SUMARIO. I. Introducción: La naturaleza en la liturgia: 1. El cosmos y la
historia de la salvación: a) El hombre inmerso en el universo, b) La
creación, implicada en la historia del hombre, e) El acontecimiento de la
encarnación, d) La sacramentalidad de las cosas, e) La espera escatológica; 2.
Antropología, biblia, liturgia: a) La actividad simbólica, b) El
recorrido metodológico, e) La atención a la antropología - II. Elementos
cósmicos: 1. El agua. El poder evocador del agua; 2. La tipología del agua en la
biblia; 3. El agua en la liturgia; 4. La luz y el fuego; 5. El simbolismo de la
luz; 6. El tema bíblico de la luz; 7. El simbolismo del fuego; 8. El tema
bíblico del fuego; 9. La luz y el fuego en la liturgia; el incienso y la ceniza
- III. Elementos vegetales o agrícolas: 1. El aceite. El simbolismo del olivo y
del aceite; 2. Uso y significado del aceite en el mundo bíblico; 3. Las unciones
en la liturgia; 4. El pan y el vino. Los alimentos y las bebidas para el
banquete sagrado: a) Hambre, alimento, vida, b) El pan y el vino para el
hombre, e) La comida; 5. Pan y vino en la biblia: a) En el AT, b) Las
comidas de Cristo en el evangelio; 6. Indicaciones históricas acerca del uso del
pan y del vino en Occidente para la celebración eucarística; el "antidoron" - IV.
Conclusión: Problemática actual: 1. La verdad de los signos; 2. La adaptación de
los signos; 3. Para una pedagogía del signo; 4. Crear nuevos signos; 5. La
naturaleza, lugar de referencia para el diálogo salvífico.
I. Introducción: La naturaleza en la liturgia
1. EL COSMOS Y LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN. a) El
hombre inmerso en el universo. El cosmos no está
separado de la historia de la salvación; la biblia nos presenta la naturaleza
vinculada a las vicisitudes del hombre. En la biblia, creación y salvación
aparecen como los momentos y los actos del único proyecto (la oikonomía)
de Dios: la creación es ya el comienzo de la historia y, como primer
acontecimiento, es manifestación de la iniciativa preventiva de Dios en relación
con el hombre.
Adán, amasado de barro y vivificado con el soplo divino (Gén 2,7), es el punto
culminante de la gran página del Génesis, en que la narración sube gradualmente
desde las cosas que existen a las que viven; hasta el hombre que, por haber
recibido el espíritu de Dios, está proyectado hacia la eternidad y abierto al
infinito. Por esta continuidad en la escala de los seres, el hombre —hijo de
Dios— es rey y sacerdote de la creación, está constituido vicario de Dios en el
universo, está llamado a ser colaborador del creador (cf Gén 1,28; Gregorio de
Nisa, De creatione hominis 1-2: SC 6 [1943] 88-91).
b) La creación, implicada en la historia del hombre. Lo malo es que, por
la libertad del hombre, existe el peligro real —y la biblia da testimonio de
esta experiencia desde el principio— de que las cosas queden implicadas también
en las desviaciones• del hombre. Solidarias con él en el bien y en el mal,
también ellas han quedado contagiadas del pecado, a pesar de que, por
naturaleza, son "cosas buenas, muy buenas" (cf Gén 1,4.10.12...). Es la
situación de desorden y de trastorno de que habla Pablo en Rom 8,19-22, de la
que no sólo el hombre, sino también la misma creación suspira por salir. Las
criaturas, por el mal uso que él ha hecho de ellas, no son ya instrumentos
sometidos a su servicio, sino que se le escapan de la mano; más aún, le son
hostiles, se vuelven contra él, e incluso a veces terminan por esclavizarlo. Es
claramente una situación de desgarramiento y de muerte.
c) El acontecimiento de la encarnación. En este
contexto hay que situar la encarnación. Dios, al crear a Adán, miraba hacia el
primer hombre y, al mismo tiempo, al hombre futuro —Cristo—, vértice de la
creación y coronamiento del universo (cf Tertuliano, De resurrectione carnis
6: PL 2,802; Ireneo,
Adversus haereses III, 22,3: Harvey II, 123; cf también Col I,16b-17). El
Hijo de Dios, haciéndose hombre, se convirtió en instrumento (o sacramento)
de salvación: en su cuerpo no solamente la humanidad, sino también la
naturaleza quedó asumida como vehículo de santificación.
La consagración del hombre por medio de los sacramentos se extiende también a la
materia de que él está formado, de la misma manera que el cuerpo físico de
Cristo es el punto de contacto entre Dios y el mundo y él canal con que Dios
comunica su bendición a los seres. El cuerpo de Cristo, en efecto, ya por la
encarnación, pero sobre todo desde el momento de la resurrección, está
totalmente empapado del poder divino: Jesús, a partir del inicio de la nueva
creación en su carne glorificada, se ha hecho Dios incluso en su humanidad'. El
cosmos entero ha sido asumido por el señorío de Jesús. A través de "el cuerpo de
su gloria" es como Cristo, "constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu
de santidad desde la resurrección de entre los muertos" (Rom 1,4), se ha
convertido en "Espíritu vivificador", por lo que llega a todos los hombres para
comunicarles su vida. También en el cuerpo y espíritu resultan inseparables.
d) La sacramentalidad de las cosas. La salvación
llega al hombre a través de su corporeidad. "El cuerpo es el quicio de la
salvación", dice Tertuliano. "Cuando el alma se une a Dios, es el cuerpo el que
hace posible la unión. El cuerpo se lava para que el alma sea purificada; el
cuerpo es ungido para que el alma sea consagrada; el cuerpo es signado (con el
signo de la cruz) para que el alma sea fortificada; se hace sombra sobre el
cuerpo (por la imposición de las manos) para que el alma sea iluminada por el
Espíritu Santo; se alimenta el cuerpo con el cuerpo y la sangre de Cristo para
que el alma sea alimentada de Dios" (o.c., 8: PL 2,806). El hombre puede
de nuevo dirigir su mirada al mundo como a un universo sacramental, es decir,
como a realidades transidas de Dios por haber brotado de él y estar habitadas
por su presencia. El señorío de Cristo, establecido en el tiempo presente, hace
descubrir al hombre la necesaria conexión de la salvación con el destino de las
cosas. Finalmente, la creación puede desvelarse como epifanía de Dios, que con
su soplo continuamente renueva la vida como una gracia; y el hombre se pone en
la línea de la naturaleza para entrar en comunión con lo divino, sirviéndose
también de la mediación de las cosas. El Espíritu interviene para que la
realidad profana sea cristificada y abra sus potencialidades al misterio
que se realiza.
e) La espera escatológica.
Este dinamismo, por el que el amor de Dios interviene y actúa, se comprende si
se presta atención a la naturaleza histórica de la iglesia: esta, bajo el
impulso del Espíritu, tiene la misión de conducir la obra pascual de Cristo a su
culminación escatológica. También la naturalezaparticipa en dicha culminación:
el Apocalipsis habla de "cielos nuevos y tierra nueva" (21,1-4). La materia
sacramental, sobre la que se ha recitado la bendición, ha sido introducida ya en
este estado y lo anticipa. De una manera especial, pan y vino eucaristizados
quedan substraídos a la existencia terrena para participar del estado del cuerpo
resucitado de Cristo. A través de un misterio de muerte, la creación llega,
siempre junto con el hombre, a los tiempos escatológicos: al hombre corresponde
ser el protagonista en esta transformación. La materia, fermentada por el
Espíritu de Cristo glorificado, es capaz de proyectar sobre el plano de la vida
nueva la eficacia de que está dotada; por medio de ella se desarrolla el germen
activo de la transfiguración. La materia sacramental es, por tanto, la presencia
anticipada de la creación glorificada'.
2. ANTROPOLOGÍA, BIBLIA, LITURGIA. a) La actividad simbólica. Por la
estructura psicocorpórea del hombre, también la liturgia tiene una doble
dimensión, que va de lo visible a lo invisible, de la materia al espíritu. La
materia tiene la función de dar fuerza expresiva a la liturgia. De ahí el mundo
simbólico en que la liturgia se sitúa. Como en la vida cotidiana el hombre se
expresa simbólicamente y usa un lenguaje que está hecho también de cosas, así en
el culto la iglesia tiene necesidad de servirse de elementos naturales para que
el diálogo con lo trascendente adquiera consistencia y eficacia. La exigencia de
realismo se convierte así en una necesidad de verdad y de concreción, nunca en
una materialización o cosificación de la experiencia religiosa. La actividad
simbólica sirve al hombre para formular la imagen del mundo y proyectar su
conducta.
