Dios llama al cielo y la tierra y éstos se hacen presentes» (48,13). Todo lleva a concluir que la formación del mundo tal como la concibe el Génesis es una c. de la nada en sentido estricto, aunque no se pueda deducir esto de la sola consideración del término tiara', sino de todo el contexto de la narración. Es cierto que no puede exigírsele al hagiógrafo bíblico la precisión que el término crear tiene en filosofía. Mas dentro de su mentalidad se afirma el mismo contenido, su descripción de los orígenes equivale a decirnos que Dios creó el mundo de la nada.
En los Profetas el hecho de la c. de la nada se admite como verdad tradicional, y sirve para evocar la omnipotencia divina, para justificar la ira de Dios, la superioridad de Yahwéh sobre los ídolos, para excitar a la esperanza y al temor, como signo de la trascendencia y distinción de la criatura y Dios, pues sólo Él es el creador y creador libre (Am 4,13; 5,89; Ier 10,1217; Is 37,6; 66,12; 40,1213; 44,24; 40,26). En los Salmos la c. es incitamento para la alabanza a Dios, signo de su grandeza y manifestación de su gloria, certeza de la esperanza y de la providencia divina (Ps 8,4; 19,2; 89,615; 102,26; 134,3.49; 146,6; 148). En los libros sapienciales se afirma la trascendencia y unicidad del creador, la bondad de lo creado y la libertad de la acción creadora (Eccli 42,21; 43,2733; 39,1718). La Sabiduría enseña que todo el mundo es obra de Dios; Él lo ha hecho voluntariamente, con sólo su poder ha organizado la materia caótica (Sap 1,14; 9,1; 11,26.18). Una enseñanza explícita sobre la c. de la nada se encuentra en 2 Mach 7,28, donde la madre de los macabeos exhorta a su hijo menor a la fidelidad y confianza en Dios: «ruégote, hijo, que mires al cielo y a la tierra, y veas cuanto hay en ellos, y entiendas que de la nada lo hizo todo Dios, y todo el humano linaje ha venido de igual modo»; testimonio de una mujer sencilla del pueblo que muestra cuán hondamente se encontraba enraizada esta verdad en Israel.
Se da por cierto que el judaísmo del tiempo de Cristo reconocía sin discusión esta verdad. Los hagiógrafos del N. T. para expresar la acción operada por Cristo en los cristianos, la «nueva creación», la comparan a la c. primigenia. El señorío sobre el mundo se coloca ahora en Cristo, y es Él el único que está al comienzo, el único principio de lo creado, contra los múltiples intermedia rios de la concepción griega (Act 14,1; 17,24.28; Rom 8,1923; 11,36; Eph 2,10; Col 1,1619; Heb 1,2.10). San Juan al describir la obra de Cristo como una «nueva creación» da la impresión de tener en su mente los primeros capítulos del Génesis, de lo que es un indicio el comienzo de su evangelio: «Al principio...», señalando igualmente que la c. es obra de la Palabra: «todo fue hecho por Él...». (lo 1,3). Esto supone, como hemos indicado, una c. ex nihilo (cfr. lo 17,5.24; 1 lo 1,1; 2,13.14).
Toda la enseñanza bíblica acerca de la c. hay que contemplarla a la luz de la historia salvífica y como una de las exigencias postuladas por la Alianza (v.). De ahí la resonancia que esta verdad tiene en todas las manifestaciones de la relación de Dios con su pueblo. Se apela a ella, más que para dar una enseñanza científicofilosófica acerca del origen del mundo, simplemente para exigir la fidelidad de Israel a los compromisos adquiridos con Yahwéh. En esta misma trayectoria de la historia salvífica se sitúa la concepción neotestamentaria. Aquí el cumplimiento de la promesa en Cristo, la instauración en 11 de la nueva Alianza, se servirá de la c. para penetrar en la profundidad del cambio realizado por Jesús en cuantos se unen a Él por la fe y el amor. La reflexión teológica extraerá las consecuencias implicadas en este contexto históricosalvífico.
b. La creación en los Padres de la Iglesia. La c. de la nada se encuentra afirmada en los más antiguos documentos del cristianismo. La Didajé (v.) se hace eco de la enseñanza del Génesis al decir que por su nombre (por su palabra) ha hecho las cosas el Dios omnipotente (3,5), y el Pastor de Hermas (v.) afirma expresamente que hizo las cosas de la nada (hand. 1,10: RJ 85). Arístides Ateniense (v.) encuentra la razón para rechazar la idolatría en que los cristianos «conocen a Dios y creen en Aquel que creó el cielo y la tierra» (PG 96,1168.1124). Teófilo de Antioquía refuta a Platón y su escuela que admitía la materia increada: «Ahora bien, si también la materia fuese increada, sería por el mismo caso inmutable y pareja a Dios... ¿Y qué maravilla fuera que Dios hiciera el mundo de materia preexistente? Pues también un artífice humano, tomando una materia cualquiera, hace de ella lo que quiere. Mas el poder de Dios se manifiesta precisamente en que de lo que no es hace lo que quiere» (Ad Autolycum, 11,4: PG 4,1052).
La mente de los Padres se clarifica aún más en sus controversias contra las herejías. Así contra el dualismo (v.) S. Ireneo (v.) afirma que sólo Dios es creador de todo, de Él proceden las cosas visibles e invisibles, las sensibles y las espirituales; Dios lo ha hecho todo de la nada, ha hecho la materia primitiva; si la materia fuera increada sería inmutable y el mundo no habría podido ser hecho de ella (Adversus haereses, 1,42,1: PG 7, 669.736. 733). Para Tertuliano (v.) es de fe que Dios por su palabra ha creado el mundo de la nada; negarlo implicaría negar la divinidad de Dios; creer que la materia es eterna es una aberración de los estoicos (v.) (De praescriptione haereticorum, 13: PL 2,26; Adversus Hermogenum, 1: PL 2,198). La herejía dualista fue ya refutada por Moisés, según S. Juan Crisóstomo: «Si viene, pues, a ti un maniqueo y te dice que la materia preexistía, si viene Marción, si viene Valentín o incluso un pagano, respóndeles: Dios creó al principio el cielo y la tierra» (In Genesim Homil 2,3: PG 53,29), «decir que las cosas que existen han sido hechas de materia preexistente y no confesar que el artífice de todas las cosas las ha hecho de la nada es señal de necedad suma» (ib. 2: PG 53,28; RJ 1147). Contra el maniqueísmo (v.) escribe S. Agustín: «Rectísimamente se cree que Dios hizo todas las cosas de la nada, porque si todas las criaturas fueron sacadas con sus formas particulares de esta primera materia, esta misma materia fue creada de la nada absoluta. No debemos asemejarnos a estos que niegan que el Dios omnipotente pudiera hacer algo de la nada, porque ven que los operarios y artífices no pueden fabricar cosa alguna a no ser que tengan materia para labrar» (De Genesi contra manicheos, 1,6,10, Madrid 1957, 373).
Con motivo de la controversia arriana los Padres precisaron la diferencia entre la generación del Verbo y la c. del mundo (v. ARRIO). Así S. Atanasio asevera: «Ciertamente éstos (los arrianos), si no hubiesen perdido completamente la inteligencia, habrían podido comprender que el Hijo, según el testimonio de la Verdad, no es de la nada y no pertenece en ningún sentido a las cosas hechas. Siendo Él Dios, no puede ser hecho y no es lícito llamarle creado. En realidad se puede decir sólo de las cosas creadas y producidas que son de la nada y que no existieron antes de ser originadas» (Or. 2 contra Arianos, 1: PG 26,147) (V. TRINIDAD SANTÍSIMA; JESUCRISTO III).
c. La fe de la Iglesia. La fe de la Iglesia sobre la c. se manifiesta primeramente en los Símbolos (v. FE II). En éstos la fórmula más antigua parece ser: «Creo en Dios Padre omnipotente (pantocrator) ». Esta palabra griega pantocrator unida a Padre denota una idea de procedencia, de origen, y de dominio sobre todas las cosas. La c., pues, está en la raíz de esta fórmula, que después se explicita con la expresión: «creador del cielo y de la tierra» (cfr. Denz.Sch. 143). El símbolo de Nicea propone la fe así: «Creo en un solo Dios, Padre omnipotente, hacedor de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles» (Denz.Sch. 125). La forma más explícita la ofrece el conc. NicenoConstantinopolitano: «Creo en un solo Dios Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas visibles e invisibles» (Denz.Sch. 150). Esta doctrina se repetirá posteriormente, precisándose más, en los conc. III y IV de Letrán (Denz.Sch. 800), Florentino (Denz.Sch. 1333) y Vaticano I (Denz.Sch. 3025), como tendremos ocasión de ver.
d. La razón ante la creación. La c. en sentido estricto (de la nada) entra dentro del género de verdades que pueden alcanzarse por solas las fuerzas naturales de la razón (v. II), pero que es necesario que sean reveladas para que sin dificultad, sin error y con certeza todos puedan conocerlas (Denz.Sch. 3005). La historia del pensamiento demuestra que sólo gracias a la Revelación la c. ha entrado en la categoría racional. En efecto, ni los más grandes filósofos alcanzaron esta verdad; el célebre demiurgo de Platón (v.), introducido en el Timeo para explicar el origen del mundo, no es más que un agente muy secundario, que no crea de la nada ni produce seres reales; Aristóteles (v.) tampoco llegó al conocimiento de la c. de la nada, pues aunque algunos autores (entre los que hay que contar a S. Tomás, De potentia q3 a5) le atribuyen este conocimiento, otros con mayor fundamento se lo niegan. Sin embargo, se admite por todos que en Aristóteles se encuentran los principios metafísicos de los cuales se desprende la doctrina creacionista, y de ellos se ha servido S. Tomás para desarrollar de modo acabado la doctrina de la creación.
No es extraño que a lo largo de la historia del pensamiento se encuentren frecuentes y crasos errores en su intento de explicar el origen del mundo. Nos encontramos así con el dualismo (v.) que defiende la existencia de dos principios opuestos de los que procedería el mundo; error que ha tenido diversas modalidades. El gnosticismo (v.), al defender la malicia natural de la materia, hacía provenir a ésta de un principio absoluto malo, o de un principio bueno por medio de agentes secundarios cada vez más corrompidos. El maniqueísmo (v.) pone el principio del bien en Dios, idéntico a la luz, y el principio del mal en el diablo que es el autor de la materia. La herejía de los cátaros (v.) y albigenses (v.) renovó el error maniqueo defendiendo la existencia de dos principios, uno bueno origen del espíritu, y otro malo origen del mal y de la materia, que en algunos se considera como eterna y primer principio malo.
David de Dinant identificó a Dios con la materia, y en su línea los materialistas antiguos (V. DEMÓCRITO; EPICURO; LUCRECIO) y los modernos (V. FEUERBACH; HAECKEL) no admiten más Dios que la materia y sus fuerzas naturales (V. MATERIALISMO I). Otro error se encuentra en las diversas formas de panteísmo (v.), es decir, el de aquellos que identifican a Dios con el mundo. El panteísmo emanatista, ya defendido por la escuela estoica, se resucitó en el pasado siglo, defendiendo que todas las cosas proceden por emanación de la sustancia divina, teniendo todas ellas la misma sustancia (V. ESTOICOS; EMANATISMO). El panteísmo esencial (v. SCHELLING, F. w.) defiende que Dios y las cosas tienen la misma esencia, siendo la evolución de las mismas la causa de la diversidad. Otra especie de panteísmo es la que propone la doctrina del ente universal, único, que al determinarse, particularizarse, se convierte en cada una de las cosas (V. HEGEL, G. w.). El conc. Vaticano 1 se ocupó de estos errores (cfr. Den.Sch. 30223024) por separado, y condenó conjuntamente al panteísmo y al materialismo: «si alguno no confiesa que el mundo y todas las cosas que en él se contienen, espirituales y materiales, han sido producidas por Dios de la nada según toda su sustancia, sea anatema» (Denz.Sch. 3025).
Las ciencias experimentales nada pueden aportar para explicar tanto la posibilidad como la realización de la c. de la nada, porque escapa del terreno de lo fenomenológico, de lo observable por los sentidos y por la técnica del científico. A lo más podrá éste, mediante el análisis de la materia ya existente y de la evolución de la misma, llegar a la conclusión de que el mundo no siempre ha existido, que ha habido un principio, y de esto podrá deducir ya en el campo filosófico que es el mundo un ser contingente y que depende de un agente necesario, de un creador. La c. en sentido estricto es una verdad metafísica, no científica o experimental.
e. Sólo Dios puede crear. La c. es la producción de un ser de la nada; esto quiere decir que en la c. se produce el ser en su totalidad, se da la existencia en cuanto tal y ésta es un efecto universalísimo. Como quiera que el efecto deba tener una causa proporcionada para poder existir, se sigue que sólo la causa universalísima puede producirla, y esta causa universalísima es Dios. Luego sólo Dios puede crear (Sum. Th. 1 q45 a5). Con esto se demuestra que es imposible que Dios pueda conceder a una criatura la potencia creadora, contra lo que opinaron Durando y G. Biel.
Una criatura, por noble que se la suponga, ni siquiera puede servir como causa instrumental, en las manos de Dios, para la obra creadora. Sabemos que en la antigüedad, no faltaron quienes pusieron causas creadas intermedias de las que Dios se sirvió para realizar la c.: según testimonio de S. Ireneo, los gnósticos multiplicaban los eones entre el principio supremo y el mundo creado; los arrianos veían en el Verbo el instrumento creado con el que Dios realizó la creación. Pero es imposible que una criatura pueda servir de instrumento en la c., porque lacausa instrumental actúa bajo la acción de la causa principal en cuanto, con su acción propia, dispone la materia para el efecto de la causa principal (v. CAUSA). Ahora bien, en la c. no hay materia preexistente, es producción de la nada; luego no existe nada sobre lo que pueda actuar o disponer una causa instrumental (Sum. Th. 1 q45 a5). Además, el producir un efecto de la nada exige una potencia infinita, pues entre la nada (v.) y el ser (v.) existe una distancia infinita; no teniendo ninguna criatura tal poder infinito, es claro que ninguna criatura pueda ser creadora ni como causa principal ni como instrumental (ib., ad3).
