SUMARIO:
1. Prehistoria. - 2. Los origenes. - 3. La base
de los escribas: Escuelas; Tradición. Escribas laicos; Las sinagogas. - 4.
Aparicion de los grupos: La escisión. - 5. Saduceos inmovilistas. - 6. Esenios
radicales. - 7. Fariseos centrados: Doctrina y práctica: el templo; La torá;
El sábado. - 8. Los celotas. - 9. El fin. - 10. Resumen final.
Desde la perspectiva cristiana suele llamarse enemigos a los grupos judíos que se opusieron a Jesús y su evangelio. «Grupo», o facción, tendencia, «partido» dice de los fariseos el historiador judío Flavio Josefo, y el libro de los Hechos «partido» y «secta» en el mismo contexto (He 23, 9; 26, 5): no hay denominación común específica, y aquí se usará una u otra indistintamente. Estos grupos trataremos de verlos coherentemente desde sus raíces hasta su nacimiento y desarrollo, y en lo posible partiendo de sus propias fuentes o desde fuentes judías, como la del citado Josefo. En aquella época surgieron también otros grupos que no se cuentan entre los enemigos. De todos daremos también una breve noticia, ya que hay entre ellos conexiones que sin duda ayudan a la comprensión del cuadro íntegro, y en particular de los grupos que nos interesan. En la segunda parte intentaremos ver la naturaleza y trascendencia del conflicto que plantearon con Jesús y su mensaje.
1. Prehistoria
La prehistoria de
estos grupos hay que buscarla en la semilla que se sembró en los años del
destierro en Babilonia y que dio lugar al nacimiento del Judaísmo. Aquella
experiencia, la más terrible sufrida hasta entonces por el pueblo de Israel, fue
un escarmiento que no se olvidaría y profundizó una lenta
reflexión sobre su causa y su remedio. Siendo la causa la infidelidad del pueblo
a la alianza con Dios por la transgresión y profanación de sus instituciones
sagradas, en particular la Torá y el Templo, el remedio no podía ser otro que la
restauración de los orígenes mediante una estricta e intransigente depuración
de esas instituciones. De ahí nacerá el árbol que más tarde se dividirá en
las diferentes ramas.
La tarea de
purificación empezó ya durante el destierro. Alli aunque se había perdido casi
todo, en particular la patria y la imprescindible presencia del Templo, el
pueblo conservaba todavía el tesoro básico de sus tradiciones, ya en parte
plasmadas en el Libro sagrado. El sacerdocio; que estába al frente de los
desterrados, era el depositario de ese tesoro, y el que concentró la reflexión
sobre él, en la que la Torá propendía a dominar decididamente sobre los demás
libros, hasta el punto de terminar incluyéndolos, casi como un complemento suyo,
bajo su propia denominación.
En efecto, la Torá,
como una verdadera carta magna, era y debía ser la norma única que regulara todo
el ordenamiento político, jurídico, religioso y social, es decir la totalidad de
la existencia tanto presente como futura de este pueblo, según su fe en su
destino mesiánico. En el destierro se convertía, pues, en una verdadera «patria
portátil». El término Torá significa «instrucción», con un sentido
pregnante de inmersión en la Ley y en todas sus derivaciones y extensiones. Su
traducción por «Ley» no responde a toda esa complejidad del hebreo; sin
embargo, dado que los evangelios dicen siempre «ley», aquí se usarán
indistintamente los dos, según los casos.
