Si la sociología, es decir, la doctrina sobre el hombre
como ens sociale (-> antropología filosófica y teológica) pasa, en su
substancia, por supratemporal y supraespacial, el constante cambio de las
circunstancias y del medio, p. ej., la creciente densidad de la población y la
mayor complicación social que de ella se sigue, lo mismo que las revoluciones de
la técnica y, consiguientemente, de las relaciones de producción, exigen de esta
ciencia aplicaciones concretas siempre nuevas. Las cuestiones que así se
plantean piden inexorablemente una respuesta; las designamos como «problemas
sociales». Bajo el nombre de cuestión social destacamos, entre la muchedumbre de
estos problemas, aquel conjunto más reducido de cuestiones que versan
especialmente sobre los abusos e injusticias del orden existente y preguntan
sobre lo que debe hacerse para reducir a recto orden lo desordenado e
insatisfactorio. Así, la cuestión social puede definirse como estudio de las
faltas y deficiencias de que adolece el orden social existente, y de los medios
y procedimientos para su remedio.
Desde que el mundo existe, el orden social ha adolecido
siempre de faltas y deficiencias de una u otra índole; en este sentido, también
ha existido siempre la cuestión social. Sin embargo, sólo en tiempos modernos ha
entrado en la conciencia de las gentes y ha sido sentida como problemática; sólo
modernamente se ha «planteado» realmente la cuestión social. Para ello era
menester saber que una gran parte o acaso la máxima parte de las miserias
existentes y de los dolores sufridos en cada tiempo tienen su causa en el
desorden o desórdenes sociales. Ello fue por de pronto conocido sólo por una
minoría de hombres de formación superior, que, como hombres de Estado o
eclesiásticos eminentes como sabios o también como directores de grandes obras
caritativas, poseyeron una más exacta visión de conjunto sobre las cosas; pero
muy pronto se hizo bien común ese conocimiento v con ello la cuestión social
vino a ser asunto de que el público se apoderó con apasionamiento.
Mas precisamente por eso, la cuestión social vino a ser
también palenque de la lucha de intereses, y las propuestas hechas para su
solución han sido en muchos casos no menos antitéticas que los intereses
particulares — reales o supuestos — de quienes las postulan.
En rigor sistemático, habría que proceder de manera que se
estudiaran por su orden las perturbaciones reales
y que, por tanto, deben ser eliminadas, o
mejor aún, las perturbaciones posibles y que, por tanto, deben ser
precavidas, y se señalaran las medidas que en cada caso es conducente tomar. Por
muchos motivos no es viable este procedimiento, por lo siguiente sobre todo: Lo
mismo que sólo por el dolor nos percatamos de que algo anda mal en
nuestra salud, así las desviaciones sufridas por la vida social en general sólo
se nos hacen perceptibles por los sufrimientos que originan a este o el
otro grupo social. En el curso del tiempo son grupos sociales siempre distintos
y en muchos casos grupos que se han formado de nuevo, los que tienen que sufrir
por las circunstancias o los estados de cosas existentes o, en muchos casos, por
los cambios ocurridos. Estos grupos y sus sufrimientos, los cuales son
reconocidos como injusticia social que se les hace, son en cada caso foco de la
cuestión social, a veces tan exclusivamente que desaparece del horizonte o cae
en olvido la miseria de otros, por no verse tan patentemente.
La cuestión es en cada caso doble: 1º. Un
diagnóstico: ¿en qué está propiamente el mal y cuál es su causa? 2.° Una
terapia; que puede a su vez ser doble: una meramente sintomática, que, sin
poder atacar a la raíz del sufrimiento, lo hace por lo menos más soportable;
otra etiológica, que ataca a la causa y remedia así el mal mismo.
Cuando el cristianismo entró en el mundo, la institución de
la esclavitud era la gran herida en el cuerpo de la s. y, en este sentido, la
cuestión social de la antigüedad.
