SUMARIO: I. Piedad
cristiana y ejercicios de piedad: 1. Contexto semántico y ámbito de
significación; 2. Historia cristiana y ejercicios de piedad - II. Religiosidad
cristiana y ejercicios de piedad: 1. Piedad cristiana: teocentrismo y
antropocentrismo; 2. Ejercicios de piedad y economía salvífica - III. Algunos
ejercicios de piedad: 1. El rosario; 2. El viacrucis; 3. Ejercicios de piedad
eucarística.
1. Piedad cristiana
y
ejercicios de piedad
1. CONTEXTO
SEMÁNTICO Y ÁMBITO DE
SIGNIFICACIÓN - Para enfocar con exactitud la naturaleza de los ejercicios de
piedad practicados en la comunidad cristiana y para discernir la espiritualidad
de la que han nacido y a la cual se orientan, es indispensable una adecuada
determinación de la noción de "piedad" cristiana. A este respecto, si bien el
lenguaje cristiano tomó indudablemente el término "piedad" del equivalente
latino "pietas", modificó, sin embargo, su acepción en diversa medida,
introduciendo en él algunas connotaciones bíblicas y caracterizándolo en el
transcurso de los siglos con matices diversos. No siendo posible en este lugar
recorrer todas las diversas etapas históricas en las que se precisaron los
contenidos y los ámbitos de significación de la noción de piedad cristiana, nos
limitaremos a subrayar los aspectos que la especifican a partir ya de su
significado latino originario, ya del que comúnmente se le atribuye en el
lenguaje contemporáneo.
Comenzando
precisamente por este último aspecto, no es difícil observar que en el lenguaje
actual la noción depiedad aparece notablemente empobrecida si se la compara con
la propia del latín. Para nuestros contemporáneos, la piedad es preferentemente
sinónimo de conmiseración, de compasión por quien sufre o se encuentra en
dificultad; y, aunque catalogable entre los sentimientos humanos más nobles, la
piedad es ante todo un sentimiento que siempre se circunscribe al ámbito de las
relaciones del hombre con sus semejantes o también con las criaturas inferiores.
No es improbable que esta acepción particular de piedad sea, al menos en parte,
fruto de una cierta influencia cristiana; con todo, sigue siendo cierto que
falta en ella una clara connotación religiosa.
La pietas
latina, en cambio, era una actitud (o más precisamente un estilo de vida) que
caracterizaba no sólo los sentimientos, sino también todos los comportamientos
de un inferior en relación con su superior. Su esfera de ejercicio era ante todo
la religiosa, en la cual el hombre piadoso demostraba que sabía relacionarse
convenientemente con la divinidad; mas, sea por el carácter familiar de algunas
divinidades (los penates, los lares), sea por la pertenencia a un mundo que en
cierto modo divinizaba a los antepasados, la piedad amplió su espacio hasta
incluir el mundo familiar e incluso, después, el social. La piedad era la
actitud que más que ninguna otra debía distinguir las relaciones que los
miembros de la familia mantenían con el pater familias y,
correlativamente, con la autoridad civil (el emperador), con los educadores,
etc. Sin embargo, a pesar de esta su capacidad nativa de extenderse en sentido
horizontal, conserva una orientación unidireccional y ascendente. En la esfera
humana, y sobre todo en la religiosa, la piedad latina es siempre una actitud
virtuosa que, partiendo de abajo, es siempre ascendente, del hombre a Dios. En
cambio, la piedad cristiana se caracteriza sobre todo por el siguiente punto de
vista: aunque conserva todas las dimensiones de la pietas latina y,
por tanto, su orientación ascendente, tiene como característica la de ser
antes una actitud de Dios respecto al hombre que del hombre respecto a Dios. En
toda la Biblia aparece continuamente la enseñanza de que Dios es la fuente misma
de la piedad, ya sea porque la piedad es un comportamiento típico de Dios
respecto al género humano, y a su pueblo en particular, ya porque la piedad que
los hombres nutrenentre sí debe ser una imitación de la que Dios tiene hacia
nosotros. Para comprender la riqueza de la enseñanza bíblica sobre la piedad de
Dios, habría que integrarla en todo lo que la Biblia dice sobre la bondad y
misericordia de Dios (heset) y, más aún, sobre su fidelidad ('emet);
ante todo, esta integración resulta indispensable cuando se quiere captar el
sentido en que la piedad humana ha de ser imitación de la divina, tanto en los
casos de piedad interhumana como sobre todo en los de piedad del hombre hacia
Dios. Sin embargo, bastará tener presente que Cristo es a la vez la
manifestación y realización plena así de la piedad de Dios con los hombres como
de la piedad de los hombres hacia Dios. De la constatación de que cualquier
aspecto de la piedad está tipificado en Cristo, pueden derivarse innumerables
consideraciones; luego, volveremos sobre algunas; por el momento sólo interesa
dar con lo que nos indica cómo pasar de la consideración de la naturaleza de la
piedad cristiana a la consideración de los ejercicios de piedad.