Existe un nexo indestructible entre los valores salvíficos y su visibilización,
que forma parte de la estructura íntima de la realidad cristiana. El símbolo
tiene esta función de nexo, y nos muestra y comunica la realidad salvífica en su
plenitud; en nuestro caso es una representación de la historia y de la situación
del hombre en el marco global de la construcción del reino. En el símbolo tomado
de la naturaleza el hombre se remonta y redescubre su matriz y vuelve a las
fuentes: el contacto con los arquetipos —por tanto, con lo que en ellos hay de
más antiguo y genuino—ayuda también a su regeneración, a reconducir la
experiencia religiosa a su pureza originaria. Fe y rito se confrontan y se
confirman recíprocamente; por este medio la liturgia queda garantizada en su
autenticidad y es emotivamente aceptable, porque el símbolo es una mediación
adecuada. El hombre, animal simbolizante, buscador de significados,
expresa y experimenta su fe religiosa sobre bases seguras. "Una religión será
eficaz —y podríamos añadir: verdadera— precisamente según la eficacia de sus
símbolos"'.
b) El recorrido metodológico. El tema requiere que se preste atención
sobre todo a la antropología, ya que ésta hunde sus raíces directamente en el
simbolismo. Este está dotado de una gran capacidad y es una conditio sine qua
non para la comprensión del mundo sacramental: la criatura, referida al
hombre, se convierte en lugar de experiencia de lo divino y de diálogo
salvífico. Durante los milenios de la historia las cosas han sido humanizadas
(casi dotadas de un suplemento del alma) y enriquecidas de significado; se
han hecho parte integrante de la vida del hombre. Forman parte de su lenguaje y
son instrumento para la comunicación, influyen en su comportamiento hasta
plasmar su espíritu.
El ámbito de nuestra investigación se limita sólo a los elementos naturales
actualmente en uso en la liturgia occidental. El horizonte no es muy amplio,
a pesar de que en el pasado ha conocido desarrollos más consistentes y las
diversas culturas podrían —y deberían—abrirse a una mayor valoración de dichos
elementos. Los pocos que aquí estudiaremos, sin embargo, pueden constituir
modelos ejemplificados y emblemáticos. El recorrido metodológico será:
antropología, biblia, liturgia.
1. Acerca de la antropología: no nos interesan los elementos en sí mismos
(agua, pan, aceite), sino en relación al hombre, desde el uso que de ellos hace
(baño, comida, unción); pero deberemos partir siempre del signo originario para
llegar a comprender el sentido del uso existencial, es decir, al elemento en
situación.
2. La biblia nos dirá cómo Dios, en su condescendencia, ha dialogado con
el hombre sirviéndose de las cosas sencillas, al alcance de todos: con su
soberana condescendencia elige los elementos con los que el hombre tiene que
vérselas a diario, elementos que están abiertos para que sus esperanzas
reciban una respuesta.
3. El discurso litúrgico será el que lógicamente concluya el camino, para
mostrar cómo la iglesia, en su fidelidad al hombre y a la revelación, actualiza
la alianza a través de los signos que realizan la salvación: a lo largo de la
historia cristiana, oriental y occidental, prestaremos atención a las formas más
expresivas, para una comprensión del signo y para su revisión en clave
celebrativo-pastoral.
c) La atención a la antropología. "Si la liturgia
ha perdido terreno y se ha alejado de la vida humana, encerrándose en un
esoterismo arqueológico, se debe a que con demasiada frecuencia los signos han
sido tratados como soportes materiales y arbitrarios de la gracia. La fe está
viva y es realista sólo cuando asume la realidad humana. Y lo hace [...] también
en la expresión y en la práctica de los sacramentos"'. El don de la gracia está
vinculado a la eficacia simbólica de los sacramentos; el aspecto antropológico
no es un accesorio en relación con su realidad teologal; los símbolos
sacramentales son tan auténticos como la humanidad de Cristo, sacramento de
salvación. Una teología antropológicamente pobre durante mucho tiempo ha buscado
en el gesto sacramental sólo la validez y la licitud, con peligro de formalismo;
la cultura urbana occidental, separada' de la naturaleza, exige y provoca
interrogantes acerca del simbolismo de los elementos. Descuidándolos, tanto la
teología como la liturgia pierden realismo y eficacia, el poder evangelizador se
evapora, y el pagano, que duerme en cada hombre, se siente tentado a
alejarse del cristianismo para sustituirlo por prácticas rituales supersticiosas
II. Elementos cósmicos
1. EL AGUA. EL
PODER EVOCADOR DEL AGUA. "Las aguas simbolizan la totalidad de las
virtualidades; son fons et origo, la matriz de todas las posibilidades de
existencia... Principio de lo indiferenciado y de lo virtual, fundamento de toda
manifestación cósmica, receptáculo de todos los gérmenes, las aguas simbolizan
la sustancia primordial de donde nacen todas las formas yadonde vuelven por
regresión o cataclismo'. Soporte de la creación cuya potencialidad concentra en
sí, matriz universal, símbolo de la vida y de la fecundidad, elemento arquetipo,
materia prima, el agua tiene por todos estos motivos un vastísimo poder
de simbolización, ya que contiene todo el espectro de significados que van desde
la vida hasta la muerte. Al representar la infinidad de todas las posibilidades,
tiene en sí todas las promesas de desarrollo, pero también todas las amenazas de
reabsorción. Sumergirse en ella para volver a salir es la regresión a lo
preformal, es una vuelta a las fuentes por medio de la muerte simbólica: a
través de un proceso de disolución y de desintegración, se provoca luego una
fase progresiva de reintegración y nuevo nacimiento En último análisis, el
contacto con el agua implica siempre regeneración, ya porque la disolución va
seguida de un nuevo nacimiento, ya también porque la inmersión fertiliza y
aumenta el poder de vida de la creación.
Su poder destructor, pues, resulta ser un poder regenerador. La vida es llevada
ineludiblemente a un retroceso, a degeneración y a envejecimiento hasta la
muerte; hace falta una reabsorción de lo que es malo y negativo. Pues bien, las
aguas, que ya precedieron a toda la creación, periódicamente refunden y
reintegran la creación, purificándola para dar origen a una era nueva. Es
posible incluso que la fase destructiva tome forma de catástrofe (diluvio): es
una necesidad aneja a la visión de la creación y de la vida como cosa frágil,
que tiende a la anemia y a la esterilidad, vaciándose de fuerza y de vigor; la
vida, en vez de ir inexorable hacia el fin apagándose para siempre,
vuelve a su molde y se carga de su fuerza y pureza originarias ".
2. LA TIPOLOGÍA DEL AGUA EN LA BIBLIA.
La historia de las religiones nos ofrece una impresionante coincidencia de base
acerca del simbolismo del agua, a pesar de que cada mito tiene sus
particularidades: este hecho es significativo porque hace resaltar su valor
antropológico universal. Pero en la biblia la utilización de la categoría
agua será crítica, en el sentido de que se organizará en una clave
soteriológica originalísima. En la tipología bíblica del agua encontramos el
compendio de las virtualidades positivas que las religiones —en cuanto
preparación evangélica—han captado en ella; percibimos una continuidad que
nos hace ver cómo el Espíritu de Dios actúa ecuménicamente sin
conocer fronteras, y cómo los gérmenes de la salvación pueden y deben ser
reconocidos como presentes en todo lugar donde se les deje espacio. Al mismo
tiempo la biblia nos enseña a guardar las distancias; por ejemplo, la creación
no es presentada como hilogenia; desaparece todo carácter de sexualidad entre
las aguas superiores y las inferiores; Dios, señor del agua, la administra a su
juicio según la fidelidad o infidelidad de Israel a la alianza: las dos
narraciones más significativas, la del diluvio y la del paso del mar de los
juncos (Gén 6-8 y Ex 14), son los ejemplos típicos de la maldición
(castigo salvífico) y de la bendición por medio del agua.
Para Gén 1, las aguas ab origine no fueron
creadas: simplemente las aguas altas o superiores fueron separadas de las
terrestres o inferiores (el océano primordial precede a la creación ya durante
la noche cósmica y la sostiene cuando, desde el caos acuático y del abismo,
emerja la tierra; sin embargo, el Salm 103,3.6 afirma que Dios es creador de las
aguas superiores e inferiores). Por
esta trascendencia, las aguas no sólo están reunidas en el infinito y en
la altura del cielo, sino que son acercadas a Dios mismo y a su eternidad.
Es normal que una civilización agraria como Israel viese en el agua la
manifestación de la acción divina. Yavé muestra su poder también en el huracán;
Débora, por limitarnos a una sola cita, dice que, al paso del Señor, "los cielos
se agitaron y las nubes se desataron en agua" (Jue 5,4). El AT ve en el agua que
cae sobre la tierra árida no sólo el signo de la fertilidad (hasta imaginar el
paraíso como el desierto regado y convertido en jardín: cf Is 35,6s), sino sobre
todo la benevolencia y la bendición de Dios. Obligado a recoger el agua
de la lluvia en cisternas, el hombre del AT reconoce en las aguas corrientes la
imagen del agua viva que evoca a la divina Sabiduría y al Espíritu: la
trasposición simbólica es evidente. "Os rociaré con agua pura y os purificaré de
todas vuestras inmundicias y de todos vuestros ídolos..., os infundiré un nuevo
espíritu... Infundiré mi espíritu en vosotros..., os liberaré de todas vuestras
inmundicias" (Ez 36,25-29).
El NT vuelve a usar, profundizándolo, este mismo simbolismo: Jesús dirá a la
samaritana: "el agua que yo le daré será en él un manantial que salte hasta la
vida eterna" (Jn 4,14); y el mismo Juan, en el Apocalipsis, haciendo
eco a Ezequiel, describe al Cordero que guía a los salvados "a las fuentes de
las aguas de la vida" (7,17). El simbolismo de la inmersión, que en el contexto
veterotestamentario se había desarrollado a partir de las purificaciones
rituales hasta llegar al bautismo de Juan "como bautismo de penitencia para la
remisión de los pecados" (Lc 3,3), es vinculado al fuego del Espíritu: "El que
no nace de agua y de espíritu no puede entrar en el reino de Dios" (Jn 3,5;
según el dicho .del Bautista, Jesús "bautizará con Espíritu Santo y fuego":
Lc 3,16). Es evidente que en el NT interesa no tanto el elemento
agua cuanto el baño. Este se desarrollará
sobre todo en Pablo (en cumplimiento del mandato de Jesús: Mt 28,19 y Mc 16,16),
que presenta el bautismo estrechamente unido a la muerte y resurrección de
Cristo, reproducida y representada por él: la inmersión corresponde a la
colocación en el sepulcro, la emersión a la resurrección. "Fuimos, pues,
sepultados juntamente con él por el bautismo en la muerte, para que como Cristo
fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también
nosotros caminemos en nueva vida" (Rom 6,4s).