Pero no se sentía como problema; se practicaba como lo más
natural del mundo, y los mismos filósofos no la discutían, sino que la
encontraban razonable. Los vanos intentos acometidos por los esclavos mismos
para sacudir por la violencia su yugo, no nacieron de una reflexión sobre lo
problemático de la esclavitud y sobre una concepción más justa del trabajo que
hubiera de reemplazarla, sino que fueron estallidos desesperados de un exceso de
amargura y odio contra sus amos. Tampoco los apóstoles y la primitiva Iglesia
estimaron la institución de la esclavitud como un mal social, ni emprendieron
nada para abolirla; les bastó que en el reino de Dios no haya diferencia entre
libre y esclavo, pues también el esclavo participa, con igualdad de derechos, de
la libertad en Cristo. Cuando en el s. xix fue casi totalmente abolida la
esclavitud, ello fue, innegablemente, obra de la ética humanitaria, unida a
intereses económicos del capitalismo liberal.
Por lo que atañe a formas de semilibertad
(servidumbre, súbditos o colonos, siervos de la gleba y otras muchas), tal como
se mantuvieron en Europa central y occidental hasta fines del s. xviii y
comienzos del xx, v en Europa oriental cien años más, los teólogos medievales no
las rechazaron y condenaron como contrarias a la recta ordenación social, sino
que las admitieron y reconocieron, en su totalidad, como legítimas. Cuando los
labradores se sublevaban, como en la «guerra de los campesinos alemanes» del
tiempo de la reforma protestante, el levantamiento no se dirigía contra la
situación existen, sentida como defectuosa, sino — cuando la causa de la
rebelión no era la exaltación religiosa — precisamente, a la inversa, contra la
modificación de la misma, señaladamente contra la introducción del derecho
romano de los juristas, que privaba a los labradores de la protección que hasta
entonces les prestara el derecho alemán, favorable al pueblo. Los campesinos no
apelaban a un «tipo ideal» de orden social, sino a su posición jurídica
tradicional respecto de los señores de la tierra, y se resistían a que aquella
posición se modificara arbitrariamente para su daño.
El grupo social más amplio de los obreros o del
proletariado, que apareció en la era del desarrollo industrial y se
caracterizaba por la libertad de contratación laboral, fue el primero que se
reconoció como auténtico fenómeno social, es decir, como un fenómeno que sólo
puede entenderse en el contexto de la estructura social en su totalidad y de los
cambios de la misma. Pero también este reconocimiento maduró sólo lentamente. La
miseria física y la corrupción religiosa y moral imperante entre el proletariado
eran propias para despertar la atención y generosidad de nobles gentes, no menos
que la de celosos sacerdotes. Sin embargo, se creyó por mucho tiempo que se
trataba de destinos particulares desafortunados de hombres que, por culpa propia
o ajena, se habían salido o habían sido arrancados de la economía agraria o del
oficio manual, y, por ende, había que incorporarlos de nuevo a ellos. Pero no se
trataba de una gran masa de destinos individuales, a los que se pudiera ayudar
por medio de obras de misericordia hechas a los individuos afectados, o por
medidas pedagógicas individuales y sociales, sino del destino común de toda una
clase o grupo social. La industrialización había producido una revolución
irreversible de la estructura social, y de este hecho había que sacar las
ineludibles consecuencias. De notar es también que la rebelión misma del
proletariado no reclamó inicialmente un orden social más justo, adaptado a las
nuevas circunstancias y necesidades, sino — lo mismo que en su tiempo los
campesinos — el restablecimiento de la protección y de las instituciones de
auxilio a las que, en su anterior dependencia, tenían derecho los obreros. Una
idea exacta de la nueva situación sólo la lograron, hacia mediados del s. xix,
algunos intelectuales ajenos al cristianismo o alejados en principio del mismo;
entre ellos, el más importante de todos: Carlos Marx.
Muchísimo más tardó esta idea en penetrar también en los
sectores eclesiásticos; completamente, a despecho de las encíclicas sociales de
1891, 1931 y 1961, no ha penetrado aún hasta hoy, cuando, por evolución de las
cosas, comienza ya a quedar anticuada.