Ya como signo real
de la piedad de Dios hacia los hombres, ya como tipo del hombre piadoso, Cristo
enseña que la piedad no puede nunca reducirse a un puro sentimiento, porque se
expresa siempre en actitudes concretas; en esta perspectiva, Cristo mismo puede
ser considerado en cierto modo un "exercitium pietatis". Ya en el s. tu escribía
san Cipriano: "Christi adventu, qui exercitio et exemplo hominis fungeretur" (CSEL
3, 1, 1868, p. 29); pero, mientras que el texto de Cipriano usa el término "exercitium"
en la acepción que le era propia en el lenguaje latino profano, a saber, acción
que requiere esfuerzo y empeño, ya sea que se trate de actividad manual o de
actividad de pensamiento, el texto que con mayor probabilidad ha influido en la
locución cristiana "ejercicios de piedad" es el texto de Pablo que dice:
"Ejercítate en la piedad, pues el ejercicio corporal es de poca utilidad; pero
la piedad es útil para todo" (1 Tim 4,7-8). Sin descuidar el hecho de que el
texto paulino da a la noción de piedad y a su ejercicio una extensión muy
amplia, "ad omnia utilis est", es justo subrayar que con toda verosimilitud este
texto constituye el origen de la antiquísima distinción entre "exercitia
corporalia", con los que se indicaba sobre todo la práctica de la mortificación
y de la ascesis cristiana y "exercitia spiritualia", que indicaban especialmente
las diversas formas de oración. Esta es, por ejemplo, la perspectiva del
Ambrosiaster, el cual, comentando precisamente el texto paulino, subraya la
diferencia que existe entre "exercitium corporale" y "pietas" (PL 17, 473-474).
Así pues, desde los primeros siglos, mientras que la palabra "exercitium" entra
en el lenguaje cristiano para indicar el empeño que el discípulo de Cristo debe
poner tanto en la práctica de la virtud como en la práctica de la oración, la
expresión "exercitia spiritualia" se emplea sobre todo para indicar la oración.
Con todo, aun siendo muy antigua la identificación entre ejercicios de piedad y
actividad de oración, la expresión "ejercicios de piedad" encontraría en el
decurso de la historia cristiana diversas variaciones de significado, que
merecen resaltarse.
2. HISTORIA
CRISTIANA Y EJERCICIOS DE PIEDAD - De los documentos que poseemos se
desprende con gran evidencia que, desde la era apostólica (He 2,42) y durante
los primeros siglos de vida cristiana, la práctica de la oración se ejercitaba
de forma preferentemente comunitaria y en el ámbito de la celebración litúrgica.
La oración personal ciertamente tenía su espacio; pero el "exercitium" de la
piedad cristiana se identificaba más fácilmente con las diversas formas de
acción litúrgica. Además, mientras las comunidades cristianas fueron pequeñas y
vivieron diseminadas, las celebraciones litúrgicas, sin perder su naturaleza
íntima y común de "memorial" de los misterios salvíficos de Cristo, se
diferenciaban notablemente a nivel ritual. Lo cual, al consentir una notable
creatividad y, por tanto, una buena respuesta a las exigencias de cada contexto
cultural concreto, permitía a las celebraciones litúrgicas ser por igual
expresión de la piedad comunitaria y de la individual. Cuando, algunos siglos
después, la comunidad eclesial tuvo la posibilidad de extenderse por todas
partes y de darse una estructuración más completa y orgánica, la liturgia se
hizo más homogénea y prácticamente idéntica, incluso a nivel ritual, en amplias
zonas territoriales. Este proceso de homogeneización, mientras que, por una
parte, daría a pueblos étnica y culturalmente diversos la ventaja de expresar
también visiblemente, a través de ritos idénticos, la unidad de su fe, por otra,
conferiría a las celebraciones litúrgicas aquel tono de carácter oficial que
inevitablemente limita las posibilidades expresivas de las tradiciones locales y
de la piedad personal, las cuales desde este momento sentirían más la necesidad
de reservarse otros espacios vitales.
Pero, en conexión
con este primer factor que caracterizó a las primeras apariciones de ejercicios
de piedad menos comunitarios y, en todo caso, distintos de la celebración
litúrgica, debemos recordar un segundo factor determinante. Con la aparición de
la vida cenobítica y, sucesivamente, de la monástica, los ejercicios de piedad
distintos de la celebración litúrgica no sólo tuvieron un relieve más evidente,
sino que se convirtieron en un elemento esencial de la espiritualidad cristiana.
