jueves, 14 de abril de 2016

El Espíritu Santo como amor personal


Tres son, a mi juicio, las formas de entender la relación entre el Espíritu Santo y el amor como indicaremos brevemente en lo que sigue. Recordemos que la persona o personalidad del Espíritu se encuentra velada en el misterio: podemos esbozar un poco su verdad, pero nunca llegaremos a entenderla plenamente.
1. La primera perspectiva entiende la persona del Espíritu en la línea de realización del ser que culmina su proceso amándose a sí mismo. Más que persona (en el sentido moderno), el Espíritu es modo final de la personalización de un sujeto que, conociéndose, se ama, es decir, descansa en sí mismo, ratificando y fijando su propia realidad. Así puede llamarse «culminación de Dios»: su proceso personal queda completado y clausurado en el amor pleno del Espíritu. Dios no es una línea siempre abierta que jamás llega al descanso, no es un círculo que vuelve sin cesar sobre sí mismo: es línea o círculo cumplido y la meta o realización de su proceso es el Espíritu Santo. Por eso se le llama amor, porque en amor culmina el encuentro del ser (de Dios) consigo mismo. En esta perspectiva se pone de relieve el movimiento de la naturaleza divina que se sabe, dualizándose en Padre e Hijo, y se ama, trinitarizándose en el Espíritu. Los comentaristas suelen discutir sobre la forma en que Tomásde Aquino ha concebido este proceso final de espiración de amor en que surge el Espíritu Santo. Pero casi todos tienden a pensar que en esta línea el Espíritu Santo no aparece como amor dual (de Padre e Hijo) sino como amor de esencia: es la naturaleza divina que, sabiéndose (siendo Padre-Hijo) se ama a sí misma.
Padre e Hijo, separados entre sí en el conocer, no se distinguen ya al amar. Por eso aman los dos como uno sólo, con el amor de la esencia divina que vuelve hacia sí y en sí reposa. De esta forma se completa el proceso personal del Dios que es divino, persona, siendo dueño de sí mismo, conociéndose y amándose. Situados ante esta solución, los teólogos orientales ortodoxos han protestado enérgicamente. Ellos suponen que esta forma de entender la unión de Padre e Hijo en el origen del Espíritu supone un triunfo de la pura esencia: no serían ya las personas las que actúan como tales sino la misma naturaleza de Dios que al amarse suscita (espira) el amor pleno y final del Espíritu Santo.
2. La segunda perspectiva entiende la persona del Espíritu partiendo de la unión dual de Padre e Hijo como personas distintas que se aman. Hemos citado ya a Ricardo de san Víctor. Conforme a su visión, el Espíritu Santo no es amor de esencia sino amor de personas que, ratificando su propia distinción, la sellan en gesto de entrega compartida. Los amantes son por tanto dos y su amor es recíproco y sólo puede mantenerse en la medida en que los dos son diferentes. Hay, un doble acto de amor, pero el amor con que se aman es el mismo, porque uno y otro se entregan de manera total, sin reservarse nada. Por eso, en esta línea, el Espíritu Santo se puede interpretar como el amor de comunión hecho persona: no es amor de uno o de otro, es de los dos y de esa forma es «medio» que les une.
Hasta aquí la reflexión de los diversos autores parece concordante. Las dificultades comienzan cuando se pretende precisar lo que supone esa Persona de Amor que es el Espíritu. Para algunos, ella aparece como persona ambital, campo de amor en que se encuentran Dios y Cristo: es la fuerza de Dios de la que Cristo nace (y resucita); es el amor que Cristo ofrece al Padre para que nosotros podamos realizarnos.
Para otros, el Espíritu se entiende mejor como un nosotros de amor compartido. El yo y tú (del Padre y el Hijo) se encuentran originariamente unidos y sólo existen en la medida (y a medida) que se relacionan. Pero aquí debemos descubrir el tercer elemento: en el fondo del yo-tú se halla el nosotros, no como algo externo o posterior, que les adviene desde fuera, sino como la misma hondura de su encuentro; ésta es la analogía más honda del Espíritu Santo.
3. La última perspectiva ha interpretado el Espíritu como un Tercero común que surge del amor de Padre e Hijo. Esta es la línea que ha desarrollado de manera clásica Ricardo de san Víctor, al hablar del «condilectus». El Espíritu desborda el nivel de amor común (plano ambital); es más que la unidad de amor dual o «condilectio» (co-amor) que constituye el sentido del nosotros; el Espíritu es aquel a quien Padre e Hijo aman en común, es decir el Amigo de Dos o condilecto.
En otras palabras, Hijo y Padre no se limitan a mirarse uno al otro, en amor compartido o común. Ambos se unen y «miran juntos» (en mirada que es de los dos) hacia un tercero, que es como fruto del amor que ambos se tienen. Este amor de dos, convertido en nueva persona, como nuevo centro de vida y conciencia es el Espíritu Santo.
El nosotros del amor sólo culmina y encuentra su sentido pleno allí donde suscita un tercero a quien los dos aman unidos. Ya no se limitan a mirarse uno hacia el otro, en transparencia recíproca: ambos unifican su mirar y miran juntos hacia aquel que es fruto de su amor compartido. Ese tercero, a quien podemos llamar amado de los dos no es propiedad de uno o de otro: es gracia y don que surge de la vida compartida. Por eso es el tercero, está en el fin, como culmen del proceso trinitario. Pero, al mismo tiempo, debemos concebirle como centro o medio en que se implican Hijo y Padre (cf. Santo Tomás, S. Th. 1, 37, 1 ad 3): ellos (Padre e Hijo) sólo pueden vincularse y son distintos cuando están amando juntos a un tercero (Espíritu) que les sirve de centro y les vincula. Por eso, mostrándose en el fin, el Espíritu es garantía del principio: sostiene y culmina todo el proceso trinitario.
Estas observaciones pueden parecer un poco abstractas, separadas de la vida. Sin embago, bien miradas, ellas constituyen el centro y culmen de toda la filosofía personalista de los últimos decenios. En otro tiempo, en la línea de una definición que proviene de Boecio, se solía definir a la persona en clave de «sustancia» (rationalis naturae individua substantia). Es persona el ser racional que existe por sí mismo, en forma individual. Pues bien, de esa manera resultaba muy difícil entender la Trinidad: la que importa es la unión del ser consigo mismo (la autosuficiencia individual); el amor viene a entenderse como algo posterior o secundario.
Pues bien, conforme a la visión que aquí he esbozado, visión que culmina en la teología trinitaria del Espíritu Santo, no se puede hablar de ser (sustancia) para referirse sólo luego al amor, como si fuera algo ulterior o derivado. Conforme a la postura que defiendo, apoyado en la teología trinitaria más representativa de occidente, la misma realidad de las personas viene a definirse como amor, es decir, como relación de generosidad y acogida, como entrega mutua y vida que surge de la comunión dual (del Padre y el Hijo).

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