La Torá regula
también el régimen del Templo, con el sacerdocio y el culto. Pero el Templo
destaca aparte su singular significación: por ser la sede del arca de la
Alianza, es el símbolo del compromiso mutuo de Dios con su pueblo, que confiere
a éste su condición de pueblo santo, es el único lugar
donde éste puede ofrecerle la respuesta del sacrificio legítimo, y por todo ello
se alza como el núcleo visible y la referencia de su unidad e identidad. De ahí
que llegue a ponerse al mismo nivel de la Torá. De hecho las dos instituciones
constituyen los pilares en que se asienta el orden teocrático judío, que se
hallan ensamblados como en un arco de bóveda, si bien la prioridad lógica
compete en todo caso a la Torá. El Templo incluye el sacerdocio y, a través de
él, forma con la Torá como un círculo virtuoso, ya que si ésta es el conjunto de
especificaciones que desarrolla el núcleo de la legislación mosaica, todo ello
se ha conservado y elaborado y fundamentalmente en los santuarios y medios
sacerdotales, y en coherente respuesta ella misma no se olvida de conferir al
sacerdocio la facultad de su custodia, estudio y enseñanza (Dt 31, 9-13).
Junto a estas dos
instituciones destaca, en fin, el sábado, obviamente regulado también en la Torá.
Ese día sagrado viene a ser como el complemento o extensión del Templo en el
cuerpo de la sociedad, canalizando la respuesta de cada familia y cada individuo
por medio de la instrucción en la Torá y el culto de la oración.
2. Los orígenes
El árbol procedente
de aquella semilla sembrada en el destierro nacía a la vuelta a la patria,
favorecido por la política benigna de los persas. El pueblo retornó conducido
por el mismo sacerdocio que lo había preparado, el cual, como es obvio,
intensificó su programa con la Torá y el Templo como núcleo aglutinante. En los
siglos siguientes de ocupación persa y griega, una vez que con el destierro
desapareció también la monarquía, el sacerdocio sigue representando y ejerciendo
la autoridad suprema de la nación. Bajo su guía, como describen los libros de
Esdras y Nehemías, se reconstruye el Templo, se renueva la Alianza y se repite
con gran solemnidad el juramento de fidelidad a la Torá. Esta impone su imperio
sobre toda la existencia y
acapara todos los cuidados, empezando por el de su propia y definitiva
codificación.
El alma de esta
gran restauración que da lugar a un nuevo orden al que llaman Judaísmo es el
sacerdote Esdras. El le impone sus notas distintivas, principalmente el prurito
de pureza cultual y legal en el interior del país, y la preservación de todo
contacto contaminante con el exterior. Todo ello se marca todavía más a fuego
por la primera experiencia que se sufre de la hostilidad de los vecinos
samaritanos. Y aunque el propósito que lo impulsa tiene una innegable altitud de
miras, no es menos innegable el germen de corrupción que lleva dentro, y que en
su momento explotará. Las ramas de los grupos que brotarán de este árbol, todas
ellas con el afán de asegurar la identidad de estos orígenes, compartirán sus
buenas intenciones lo mismo que sus riesgos.
3. La base de los
escribas
«Doctor e
intérprete de la Ley entre los hebreos», como con precisión define el
diccionario, escriba es nombre de profesional, no de militante ideológico. Con
este o con otro nombre la profesión o especialización existió de hecho en Israel
al menos desde que empezaron a reunirse las tradiciones y a redactarse las
Escrituras. Dentro de su ámbito y con sus peculiaridades, los escribas
equivalían a los influyentes secretarios y cronistas que había en todas las
cortes reales y en los santuarios del mundo circundante. La peculiaridad en
Israel era su exclusiva dedicación a la Torá o Escritura. No eran, por tanto,
como el nombre podría sugerir, meros escribientes, eran los intelectuales de la
época, y en una situación como aquella de generalizado analfabetismo,
sobresalían y se imponían fácilmente sobre la población. Los escribas son, por
tanto, anteriores a los grupos, y, cuando éstos aparezcan, podrán no sólo
militar en uno o en otro según sus ideas, sino formar fácilmente entre sus
dirigentes.