Esta doctrina, que S. Tomás deduce de los principios metafísicos, se desprende de la misma enseñanza bíblica que nos presenta a Dios como el único merecedor del culto apoyándose en que sólo Él es el autor del mundo (Is 45,58; Ier 10,1016; Ps 96,5; Eccli 1,8). Como hemos visto anteriormente, la absoluta dependencia del mundo respecto a Dios se debe, en el pensamiento bíblico, al hecho de que ha sido creado por Él exclusivamente. Frente a los errores gnósticos y arrianos los Padres de la Iglesia afirmaron no sólo que Dios es el único creador, como único primer principio del mundo, sino también que ninguna criatura ha podido concurrir con Él en la obra creadora. Así S. Cirilo de Alejandría decía: «Repugna a la gloria divina pensar que algún otro pueda crear y llamar a la existencia las cosas que no existían. No es, pues, lícito decir gire aquello que es propio de manera especial de la inefable naturaleza divina, pueda hallarse en la naturaleza de alguna criatura» (Contra Julianum, 2: PG 76,596). Y S. Juan Damasceno: «Quien dice que los ángeles son autores de alguna sustancia, es boca del diablo, que es su padre. Pues los ángeles, por ser criaturas, no son autores (demiourgoi). El artífice, gobernador y conservador de todas las cosas es Dios, el único increado» (De fide ortodoxa, 2,3: PG 94,873).
f. La creación, obra de toda la Trinidad. Como toda obra fuera de la intimidad trinitaria la c. es común a las tres divinas Personas. En efecto, en la Trinidad (v.) la única diferencia que existe es la derivada de las relaciones opuestas, es decir, aquello por lo que cada Persona se constituye en un ser propio. Como la acción creadora no supone oposición relativa alguna, se sigue que la c. es común a las tres Personas divinas. Sin embargo, tienen una causalidad respectiva según el modo de su procedencia, porque Dios crea las cosas mediante su entendimiento y su voluntad, como cualquier artífice produce sus obras según la concepción de su entendimiento y el amor de su voluntad. De parecida manera Dios Padre produce las criaturas por su Verbo, que es el Hijo, y por su Amor, que es el Espíritu Santo (Sum. Th. 1 q45 a6). Ha de tenerse en cuenta que crear es propiamente causar o producir el ser de las cosas; por eso el crear es propio de Dios en razón de su ser, de su esencia, y no por algún atributo particular. Y la esencia de Dios, su naturaleza, es única e idéntica en las tres divinas Personas; de ahí que el crear no sea propio de alguna Persona en particular, sino común a toda la Trinidad (ib.). S. Agustín afirmaba: «cuando llamamos principio al Padre, y al Hijo también principio, no queremos decir que sean dos los principios de la criatura, porque el Padre y el Hijo en orden a la creación son un único principio, como son un solo creador y un solo Dios... Así como el Padre y el Hijo son un solo Dios, y respecto a las criaturas son un solo creador y un solo señor, así con relación al Espíritu Santo son un solo principio; y con relaCREACIóN IIIción a las criaturas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo principio, como uno es el Creador y uno es el Señor» (De Trinitate; 5, cap. 1314, n° 1415, Madrid 1956, 421425).
El Magisterio auténtico de la Iglesia ha enseñado esta verdad en los conc. I y IV de Letrán, afirmando que las tres divinas Personas constituyen un único principio de todas las cosas (Denz.Sch. 501 y 800). En el decreto pro f acobitis del conc. de Florencia se recuerda el principio teológico de que en la Trinidad «todo es uno donde no obsta la oposición de relación» (Denz.Sch. 1330), aplicándolo a la c. y deduciendo que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios creativos sino uno solo (Denz.Sch. 1331). Pío XII en la enc. Mystici Corpóris dice que pertenece a toda la Trinidad lo que se refiere a Dios como suprema causa eficiente (Denz.Sch. 3814).
Sin embargo, la S. E. atribuye la c. indistintamente al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, usando sin discriminación las preposiciones de, por, en (lo 1,13; 3,6; Eph 4,16; 1 Cor 1,9; 12,8). Por la apropiación trinitaria, comúnmente la partícula de (ex) indica la acción del Padre como principio sin principio; la partícula por (per) la del Hijo, porque es la Sabiduría del Padre o su Verbo; la partícula en (in) la del Espíritu Santo como Amor divino, en quien se contienen y por quien todas las cosas son dirigidas a sus fines. El conc. II de Constantinopla ha consagrado este modo de hablar (Denz.Sch. 421). Para entenderlo hay que tener en cuenta la doctrina de las apropiaciones trinitarias, según la cual las acciones comunes pueden ser apropiadas a una Persona, con tal que no suponga exclusividad y tenga por fundamento alguna analogía entre los atributos y acciones y la nota propia de dicha Persona (cfr. Sum. Th. 1 q39 a78).
La c. como obra del Padre la tenemos en Mt 11,25, donde Jesús le llama Señor del cielo y de la tierra; ésta es la atribución más frecuente en la iconografía y pensamiento cristianos. La afinidad entre la acción creadora y lo propio del Padre es clara, pues sólo El es Innascible y Noespirado, principio sin principio, que de su plenitud engendra y espira con sabiduría y amor (V. DIOSPADRE). Con más frecuencia la Escritura atribuye la acción creadora al Hijo; S. Pablo afirma que «no hay más que un Dios Padre, de quien todo procede y para quien somos nosotros, y un solo Señor Jesucristo, por quien son todas las cosas y nosotros también» (1 Cor 8,6); el Padre lleva a cabo la c. por Cristo. El cristocentrismo de la c. se pone de relieve en Col 1,1517 donde se afirma que el Hijo «es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles... todo fue creado por El y para Él. Él es antes que todo y todo subsiste en Él». «Somos creados en Cristo Jesús» (Eph 2,10). En la carta a los hebreos leemos que el Hijo «sustenta todas las cosas con su poderosa palabra» (1,3). Aunque no se pueda dilucidar exactamente la naturaleza de este cristocentrismo de la c., sin embargo, no puede excluirse la «apropiación» al Verbo, cosa bien manifiesta en S. Juan: «todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho» (lo 1,3). La apropiación de la c. al Hijo es frecuente en los Padres especialmente en los orientales (v. DiosHijo en JESUCRISTO III, 1).
Basados en el texto de Gen 1,2: «el espíritu de Dios se cernía sobre las aguas», los Padres han atribuido también la c. al Espíritu Santo. Tiene esta apropiación fundamento dogmático, pues la c. es manifestación del amordivino, y la tercera Persona de la Trinidad, al proceder por vía de amor, es Espíritu vivificante (v. ESPÍRITU SANTO). S. Tomás sintetiza esta doctrina tradicional al escribir: «al Padre se apropia el poder, que se manifiesta principalmente en la creación, atribuyéndosele por este motivo el ser creador; mas al Hijo se le apropia la sabiduría, mediante la cual obra el agente intelectivo, y por eso se dice del Hijo que es por quien todas las cosas han sido hechas; finalmente, al Espíritu Santo, se le apropia la bondad, a la cual pertenecen la gobernación, que conduce las cosas a sus debidos fines, y la vivificación, puesto que la vida consiste en un cierto movimiento interior, y el primer motor es el fin y la bondad» (Sum. Th. 1 q45 a6 ad2). La c. resulta una donación gratuita de Dios, un acto personal en el que cada Persona ha dejado algo de su «propiedad» como veremos más adelante, y a lo cual se ha de responder personal y generosamente (V. t. TRINIDAD, SANTÍSIMA; DIOS IV, 12 y Iv, 3.7.10.11.13.14).
3. El mundo hecho conforme al ejemplar divino. La acción creadora es exclusiva de Dios; y sólo É1 pudo ser también su modelo o causa ejemplar. Al decir causa ejemplar queremos indicar que Dios, al crear el mundo, lo realizó conforme a la idea o diseño concebido en su mente. Esto es común a todo agente dotado de entendimiento, pues al obrar se prefija un fin y concibe la idea de lo que quiere realizar. No se da, en cambio, en los seres irracionales, ni pueden considerarse como hechas conforme a una idea ejemplar las obras que se producen necesariamente y no libremente (De Veritate, q3 al y 3; Sum. Th. 1 q14 a16; V. NECESIDAD). El mundo en su conjunto y cada una de las cosas que lo componen tienen en Dios su idea ejemplar, o lo que es lo mismo, el mundo se hizo y se está haciendo según un plan preexistente en la mente divina (Sum. Th. 1 q15 a23).
Aunque no hay en la S. E. testimonios explícitos sobre esta doctrina, se encuentran en ella elementos valiosos que la justifican. Dios es un ser personal y distinto del mundo que ha creado, y lo ha hecho mediante su palabra, lo cual supone un ser inteligente y libre (Gen 1,3.6.9); Dios juzga de la obra hecha y la juzga buena, lo que implica que responde a su plan (Gen 1,4.10.12.31). Dios al crear no lo hace por instinto ciego, sino con prudencia, inteligencia y sabiduría, disponiendo todas las cosas y dotándolas de leyes necesarias para que consiguieran su finalidad. La acción de Dios al formar el mundo se equipara a la del artífice humano en relación a su obra (Prov 3,11; 8,2230; Ps 135; 103; Sap 7,21; Ier 10,12).
Desde un principio los Padres de la Iglesia han enseñado el ejemplarismo divino respecto a la c., si bien algunos influenciados por el platonismo no siempre lo expusieron con rectitud (cfr. Clemente Alejandrino, Stromata, 5,11: PG 9,112; Orígenes, In lo. 1,22: PG 14,55). S. Agustín lo expone en diversas ocasiones: «las ideas principales son ciertas formas... que se contienen en la inteligencia divina... y según las cuales... es hecho cuanto puede nacer o perecer» (De divinas quaestionibus, PL 40,30; cfr. 40,130). Quien mejor ha estudiado y expuesto la doctrina del ejemplarismo alejandrino ha sido el PseudoDionisio (cfr. Dubois, De Exemplarismo divino, Roma 1899). Boecio resume así de modo admirable esta doctrina (De consolatione philosophiae, 1,3: PL 63,758): «Tu cuenta supernoDucis ab exemplo, pulchrum pulcherrimus ipseMundum mente gerens, similique in imagine formans perfectasque iubens perfectum absolvere partes».
Santo Tomás ha recogido esta tradición depurándola de cuanto en ella podía haber de inexacto derivado del platonismo. Todo agente, dice, así como obra necesariamente por un fin, actúa por necesidad según un modelo o ejemplar, bien externo bien interno, existente en su mente; de lo contrario no realizaría una obra con preferencia a otra (Sum. Th. 12 ql a2). Como el mundo no es producto del azar, sino fabricado por Dios, que obra mediante el entendimiento y la voluntad, es necesario que en el entendimiento divino exista la idea o forma, el modelo, a cuya semejanza fue hecho el mundo (Sum. Th. 1 ql5 al). El modelo o ejemplar conforme al cual Dios creó el mundo en su misma esencia en cuanto imitable y participable extrínsecamente; supondría en Dios imperfección que dicho ejemplar estuviera fuera de Él, pues entonces dependería en su obra de algo exterior. Además antes de crear, nada existía, por eso tampoco podía pensar su obra conforme a algo fuera de Sí.
Mas la esencia divina es el ejemplar del mundo no en sí misma, sino en cuanto que es contemplada por su entendimiento (v. DIOS IV, 13) como infinitamente imitable y comunicable analógicamente (V. ANALOGÍA). Por eso cada una de las cosas es representación del único modelo que es la esencia divina, según que por su entendimiento ha visto el modo de su realización y ha querido por su voluntad que tuviese realización exterior viniendo a la existencia. Modelo único, pero variedad infinita terminativamente, tal como podemos contemplar en la multiplicidad de seres que forman el universo (cfr. De Veritate, q3 a2; Sum. Th. 1 q15 a2). Como quiera que en Dios hay una sola idea que. expresa adecuadamente su esencia, es decir, el Verbo en cuanto expresión mental del Padre, síguese que cuanto se contiene en la ciencia del Padre se expresa por su único Verbo; así conociéndose a Sí mismo conoce todas las cosas. Y por eso el Hijo es el Verbo mental que expresa perfectamente al Padre y consiguientemente a todas las criaturas; al expresar al Verbo expresa todas las criaturas. Pero mientras que el Verbo es expresado necesariamente, las criaturas lo son libremente (De Veritate, q4 á4 § 8; Sum. Th. 1 q34 a3). El paso, pues, de la posibilidad de existir que tienen todas las criaturas, contempladas en la esencia divina como participable extrínsecamente y de modo analógico, a la existencia real se debe a un acto de la voluntad de Dios, a un acto de amor. Las cosas existen porque Dios las ama, mientras que nosotros las amamos porque existen (Sum. Th. 1 q37 a2 ad3; v. DIOS IV, 1314).