En las diversas escuelas monásticas de la alta Edad Media, en las cuales se
seguía concediendo amplio espacio a la piedad litúrgica y a la oración
comunitaria, los ejercicios de piedad fueron tema de diversos tratados
doctrinales, se convirtieron en expresión de un método de oración —como la "meditatio",
la "oratio" y la "contemplatio" (Scala Claustralium, PL 184,
475-484)— y muy pronto adoptaron formas bien determinadas. En este contexto y
con el correr del tiempo, los ejercicios de piedad experimentaron otras dos
modificaciones: una consiste en un proceso que podríamos llamar de
interiorización; otra, en cierto modo en contraste con la primera, viene dada
por la progresiva identificación de los ejercicios de piedad con determinadas
formas de devoción en honor del Señor, de María y de los santos.
El proceso de
interiorización puede encontrarse sobre todo en aquellos ejercicios de
piedad [>Meditación, examen de conciencia (>Revisión de vida), etc.] que
pretendían formar en una oración entendida como relación directa y personal de
Dios y, en consecuencia, sustraída a todo peligro de disipación externa,
comprendida la misma enunciación oral de la oración. Todo esto, si, por una
parte, ha de darle a la oración la posibilidad de ser más sentida e incluso de
construirse como auténtica "elevación de la mente a Dios", por otra, acentuaría
la distinción entre piedad litúrgica y piedad personal y, en todo caso, sería la
premisa remota que llevaría a vincular de forma progresiva algunos ejercicios de
piedad con estados particulares de vida cristiana. Ello pondría de manifiesto, a
su vez, algunos aspectos ventajosos, pero también otrosque no lo fueron; entre
las ventajas hay que recordar el hecho de que los ejercicios de piedad
favorecieron la afirmación o la especificación de las diversas espiritualidades,
mientras que entre los menos ventajosos hay que registrar el hecho de que no
todos los ejercicios de piedad nacieron en correspondencia con las exigencias
efectivas de los diversos estados de vida. De esta manera los ejercicios de
piedad, que hubieran debido favorecer el nacimiento de espiritualidades
diversas, en realidad consiguieron el resultado contrario; en efecto, los
ejercicios de piedad típicos y adaptados a una espiritualidad monástica se
impusieron prácticamente también a estados de vida que no podían tener como
propia aquella espiritualidad. A este hecho se debe también el que, en los
siglos posteriores, la espiritualidad del clero secular y la de los mismos
laicos no fuera otra cosa que una espiritualidad monástica a escala reducida.
En cuanto al
enlace de los ejercicios de piedad con las diversas prácticas devocionales,
hay .que observar que, si bien, por una parte, marca la progresiva afirmación de
una piedad popular que procede por caminos no siempre fáciles de controlar, por
otra, parece institucionalizar una cierta relación entre piedad litúrgica y
piedad popular. Sin embargo, en la práctica, y en una visión retrospectiva, se
debe reconocer que, aunque en los comienzos la celebración litúrgica consiguió
transmitir algún rasgo de sus características típicas a la piedad popular y a
las prácticas devocionales en que se expresaba, con el correr del tiempo estas
últimas se impusieron hasta cierto punto a la celebración litúrgica. Esta
simbiosis entre piedad popular y piedad litúrgica tenia una razón de ser
profunda y hubiera podido disponer de una notable carga formativa; por
desgracia, lenta y progresivamente fue degenerando y, en lugar de procurarle a
la acción litúrgica la posibilidad de exaltar y transformar los valores más
verdaderos de la cultura y de las tradiciones locales, así como de la misma
piedad personal, permitió que la acción litúrgica se diluyera en simples
ejercicios de piedad, además no siempre rectamente entendidos. A título
puramente de ejemplo, mencionamos la progresiva transformación de la celebración
sacramental de la penitencia en una práctica devocional, en la cual las
instancias individuales parecen prevalecer sobre las eclesiales, y la relación
entre penitencia virtud y penitencia sacramento se atenuó a veces más de lo
permitido; el desarrollo de algunas prácticas de piedad eucarística, por otra
parte laudables, pero no siempre en condiciones de subrayar su necesaria
referencia a la celebración eucarística por excelencia, la santa misa; y, por
último, el predominio del santoral sobre la parte temporal dentro del calendario
litúrgico. Cada uno de estos hechos merecería un análisis más detallado;
no sólo para darles una ubicación histórica precisa, sino sobre todo para evitar
formular respecto a ellos demasiado precipitadamente un juicio positivo o
negativo; en todo caso, es cierto que el nacimiento o el desarrollo de algunos
ejercicios de piedad no supieron crear una justa sincronización entre piedad
litúrgica y piedad popular y personal. No siendo posible detenernos más en este
tema, nos contentamos aquí con recordar que en el lapso de tiempo en que
tuvieron lugar las modificaciones indicadas (ss. x-xiv), se pueden registrar los
primeros síntomas de algunos ejercicios de piedad que luego encontrarían
sistematización definitiva: el oficio de la Virgen, el rosario, el viacrucis, el
ángelus, etc.