Desde las abluciones rituales de los esenios o desde el mismo bautismo de Juan
hasta el bautismo cristiano, el camino es enorme: el bautismo es único, el gesto
se ha enriquecido de tal manera que la atención se ha concentrado más en los
contenidos y significados que en el gesto material ". Pero los padres, para
explicar el bautismo, partirán siempre de la primera página del Génesis,
repasando toda la tipología de las aguas, para no perder nada de su riqueza
simbólica y que el gesto no resulte incomprensible La prehistoria del bautismo,
a partir de las religiones y recorriendo el AT, persigue el mismo fin, aunque a
diverso nivel.
La institución del bautismo por Cristo no tiene, pues, nada de arbitrario —y,
por tanto, el signo no es artificial—, sino que se inserta en un contexto
amplísimo y en su culminación. El agua que precede a la creación es
necesaria para la recreación; coloca en un estado nuevo y causa un
nuevo nacimiento,pero que ahora es definitivo, escatológico (cf Jn 19,30: el
agua que mana del costado de Cristo da origen a los sacramentos).
3. EL AGUA
EN LA LITURGIA. El agua significa también la eficacia de la sangre redentora de
Cristo, comparada con un agua que lava; la iglesia ha llegado a ser esposa de
Cristo —se dice en la fiesta bautismal de la epifanía— a través del agua del
Jordán (alusión a un rito nupcial oriental que usaba la aspersión). Tertuliano
dice que el agua es sede del Espíritu divino; a ella se le mandó que produjese
todos los vivientes; en la creación misma del hombre Dios hizo uso del agua
(aunque quien le proporcionó la sustancia fue la tierra) a fin de llevar su obra
a la culminación, para que nosotros no nos extrañásemos cuando un día ella
produjese la vida en el bautismo. "Toda agua natural adquiere, pues, gracias a
la antigua prerrogativa de que fue adornada en su origen, la virtud santificante
del sacramento, con tal que Dios sea invocado con este fin" (De baptismo
III-Y: PL 1,120s). Cirilo de Jerusalén mira hacia la fuente bautismal
como hacia la tumba y el seno materno (Catequesis PPC [19851 II, 4: PG
33,1080; cf Juan Crisóstomo, In Iohannem 25,2: PG 59,151).
La bajada del catecúmeno a la fuente bautismal es
comparada también con la bajada de Cristo a los infiernos y su lucha con el
demonio: el gesto se dramatiza por referencia a la lucha con el elemento
diabólico 15. El pez proporciona un fácil simbolismo del neófito (= nueva
planta), mientras que Cristo es el Iktús (= pez; las letras significan
Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador) El espíritu de Dios que aleteaba sobre las
aguas primordiales para fecundarlas, se traduce en
el poder divino apropiado al Espíritu Santo.
Históricamente, la oración previa al bautismo se convierte poco a poco en una
epíclesis para la bendición de las aguas, a pesar de que toda agua natural es
considerada materia apta para el bautismo: los orientales han atribuido siempre
una gran importancia a esta consagración (recuérdese la gran plegaria bizantina
para la bendición de las aguas en la fiesta de la epifanía); los occidentales,
siguiendo sobre todo a san Agustín y a santo Tomás, insisten más en el signo. La
oración de bendición de las aguas bautismales, a pesar de lo reducida que se
encuentra actualmente en el MR en la vigilia pascual, sigue siendo un
memorial-epíclesis: memorial, en cuanto que resume brevemente la tipología
bíblica del agua; epíclesis, porque invoca, por medio de la bajada del Espíritu,
la gracia salvífica de Cristo para los candidatos al bautismo ".
Además del uso del agua en el bautismo, la liturgia conoce también otras formas
de usarla, con significados variados, pero derivados siempre del bautismo: entre
ellos, el agua lustral para las aspersiones (recordemos el "Rito para la
bendición del agua y aspersión con el agua bendita", en el apéndice del MR)'";
igualmente, también en el MR, en la vigilia pascual, la oración de
"bendición del agua lustral"; el agua, usada como bebida que se mezcla en el
cáliz con el vino, en la celebración eucarística (MR, Ordo Missae,
preparación de los dones); el agua con la que, en el rito de las exequias, se
asperja el cadáver y el lugar de su colocación en el cementerio (OE, nn. 10;
32s; 47; 53; 71; RE, nn. 44; 51; 52; 57; 89; 91; 97); el rito de la
bendición y de la aspersión del agua en la dedicación de la iglesia o del altar
(ODEA,c. II, nn. 48-50; c. V, 10-13; RDI, n. 11 b, p. 27;
pp. 41-42; 59-61; 86-88; 102-104; 112). Del estudio de los formularios de los
ritos citados —a los que remitimos— emerge una riqueza teológica que no puede
olvidarse en la catequesis litúrgica.
4. LA LUZ Y EL
FUEGO. Para simplificar y evitar repeticiones, estudiaremos conjuntamente
la luz y el fuego: aunque se trata de objetos distintos, sus significados
son afines. En efecto, mientras la luz aparece como un primer aspecto del mundo
informal, el fuego es ya una fuerza en acto, que encontramos como fuego
ordinario, pero también como fulgor en el astro solar. Para la liturgia interesa
más el fuego; aunque no es materia sacramental, ya que pertenece sólo al
contorno de la celebración, pondremos de relieve su frecuente uso y su rica
semántica.
5. EL SIMBOLISMO DE
LA LUZ. Las consideraciones
antropológicas no pueden menos de tener en cuenta la biblia como referencia
última e instancia de confrontación para una verificación de nuestra
investigación; a este fin, el trasfondo de la primera página de la biblia es
ineludible. La luz aparece allí como la primera de las criaturas, a pesar de que
la separación de la luz y las tinieblas (Gén 1,5) nos hace sospechar que la
oscuridad del caos oceánico se consideraba un poco como dualidad en relación con
la luz, con la que originariamente estaba entremezclada.
De todos modos, la luz aparece como lo que "hace ser" a las cosas, y sin la cual
las cosas son "como si no existieran". En relación con el hombre, esto tiene un
significado importante: a nosotros no nos interesa la presencia física de los
objetos si éstos no están de algúnmodo relacionados con nosotros. La ausencia de
la luz hace que las cosas desaparezcan y la relación deje de darse. La aparición
gradual y progresiva de la luz al amanecer, en cambio, primero hace que las
formas emerjan; a medida que la luz va creciendo, éstas se perfilan en
dimensiones y profundidad; a continuación adquieren color y esplendor y,
finalmente, movimiento y vida. Sólo entonces está todo dispuesto para la
aparición del hombre. La primera página del Génesis tiene para nosotros un
significado antropológico indiscutible; se trata de una experiencia que estamos
llamados a repetir cada mañana ayudados por la oración de laudes.
La irradiación de la luz se convierte así en ordenamiento del cosmos; es la
fuerza fecundante uránica que, además de ser condición para la existencia, lo es
también para la vida misma. Y como la luz no tiene existencia en sí misma, el
proceso de solarización será directo y espontáneo; por eso la luz aparecerá con
frecuencia como una hierofanía (manifestación de lo sagrado) o una
cratofanía (manifestación de la fuerza divina). En sentido
analógico, mientras las tinieblas son corolariamente símbolo del mal, de la
infelicidad, de la perdición y de la muerte, la luz exalta lo que es bello y
bueno, lo que es iluminación, conocimiento y sabiduría. "Venir a la luz"
significa nacer; "ver claro" equivale a comprender; "iluminarse" es abrirse,
expandirse, destaparse; "recibir la luz" quiere decir iniciación y
transfiguración.
6. EL TEMA BÍBLICO
DE LA LUZ. El tema de la luz, a lo
largo de toda la biblia, se encuentra conexo con los de gloria, fuego divino,
iluminación. Podemos considerar una inclusión
el hecho de que la primera página de la Escritura
evidencie el tema de la luz al igual que las últimas del Apocalipsis. La biblia
desmitifica tanto la luz como los medios que la transmiten o producen (sol,
luna, estrellas, cielo, arco iris); luz y tinieblas son instrumentos a las
órdenes de Dios. Como vida y muerte, luz y tinieblas no se cristalizan en una
metafísica dualista. Son entendidas sobre todo en sentido figurado para
expresar, de manera simbólica, la relación salvífica Dios-hombre.
Dios es luz (cf Sal 27,1; Is 9,1) en la iconografía, el oro representa a la
divinidad, que se difunde como gloria. La ley y la palabra que vienen de
Dios son luz para el hombre (cf Sal 118,105; Is 2,3-5). Jesús es la luz del
mundo (Jn 8,12; 9,5); el que cree, se convierte él mismo en luz (Mt 5,14), como
reflejo de la luz de Cristo (2 Cor 4,6). Una vida inspirada por la fe es un
"caminar en la luz" (1 Jn 2,8-I1); en conexión con los dos caminos, los
hombres se dividen en hijos de la luz e hijos de las tinieblas. El
símbolo niceno-constantinopolitano dirá que Cristo es lumen de lumine. La
transfiguración de Jesús, manifestación de su filiación divina, es una
anticipación de la gloria pascual que ilumina a los creyentes.