Para los países tempranamente industrializados (Inglaterra,
Europa central y occidental, Norteamérica), la cuestión obrera fue sin disputa,
durante decenios, la cuestión social por antonomasia. De hecho, era la cuestión
más urgente en el terreno social; pero en grado aún mayor dominaba la conciencia
pública, de la que había desterrado casi por entero todas las otras cuestiones,
igualmente candentes, de índole social. También en los países que entraron
tardíamente o que están entrando ahora en el proceso de la industrialización, la
evolución ha seguido un curso semejante: el capitalismo, al principio totalmente
irrefrenado, creó (o crea) estados de todo punto insostenibles, sobre todo un
proletariado de miseria, que — gracias a la conciencia de clases que le
infundieran Marx y Engels — no se resigna ya a su situación. Con ello, la
cuestión social se convirtió (o se convierte) en peligro amenazador de una
subversión violenta de todo orden, no sólo del social y económico, sino también
del político. Esa revolución se ha llevado a cabo en una serie de países,
siquiera a ella hayan contribuido, a veces en medida decisiva, también otros
factores. Así, particularmente la revolución rusa no fue obra de la clase obrera
industrial, poco numerosa, sino de un grupo de revolucionarios de profesión, que
ganaron para sus fines a la población campesina descontenta; lo mismo pasa
también en China.
La cuestión social de la actualidad no puede en absoluto
identificarse con la cuestión obrera industrial. En grandes partes del mundo
ocupa hoy el primer lugar la cuestión agraria; así, señaladamente, en
Iberoamérica. Pero también en el antiguo mundo capitalista de industrialización
avanzada ha cambiado la situación: la «s. de bienestar» (affluent society)
no conoce ya el proletariado de miseria; no es ya la clase obrera, sino
ciertas capas medias — entre ellas la clase universitaria — la que pasa
estrecheces. Muy difícil es la situación de las familias numerosas, muchas de
las cuales sufren necesidad o viven al borde de la misma. La s.
«industrializada» se ha convertido cada vez más en s. «comercializada», es
decir, en una s. en que sólo cuenta el «activo en el mercado», es decir, aquel
que puede ofrecer una prestación grata al mercado y, por ende, pagada por éste.
En tal s. resulta un cuerpo extraño la familia que se compone de un «activo en
el mercado» y de varios «pasivos», es decir, de unos (niños) que no pueden ser
aún activos y de otros (viejos) que no pueden serlo ya. Es más, ex de f
initione, una s. «comercializada» es hostil a la familia.
De antiguo acostumbran muchos a reducir la cuestión social
principalmente a situaciones económicas y a explicarla sobre todo por el
contraste de ricos y pobres. Esto sólo se da ya hoy día en medida muy limitada y
no conviene a la situación de la -> familia en absoluto. La cuestión de la
familia como cuestión social actual
por antonomasia
no tiene nada que ver con la situación de la
familia pobre respecto de la rica, sino con el equilibrio necesario entre la
familia numerosa y la no numerosa.
En cambio, para lo que hoy se suele llamar la
cuestión social «mundial» (cf. enc. Mater et magistra, n.° 155-177), es
decir, para el contraste entre pueblos avanzados y retrasados en su desarrollo,
como si dijéramos las dos clases antitéticas de la s. mundial, la situación
económica es factor primario. Pero también aquí se ve cada vez más claramente
que la cuestión social no es mera «cuestión de estómago» y no se resuelve con
que todos puedan comer hasta hartarse; no, la cuestión social penetra en todos
los ámbitos culturales y es tanto cuestión económica como ética y cultural, y no
menos política. Como el arte médica se sirve tanto de una terapia sintomática
como de otra etiológica, así puede también trabajarse de dos modos en la mejora
de las relaciones sociales. Se puede dirigir el esfuerzo a mitigar y reducir a
medida tolerable los sufrimientos (molestias y daños injustos) que resultan para
determinados grupos sociales de la situación existente (política social
en el sentido clásico); pero cabe también tratar de eliminar fundamentalmente
las causas del mal por el correspondiente cambio de la estructura social
(reforma social).
Muy sin razón se tacha el primer procedimiento como mera
«cura de síntomas». En muchos casos, en que las causas no se pueden eliminar (o
no es el momento de eliminarlas), se logra de este modo contrarrestar o por lo
menos reducir sus efectos dañosos. Este camino habrá que seguir siempre que, por
los motivos que fuere, no pueda remediarse la causa profunda del mal, ora porque
no se ha logrado aún averiguarla claramente, ora porque a su eliminación se
oponen obstáculos insuperables; ora, en fin, porque se ve ya lo deficiente, pero
no lo mejor que pudiera reemplazarlo. Un orden social inadecuado o que se ha
hecho insostenible no puede arrumbarse simplemente como un montón de escombros
para sustituirlo por otro nuevo, proyectado sobre el tablero y sacado del cajón.