Después del
concilio de Trento, el cual, entre otras cosas, hubo de proceder a la reforma de
la vida monástica y religiosa y a la institución de los seminarios para la
formación del clero, algunos ejercicios de piedad, como la meditación y el
examen de conciencia cotidianos, algunas prácticas de piedad eucarística (varias
formas de adoración privada), la misma confesión frecuente y el rosario, se
convirtieron en elemento indispensable de la espiritualidad religiosa y
clerical; muy pronto estos ejercicios de piedad fueron institucionalizados por
las constituciones y por las reglas de las diversas familias religiosas y por
los seminarios, y algún ejercicio fue objeto de disposiciones canónicas bien
precisas.
Para el mundo de
los simples fieles, las cosas siguieron otro rumbo. Dada la imposibilidad de
institucionalizar la vida de los fieles, su espiritualidad quedó en cierto modo
desguarnecida y abierta a toda iniciativa privada. De esta manera, mientras que,
por una parte, los ejercicios de piedad típicos de la vida religiosa y clerical
se convirtieron casi en un ideal nostálgico que los mejores fieles podían
siempre, en alguna medida, tratar de alcanzar, por otra, nació una amplia
disponibilidad para toda práctica devocional y para los ejercicios que la
expresaban. El ejercicio de piedad que más que ningún otro caracterizaría la
religiosidad de los fieles particulares y de las familias cristianas seria el
rosario. En este período, en el que la piedad cristiana se identifica cada vez
más con la práctica de los ejercicios de piedad, la piedad personal y la piedad
litúrgica parecen caminar por caminos divergentes; la piedad personal se sentía
mejor servida por los ejercicios de piedad que por las celebraciones litúrgicas,
las cuales a veces quedaron reducidas a simples ocasiones para que los
particulares pudieran dedicarse a sus ejercicios de piedad personal.
Para encontrar los
primeros síntomas de un acercamiento, habría que esperar a finales del siglo
pasado y a los primeros decenios del presente, época en que el movimiento
litúrgico desplegaría todos sus esfuerzos, tanto a nivel pastoral como a nivel
teológico, para colocar de nuevo la vida litúrgica en el centro de la piedad
cristiana. Desde entonces a nuestros días se ha hecho un largo camino; las
dificultades que hubo que superar no fueron pocas; pero es preciso reconocer
también que se consiguieron no pocos éxitos. Por otra parte, es innegable que el
camino que queda por recorrer es todavía largo; no se han eliminado todos los
obstáculos y, además, a las dificultades de siempre se han añadido otras nuevas.
En sustancia, el problema fundamental es el de encontrar una posición justa de
equilibrio, que permita que la liturgia se afirme como momento privilegiado de
la piedad cristiana sin que prive con ello de todo espacio a la piedad personal,
la cual, reafirmando sus innegables y auténticos valores, debe renunciar a ver
la celebración litúrgica como un "exercitium" que no la consiente, o la
consiente demasiado poco, realizarse a sí misma.
II. Religiosidad cristiana y
ejercicios de piedad
1. PIEDAD
CRISTIANA: TEOCENTRISMO Y ANTROPOCENTRISMO - Si bien el problema que más resalta
es el de encontrar el modo de evitar que la liturgia sofoque los ejercicios de
piedad y viceversa, cualquier solución adecuada resultará muy improbable si
antes no se ha resuelto el problema de un equilibrio más fundamental, a saber,
el de la tensión teocéntrica y antropocéntrica de la piedad cristiana. Puesto
que la cristiana es una religiosidad de alianza, donde a cada afirmación de Dios
debe corresponder una afirmación del hombre, es bastante fácil concluir que, en
principio, dicha tensión no puede ni debe constituir una alternativa; igualmente
en principio, es también más simple y expeditivo afirmar que la piedad cristiana
debe ser simultáneamente teocéntrica y cristocéntrica [>Cristocentrismo]. Mas la
solución del problema en estos términos, por exacta que sea, no puede
considerarse satisfactoria, si no es sobre la base de una comprobación concreta
de las posibilidades efectivas de convergencia que encuentran la animación
teocéntrica y la antropocéntrica en el ámbito de los ejercicios de piedad. Si es
ya dificil discernir y describir la convergencia dentro de cualquier actitud de
oración —bastaría pensar en la problemática de la noción misma de la oración y
en las diversas soluciones, a veces reductivas, a veces simplemente evasivas,
que se han dado—, todavía es más difícil configurarla allí donde se trata de un
"exercitium" que da a la actitud de oración un "modus" que acentúa y amplia
todas las razones de la problematicidad de la oración misma. Para un análisis a
fondo de esta cuestión, remitimos a estudios más detallados y específicos; aquí
bastará con destacar algunos factores que pueden contribuir, y de hecho han
contribuido, a desequilibrar la relación teocentrismo-antropocentrismo en la
práctica de los ejercicios de piedad.