De esta doctrina se sigue:a) Que en las cosas creadas se encuentra un vestigio de la Trinidad por cuanto representan, cada una a su modo, la esencia divina única. Tienen el ser debido al poder del Padre, a la sabiduría del Hijo y al amor del Espíritu Santo. Existen, son verdaderas y son buenas. Por eso el misterio trinitario está presente en las cosas, y éstas no sólo nos llevan al conocimiento de la existencia de Dios sino también al de su esencia, si bien de modo imperfecto y analógico. San Buenaventura ha podido escribir: «todo el mundo es como una sombra, un camino, un vestigio, como un libro escrito y puesto ante nuestros ojos. En todas las criaturas refulge el ejemplar divino, aunque mezclado con tinieblas. Es como la capacidad mezclada con la luz. Es camino que conduce al ejemplar... es vestigio de la sabiduría de Dios. Cuando el alma ve, pues, estas cosas le parece que debería pasar de la sombra a la luz, del camino al término, del vestigio a laverdad, del libro a la ciencia verdadera, que está en Dios. Leer este libro es propio de profundos contemplativos, no de los filósofos naturales, quienes sólo investigan la naturaleza de las cosas, y no atienden al vestigio que hay en ellas» (In Haex. 12, Opera Omnia, t. 5, p. 386; cfr. Sum. Th. 1 q45 a7). En el hombre no sólo se encuentra el vestigio de Dios Trino, sino también su imagen (ib. q93). Sería erróneo el deducir de esto que la razón, mediante la contemplación de los seres creados, puede demostrar la existencia del misterio trinitario. Sólo una vez conocida por la fe la Trinidad y aceptadas las procesiones por vía de entendimiento y de amor, puede la razón encontrar en las criaturas el vestigio y la imagen del Dios Trino (Sum. Th. 1 q32 al ad2; V. UNIÓN CON DIOS II, 2).
b) Si el mundo creado y cuanto lo compone es realización de las ideas divinas, las cosas constituyen en sí mismas una invitación perenne a reconocer en ellas al Creador (v. DIOS Iv, 2). Son el espejo donde se refleja la imagen de la esencia divina, si bien en penumbra oscurecida aún más por el pecado (v.) que el hombre introdujo en el mundo, que afectó incluso a la materia. El rostro y huella de Dios en las cosas será plenamente desvelado en la instauración «de los cielos nuevos y la nueva tierra» (V. MUNDO III, 2). Los santos son quienes mejor han sabido leer en el libro de la naturaleza, deleitarse en la bondad y belleza de lo creado, y ascender mediante ello al creador. S. Francisco de Asís y S. Juan de la Cruz son exponentes señeros de la espiritualidad de lo creado.
c) La doctrina de la ejemplaridad fundamenta la teología de las realidades terrenas. Todo lo creado es bueno, verdadero y bello. Sólo el pecado, fruto del uso indebido de la libertad humana, puede afear la creación. El técnico, el científico, el artista y cuantos contribuyen al progreso, son concreadores al servicio de la realización inmediata del proyecto de Dios sobre el mundo. Sus adelantos descubren más y mejor la belleza, la verdad y el amor de Dios; ellos nos acercan cada vez más a la comprensión de la esencia divina y acortan el camino entre la finitud de la criatura y la infinidad de Dios. La búsqueda de los valores auténticos es búsqueda de Dios y el encontrarlos es encuentro implícito con Dios, al que se remontará el espíritu con ansias de poseer el Amor, de contemplar la Belleza y disfrutar la Bondad sustanciales. El proceso evolutivo de la c. y el trabajo constante para instaurar un mundo mejor a todos los niveles (V. TRABAJO HUMANO VII) nos va aproximando a la adecuación del ejemplar divino concebido desde toda la eternidad, realizable poco a poco en el tiempo, y cuya plasmación perfecta y definitiva coincidirá con la instauración del Reino de Dios (v.) (V. t. MUNDO III, 1).
d) Esta misma doctrina funda la verdad de la unidad del mundo. En efecto, todas las cosas son realizaciones de las ideas ejemplares de Dios. Mas estas ideas en Dios son la misma y única esencia divina en cuanto imitable extrínseca y análogamente. En realidad una sola esencia y una sola idea, aunque virtualmente múltiple, conforme a la multiplicidad de seres en los que termina el pensar divino. Esta radicación de lo creado en la única esencia de Dios hace que todas las cosas formen un todo solidario, un universo, un cosmos, de modo que, en su sentido profundo, en lugar de pensar los seres como individualmente existentes habría que pensarlos como coexistentes, y en lugar de concebirlos como absolutos en sí mismos hay que considerarlos como corelativos. En otros términos: la totalidad del ser no es, ni se entiende, sino atendiendo a los otros que junto con él forman el un¡versum, con los que existe (coexiste) y con los que está relacionado. El hombre (v.) es también realización de la idea divina, su vestigio, mejor, su imagen en virtud de su capacidad para conocer y amar; forma, por eso, parte de esa unidad. Su ser es también coexistencia, corelación, no sólo con los demás hombres, sino también con el resto de los seres. Mas en ese universo el hombre es quien tiene la función más noble, es el rey de la c. y el único que puede, por ejercicio de su entendimiento y de su voluntad, ordenar debidamente la coexistencia, establecer las rectas relaciones entre ellos, a fin de que se obtenga de verdad la manifestación plena de Dios en el mundo. Mas en el uso de su libertad (v.) puede el hombre manchar con su pecado el universo, puede desviar de sus fines a las cosas creadas, puede hacer que su ciencia, que su técnica, que su arte, que el progreso, deriven en rebelión contra Dios. Entra así en el mundo el mal, el pecado (v.), lo único donde no se encuentra el vestigio de Dios, pues es carencia de entidad, es negación absoluta del ser, del bien y de la belleza.
4. Dios, causa final de todas las cosas. Siendo el mundo obra de
un ser inteligente y libre debe tener una finalidad. Todo agente obra
por un fin; de otro modo no se seguiría de su acción un efecto
determinado, a no ser por azar. El fin que Dios se propuso al crear el
mundo no puede ser otro que Él mismo; si en las acciones
extratrinitarias actuase por algún fin último fuera de Sí, dejaría de
ser Dios, ya que se subordinaría a algo, se mostraría como ser
indigente e imperfecto, cuya indigencia e imperfección se llenaría con
algo fuera de Sí mismo. Además sólo el bien puede mover como fin a
conseguir, y el bien sumo y total será la finalidad última de todos
los seres y de todas las acciones ordenadas; pero el bien sumo y total
sólo se encuentra en Dios. Podemos preguntarnos además qué intentó
Dios al crear el mundo, qué cometido señaló a las cosas (v. t. MUNDO
III, 2).
La Biblia nos enseña que el mundo tiene su fin último en Dios, «porque de Él y por Él son todas las cosas; a Él la gloria por los siglos» (Rom 11,36). Dios ha creado el mundo no porque tenga necesidad de él, por indigencia, o porque quiera obtener, provecho del mismo: «¿Qué le importa a Dios que tú seas justo? ¿Gana algo con que sean limpios tus caminos?» (lob 22,3). «El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que hay en él, ese... no es servido por manos humanas, como si necesitase de algo, siendo Él mismo quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas» (Act 17,2425). Crea únicamente para comunicar su bondad, por amor de lo creado. «Todo el mundo es ante ti como un grano en la balanza, y como una gota de rocío de la mañana, que cae sobre la tierra... Amas todo cuanto existe, y nada aborreces de lo que has hecho; que no por odio hiciste ninguna cosa. ¿Y cómo podría subsistir nada si tú no quisieras, o cómo podría conservarse sin ti?» (Sap 11,2327).
Las criaturas son anuncio de la perfección divina, cantan su gloria, sus beneficios: «Los cielos pregonan la gloria de Dios y el firmamento anuncia las obras de sus manos» (Ps 19,2; cfr. 89,6; 104,24). Por eso todas las criaturas deben tributar al Creador su alabanza (Ps 103,21; 104; 149; 150; Dan 3,5758). En todos los acontecimientos, aun en las desgracias, se manifiesta la grandeza y la bondad de Dios, motivo de acción de gracias y de alabanza al Señor de la justicia (Tob 13,36; Eccli 36,35). Mediante la observación de las perfecciones divinas, participadas en las criaturas, pueden los hombres llegar alconocimiento del Creador, y prorrumpir en su alabanza: «Le dio ojos para que viera la grandeza de sus obras, para que alabara su nombre santo y pregonara las grandezas de sus obras» (Eccli 17,78; cfr. Sap 13,19; Rom 1,1821). Al hombre le hizo para su gloria y a ella debe ordenarse todo: «Yo los creé y formé para mi gloria» (Is 43,7; cfr. Dt 26,1819). «Ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor 10,31; cfr. Is 43,7; Dt 16,1819; Is 48,11). Para difusión de la bondad divina y para gloria de Dios ha sido creado el mundo.
En los Padres tenemos afirmada la misma doctrina. No ha creado Dios el mundo por indigencia o utilidad propia, sino por su sola bondad (S. Agustín, Ench. 9: PL 40,235; Atenágoras, RJ 168; Ps. Areopagita, RJ 2282; Orígenes, RJ 462). Su inmensa benevolencia le condujo a que otras cosas participasen de sus beneficios (J. Damasceno, RJ 2349). El mundo es un grande y admirable pregonero de la majestad de Dios (G. Nacianzeno, Orat. 44,3: PG 36,609). Todas las cosas están hechas para el hombre, y éste considerando su belleza debe conocer, adorar y servir al Creador (Lactancio, Divinae institutiones, 7,6: PL 6,757; G. Niseno, Or. 2: PG 44,282; S. Agustín, In Ps 148, 15: PL 37,1946).
La doctrina de la Iglesia recoge las enseñanzas de la S. E. y de los Padres. Leemos en el Catecismo del conc. de Trento: «La única causa que determinó a Dios a crear fue el deseo de comunicar su bondad a las cosas por Él creadas. Porque la naturaleza divina infinitamente bienaventurada en sí misma, no tiene necesidad de ninguna otra cosa» (I, art. 1, Madrid 1956, 56). El conc. Vaticano 1 definió que: «este solo verdadero Dios, por su bondad y «virtud omnipotente», no para aumentar su bienaventuranza ni para adquirirla, sino para manifestar su perfección por los bienes que reparte a las criaturas... creó de la nada la criatura corporal y la espiritual... y después la humana» (Denz.Sch. 3002). Y en el canon correspondiente: «si alguno... negare que el mundo ha sido creado para gloria de Dios, sea anatema» (Denz.Sch. 3025). De las Actas del Concilio se deduce que estas definiciones se dirigían a salir al paso de los errores de A. Giinther (v.) y sus seguidores, quienes de la fórmula «el mundo ha sido creado para gloria de Dios» deducían y enseñaban que Dios busca por la c. su propia utilidad. Las palabras «por los bienes que reparte a las criaturas» equivalen a la fórmula «Dios ha creado para comunicar y manifestar su bondad» del Catecismo de Trento. La manifestación de la bondad divina supone la gloria objetiva, fundamental, de Dios, es decir, la real comunicación de su bondad y perfección a las cosas, y la gloria externa formal, o la alabanza divina, resultante de la primera (cfr. Collectio Lacensis, 7,86,110). Por tanto es de fe divina y católica que Dios es el fin último de todas las cosas; que no ha creado el mundo para adquirir o aumentar su felicidad, sino para manifestación de su perfección comunicando su bondad a las criaturas, y que el mundo ha sido creado para gloria de Dios.
La razón teológica guiada por la fe encuentra explicación de esa verdad. Dios creó el mundo por su bondad, porque el fin absolutamente último por el cual obra es el bien sumo; pero el bien sumo es sólo Dios. Por consiguiente lo que indujo a Dios a crear no pudo ser sino Él mismo, su propia bondad (v. DIOS IV, 6). Ningún bien finito puede mover a Dios a obrar, pues todo bien que existe no es más que participación de la suprema bondad divina.
Dios creó el mundo no para aumentar su felicidad sino para comunicar y manifestar su perfección: Si Dios hubiera creado para aumentar o adquirir su felicidad no sería infinitamente perfecto, pues habría algo fuera de sí capaz de perfeccionarle. Habría en él potencia pasiva o capacidad de recepción de algo que le faltaba, siendo así que es actualidad completa y perfección suma. No crea, pues, para recibir sino para comunicar el bien y la felicidad (Sum. Th. 1 q44 a4). El amor únicamente pudo mover a Dios, el amor de sí mismo que ve la conveniencia de que otros participen de su misma felicidad y bondad. La comunicación de la perfección divina no es el último fin, sino la misma perfección de Dios, por cuyo amor Dios la quiere comunicar; no actúa por su bondad como apeteciendo lo que no tiene, sino como queriendo comunicar lo que tiene, pues obra no por deseo del fin, sino por amor del mismo (De Potentia, q3 a15 ad14; In 2 Sententiarum, dl q2 al; Contra gentiles, II,93; ib. III,18).
Podemos ahora preguntarnos sobre la finalidad que el mundo tiene en sí mismo, o qué fin le asignó Dios al crearlo. El Vaticano I definió: «el mundo ha sido creado para la gloria de Dios» (Denz.Sch. 3025). Los racionalistas y semirracionalistas bajo el influjo de la ética kantiana afirmaron que el mundo había sido creado para la felicidad del hombre en sí mismo, ya que Dios, ser moralmente perfecto y bueno, no puede querer para el hombre más que bien. Es impensable, por otra parte, decían, que Dios busque al crear el propio provecho; las exigencias éticas postulan que se actúe en beneficio de los otros, y hemos de pensar que el acto creador de Dios cumple esas exigencias, creando al hombre para su felicidad y no para provecho de Dios.
El pensamiento de la Escritura y de los Padres así como la enseñanza oficial de la Iglesia es bien claro. La razón teológica fundamenta esa doctrina. En efecto, Dios crea el mundo no para recibir algo sino para comunicar su propia perfección. Esta perfección recibida en las criaturas manifiesta la excelencia divina (gloria de Dios interna fundamental), a la vez que la criatura racional contemplando las maravillas del universo como reflejo de la bondad divina prorrumpe en alabanza del Creador (gloria formal externa). El mundo es, por tanto, manifestación de las divinas perfecciones, bien a modo de vestigio bien a modo de imagen de Dios. La criatura racional, por el conocimiento de estas divinas perfecciones en las cosas, puede conocer al mismo Creador; por el orden y armonía del mundo conoce la sabiduría, la bondad y providencia divinas; de este conocimiento nacen el amor, la alabanza y gloria al Creador. Tenemos así que cuanto hemos dicho del fin de la c. encuentra en la gloria divina por parte del mundo (gloria formal externa) su razón última de ser. Santo Tomás dirá: «Todo el conjunto de las criaturas se ordena a la perfección del universo. Y, por fin, todo el universo, con sus partes, se ordena a Dios como a su último fin, en cuanto que en todas ellas se refleja la bondad divina, por cierta imitación, y esto para gloria de Dios. Sobre todo, las criaturas racionales, de un modo especial, tienen a Dios por fin, por cuanto pueden alcanzarle con sus operaciones, conociéndole y amándole» (Sum. Th. 1 q65 al).
Podría pensarse que al situar la finalidad del mundo en la gloria externa formal que la criatura debe tributar al Creador, mediante el conocimiento y el amor, lo colocamos en algo fuera de Dios, subordinándole así a algo creado. Sin embargo, no es así, pues, al decir que la gloria de Dios es el fin último del mundo creado, hemos de tener presente que esa gloria proviene de la consideración de las perfecciones divinas derramadas en el mundo, y que los mismos actos de conocimiento y amor son participación de esa misma perfección, de modo que cuanto más se conoce y se ama a Dios, glorificándole, tanto más se participa de la bondad divina, tanto más la criatura se asemeja al Creador. Por consiguiente, hemos de reconocer una mutua interacción entre gloria interna y externa, que en definitiva se reduce a que Dios crea para comunicarnos su bondad. De ello redunda en el universo la gloria, tanto interna fundamental como externa formal, pero ésta no es más que la manifestación de la bondad de Dios (Contra gentiles, 1,19).
