Carta
encíclica
de S.S. Pío XII
sobre la devoción al
Sagrado Corazón de Jesús
de S.S. Pío XII
sobre la devoción al
Sagrado Corazón de Jesús
Beberéis aguas con
gozo en las fuentes del Salvador[1]. Estas palabras con las que el profeta Isaías
prefiguraba simbólicamente los múltiples y abundantes bienes que la era mesiánica
había de traer consigo, vienen espontáneas a Nuestra mente, si damos una mirada
retrospectiva a los cien años pasados desde que Nuestro Predecesor, de i. m., Pío IX,
correspondiendo a los deseos del orbe católico, mandó celebrar la fiesta del
Sacratísimo Corazón de Jesús en la Iglesia universal.
Innumerables son, en
efecto, las riquezas celestiales que el culto tributado al Sagrado Corazón infunde en las
almas: las purifica, las llena de consuelos sobrenaturales y las mueve a alcanzar las
virtudes todas. Por ello, recordando las palabras del apóstol Santiago: Toda dádiva,
buena y todo don perfecto de arriba desciende, del Padre de las luces[2], razón tenemos
para considerar en este culto, ya tan universal y cada vez más fervoroso, el inapreciable
don que el Verbo Encarnado, nuestro Salvador divino y único Mediador de la gracia y de la
verdad entre el Padre Celestial y el género humano, ha concedido a la Iglesia, su
mística Esposa, en el curso de los últimos siglos, en los que ella ha tenido que vencer
tantas dificultades y soportar pruebas tantas. Gracias a don tan inestimable, la Iglesia
puede manifestar más ampliamente su amor a su Divino Fundador y cumplir más fielmente
esta exhortación que, según el evangelista San Juan, profirió el mismo Jesucristo: En
el último gran día de la fiesta, Jesús, habiéndose puesto en pie, dijo en alta voz:
"El que tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí". Pues, como dice la
Escritura, "de su seno manarán ríos de agua viva". Y esto lo dijo El del
Espíritu que habían de recibir lo que creyeran en El[3]. Los que escuchaban estas
palabras de Jesús, con la promesa de que habían de manar de su seno ríos de agua viva,
fácilmente las relacionaban con los vaticinios de Isaías, Ezequiel y Zacarías, en los
que se profetizaba el reino del Mesías, y también con la simbólica piedra, de la que,
golpeada por Moisés, milagrosamente hubo de brotar agua[4].
2. La caridad divina
tiene su primer origen en el Espíritu Santo, que es el Amor personal del Padre y del
Hijo, en el seno de la augusta Trinidad. Con toda razón, pues, el Apóstol de las Gentes,
como haciéndose eco de las palabras de Jesucristo, atribuye a este Espíritu de Amor la
efusión de la caridad en las almas de los creyentes: La caridad de Dios ha sido derramada
en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado[5].
Este tan estrecho
vínculo que, según la Sagrada Escritura, existe entre el Espíritu Santo, que es Amor
por esencia, y la caridad divina que debe encenderse cada vez más en el alma de los
fieles, nos revela a todos en modo admirable, Venerables Hermanos, la íntima naturaleza
del culto que se ha de atribuir al Sacratísimo Corazón de Jesucristo. En efecto;
manifiesto es que este culto, si consideramos su naturaleza peculiar, es el acto de
religión por excelencia, esto es, una plena y absoluta voluntad de entregarnos y
consagrarnos al amor del Divino Redentor, cuya señal y símbolo más viviente es su
Corazón traspasado. E igualmente claro es, y en un sentido aún más profundo, que este
culto exige ante todo que nuestro amor corresponda al Amor divino. Pues sólo por la
caridad se logra que los corazones de los hombres se sometan plena y perfectamente al
dominio de Dios, cuando los afectos de nuestro corazón se ajustan a la divina voluntad de
tal suerte que se hacen casi una cosa con ella, como está escrito: Quien al Señor se
adhiere, un espíritu es con El[6].
I. SÓLIDOS PRINCIPIOS
II. NUEVO TESTAMENTO TRADICIÓN
III. EL CORAZÓN DE JESUS Y LA MISIÓN SALVADORA DEL
REDENTOR
IV. NACIMIENTO Y DESARROLLO DEL CULTO DEL SAGRADO
CORAZÓN
V. PRÁCTICA DEL CULTO DEL SAGRADO CORAZÓN
II. NUEVO TESTAMENTO TRADICIÓN
III. EL CORAZÓN DE JESUS Y LA MISIÓN SALVADORA DEL
REDENTOR
IV. NACIMIENTO Y DESARROLLO DEL CULTO DEL SAGRADO
CORAZÓN
V. PRÁCTICA DEL CULTO DEL SAGRADO CORAZÓN
I
SÓLIDOS PRINCIPIOS
3. La Iglesia siempre
ha tenido en tan grande estima el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús: lo fomenta y
propaga entre todos los cristianos, y lo defiende, además, enérgicamente contra las
acusaciones del "Naturalismo" y del "Sentimentalismo"; sin embargo, es
muy doloroso comprobar cómo, en lo pasado y aun en nuestros días, este nobilísimo culto
no es tenido en el debido honor y estimación por algunos cristianos, y a veces ni aun por
los que se dicen animados de un sincero celo por la religión católica y por su propia
santificación.
Si tú conocieses el
don de Dios[7]. Con estas palabras, Venerables Hermanos, Nos, que por divina disposición
hemos sido constituidos guardián y dispensador del tesoro de la fe y de la piedad que el
Divino Redentor ha confiado a la Iglesia, conscientes del deber de Nuestro oficio,
amonestamos a todos aquellos de Nuestros hijos que, a pesar de que el culto del Sagrado
Corazón de Jesús, venciendo la indiferencia y los errores humanos, ha penetrado ya en su
Cuerpo Místico, todavía abrigan prejuicios hacia él y aun llegan a reputarlo menos
adaptado, por no decir nocivo, a las necesidades espirituales de la Iglesia y de la
humanidad en la hora presente, que son las más apremiantes. Pues no faltan quienes,
confundiendo o equiparando la índole de este culto con las diversas formas particulares
de devoción, que la Iglesia aprueba y favorece sin imponerlas, lo juzgan como algo
superfluo que cada uno pueda practicar o no, según le agradare; otros consideran oneroso
este culto, y aun de poca o ninguna utilidad, singularmente para los que militan en el
Reino de Dios, consagrando todas sus energías espirituales, su actividad y su tiempo a la
defensa y propaganda de la verdad católica, a la difusión de la doctrina social
católica, y a la multiplicación de aquellas prácticas religiosas y obras que ellos
juzgan mucho más necesarias en nuestros días. Y no faltan quienes estiman que este
culto, lejos de ser un poderoso medio para renovar y reforzar las costumbres cristianas,
tanto en la vida individual como en la familiar, no es sino una devoción, más saturada
de sentimientos que constituida por pensamientos y afectos nobles; así la juzgan más
propia de la sensibilidad de las mujeres piadosas que de la seriedad de los espíritus
cultivados.
Otros, finalmente, al
considerar que esta devoción exige, sobre todo, penitencia, expiación y otras virtudes,
que más bien juzgan pasivas porque aparentemente no producen frutos externos, no la creen
a propósito para reanimar la espiritualidad moderna, a la que corresponde el deber de
emprender una acción franca y de gran alcance en pro del triunfo de la fe católica y en
valiente defensa de las costumbres cristianas; y ello, dentro de una sociedad plenamente
dominada por el indiferentismo religioso que niega toda norma para distinguir lo verdadero
de lo falso, y que, además, se halla penetrada, en el pensar y en el obrar, por los
principios del materialismo ateo y del laicismo.
4. ¿Quién no ve,
Venerables Hermanos, la plena oposición entre estas opiniones y el sentir de Nuestros
Predecesores, que desde esta cátedra de verdad aprobaron públicamente el culto del
Sacratísimo Corazón de Jesús? ¿Quién se atreverá a llamar inútil o menos acomodada
a nuestros tiempos esta devoción que Nuestro Predecesor, de i. m., León XIII, llamó
práctica religiosa dignísima de todo encomio, y en la que vio un poderoso remedio para
los mismos males que en nuestros días, en forma más aguda y más amplia, inquietan y
hacen sufrir a los individuos y a la sociedad? Esta devoción -decía-, que a todos
recomendamos, a todos será de provecho. Y añadía este aviso y exhortación que se
refiere a la devoción al Sagrado Corazón: Ante la amenaza de las graves desgracias que
hace ya mucho tiempo se ciernen sobre nosotros, urge recurrir a Aquel único, que puede
alejarlas. Mas ¿quién podrá ser Este sino Jesucristo, el Unigénito de Dios?
"Porque debajo del cielo no existe otro nombre, dado a los hombres, en el cual
hayamos de ser salvos"[8]. Por lo tanto, a El debemos recurrir, que es "camino,
verdad y vida"[9].
No menos recomendable
ni menos apto para fomentar la piedad cristiana lo juzgó Nuestro inmediato Predecesor, de
f. m., Pío XI, en su encíclica Miserentissimus Redemptor: ¿No están acaso contenidos
en esta forma de devoción el compendio de toda la religión y aun la norma de vida más
perfecta, puesto que constituye el medio más suave de encaminar las almas al profundo
conocimiento de Cristo Señor nuestro y el medio más eficaz que las mueve a amarle con
más ardor y a imitarle con mayor fidelidad y eficacia?[10].
Nos, por Nuestra parte,
en no menor grado que Nuestros Predecesores, hemos aprobado y aceptado esta sublime
verdad; y cuando fuimos elevados al sumo pontificado, al contemplar el feliz y triunfal
progreso del culto al Sagrado Corazón de Jesús entre el pueblo cristiano, sentimos
Nuestro ánimo lleno de gozo y Nos regocijamos por los innumerables frutos de salvación
que producía en toda la Iglesia; sentimientos que Nos complacimos en expresar ya en
Nuestra primera Encíclica[11]. Estos frutos, a través de los años de Nuestro
pontificado -llenos de sufrimientos y angustias, pero también de inefables consuelos-, no
se mermaron en número, eficacia y hermosura, antes bien se aumentaron. Pues, en efecto,
muchas iniciativas, y muy acomodadas a las necesidades de nuestros tiempos, han surgido
para favorecer el crecimiento cada día mayor de este mismo culto: asociaciones,
destinadas a la cultura intelectual y a promover la religión y la beneficencia;
publicaciones de carácter histórico, ascético y místico para explicar su doctrina;
piadosas prácticas de reparación y, de manera especial, las manifestaciones de
ardentísima piedad promovidas por el Apostolado de la Oración, a cuyo celo y actividad
se debe que familias, colegios, instituciones y aun, a veces, algunas naciones se hayan
consagrado al Sacratísimo Corazón de Jesús. Por todo ello, ya en Cartas, ya en
Discursos y aun Radiomensajes, no pocas veces hemos expresado Nuestra paternal
complacencia[12].
5. Conmovidos, pues, al
ver cómo tan gran abundancia de aguas, es decir, de dones celestiales de amor
sobrenatural del Sagrado Corazón de nuestro Redentor, se derrama sobre innumerables hijos
de la Iglesia católica por obra e inspiración del Espíritu Santo, no podemos menos,
Venerables Hermanos, de exhortaros con ánimo paternal a que, juntamente con Nos,
tributéis alabanzas y rendida acción de gracias a Dios, dador de todo bien, exclamando
con el Apóstol: Al que es poderoso para hacer sobre toda medida con incomparable exceso
más de lo que pedimos o pensamos, según la potencia que despliega en nosotros su
energía, a El la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones, en
los siglos de los siglos. Amén[13]. Pero, después de tributar las debidas gracias al
Dios eterno, queremos por medio de esta Encíclica exhortaros a vosotros y a todos los
amadísimos hijos de la Iglesia a una más atenta consideración de los principios
doctrinales -contenidos en la Sagrada Escritura, en los Santos Padres y en los teólogos-,
sobre los cuales, como sobre sólidos fundamentos, se apoya el culto del Sacratísimo
Corazón de Jesús. Porque Nos estamos plenamente persuadidos de que sólo cuando a la luz
de la divina revelación hayamos penetrado más a fondo en la naturaleza y esencia íntima
de este culto, podremos apreciar debidamente su incomparable excelencia y su inexhausta
fecundidad en toda clase de gracias celestiales; y de esta manera, luego de meditar y
contemplar piadosamente los innumerables bienes que produce, encontraremos muy digno de
celebrar el primer centenario de la extensión de la fiesta del Sacratísimo Corazón a la
Iglesia universal.