No es éste el lugar de desarrollar un tema tan amplio, que tiene más que ver con
la teología bíblica que con el simbolismo litúrgico; la patrística, recogiendo
estas riquezas, las comunicará a la cultura cristiana, cuya expresión es la
liturgia. En esta línea podemos hacer ya algunas anticipaciones. El bautismo es
llamado iluminación (illuminandi son los bautizandos); de esta manera se
subraya que la fe es la luz con la que el creyente se abre al misterio de Dios,
superando y venciendo las tinieblas del error y del pecado. En Oriente la
epifanía in sancta lumina es día bautismal, en el que se conmemora el
bautismo de Cristo evocando la teofanía del Jordán.
En la antigüedad el rito bautismal se dramatizaba con la renuncia a Satanás
pronunciada mirando hacia occidente (morada de las tinieblas) y con las
promesas-compromiso enunciadas de cara al oriente (de donde nace el sol). A este
tema son muy sensibles las liturgias -> orientales y, por su influjo, la mística
de la luz y la teoría de la divinización (recuérdese a Evagrio Póntico y
Gregorio Palamas); también el Occidente medieval, aunque con sensibilidad
diversa, recorrería estos senderos (santa Mechitilde, santa Hildegarda,
Ruysbroec, etc.)..
7. EL SIMBOLISMO DEL FUEGO.
Unido al tema de la luz, del que es una prolongación
material, reconocido por los antiguos como uno de los cuatro elementos del
mundo, el fuego aparece como principio activo. A veces se opone al agua, si bien
—como veremos— tiene algunos valores en común con ella. Sus propiedades son
sobre todo una cierta inmaterialidad o espiritualidad, por lo cual parece
que se acerca a Dios. Por su ambivalencia, el fuego tendrá también dos orígenes:
uno celeste y positivo (expresado por la elevación de la llama hacia lo alto) y
otro subterráneo e infernal, como instrumento de muerte. Otros mitos apuntan,
por el contrario, hacia un origen celeste y un destino terrestre; los mitos de
Prometeo (que roba el fuego a los dioses) y el de Lucifer (precipitado de los
cielos a las entrañas de la tierra) estarían en esta línea. Sus virtualidades
son la purificación y la regeneración; en este sentido es complementario del
agua, como su principio antagonista (yin y yang en la sabiduría
china). Los ritos de purificación con el fuego son conocidos: baste recordar los
incendios de los campos, que preparan un mantillo verde de naturaleza
viva; el crisol donde se purifican los metales en estado de fusión; el calor del
sol, que transforma el agua terrestre impura en agua celeste, pura y fecundante;
las ordalías con fuego, etc. La combustión lleva las cosas al estado sutil,
liberándolas de sus implicaciones groseras; en la ofrenda sacrificial, quemar la
víctima no significa destruirla, sino transformarla y reducirla a la
inmaterialidad, para que así pueda subir al cielo y ser agradable a Dios; la
cremación, en su aspecto positivo, es un rito de espiritualización y
sublimación. Por eso el fuego, que quema y consume, tiene virtualidades
generadoras más poderosas que el agua (mejor si estos elementos se usan juntos:
per aquam et ignem).
En sentido traslaticio, el fuego representa el amor, el fervor interior, las
pasiones localizadas en el corazón; éstas pueden ser sublimadas o pervertidas,
según la dirección que tomen, es decir, según que sean dominadas por el espíritu
o no. Como el fuego material puede destruir y devorar, así el fuego de las
pasiones puede llevar al odio, a la guerra, a la destrucción; puede tener toda
la gama de características divinas y demoníacas.
8. EL TEMA BÍBLICO
DEL FUEGO. La biblia no diviniza al fuego;
éste tiene solamente valor de signo. Dios elige manifestarse en forma de fuego
—como elemento inmaterial y no circunscribible , pero siempre durante
un diálogo personal. El fuego, por otra parte, no es el único símbolo de la
presencia y de la acción de Dios en el mundo (cf 1 Re 19,12). Es expresión de la
santidad y de la trascendencia, y por lo mismo de su gloria, que atrae, pero
provoca temor (mysterium fascinosum et timendum). Las teofanías ígneas
indican los momentos más importantes de la revelación de Yavé: entre las más
expresivas se encuentran la de la zarza ardiente del Horeb (Ex 3,2ss) 25 y la del Sinaí (Ex 19, I8ss). Son significativas
las de las vocaciones proféticas: de Isaías, con la aparición de los serafines
(6,16ss), y de Ezequiel, con los animales ígneos (1,1ss); Elías es arrebatado al
cielo en un carro de fuego (2 Re 2,11). Las temáticas subyacentes a estas
teofanías aparecen como "revelación del Dios vivo y exigencia de pureza del Dios
santo" El tema del juicio escatológico, en que el fuego viene a ser
castigo sin remedio (en el NT se recurrirá a la imagen de la Gehenna), se repite
con frecuencia. En el juicio, el fuego producirá una conflagración irreversible.
En el Apocalipsis los dos aspectos —teofanía y juicio— coexisten: el Hijo del
hombre aparece con ojos llameantes (1,4; 19,12); el mar de cristal está mezclado
con fuego (15,2); el lago de fuego y de azufre es para el diablo (20,10). "La
iglesia vive de este fuego, que inflama el mundo gracias al sacrificio de Cristo"2N.
Este fuego, que en pentecostés bajó sobre los discípulos, simboliza al Espíritu,
en que son bautizados y por el que son transformados.
9. LA LUZ Y El. FUEGO EN LA LITURGIA.
En la liturgia los simboiismos luz-llama e iluminar-arder se encuentran
casi siempre juntos. Luces, luminarias, lámparas y candelabros, usados en la
liturgia hebrea, pasaron con facilidad a la cristiana por las mismas razones
prácticas y con análogo simbolismo, al cual se añade la sugestión de las
liturgias descritas en el Apocalipsis.
Se llevan cirios para solemnizar la proclamación del evangelio y para enriquecer
el simbolismo del altar; preceden al ministro, que preside en nombre de Cristo;
se encienden delante de los iconos y son signos de gozo y de fiesta durante la
celebración. Prácticamente se suelen encender cirios siempre que la comunidad se
reúne para una celebración, más allá de toda exigencia funcional. Se entrega el
cirio encendido al neófito (o a sus padres) en el rito bautismal, después de
haberlo encendido en el cirio pascual (ver más adelante). La lámpara que arde y
se consume ante la reserva eucarística es signo de adoración y oración. Los
cirios encendidos durante las vigilias fúnebres o en el cementerio, además de
relacionarse con los temas del cirio pascual, son signo de veneración por el
cadáver del difunto. Las procesiones aux flambeaux añaden al simbolismo
de la peregrinación el de la vigilancia (cf Mt 25,1-13). En la fiesta de la
presentación del Señor en el templo las candelas recuerdan a Cristo, "luz para
iluminar a las gentes" (Le 2,32; véanse en el MR los formularios de esta
fiesta). Pero los significados son múltiples y se entrecruzan entre ellos.
Entre todos los simbolismos derivados de la luz y del fuego, el cirio pascual
es la expresión más fuerte por la riqueza de significados. En su origen se
fundan dos hechos: 1) la luz del plenilunio de Nisán, símbolo originario de la
salvación pascual '0; 2) el rito del
lucernario (antigua costumbre de la bendición vespertina en el momento en
que se encienden las lámparas), que es una eucaristía por el don de la luz. El
cirio pascual representa a Cristo resucitado, vencedor de las tinieblas y de la
muerte, sol que no tiene ocaso. Se enciende con fuego nuevo, producido en
completa oscuridad, porque en pascua todo se renueva; a continuación se toma la
llama del cirio para encender todas las demás luces.
La tipología de la
luz está descrita en el Exsultet (o praeconium paschale o laus cerei):
forma una unidad indisoluble con el anuncio de la liberación pascual, anticipada
por los acontecimientos prefigurativos y realizada en la resurrección de Cristo.
El encender el lumen Christi es, pues, un memorial de la pascua. La
trasposición del cirio que ilumina a Cristo —lux in tenebris y lucifer
matutinus—, que resucitando iluminó a los hombres, es resaltada en la
vigilia nocturna, la celebración más importante que conoce la iglesia. Durante
todo el tiempo pascual (y siempre durante los bautismos y las exequias) el cirio
estará encendido para indicar la presencia del Resucitado entre los suyos. Toda
otra luz que arda con luz natural tendrá un simbolismo derivado, al menos en
parte, del cirio pascual, al igual que toda vigilia adquirirá su significado a
partir de la vigilia pascual, "madre de todas las vigilias" (san Agustín,
Sermo 219: PL 38,1088), de la que constituye una prolongación y una
imitación.
Sin embargo, hay
que admitir que el simbolismo de la luz natural está un poco en crisis a partir
de su suplantación por la luz artificial, permitiendo obtener efectos más
vistosos y resultados más funcionales. En la actualidad ciertas expresiones del
Exsultet nos resultan retóricas y enfáticas (sin dar aquí un juicio sobre
el género literario, extraño a la mentalidad actual). Es un simbolismo que
necesita ser repensado. Pero hay que notar que el signo de la luz sigue siendo
válido, aunque no vaya unido a determinadas formas, destinadas a cambiar con el
tiempo.