En consecuencia, en
virtud de su especialización y maestría en aquello que, sobre todo a partir del
destierro, era el alma y la razón de ser del pueblo elegido, debieron ser los
grandes conductores y responsables del Judaísmo. El modelo de esta figura de
sacerdote y a la vez escriba parte del mismo Esdras, que se hace así también el
patrón de los escribas. Esdras venía siendo, en efecto, encargado de los asuntos
judíos o «de la Ley del Dios del cielo» (Esd 7, 11. 21) en la corte persa y,
como «escriba versado en la Ley de Moisés» (7, 6) señaló el programa del Cuerpo:
el estudio de la Torá, su lectura y explicación al pueblo (Neh 8, 8), y el
control sobre su cumplimiento estricto, en suma la implantación del «imperio de
la Ley». Y ello en sentido practicamente literal, ya que el escriba, además de
teólogo y jurista, era el juez que dilucidaba y aplicaba la ley en cada caso, es
decir en toda la existencia religiosa del judío.
La
significación y
ascendencia ante el pueblo que conferían tantas atribuciones podrían
reflejarse
en la variedad de nombres con que los evangelios los designan, en los
cuales
nunca se olvida incluir la razón que lo sustenta, esto es la Ley o la
Escritura;
«maestros de la Ley» (Lc 5, 17; etc.); «legistas,
doctores de la Ley» (Lc 7, 30; etc.) y, el más frecuente, «letrados,
escrituristas» (Mc 1, 22p; 2, 6. 16; Mt 7, 29; etc.). Y el horizonte
de tal significación era un buen estímulo para afrontar los largos años
de
aprendizaje que requería el dominio de la profesión. El ideal pedía
dedicación
completa, como encarece la semblanza del Eclesiástico, que la enaltece
por
encima de cualquier otra ocupación (38, 24-39, 11). Pero como eso
presuponía
disponer de medios, sean bienes propios o ayudas de donativos, cosa que
no
estaba siempre al alcance, a menudo tenían que olvidarse de ese ideal y
valerse
de algún oficio para subsistir. En ocasiones su ejercicio podía exigir
incluso
el sacrificio de la propia vida (ver Dan 11, 33-34).
Las sinagogas.
El medio habitual de actuación de los escribas era la sinagoga, si bien
tampoco se prohibían intervenir en la vida ordinaria del pueblo. La sinagoga
como institución tiene también su origen en el tiempo del destierro, cuando,
carentes del núcleo aglutinante que era el Templo, los sacerdotes-escribas
impartían su instrucción, a la vez que la oración y el culto, en el curso de
reuniones de fieles que, como sucede en toda obra que empieza, no tenían aún un
lugar específico fijo. Al regreso a la patria siguieron el mismo método en los
núcleos de población dispersos, hasta que empezaron a construirse locales
apropiados, más o menos suntuosos. Reunión o concurrencia se dice en griego, y
se consagró cuando ésta se hizo la lengua «común» o internacional, synagoga
y, con la misma evolución que el vocablo ekklesía, del contenido,
o sea la reunión o asamblea, pasó a denominar el continente físico o
edificio.
La sinagoga nace,
pues, y se desarrolla como sustituto representación del Templo de Jerusalén,
durante el destierro porque éste no existía y en la patria porque se hallaba
lejos. La misma razón de asegurar, a falta del Templo, el imprescindible
servicio de oración e instrucción en la Torá explica su implantación en las
comunidades de la diáspora judía. Esta evolución de las sinagogas va ligada al
propio desarrollo del Cuerpo de escribas, y, siempre con la finalidad de cumplir
el ideal de la enseñanza de la Torá, se extienden por todo el país. En tiempo
del Evangelio puede decirse que había una en cada pueblo de cierta entidad. Esta
evolución no se parará: cuando el Templo desaparezca definitivamente, la
sinagoga, con los escribas al frente, quedará como la institución que concentre
y aglutine la religiosidad del pueblo judío a lo largo de la historia. En fin,
por una curiosa evolución semántica, que se produce también en el caso de la
iglesia, el nombre volverá también al sentido primigenio de comunidad de fieles,
pero abarcando ya a toda la comunidad como institución universal —en principio,
ya que otro ramal de esa evolución puede limitarlo a la
jerarquía dirigente-, cuando tanto el Judaísmo como el Cristianismo empiecen a
denominarse respectivamente la Sinagoga y la Iglesia.