En la medida en que
los ejercicios de piedad que se han afirmado y difundido en los diversos estados
de vida cristiana no son otra cosa que una edición adaptada de los ejercicios de
piedad nacidos expresamente para la vida monástica, dan vía libre a un proceso
de sacralización de los mismos ejercicios y, por tanto, de acentuación indebida
de su dimensión teocéntrica. Aunque también la vida monástica debe comprender un
testimonio justo de búsqueda equilibrada y simultánea de la gloria de Dios y de
la promoción humana, el hecho es que, en la consideración más común, la elección
monástica se ha convertido en el prototipo de una vida consagrada enteramente a
Dios frente a otras formas de vida que no se pueden consagrar totalmente a él.
Los ejercicios de piedad de la vida monástica, escalonados en tiempos fijos
durante la jornada, se convierten, pues, en la expresión de una existencia que
puede disponer libremente de todo su tiempo para encontrarse con Dios. En los
otros estados de vida que no pueden disponer con igual libertad de su tiempo,
los ejercicios de piedad se convierten en el momento privilegiado, y único, en
el que se cree poder dar a Dios al menos una parte de aquella vida y de aquel
tiempo que no se le pueden dedicar íntegramente. De ahí se derivan dos
consecuencias: una escisión inevitable entre vida de piedad y vida llamada
profana, y la identificación ya señalada entre piedad cristiana y ejercicios de
piedad; los ejercicios de piedad, que deben ser expresión de una vida "piadosa"
en toda su extensión, se convierten, en cambio, en el hecho discriminante entre
una vida piadosa y una vida no piadosa; de ahí se derivará también el
significado despectivo de la expresión "hombre piadoso".
Sin embargo, casi
como reacción inevitable, a una exasperada acentuación del teocentrismo de los
ejercicios de piedad corresponderá una desordenada animación antropocéntrica de
los mismos: la oración recitada (palabra del hombre) se antepone a la
oración-escucha (de la palabra de Dios), y la oración de petición prevalece
sobre la oración eucológica de bendición y de agradecimiento.
Las opciones
viables para aportar los necesarios correctivos a cada una de las dos formas de
desequilibrio arriba aludidas son muchas; pero aquí es preciso recordar algunos
principios formulados ya claramente por el magisterio de la Iglesia. Las
enseñanzas del Vat. II han echado las bases de un camino provechoso en este
sentido, ya sea afirmando la vocación universal a la santidad, y por tanto
también la de quienes viven en el mundo (véase en particular LG 39-42), ya
declarando que "el cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a
sus deberes con el prójimo, falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios
y pone en peligro su eterna salvación" (GS 43). Al principio de este párrafo se
decía que es preciso evitar que la liturgia sofoque los ejercicios de piedad
personal y que éstos se conviertan a su vez en sustituto de la liturgia; sin
embargo, las dos afirmaciones del Vat. II arriba citadas nos ayudan a comprender
que se debe evitar también toda situación de conflictividad entre ejercicios de
piedad y ejercicio de la actividad profesional. Si quisiéramos traducir esta
indicación en términos más concretos aún, habría que decir que a situaciones de
vida diversas deben corresponder ejercicios de piedad diversos, que no sólo sean
compatibles con las diversas obligaciones profesionales, sino también capaces de
expresar y de edificar espiritualidades diversas. Por este camino se han dado ya
muchos pasos, bien modificando algunos ejercicios de piedad tradicionalmente en
uso a fin de hacerlos más aptos para las respectivas espiritualidades, bien
creando otros nuevos. A este propósito, para evitar los errores del pasado,
habrá que estimular la creatividad dentro de los estados de vida particulares;
no sólo de los religiosos y clericales, sino en particular de los institutos
seculares y de los diversos grupos de vida eclesial. En todo caso, es necesario
fijar los criterios de fondo que deben corresponder a los ejercicios de piedad.
2. EJERCICIOS DE
PIEDAD Y ECONOMÍA SALVÍFICA - Para que los ejercicios de piedad puedan cumplir
su servicio edificador y expresivo de la espiritualidad cristiana, deben
adaptarse a la economia a la que corresponde toda la historia de la salvación y,
en particular, el máximo "exercitium pietatis", que es Cristo mismo [supra,
1, 1]. En pocas palabras: podría decirse que la función de los ejercicios de
piedad es explicitar simbólicamente los significados más profundos de la
historia de la salvación y ser el punto simbólico de partida de su actuación. En
el fondo, se trata de la misma función que es típica y propia de toda
"'celebración litúrgica, pero con connotaciones personales, temporales y
contingentes, que a ésta no le son posibles.