La gloria externa de Dios es así nuestro bien, y nuestro sumo bien la gloria suma de Dios, porque nuestro sumo bien consiste formalmente en los actos por los cuales conocemos y amamos a Dios. Luego en esta gloria de Dios se incluye nuestra felicidad (v.); al querer Dios su gloria externa quiere nuestra felicidad. Decía el conc. de Colonia: «La felicidad de los hombres y la gloria de Dios están conexas íntimamente entre sí. Cuando los hombres promueven la gloria de Dios, aumentan sus méritos y su felicidad; y cuanto mayores bienes concede Dios a los hombres, tanto mayores testimonios de su bondad ofrece y aumenta su gloria» (Collectio Lacensis, t. 5, col. 291) (V. t. GLORIA DE DIOS; DIOS IV, 6; PERFECCIÓN; SANTIDAD IV).
Reflexionando sobre esta doctrina podemos deducir: a) Los descubrimientos de la ciencia, de la técnica, del arte van plasmando las perfecciones divinas y contribuyen así de modo objetivo a que la bondad divina se comunique a las cosas y que éstas, por medio del hombre, tributen al Creador la gloria externa formal.
b) Todos los seres del universo se asemejan a la bondad divina que les ha sido comunicada. Pero como ésta es infinita no es posible que una criatura represente la totalidad de la bondad de Dios. De ahí la múltiple y variada gama de seres que pueblan el universo, cada uno de los cuales tiene, en medida proporcionada, participación de la bondad de Dios. Por eso el bieri del universo en su conjunto, es mejor que el bien de cada una de las criaturas (Compendium Theologiae, 101102; Contra gentiles, 3,19,45,97; Sum. Th. 1 q22 a4). Tiene esto capital importancia a la hora de dilucidar el porqué del mal (v.) en el mundo. No obstante esta variedad infinita de seres, todos ellos tienen una finalidad única, no son independientes entre sí sino mutuamente relacionados en orden a su fin último. Esta relación mutua supone un orden jerárquico, que viene dado por el grado de bondad divina recibida del Creador. Las que participan de la bondad divina en menor escala se subordinan a las que la participan en mayor medida. De ahí que el mundo de la materia y de los vivientes no racionales se ordene como a su fin próximo al hombre, y le sea dado al hombre por Dios para su servicio, a fin de que, en su calidad de criatura racional y libre, rinda en nombre del mundo la alabanza debida al Creador (Sum. Th. 1 q65 a2; De Potentia, q5 a4 ad2).
Mas la comunicación de la perfección divina en su mayor grado es la donación de la gracia sobrenatural (v.), por la que el justo participa de la naturaleza divina, haciéndole hijo de Dios por adopción (V. FILIACIÓN DIVINA). La Trinidad mora por ella en el justo, y la imagen de Dios se hace en él vida divina por la fe (v.) y la caridad (v.), por las que el hombre reconoce plenamente la bondad divina, tributando a Dios la gloria que se merece. Los valores naturales, ontológicamente buenos, adquieren su pleno sentido en cuanto contribuyen a la perfección sobrenatural de la humanidad. Por eso el hombre, que se adhiere por la fe a la Verdad primera y por el amor a la suprema Bondad, finaliza todo el mundo creado, siendo imagen viva de Dios en Cristo. Perfección y glorificación de Dios que alcanzará su culmen cuando a la fe suceda la visión y la caridad se una y goce por siempre del objeto de su amor (v. CIELO II-III).
c) La Escritura nos enseña que el universo entero tiene como fin próximo al Verbo encarnado, uniéndose en Él el origen y el fin de lo creado: «todo fue creado por Él y para Él» (Col 1,17). Efectivamente ha sido en Cristo donde se ha volcado la bondad divina existiendo, con única existencia, la naturaleza humana y la divina en la unidad de la Persona del Verbo (v. ENCARNACIÓN). La divinidad se manifiesta mediante la humanidad de Jesús, de modo que pudo decir: «quien me ve a mí, ve al Padre» (lo 14,9). En Cristo se ha revelado" Dios, se ha manifestado la Verdad, la Bondad y el Amor de Dios, y en el templo de su cuerpo se tributó al Padre la alabanza máxima, la mayor gloria de Dios. Ahora bien, si las criaturas inferiores están ordenadas al hombre, éste tiene como fin próximo a Cristo. Por eso las criaturas alcanzarán su perfección total en la ordenación a Cristo, en la participación de su vida y en la instauración de su reinado: el mundo no racional en cuanto, en manos del hombre, es orientado hacia Dios; el hombre reconociendo la actuación de Dios en él, viviendo su influjo en el encuentro amoroso de la fe y de la caridad (v. UNIÓN CON DIOS II, 2). Santo Tomás escribe: «no sólo ama Dios más a Cristo que a todo el linaje humano, sino también más que al conjunto de todas las criaturas, puesto que quiso para Él un bien mayor, porque le dio un nombre sobre todo nombre» (Sum. Th. 1 q20 a4 adl; v. JESUCRISTO III, 2).
La manifestación en el mundo de la gloria dada por Cristo al Padre en su vida, muerte y resurrección, continúa en la Iglesia (v.), su Cuerpo místico (v.). En ella se concretiza el plan primigenio de Dios de crear el mundo para la instauración definitiva de su Reino (v.). La misión de la Iglesia, sacramento e instrumento de salvación, consistirá en volver a Cristo toda la c. purificada para que Éste la someta definitivamente al Padre. Este orden de la c. lo expresa admirablemente S. Pablo: «todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios» (1 Cor 3,23). Y el conc. Vaticano II: «Así, pues, ora y trabaja a un tiempo la Iglesia, para que la totalidad del mundo se incorpore al pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y templo del Espíritu Santo, y. en Cristo, Cabeza de todos, se rinda homenaje y gloria al Creador y Padre universal» (Lumen Gentium, n. 17; v. IGLESIA III, 3).
5. Dios creó el mundo libremente. Cuando decimos que Dios creó el mundo libremente queremos afirmar, en primer lugar, que no ha podido haber fuerza alguna exterior que le coaccionase para obrar; esto es claro porque nada existía antes de que Él creara. Seguidamente afirmamos que el mundo existe por un acto de la voluntad de Dios, sin necesidad (v.) intrínseca que le obligara a crear para comunicar su perfección. Asimismo afirmamos que Dios no sólo pudo crear o no crear, sino también fue libre al crear este mundo en lugar de otro que podía haber creado.
No han faltado errores opuestos a esta doctrina. Como afirma S. Tomás, entre los filósofos gentiles hubo quienes dijeron que Dios «obra por necesidad de naturaleza» (Contra Gentiles, 11,23). Siguiendo el principio axiomático «el bien es de suyo difusivo» también algunos cristianos, incluso Padres de la Iglesia, afirmaron que Dios se ve obligado a hacer partícipes a otros de su bondad. A veces se señala que su sabiduría y bondad no consiente que el mundo creado no sea el mejor de los posiblesque han podido existir. Otros argüirán, partiendo del mismo principio, que al menos era conveniente la c., contra el dualismo (v.) que afirmaba que el mundo de la materia no era digno de Dios. Se olvida en esta argumentación que la comunicación del propio bien en los seres libres está supeditada a la libertad y no es algo que nazca de la misma naturaleza del ser libre.
Bajo el influjo de la ética kantiana e idealista se ha llegado a afirmar que la c. es un imperativo de la perfección divina. Dios siendo perfecto no puede por menos de querer la existencia y felicidad de otros seres. Igualmente, si la persona (v.) se constituye por la conciencia, en la que se ve como distinta del noyo, Dios, ser personal, es inconcebible sin la existencia del mundo creado. No podría concienciarse de su persona. Ideas estas que se encuentran en G. Hermes (v.), A. Günther (v.) y A. Rosmini (v.).
La Sagrada Escritura nos enseña que Dios ha creado el mundo por un libre designio suyo, sin coacción alguna exterior y sin necesidad alguna intrínseca. Así lo demuestra la narración de la c. en la que ésta se atribuye a la palabra de Dios: «Dios dijo...» (Gen 1,3). Es la palabra de Dios la que hace surgir el cielo y la tierra, la que separa la tierra de las aguas (cfr. Ps 33,6; 104; Cap 9,1). Esto quiere decir que las cosas no han venido a la existencia por emanación necesaria de la esencia divina, sino porque Dios lo quiso y lo ordenó. Asimismo el Arquitecto del universo es presentado en el texto sagrado como deliberando y disponiendo las cosas con sabiduría y consejo, lo que supone que al actuar lo hace libremente y no por necesidad externa o interna (Gen 1,26). En el Ps 135,6 leemos: «Yahwéh hace cuanto quiere, en los cielos, en la tierra, en el mar y en todos los abismos» (cfr. Ps 115,3). Que la c. no sea un producto necesario de los atributos divinos bondad, sabiduría, lo afirma la S. E. al decir que el mundo no podría subsistir si Dios no quisiera y no podría conservarse sin Él, indicando así que tanto la existencia como la conservación del mundo dependen únicamente de la voluntad de Dios. De igual modo se echa esto de ver en cómo distribuye sus dones la voluntad libre de Dios usando de misericordia con quien quiere, y pudiendo actuar de otra manera (cfr. Sap 11,10.17.20; Rom 8,30; 9; 4,17).
Los Santos Padres son testigos de la misma doctrina. S. Ireneo contra los gnósticos decía que Dios «no movido por otro, sino por su voluntad y libremente ha hecho todo, siendo el solo Dios, el solo Dueño, el solo Hacedor» (Adversus Haereses, 2,1,1: PG 7,710). S. Agustín hace resaltar que no por necesidad o por utilidad sino por sola su bondad creó Dios el mundo universo (De civitate Dei: RJ 1751). En su argumentación contra los arrianos los Padres afirman la procesión necesaria del Verbo y la producción libre del mundo: «Efectivamente, el Creador delibera hacer lo que antes no existía; por el contrario, cuando engendra el Verbo naturalmente de sí mismo no hace deliberación alguna» (S. Atanasio, Contra Arianos, 3,61: PG 26,451; cfr. Hipólito, Contra haeresiam Noetii, 10: PG 10,817).
El Magisterio oficial de la Iglesia se ha expresado claramente sobre el particular. El conc. de Sens condenó el error de Abelardo (v.) que decía «que Dios no puede obrar de forma distinta de como obra» (Denz.Sch. 726). Condenó el error de Wiclef (v.) según el cual «todo sucede por necesidad absoluta» (Denz.Sch. 1177). Pío IX se pronunció contra la doctrina de Günther (Denz.Sch. 2828) y León XIII contra la de Rosmini (Denz.Sch. 3218). Definición dogmática nos la ofrece el Vaticano I: «con libérrimo designio Dios creó de la nada la criatura espiritual y corporal» (Denz.Sch. 3002), y en el canon correspondiente se condena a los que afirman que Dios no «ha creado por libre voluntad, sino con la misma necesidad con que se ama necesariamente a sí mismo» (Denz.Sch. 3025). Pío XII en la enc. Humani Generis salió nuevamente al paso de quienes afirmaban que la «creación del mundo era necesaria, como quiera que procede de la libertad necesaria del amor divino... lo cual es contrario a las declaraciones del concilio Vaticano» (Denz.Sch. 3890).
La razón teológica es concluyente al respecto. No puede ponerse en Dios una necesidad extrínseca, pues antes de la c. nada existía; además si se admitiese esa necesidad haríamos depender a Dios de otro, lo cual está en contradicción con la perfección e infinitud divinas. Tampoco puede darse una necesidad intrínseca, ya que la naturaleza se mueve necesariamente sólo en orden a la consecución del fin y de los medios indispensables para conseguirlo; hacia todo lo demás es indiferente, puede o no quererlo. Tanto el fin como los medios en la naturaleza divina son su misma bondad. El mundo, entra, pues, dentro de los objetos indiferentes, y por tanto, en la libertad de Dios está el querer que existan o no. Dice S. Tomás: «respecto al querer divino hay que tener en cuenta que es absolutamente necesario que Dios quiera alguna cosa, y, sin embargo, no es esto verdad respecto a todo lo que quiere. La voluntad divina dice relación necesaria a su bondad, que es su objeto propio, y, por tanto, Dios quiere necesariamente su bondad, lo mismo que la voluntad humana quiere necesariamente la felicidad y lo mismo que otra potencia cualquiera dice relación necesaria a su objeto propio y principal. En cambio las cosas distintas a Dios las quiere en cuanto ordenadas a su bondad como a un fin... Por consiguiente, como la bondad divina es perfecta y puede existir sin los demás seres, que ninguna perfección pueden añadirle, síguese que no es absolutamente necesario que quiera cosas distintas a Él» (Sum. Th. 1 q19 a3). Solamente la voluntad libre de Dios, movido por su amor hacia nosotros, pudo hacer que se determinase a crear el mundo, haciéndonos partícipes de su bondad y perfección (V. t. DIOS IV, 6.14).
¿El mundo creado por Dios es el mejor de los posibles? Ha habido y existen hoy en algunas filosofías existencialistas tendencias pesimistas afirmando que el mundo, o al menos parte de su realidad, es por naturaleza malo (V. EXISTENCIALISMO; PESIMISMO). Para el cristiano esto es inadmisible, pues sabe que el mundo es fruto del amor de Dios y comunicación de su bondad, y que, por tanto, el mundo es bueno en todas sus partes. Mas sabe también que el hombre goza de libre albedrío y que, por el mal uso de éste, puede introducir el mal (v.) en el mundo y afear el rostro bueno y bello de lo creado (V. PECADO), aunque sepa que en definitiva incluso el mal cooperará para la realización del bien general del universo.