Con el fin, pues, de
ofrecer a la mente de los fieles el alimento de saludables reflexiones, con las que más
fácilmente puedan comprender la naturaleza de este culto, sacando de él los frutos más
abundantes, Nos detendremos, ante todo, en las páginas del Antiguo y del Nuevo Testamento
que revelan y describen la caridad infinita de Dios hacia el género humano, pues jamás
podremos escudriñar suficientemente su sublime grandeza; aludiremos luego a los
comentarios de los Padres y Doctores de la Iglesia; finalmente, procuraremos poner en
claro la íntima conexión existente entre la forma de devoción que se debe tributar al
Corazón del Divino Redentor y el culto que los hombres están obligados a dar al amor que
El y las otras Personas de la Santísima Trinidad tienen a todo el género humano. Porque
juzgamos que, una vez considerados a la luz de la Sagrada Escritura y de la Tradición los
elementos constitutivos de esta devoción tan noble, será más fácil a los cristianos de
ver con gozo las aguas en las fuentes del Salvador[14]; es decir, podrán apreciar mejor
la singular importancia que el culto al Corazón Sacratísimo de Jesús ha adquirido en la
liturgia de la Iglesia, en su vida interna y externa, y también en sus obras: así podrá
cada uno obtener aquellos frutos espirituales que señalarán una saludable renovación en
sus costumbres, según lo desean los Pastores de la grey de Cristo.
6. Para comprender
mejor, en orden a esta devoción, la fuerza de algunos textos del Antiguo y del Nuevo
Testamento, precisa atender bien al motivo por el cual la Iglesia tributa al Corazón del
Divino Redentor el culto de latría. Tal motivo, como bien sabéis, Venerables Hermanos,
es doble: el primero, común también a los demás miembros adorables del Cuerpo de
Jesucristo, se funda en el hecho de que su Corazón, por ser la parte más noble de su
naturaleza humana, está unido hipostáticamente a la Persona del Verbo de Dios, y, por
consiguiente, se le ha de tributar el mismo culto de adoración con que la Iglesia honra a
la Persona del mismo Hijo de Dios encarnado. Es una verdad de la fe católica,
solemnemente definida en el Concilio Ecuménico de Efeso y en el II de Constantinopla[15].
El otro motivo se refiere ya de manera especial al Corazón del Divino Redentor, y, por lo
mismo, le confiere un título esencialmente propio para recibir el culto de latría: su
Corazón, más que ningún otro miembro de su Cuerpo, es un signo o símbolo natural de su
inmensa caridad hacia el género humano. Es innata al Sagrado Corazón, observaba Nuestro
Predecesor León XIII, de f. m., la cualidad de ser símbolo e imagen expresiva de la
infinita caridad de Jesucristo, que nos incita a devolverle amor por amor[16].
Es indudable que los
Libros Sagrados nunca hacen una mención clara de un culto de especial veneración y amor,
tributado al Corazón físico del Verbo Encarnado como a símbolo de su encendidísima
caridad. Este hecho, que se debe reconocer abiertamente, no nos ha de admirar ni puede en
modo alguno hacernos dudar de que el amor de Dios a nosotros -razón principal de este
culto- es proclamado e inculcado tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento con
imágenes con que vivamente se conmueven los corazones. Y estas imágenes, por encontrarse
ya en los Libros Santos cuando predecían la venida del Hijo de Dios hecho hombre, han de
considerarse como un presagio de lo que había de ser el símbolo y signo más noble del
amor divino, es a saber, el sacratísimo y adorable Corazón del Redentor divino.
7. Por lo que toca a
Nuestro propósito, al escribir esta Encíclica, no juzgamos necesario aducir muchos
textos de los libros del Antiguo Testamento que contienen las primeras verdades reveladas
por Dios; creemos baste recordar la Alianza establecida entre Dios y el pueblo elegido,
consagrada con víctimas pacíficas -cuyas leyes fundamentales, esculpidas en dos tablas,
promulgó Moisés[17] e interpretaron los profetas-; alianza, ratificada por los vínculos
del supremo dominio de Dios y de la obediencia debida por parte de los hombres, pero
consolidada y vivificada por los más nobles motivos del amor. Porque aun para el mismo
pueblo de Israel, la razón suprema de obedecer a Dios era no ya el temor de las divinas
venganzas, que los truenos y relámpagos fulgurantes en la ardiente cumbre del Sinaí
suscitaban en los ánimos, sino más bien el amor debido a Dios: Escucha, Israel: El
Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás, pues al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Y estas palabras que hoy te mando
estarán en tu corazón[18].
No nos extrañemos,
pues, si Moisés y los profetas, a quien con toda razón llama el Angélico Doctor los
"mayores" del pueblo elegido[19], comprendiendo bien que el fundamento de toda
la ley se basaba en este mandamiento del amor, describieron las relaciones todas
existentes entre Dios y su nación, recurriendo a semejanzas sacadas del amor recíproco
entre padre e hijo, o entre los esposos, y no representarlas con severas imágenes
inspiradas en el supremo dominio de Dios o en nuestra obligada servidumbre llena de temor.
Así, por ejemplo,
Moisés mismo, en su celebérrimo cántico, al ver liberado su pueblo de la servidumbre de
Egipto, queriendo expresar cómo esa liberación era debida a la intervención omnipotente
de Dios, recurre a estas conmovedoras expresiones e imágenes: Como el águila que
adiestra a sus polluelos para que alcen el vuelo y encima de ellos revolotea, así (Dios)
desplegó sus alas, alzó (a Israel) y le llevó en sus hombros[20]. Pero ninguno, tal
vez, entre los Profetas, expresa y descubre tan clara y ardientemente como Oseas el amor
constante de Dios hacia su pueblo. En efecto; en los escritos de este profeta que entre
los profetas menores sobresale por la profundidad de conceptos y la concisión del
lenguaje, se describe a Dios amando a su pueblo escogido con un amor justo y lleno de
santa solicitud, cual es el amor de un padre lleno de misericordia y amor, o el de un
esposo herido en su honor. Es un amor que, lejos de disminuir y cesar ante las monstruosas
infidelidades y pérfidas traiciones, las castiga, sí, como lo merecen en los culpables,
no para repudiarlos y abandonarlos a sí mismos, sino sólo con el fin de limpiar y
purificar a la esposa alejada e infiel y a los hijos ingratos para hacerles volver a
unirse de nuevo consigo, una vez renovados y confirmados los vínculos de amor: Cuando
Israel era niño, yo le amé; y de Egipto llamé a mi hijo... Yo enseñé a andar a
Efraín, los tomé en mis brazos, mas ellos no comprendieron que yo los cuidaba. Los
conducía con cuerdas de humanidad, con lazos de amor... Sanaré su rebeldía, los amaré
generosamente, pues mi ira se ha apartado de ellos. Seré como el rocío para Israel,
florecerá él como el lirio y echará sus raíces como el Líbano[21].
Expresiones semejantes
tiene el profeta Isaías, cuando presenta a Dios mismo y a su pueblo escogido como
dialogando y discutiendo entre sí con opuestos sentimientos: Mas Sión dijo: Me ha
abandonado el Señor, el Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede, acaso, una mujer olvidar a
su pequeñuelo hasta no apiadarse del hijo de sus entrañas? Aunque esta se olvidare, yo
no me olvidaré de ti[22].
Ni son menos
conmovedoras las palabras con que el autor del Cantar de los Cantares, sirviéndose del
simbolismo del amor conyugal, describe con vivos colores los lazos de amor mutuo que unen
entre sí a Dios y a la nación predilecta: Como lirio entre las espinas, así mi amada
entre las doncellas... Yo soy de mi amado, y mi amado es para mí; El se apacienta entre
lirios... Ponme como sello sobre tu corazón, como sello sobre tu brazo, pues fuerte como
la muerte es el amor, duros como el infierno los celos; sus ardores son ardores de fuego y
llamas[23].
8. Este amor de Dios
tan tierno, indulgente y sufrido, aunque se indigna por las repetidas infidelidades del
pueblo de Israel, nunca llega a repudiarlo definitivamente; se nos muestra, sí, vehemente
y sublime; pero no es así, en sustancia, sino el preludio a aquella muy encendida caridad
que el Redentor prometido había de mostrar a todos con su amantísimo Corazón y que iba
a ser el modelo de nuestro amor y la piedra angular de la Nueva Alianza.
Porque, en verdad sólo
Aquel que es el Unigénito del Padre y el Verbo hecho carne lleno de gracia y de
verdad[24], al descender hasta los hombres, oprimidos por innumerables pecados y miserias,
podía hacer que de su naturaleza humana, unida hipostáticamente a su Divina Persona,
brotara un manantial de agua viva que regaría copiosamente la tierra árida de la
humanidad, transformándola en florido jardín lleno de frutos. Obra admirable que había
de realizar el amor misericordiosísimo y eterno de Dios, y que ya parece preanunciar en
cierto modo el profeta Jeremías con estas palabras: Te he amado con un amor eterno, por
eso te he atraído a mí lleno de misericordia... He aquí que vienen días, afirma el
Señor, en que pactaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una alianza nueva;
... Este será el pacto que yo concertaré con la casa de Israel después de aquellos
días, declara el Señor: Pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón; yo
les seré su Dios, y ellos serán mi pueblo...; porque les perdonaré su culpa y no me
acordaré ya de su pecado[25].
II
NUEVO TESTAMENTO
TRADICIÓN
9. Pero tan sólo por
los Evangelios llegamos a conocer con perfecta claridad que la Nueva Alianza estipulada
entre Dios y la humanidad -de la cual la alianza pactada por Moisés entre el pueblo y
Dios, fue tan solo una prefiguración simbólica, y el vaticinio de Jeremías una mera
predicción- es la misma que estableció y realizó el Verbo Encarnado, mereciéndonos la
gracia divina. Esta Alianza es incomparablemente más noble y más sólida, porque a
diferencia de la precedente, no fue sancionada con sangre de cabritos y novillos, sino con
la Sangre Sacrosanta de Aquel a quienes aquellos animales pacíficos y privados de razón
prefiguraban: el cordero de Dios que quita el pecado del mundo[26]. Porque la Alianza
cristiana, más aún que la antigua, se manifiesta claramente como un pacto fundado no en
la servidumbre o en el temor, sino en la amistad que debe reinar en las relaciones entre
padres e hijos. Se alimenta y se consolida por una más generosa efusión de la gracia
divina y de la verdad, según la sentencia del Evangelista San Juan: De su plenitud todos
nosotros recibimos, y gracia por gracia. Porque la ley fue dada por Moisés, mas la gracia
y la verdad por Jesucristo han venido[27].
Introducidos por estas
palabras del Discípulo amado y que, durante la Cena, reclinó su cabeza sobre el pecho de
Jesús[28], en el mismo misterio de la infinita caridad del Verbo Encarnado, es cosa
digna, justa, recta y saludable, que nos detengamos un poco, Venerables Hermanos, en la
contemplación de tan dulce misterio, a fin de que, iluminados por la luz que sobre él
proyectan las páginas del Evangelio, podamos también nosotros experimentar el feliz
cumplimiento del deseo significado por el Apóstol a los fieles de Efeso: Que Cristo
habite por la fe en vuestros corazones, de modo que, arraigados y cimentados en la
caridad, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la
alteza y la profundidad, hasta conocer el amor de Cristo, que sobrepuja a todo
conocimiento, de suerte que estéis llenos de toda la plenitud de Dios[29].