El incienso. De
por sí este elemento debería entrar en el párrafo III, que trata de los
elementos vegetales (en efecto, se prepara con resinas, a las que se añaden
esencias perfumadas); lo colocamos aquí porque, en el uso, se quema, haciendo
más perceptible el humo que sube del fuego. El incienso, pues, añade al
simbolismo del fuego el de la fumigación y del perfume". El humo que sube,
semejante a la niebla, es un gesto imitativo: significa el elevarse de la
oración hacia el cielo, semejante al gesto de levantar las manos (cf Sal 140,2;
también Sal 24,1). Quemar el incienso es un acto de adoración, y equivale al
ofrecimiento de un sacrificio. El perfume le añade un elemento gozoso, de agrado
y de belleza. Oraciones y sacrificios aceptables para Dios se elevan como
perfume suave y agradable, como que él los huela con sus narices: cf Gén
8,21 (y podrían multiplicarse las citas del AT, particularmente del Ex y del
Lev; cf también en el Ordo Missae la apología que sigue a la presentación
de los dones, que es un eco de la oración de Azarías: Dan 3,39).
Si en el culto de
Israel y en las liturgias orientales encontramos frecuentemente el uso del
incienso perfumado (thymíama) o también perfumes sin fumigación, el
Occidente es menos sensible a este lenguaje. A excepción del bálsamo en el
crisma, el uso de perfumes en el rito latino es casi desconocido; nuestro
incienso es molesto por el humo. Actualmente ha quedado como rito facultativo,
para que las ceremonias se adapten a las culturas; en el ambiente europeo actual
es un símbolo en retroceso que ya apenas se entiende. Puede usarse para
solemnizar algunos momentos de la celebración eucarística (incensación del
altar, del evangelio, de los dones, del presidente y de la asamblea: evidentes
alusiones al honor debido a la presencia de Cristo), en el rito de las exequias,
en la adoración eucarística, en las procesiones, para honrar una imagen sagrada
o un elemento sobre el que se recita una bendición
Mencionemos todavía
el uso del incienso en el rito de la dedicación del altar. Encendiendo sobre la
mesa cirios e incienso, se quiere evocar el simbolismo del fuego bíblico que
descendió espontáneamente del cielo para consumir las ofrendas, signo de la
aceptación divina (cf 2 Crón 7,1; 1 Re 18,38). Las palabras del obispo explican
su sentido: recuerda la oración que sube hacia Dios y el perfume de Cristo; el
canto que lo acompaña recuerda la liturgia del Apocalipsis en la que el ángel
está junto al alta con un incensario de oro (8,3•,) (RDI, pp. 50-52;
68-70; 96-97).
La ceniza. La
ceniza es el residuo de la combustión, es decir, lo que queda después de la
extinción del fuego. Es también el resto último del cuerpo humane. Por eso
significa la muerte y la conciencia de la nulidad de la criatura. Dado que por
sus propiedades evoca el polvo del suelo, lleva a pensar que el cuerpo ha salido
de la tierra. En efecto, Dios formó a Adán amasando fango ("forma, al hombre
deli polvo de la tierna": Gén 2,7): "adán" —según la etimología popular—
significa suelo, y es un nombre colectivo que equivale a terrestre.
La expresión usada
en el rito de la ceniza en el primer miércoles de cuaresma: "Acuérdate de que
eres polvo y al polvo volverás", adquiere un significado de dolor, sufrimiento,
llanto, muerte, como consecuencia del pecado y de la fragilidad del hombre. Es
un aspecto negativo de la vida humana: alude al retorno casi cíclico a los
orígenes. A estos significados se han unido, por cercanía, los de
arrepentimiento y penitencia: éstos eran los sentimientos que, particularmente
en la edad media, iban vinculados a las diversas prácticas ascéticas
penitenciales (dormir sobre cenizra, echarse ceniza en la cabeza, etc.).
Cubrirse de ceniza se convierte en una confesión pública de la miseria
espiritual a que el pecado ha reducido al hombre, a fin de obtener el perdón°.
III. Elementos vegetales o agrícolas
Se trata de
productos de la tierra en los que el hombre ha intervenido ya, de manera más o
menos activa, y que tienen un papel importante tanto en la vida cotidiana como
en la sacramental: ésta acoge el simbolismo natural y lo carga de significados y
valores análogos espirituales hasta convertirlos en instrumento y vehículo de
santificación, es decir, en verdadera materia sacramental.
1. EL ACEITE. EL
SIMBOLISMO DEL OLIVO Y DEL ACEITE. El olivo, árbol típico del paisaje
mediterráneo, se adapta a la tierra árida y sedienta; su tronco retorcido y
nudoso lo muestra resistente y longevo. En la biblia aparece como símbolo de paz
y alianza (cf Gén 8,11; Jue 9,8ss). Su valor religioso, en correspondencia con
su importancia alimenticia en el área mediterránea, se manifiesta en varias
formas. Atenas alcanzó la función de polis de Grecia dando el olivo; la
corona de olivo era el premio de los juegos olímpicos; los romanos lo usaban en
las ceremonias lustrales; en el uso cristiano los ramos de olivo consiguieron
sustituir a los de palma.
El domingo da
pasión o de las palmas la procesión conmemora la entrada triunfal de Jesús en
Jerusalén (simbolismo derivado de la fiesta hebrea de las tiendas, como
preanuncio de la resurrección). Llevar en procesión los ramos, aclamar
festivamente al Señor, salir a su encuentro, cantar hosanna al mesías que viene
como rey humilde y manso (cf Zac 5, 9; Sal 117,19ss.25-27), significa participar
en su misterio de pasión y de gloria. Los ramos bendecidos se llevan a las casas
como signo de bendición y de protección divina.
El aceite es
el jugo vital del olivo, cuyas virtualidades contiene en plenitud. Constituye
uno de los productos más necesarios para el hombre, tanto en su vida doméstica
como en los diversos sectores de su vida laboral. Su utilización ha sufrido
varios cambios a lo largo del tiempo, pero no ha perdido importancia: en la
actualidad conocemos, además de los numerosos tipos de aceites vegetales,
también los minerales (el uso de éstos en la industria crece constantemente). En
cambio, ya casi no se usa para iluminación ni con fines medicinales (al menos
directamente). Sus múltiples propiedades le confieren un simbolismo polivalente:
por su viscosidad penetra e impregna en profundidad, sin evaporarse después;
lubrifica, tiene consistencia oleosa; mejora la calidad de las comidas;
extendido sobre la piel, por su color solar, le confiere belleza, esplendor y
agilidad; mezclado con esencias, se convierte en perfume.
ME QUEDO
2. Uso Y SIGNIFICADO
DEL ACEITE EN EL MUNO BÍBLICO. Juntamente con el trigo
y el vino, es uno de los elemento esenciales con que Dios sacia a su pueeblo: de
hecho, la tierra prometida es rica en olivos. Es presentado como una bendición
divina, que habla de prosperidad y abundancia. Derramar aceite perfumado sobre
la cabeza es signo de honor y de fiesta; incluso los cadáveres son ungidos con
aromas para preservarlos lo más posible de la corrupción. Las principales
unciones de que habla el AT son las consagraciones: además de la consagración
del altar (Ex 29,36s; 30,22-29), encontramos la de los reyes (1 Sam 10, l;
I6,12s; 1 Re 1,39), de los sumos sacerdotes (Ex 29,7.30-33) y del profeta Eliseo
(1 Re 19,16: unción que probablemente nunca se realizó). Con la unción una
persona queda "puesta aparte" e introducida en la esfera de lo divino para un
servicio extraordinario y sagrado.
El ungido
por antonomasia en hebreo es el Mesías,
que se traduce al griego por Cristo: en él se concentraron los poderes
reales, sacerdotales y proféticos. Por eso la unción asumirá un significado
espiritual, en efecto, la unción profética proviene directamente de Dios (Is
16,1, citado por L 4,18). El bautismo de Cristo en el Jordán es el equivalente
de esta unción (Mc 1,9-11 y par). En el bautismo el cristiano recibe el sello = unción del Espíritu) mediante la
incorporación a Cristo ".
Al igual que Cristo se ofreció a Dios "en sacrificio de agradable olor" (Ef
5,2),
así el cristiano debe difundir el perfume de Cristo" (2 Cor 2,14-17 , viviendo su
vida como una liturgia.,
3. LAS UNCIONES EN
LA LITURGIA. El proceso de espiritualización, realizado en un primer momento por la corriente
profética y
posteriormente por el
NT, no tuvo mucha aceptación ulterior; muy pronto, por parte de todas las
lglesias, se pasó del simple gesto epiclético de la imposición de las manos al
rito mixto (imposición y unción) hasta hacer prevalecer este
último como gesto esencial. Todavía el actual RE resuelve el problema
con el arreglo de colocar unción e imposición de manos al mismo nivel.l
"La misa crismal
—dice
c RBO (= Ritual de la bendición del
óleo de los catecúmenos y enfermo y de la consagración del crisma
[liedición castellana se encuentra en el Ritual
de Ordenes, pp. 205-220—que el obispo concelebra con los presbíteros
provenientes de las distintas regiones de la diócesis y en la que consagra el
santo crisma y bendice los restantes óleos, ha de ser tenida como una
de las principales manifestaciones de la plenitud sacerdotal del obispo y
como un signo de la unión estrecha de los presbíteros con él. Con el crisma
consagrado por el obispo son ungidos los nuevos bautizados y son signados los
que reciben la confirmación. Con el óleo de los catecúmenos se preparan y
disponen para el bautismo los mismos catecúmenos. Con el óleo de los enfermos,
éstos son aliviados en sus enfermedades".