Por su parte, Leibnitz (v.) defendió que Dios estaba obligado a hacer siempre lo mejor, y por eso el mundo actual era el mejor de los posibles. Otros dirán que al menos está obligado moralmente a ello, pues de otra suerte actuaría irracionalmente. Mas el «optimismo» de Leibnitz pugna abiertamente con la libertad divina, ya que Dios se vería obligado a hacer este mundo y no podría haber hecho otro. Igualmente la obligación moral está contra la libertad divina.
Si consideramos en la c. del mundo el modo cómoDios lo hizo, podemos efectivamente decir que es el mejor, pues Dios «no puede hacer las cosas mejor que las hizo, porque no puede hacerlas con mayor sabiduría ni con mayor bondad» (Sum. Th. 1 q25 a6 adl). Pero si consideramos el mundo en su entidad objetiva, hemos de decir que Dios pudo crear otro mundo mejor que el actual, que tuviese una participación mayor de su esencia divina, y que las cosas pudieron ser mejores en algunos aspectos, pero no en su constitución esencial (ib.). Es claro que ninguna criatura ni el conjunto de las mismas puede adecuar perfectamente la bondad infinita de Dios; el mundo por ser creado siempre será algo finito y Dios siempre podría crear otro que se acercase más a su perfección e infinitud. Sin embargo, podemos mantener un optimismo relativo por cuanto, en orden al plan de Dios, la ejecución de la obra tiene que ser perfecta, pues nada puede resistir a su omnipotencia. El mundo alcanzará la finalidad que Dios le ha trazado. Ni siquiera el pecado puede impedirlo ya que el mismo pecado entra en el plan de Dios, en cuanto permitido, para sacar de él mayores bienes (Sum. Th. 12 q79 al).
De la consideración de la libertad de Dios al crear se deduce que estamos situados en un contexto de amor, del amor del Creador que nos ha llamado libremente, porque nos quiere, a la existencia. Nuestra existencia no es, pues, un absurdo, no somos seres «para la muerte», sino comprometidos en una historia de progreso y perfección, en una historia de salvación, en la que se realizan las intervenciones amorosas de Dios, en favor del mundo creado y en definitiva del hombre. La c., como inicio de la existencia de las cosas, no puede menos de ser vista bajo esta perspectiva, como comienzo de esa historia del amor de Dios, que llegará a su meta, cuando muertos y glorificados con Cristo, seamos presentados por El en el Reino del Padre. Bajo esta luz, todos los acontecimientos, con la intervención de las causas segundas, en la historia de cada uno y de toda la c. en general, no pueden ser considerados como producto del acaso, sino expresiones del querer divino, de su amor. Incluso el mal, el dolor y la muerte, han de verse como dones de Dios, quien quiere comunicarse con mayor plenitud, a fin de que el hombre purificándose pueda obtener mayor perfección, llegando por la cruz a la gloria (V. MAL II; DOLOR IIIIV; MUERTE VVII).
6. El comienzo del mundo. Podemos preguntarnos si el mundo ha tenido un comienzo temporal, o si por el contrario es eterno, y si una vez comenzado tendrá fin. Quienes defienden que Dios ha creado el mundo necesaria y no libremente, en consecuencia, admiten que el mundo no ha tenido principio. Lo mismo dicen quienes consideran imposible la acción creadora, por no concebir un Dios inmutable que dé comienzo al mundo, ya que implicaría mutación en Dios, mutación en su voluntad, que comienza a querer algo que anteriormente no quería, y en su acción (V. DIOS IV, 10). Asimismo se oponen a un comienzo del mundo quienes consideran la materia como algo eterno.
La Sagrada Escritura enseña que el mundo ha tenido comienzo en el tiempo. La lectura del primer capítulo del Génesis induce a pensar que el hagiógrafo bíblico refiere hechos acaecidos al principio del tiempo. Aunque es verdad que el autor no intenta dar a conocer el origen del mundo ni ninguna otra enseñanza científica, sino simplemente comunicar un mensaje religioso en formas poéticas, creemos que el comienzo del mundo forma parte de ese mensaje religioso. La dependencia absoluta del mundo, y la libertad de Dios al crearlo, se ponen precisamente de manifiesto porque el mundo ha comenzado a existir cuando Dios lo dispuso. En otros muchos pasajes de la Escritura se nos enseña igualmente que Dios existía antes de las cosas (Prv 8,2226; Eccli 24,5; Ps 90,2); Jesús pide al Padre que le otorgue la gloria que tuvo junto a Él antes de que el mundo fuese (lo 17,5); el Padre le ha amado «antes de la creación del mundo» (lo 17,24); nuestra elección en Cristo ha tenido lugar antes de la constitución del mundo (Eph 1,4). Que el mundo tendrá fin nos lo dice Jesús al afirmar que el cielo y la tierra pasarán (Mt 5,18), que se realizará la consumación del mundo (Mt 13,4049) y entonces vendrá el juicio final (Mt 24); S. Pablo asegura que la figura de este mundo está pasando (1. Cor 7,31) y gime la c. hasta que llegue el día del Señor (1 Cor 1,8), «después será el fin» (1 Cor 15,24); el tratamiento cumplido de esta verdad se hace al hablar de los Novísimos (V. ESCATOLOGíA II-III; MUNDO III, 2; JUICIO PARTICULAR Y UNIVERSAL; RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS).
Entre los Padres de la Iglesia, Teófilo de Antioquía refutó la doctrina platónica de dos principios ingénitos, Dios y la materia, porque si se admite esto, decía, Dios no sería creador de todo (cfr. Los tres libros a Autólico, 2,4, en Padres Apologistas griegos, ed. BAC, Madrid 1954, 785786). Contra los arrianos que afirmaban que el Verbo era pura criatura, y por consiguiente no eterno, los Padres de la Iglesia defienden la eternidad del Verbo y el comienzo de las criaturas en el tiempo (cfr. S. Atanasio, Adversus Arianos, or. 1,29: PG 26,72).
La fe de la Iglesia la encontramos definida por vez primera en el IV conc. de Letrán que enseña que Dios omnipotente creó en el principio del tiempo las criaturas todas (Denz.Sch. 800), siendo intención del Concilio salir al paso de la doctrina cátara que propugnaba la eternidad de la materia. El conc. Vaticano I repite esta doctrina (Denz.Sch 3002), oponiéndose a los errores de aquel tiempo «derivados casi todos del panteísmo o de un sistema afín» (Collectio Lacensis, 7,109). Pío XII en la enc. Humani Generis rechaza el error que niega que el mundo haya tenido comienzo (Denz.Sch. 3890).
Desde el punto de vista de la razón, al abordar esta cuestión, S. Tomás afirma categóricamente: «que el mundo no ha existido siempre lo sabemos sólo por la fe, y no puede demostrarse» (Sum. Th. 1 q46 a2). Él mismo afirma que el comienzo del mundo en el tiempo no repugna ni por parte de Dios, ni por parte del mundo, ni por parte de la acción creadora. Al hablar del comienzo del mundo, suele pensarse en una mutación de Dios porque juzgamos su actuar al modo del de las causas segundas; sin embargo, Dios siendo acto puro, carente de toda potencialidad o posibilidad de perfeccionarse, no se modifica o cambia nada por el hecho de producir el mundo (V. DIOS IV, 10). Desde la eternidad Dios ha dispuesto la c. de los seres y todo acontecimiento mundano que tendrá lugar en cualquier diferencia de duración o tiempo, aunque en ese mismo acto eterno ha dispuesto que el efecto no se siga terminativamente sino en el momento querido por Él, sin que sea preciso, por parte de Dios, un nuevo acto, un cambio en su ser o en su obrar. El querer y el poder divinos se identifican con su esencia, que es eterna; solamente los objetos queridos, o los efectos eternamente dispuestos, aparecen en el tiempo señalado por Dios. Luego el mundo es querido por Dios eternamente, mas ha comenzado realmente a existir cuando Dios lo ha querido, pues su existencia real depende exclusivamente de la decisión libre de Dios.
La comprensión de esta doctrina resulta un tanto difícil porque barajamos conceptos análogos y la imaginación trabaja más que la razón metafísica. Nos preguntamos por ¿cuándo? existió el mundo y quizá no percibimos que sin la existencia del mundo no hay cuándo; igualmente decimos si existió en el tiempo (v.), y éste no se da sino cuando existen las cosas. Nos imaginamos del mismo modo un tiempo vacío en el que nada existiría y que después sería llenado por el mundo. Todo esto no corresponde a la realidad, pues no existe un tiempo antes y otro después de la c. del mundo. Lo que existe es la eternidad de Dios (V. DIOS IV, 9) que comprende un presente absoluto, sin distinción de pasado o futuro, en la que quiere la c. del mundo y la realización de su acto creador. El decreto de la c., aunque eterno, eternamente Dios lo dispone para que se realice en el tiempo. Comienza el mundo y con él la medida del tiempo. Por todo esto se debe concluir que podemos señalar la duración real del mundo, cuántos millones de años tiene de existencia, pero no tiene sentido preguntar cuánto tiempo tardó en aparecer.
Pero si no repugna que el mundo haya tenido comienzo en el tiempo, las razones que se dan para probarlo no son apodícticas, pues tampoco repugna que sea eterno. La cuestión es debatida desde antiguo. Santo Tomás la enuncia así: «supuesto, por fe católica, que el mundo no ha existido desde toda la eternidad, como enseñaron algunos filósofos, y que, por el contrario, divo comienzo en su duración según atestigua la Sagrada Escritura, que es infalible, ha surgido la cuestión de si el mundo ha podido existir siempre» (De aeternitate mundi; Cont. Gent. II,3137; Sum. Th. 1 q46). Efectivamente, la prioridad exigida por la causa eficiente con relación a su efecto propio es sólo prioridad de naturaleza, no prioridad de duración, pues la causa eficiente puede obrar desde el instante en que existe. El efecto, o ser contingente, no exige que su existencia sea posterior a la causa que lo produce, como vemos que la luz existe desde que existe el sol con prioridad de naturaleza pero no de duración (De Potentia, q3 al3 ad5).
La cuestión, pues, de la posibilidad de la existencia eterna del mundo entra en el dominio de las cosas discutibles. Sólo la fe nos certifica de su comienzo temporal. Sin embargo, hay que notar que cuando se defiende la posibilidad de la eternidad (v.) del mundo, ésta no sería igual a la de Dios, porque Dios se identifica con su eternidad, y la eternidad del mundo sería eternidad participada, como es también participado su ser. Igualmente si el mundo hubiera sido creado desde la eternidad, no dejaría de ser causado por Dios, contingente, participado y venido a la existencia por sólo el querer divino, único ser por esencia y necesario. Al afirmar la posibilidad de la eternidad del mundo, se quiere solamente decir que, en ese caso, la acción eterna de Dios habría sacado a la existencia el ser temporal desde siempre.
7. Conservación de los seres en la existencia. Dios, creador del mundo, no lo abandona a sí mismo, sino que lo dirige a su fin mediante su providencia (v.) y gobierno divinos. Efecto de este gobierno divino es la conservación continua, directa y positiva de todos los seres en la existencia. Algunos han entendido la conservación de las cosas en la existencia como una c. continuada en sentido estricto, como si Dios estuviese continuamente sacando de la nada las cosas. Esto contraría la experiencia que nos muestra que nuestro ser permanece en la misma existencia sustancial, y que somos los mismos individualmente en todos los momentos de nuestra existencia. La Iglesia enseña que «todas las cosas que ha hecho Dios, las conserva y gobierna con su providencia... sin excluir las que se refieren a la acción libre de las criaturas» (Denz.Sch. 3003), si bien la definición dogmática no recae directamente sobre la conservación sino sobre la providencia. Sólo de modo indirecto e implícitamente atañe a la conservación, ya que ésta es efecto de la gobernación o providencia ejecutiva.
La Sagrada Escritura dice expresamente: «¿Y cómo podría subsistir nada si tú no quisieras? ¿o cómo podría conservarse sin ti?» (Sap. 11,26). Dios no sólo hizo el mundo sino que en Él «vivimos, nos movemos y existimos» (Act 17,28). La permanencia continuada en la existencia se debe, pues, a una acción positiva de Dios. Por Cristo y para Cristo fueron creadas las cosas y todo «subsiste en Él» (Col 1,17). La palabra subsistir indica la permanencia en la existencia debida a una acción positiva directa de Dios sobre el mundo.
En la Tradición, con rara unanimidad, los Santos Padres enseñan esta verdad. S. Ireneo afirma que tanto el ser como la perseverancia en el mismo dependen de la voluntad divina (Adversus haereses, 2,34,3: PG 7,1031). S. Juan Crisóstomo juzga más admirable la conservación en el ser que la misma creación de la nada (In Haeb. hom. 2,3: PG 63,23). San Gregorio Magno afirma que todas las cosas han sido hechas de la nada, y por su esencia volverían a la nada si no las sostuviese en la existencia la mano de Dios (Moralia, 16,37: PL 75, 1143). Y S. Agustín dice: «Si por un instante el poder de Dios cesara de regir las cosas por Él creadas, al punto cesaría también el ser de las mismas y perecería toda naturaleza» (Super Gen. ad lit., 5,20: PL 34,304).
La razón teológica ayuda a comprender esta verdad. Conforme ya hemos dicho, el ser de las cosas creadas es un ser contingente, que no tiene en sí mismo la razón de su existencia, que así como puede existir puede dejar de serlo, que depende de Dios no sólo en cuanto al hacerse sino en cuanto a la misma existencia. Sólo Dios es existente por naturaleza, pues su esencia es su existir. Todo lo demás tiene una existencia recibida de otro, es existente por participación. El efecto depende de la causa en lo que recibe de ésta; las cosas creadas reciben de la causalidad divina su existencia, luego para permanecer en ella es preciso que continuamente Dios influya en ellas. Este influjo continuo en la existencia de lo creado es lo que llamamos conservación en el ser (cfr. Sum. Th. 1 gl04 al).
Dios no puede comunicar esta acción conservadora a ninguna criatura, como tampoco puede comunicarle la acción creadora. Si lo pudiera, haría a la criatura esencialmente contingente y con existencia participada ser necesario (Sum. Th. ib. ad2). La conservación de las cosas puede considerarse c. continuada, en el sentido de que es una acción divina que continuamente está dando el ser a las cosas; mas no se trata de donación de nueva existencia, ni de una acción nueva de Dios distinta de su acción creadora, «sino continuación de la misma acción por la que les da el ser, la cual se efectúa sin movimiento ni tiempo, del modo que la conservación de la luz en el aire se efectúa por un continuado influjo del sol» (ib. ad4).