En la práctica, no siempre aparece precisa y tajante la frontera entre las
medidas de política y las de reforma social. Muchas medidas son ambivalentes. En
cuanto estas medidas mitigan y hacen tolerables los sufrimientos ligados al
orden social y vigente, contribuyen también a alejar el peligro de una
revolución y a mantener así aquel orden (efecto estabilizador); pero, a la vez,
incorporan nuevos elementos a ese orden, los cuales lo transforman por de pronto
insensiblemente, pero a la larga profundamente, y, a la postre, crean un orden
nuevo del todo (efecto reformador).
León XIII llama la cuestión social causa
cuius exitus probabilis nullus nisi
advocata religione et Ecclesia (Rerum novarum, n.°
13); desde entonces han exigido una y otra vez los
papas que, además de los eventualmente interesados y afectados y del Estado,
tome también parte la Iglesia en la solución de la cuestión social.
Efectivamente, la cuestión social está indisolublemente entretejida con
cuestiones culturales y éticas, ya que se trata en ella de configurar la s. de
forma que corresponda al hombre como su «sujeto, creador y fin» (Mater et
magistra, n.° 219). La primera contribución, por tanto, de la Iglesia es la
recta inteligencia del hombre real y de su destino, es decir, la imagen del
hombre in hoc ordine salutis, que sólo la revelación nos descubre y cuya
guardiana es la Iglesia. Su doctrina y las fuerzas religiosas y morales que ella
suscita pueden también, más que ninguna otra cosa, superar el egoísmo y
estrechez de miras de los individuos y de los grupos sociales. De ahí, sin
embargo, no se sigue, como en ocasiones se ha formulado desafortunadamente, que
la cuestión social sea una «cuestión religiosa»; en realidad es exactamente lo
que dice su nombre: ni cuestión económica, ni cuestión ética y religiosa, sino
sencillamente la cuestión social.
Por inconcuso que sea que todo cuanto se haga para resolver
la cuestión social es insuficiente y fragmentario sin la religión y la Iglesia,
no cabe concluir a la inversa que la cuestión social pueda resolverse con ayuda
de la religión y de la Iglesia. La «solución» de la cuestión social es utopía
social; sería el retorno al paraíso terrenal. Muchos movimientos sociales
extracristianos, entre ellos señaladamente el antiguo -> socialismo, prometieron
semejante solución, es decir, una escatología secularizada. La doctrina social
cristiana (cf. luego en C), que sabe del pecado original y sus consecuencias,
está inmunizada contra tales utopías, por lo menos si se mantiene de todo en
todo realista. Ahora bien, el trabajo práctico obliga a todos al realismo, y de
ahí resulta que la colaboración entre partidarios de la doctrina social
cristiana y los que aún sueñan con un paraíso en la tierra es, en amplios
límites, no sólo posible, sino decididamente fecunda. En cambio, si la cuestión
social fuera realmente, como quiere presentarla el integrismo, una «cuestión
religiosa», se trazarían límites muy estrechos a la colaboración entre
cristianos de distintas confesiones y sobre todo entre cristianos y no
cristianos, y Juan XXIII no pudiera haber invitado, en la forma generosa y
amplia en que lo hace en Mater et Magistra y Pacem in terris,
a que los católicos colaboren con
todos los hombres «de buena voluntad».
BIBLIOGRAFÍA: 1. Messner, Die Soziale
Frage (i 1928, 71964); Wörterbuch der Politik, bajo la dir. de
O. v. Nell-Breuning - H. Sacher, III (Fr 1949,
21958); G. Gundlach,
Die Ordnung der menschlichen Gesellschaft, 2 vols. (Kö 1964); 7.
Hüffner, Gesellschaftspolitik aus christlicher Weltverantwortung (Mr 1964).
Oswald
v. Nell-Breuning
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