La primera
explicitación que deben realizar los ejercicios de piedad es la que
concierne a la trascendencia y gratuidad de la historia de la salvación. La
salvación, ya sea en su sentido más global y completo, ya en sus aspectos más
detallados e históricos, es don gratuito de la libre y amorosa iniciativa
divina. El cristiano basa su sano optimismo y su alegría en esta profunda
convicción. En la persuasión de que todo es gracia encuentra sentido la oración
de alabanza y acción de gracias, pero sobre todo la oración de petición. La
petición del cristiano no es jamás el intento, más o menos mágico, de plegar la
voluntad del Omnipotente a la propia, sino, al contrario, el esfuerzo cotidiano
de conformar la propia voluntad a la suya. La misma reiteración de la oración
cristiana, el ejercitarse cada día y/o con determinado ritmo en una práctica de
piedad, además de ser un gesto de obediencia al evangelio, que nos invita a
pedir con la constancia aparentemente obsesiva e inoportuna con que un amigo
llama a la puerta a media noche, subraya claramente que tenemos necesidad de la
gracia cada día. El exercitium cotidiano de piedad connota entonces dos
grandes principios: que el exercitium de lo terrible cotidiano, con su
poder limitador y deprimente, no es posible afrontarlo con nuestras solas
fuerzas; y que este ejercicio de lo cotidiano, vivido en la gracia, debe
transformarse en gracia histórica para nosotros y para los demás. En esta
perspectiva es donde el ejercicio de piedad puede dar a su significación de la
gratuidad de la historia salvífica aquella nota personal, contingente y concreta
que la acción litúrgica no consigue expresar con idéntica inmediatez.
En segundo
lugar, puesto que la economía salvífica ha encontrado su vértice en el
misterio de Cristo, que es misterio de alianza y de encuentro, los ejercicios de
piedad no pueden ser cuestión de aislamiento y de fuga del tiempo, sino de
comprobación y de programación de nuestra historia personal. El ejercicio de
piedad es ciertamente un gesto de obediencia a aquel otro precepto evangélico
que nos estimula a orar a nuestro Padre en secreto, o, si se quiere, de
fidelidad a la invitación a sustraerse a los apremios cotidianos para descansar
un poco; sin embargo, no es nunca el aislamiento idílico, en el cual es difícil
establecer si prevalece la tentación de monopolizar a Dios para uno mismo o la
de excluirse del mundo de los otros. Toda oración cristiana es siempre una
"memoria" de los misterios de Cristo; y, si bien los ejercicios de piedad lo son
sólo analógicamente respecto al "memorial litúrgico" (>Eucaristía 1, 1],
constituyen un momento en el que se somete la propia existencia al juicio
salvífico que Dios ha pronunciado en Cristo. Desde este punto de vista, los
ejercicios de piedad, además de ser una escucha respetuosa del Dios que nos
habla en nuestro hablarle, se convierten en un momento de verificación
penitencial; de una comparación de nuestro ser con el de Cristo, de un cotejo
entre los criterios con que él reguló su existencia y los que regulan la
nuestra, emergen tanto las deficiencias de nuestra vida pasada como las
orientaciones nuevas que hay que adoptar para la futura.
Por último, los
ejercicios de piedad, aun estando al servicio de la piedad personal o de grupo,
no pueden sustraerse a toda connotación comunitaria o católica
(universal). Que toda oración cristiana debe ser católica y, por tanto, ajena a
cualquier animación egoísta, que tiende a privatizar (no sólo las gracias que
Dios nos concede, sino incluso la misma relación personal con Dios), es una
verdad manifiestamente enseñada por el NT. La oración dominical (el
Padrenuestro) es claro ejemplo de ello; en todo caso, es una verdad fundada en
el hecho de que, en la acepción cristiana, la fraternidad universal, que elimina
toda posibilidad de discriminación, no nace de un vinculo étnico, cultural o
estructural, sino del vínculo que liga a todos los hombres, sin excepción
alguna, al único Dios. No es posible ponerse en relación con Dios sin ponerse en
relación con todos aquellos que, al menos a título de criaturas, están en
relación con él. Sin embargo, para limitar este razonamiento, que podría tener
amplias posibilidades de desarrollo, podemos decir que los ejercicios de piedad
deben tener una función análoga a la de los carismas con que Dios nos enriquece.
Si bien los carismas y las vocaciones son un hecho personal, el modo cristiano
de ser fiel al propio carisma y, por tanto, a uno mismo, no es considerar el
carisma como un privilegio, sino transformarlo en un servicio. Incluso los
momentos de oración más intima, como podrían ser la contemplación o la
meditación, deben mantener una apertura a la comunidad eclesial y a la humanidad
entera; no es posible contemplar a Dios y los misterios de su Cristo sin darse
cuenta de que Dios es el padre de todos y que Cristo es el salvador de todo el
mundo; aquello por lo que debemos alabar y dar gracias a Dios, aquello por lo
que podemos gozar en el Señor, es precisamente cuanto nos une a todos los demás;
y, en todo caso, es lo que nos hace desear también para los otros cuanto nos ha
sido concedido.
