Encuentro es una categoría del pensamiento
filosófico, elaborada, sobre todo, por la corriente personalista, que ha
desarrollado intuiciones contenidas en la tradición religiosa del /judaísmo y el
cristianismo. Primeramente se utiliza para describir la peculiar forma de
relación que tiene lugar en la relación interpersonal, pero supone una
determinada comprensión de la existencia humana, y su desarrollo conduce a una
radical transformación de la teoría del conocimiento, de la filosofía primera y
de la antropología, y desemboca en una peculiar visión ética.
I. CARACTERÍSTICAS DE LA RELACIÓN DE ENCUENTRO.
Comenzando por el encuentro como modalidad de la /relación
entre las personas, esta se caracteriza por una serie de rasgos que han puesto
de relieve las fenomenologías del encuentro. El primero de esos rasgos es la
respectividad de los sujetos que se encuentran. Tal respectividad comporta
la alteridad insuperable, la resistencia a cualquier intento de fusión, de los
sujetos que se encuentran; y, al mismo tiempo, la referencia de esas dos
alteridades. Esa alteridad supone la trascendencia efectiva de las personas que
se encuentran. En el encuentro acontece, pues, la superación efectiva del afán
poseedor y dominador del yo que en el otro se enfrenta con lo «inaccesible en
cuanto tal» (Ortega y Gasset). La respectividad realiza un tipo de relación
cuantitativamente nueva. En ella, el simple hecho de ser, la mera contigüidad,
el solo sometimiento al acto de otro sujeto se transforman en un acto de mutua
presencia. Las personas que se encuentran no existen con la forma de existencia
de los objetos, sino que se hacen presentes, vuelven su ser hacia el ser del
otro, existen referidos el uno al otro, requiriendo cada uno con esa referencia
la atención del otro y reclamando así su libertad. El encuentro surge, pues,
como consecuencia de ese mutuo requerimiento que es la existencia como acto de
presencia, como heme aquí de los sujetos que se encuentran.
De ahí la reciprocidad que caracteriza la relación
respectiva de los que se encuentran. Los objetos son simplemente conocidos,
deseados o transformados; en el encuentro, los dos sujetos se conocen,
se relacionan activamente. En el encuentro, por tanto, la relación está
constituida por dos libertades en ejercicio, cada una de las cuales crea con su
iniciativa el campo de posibilidad para la puesta en ejercicio de la otra. Basta
que uno de los participantes en el encuentro quiera suplir al otro, que uno de
los interlocutores ahogue la voz del otro, o pretenda poseerlo o dominarlo, para
que el encuentro se pervierta. Es decir, que en la relación del encuentro los
dos sujetos intervienen activamente; son, como se ha dicho, el uno para el otro
reciprocantes. Y es preciso llevar la reciprocidad hasta el extremo de
que la presencia del otro libera el acto de presencia de mi relación, y
el acto por el que yo le respondo consuma la constitución del otro en otro para
mí, sin la que no existiría como tal otro. Por eso ha podido escribirse con
razón que en el encuentro «nos hacemos ser el uno al otro».
El encuentro comporta, en tercer lugar, la intimidad
de la relación. Tal intimidad va más allá de los rasgos físicos o psíquicos que
poseen las relaciones íntimas. Se refiere al hecho de que el encuentro tiene
como sujetos las personas de los que se encuentran y no sólo sus propiedades o
sus funciones.
II. DISPOSICIONES PERSONALES DEL ENCUENTRO.
Todas estas características de la relación de encuentro
exigen de los sujetos unas disposiciones enteramente peculiares. La primera es
la capacidad y la exigencia del trascendimiento. Para encontrarme con el
otro necesito dejarle ser otro y, por tanto, renunciar a cualquier forma de
objetivación que lo privaría de su condición de otro, de sujeto. Debo, pues,
salir de la órbita que mi condición de sujeto -en el sentido de supuesto- tiende
a definir, y en la que tiendo a inscribir la totalidad de lo existente, y pasar
a ser sub jectum -sujeto en el sentido de ser referido-, que se actualiza
en actitudes como la disponibilidad, la acogida, la apertura hacia el otro, que
son la otra cara de la invocación, el requerimiento, la interpelación que me
viene del otro.
La fenomenología del encuentro termina mostrando así que el
encuentro no es un acontecimiento categorial añadido a la existencia de los
sujetos que se encuentran. Los sujetos existen desde el encuentro -«desde un
diálogo existimos» (Hölderlin)-, y en él se hace presente un más allá que actúa
en los interlocutores y los muestra participando de una presencia que está, no
al final de los encuentros humanos, sino en su raíz como quien los posibilita y
los hace ser permanentemente. La peculiaridad del fenómeno al que se refiere la
categoría del encuentro, y su fecundidad para la antropología, se manifiesta si
se le pone en relación con lo que aparece en su contrario: el hecho de la
soledad.