Aunque la acción conservadora del ser de las criaturas se debe a Dios de manera directa y positiva, sin embargo, se sirve de las causas segundas para su conservación indirecta y accidental. «Cuando hay efectivamente, muchas causas ordenadas, el efecto depende necesariamente, primero y principalmente, de la causa primeramas también depende en segundo lugar de todas las causas intermedias» (ib. a2), y conforme a eso influyen en la conservación de sus efectos. Dios, por tanto, conserva algunas cosas en el ser por medio de otras causas.
De esto se deduce que Dios está presente en todas las cosas, en la intimidad de las mismas, pues no sólo les ha dado el ser sino que de continuo las está conservando en la existencia, es inmanente a las criaturas. Nada hay más íntimo que la existencia, y Dios está presente ahí (V. DIOS IV, 8). Se puede igualmente concluir que eJ dominio y señorío absolutos de Dios sobre el mundo se debe no sólo a que le dio el ser, sino también a que continúa dándoselo mediante la conservación, de modo que si dejara por un momento de comunicárselo perecería al instante. De ahí la posibilidad de la aniquilación de las cosas por el simple hecho de la omisión de la acción conservadora, de modo que quedarían reducidas a la nada. Tanto la c. como la conservación de los seres en la existencia dependen de la voluntad soberanamente libre de Dios. Si Dios no quisiese ya más a sus criaturas, dejarían de ser conservadas y volverían a la nada de donde salieron. Mas creemos que Dios jamás llevará a efecto esta posibilidad, pues el hacerlo no contribuiría a la manifestación de la gracia, ni al esplendor de los atributos divinos, sino que por el contrario «el poder y la bondad de Dios se manifiestan más claramente en el hecho de conservar las cosas en el ser. Se debe, pues, categóricamente afirmar que nada absolutamente se aniquilará» (Sum. Th. ib. a4). Podemos estar seguros de que el amor de Dios que nos trajo a la existencia, está siempre dentro de nosotros conservándonos en ella, y continuará para siempre en la intimidad de nuestro ser. Las cosas cambian, los seres se mudan en otros, pero no se aniquilan. El acto creador de Dios permanece para siempre.
V. t.: Dios IV; MUNDO III; HOMBRE IIIII; ÁNGELES; DEMONIO; MAL; DUALISMO; PANTEÍSMO; MATERIALISMO; MECANICISMo; EMANATISMO; MONISMO; OCASIONALISMo; EVOLUCIÓN.
La Biblia nos enseña que el mundo tiene su fin último en Dios, «porque de Él y por Él son todas las cosas; a Él la gloria por los siglos» (Rom 11,36). Dios ha creado el mundo no porque tenga necesidad de él, por indigencia, o porque quiera obtener, provecho del mismo: «¿Qué le importa a Dios que tú seas justo? ¿Gana algo con que sean limpios tus caminos?» (lob 22,3). «El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que hay en él, ese... no es servido por manos humanas, como si necesitase de algo, siendo Él mismo quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas» (Act 17,2425). Crea únicamente para comunicar su bondad, por amor de lo creado. «Todo el mundo es ante ti como un grano en la balanza, y como una gota de rocío de la mañana, que cae sobre la tierra... Amas todo cuanto existe, y nada aborreces de lo que has hecho; que no por odio hiciste ninguna cosa. ¿Y cómo podría subsistir nada si tú no quisieras, o cómo podría conservarse sin ti?» (Sap 11,2327).
Las criaturas son anuncio de la perfección divina, cantan su gloria, sus beneficios: «Los cielos pregonan la gloria de Dios y el firmamento anuncia las obras de sus manos» (Ps 19,2; cfr. 89,6; 104,24). Por eso todas las criaturas deben tributar al Creador su alabanza (Ps 103,21; 104; 149; 150; Dan 3,5758). En todos los acontecimientos, aun en las desgracias, se manifiesta la grandeza y la bondad de Dios, motivo de acción de gracias y de alabanza al Señor de la justicia (Tob 13,36; Eccli 36,35). Mediante la observación de las perfecciones divinas, participadas en las criaturas, pueden los hombres llegar alconocimiento del Creador, y prorrumpir en su alabanza: «Le dio ojos para que viera la grandeza de sus obras, para que alabara su nombre santo y pregonara las grandezas de sus obras» (Eccli 17,78; cfr. Sap 13,19; Rom 1,1821). Al hombre le hizo para su gloria y a ella debe ordenarse todo: «Yo los creé y formé para mi gloria» (Is 43,7; cfr. Dt 26,1819). «Ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor 10,31; cfr. Is 43,7; Dt 16,1819; Is 48,11). Para difusión de la bondad divina y para gloria de Dios ha sido creado el mundo.
En los Padres tenemos afirmada la misma doctrina. No ha creado Dios el mundo por indigencia o utilidad propia, sino por su sola bondad (S. Agustín, Ench. 9: PL 40,235; Atenágoras, RJ 168; Ps. Areopagita, RJ 2282; Orígenes, RJ 462). Su inmensa benevolencia le condujo a que otras cosas participasen de sus beneficios (J. Damasceno, RJ 2349). El mundo es un grande y admirable pregonero de la majestad de Dios (G. Nacianzeno, Orat. 44,3: PG 36,609). Todas las cosas están hechas para el hombre, y éste considerando su belleza debe conocer, adorar y servir al Creador (Lactancio, Divinae institutiones, 7,6: PL 6,757; G. Niseno, Or. 2: PG 44,282; S. Agustín, In Ps 148, 15: PL 37,1946).
La doctrina de la Iglesia recoge las enseñanzas de la S. E. y de los Padres. Leemos en el Catecismo del conc. de Trento: «La única causa que determinó a Dios a crear fue el deseo de comunicar su bondad a las cosas por Él creadas. Porque la naturaleza divina infinitamente bienaventurada en sí misma, no tiene necesidad de ninguna otra cosa» (I, art. 1, Madrid 1956, 56). El conc. Vaticano 1 definió que: «este solo verdadero Dios, por su bondad y «virtud omnipotente», no para aumentar su bienaventuranza ni para adquirirla, sino para manifestar su perfección por los bienes que reparte a las criaturas... creó de la nada la criatura corporal y la espiritual... y después la humana» (Denz.Sch. 3002). Y en el canon correspondiente: «si alguno... negare que el mundo ha sido creado para gloria de Dios, sea anatema» (Denz.Sch. 3025). De las Actas del Concilio se deduce que estas definiciones se dirigían a salir al paso de los errores de A. Giinther (v.) y sus seguidores, quienes de la fórmula «el mundo ha sido creado para gloria de Dios» deducían y enseñaban que Dios busca por la c. su propia utilidad. Las palabras «por los bienes que reparte a las criaturas» equivalen a la fórmula «Dios ha creado para comunicar y manifestar su bondad» del Catecismo de Trento. La manifestación de la bondad divina supone la gloria objetiva, fundamental, de Dios, es decir, la real comunicación de su bondad y perfección a las cosas, y la gloria externa formal, o la alabanza divina, resultante de la primera (cfr. Collectio Lacensis, 7,86,110). Por tanto es de fe divina y católica que Dios es el fin último de todas las cosas; que no ha creado el mundo para adquirir o aumentar su felicidad, sino para manifestación de su perfección comunicando su bondad a las criaturas, y que el mundo ha sido creado para gloria de Dios.
La razón teológica guiada por la fe encuentra explicación de esa verdad. Dios creó el mundo por su bondad, porque el fin absolutamente último por el cual obra es el bien sumo; pero el bien sumo es sólo Dios. Por consiguiente lo que indujo a Dios a crear no pudo ser sino Él mismo, su propia bondad (v. DIOS IV, 6). Ningún bien finito puede mover a Dios a obrar, pues todo bien que existe no es más que participación de la suprema bondad divina.
Dios creó el mundo no para aumentar su felicidad sino para comunicar y manifestar su perfección: Si Dios hubiera creado para aumentar o adquirir su felicidad no sería infinitamente perfecto, pues habría algo fuera de sí capaz de perfeccionarle. Habría en él potencia pasiva o capacidad de recepción de algo que le faltaba, siendo así que es actualidad completa y perfección suma. No crea, pues, para recibir sino para comunicar el bien y la felicidad (Sum. Th. 1 q44 a4). El amor únicamente pudo mover a Dios, el amor de sí mismo que ve la conveniencia de que otros participen de su misma felicidad y bondad. La comunicación de la perfección divina no es el último fin, sino la misma perfección de Dios, por cuyo amor Dios la quiere comunicar; no actúa por su bondad como apeteciendo lo que no tiene, sino como queriendo comunicar lo que tiene, pues obra no por deseo del fin, sino por amor del mismo (De Potentia, q3 a15 ad14; In 2 Sententiarum, dl q2 al; Contra gentiles, II,93; ib. III,18).
Podemos ahora preguntarnos sobre la finalidad que el mundo tiene en sí mismo, o qué fin le asignó Dios al crearlo. El Vaticano I definió: «el mundo ha sido creado para la gloria de Dios» (Denz.Sch. 3025). Los racionalistas y semirracionalistas bajo el influjo de la ética kantiana afirmaron que el mundo había sido creado para la felicidad del hombre en sí mismo, ya que Dios, ser moralmente perfecto y bueno, no puede querer para el hombre más que bien. Es impensable, por otra parte, decían, que Dios busque al crear el propio provecho; las exigencias éticas postulan que se actúe en beneficio de los otros, y hemos de pensar que el acto creador de Dios cumple esas exigencias, creando al hombre para su felicidad y no para provecho de Dios.
El pensamiento de la Escritura y de los Padres así como la enseñanza oficial de la Iglesia es bien claro. La razón teológica fundamenta esa doctrina. En efecto, Dios crea el mundo no para recibir algo sino para comunicar su propia perfección. Esta perfección recibida en las criaturas manifiesta la excelencia divina (gloria de Dios interna fundamental), a la vez que la criatura racional contemplando las maravillas del universo como reflejo de la bondad divina prorrumpe en alabanza del Creador (gloria formal externa). El mundo es, por tanto, manifestación de las divinas perfecciones, bien a modo de vestigio bien a modo de imagen de Dios. La criatura racional, por el conocimiento de estas divinas perfecciones en las cosas, puede conocer al mismo Creador; por el orden y armonía del mundo conoce la sabiduría, la bondad y providencia divinas; de este conocimiento nacen el amor, la alabanza y gloria al Creador. Tenemos así que cuanto hemos dicho del fin de la c. encuentra en la gloria divina por parte del mundo (gloria formal externa) su razón última de ser. Santo Tomás dirá: «Todo el conjunto de las criaturas se ordena a la perfección del universo. Y, por fin, todo el universo, con sus partes, se ordena a Dios como a su último fin, en cuanto que en todas ellas se refleja la bondad divina, por cierta imitación, y esto para gloria de Dios. Sobre todo, las criaturas racionales, de un modo especial, tienen a Dios por fin, por cuanto pueden alcanzarle con sus operaciones, conociéndole y amándole» (Sum. Th. 1 q65 al).
Podría pensarse que al situar la finalidad del mundo en la gloria externa formal que la criatura debe tributar al Creador, mediante el conocimiento y el amor, lo colocamos en algo fuera de Dios, subordinándole así a algo creado. Sin embargo, no es así, pues, al decir que la gloria de Dios es el fin último del mundo creado, hemos de tener presente que esa gloria proviene de la consideración de las perfecciones divinas derramadas en el mundo, y que los mismos actos de conocimiento y amor son participación de esa misma perfección, de modo que cuanto más se conoce y se ama a Dios, glorificándole, tanto más se participa de la bondad divina, tanto más la criatura se asemeja al Creador. Por consiguiente, hemos de reconocer una mutua interacción entre gloria interna y externa, que en definitiva se reduce a que Dios crea para comunicarnos su bondad. De ello redunda en el universo la gloria, tanto interna fundamental como externa formal, pero ésta no es más que la manifestación de la bondad de Dios (Contra gentiles, 1,19).
La gloria externa de Dios es así nuestro bien, y nuestro sumo bien la gloria suma de Dios, porque nuestro sumo bien consiste formalmente en los actos por los cuales conocemos y amamos a Dios. Luego en esta gloria de Dios se incluye nuestra felicidad (v.); al querer Dios su gloria externa quiere nuestra felicidad. Decía el conc. de Colonia: «La felicidad de los hombres y la gloria de Dios están conexas íntimamente entre sí. Cuando los hombres promueven la gloria de Dios, aumentan sus méritos y su felicidad; y cuanto mayores bienes concede Dios a los hombres, tanto mayores testimonios de su bondad ofrece y aumenta su gloria» (Collectio Lacensis, t. 5, col. 291) (V. t. GLORIA DE DIOS; DIOS IV, 6; PERFECCIÓN; SANTIDAD IV).
Reflexionando sobre esta doctrina podemos deducir: a) Los descubrimientos de la ciencia, de la técnica, del arte van plasmando las perfecciones divinas y contribuyen así de modo objetivo a que la bondad divina se comunique a las cosas y que éstas, por medio del hombre, tributen al Creador la gloria externa formal.
b) Todos los seres del universo se asemejan a la bondad divina que les ha sido comunicada. Pero como ésta es infinita no es posible que una criatura represente la totalidad de la bondad de Dios. De ahí la múltiple y variada gama de seres que pueblan el universo, cada uno de los cuales tiene, en medida proporcionada, participación de la bondad de Dios. Por eso el bieri del universo en su conjunto, es mejor que el bien de cada una de las criaturas (Compendium Theologiae, 101102; Contra gentiles, 3,19,45,97; Sum. Th. 1 q22 a4). Tiene esto capital importancia a la hora de dilucidar el porqué del mal (v.) en el mundo. No obstante esta variedad infinita de seres, todos ellos tienen una finalidad única, no son independientes entre sí sino mutuamente relacionados en orden a su fin último. Esta relación mutua supone un orden jerárquico, que viene dado por el grado de bondad divina recibida del Creador. Las que participan de la bondad divina en menor escala se subordinan a las que la participan en mayor medida. De ahí que el mundo de la materia y de los vivientes no racionales se ordene como a su fin próximo al hombre, y le sea dado al hombre por Dios para su servicio, a fin de que, en su calidad de criatura racional y libre, rinda en nombre del mundo la alabanza debida al Creador (Sum. Th. 1 q65 a2; De Potentia, q5 a4 ad2).