10. En efecto, el
Misterio de la Redención divina es, ante todo y por su propia naturaleza, un misterio de
amor; esto es, un misterio del amor justo de Cristo a su Padre celestial, a quien el
sacrificio de la cruz, ofrecido con amor y obediencia, presenta una satisfacción
sobreabundante e infinita por los pecados del género humano: Cristo sufriendo, por
caridad y obediencia, ofreció a Dios algo de mayor valor que lo que exigía la
compensación por todas las ofensas hechas a Dios por el género humano[30]. Además, el
misterio de la Redención es un misterio de amor misericordioso de la augusta trinidad y
del Divino Redentor hacia la humanidad entera, puesto que, siendo esta del todo incapaz de
ofrecer a Dios una satisfacción condigna por sus propios delitos[31], Cristo, mediante la
inescrutable riqueza de méritos, que nos ganó con la efusión de su preciosísima
Sangre, pudo restablecer y perfeccionar aquel pacto de amistad entre Dios y los hombres,
violado por vez primera en el Paraíso terrenal por culpa de Adan y luego innumerables
veces por las infidelidades del pueblo escogido.
Por lo tanto, el Divino
Redentor, en su cualidad de legítimo y perfecto Mediador nuestro, al haber conciliado
bajo el estímulo de su caridad ardentísima hacia nosotros los deberes y obligaciones del
género humano con los derechos de Dios, ha sido, sin duda, el autor de aquella
maravillosa reconciliación entre la divina justicia y la divina misericordia, que
constituye esencialmente el misterio trascendente de nuestra salvación. Muy a propósito
dice el Doctor Angélico: Conviene observar que la liberación del hombre, mediante la
pasión de Cristo, fue conveniente tanto a su justicia como a su misericordia. Ante todo,
a la justicia; porque con su pasión Cristo satisfizo por la culpa del género humano, y,
por consiguiente, por la justicia de Cristo el hombre fue libertado. Y, en segundo lugar,
a la misericordia; porque, no siéndole posible al hombre satisfacer por el pecado, que
manchaba a toda la naturaleza humana, Dios le dio un Redentor en la persona de su Hijo.
Ahora bien: esto fue de parte de Dios un acto de más generosa misericordia que si El
hubiese perdonado los pecados sin exigir satisfacción alguna. Por ello está escrito:
Dios, que es rico en misericordia, movido por el excesivo amor con que nos amó, aun
cuando estábamos muertos por los pecados, nos volvió a dar la vida en Cristo[32].
11. Pero a fin de que
podamos en cuanto es dado a los hombres mortales, comprender con todos los santos cuál es
la anchura y la longitud, la alteza y la profundidad[33] del misterioso amor del Verbo
Encarnado a su celestial Padre y hacia los hombres manchados con tantas culpas, conviene
tener muy presente que su amor no fue únicamente espiritual, como conviene a Dios, puesto
que Dios es espíritu[34]. Es indudable que de índole puramente espiritual fue el amor de
Dios a nuestros primeros padres y al pueblo hebreo; por eso, las expresiones de amor
humano conyugal o paterno, que se leen en los Salmos, en los escritos de los profetas y en
el Cantar de los Cantares, son signos y símbolos del muy verdadero amor, pero
exclusivamente espiritual, con que Dios amaba al género humano; al contrario, el amor que
brota del Evangelio, de las cartas de los Apóstoles y de las páginas del Apocalipsis, al
describir el amor del Corazón mismo de Jesús, comprende no sólo la caridad divina, sino
también los sentimientos de un afecto humano. Para todos los católicos, esta verdad es
indiscutible. En efecto, el Verbo de Dios no ha tomado un cuerpo ilusorio y ficticio, como
ya en el primer siglo de la era cristiana osaron afirmar algunos herejes, que atrajeron la
severa condenación del Apóstol San Juan: Puesto que en el mundo han salido muchos
impostores: los que no confiesan a Jesucristo como Mesías venido en carne. Negar esto es
ser un impostor y el anticristo[35]. En realidad, El ha unido a su Divina Persona una
naturaleza humana individual, íntegra y perfecta, concebida en el seno purísimo de la
Virgen María por virtud del Espíritu Santo[36]. Nada, pues, faltó a la naturaleza
humana que se unió el Verbo de Dios. El la asumió plena e íntegra tanto en los
elementos constitutivos espirituales como en los corporales, conviene a saber: dotada de
inteligencia y de voluntad todas las demás facultades cognoscitivas, internas y externas;
dotada asimismo de las potencias afectivas sensibles y de todas las pasiones naturales.
Esto enseña la Iglesia católica, y está sancionado y solemnemente confirmado por los
Romanos Pontífices y los Concilios Ecuménicos: Entero en sus propiedades, entero en las
nuestras[37]; perfecto en la divinidad y El mismo perfecto en la humanidad[38]; todo Dios
[hecho] hombre, y todo el hombre [subsistente en] Dios[39].
12. Luego si no hay
duda alguna de que Jesús poseía un verdadero Cuerpo humano, dotado de todos los
sentimientos que le son propios, entre los que predomina el amor, también es igualmente
verdad que El estuvo provisto de un corazón físico, en todo semejante al nuestro, puesto
que, sin esta parte tan noble del cuerpo, no puede haber vida humana, y menos en sus
afectos. Por consiguiente, no hay duda de que el Corazón de Cristo, unido
hipostáticamente a la Persona divina del Verbo, palpitó de amor y de todo otro afecto
sensible; mas estos sentimientos estaban tan conformes y tan en armonía con su voluntad
de hombre esencialmente plena de caridad divina, y con el mismo amor divino que el Hijo
tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo, que entre estos tres amores jamás hubo
falta de acuerdo y armonía[40].
Sin embargo, el hecho
de que el Verbo de Dios tomara una verdadera y perfecta naturaleza humana y se plasmara y
aun, en cierto modo, se modelara un corazón de carne que, no menos que el nuestro, fuese
capaz de sufrir y de ser herido, esto, decimos Nos, si no se piensa y se considera no
sólo bajo la luz que emana de la unión hipostática y sustancial, sino también bajo la
que procede de la Redención del hombre, que es, por decirlo así, el complemento de
aquélla, podría parecer a algunos escándalo y necedad, como de hecho pareció a los
judíos y gentiles Cristo crucificado[41]. Ahora bien: los Símbolos de la fe, en perfecta
concordia con la Sagrada Escritura, nos aseguran que el Hijo Unigénito de Dios tomó una
naturaleza humana capaz de padecer y morir, principalmente por razón del Sacrificio de la
cruz, donde El deseaba ofrecer un sacrificio cruento a fin de llevar a cabo la obra de la
salvación de los hombres. Esta es, además, la doctrina expuesta por el Apóstol de las
Gentes: Pues tanto el que santifica como los que son santificados todos traen de uno su
origen. Por cuya causa no se desdeña de llamarlos hermanos, diciendo: "Anunciaré tu
nombre a mis hermanos...". Y también: "Heme aquí a mí y a los hijos que Dios
me ha dado". Y por cuanto los hijos tienen comunes la carne y sangre, El también
participó de las mismas cosas... Por lo cual debió, en todo, asemejarse a sus hermanos,
a fin de ser un pontífice misericordioso y fiel en las cosas que miren a Dios, para
expiar los pecados del pueblo. Pues por cuanto El mismo fue probado con lo que padeció,
por ello puede socorrer a los que son probados[42].
13. Los Santos Padres,
testigos verídicos de la doctrina revelada, entendieron muy bien lo que ya el apóstol
San Pablo había claramente significado, a saber, que el misterio del amor divino es como
el principio y el coronamiento de la obra de la Encarnación y Redención. Con frecuente
claridad se lee en sus escritos que Jesucristo tomó en sí una naturaleza humana
perfecta, con un cuerpo frágil y caduco como el nuestro, para procurarnos la salvación
eterna, y para manifestarnos y darnos a entender, en la forma más evidente, así su amor
infinito como su amor sensible.
San Justino, que parece
un eco de la voz del Apóstol de las Gentes, escribe lo siguiente: Amamos y adoramos al
Verbo nacido de Dios inefable y que no tiene principio: El, en verdad, se hizo hombre por
nosotros para que, al hacerse partícipe de nuestras dolencias, nos procurase su
remedio[43]. Y San Basilio, el primero de los tres Padres de Capadocia, afirma que los
afectos sensibles de Cristo fueron verdaderos y al mismo tiempo santos: Aunque todos saben
que el Señor poseyó los afectos naturales en confirmación de su verdadera y no
fantástica encarnación, sin embargo, rechazó de sí como indignos de su purísima
divinidad los afectos viciosos, que manchan la pureza de nuestra vida[44]. Igualmente, San
Juan Crisóstomo, lumbrera de la Iglesia antioquena, confiesa que las conmociones
sensibles de que el Señor dio muestra prueban irrecusablemente que poseyó la naturaleza
humana en toda su integridad: Si no hubiera poseído nuestra naturaleza, no hubiera
experimentado una y más veces la tristeza[45].
Entre los Padres
latinos merecen recuerdo los que hoy venera la Iglesia como máximos Doctores. San
Ambrosio afirma que la unión hipostática es el origen natural de los afectos y
sentimientos que el Verbo de Dios encarnado experimentó: Por lo tanto, ya que tomó el
alma, tomó las pasiones del alma; pues Dios, como Dios que es, no podía turbarse ni
morir[46].
En estas mismas
reacciones apoya San Jerónimo el principal argumento para probar que Cristo tomó
realmente la naturaleza humana: Nuestro Señor se entristeció realmente, para poner de
manifiesto la verdad de su naturaleza humana[47].
Particularmente, San
Agustín nota la íntima unión existente entre los sentimientos del Verbo encarnado y la
finalidad de la Redención humana: El Señor, pues, se revistió de estos sentimientos de
la frágil naturaleza humana, así como de la carne misma que forma parte de la débil
naturaleza del hombre, y aun de la muerte de la humana carne; y ello, no obligado por
necesidad de su condición divina, sino movido por su libre voluntad de usar misericordia
con nosotros; esto es, para poder ofrecer en Sí mismo modelo que imitar a su cuerpo -la
Iglesia-, de la que se dignó hacerse cabeza, esto es, a sus miembros- que son sus santos
y sus fieles; de tal suerte que si a alguno de ellos, bajo la opresión de las tentaciones
humanas, le tocara entristecerse y sufrir, no por ello pensase haber quedado sustraído al
influjo de su gracia, antes comprendiese que semejantes afecciones de por sí, no tanto
son pecados, cuanto sólo indicios de la pasibilidad humana. Y así su Cuerpo Místico,
semejante a un coro de voces acorde con la que da el tono, habría aprendido ya de su
propia Cabeza[48].
Doctrina de la Iglesia,
que con mayor concisión y no menor fuerza testifican estos pasajes de San Juan Damasceno:
En verdad que todo Dios ha tomado todo lo que en mí es hombre, y todo se ha unido a todo
para procurar la salvación de todo el hombre. De otra manera no hubiera podido sanar lo
que no asumió[49]. Cristo, pues, asumió los elementos todos que componen la naturaleza
humana, a fin de que todos fueran santificados[50].
14. Es, sin embargo, de
razón que ni los Autores sagrados ni los Padres de la Iglesia que hemos citado y otros
semejantes, aunque prueban abundantemente que Jesucristo estuvo sujeto a los sentimientos
y afectos humanos y que por eso precisamente tomó la naturaleza humana para procurarnos
la eterna salvación, no refieran expresamente dichos afectos a su corazón físicamente
considerado, hasta hacer de él expresamente un símbolo de su amor infinito.
Por más que los
Evangelistas y los demás escritores eclesiásticos no nos describan directamente los
varios efectos que en el ritmo pulsante del Corazón de nuestro Redentor, no menos vivo y
sensible que el nuestro, se debieron indudablemente a las diversas conmociones y afectos
de su alma y a la ardentísima caridad de su doble voluntad -divina y humana-, sin
embargo, frecuentemente ponen de relieve su divino amor y todos los demás afectos con él
relacionados: el deseo, la alegría, la tristeza, el temor y la ira, según se manifiestan
en las expresiones de su mirada, palabras y actos. Y principalmente el rostro adorable de
nuestro Salvador, sin duda, debió aparecer como signo y casi como espejo fidelísimo de
los afectos, que, conmoviendo en varios modos su ánimo, a semejanza de olas que se
entrechocan, llegaban a su Corazón santísimo y determinaban sus latidos. A la verdad,
vale también a propósito de Jesucristo, cuanto el Doctor Angélico, amaestrado por la
experiencia, observa en materia de psicología humana y de los fenómenos de ella
derivados: La turbacion de la ira repercute en los miembros externos y principalmente en
aquellos en que se refleja más la influencia del corazón, como son los ojos, el
semblante, la lengua[51].