En esta síntesis
tenemos las principales indicaciones sobre el uso del aceite en la liturgia:
1) la importancia de la bendición episcopal, con la que el obispo, en la
iglesia local, aparece como punto de referencia –además de por la celebración
de la eucaristía-- también del término de la iniciación cristiana 2) la
preeminencia del crisma consagrado sobre los demás óleos de bendición; 3) la
referencia del óleo de los enfermos al sacramento de la unción de enfermos".
En la descripción
del RBO y
en los respectivos formularios de bendición y
consagración los significados de las unciones están distribuidos en tres
categorías de ritos: "con el óleo de los catecúmenos se extiende el efecto de
los exorcismos" (ib, n. 2), se habla de fortaleza en la lucha de la
vida cristiana, a la que los catecúmenos se preparan al recibir el bautismo
(ib, p. 215); la unción con el óleo de los enfermos, cuyo uso está
atestiguado en la carta de Santiago (5,14-16), confiere a los enfermos el
remedio de la enfermedad (ib, n. 2) para que sean aliviados físicamente
y les sea restituida la salud (ib, p. 214) 44; la unción con el crisma
la encontramos en varias celebraciones; en efecto, el crisma es el óleo
consagrado que tiene mayor riqueza de significados: además de ser materia
esencial en la confirmación, la unción crismal es rito
complementario-explicativo en el bautismo, en las ordenaciones de los obispos
(en la cabeza: RO, n. 28) y de los presbíteros (las palmas de las manos:
RO, n. 24), en la dedicación de la iglesia y del
altar, etc. (RDI, pp. 48-50; 67-68).
EL PAN Y EL VINO.
LOS ALIMENTOS Y LAS BEBIDAS PARA EL BANQUETE
SAGRADO. Los alimentos y las beebidas
sagradas de los cristianos han sido siempre poco numerosos y poco variados; a
diferencia de la cena hebrea, nunca han formado parte de ellos las
hortalizas. Pero la historia conoce una mayor riqueza que
la sumamente reducida hoy en uso (pan, vino, agua). Limitándonos sólo a los
alimentos más extendidos, en las cenas sagradas se usaba leche y miel, lacticinios
y pescado; la sal nunca se usó en los banquetes, sino solamente en el rito
bautismal. Los sacramentos presentan, en los formularios de algunas
misas, bendiciones antes de la
conclusión del canon (al Per quem haec omnia):
aceitunas y aceite, leche y miel (en la antigüedad eran la bebida para los
neófitos), las primicias de las habas y de la uva, queso, pan y otras
bendiciones más para personas y circunstancias diversas; el nuevo RBO
permite, en homenaje a esta tradición, bendecir en este momento el óleo de los enfermos. El olvido
progresivo de estos elementos se ha debido a la desaparición de la cena
sagrada (eucaristía menor). La cena sagrada no es una simple ofrenda de
elementos a Dios, en cuyo honor se consumen: en la manducación los comensales
entran en comunión con Dios. Es considerado como una teofagia —porque el
alimento pertenece a Dios— en orden a una participación más profunda en la
vida divina. Era un banquete realizado en un marco de oración, no organizado
para quitar el hambre, reservado a los iniciados.
Esta regresión del banquete sagrado no favoreció en
nada la comprensión de la eucaristía en su dimensión convivial:
al no tener ya un simbolismo humano al que hacer referencia, la
eucaristía llegó a perfilarse exclusivamente como sacrificio. Y al
faltar esta ambientación, se sintió la necesidad de crear otra, pero
de un
tipo muy distinto: el culto eucarístico fuera de la misa.
Al revés que en el caso de los otros elementos
estudiados
hasta ahora, el pan y el vino los vamos a estudiar conjuntamente,
examinándolos sobre todo desde el punto de vista del alimento y en
relación
más directa con la eucaristía. Nuestro modo de tratarlos tendrá aquí
un matiz particular, de tipo preferentemente simbólico; seguiremos el estudio de Rouillard, que se
presta bien a nuestro género de análisis, remitiendo a él para su
ulterior desarrollo.
a)
Hambre, alimento, vida. Hambre
y sed son
necesidades primordiales del hombre, son signo de que las energías
disminuyen y necesitan ser reconstruidas. El alimento da al hombre la
fuerza
para luchar contra la muerte: tiene el poder de transformar las
sustancias contenidas en los alimentos en energía humana. Sin alimento,
el hombre
está condenado a morir: la alimentación es el precio de la vida. Estas
exigencias las siente en la actualidad una gran parte de la humanidad
de manera dramática. En la alimentación necesitamos que algo o alguien
dé la
vida por nosotros; nuestra nutrición se realiza a costa de otros seres
vivos sacrificados por nosotros. En sentido figurado, hambre y sed
expresan los deseos del hombre: se suele decir hambre de poder, sed de
riquezas, de felicidad, de conocimiento; en el ámbito religioso sirven para
expresar los anhelos más profundos del corazón del hombre ("tiene mi alma sed
de ti", Sal 62,1). En todo acto de nutrición, pues, se da presencia de vida y
de muerte, lucha de la vida contra la muerte, sacrificio de una vida en
beneficio de otra.
b) El pan y el vino para el hombre. Pan y vino,
elementos extendidos en todo el ambiente mediterráneo, no se encuentran
directamente en la naturaleza, sino que son el fruto de un trabajo realizado
por el hombre y en favor del hombre. Para hacer el pan tiene que pasar
al menos el tiempo de una gestación; por eso está tan cargado del simbolismo
de la vida humana e implica en sí mismo la imagen de la muerte y de la
resurrección (cf Jn 12,24). "Fruto de la tierra y del trabajo del hombre", el
pan exige, además, que los muchos granos de que está compuesto (cf Didajé
9,4: imagen de la unidad de la iglesia) sean molidos, amasados, cocidos.
Finalmente, tras la intervención de tantas manos, se convierte en el símbolo
del trabajo y de la alimentación esencial (ganarse el pan; "con el
sudor de tu frente comerás el pan", Gén 3,19.
El simbolismo del vino no es menos rico. El cultivo
de la vid requiere un tiempo más largo y sacrificios todavía mayores. A
diferencia del pan, el vino se hace exclusivamente para el hombre; le da vigor
y vitalidad; por el alcohol evoca (incluso lingüísticamente) al espíritu;
bebido con una cierta abundancia, provoca la embriaguez, símbolo del
conocimiento de la verdad y de la iniciación en el misterio; crea un clima de
alegría y de fiesta, y se convierte en medio de coparticipación y de comunión
(beber de la misma copa). Gracias al vino el espíritu del hombre se
libera de lo cotidiano y del sufrimiento, y experimenta lo maravilloso, el
éxtasis, lo inaccesible y la inmortalidad. Por su color y por su carácter de
jugo evoca la sangre y se asocia a la idea de sacrificio de la vida (derramar
el vino para una libación es una derivación sustitutiva del derramamiento de
la sangre: cf Gén 49,11 y Dt 32,14). Pero el simbolismo es ambivalente: bebido
sin medida envilece y degrada al hombre, de modo que el borracho puede
realizar los gestos más incontrolados.
Pan y vino juntos son
complementarios: el pan responde al hambre, el vino a la sed (aunque la bebida
básica del hombre es el agua). El pan es más bien el fruto de la
madre tierra; el vino es fruto del sol, sin el cual nada crece; el pan asegura
la existencia, el vino traspasa sus límites; el pan es asimilado
y transformado, el vino tiene el poder de transformar al hombre, de
convertirlo en otro.
Pan y vino juntos expresan, mediante lo sólido y lo
líquido, lo cotidiano y la fiesta, y su antítesis es signo de la totalidad. En
un simbolismo conjunto concretan el maná (la fuerza vital) de la
vegetación y la suma de las fatigas humanas, de las que están impregnados. Su
oblación expresa el ofertorio de la vegetación y sintetiza la vida del hombre.
c) La
comida.
La eucaristía no consiste sólo en el
ofrecimiento del pan y del vino acompañado de una alabanza de reconocimiento
para con el Creador, sino que es también una comida. Existe una diferencia de
grado y de significado entre alimentarse (necesidad biológica) y hacer una
comida (acto humano). En ésta se come y se bebe con un cierto orden una
serie de alimentos complementarios (según países y culturas). Normalmente, la
comida se toma en grupo, como signo de compartir y de amistad; constituye uno
de los aspectos celebrativos de la fiesta, en la que intervienen elementos
variados, como el placer de comer y beber, la conversación, la alegría. A
veces el simbolismo se vuelve tan importante que, en el caso de que no se
pueda hacer la comida completa, se reducirá a una bebida; en este caso
desaparece la finalidad nutritiva en favor del valor de comunión (en el caso
de la eucaristía, ésta se presenta como una comida en la que la riqueza
espiritual sobrepasa por completo a la nutritiva).
5. PAN Y VINO EN LA BIBLIA.
a) En el AT.
Dios preparó pedagógicamente la
eucaristía a lo largo de todo el AT; la última cena aparece simultáneamente
como prolongación y como nueva edición de la cena pascual: la catequesis
evangélica hace referencia a ella y la supone en su texto y contexto.