III. Algunos
ejercicios de piedad
A la luz de cuanto
queda expuesto precedentemente, sería interesante (además de útil) examinar los
diversos ejercicios de piedad que todavía están en uso en la Iglesia, para
determinar sus méritos y la eventual posibilidad de ponerlos al día. Un estudio
adecuado comprendería una investigación a través de varias pistas, que van desde
la reconstrucción histórica de sus orígenes y de su desarrollo a la
determinación de la espiritualidad y de los principios teológicos que los
sustentan, y hasta la síntesis de las enseñanzas más importantes del magisterio
sobre uno u otro ejercicio de piedad. En este lugar, nos limitaremos al análisis
de algunos de los ejercicios de piedad más conocidos y practicados.
1. EL
ROSARIO - El origen del nombre es incierto; se ha emitido
la hipótesis de que el término rosario es una proyección del sánscrito "japamala",
que puede significar bien "colección de oraciones", bien "colección de rosas";
pero, por encima de las incertidumbres en torno a la derivación del nombre,
puede establecerse que la práctica de repetir oraciones un número determinado de
veces es muy antigua y común también a las religiones no cristianas. Ya en el
siglo x existen testimonios de que a los religiosos incapaces de tomar parte en
la recitación del oficio oral (conversi illiterati) se les obligaba a
repetir muchas veces el padrenuestro. Cuando en el siglo XII comenzó a
difundirse el "Ave María", nació lentamente el psalterium B. Mariae V.,
que consistía en la recitación de 150 Avemarías. La división en decenas es
posterior por lo menos en dos siglos, y se atribuye al monje Enrique Egher (t
1408) de la Cartuja de Colonia. En la segunda mitad del siglo xv sería otro
cartujo (Domingo de Prusia, + 1461) quien introdujera el uso de unir la
recitación de las decenas con la contemplación de los misterios de la vida de
Cristo, y, hacia finales del mismo siglo, el dominico Alano de la Roche (+ 1475)
difundiría ampliamente la recitación del rosario; a él se debe la leyenda que
atribuye el origen del rosario a una iniciativa de santo Domingo. Después del
concilio de Trento, la recitación del rosario se convirtió en una práctica común
para la casi totalidad de las familias cristianas y, para hacerla más accesible,
se impuso lentamente el uso de limitar la recitación a sólo cinco decenas cada
vez.
Es indudable que la
estructura del rosario, especialmente desde que a la repetición del ave se
añadió la contemplación de los misterios, está del todo conforme con las
características de la oración cristiana, y por ello el magisterio la ha
recomendado quizá más que ningún otro ejercicio de piedad. Entre los documentos
más recientes, merece ser recordada la exhortación apostólica Marialis
cultus de Pablo VI; no sólo porque pone de manifiesto la índole evangélica del
rosario y sus relaciones con la oración litúrgica, sino también porque formula
una aprobación explícita de algunos ejercicios piadosos que se inspiran en el
rosario: "Queremos indicar y recomendar entre ellos los que incluyen en el
tradicional esquema de las celebraciones de la palabra de Dios algunos elementos
del Rosario de la bienaventurada Virgen María, como, por ejemplo, la meditación
de los misterios y la repetición letánica del saludo del ángel. Tales elementos
adquieren así mayor relieve, al encuadrarlos en la lectura de textos bíblicos,
ilustrados mediante la homilía, acompañados por pausas de silencio y subrayados
con el canto" (Marialis cultus 51).
2. EL
VIACRUCIS - Si bien el viacrucis, en la forma que
todavía se usa ampliamente en nuestros días, no nació hasta el s. xvii, este
ejercicio de piedad tiene sus precedentes históricos en prácticas devocionales
que se remontan al s. xiii. En aquella época, en la que la misma dramatización
de los misterios de Cristo (representaciones sagradas) se hacía en función de
una contemplación y de una catequesis, estaba ya en uso expresar la
coparticipación en la pasión de Cristo haciendo un recorrido que de algún modo
reprodujera la vía dolorosa. En esta práctica prevalecía la imitación sobre la
meditación; sin embargo, la misma meditación se apoyaba en un rico patrimonio de
fe y de doctrina análogo al que animaba la práctica de las peregrinaciones. En
el s. xiv. ya se había advertido la necesidad de añadir la meditación al camino
representativo, pero persistía el gusto de la dramatización; y el viacrucis, que
a veces contaba hasta 47 estaciones, se desarrollaba en recorridos diversos y
adaptados a las diversas posibilidades de reconstrucción escénica de la pasión.
Estas prácticas, aunque se atenían sustancialmente a los relatos evangélicos de
la pasión, se vivían con una total apertura a acoger todas las leyendas (caídas,
Verónica, etc.) florecidas en torno al tema de la pasión de Cristo. Dos siglos
después, el carmelita Jean Van Paesschen nos da por primera vez noticia de un
viacrucis de 14 estaciones; pero el testimonio de un viacrucis de 14 estaciones
que se siguen unas a otras en el orden y con los episodios que nosotros
conocemos, lo encontramos en España sólo en la primera mitad del s. xvii.