Mas la comunicación de la perfección divina en su mayor grado es la donación de la gracia sobrenatural (v.), por la que el justo participa de la naturaleza divina, haciéndole hijo de Dios por adopción (V. FILIACIÓN DIVINA). La Trinidad mora por ella en el justo, y la imagen de Dios se hace en él vida divina por la fe (v.) y la caridad (v.), por las que el hombre reconoce plenamente la bondad divina, tributando a Dios la gloria que se merece. Los valores naturales, ontológicamente buenos, adquieren su pleno sentido en cuanto contribuyen a la perfección sobrenatural de la humanidad. Por eso el hombre, que se adhiere por la fe a la Verdad primera y por el amor a la suprema Bondad, finaliza todo el mundo creado, siendo imagen viva de Dios en Cristo. Perfección y glorificación de Dios que alcanzará su culmen cuando a la fe suceda la visión y la caridad se una y goce por siempre del objeto de su amor (v. CIELO II-III).
c) La Escritura nos enseña que el universo entero tiene como fin próximo al Verbo encarnado, uniéndose en Él el origen y el fin de lo creado: «todo fue creado por Él y para Él» (Col 1,17). Efectivamente ha sido en Cristo donde se ha volcado la bondad divina existiendo, con única existencia, la naturaleza humana y la divina en la unidad de la Persona del Verbo (v. ENCARNACIÓN). La divinidad se manifiesta mediante la humanidad de Jesús, de modo que pudo decir: «quien me ve a mí, ve al Padre» (lo 14,9). En Cristo se ha revelado" Dios, se ha manifestado la Verdad, la Bondad y el Amor de Dios, y en el templo de su cuerpo se tributó al Padre la alabanza máxima, la mayor gloria de Dios. Ahora bien, si las criaturas inferiores están ordenadas al hombre, éste tiene como fin próximo a Cristo. Por eso las criaturas alcanzarán su perfección total en la ordenación a Cristo, en la participación de su vida y en la instauración de su reinado: el mundo no racional en cuanto, en manos del hombre, es orientado hacia Dios; el hombre reconociendo la actuación de Dios en él, viviendo su influjo en el encuentro amoroso de la fe y de la caridad (v. UNIÓN CON DIOS II, 2). Santo Tomás escribe: «no sólo ama Dios más a Cristo que a todo el linaje humano, sino también más que al conjunto de todas las criaturas, puesto que quiso para Él un bien mayor, porque le dio un nombre sobre todo nombre» (Sum. Th. 1 q20 a4 adl; v. JESUCRISTO III, 2).
La manifestación en el mundo de la gloria dada por Cristo al Padre en su vida, muerte y resurrección, continúa en la Iglesia (v.), su Cuerpo místico (v.). En ella se concretiza el plan primigenio de Dios de crear el mundo para la instauración definitiva de su Reino (v.). La misión de la Iglesia, sacramento e instrumento de salvación, consistirá en volver a Cristo toda la c. purificada para que Éste la someta definitivamente al Padre. Este orden de la c. lo expresa admirablemente S. Pablo: «todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios» (1 Cor 3,23). Y el conc. Vaticano II: «Así, pues, ora y trabaja a un tiempo la Iglesia, para que la totalidad del mundo se incorpore al pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y templo del Espíritu Santo, y. en Cristo, Cabeza de todos, se rinda homenaje y gloria al Creador y Padre universal» (Lumen Gentium, n. 17; v. IGLESIA III, 3).
5. Dios creó el mundo libremente. Cuando decimos que Dios creó el mundo libremente queremos afirmar, en primer lugar, que no ha podido haber fuerza alguna exterior que le coaccionase para obrar; esto es claro porque nada existía antes de que Él creara. Seguidamente afirmamos que el mundo existe por un acto de la voluntad de Dios, sin necesidad (v.) intrínseca que le obligara a crear para comunicar su perfección. Asimismo afirmamos que Dios no sólo pudo crear o no crear, sino también fue libre al crear este mundo en lugar de otro que podía haber creado.
No han faltado errores opuestos a esta doctrina. Como afirma S. Tomás, entre los filósofos gentiles hubo quienes dijeron que Dios «obra por necesidad de naturaleza» (Contra Gentiles, 11,23). Siguiendo el principio axiomático «el bien es de suyo difusivo» también algunos cristianos, incluso Padres de la Iglesia, afirmaron que Dios se ve obligado a hacer partícipes a otros de su bondad. A veces se señala que su sabiduría y bondad no consiente que el mundo creado no sea el mejor de los posiblesque han podido existir. Otros argüirán, partiendo del mismo principio, que al menos era conveniente la c., contra el dualismo (v.) que afirmaba que el mundo de la materia no era digno de Dios. Se olvida en esta argumentación que la comunicación del propio bien en los seres libres está supeditada a la libertad y no es algo que nazca de la misma naturaleza del ser libre.
Bajo el influjo de la ética kantiana e idealista se ha llegado a afirmar que la c. es un imperativo de la perfección divina. Dios siendo perfecto no puede por menos de querer la existencia y felicidad de otros seres. Igualmente, si la persona (v.) se constituye por la conciencia, en la que se ve como distinta del noyo, Dios, ser personal, es inconcebible sin la existencia del mundo creado. No podría concienciarse de su persona. Ideas estas que se encuentran en G. Hermes (v.), A. Günther (v.) y A. Rosmini (v.).
La Sagrada Escritura nos enseña que Dios ha creado el mundo por un libre designio suyo, sin coacción alguna exterior y sin necesidad alguna intrínseca. Así lo demuestra la narración de la c. en la que ésta se atribuye a la palabra de Dios: «Dios dijo...» (Gen 1,3). Es la palabra de Dios la que hace surgir el cielo y la tierra, la que separa la tierra de las aguas (cfr. Ps 33,6; 104; Cap 9,1). Esto quiere decir que las cosas no han venido a la existencia por emanación necesaria de la esencia divina, sino porque Dios lo quiso y lo ordenó. Asimismo el Arquitecto del universo es presentado en el texto sagrado como deliberando y disponiendo las cosas con sabiduría y consejo, lo que supone que al actuar lo hace libremente y no por necesidad externa o interna (Gen 1,26). En el Ps 135,6 leemos: «Yahwéh hace cuanto quiere, en los cielos, en la tierra, en el mar y en todos los abismos» (cfr. Ps 115,3). Que la c. no sea un producto necesario de los atributos divinos bondad, sabiduría, lo afirma la S. E. al decir que el mundo no podría subsistir si Dios no quisiera y no podría conservarse sin Él, indicando así que tanto la existencia como la conservación del mundo dependen únicamente de la voluntad de Dios. De igual modo se echa esto de ver en cómo distribuye sus dones la voluntad libre de Dios usando de misericordia con quien quiere, y pudiendo actuar de otra manera (cfr. Sap 11,10.17.20; Rom 8,30; 9; 4,17).
Los Santos Padres son testigos de la misma doctrina. S. Ireneo contra los gnósticos decía que Dios «no movido por otro, sino por su voluntad y libremente ha hecho todo, siendo el solo Dios, el solo Dueño, el solo Hacedor» (Adversus Haereses, 2,1,1: PG 7,710). S. Agustín hace resaltar que no por necesidad o por utilidad sino por sola su bondad creó Dios el mundo universo (De civitate Dei: RJ 1751). En su argumentación contra los arrianos los Padres afirman la procesión necesaria del Verbo y la producción libre del mundo: «Efectivamente, el Creador delibera hacer lo que antes no existía; por el contrario, cuando engendra el Verbo naturalmente de sí mismo no hace deliberación alguna» (S. Atanasio, Contra Arianos, 3,61: PG 26,451; cfr. Hipólito, Contra haeresiam Noetii, 10: PG 10,817).
El Magisterio oficial de la Iglesia se ha expresado claramente sobre el particular. El conc. de Sens condenó el error de Abelardo (v.) que decía «que Dios no puede obrar de forma distinta de como obra» (Denz.Sch. 726). Condenó el error de Wiclef (v.) según el cual «todo sucede por necesidad absoluta» (Denz.Sch. 1177). Pío IX se pronunció contra la doctrina de Günther (Denz.Sch. 2828) y León XIII contra la de Rosmini (Denz.Sch. 3218). Definición dogmática nos la ofrece el Vaticano I: «con libérrimo designio Dios creó de la nada la criatura espiritual y corporal» (Denz.Sch. 3002), y en el canon correspondiente se condena a los que afirman que Dios no «ha creado por libre voluntad, sino con la misma necesidad con que se ama necesariamente a sí mismo» (Denz.Sch. 3025). Pío XII en la enc. Humani Generis salió nuevamente al paso de quienes afirmaban que la «creación del mundo era necesaria, como quiera que procede de la libertad necesaria del amor divino... lo cual es contrario a las declaraciones del concilio Vaticano» (Denz.Sch. 3890).
La razón teológica es concluyente al respecto. No puede ponerse en Dios una necesidad extrínseca, pues antes de la c. nada existía; además si se admitiese esa necesidad haríamos depender a Dios de otro, lo cual está en contradicción con la perfección e infinitud divinas. Tampoco puede darse una necesidad intrínseca, ya que la naturaleza se mueve necesariamente sólo en orden a la consecución del fin y de los medios indispensables para conseguirlo; hacia todo lo demás es indiferente, puede o no quererlo. Tanto el fin como los medios en la naturaleza divina son su misma bondad. El mundo, entra, pues, dentro de los objetos indiferentes, y por tanto, en la libertad de Dios está el querer que existan o no. Dice S. Tomás: «respecto al querer divino hay que tener en cuenta que es absolutamente necesario que Dios quiera alguna cosa, y, sin embargo, no es esto verdad respecto a todo lo que quiere. La voluntad divina dice relación necesaria a su bondad, que es su objeto propio, y, por tanto, Dios quiere necesariamente su bondad, lo mismo que la voluntad humana quiere necesariamente la felicidad y lo mismo que otra potencia cualquiera dice relación necesaria a su objeto propio y principal. En cambio las cosas distintas a Dios las quiere en cuanto ordenadas a su bondad como a un fin... Por consiguiente, como la bondad divina es perfecta y puede existir sin los demás seres, que ninguna perfección pueden añadirle, síguese que no es absolutamente necesario que quiera cosas distintas a Él» (Sum. Th. 1 q19 a3). Solamente la voluntad libre de Dios, movido por su amor hacia nosotros, pudo hacer que se determinase a crear el mundo, haciéndonos partícipes de su bondad y perfección (V. t. DIOS IV, 6.14).
¿El mundo creado por Dios es el mejor de los posibles? Ha habido y existen hoy en algunas filosofías existencialistas tendencias pesimistas afirmando que el mundo, o al menos parte de su realidad, es por naturaleza malo (V. EXISTENCIALISMO; PESIMISMO). Para el cristiano esto es inadmisible, pues sabe que el mundo es fruto del amor de Dios y comunicación de su bondad, y que, por tanto, el mundo es bueno en todas sus partes. Mas sabe también que el hombre goza de libre albedrío y que, por el mal uso de éste, puede introducir el mal (v.) en el mundo y afear el rostro bueno y bello de lo creado (V. PECADO), aunque sepa que en definitiva incluso el mal cooperará para la realización del bien general del universo.
Por su parte, Leibnitz (v.) defendió que Dios estaba obligado a hacer siempre lo mejor, y por eso el mundo actual era el mejor de los posibles. Otros dirán que al menos está obligado moralmente a ello, pues de otra suerte actuaría irracionalmente. Mas el «optimismo» de Leibnitz pugna abiertamente con la libertad divina, ya que Dios se vería obligado a hacer este mundo y no podría haber hecho otro. Igualmente la obligación moral está contra la libertad divina.
Si consideramos en la c. del mundo el modo cómoDios lo hizo, podemos efectivamente decir que es el mejor, pues Dios «no puede hacer las cosas mejor que las hizo, porque no puede hacerlas con mayor sabiduría ni con mayor bondad» (Sum. Th. 1 q25 a6 adl). Pero si consideramos el mundo en su entidad objetiva, hemos de decir que Dios pudo crear otro mundo mejor que el actual, que tuviese una participación mayor de su esencia divina, y que las cosas pudieron ser mejores en algunos aspectos, pero no en su constitución esencial (ib.). Es claro que ninguna criatura ni el conjunto de las mismas puede adecuar perfectamente la bondad infinita de Dios; el mundo por ser creado siempre será algo finito y Dios siempre podría crear otro que se acercase más a su perfección e infinitud. Sin embargo, podemos mantener un optimismo relativo por cuanto, en orden al plan de Dios, la ejecución de la obra tiene que ser perfecta, pues nada puede resistir a su omnipotencia. El mundo alcanzará la finalidad que Dios le ha trazado. Ni siquiera el pecado puede impedirlo ya que el mismo pecado entra en el plan de Dios, en cuanto permitido, para sacar de él mayores bienes (Sum. Th. 12 q79 al).
De la consideración de la libertad de Dios al crear se deduce que estamos situados en un contexto de amor, del amor del Creador que nos ha llamado libremente, porque nos quiere, a la existencia. Nuestra existencia no es, pues, un absurdo, no somos seres «para la muerte», sino comprometidos en una historia de progreso y perfección, en una historia de salvación, en la que se realizan las intervenciones amorosas de Dios, en favor del mundo creado y en definitiva del hombre. La c., como inicio de la existencia de las cosas, no puede menos de ser vista bajo esta perspectiva, como comienzo de esa historia del amor de Dios, que llegará a su meta, cuando muertos y glorificados con Cristo, seamos presentados por El en el Reino del Padre. Bajo esta luz, todos los acontecimientos, con la intervención de las causas segundas, en la historia de cada uno y de toda la c. en general, no pueden ser considerados como producto del acaso, sino expresiones del querer divino, de su amor. Incluso el mal, el dolor y la muerte, han de verse como dones de Dios, quien quiere comunicarse con mayor plenitud, a fin de que el hombre purificándose pueda obtener mayor perfección, llegando por la cruz a la gloria (V. MAL II; DOLOR IIIIV; MUERTE VVII).