La comida memorial, el maná, el agua viva y el banquete de
la alianza —por limitarnos a las formas más expresivas desde el punto de vista
simbólico— ponen en camino hacia esta comprensión. La cena pascual del Ex 12
es el rito fundante de un memorial que cada año reactualiza su eficacia:
narración, gestos y elementos se adueñan de una intervención histórica de Dios
insertando en ella a todas las generaciones (cf v. 14) en espera de la
liberación final. El maná (Ex 16,1-36) no es sólo alimento, sino signo de la
presencia eficaz del Señor en medio de su pueblo, al que sostiene y acompaña a
lo largo del camino. Con el agua de la roca (Ex 17,1-7) Dios se manifiesta
condescendiente y lleno de benevolencia para con las peticiones de su pueblo sediento. Con el maná y con el agua, figuras
incompletas de la eucaristía, Dios pone a prueba la fe de Israel, que siempre
busca seguridades físicas, para unirlo así en estrecha alianza. El banquete de
la antigua alianza (Ex 24,1-11) es una celebración de esponsales, que se
ratifican con un doble rito: el de la sangre y el de la comida. La sangre de
las víctimas hace al pueblo consanguíneo de Dios, porque una misma sangre
significa una misma vida (vv. 4-8). En el banquete, los ancianos entran en
comunión de vida con Dios, alimentándose de inmortalidad (vv. 9-11). Estos
significados se recogerán en la institución de la eucaristía, que, desde esta
preparación, comienza a tener una fisonomía bien definida.
b) Las comidas de Cristo en el evangelio. En el
evangelio, las comidas en que Jesús toma parte adquieren un relieve
importante, real y simbólico al mismo tiempo. Jesús aprovecha esas ocasiones
para manifestar su persona y su misterio; por sí mismas ricas de significados humanos, en
ellas aparecen alusiones a la eucaristía, de la que constituyen una
preparación y un esbozo. Los evangelistas, que escriben cuando ya hace décadas
que la iglesia celebra la eucaristía, proponen una lectura eucarística
de las comidas del Señor.
Las comidas prepascuales.
Cuando Jesús es invitado a la mesa, nunca va con las manos vacías: lo que los
convidados esperan de la comida, es él mismo quien lo da, pero a nivel más
profundo. Narradas intencionalmente por los evangelistas, esas comidas se
convierten en una catequesis introductoria a
la eucaristía y, al mismo tiempo, son ya momentos
sacramentales, a través de los cuales Cristo comunica la salvación. En la
comida en casa de Mateo, en vez de ser recibido, es él mismo quien recibe a
los publicanos --los excluidos-- y los introduce en la comunidad de los
discípulos (Mt 9,9-13); el banquete en casa de Simón el fariseo se convierte
en el tiempo del perdón de los pecados y el lugar en que los convidados
revelan su identidad (Le 7,36-50); invitado en casa de Marta y María, da a
entender que él no viene a recibir, sino a dar, y que, para acogerlo, hay que
liberarse de preocupaciones y ponerse a la escucha (Le 10,38-42); la comida
del sábado en casa del fariseo, además de incluir una relación con la
curación, es una enseñanza parabólica para mostrar que Cristo sacia toda
hambre (Le 14,1-6); autoinvitándose a comer en casa de Zaqueo, Jesús viene
como portador de la salvación (Le 19,1-10); la unción en Betania resulta una
celebración simbólica ante litteram de su muerte y resurrección (Mt
26,6-13; Mc 14,3-9; Jn 12,1-I1); en las bodas de Caná, Jesús deja entreverel
misterio de su pasión y de su gloria (Jn 2,1-14). Estas anticipaciones
eucarísticas son el complemento de lo que la narración de la institución y
de la multipliciación de la panes supondrán ya adquirido.
Las narraciones de las multiplicaciones de panes
(Mt 14,13-21; Mc 6,30-44; Lc 9,10-17; Jn 6,1-15; Mt
15,32-39; Mc 8,1-10) hacen referencia al Exodo, del que reciben su
significado, pero se colocan en la perspectiva de la institución eucarística y
de la abundancia del festín escatológico. Describen los gestos de Jesús en
términos rubricales, acentuando el paralelismo entre
bendición-distribución de los panes y la última cena (tomar, bendecir,
partir, distribuir). Juan, en el capítulo 6, hará seguir inmediatamente
después de la narración una catequesis sobre el pan de vida.
Las comidas del Resucitado.
Es sorprendente cómo en las rápidas páginas que los evangelistas dedican al
breve lapso de tiempo entre la resurrección y la última aparición de Cristo a
los discípulos, las narraciones de comidas del Resucitado ocupan un espacio
excepcionalmente llamativo. Tienen sólo la función de confirmar la fe
vacilante de los discípulos, convenciéndolos de la realidad de la
resurrección; pero quiere mostrar también que el Señor glorioso se hace
presente entre los discípulos, principalmente bajo los signos de la comida,
que es el sacramento de su presencia". Pedro afirmará que los apóstoles son
testigos de la resurrección de Jesús porque han "comido y bebido con él
después de su resurrección de entre los muertos" (He 10,4s). Al
reunirse para la fracción del pan, la iglesia primitiva tenía conciencia de
reunirse en torno al Resucitado, de tomar en alimento sus dones, en lagozosa
espera del banquete escatológico.
Hagamos solamente una alusión a la institución
eucarística [I Eucaristía]. En el curso de la última cena Jesús da su
cuerpo y su sangre bajo los signos de pan y de vino; usando el elemento común,
remite a la cena pascual de los hebreos, dándole una nueva versión. Igual que
en Ex 12,14, renueva el mandato de hacer una comida memorial como rito
perenne; quiere vincular el recuerdo de su muerte-resurrección y comunicar la
salvación a los signos de una comida.
6. INDICACIONES HISTÓRICAS ACERCA DEL USO DEL PAN Y DEL
VINO EN OCCIDENTE PARA LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA. Pan y vino constituyen la ofrenda para el sacrificio y son los
alimentos para el banquete de la iglesia. Históricamente, en el paso de la
fractio panis —en pequeños grupos en las casas— a las reuniones de
asambleas numerosas en lugares funcionales para el culto, comenzó a esfumarse
la dimensión convivial. Cuando se comenzó a construir los altares
(nótese que el nombre no se usa nunca en el NT hablando del culto cristiano),
la apologética ya no se atrevió a seguir afirmando que los cristianos no
tienen altar: los padres exaltarán el simbolismo del altar de piedra, figura
de Cristo, piedra fundamental. Pero el altar es la mesa de los dioses, no de
los hombres, y expresa el culto sacrificial (altar y sacrificio se exigen
mutuamente), no el convite: ¡es una regresión que acerca el altar cristiano al
ara pagana o al altar del templo hebreo, aunque lleve siquiera una
característica propia, el mantel! El cambio del nombre y del objeto son signo
y consecuencia de que la doctrina y la praxis han dado un giro.
No sólo el lugar, sino también el paso de la celebración
vespertina a la matutina trajo consigo consecuencias en el modo de vivir la
eucaristía. El ideal de celebrar la cena eucarística durante la vigilia cayó
muy pronto. Reunirse para un convite al comienzo del día, o también a lo largo
de la mañana, no da idea de una cena y no ayuda a comprender la dimensión
festiva del banquete. Por la mañana se celebra la resurrección; la iglesia
continuó celebrando la eucaristía por la mañana, debido al condicionamiento de
una rígida ley del ayuno eucarístico, incluso cuando la eucaristía era
considerada in primis como el memorial de la pasión y la referencia a
la resurrección había desaparecido.
Probablemente Jesús instituyó la eucaristía usando pan
ácimo, como era la costumbre en la cena pascual; pero esto no se consideró
como hecho relevante, porque en los primeros siglos los cristianos llevaban a
la misa —y en Oriente todavía lo hacen— el pan ordinario. Más tarde se comenzó
a confeccionar expresamente el pan para la liturgia (en forma de corona, con
el monograma de Cristo grabado): un gesto que expresaba la piedad, pero que
cargaba el pan eucarístico de simbolismos secundarios, en perjuicio de su
significado fundamental.
A partir del s. Ix, en Occidente la devoción al Santísimo
Sacramento extendió progresivamente el uso del pan ácimo, totalmente distinto
del pan usual en la vida cotidiana; estos panes, que se llamaban hostias
(del latín hostia), intentan significar la víctima del sacrificio.
Modificando las apariencias y el uso del signo, se modifica también su
significado, ya muy empobrecido. Al mismo tiempo, pierde su valor el rito de
la fracción (se confeccionan las partículas), y lacomunión —si
es que se sigue practicando— se da sólo como pan. El lenguaje de los signos
—ya casi mutilado— será cada vez menos expresivo: causa y efecto de una
teología eucarística incapaz de expresar la riqueza de la tipología bíblica.
El "antidoron ". En la
antigua liturgia latina se llamaba eulogia al pan ofrecido por los
fieles para la celebración eucarística, que no se consagraba porque sobraba de
la cantidad necesaria para la comunión: sobre él se hacía una bendición y se
distribuía al final del rito. Esta costumbre, que sobrevivió en Occidente de
diversas maneras a lo largo de la edad media (y en algunos lugares, en
determinadas circunstancias folclóricas, hasta nuestros días), se ha
conservado entre los bizantinos, que le llaman antidoron (=
compensación) y lo distribuyen a los participantes que no han recibido la
comunión eucarística.