15. Luego, con toda
razón, es considerado el corazón del Verbo Encarnado como signo y principal símbolo del
triple amor con que el Divino Redentor ama continuamente al Eterno Padre y a todos los
hombres. Es, ante todo, símbolo del divino amor que en El es común con el Padre y el
Espíritu Santo, y que sólo en El, como Verbo Encarnado, se manifiesta por medio del
caduco y frágil velo del cuerpo humano, ya que en El habita toda la plenitud de la
Divinidad corporalmente[52]. Además, el Corazón de Cristo es símbolo de la ardentísima
caridad que, infundida en su alma, constituye la preciosa dote de su voluntad humana y
cuyos actos son dirigidos e iluminados por una doble y perfectísima ciencia, la
beatífica y la infusa[53].
Finalmente, y esto en
modo más natural y directo, el Corazón de Jesús es símbolo de su amor sensible, pues
el Cuerpo de Jesucristo, plasmado en el seno castísimo de la Virgen María por obra del
Espíritu Santo, supera en perfección, y, por ende, en capacidad perceptiva a todos los
demás cuerpos humanos[54].
16. Aleccionados, pues,
por los Sagrados Textos y por los Símbolos de la fe, sobre la perfecta consonancia y
armonía que reina en el alma santísima de Jesucristo y sobre cómo El dirigió al fin de
la Redención las manifestaciones todas de su triple amor, podemos ya con toda seguridad
contemplar y venerar en el Corazón del Divino Redentor la imagen elocuente de su caridad
y la prueba de haberse ya cumplido nuestra Redención, y como una mística escala para
subir al abrazo de Dios nuestro Salvador[55]. Por eso, en las palabras, en los actos, en
la enseñanza, en los milagros y especialmente en las obras que más claramente expresan
su amor hacia nosotros -como la institución de la divina Eucaristía, su dolorosa pasión
y muerte, la benigna donación de su Santísima Madre, la fundación de la Iglesia para
provecho nuestro y, finalmente, la misión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y
sobre nosotros-, en todas estas obras, decimos Nos, hemos de admirar otras tantas pruebas
de su triple amor, y meditar los latidos de su Corazón, con los cuales quiso medir los
instantes de su terrenal peregrinación hasta el momento supremo, en el que, como
atestiguan los Evangelistas, Jesús, luego de haber clamado de nuevo con gran voz, dijo:
"Todo está consumado". E inclinado la cabeza, entregó su espíritu[56]. Sólo
entonces su Corazón se paró y dejó de latir, y su amor sensible permaneció como en
suspenso, hasta que, triunfando de la muerte, se levantó del sepulcro.
Después que su Cuerpo,
revestido del estado de la gloria sempiterna, se unió nuevamente al alma del Divino
Redentor, victorioso ya de la muerte, su Corazón sacratísimo no ha dejado nunca ni
dejará de palpitar con imperturbable y plácido latido, ni cesará tampoco de demostrar
el triple amor con que el Hijo de Dios se une a su Padre eterno y a la humanidad entera,
de la que con pleno derecho es Cabeza Mística.
1. Is. 12, 3.
2. Iac. 1, 17.
3. Io. 7, 37-39.
4. Cf. Is. 12, 3; Ez.
47, 1-12; Zach. 13, 1; Ex. 17, 1-7; Num. 20, 7-13; 1 Cor. 10, 4; Apoc. 7, 17; 22, 1.
5. Rom. 5, 5.
6. 1 Cor. 6, 17.
7. Io. 4, 10.
8. Act. 4, 12.
9. Enc. Annum Sacrum,
25 maii 1899; AL 19 (1900) 71, 77-78.
10. Enc.
Miserentissimus Redemptor, 8 maii 1928 A.A.S. 20 (1928) 167.
11. Cf. enc. Summi
Pontificatus, 20 octob. 1939 A.A.S. 31 (1939) 415.
12. Cf. A.A.S. 32
(1940) 276; 35 (1943) 170; 37 (1945) 263-264; 40 (1948) 501; 41 (1949) 331.
13. Eph. 3, 20-21.
14. Is. 12, 3.
15. Conc. Ephes. can.
8; cf. Mansi, Sacrorum Conciliorum ampliss. Collectio, 4, 1083 C.; Conc. Const. II, can.
9; cf. ibid. 9, 382 E.
16. Cf. enc. Annum
sacrum: AL 19 (1900) 76.
17. Cf. Ex. 34, 27-28.
18. Deut. 6, 4-6.
19. 2. 2.ae 2, 7: ed.
Leon. 8 (1895) 34.
20. Deut. 32, 11.
21. Os. 11, 1, 3-4; 14,
5-6.
22. Is. 49, 14-15.
23. Cant. 2, 2; 6, 2;
8, 6.
24. Io. 1, 14.
25. Ier. 31, 3; 31,
33-34.
26. Cf. Io. 1, 29;
Hebr. 9, 18-28; 10, 1-17.
27. Io. 1, 16-17.
28. Ibid., 21.
29. Eph. 3, 17-19.
30. Sum. theol. 3, 48,
2: ed. Leon. 11 (1903) 464.
31. Cf. enc.
Miserentissimus Redemptor: A.A.S. 20 (1928) 170.
32. Eph. 2, 4; Sum.
theol. 3, 46, 1 ad 3: ed. Leon. 11 (1903) 436.
33. Eph. 3, 18.
34. Io. 4, 24.
35. 2 Io. 7.
36. Cf. Luc. 1, 35.
37. S. Leo Magnus, Ep.
dogm. "Lectis dilectionis tuae" ad Flavianum Const. Patr. 13 iun. a. 449: cf. PL
54, 763.
38. Conc. Chalced. a.
451: cf. Mansi, op. cit. 7, 115 B.
39. S. Gelasius Papa,
tr. 3: "Necessarium", de duabus naturis in Christo: cf. A. Thiel Epist. Rom.
Pont. a S. Hilaro usque ad Pelagium II, p. 532.
40. Cf. S. Th. Sum.
theol. 3, 15, 4; 18, 6: ed. León. 11 (1903) 189 et 237.
41. Cf. 1 Cor. 1, 23.
42. Hebr. 2, 11-14.
17-18.
43. Apol. 2, 13 PG 6,
465.
44. Ep. 261, 3 PG 32,
972.
45. In Io. homil. 63, 2
PG 59, 350.
46. De fide ad
Gratianum 2, 7, 56 PL 16, 594.
47. Cf. Super Mat. 26,
37 PL 26, 205.
48. Enarr. in Ps. 87, 3
PL 37, 1111.
49. De fide orth. 3, 6
PG 94, 1006.
50. Ibid. 3, 20 PG 94,
1081.
51. 1. 2.ae 48, 4: ed.
Leon. 6 (1891) 306.
52. Col. 2, 9.
53. Cf. Sum. theol. 3,
9, 1-3; ed. Leon. 11 (1903) 142.
54. Cf. ibid. 3, 33, 2
ad 3; 46, 6: ed. Leon. 11 (1903) 342, 433.
55. Tit. 3, 4.
56. Mat. 27, 50; Io.
19, 30.
III
EL CORAZÓN DE JESUS Y LA MISIÓN
SALVADORA DEL REDENTOR
17. Ahora, Venerables
Hermanos, para que de estas Nuestras piadosas consideraciones podamos sacar abundantes y
saludables frutos, parémonos a meditar y contemplar brevemente la íntima participación
que el Corazón de nuestro Salvador Jesucristo tuvo en su vida afectiva divina y humana,
durante el curso de su vida mortal. En las páginas del Evangelio, principalmente,
encontraremos la luz, con la cual, iluminados y fortalecidos, podremos penetrar en el
templo de este divino Corazón y admirar con el Apóstol de las Gentes las abundantes
riquezas de la gracia [de Dios] en la bondad usada con nosotros por amor de
Jesucristo[57].
18. El adorable
Corazón de Jesucristo late con amor divino al mismo tiempo que humano, desde que la
Virgen María pronunció su Fiat, y el Verbo de Dios, como nota el Apóstol, al entrar en
el mundo dijo: "Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a
propósito; holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: Heme
aquí presente. En el principio del libro se habla de mí. Quiero hacer, ¡oh Dios!, tu
voluntad..." Por esta "voluntad" hemos sido santificados mediante la
"oblación del cuerpo" de Jesucristo, que él ha hecho de una vez para
siempre[58].
De manera semejante
palpitaba de amor su Corazón, en perfecta armonía con los afectos de su voluntad humana
y con su amor divino, cuando en la casita de Nazaret mantenía celestiales coloquios con
su dulcísima Madre y con su padre putativo, San José, al que obedecía y con quien
colaboraba en el fatigoso oficio de carpintero. Este mismo triple amor movía a su
Corazón en su continuo peregrinar apostólico, cuando realizaba innumerables milagros,
cuando resucitaba a los muertos o devolvía la salud a toda clase de enfermos, cuando
sufría trabajos, soportaba el sudor, hambre y sed; en las prolongadas vigilias nocturnas
pasadas en oración ante su Padre amantísimo; en fin, cuando daba enseñanzas o proponía
y explicaba parábolas, especialmente las que más nos hablan de la misericordia, como la
parábola de la dracma perdida, la de la oveja descarriada y la del hijo pródigo. En
estas palabras y en estas obras, como dice San Gregorio Magno, se manifiesta el Corazón
mismo de Dios: Mira el Corazón de Dios en las palabras de Dios, para que con más ardor
suspires por los bienes eternos[59].
Con amor aun mayor
latía el Corazón de Jesucristo cuando de su boca salían palabras inspiradas en amor
ardentísimo. Así, para poner algún ejemplo, cuando viendo a las turbas cansadas y
hambrientas, dijo: Me da compasión esta multitud de gentes[60]; y cuando, a la vista de
Jerusalén, su predilecta ciudad, destinada a una fatal ruina por su obstinación en el
pecado, exclamó: Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que a
ti son enviados; ¡cuantas veces quise recoger a tus hijos, como la gallina recoge a sus
polluelos bajo las alas, y tú no lo has querido![61]. Su Corazón palpitó también de
amor hacia su Padre y de santa indignación cuando vio el comercio sacrílego que en el
templo se hacía, e increpó a los violadores con estas palabras: Escrito está: "Mi
casa será llamada casa de oración"; mas vosotros hacéis de ella una cueva de
ladrones[62].
19. Pero
particularmente se conmovió de amor y de temor su Corazón, cuando ante la hora ya tan
inminente de los cruelísimos padecimientos y ante la natural repugnancia a los dolores y
a la muerte, exclamó: Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz[63]; vibró
luego con invicto amor y con amargura suma, cuando, aceptando el beso del traidor, le
dirigió aquellas palabras que suenan a última invitación de su Corazón
misericordiosísimo al amigo que, con ánimo impío, infiel y obstinado, se disponía a
entregarlo en manos de sus verdugos: Amigo, ¿a qué has venido aquí? ¿Con un beso
entregas al Hijo del hombre?[64]; en cambio, se desbordó con regalado amor y profunda
compasión, cuando a las piadosas mujeres, que compasivas lloraban su inmerecida condena
al tremendo suplicio de la cruz, las dijo así: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí;
llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos..., pues si así tratan al árbol verde,
¿en el seco qué se hará?[65].
Finalmente, colgado ya
en la cruz el Divino Redentor, es cuando siente cómo su Corazón se trueca en impetuoso
torrente, desbordado en los más variados y vehementes sentimientos, esto es, de amor
ardentísimo, de angustia, de misericordia, de encendido deseo, de serena tranquilidad,
como se nos manifiestan claramente en aquellas palabras tan inolvidables como
significativas: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen[66]; Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has desamparado?[67]; En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el
paraíso[68]; Tengo sed[69]; Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu[70].