La soledad es mucho más que un estado: estar solo, o el
sentimiento que se deriva de él. Es una dimensión de la existencia que consiste
en el hecho de que cada sujeto es dueño y responsable de su vida que sólo cada
uno puede ejercer en una decisión irreemplazable, que nadie puede tomar por
otro. Pero la soledad humana no es incomunicación. Esa existencia sólo puede ser
ejercida en el horizonte de un mundo común y en la referencia a los otros
sujetos que comparten la palabra, la razón, la existencia como acto de presencia
y la capacidad de ejercer la existencia como llamada y consentimiento, como
requerimiento y respuesta. El hombre es, así, una soledad para la relación que
supone y requiere la soledad.
III. M. BUBER, E.
LÉVINAS, G. MARCEL.
La apresurada
fenomenología del encuentro
que acabamos de proponer, basta para manifestar las consecuencias que este hecho
humano primordial comporta en relación con la teoría del conocimiento, la antropología
y la filosofía primera. Ningún filósofo las ha puesto de relieve tan felizmente
como Martin Buber. Para él, como es sabido, el mundo del hombre es doble, según
que el hombre diga el par de palabras yo-ello o el par de palabras
"yo-tú. Con lo que yo deja de designar el sujeto en sí, aislable, y que
posteriormente se enfrentaría con otros sujetos o con el mundo de los objetos.
Lo que de verdad existe, como hecho radical, es el ser bajo la forma que expresa
el par de palabras yo-tú y el ser expresado en el par de palabras
yo-ello. Con ello, M. Buber supera la visión de la realidad propia de toda
la filosofía moderna, que hacía del yo, como sujeto pensante, como sujeto
trascendental, como conciencia, el punto de partida y la última posibilidad de
explicación de la realidad, y que se condenaba al solipsismo y,
consiguientemente, condenaba al sujeto a la más radical soledad; y pone en el
comienzo, frente al principio de la experiencia, que es la forma de relación
vigente en el yo-ello, la relación, es decir, el encuentro, ampliado a
todos los existentes cuando es vivido desde la relación. La descripción
buberiana de la relación ha enriquecido considerablemente la fenomenología del
encuentro. El encuentro, la relación no reducida a experiencia, es espíritu, es
amor, es palabra. El espíritu es el /entre de la relación y no el yo
objetivador; pero el espíritu es amor y, sobre todo, es palabra. El espíritu es
«la respuesta del hombre a su tú». De los dos términos de la relación puede
decirse que son «pura apelación el uno para el otro». O, mejor: «Yo y tú somos
discursos entrelazándose» (M. García-Baró). «Yo llego a ser yo en el tú; al
llegar a ser yo, digo tú. Toda vida verdadera es encuentro». «Sin el ello no
puede vivir el ser humano. Pero quien solamente vive con el ello no es ser
humano». Pero la fenomenología del encuentro no sólo transforma la concepción de
la vida humana, del hombre. Permite el acceso a una renovada visión de la
realidad toda, manifestada en el hecho de que «la relación con el ser humano es
la auténtica alegoría de la relación con Dios», porque las líneas de las
relaciones prolongadas se encuentran en el Tú eterno. Y es que la relación con
el absolutamente trascendente sólo puede ser vivida en términos de total
trascendimiento, y este se prepara, se realiza y se manifiesta en el
descentramiento que requiere el reconocimiento de la la alteridad del tú humano.
Siguiendo el camino
abierto por el filósofo judío Franz Rosenzweig en su crítica a Hegel, E. Lévinas
prolonga, tras haberlas sometido a crítica, las reflexiones de M. Buber sobre la
relación, enriqueciendo decisivamente la comprensión de la categoría del
encuentro. Su punto de partida es la crítica, más expresa y más desarrollada que
en Buber, de la pretensión de la filosofía moderna de abarcar con el
conocimiento la totalidad de lo real, de operar por la conciencia una síntesis
universal, que no deje nada fuera de sí y así se convierta en conciencia
absoluta. Frente a esa
nostalgia de la totalidad que parece
habitar toda la filosofía occidental, Lévinas sitúa la experiencia irreductible
y última no en la síntesis, ni en la adecuación, sino en el cara a cara de
los humanos, dotado para Lévinas de significación moral. Esta significación
moral no viene a añadirse a una consideración ontológica que vendría tan sólo a
modificar. Al ser el cara a cara la experiencia irreductible, la moralidad tiene
alcance previo o independiente. La filosofía primera es una ética. La
relación /interpersonal con su significación ética se caracteriza, frente a la
descripción buberiana del encuentro, por su condición asimétrica. Por el hecho
de no ser una relación recíproca. En efecto, en el rostro, lugar por excelencia
de la aparición del otro, se hace presente el otro sin dejarse convertir en
contenido capaz de ser abarcado por mi mirada. El otro se me presenta en su
rostro como orden y petición de respeto, que exige de mí la responsabilidad en
relación con él, que me descubre responsable de él. Así, la no reciprocidad de
la relación, la asimetría del encuentro, significa que el otro se manifiesta por
encima de mí, sujeto de una orden para mí, como si en él me hablase un señor. Al
mismo tiempo, la desnudez del rostro del otro le muestra como «el pobre para el
que puedo todo y al que debo todo». El yo, en esta relación, no es ya la
conciencia que convierte en objeto, que integra en la totalidad de lo pensado,
sino quien se ve descentrado por el requerimiento y la exigencia del otro, y
capaz de responder a su llamada.