IV. Conclusión: Problemática actual
1. LA VERDAD DE
LOS SIGNOS. La reforma litúrgica del Vat. II ha intentado revalorizar
los signos y ha indicado un camino en esta dirección; la antropología, por su
parte, estimula hacia un esfuerzo de autentificación de los mismos. Es
indudable que la materia en la praxis ritual actual adolece de
reduccionismo, ya que se la emplea al mínimo para asegurar la validez
jurídica. Todo el razonamiento que hemos venido haciendo resulta un vaniloquio
y corre el riesgo de parecer pura exageración si el uso que se hace de los
elementos naturales es mortecino. Con frecuencia los signos corren el riesgo
de no ser percibidos. ¿Cómo responde a la teología de la inmersión
en Cristo el bautismo realizado con un poco de agua derramada sobre la
cabeza? ¿O cómo se puede llamar banquete-convite-comida a una eucaristía en la
que los laicos comulgan solamente con una sutil hostia blanca, o cuando se
celebra en un altar que no tiene casi nada de mesa y con un tipo de
celebración de la que ha desaparecido casi por completo la dimensión convivial?
Hace falta una gran perspicacia para captar el simbolismo de que se sirven los
sacramentos; y la situación es además agravada por un formalismo ritual que
actúa de modo material, con frecuencia más preocupado de administrar
que de celebrar los
sacramentos. En el ámbito sacramental no basta con atenerse a la ortodoxia;
hace falta también ortopraxis: a las palabras y a los gestos
deben responder también las cosas para que se salve el equilibrio de la
celebración fig. El paso del latín a la lengua hablada
en la liturgia corre el riesgo de ponerla en crisis si el lenguaje no
es significativo en toda su complejidad hasta el punto de suscitar y expresar
adecuadamente la fe. Este esfuerzo no será pequeño y exigirá
búsqueda y experimentación.
2. LA ADAPTACIÓN
DE LOS SIGNOS. Este
análisis nos ha mostrado una vez más lo necesarios que son los elementos
naturales a la liturgia por su fuerte poder evocativo, con tal de que formen
parte de la cultura popular. Pero existe una diferencia fundamental entre los
elementos cósmicos y los vegetales o agrícolas: los primeros son válidos para
todos los hombres de cualquier lugar y tiempo (aunque pueden variar
parcialmente de significado según costumbres); los segundos van vinculados a
las regiones donde se cultivan y usan. Además, un símbolo agrario
en una civilización urbana resulta debilitado y corre el riesgo de convertirse
en algo artificial; en un ambiente en que no es conocido, por ser exótico o
espúreo, no tiene ningún significado, no puede ser entendido, y hay que
preguntarse necesariamente en qué medida podrá ser vehículo o expresión de la
fe.
En estos años se han realizado estudios y
experimentaciones, particularmente en relación con los elementos eucarísticos,
para ver hasta qué punto pan y vino son vinculantes para la eucaristía ". El
problema es si Cristo, al instituir la eucaristía, quiso vincularla a dichos
elementos o si el acento debe ponerse solamente en el signo de comida. Pero en
este segundo caso hay que tener presente que, una vez admitidos otros
alimentos, caería una parte notable del simbolismo, que en la biblia ha tenido
un desarrollo tan amplio, hasta hacer del pan y el vino (y también del trigo y
de la vid) theologoumena. No vamos a afrontar este tema. Pero queremos
indicar que un paso notable y significativo ya se ha dado en los nuevos
Ordo allí donde se admite el uso de otros aceites vegetales distintos del
tiadicional de oliva (RBO n.
3; OUI [RUE] n.
20). La biblia habla siempre del olivo y de su
fruto porque no conoce otras costumbres y países: de este árbol y de su fruto
ha desarrollado una amplia temática, que en parte desaparece cuando se usan
otros aceites. Es evidente que la decisión que hemos mencionado es atrevida e
innovadora y abre el camino a nuevas iniciativas de resolver el difícil
problema de los elementos eucarísticos, y de una inculturación del evangelio
en los territorios de misión.
3. PARA UNA PEDAGOGÍA DEL SIGNO. En una civilización urbana es necesaria una
pedagogía del signo: la gente de ciudad está casi desgajada de la naturaleza y
se relaciona pobremente con los elementos naturales. Es diversa la
sensibilidad del campesino, que está inmerso en la naturaleza, de la del
ciudadano, que vive en un mundo artificial y sofisticado. Sin embargo, el
cosmos sigue siendo el fundamento para la vida de todo hombre y de toda
civilización, aunque sea con valor distinto. La catequesis y la expresión
litúrgica deben repensar la materia sacramental y su uso, de manera que el
simbolismo esté más en consonancia con la mentalidad de la gente. La liturgia
se convierte así en un eco y una revalorización de los arquetipos, en una
promoción de los valores humanizantes, y por ello liberadores de la alienación
casi impuesta por un progreso que frecuentemente obliga a sacrificar los
valores más genuinos. El redescubrimiento del lenguaje simbólico oxigena una
cultura que está hecha de funcionalismo pragmatista, en el que la gratuidad,
la estética, la poesía y la fantasía tienen dificultad para encontrar un
lugar.
Como los signos, a pesar de ser valores notables, requieren
una integración cultural, así también su comprensión —ya a nivel humano— exige
una pedagogía; particularmente los símbolos, a los que va anejo un
acontecimiento revelado, requieren catequesis y formación para que se los
pueda percibir como salvíficos. Para que la catequesis de los sacramentos no
se embarque en un lenguaje abstracto, es necesario que se preste atención al
signo y al rito y, como punto de partida, al elemento natural —cuando lo hay—
por su visibilidad.
4. CREAR NUEVOS SIGNOS. Parece que en el esfuerzo por la recuperación de signos la
nueva cultura, que para nosotros, los occidentales, está fuertemente
condicionada por la vida urbana, debe buscar nuevos signos que estén de
acuerdo con la nueva mentalidad: algunos signos están desvirtuados hace
tiempo; otros están en crisis. Pero el hombre, animal simbólico, adecua
constantemente su lenguaje a las nuevas situaciones: surgen ritos laicos,
símbolos adecuados a las nuevas condiciones de vida (piénsese en el ritual
de los cortejos que desfilan por las calles de nuestras ciudades). Es natural
que la liturgia tenga la exigencia de realzar los elementos de nuestra vida
ordinaria que están abiertos a una consideración cristiana. Ejemplificar es
difícil; para no salirnos del ámbito de los elementos vegetales, se pueden
recordar las flores y los otros objetos que se suelen llevar como regalos, o
cuanto se usa para adornar y decorar el altar y la iglesia. Su uso podría ser
menos accesorio y más vinculado con la celebración de los sacramentos. Los
diversos Ordo animan a las conferencias episcopales a que adopten las
costumbres ya existentes en las diversas naciones y que puedan servir a
una expresión cultual en que los participantes queden más implicados.
5. LA NATURALEZA, LUGAR DE REFERENCIA PARA EL
DIÁLOGO SALVÍFICO. La materia sacramental es algo que emerge del
universo: la naturaleza,
dice Baudelaire, es un bosque de signos. Uno de los valores primarios del
AT, a pesar de la distancia de milenios y de la mentalidad semítica, es que
éste, más que referirse a conceptos —vinculados a una cultura— se sitúa
en el mundo de la naturaleza. La biblia, antes de ser un mensaje
religioso, es una
palabra dirigida en lenguaje humano a hombres en situación existencial. Basta
recorrer los temas de un diccionario bíblico para tocar con la mano el realismo
del lenguaje de Dios: se habla de la familia y del trabajo, de los problemas de
todos, de la ciudad y del campo, de la vida y de las cosechas, cosas en las que
los hombres están siempre implicados. Aquí se injerta la historia de la
salvación. La naturaleza sigue siendo, pues, a pesar de la evolución de la
historia, el elemento base en que los hombres coinciden para entenderse: en
nuestro caso, para entrar en el mundo sacramental necesitamos remitirnos al
cosmos y a su relación con el hombre, como a un ámbito o a un marco de
referencia. Los temas naturales deben formar parte ya de la precatequesis; y
hemos de volver a la teología simbólica para la comprensión de los sacramentos
(que se encuentran en el centro del mundo litúrgico). Es necesario que el hombre
vuelva a pacificarse con el universo para que el cristiano se reconcilie con los
sacramentos de la iglesia.
S. Rosso
BIBLIOGRAFÍA:
Agrelo S., Algunos precedentes culturales
de la simbología cristiana de la luz, en
"Antonianum" 47 (1972) 96-121; Simbología de la luz en el Sacramentario
Veronense, ib, 50 (1975) 5-123; Aldazábal J., Gestos y símbolos, 2
vols., "Dossiers del CPL" 24-25, Barcelona 1984; Bouyer L., El
rito y el hombre. Sacralidad natural y liturgia, Estela, Barcelona 1967;
Castro Cubells C., El sentido religioso de la liturgia, Guadarrama,
Madrid 1964; Dussel E., El pan de la
celebración, signo comunitario de justicia,
en "Concilium" 172 (1982) 236-249; Eliade M.,
Tratado de historia de las religiones, 2 vols., Cristiandad, Madrid 1973;
Forcadell A.M., El incienso en la liturgia cristiana, en "Liturgia" 10
(1955) 219-225; Guardini R., Los signos sagrados, Editorial Litúrgica
Española, Barcelona 1957; Martimort A.G., Los signos de la Nueva Alianza,
Sígueme, Salamanca 19675; Verheul
A., Introducción a la liturgia,
Herder, Barcelona 1967; Vogel C., Símbolos
culturales cristianos: alimentos y bebidas, en "Concilium" 152 (1980)
245-250. Véase también la bibliografía de
Antropología cultural, Sagrado y Signo/Símbolo.
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