20. ¿Quién podrá
dignamente describir los latidos del Corazón divino, signo de su infinito amor, en
aquellos momentos en que dio a los hombres sus más preciados dones: a Sí mismo en el
sacramento de la Eucaristía, a su Madre Santísima y la participacion en el oficio
sacerdotal?
Ya antes de celebrar la
última cena con sus discípulos, sólo al pensar en la institución del Sacramento de su
Cuerpo y de su Sangre, con cuya efusión había de sellarse la Nueva Alianza, en su
Corazón sintió intensa conmoción, que manifestó a sus apóstoles con estas palabras:
Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer[71]; conmoción
que, sin duda, fue aún más vehemente cuando tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo
dio a ellos, diciendo: "Este es mi cuerpo, el cual se da por vosotros; haced esto en
memoria mía". Y así hizo también con el cáliz, luego de haber cenado, y dijo:
"Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que se derramará por
vosotros"[72].
Con razón, pues, debe
afirmarse que la divina Eucaristía, como sacramento por el que El se da a los hombres y
como sacrificio en el que El mismo continuamente se inmola desde el nacimiento del sol
hasta su ocaso[73], y también el Sacerdocio, son clarísimos dones del Sacratísimo
Corazón de Jesús.
Don también muy
precioso del sacratísimo Corazón es, como indicábamos, la Santísima Virgen, Madre
excelsa de Dios y Madre nuestra amantísima. Era, pues, justo fuese proclamada Madre
espiritual del género humano la que, por ser Madre natural de nuestro Redentor, le fue
asociada en la obra de regenerar a los hijos de Eva para la vida de la gracia. Con razón
escribe de ella San Agustín: Evidentemente Ella es la Madre de los miembros del Salvador,
que somos nosotros, porque con su caridad cooperó a que naciesen en la Iglesia los
fieles, que son los miembros de aquella Cabeza[74].
Al don incruento de Sí
mismo bajo las especies del pan y del vino quiso Jesucristo nuestro Salvador unir, como
supremo testimonio de su amor infinito, el sacrificio cruento de la Cruz. Así daba
ejemplo de aquella sublime caridad que él propuso a sus discípulos como meta suprema del
amor, con estas palabras: Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus
amigos[75]. De donde el amor de Jesucristo, Hijo de Dios, revela en el sacrificio del
Gólgota, del modo más elocuente, el amor mismo de Dios: En esto hemos conocido la
caridad de Dios: en que dio su vida por nosotros; y así nosotros debemos dar la vida por
nuestros hermanos[76]. Cierto es que nuestro Divino Redentor fue crucificado más por la
interior vehemencia de su amor que por la violencia exterior de sus verdugos: su
sacrificio voluntario es el don supremo que su Corazón hizo a cada uno de los hombres,
según la concisa expresión del Apóstol: Me amó y se entregó a sí mismo por mí[77].
21. No hay, pues, duda
de que el Sagrado Corazón de Jesús, al ser participante tan íntimo de la vida del Verbo
encarnado y, al haber sido, por ello asumido como instrumento de la divinidad, no menos
que los demás miembros de su naturaleza humana, para realizar todas las obras de la
gracia y de la omnipotencia divina[78], por lo mismo es también símbolo legítimo de
aquella inmensa caridad que movió a nuestro Salvador a celebrar, por el derramamiento de
la sangre, su místico matrimonio con la Iglesia: Sufrió la pasión por amor a la Iglesia
que había de unir a sí como Esposa[79]. Por lo tanto, del Corazón traspasado del
Redentor nació la Iglesia, verdadera dispensadora de la sangre de la Redención; y del
mismo fluye abundantemente la gracia de los sacramentos que a los hijos de la Iglesia
comunican la vida sobrenatural, como leemos en la sagrada Liturgia: Del Corazón abierto
nace la Iglesia, desposada con Cristo... Tú, que del Corazón haces manar la gracia[80].
De este simbolismo, no
desconocido para los antiguos Padres y escritores eclesiásticos, el Doctor común
escribe, haciéndose su fiel intérprete: Del costado de Cristo brotó agua para lavar y
sangre para redimir. Por eso la sangre es propia del sacramento de la Eucaristía; el
agua, del sacramento del Bautismo, el cual, sin embargo, tiene su fuerza para lavar en
virtud de la sangre de Cristo[81]. Lo afirmado del costado de Cristo, herido y abierto por
el soldado, ha de aplicarse a su Corazón, al cual, sin duda, llegó el golpe de la lanza,
asestado precisamente por el soldado para comprobar de manera cierta la muerte de
Jesucristo.
Por ello, durante el
curso de los siglos, la herida del Corazón Sacratísimo de Jesús, muerto ya a esta vida
mortal, ha sido la imagen viva de aquel amor espontáneo por el que Dios entregó a su
Unigénito para la redención de los hombres, y por el que Cristo nos amó a todos con tan
ardiente amor, que se inmoló a sí mismo como víctima cruenta en el Calvario: Cristo nos
amó, y se ofreció a sí mismo a Dios, en oblación y hostia de olor suavísimo[82].
22. Después que
nuestro Salvador subió al cielo con su cuerpo glorificado y se sentó a la diestra de
Dios Padre, no ha cesado de amar a su esposa, la Iglesia, con aquel inflamado amor que
palpita en su Corazón. Aun en la gloria del cielo, lleva en las heridas de sus manos, de
sus pies y de su costado los esplendentes trofeos de su triple victoria: sobre el demonio,
sobre el pecado y sobre la muerte; lleva, además, en su Corazón, como en arca
preciosísima, aquellos inmensos tesoros de sus méritos, frutos de su triple victoria,
que ahora distribuye con larguez al género humano ya redimido. Esta es una verdad
consoladora, enseñada por el Apóstol de las Gentes, cuando escribe: Al subirse a lo alto
llevó consigo cautiva a una grande multitud de cautivos, y derramó sus dones sobre los
hombres... El que descendió, ese mismo es el que ascendió sobre todos los cielos, para
dar cumplimiento a todas las cosas[83].
23. La misión del
Espíritu Santo a los discípulos es la primera y espléndida señal del munífico amor
del Salvador, después de su triunfal ascensión a la diestra del Padre. De hecho, pasados
diez días, el Espíritu Paráclito, dado por el Padre celestial, bajó sobre los
apóstoles reunidos en el Cenáculo, como Jesús mismo les había prometido en la última
cena: Yo rogaré al Padre y él os dará otro consolador para que esté con vosotros
eternamente[84]. El Espíritu Paráclito, por ser el Amor mutuo personal por el que el
Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre, es enviado por ambos, bajo forma de lenguas de
fuego, para infundir en el alma de los discípulos la abundancia de la caridad divina y de
los demás carismas celestiales. Pero esta infusión de la caridad divina brota también
del Corazón de nuestro Salvador, en el cual están encerrados todos los tesoros de la
sabiduría y de la ciencia[85].
Esta caridad es, por lo
tanto, don del Corazón de Jesús y de su Espíritu. A este común Espíritu del Padre y
del Hijo se debe, en primer lugar, el nacimiento de la Iglesia y su propagación admirable
en medio de todos los pueblos paganos, dominados hasta entonces por la idolatría, el odio
fraterno, la corrupción de costumbres y la violencia. Esta divina caridad, don
preciosísimo del Corazón de Cristo y de su Espíritu, es la que dio a los Apóstoles y a
los mártires la fortaleza para predicar la verdad evangélica y testimoniarla hasta con
su sangre; a los Doctores de la Iglesia, aquel ardiente celo por ilustrar y defender la fe
católica; a los Confesores, para practicar las más selectas virtudes y realizar las
empresas más útiles y admirables, provechosas a la propia santificación y a la salud
eterna y temporal de los prójimos; a las Vírgenes, finalmente, para renunciar
espontánea y alegremente a los goces de los sentidos, con tal de consagrarse por completo
al amor del celestial Esposo.
A esta divina caridad,
que redunda del Corazón del Verbo encarnado y se infunde por obra del Espíritu Santo en
las almas de todos los creyentes, el Apóstol de las Gentes entonó aquel himno de
victoria, que ensalza a la par el triunfo de Jesucristo, Cabeza, y el de los miembros de
su Místico Cuerpo sobre todo cuanto de algun modo se opone al establecimiento del divino
Reino del amor entre los hombres: ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿La
tribulación?, ¿la angustia?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el riesgo, la
persecución?, ¿la espada? ... Mas en todas estas cosas soberanamente triunfamos por obra
de Aquel que nos amó. Porque seguro estoy de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni
principados, ni lo presente ni lo venidero, ni poderíos, ni altura, ni profundidades, ni
otra alguna criatura será capaz de separarnos del amor de Dios que se funda en Jesucristo
nuestro Señor[86].
24. Nada, por lo tanto,
prohibe que adoremos el Corazón Sacratísimo de Jesucristo como participación y símbolo
natural, el más expresivo, de aquel amor inexhausto que nuestro Divino Redentor siente
aun hoy hacia el género humano. Ya no está sometido a las perturbaciones de esta vida
mortal; sin embargo, vive y palpita y está unido de modo indisoluble a la Persona del
Verbo divino, y, en ella y por ella, a su divina voluntad. Y porque el Corazón de Cristo
se desborda en amor divino y humano, y porque está lleno de los tesoros de todas las
gracias que nuestro Redentor adquirió por los méritos de su vida, padecimientos y
muerte, es, sin duda, la fuente perenne de aquel amor que su Espíritu comunica a todos
los miembros de su Cuerpo Místico.
Así, pues, el Corazón
de nuestro Salvador en cierto modo refleja la imagen de la divino Persona del Verbo, y es
imagen también de sus dos naturalezas, la humana y la divina; y así en él podemos
considerar no sólo el símbolo, sino también, en cierto modo, la síntesis de todo el
misterio de nuestra Redención. Luego, cuando adoramos el Corazón de Jesucristo, en él y
por él adoramos así el amor increado del Verbo divino como su amor humano, con todos sus
demás afectos y virtudes, pues por un amor y por el otro nuestro Redentor se movió a
inmolarse por nosotros y por toda la Iglesia, su Esposa, según el Apóstol: Cristo amó a
su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola con el
bautismo de agua por la palabra de vida, a fin de hacerla comparecer ante sí llena de
gloria, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada[87].
Cristo ha amado a la
Iglesia, y la sigue amando intensamente con aquel triple amor de que hemos hablado[88], y
ese es el amor que le mueve a hacerse nuestro Abogado para conciliarnos la gracia y la
misericordia del Padre, siempre vivo para interceder por nosotros[89]. La plegaria que
brota de su inagotable amor, dirigida al Padre, no sufre interrupción alguna. Como en los
días de su vida en la carne[90], también ahora, triunfante ya en el cielo, suplica al
Padre con no menor eficacia; y a Aquel que amó tanto al mundo que dio a su Unigénito
Hijo, a fin de que todos cuantos creen en El no perezcan, sino que tengan la vida
eterna[91]. El muestra su Corazón vivo y herido, con un amor más ardiente que cuando, ya
exánime, fue herido por la lanza del soldado romano: Por esto fue herido [tu Corazón],
para que por la herida visible viésemos la herida invisible del amor[92].
Luego no puede haber
duda alguna de que ante las súplicas de tan grande Abogado hechas con tan vehemente amor,
el Padre celestial, que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos
nosotros[93], por medio de El hará descender siempre sobre todos los hombres la
exuberante abundancia de sus gracias divinas.
IV
NACIMIENTO Y DESARROLLO
DEL CULTO DEL SAGRADO CORAZÓN
25. Hemos querido,
Venerables Hermanos, proponer a vuestra consideración y a la del pueblo cristiano, en sus
líneas generales, la naturaleza íntima del culto al Corazón de Jesús, y las perennes
gracias que de él se derivan, tal como resaltan de su fuente primera, la revelación
divina. Estamos persuadidos de que estas Nuestras reflexiones, dictadas por la enseñanza
misma del Evangelio, han mostrado claramente cómo este culto se identifica
sustancialmente con el culto al amor divino y humano del Verbo Encarnado, y también con
el culto al amor mismo con que el Padre y el Espíritun Santo aman a los hombres
pecadores; porque, como observa el Doctor Angélico, el amor de las tres Personas divinas
es el principio y origen del misterio de la Redención humana, ya que, desbordándose
aquel poderosamente sobre la voluntad humana de Jesucristo y, por lo tanto, sobre su
Corazón adorable, le indujo con un idéntico amor a derramar generosamente su Sangre para
rescatarnos de la servidumbre del pecado[94]: Con un bautismo tengo que ser bautizado, y
¡qué angustias hasta que se cumpla![95].