Para otorgar a este
"piadoso ejercicio" el justo puesto que le corresponde en la vida de piedad del
pueblo cristiano, parece oportuno aportarle algunas modificaciones. Recordemos
tres, en particular. Ante todo hay que eliminar aquellos elementos legendarios
que pueden favorecer el sentimentalismo religioso, pero que no son ni necesarios
ni útiles para edificar una auténtica piedad cristiana. En segundo lugar, las
oraciones, más o menos retóricas y casi siempre incapaces de poner de relieve
las enseñanzas más profundas de la passio Christi, habrá que sustituirlas
por la lectura de trozos bíblicos oportunamente elegidos; la meditación y la
contemplación obtendrá de ello mayores beneficios. En tercer lugar, tornando en
consideración más justamente el lazo indisoluble existente entre la pasión y la
resurrección de Cristo, habrá que completar el viacrucis con algunas estaciones
que, subrayando la victoria de Jesús sobre el sufrimiento y la misma muerte, den
una visión más unitaria del misterio pascual y, al mismo tiempo, un significado
más completo a todo el problema de la existencia humana redimida'.
3. EJERCICIOS
DE PIEDAD EUCARÍSTICA - La piedad
cristiana, que ha visto siempre en el sacramento de la eucaristía el vértice de
la vida religiosa, ha creado en torno a la eucaristía numerosos ejercicios de
piedad. Algunos se han convertido en verdaderas celebraciones litúrgicas —como
las procesiones, la bendición eucarística, las cuarenta horas, las adoraciones
solemnes—; otros, en cambio, han permanecido dentro del ámbito de la piedad
personal —como las horas de adoración, la visita al SS. Sacramento, etc.—. Cada
una de estas prácticas de piedad eucarística posee una historia propia, que
puede reconstruirse documentalmente; pero a nosotros nos basta con observar que,
en la gran mayoría de los casos, han tenido una única matriz histórico-cultural.
Se trata de la exigencia de proclamar la fe en la "transubstanciación" y, más
precisamente, en la realidad de la presencia de Cristo en la eucaristía,
cuestionada primero por la controversia berengariana (s. xl) y, luego, por la
Reforma (s. xvi) [>Eucaristía II; III, 2].
Sin atenuar los méritos de estas prácticas de piedad y la notable importancia
que han tenido en la formación del pueblo cristiano, queremos subrayar, sin
embargo, algunos condicionamientos que se han derivado de aquella matriz y que
debieran superarse para dar una mayor autenticidad a algunas formas de piedad
eucarística'. La importancia de afirmar la "presencia real" está fuera de
discusión; pero es cierto que, en la medida en que la afirmación de la presencia
real se convirtió en fin en sí misma y dejó caer en la sombra las razones de
esta presencia y la economía salvífica a la que corresponde, los ejercicios de
piedad eucarística, además de separarse más de lo debido de la santa misa casi
hasta imponerse a ella, degeneraron en una especie de triunfalismo eucarístico o
en formas de torcido pietismo. El lenguaje de cierta predicación o de algunos
manuales de piedad es prueba de ello; a veces se habla del Cristo eucarístico
como del "divino prisionero" o del "huésped solitario", mientras que en otros
casos se habla del Cristo "colocado en el trono" de los altares o de los
"triunfos" eucarísticos que se realizan en las procesiones. La intemperancia de
este lenguaje no debiera preocupar mucho, si no revelase una cierta mentalidad o
no favoreciera una piedad deformada.
Las prácticas de piedad eucarística no deben ser expresión de una voluntad de
mayor aproximación física a Cristo o del deseo de hacerle salir de un supuesto
estado de abandono y aislamiento. Puesto que Jesucristo está presente en la
eucaristía realmente, pero de modo sacramental, nuestras relaciones con él no
pueden resolverse en términos de mayor o menor aproximación física; por otra
parte, lo que se debe proclamar es el triunfo de la economía salvífica, que ha
llevado a Cristo a reinar sirviendo.
La piedad eucarística debe asumir las características de una actividad
sacramental, es decir, debe ser un signo eficaz de la relación personal con
Cristo y, más precisamente, de una relación salvífica en un contexto sacrificial
y eclesial. Se trata de hacer de estos ejercicios una ocasión para asumir el
compromiso de transferir a la vida vivida la economía salvífica de la cual ha
nacidola eucaristía, a saber, la lógica de la cruz, del amor de donación, del
crecer poniéndose al servicio, del afirmarse dándose.
Dígase lo mismo de las funciones solemnes de piedad eucarística; las procesiones
solemnes y las adoraciones solemnes no debieran ser otra cosa que el signo de
nuestra voluntad de reconocer que la economía salvífica proclamada por la
eucaristía debe encontrar aplicación no sólo en nosotros mismos, sino también en
nuestro ambiente (calles, plazas, puestos de trabajo) y en todas las estructuras
de la convivencia humana. Se trata, en una palabra, de someter al juicio
salvífico del misterio eucarístico nuestra vida cotidiana y todos los contextos
existenciales en los que se puede y se debe dar testimonio cristiano.
E. Ruffini
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