6. El comienzo del mundo. Podemos preguntarnos si el mundo ha tenido un comienzo temporal, o si por el contrario es eterno, y si una vez comenzado tendrá fin. Quienes defienden que Dios ha creado el mundo necesaria y no libremente, en consecuencia, admiten que el mundo no ha tenido principio. Lo mismo dicen quienes consideran imposible la acción creadora, por no concebir un Dios inmutable que dé comienzo al mundo, ya que implicaría mutación en Dios, mutación en su voluntad, que comienza a querer algo que anteriormente no quería, y en su acción (V. DIOS IV, 10). Asimismo se oponen a un comienzo del mundo quienes consideran la materia como algo eterno.
La Sagrada Escritura enseña que el mundo ha tenido comienzo en el tiempo. La lectura del primer capítulo del Génesis induce a pensar que el hagiógrafo bíblico refiere hechos acaecidos al principio del tiempo. Aunque es verdad que el autor no intenta dar a conocer el origen del mundo ni ninguna otra enseñanza científica, sino simplemente comunicar un mensaje religioso en formas poéticas, creemos que el comienzo del mundo forma parte de ese mensaje religioso. La dependencia absoluta del mundo, y la libertad de Dios al crearlo, se ponen precisamente de manifiesto porque el mundo ha comenzado a existir cuando Dios lo dispuso. En otros muchos pasajes de la Escritura se nos enseña igualmente que Dios existía antes de las cosas (Prv 8,2226; Eccli 24,5; Ps 90,2); Jesús pide al Padre que le otorgue la gloria que tuvo junto a Él antes de que el mundo fuese (lo 17,5); el Padre le ha amado «antes de la creación del mundo» (lo 17,24); nuestra elección en Cristo ha tenido lugar antes de la constitución del mundo (Eph 1,4). Que el mundo tendrá fin nos lo dice Jesús al afirmar que el cielo y la tierra pasarán (Mt 5,18), que se realizará la consumación del mundo (Mt 13,4049) y entonces vendrá el juicio final (Mt 24); S. Pablo asegura que la figura de este mundo está pasando (1. Cor 7,31) y gime la c. hasta que llegue el día del Señor (1 Cor 1,8), «después será el fin» (1 Cor 15,24); el tratamiento cumplido de esta verdad se hace al hablar de los Novísimos (V. ESCATOLOGíA II-III; MUNDO III, 2; JUICIO PARTICULAR Y UNIVERSAL; RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS).
Entre los Padres de la Iglesia, Teófilo de Antioquía refutó la doctrina platónica de dos principios ingénitos, Dios y la materia, porque si se admite esto, decía, Dios no sería creador de todo (cfr. Los tres libros a Autólico, 2,4, en Padres Apologistas griegos, ed. BAC, Madrid 1954, 785786). Contra los arrianos que afirmaban que el Verbo era pura criatura, y por consiguiente no eterno, los Padres de la Iglesia defienden la eternidad del Verbo y el comienzo de las criaturas en el tiempo (cfr. S. Atanasio, Adversus Arianos, or. 1,29: PG 26,72).
La fe de la Iglesia la encontramos definida por vez primera en el IV conc. de Letrán que enseña que Dios omnipotente creó en el principio del tiempo las criaturas todas (Denz.Sch. 800), siendo intención del Concilio salir al paso de la doctrina cátara que propugnaba la eternidad de la materia. El conc. Vaticano I repite esta doctrina (Denz.Sch 3002), oponiéndose a los errores de aquel tiempo «derivados casi todos del panteísmo o de un sistema afín» (Collectio Lacensis, 7,109). Pío XII en la enc. Humani Generis rechaza el error que niega que el mundo haya tenido comienzo (Denz.Sch. 3890).
Desde el punto de vista de la razón, al abordar esta cuestión, S. Tomás afirma categóricamente: «que el mundo no ha existido siempre lo sabemos sólo por la fe, y no puede demostrarse» (Sum. Th. 1 q46 a2). Él mismo afirma que el comienzo del mundo en el tiempo no repugna ni por parte de Dios, ni por parte del mundo, ni por parte de la acción creadora. Al hablar del comienzo del mundo, suele pensarse en una mutación de Dios porque juzgamos su actuar al modo del de las causas segundas; sin embargo, Dios siendo acto puro, carente de toda potencialidad o posibilidad de perfeccionarse, no se modifica o cambia nada por el hecho de producir el mundo (V. DIOS IV, 10). Desde la eternidad Dios ha dispuesto la c. de los seres y todo acontecimiento mundano que tendrá lugar en cualquier diferencia de duración o tiempo, aunque en ese mismo acto eterno ha dispuesto que el efecto no se siga terminativamente sino en el momento querido por Él, sin que sea preciso, por parte de Dios, un nuevo acto, un cambio en su ser o en su obrar. El querer y el poder divinos se identifican con su esencia, que es eterna; solamente los objetos queridos, o los efectos eternamente dispuestos, aparecen en el tiempo señalado por Dios. Luego el mundo es querido por Dios eternamente, mas ha comenzado realmente a existir cuando Dios lo ha querido, pues su existencia real depende exclusivamente de la decisión libre de Dios.
La comprensión de esta doctrina resulta un tanto difícil porque barajamos conceptos análogos y la imaginación trabaja más que la razón metafísica. Nos preguntamos por ¿cuándo? existió el mundo y quizá no percibimos que sin la existencia del mundo no hay cuándo; igualmente decimos si existió en el tiempo (v.), y éste no se da sino cuando existen las cosas. Nos imaginamos del mismo modo un tiempo vacío en el que nada existiría y que después sería llenado por el mundo. Todo esto no corresponde a la realidad, pues no existe un tiempo antes y otro después de la c. del mundo. Lo que existe es la eternidad de Dios (V. DIOS IV, 9) que comprende un presente absoluto, sin distinción de pasado o futuro, en la que quiere la c. del mundo y la realización de su acto creador. El decreto de la c., aunque eterno, eternamente Dios lo dispone para que se realice en el tiempo. Comienza el mundo y con él la medida del tiempo. Por todo esto se debe concluir que podemos señalar la duración real del mundo, cuántos millones de años tiene de existencia, pero no tiene sentido preguntar cuánto tiempo tardó en aparecer.
Pero si no repugna que el mundo haya tenido comienzo en el tiempo, las razones que se dan para probarlo no son apodícticas, pues tampoco repugna que sea eterno. La cuestión es debatida desde antiguo. Santo Tomás la enuncia así: «supuesto, por fe católica, que el mundo no ha existido desde toda la eternidad, como enseñaron algunos filósofos, y que, por el contrario, divo comienzo en su duración según atestigua la Sagrada Escritura, que es infalible, ha surgido la cuestión de si el mundo ha podido existir siempre» (De aeternitate mundi; Cont. Gent. II,3137; Sum. Th. 1 q46). Efectivamente, la prioridad exigida por la causa eficiente con relación a su efecto propio es sólo prioridad de naturaleza, no prioridad de duración, pues la causa eficiente puede obrar desde el instante en que existe. El efecto, o ser contingente, no exige que su existencia sea posterior a la causa que lo produce, como vemos que la luz existe desde que existe el sol con prioridad de naturaleza pero no de duración (De Potentia, q3 al3 ad5).
La cuestión, pues, de la posibilidad de la existencia eterna del mundo entra en el dominio de las cosas discutibles. Sólo la fe nos certifica de su comienzo temporal. Sin embargo, hay que notar que cuando se defiende la posibilidad de la eternidad (v.) del mundo, ésta no sería igual a la de Dios, porque Dios se identifica con su eternidad, y la eternidad del mundo sería eternidad participada, como es también participado su ser. Igualmente si el mundo hubiera sido creado desde la eternidad, no dejaría de ser causado por Dios, contingente, participado y venido a la existencia por sólo el querer divino, único ser por esencia y necesario. Al afirmar la posibilidad de la eternidad del mundo, se quiere solamente decir que, en ese caso, la acción eterna de Dios habría sacado a la existencia el ser temporal desde siempre.
7. Conservación de los seres en la existencia. Dios, creador del mundo, no lo abandona a sí mismo, sino que lo dirige a su fin mediante su providencia (v.) y gobierno divinos. Efecto de este gobierno divino es la conservación continua, directa y positiva de todos los seres en la existencia. Algunos han entendido la conservación de las cosas en la existencia como una c. continuada en sentido estricto, como si Dios estuviese continuamente sacando de la nada las cosas. Esto contraría la experiencia que nos muestra que nuestro ser permanece en la misma existencia sustancial, y que somos los mismos individualmente en todos los momentos de nuestra existencia. La Iglesia enseña que «todas las cosas que ha hecho Dios, las conserva y gobierna con su providencia... sin excluir las que se refieren a la acción libre de las criaturas» (Denz.Sch. 3003), si bien la definición dogmática no recae directamente sobre la conservación sino sobre la providencia. Sólo de modo indirecto e implícitamente atañe a la conservación, ya que ésta es efecto de la gobernación o providencia ejecutiva.
La Sagrada Escritura dice expresamente: «¿Y cómo podría subsistir nada si tú no quisieras? ¿o cómo podría conservarse sin ti?» (Sap. 11,26). Dios no sólo hizo el mundo sino que en Él «vivimos, nos movemos y existimos» (Act 17,28). La permanencia continuada en la existencia se debe, pues, a una acción positiva de Dios. Por Cristo y para Cristo fueron creadas las cosas y todo «subsiste en Él» (Col 1,17). La palabra subsistir indica la permanencia en la existencia debida a una acción positiva directa de Dios sobre el mundo.
En la Tradición, con rara unanimidad, los Santos Padres enseñan esta verdad. S. Ireneo afirma que tanto el ser como la perseverancia en el mismo dependen de la voluntad divina (Adversus haereses, 2,34,3: PG 7,1031). S. Juan Crisóstomo juzga más admirable la conservación en el ser que la misma creación de la nada (In Haeb. hom. 2,3: PG 63,23). San Gregorio Magno afirma que todas las cosas han sido hechas de la nada, y por su esencia volverían a la nada si no las sostuviese en la existencia la mano de Dios (Moralia, 16,37: PL 75, 1143). Y S. Agustín dice: «Si por un instante el poder de Dios cesara de regir las cosas por Él creadas, al punto cesaría también el ser de las mismas y perecería toda naturaleza» (Super Gen. ad lit., 5,20: PL 34,304).
La razón teológica ayuda a comprender esta verdad. Conforme ya hemos dicho, el ser de las cosas creadas es un ser contingente, que no tiene en sí mismo la razón de su existencia, que así como puede existir puede dejar de serlo, que depende de Dios no sólo en cuanto al hacerse sino en cuanto a la misma existencia. Sólo Dios es existente por naturaleza, pues su esencia es su existir. Todo lo demás tiene una existencia recibida de otro, es existente por participación. El efecto depende de la causa en lo que recibe de ésta; las cosas creadas reciben de la causalidad divina su existencia, luego para permanecer en ella es preciso que continuamente Dios influya en ellas. Este influjo continuo en la existencia de lo creado es lo que llamamos conservación en el ser (cfr. Sum. Th. 1 gl04 al).
Dios no puede comunicar esta acción conservadora a ninguna criatura, como tampoco puede comunicarle la acción creadora. Si lo pudiera, haría a la criatura esencialmente contingente y con existencia participada ser necesario (Sum. Th. ib. ad2). La conservación de las cosas puede considerarse c. continuada, en el sentido de que es una acción divina que continuamente está dando el ser a las cosas; mas no se trata de donación de nueva existencia, ni de una acción nueva de Dios distinta de su acción creadora, «sino continuación de la misma acción por la que les da el ser, la cual se efectúa sin movimiento ni tiempo, del modo que la conservación de la luz en el aire se efectúa por un continuado influjo del sol» (ib. ad4).
Aunque la acción conservadora del ser de las criaturas se debe a Dios de manera directa y positiva, sin embargo, se sirve de las causas segundas para su conservación indirecta y accidental. «Cuando hay efectivamente, muchas causas ordenadas, el efecto depende necesariamente, primero y principalmente, de la causa primeramas también depende en segundo lugar de todas las causas intermedias» (ib. a2), y conforme a eso influyen en la conservación de sus efectos. Dios, por tanto, conserva algunas cosas en el ser por medio de otras causas.
De esto se deduce que Dios está presente en todas las cosas, en la intimidad de las mismas, pues no sólo les ha dado el ser sino que de continuo las está conservando en la existencia, es inmanente a las criaturas. Nada hay más íntimo que la existencia, y Dios está presente ahí (V. DIOS IV, 8). Se puede igualmente concluir que eJ dominio y señorío absolutos de Dios sobre el mundo se debe no sólo a que le dio el ser, sino también a que continúa dándoselo mediante la conservación, de modo que si dejara por un momento de comunicárselo perecería al instante. De ahí la posibilidad de la aniquilación de las cosas por el simple hecho de la omisión de la acción conservadora, de modo que quedarían reducidas a la nada. Tanto la c. como la conservación de los seres en la existencia dependen de la voluntad soberanamente libre de Dios. Si Dios no quisiese ya más a sus criaturas, dejarían de ser conservadas y volverían a la nada de donde salieron. Mas creemos que Dios jamás llevará a efecto esta posibilidad, pues el hacerlo no contribuiría a la manifestación de la gracia, ni al esplendor de los atributos divinos, sino que por el contrario «el poder y la bondad de Dios se manifiestan más claramente en el hecho de conservar las cosas en el ser. Se debe, pues, categóricamente afirmar que nada absolutamente se aniquilará» (Sum. Th. ib. a4). Podemos estar seguros de que el amor de Dios que nos trajo a la existencia, está siempre dentro de nosotros conservándonos en ella, y continuará para siempre en la intimidad de nuestro ser. Las cosas cambian, los seres se mudan en otros, pero no se aniquilan. El acto creador de Dios permanece para siempre.
V. t.: Dios IV; MUNDO III; HOMBRE IIIII; ÁNGELES; DEMONIO; MAL; DUALISMO; PANTEÍSMO; MATERIALISMO; MECANICISMo; EMANATISMO; MONISMO; OCASIONALISMo; EVOLUCIÓN.
B. GARCÍA EXTREMEÑO.
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