Por lo demás, es
persuasión Nuestra que el culto tributado al amor de Dios y de Jesucristo hacia el
género humano, a través del símbolo augusto del Corazón traspasado del Redentor
crucificado, jamás ha estado completamente ausente de la piedad de los fieles, aunque su
manifestación clara y su admirable difusión en toda la Iglesia se haya realizado en
tiempos no muy remotos de nosotros, sobre todo después que el Señor mismo reveló este
divino misterio a algunos hijos suyos, y los eligió para mensajeros y heraldos suyos, y
los eligió para mensajeros y heraldos suyos, luego de haberles colmado con abundancia de
dones sobrenaturales.
De hecho, siempre hubo
almas especialmente consagradas a Dios que, inspiradas en los ejemplos de la excelsa Madre
de Dios, de los Apóstoles y de insignes Padres de la Iglesia, han tributado culto de
adoración, de gratitud y de amor a la Humanidad santísima de Cristo y en modo especial a
las heridas abiertas en su Cuerpo por los tormentos de la Pasión salvadora.
Y ¿cómo no reconocer
en aquellas palabras ¡Señor mío y Dios mío![96], pronunciadas por el apóstol Tomás y
que revelan su improvisa transformación de incrédulo en fiel, una clara profesión de
fe, de adoración y de amor, que de la humanidad llagada del Salvador se elevaba hasta la
majestad de la Persona Divina?
Mas si el Corazón
traspasado del Redentor siempre ha llevado a los hombres a venerar su infinito amor por el
género humano, porque para los cristianos de todos los tiempos han tenido siempre valor
las palabras del profeta Zacarías, que el evangelista San Juan aplicó a Jesús
Crucificado: Verán a Quien traspasaron[97], obligado es, sin embargo, reconocer que tan
sólo poco a poco y progresivamente llegó ese Corazón a constituir objeto directo de un
culto especial, como imagen del amor humano y divino del Verbo Encarnado.
26. Si queremos indicar
siquiera las etapas gloriosas recorridas por este culto en la historia de la piedad
cristiana, precisa, ante todo, recordar los nombres de algunos de aquellos que bien se
pueden considerar como los precursores de esta devoción que, en forma privada, pero de
modo gradual, cada vez más vasto, se fue difundiendo dentro de los Institutos religiosos.
Así, por ejemplo, se distinguieron por haber establecido y promovido cada vez más este
culto al Corazón Sacratísimo de Jesús: San Buenaventura, San Alberto Magno, Santa
Gertrudis, Santa Catalina de Siena, el Beato Enrique Suso, San Pedro Canisio y San
Francisco de Sales. San Juan Eudes es el autor del primer oficio litúrgico en honor del
Sagrado Corazón de Jesús, cuya fiesta solemne se celebró por primera vez, con el
beneplácito de muchos Obispos de Francia, el 20 de octubre de 1672.
Pero entre todos los
promotores de esta excelsa devoción merece un puesto especial Santa Margarita María
Alacoque, porque su celo, iluminado y ayudado por el de su director espiritual -el Beato
Claudio de la Colombiere-, consiguió que este culto, ya tan difundido, haya alcanzado el
desarrollo que hoy suscita la admiración de los fieles cristianos, y que, por sus
características de amor y reparación, se distingue de todas las demás formas de la
piedad cristiana[98].
Basta esta rápida
evocación de los orígenes y gradual desarrollo del culto del Corazón de Jesús para
convencernos plenamente de que su admirable crecimiento se debe principalmente al hecho de
haberse comprobado que era en todo conforme con la índole de la religión cristiana, que
es la religión del amor.
No puede decirse, por
consiguiente, ni que este culto deba su origen a revelaciones privadas, ni cabe pensar que
apareció de improviso en la Iglesia; brotó espontáneamente, en almas selectas, de su fe
viva y de su piedad ferviente hacia la persona adorable del Redentor y hacia aquellas sus
gloriosas heridas, testimonio el más elocuente de su amor inmenso para el espíritu
contemplativo de los fieles. Es evidente, por lo tanto, cómo las revelaciones de que fue
favorecida Santa Margarita María ninguna nueva verdad añadieron a la doctrina católica.
Su importancia consiste en que -al mostrar el Señor su Corazón Sacratísimo- de modo
extraordinario y singular quiso atraer la consideración de los hombres a la
contemplación y a la veneración del amor tan misericordioso de Dios al género humano.
De hecho, mediante una manifestación tan excepcional, Jesucristo expresamente y en
repetidas veces mostró su Corazón como el símbolo más apto para estimular a los
hombres al conocimiento y a la estima de su amor; y al mismo tiempo lo constituyó como
señal y prenda de su misericordia y de su gracia para las necesidades espirituales de la
Iglesia en los tiempos modernos.
27. Además, una prueba
evidente de que este culto nace de las fuentes mismas del dogma católico está en el
hecho de que la aprobación de la fiesta litúrgica por la Sede Apostólica precedió a la
de los escritos de Santa Margarita María. En realidad, independientemente de toda
revelación privada, y sólo accediendo a los deseos de los fieles, la Sagrada
Congregación de Ritos, por decreto del 25 de enero de 1765, aprobado por Nuestro
predecesor Clemente XIII el 6 de febrero del mismo año, concedió a los Obispos de
Polonia y a la Archicofradía Romana del Sagrado Corazón de Jesús la facultad de
celebrar la fiesta litúrgica. Con este acto quiso la Santa Sede que tomase nuevo
incremento un culto, ya en vigor y floreciente, cuyo fin era reavivar simbólicamente el
recuerdo del amor divino[99], que había llevado al Salvador a hacerse víctima para
expiar los pecados de los hombres.
A esta primera
aprobación, dada en forma de privilegio y aun limitado para determinados fines, siguió
otra, a distancia casi de un siglo, de importancia mucho mayor y expresada en términos
más solemnes. Nos referimos al decreto de la Sagrada Congregación de Ritos del 23 de
agosto de 1856, anteriormente mencionado, por el cual Nuestro predecesor Pío IX, de i.
m., acogiendo las súplicas de los Obispos de Francia y de casi todo el mundo católico,
extendió a toda la Iglesia la fiesta del Corazón Sacratísimo de Jesús y prescribió la
forma de su celebración litúrgica[100]. Fecha ésta, digna de ser recomendada al perenne
recuerdo de los fieles, pues, como vemos escrito en la liturgia misma de dicha festividad:
Desde entonces, el culto del Sacramentísimo Corazón de Jesús, semejante a un río
desbordado, venciendo todos los obstáculos, se difundió por todo el mundo católico.
De cuanto hemos
expuesto hasta ahora aparece evidente, Venerables Hermanos, que en los textos de la
Sagrada Escritura, de la Tradición y de la Sagrada Liturgia es donde los fieles han de
encontrar principalmente los manantiales límpidos y profundos del culto al Corazón
Sacratísimo de Jesús, si desean penetrar en su íntima naturaleza y sacar de su pía
meditación sustancia y aumento para su fervor religioso. Iluminada, y penetrando más
íntimamente mediante esta meditación asidua, el alma fiel no podrá menos de llegar a
aquel dulce conocimiento de la caridad de Cristo, en la cual está la plenitud toda de la
vida cristiana, como, instruido por la propia experiencia, enseña el Apóstol: Por esta
causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo..., para que, según
las riquezas de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu ser fortalecidos en virtud
en el hombre interior, y que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, estando
arraigados y cimentados en caridad; a fin de que podáis... conocer también aquel amor de
Cristo, que sobrepuja a todo conocimiento, para que seáis plenamente colmados de toda la
plenitud de Dios[101]. De esta universal plenitud es precisamente imagen muy espléndida
el Corazón de Jesucristo: plenitud de misericordia, propia del Nuevo Testamento, en el
cual Dios nuestro Salvador ha manifestado su benignidad y amor para con los hombres[102];
pues no envió Dios su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que por su medio el
mundo se salve[103].
28. Constante
persuasión de la Iglesia, maestra de verdad para los hombres, ya desde que promulgó los
primeros documentos oficiales relativos al culto del Corazón Sacratísimo de Jesús, fue
que sus elementos esenciales, es decir, los actos de amor y de reparación tributados al
amor infinito de Dios hacia los hombres, lejos de estar contaminados de materialismo y de
superstición, constituyen una norma de piedad, en la que se cumple perfectamente aquella
religión espiritual y verdadera que anunció el Salvador mismo a la Samaritana: Ya llega
tiempo, y ya estamos en él, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en
espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre desea. Dios es
espíritu, y los que lo adoran deben adorarle en espíritu y en verdad[104].
Por lo tanto, no es
justo decir que la contemplación del Corazón físico de Jesús impide el contacto más
íntimo con el amor de Dios, porque retarda el progreso del alma en la "vía"
que conduce directa a la posesión de las más excelsas virtudes. La Iglesia rechaza
plenamente este falso misticismo al igual que, por la autoridad de Nuestro Predecesor
Inocencio XI, de f. m., condenó la doctrina de quienes afirmaban: No deben (las almas de
esta "vía" interna) hacer actos de amor a la bienaventurada Virgen, a los
Santos o a la humanidad de Cristo; pues como estos objetos son sensibles, tal es también
el amor hacia ellos. Ninguna criatura, ni aun la bienaventurada Virgen y los Santos, han
de tener asiento en nuestro corazón; porque Dios quiere ocuparlo y poseerlo solo[105].
Los que así piensan
son, naturalmente, de opinión que el simbolismo del Corazón de Cristo no se extiende
más allá de su amor sensible y que no puede, por lo tanto, en modo alguno constituir un
nuevo fundamento del culto de latría, que está reservado tan sólo a lo que es
esencialmente divino. Ahora bien, una interpretación semejante del valor simbólico de
las sagradas imágenes es absolutamente falsa, porque coarta injustamente su trascendental
significado. Contraria es la opinión y la enseñanza de los teólogos católicos, entre
los cuales Santo Tomás escribe así: A las imágenes se les tributa culto religioso, no
consideradas en sí mismas, es decir, en cuanto realidades, sino en cuanto son imágenes
que nos llevan hasta Dios encarnado. El movimiento del alma hacia la imagen, en cuanto es
imagen, no se para en ella, sino que tiende al objeto representado por la imagen. Por
consiguiente, del tributar culto religioso a las imágenes de Cristo no resulta un culto
de latría diverso ni una virtud de religión distinta[106]. Por lo tanto, es en la
persona misma del Verbo Encarnado donde termina el culto relativo tributado a sus
imágenes, sean éstas las reliquias de su acerba Pasión, sea la imagen misma que supera
a todas en valor expresivo, es decir, el Corazón herido de Cristo crucificado.
Y así del elemento
corpóreo -el Corazón de Jesucristo- y de su natural simbolismo, es legítimo y justo
que, llevados en alas de la fe, nos elevemos no sólo a la contemplación de su amor
sensible, sino más alto aún, hasta la consideración y adoración de su excelentísimo
amor infundido, y, finalmente, en un vuelo sublime y dulce a un mismo tiempo, hasta la
meditación y adoración del Amor divino del Verbo Encarnado. De hecho, a la luz de la fe
-por la cual creemos que en la Persona de Cristo están unidas la naturaleza humana y la
naturaleza divina- nuestra mente se torna idónea para concebir los estrechísimos
vínculos que existen entre el amor sensible del Corazón físico de Jesús y su doble
amor espiritual, el humano y el divino. En realidad, estos amores no se deben considerar
sencillamente como coexistentes en la adorable Persona del Redentor divino, sino también
como unidos entre sí por vínculo natural, en cuanto que al amor divino están
subordinados el humano espiritual y el sensible, los cuales dos son una representación
analógica de aquél. No pretendemos con esto que en el Corazón de Jesús se haya de ver
y adorar la que llaman imagen formal, es decir, la representación perfecta y absoluta de
su amor divino, pues que no es posible representar adecuadamente con ninguna imagen criada
la íntima esencia de este amor; pero el alma fiel, al venerar el Corazón de Jesús,
adora juntamente con la Iglesia el símbolo y como la huella de la Caridad divina, la cual
llegó también a amar con el Corazón del Verbo Encarnado al género humano, contaminado
por tantos crímenes.