La ruptura del
círculo de la totalidad por el /rostro del otro, y la responsabilidad que
inaugura, abre el camino, hace posible el acceso a la idea de infinito. Primero
como término de un deseo que se orienta hacia más allá de su satisfacción, un
deseo cuyo término no lo
sacia, sino que lo ahonda, que se alimenta de sus propias hambres y se
aumenta con su satisfacción y, a partir de ahí, como ileidad que no
es término directo del encuentro, sino Él en el fondo del tú. Porque la
única forma de que se haga presente sin convertirse en objeto del pensamiento o
del deseo humano, integrándose así en la totalidad definida por el sujeto, es
que se manifieste en su envío, en la urgencia que impele al hombre a la
responsabilidad por el otro. «La idea del
Infinito en nosotros
se concreta en mi relación al otro hombre, en la
sociabilidad que es mi responsabilidad por el prójimo. Responsabilidad... que
ordena en el rostro del otro -a la vez indefenso y lleno de fuerza- un Dios
desconocido».
No es difícil
percibir, incluso en una presentación tan sucinta, la novedad que la concepción
levinasiana de la socialidad o la relación con el /otro representa para la
antropología, la teoría del conocimiento y la filosofía primera. El hombre no es
ya para sí,
conciencia capaz de abarcar la totalidad de lo real, sino para otro, en
la peculiar referencia que comporta la responsabilidad. «Decir: heme aquí. Hacer
algo por otro. Dar. Ser espíritu humano es eso». Esta irrupción del otro rompe
con la /ontología de lo neutro,
de lo igual, del ser abarcado por la
conciencia en la verdad, y hace aparecer al Infinito no como un ser otro, sino
como de otra manera de ser trascendencia efectiva que se anuncia, se
revela sin desvelarse, sin dejarse ver, sin convertirse en tema, en la
responsabilidad que requiere de mí, que me pide y me impone el rostro del otro.
Al responder a este requerimiento: heme aquí, el sujeto da testimonio
del Infinito y en este testimonio se produce la /revelación del Infinito.
La prioridad de lo
santo -lo ético sobre lo sagrado, el temor a degradar la
trascendencia del /Infinito si se lo hace término de una relación de
encuentro, la preocupación por preservar la entidad del sujeto humano, al que
una relación como la vivida por los místicos correría el peligro de fundir y
disolver como el fuego a la mariposa que se aproxima a él, han llevado a Lévinas
a evitar la aplicación de la categoría de encuentro a la relación con el
Infinito. Por nuestra parte, pensamos que una fenomenología cuidadosa de la
actitud religiosa en sus formas más puras, permite descubrir una relación que
preserva la absoluta trascendencia del /Misterio, que permite la más alta
realización de la persona como ser para otro, como destinatario de una
vocación a la existencia, a la que sólo responde adecuadamente en la acogida y
el consentimiento, y que por eso se deja interpretar y comprender en la
categoría del encuentro interhumano, como su alegoría menos imperfecta, como su
mejor analogía. Nada, por otra parte, muestra la pertinencia de esta analogía
como el hecho, subrayado por muchas tradiciones religiosas, y expresamente por
la tradición judeocristiana, de la inseparable relación entre amor humano y
conocimiento de Dios, entre servicio a los otros y encuentro con Dios.
Las reflexiones
anteriores, que podrían ampliarse desde otros textos, como los de G. Marcel,
sobre la /fidelidad creadora, ponen de relieve la pervivencia y la fecundidad de
la categoría del encuentro y su capacidad de abrir hacia una comprensión
de lo real, que haga justicia a su riqueza de aspectos y a su condición, al
mismo tiempo luminosa e inagotable y misteriosa.
BIBL.:
BÖCKENHOFF J., Die Begegnungsphilosophie. Ihre Geschichte-ihre Aspekte,
Karl Albert, Friburgo 1970; BuBER M., Ya y tú, Caparrós, Madrid 1993;
BUYTENDEIJK F. J. J., Phénomenologie de la rencontre, DDB, Brujas 1952;
GARCÍA BARÓ M., La filosofía judía de la religión en el siglo XX, en
FRAIJÓ M. (ed.), La filosofía de la religión. Estudios y textos, Trotta,
Madrid 1994, 701-729; LAÍN ENTRALGO P., Teoría y realidad del otro,
Alianza, Madrid 1983; LÉvINAS E., De otro modo que ser, o más allá de la
esencia, Sígueme, Salamanca 1987; ID, De Dios que viene a la idea,
Caparrós, Madrid 1995; ID, Ética e infinito, Visor, Madrid 1991; ID,
Martin Buber y Dialogue avec Martin Buber, en Noms propres, Fata
Morgana, París 1976, 23-48; ID, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la
exterioridad, Sígueme, Salamanca 19871; MARCEL G., Du refus á
l'invocation, Gallimard, París 195614; MARTÍN VELASCO J., El
encuentro con Dios, Caparrós, Madrid 19951.
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