29. Por ello, en esta
materia tan importante como delicada, es necesario tener siempre muy presente cómo la
verdad del simbolismo natural, que relaciona al Corazón físico de Jesús con la Persona
del Verbo, descansa toda ella en la verdad primaria de la unión hipostática; en torno a
la cual no cabe duda alguna, como no se quiera renovar los errores condenados más de una
vez por la Iglesia, por contrarios a la unidad de Persona en Cristo -con la distinción e
integridad de sus dos naturalezas.
Esta verdad fundamental
nos permite entender cómo el Corazón de Jesús es el corazón de una persona divina, es
decir, del Verbo Encarnado, y que, por consiguiente, representa y pone ante los ojos todo
el amor que El nos ha tenido y nos tiene aún. Y aquí está la razón de por qué el
culto al Sagrado Corazón se considera, en la práctica, como la más completa profesión
de la religión cristiana. Verdaderamente, la religión de Jesucristo se funda toda en el
Hombre-Dios Mediador; de manera que no se puede llegar al Corazón de Dios sino pasando
por el Corazón de Cristo, conforme a lo que El mismo afirmó: Yo soy el camino, la verdad
y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí[107].
Siendo esto así,
fácilmente se deduce que el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús no es
sustancialmente sino el mismo culto al amor con que Dios nos amó por medio de Jesucristo,
al mismo tiempo que el ejercicio de nuestro amor a Dios y a los demás hombres. Dicho de
otra manera: Este culto se dirige al amor de Dios para con nosotros, proponiéndolo como
objeto de adoración, de acción de gracias y de imitación; además, considera la
perfeccion de nuestro amor a Dios y a los hombres como la meta que ha de alcanzarse por el
cumplimiento cada vez más generoso del mandamiento "nuevo" que el Divino
Maestro legó como sacra herencia a sus Apóstoles, cuando les dijo: Un nuevo mandamiento
os doy: Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado... El precepto mío es que
os améis unos a otros, como yo os he amado[108]. Mandamiento éste, en verdad nuevo y
propio de Cristo; porque, como dice Santo Tomás de Aquino: Poca diferencia hay entre el
Antiguo y el Nuevo Testamento, pues, como dice Jeremías, "Haré un pacto nuevo con
la casa de Israel"[109]. Pero que este mandamiento se practicase en el Antiguo
Testamento a impulso de santo temor y amor, se debía al Nuevo Testamento; en cuanto que,
si este mandamiento ya existía en la Antigua Ley, no era como prerrogativa suya propia,
sino más bien como prólogo y preparación de la Ley Nueva[110].
V
PRÁCTICA DEL CULTO DEL
SAGRADO CORAZÓN
30. Antes de terminar
estas consideraciones tan hermosas como consoladoras sobre la naturaleza auténtica de
este culto y su cristiana excelencia, Nos, plenamente conscientes del oficio apostólico
que por primera vez fue confiado a San Pedro, luego de haber profesado por tres veces su
amor a Jesucristo nuestro Señor, creemos conveniente exhortaros una vez más, Venerables
Hermanos, y por vuestro medio a todos los queridísimos hijos en Cristo, para que con
creciente entusiasmo cuidéis de promover esta suavísima devoción, pues de ella han de
brotar grandísimos frutos también en nuestros tiempos.
Y en verdad que si
debidamente se ponderan los argumentos en que se funda el culto tributado al Corazón
herido de Jesús, todos verán claramente cómo aquí no se trata de una forma cualquiera
de piedad, que sea lícito posponer a otras o tenerla en menos, sino de una práctica
religiosa muy apta para conseguir la perfección cristiana. Si la devoción -según el
tradicional concepto teológico, formulado por el Doctor Angélico- no es sino la pronta
voluntad de dedicarse a todo cuanto con el servicio de Dios se relaciona[111], ¿puede
haber servicio divino más debido y más necesario, al mismo tiempo que más noble y
dulce, que el rendido a su amor? Y ¿qué servicio cabe pensar más grato y afecto a Dios
que el homenaje tributado a la caridad divina y que se hace por amor, desde el momento en
que todo servicio voluntario en cierto modo es un don, y cunado el amor constituye el don
primero, por el que nos son dados todos los dones gratuitos?112. Es digna, pues, de sumo
honor aquella forma de culto por la cual el hombre se dispone a honrar y amar en sumo
grado a Dios y a consagrarse con mayor facilidad y prontitud al servicio de la divina
caridad; y ello tanto más cuanto que nuestro Redentor mismo se dignó proponerla y
recomendarla al pueblo cristiano, y los Sumos Pontífices la han confirmado con memorables
documentos y la han enaltecido con grandes alabanzas. Y así, quien tuviere en poco este
insigne beneficio que Jesucristo ha dado a su Iglesia, procedería en forma temeraria y
perniciosa, y aun ofendería al mismo Dios.
31. Esto supuesto, ya
no cabe duda alguna de que los cristianos que honran al sacratísimo Corazón del Redentor
cumplen el deber, ciertamente gravísimo, que tienen de servir a Dios, y que juntamente se
consagran a sí mismos y a toda su propia actividad, tanto interna como externa, a su
Creador y Redentor, poniendo así en práctica aquel divino mandamiento: Amarás al Señor
tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con todas tus
fuerzas[113]. Además de que así tienen la certeza de que a honrar a Dios no les mueve
ninguna ventaja personal, corporal o espiritual, temporal o eterna, sino la bondad misma
de Dios, a quien cuidan de obsequiar con actos de amor, de adoración y de debida acción
de gracias. Si no fuera así, el culto al sacratísimo Corazón de Jesús ya no
respondería a la índole genuina de la religión cristiana, porque entonces el hombre con
tal culto ya no tendría como mira principal el servicio de honrar principalmente el amor
divino; y entonces deberían mantenerse como justas las acusaciones de excesivo amor y de
demasiada solicitud por sí mismos, motivadas por quienes entienden mal esta devoción tan
nobilísima, o no la practican con toda rectitud.
Todos, pues, tengan la
firme persuasión de que en el culto al augustísimo Corazón de Jesús lo más importante
no consiste en las devotas prácticas externas de piedad, y que el motivo principal de
abrazarlo tampoco debe ser la esperanza de la propia utilidad, porque aun estos beneficios
Cristo nuestro Señor los ha prometido mediante ciertas revelaciones privadas,
precisamente para que los hombres se sintieran movidos a cumplir con mayor fervor los
principales deberes de la religión católica, a saber, el deber de amor y el de la
expiación, al mismo tiempo que así obtengan de mejor manera su propio provecho
espiritual.
32. Exhortamos, pues, a
todos Nuestros hijos en Cristo a que practiquen con fervor esta devoción, así a los que
ya están acostumbrados a beber las aguas saludables que brotan del Corazón del Redentor,
como, sobre todo, a los que, a guisa de espectadores, desde lejos miran todavía con
espíritu de curiosidad y hasta de duda. Piensen éstos con atención que se trata de un
culto, según ya hemos dicho, que desde hace mucho tiempo está arraigado en la Iglesia,
que se apoya profundamente en los mismos Evangelios; un culto, en cuyo favor está
claramente la Tradición y la sagrada Liturgia, y que los mismos Romanos Pontífices han
ensalzado con alabanzas tan multiplicadas como grandes: no se contentaron con instituir
una fiesta en honor del Corazón augustísimo del Redentor, y extenderla luego a toda la
Iglesia, sino que por su parte tomaron la iniciativa de dedicar y consagrar solemnemente
todo el género humano al mismo sacratísimo Corazón[114]. Finalmente, conveniente es
asimismo pensar que este culto tiene en su favor una mies de frutos espirituales tan
copiosos como consoladores, que de ella se han derivado para la Iglesia: innumerables
conversiones a la religión católica, reavivada vigorosamente la fe en muchos espíritus,
más íntima la unión de los fieles con nuestro amantísimo Redentor; frutos todos estos
que, sobre todo en los últimos decenios, se han mostrado en una forma tan frecuente como
conmovedora.
Al contemplar este
admirable espectáculo de la extensión y fervor con que la devoción al sacratísimo
Corazón de Jesús se ha propagado en toda clase de fieles, Nos sentimos ciertamente
llenos de gozo y de inefable consuelo; y, luego de dar a nuestro Redentor las obligadas
gracias por los tesoros infinitos de su bondad, no podemos menos de expresar Nuestra
paternal complacencia a todos los que, tanto del clero como del elemento seglar, con tanta
eficacia han cooperado a promover este culto.
33. Aunque la devoción
al Sagrado Corazón de Jesús, Venerables Hermanos, ha producido en todas partes
abundantes frutos de renovación espiritual en la vida cristiana, sin embargo, nadie
ignora que la Iglesia militante en la tierra y, sobre todo, la sociedad civil no han
alcanzado aún el grado de perfección que corresponde a los deseos de Jesucristo, Esposo
Místico de la Iglesia y Redentor del género humano. En verdad que no pocos hijos de la
Iglesia afean con numerosas manchas y arrugas el rostro materno, que en sí mismos
reflejan; no todos los cristianos brillan por la santidad de costumbres, a la que por
vocación divina están llamados; no todos los pecadores, que en mala hora abandonaron la
casa paterna, han vuelto a ella, para de nuevo vestirse con el vestido precioso[115] y
recibir el anillo, símbolo de fidelidad para con el Esposo de su alma; no todos los
infieles se han incorporado aún al Cuerpo Místico de Cristo. Hay mas. Porque si bien Nos
llena de amargo dolor el ver cómo languidece la fe en los buenos, y contemplar cómo, por
el falaz atractivo de los bienes terrenales, decrece en sus almas y poco a poco se apaga
el fuego de la caridad divina, mucho más Nos atormentan las maquinaciones de los impíos
que, ahora más que nunca, parecen incitados por el enemigo infernal en su odio implacable
y declarado contra Dios, contra la Iglesia y, sobre todo, contra Aquel que en la tierra
representa a la persona del Divino Redentor y su caridad para con los hombres, según la
conocidísima frase del Doctor de Milán: (Pedro) es interrogado acerca de lo que se duda,
pero no duda el Señor; pregunta no para saber, sino para enseñar al que, antes de
ascender al cielo, nos dejaba como "vicario de su amor"[116].
34. Ciertamente, el
odio contra Dios y contra los que legítimamente hacen sus veces es el mayor delito que
puede cometer el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios y destinado a gozar de su
amistad perfecta y eterna en el cielo; puesto que por el odio a Dios el hombre se aleja lo
más posible del Sumo Bien, y se siente impulsado a rechazar de sí y de sus prójimos
cuanto viene de Dios, une con Dios y conduce a gozar de Dios, o sea, la verdad, la virtud,
la paz y la justicia[117].
Pudiendo, pues,
observar que, por desgracia, el número de los que se jactan de ser enemigos del Señor
eterno crece hoy en algunas partes, y que los falsos principios del materialismo se
difunden en las doctrinas y en la práctica; y oyendo cómo continuamente se exalta la
licencia desenfrenada de las pasiones, ¿qué tiene de extraño que en muchas almas se
enfríe la caridad, que es la suprema ley de la religión cristiana, el fundamento más
firme de la verdadera y perfecta justicia, el manantial más abundante de la paz y de las
castas delicias? Ya lo advirtió nuestro Salvador: Por la inundación de los vicios, se
resfriará la caridad de muchos[118].
35. Ante tantos males
que, hoy más que nunca, trastornan profundamente a individuos, familias, naciones y orbe
entero, ¿dónde, Venerables Hermanos, hallaremos un remedio eficaz? ¿Podremos encontrar
alguna devoción que aventaje al culto augustísimo del Corazón de Jesús, que responda
mejor a la índole propia de la fe católica, que satisfaga con más eficacia las
necesidades espirituales actuales de la Iglesia y del género humano? ¿Qué homenaje
religioso más noble, más suave y más saludable que este culto, pues se dirige todo a la
caridad misma de Dios?[119]. Por último, ¿qué puede haber más eficaz que la caridad de
Cristo -que la devoción al Sagrado Corazón promueve y fomenta cada día más- para
estimular a los cristianos a que practiquen en su vida la perfecta observancia de la ley
evangélica, sin la cual no es posible instaurar entre los hombres la paz verdadera, como
claramente enseñan aquellas palabras del Espíritu Santo: Obra de la justicia será la
paz[120].
Por lo cual, siguiendo
el ejemplo de Nuestro inmediato Antecesor, queremos recordar de nuevo a todos Nuestros
hijos en Cristo la exhortación que León XIII, de i. m., al explicar el siglo pasado,
dirigía a todos los cristianos y a cuantos se sentían sinceramente preocupados por su
propia salvación y por la salud de la sociedad civil: Ved hoy ante vuestros ojos un
segundo lábaro consolador y divino: el Sacratísimo Corazón de Jesús... que brilla con
refulgente esplendor entre las llamas. En El hay que poner toda nuestra confianza; a El
hay que suplicar y de El hay que esperar nuestra salvación[121].
Deseamos también
vivamente que cuantos se glorían del nombre de cristianos e, intrépidos, combaten por
establecer el Reino de Jesucristo en el mundo, consideren la devoción al Corazón de
Jesús como bandera y manantial de unidad, de salvación y de paz. No piense ninguno que
esta devoción perjudique en nada a las otras formas de piedad con que el pueblo
cristiano, bajo la dirección de la Iglesia, venera al Divino Redentor. Al contrario, una
ferviente devoción al Corazón de Jesús fomentará y promoverá, sobre todo, el culto a
la santísima ruz, no menos que el amor al augustísimo Sacramento del altar. Y, en
realidad, podemos afirmar -como lo ponen de relieve las revelaciones de Jesucristo mismo a
Santa Gertrudis y a Santa Margarita María- que ninguno comprenderá bien a Jesucristo
crucificado, si no penetra en los arcanos de su Corazón. Ni será fácil entender el amor
con que Jesucristo se nos dio a sí mismo por alimento espiritual, si no es mediante la
práctica de una especial devoción al Corazón Eucarístico de Jesús; la cual -para
valernos de las palabras de Nuestro Predecesor, de f. m., León XIII- nos recuerda aquel
acto de amor sumo con que nuestro Redentor, derramando todas las riquezas de su Corazón,
a fin de prolongar su estancia con nosotros hasta la consumación de los siglos,
instituyó el adorable Sacramento de la Eucaristía[122]. Ciertamente, no es pequeña la
parte que en la Eucaristía tuvo su Corazón, por ser tan grande el amor de su Corazón
con que nos la dio[123].
36. Finalmente, con el
ardiente deseo de poner una firme muralla contra las impías maquinaciones de los enemigos
de Dios y de la Iglesia, y también hacer que las familias y las naciones vuelvan a
caminar por la senda del amor a Dios y al prójimo, no dudamos en proponer la devoción al
Sagrado Corazón de Jesús como escuela eficacísima de caridad divina; caridad divina, en
la que se ha de fundar, como en el más sólido fundamento, aquel Reino de Dios que urge
establecer en las almas de los individuos, en la sociedad familiar y en las naciones, como
sabiamente advirtió Nuestro mismo Predecesor, de p. m.: El reino de Jesucristo saca su
fuerza y su hermosura de la caridad divina: su fundamento y su excelencia es amar santa y
ordenadamente. De donde se sigue necesariamente: cumplir íntegramente los propios
deberes, no violar los derechos ajenos, considerar los bienes naturales como inferiores a
los sobrenaturales y anteponer el amor de Dios a todas las cosas[124].
Y para que la devoción
al Corazón augustísimo de Jesús produzca más copiosos frutos de bien en la familia
cristiana y aun en toda la humanidad, procuren los fieles unir a ella estrechamente la
devoción al Inmaculado Corazón de la Madre de Dios. Ha sido voluntad de Dios que, en la
obra de la Redención humana, la Santísima Virgen María estuviese inseparablemente unida
con Jesucristo; tanto, que nuestra salvación es fruto de la caridad de Jesucristo y de
sus padecimientos, a los cuales estaban íntimamente unidos el amor y los dolores de su
Madre. Por eso, el pueblo cristiano que por medio de María ha recibido de Jesucristo la
vida divina, después de haber dado al Sagrado Corazón de Jesús el debido culto, rinda
también al amantísimo Corazón de su Madre celestial parecidos obsequios de piedad, de
amor, de agradecimiento y de reparación. En armonía con este sapientísimo y suavísimo
designio de la divina Providencia, Nos mismo, con un acto solemne, dedicamos y consagramos
la santa Iglesia y el mundo entero al Inmaculado Corazón de la Santísima Virgen
María[125].
37. Cumpliéndose
felizmente este año como indicamos antes, el primer siglo de la institución de la fiesta
del Sagrado Corazón de Jesús en toda la Iglesia por Nuestro Predecesor Pío IX, de f.
m., es vivo deseo Nuestro, Venerables Hermanos, que el pueblo cristiano celebre en todas
partes solemnemente este centenario con actos públicos de adoración, de acción de
gracias y de reparación al Corazón divino de Jesús. Con especial fervor se celebrarán,
sin duda, estas solemnes manifestaciones de alegría cristiana y de cristiana piedad -en
unión de caridad y de oraciones con todos los demás fieles- en aquella Nación en la
cual, por designio de Dios, nació aquella santa Virgen que fue promotora y heraldo
infatigable de esta devoción.
Entre tanto, animados
por dulce esperanza, y como gustando ya los frutos espirituales que copiosamente han de
redundar -en la Iglesia- de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, con tal de que
ésta, como ya hemos explicado, se entienda rectamente y se practique con fervor,
suplicamos a Dios quiera hacer que con el poderoso auxilio de su gracia se cumplan estos
Nuestros vivos deseos: a la vez que expresamos, también la esperanza de que, con la
divina gracia, como fruto de las solemnes conmemoraciones de este año, aumente cada vez
más la devoción de los fieles al Sagrado Corazón de Jesús, y así se extienda más por
todo el mundo su imperio y reino suavísimo: reino de verdad y de vida, reino de santidad
y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz[126].
Como prenda de estos
dones celestiales, os impartimos de todo corazón la Bendición Apostólica, tanto a
vosotros personalmente, Venerables Hermanos, como al clero y a todos los fieles
encomendados a vuestra pastoral solicitud, y especialmente a todos los que se consagran a
fomentar y promover la devoción al Sacratísimo Corazón de Jesús.
Dado en Roma, junto a
San Pedro, el 15 de mayo de 1956, año décimoctavo de Nuestro Pontificado.
57. Eph. 2, 7.
58. Hebr. 10, 5-7, 10.
59. Registr. epist. 4,
ep. 31 ad Theodorum medicum PL 77, 706.
60. Marc. 8, 2.
61. Mat. 23, 37.
62. Ibid. 21, 13.
63. Ibid. 26, 39.
64. Ibid. 26, 50; Luc.
22, 48.
65. Luc. 23, 28. 31.
66. Ibid. 23, 34.
67. Mat. 27, 46.
68. Luc. 23, 43.
69. Io. 19, 28.
70. Luc. 23, 46.
71. Ibid. 22, 15.
72. Ibid. 22, 19-20.
73. Mal. 1, 11.
74. De sancta
virginitate 6 PL 40, 399.
75. Io. 15, 13.
76. 1 Io. 3, 16.
77. Gal. 2, 20.
78. Cf. S. Th. Sum.
theol. 3, 19, 1: ed. Leon. 11 (1903) 329.
79. Sum. theol. Suppl.
42, 1 ad 3: ed. Leon. 12 (1906) 81.
80. Hymn. ad Vesp.
Festi Ssmi. Cordis Iesu.
81. 3, 66, 3 ad 3: ed.
Leon. 12 (1906) 65.
82. Eph. 5, 2.
83. Ibid. 4, 8. 10.
84. Io. 14, 16.
85. Col. 2, 3.
86. Rom. 8, 35. 37-39.
87. Eph. 5, 25-27.
88. Cf. 1 Io. 2, 1.
89. Hebr. 7, 25.
90. Ibid. 5, 7.
91. Io. 3, 16.
92. S. Bonaventura,
Opusc. X Vitis mystica 3, 5: Opera Omnia, Ad Claras Aquas (Quaracchi) 1898, 8, 164. -Cf.
S. Th. 3, 54, 4: ed. Leon. 11 (1903) 513.
93. Rom. 8, 32.
94. Cf. 3. 48, 5: ed.
Leon 11 (1903) 467.
95. Luc. 12, 50.
96. Io. 20, 28.
97. Ibid. 19, 37; cf.
Zach. 12, 10.
98. Cf. litt. enc.
Miserentissimus Redemptor: A.A.S. 20 (1928) 167-168.
99. Cf. A. Gardellini
Decreta authentica (1857) n. 4579, tomo 3, 174.
100. Cf. Decr. S. C.
Rit. apud N. Nilles, De rationibus festorum Sacratissimi Cordis Iesu et purissimi Cordis
Mariae, 5a. ed. Innsbruck, 1885, tomo 1, 167.
101. Eph. 3, 14, 16-19.
102. Tit. 3, 4.
103. Io. 3, 17.
104. Ibid. 4, 23-24.
105. Innocentius XI,
constit. ap. Coelestis Pastor, 19 nov. 1687: Bullarium Romanum, Romae 1734, tomo 8, 443.
106. 2. 2.ae 81, 3 ad
3: ed. Leon. 9 (1897) 180.
107. Io. 14, 6.
108. Ibid. 13, 34; 15,
12.
109. Ier. 31, 31.
110. Comment. in Evang.
S. Ioann. 13, lect. 7, 3: ed. Parmae, 1860, tomo 10, p. 541.
111. 2. 2.ae 82, 1: ed.
Leon. 9 (1897) 187.
112 Ibid. 1, 38, 2: ed.
Leon. 4 (1888) 393.
113. Marc. 12, 30; Mat.
22, 37.
114. Cf. Leo XIII, enc.
Annum Sacrum: AL 19 (1900) 71 sq. -Decr. S. C. Rituum, 28 iun. 1899, in Decr. Auth. 3, n.
3712. -Pius XI, enc. Miserentissimus Redemtor: A.A.S. 20 (1928) 177 sq. -Decr. S. C. Rit.
29 ian. 1929 A.A.S. 21 (1929) 77.
115. Luc. 15, 22.
116. Exposit. in Evang.
sec. Lucam. 10, 175 PL 15, 1942.
117. Cf. S. Th. Sum.
theol. 2. 2.ae 34, 2 ed. Leon. 8 (1895) 274.
118. Mat. 24, 12.
119. Cf. enc.
Miserentissimus Redemptor: A.A.S. 20 (1928) 166.
120. Is. 32, 17.
121. Enc. Annum Sacrum:
AL 19 (1900) 79. -Enc. Miserentissimus Redemptor: A.A.S. 20 (1928) 167.
122. Litt. ap. quibus
Archisodalitas a Corde Eucharistico Iesu ad S. Ioachim de Urbe erigitur, 17 febr. 1903; AL
22 (1903) 307 sq.; cf. enc. Mirae caritatis, 22 maii 1902: AL 22 (1903) 116.
123. S. Albertus M. De
Eucharistia, dist. 6, tr. 1, c. 1: Opera Omnia ed. Borgnet, vol. 38, Parisiis 1890, p.
358.
124. Enc. Tametsi: AL
20 (1900) 303.
125. Cf. A.A.S. 34
(1942) 345 sq.
126. Ex. Miss. Rom.
Praef. Iesu Christi Regis
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