Escuelas.
Tradición. Escribas laicos. Con el fin de asegurar su continuidad como
Cuerpo, y naturalmente su poder, los escribas tienen buen cuidado de crear
escuelas, generalmente en las mismas sinagogas, donde formar discípulos a su
medida. Los discípulos se forman «a los pies de los maestros», como Saulo de
Tarso a los pies de Gamaliel (He 22, 3), o sea sumisos en una inmersión
permanente en el libro de la Torá y en toda la doctrina que ha ido formándose en
torno a ella. En efecto, las escuelas tienen tambíény quizá como objetivo
principal, el cometido de conservar las enseñanzas que han venido acumulando y
transmitiendo de generación en generación los grandes maestros.
A ese depósito, que
guarda una línea de continuidad magisterial reuniendo las explicaciones,
interpretaciones, precisiones en casos dudosos, formulación según otros nuevos,
aplicación de las normas con ejemplos concretos, en fin toda la experiencia del
pasado con las sentencias lapidarias de los doctores más insignes, lo llaman «la
Tradición de los antepasados (o de los padres)». Pero lo trascendental es que no
se trata de un monumento para mera contemplación o estudio, sino que, por el
hecho de referirse únicamente a la Torá con la finalidad de ponerla en claro y
así asegurar un cumplimiento auténtico, poco a poco va incorporando el carácter
santo de ésta y, con ello, su mismo valor normativo y obligatorio.
Anotemos, por
último, que a la vuelta del destierro no era posible en el ámbito rural mantener
la profesión de escriba exclusivamente, y reservada al sacerdocio, ya que éste
se concentraba en torno al Templo y solía residir en el área de Jerusalén. Por
otro lado a nadie se le prohibía, todo lo contrario, dedicarse al estudio de la
Torá. Y con la prestancia y autoridad que su dominio confería, quedaban francas
las puertas para el acceso de los laicos a la profesión.
Como además el sacerdocio en Israel era privativo de la tribu de Leví, mientras
que los laicos podían provenir de todas, era de prever que por vocación, por
promoción y por excelencia, los escribas laicos terminaran imponiéndose a los
procedentes del clero, particularmente en esos medios rurales. Obviamente entre
los sacerdotes había también escribas, y muchos fueron miembros del sanedrín.
Puede decirse por todo ello que estos doctores de la Ley constituyen la base del
Judaísmo desde su promotor Esdras, y serán sin duda los principales conductores
de las diversas tendencias que surjan dentro de él.
4. Aparición de los
grupos
Estas reuniones de
gente especialmente sensible a su identidad como pueblo suelen formarse por
reacción en momentos de crisis, sean debidas a violencia del exterior o a
desviaciones graves en el interior. De grupos especialmente inquietos al
respecto hay algún antecedente, por ejemplo los "netineos", donados o
separados, (Neh 10, 29; ver Mal 3, 16). Pero un primer grupo que hiciera
historia no apareció hasta la violenta persecución del rey seléucida Antíoco
Epífanes, que trató de helenizar el país y llegó hasta saquear el Templo y
profanarlo ofreciendo sacrificios a Zeus Olímpico. Este grupo, llamado de los
Jasidim, asideos, esto es «piadosos», organizó en torno al sacerdote
Matatías una enfervorizada resistencia arrostrando muchos el martirio, y luego
formó la élite en la guerra llevada a cabo por su hijo Judas Macabeo. Vencido y
expulsado el seléucida, se dedicó de nuevo el Templo y se restituyó el
sacerdocio y el culto. Era el objetivo fundamental, ya que ello representaba la
liberación del pueblo y su reconducción por la senda de la Torá señalada por
Dios (ver 1 Mac 2, 42ss; 2 Mac 14, 6ss; Dan 11, 32).
En este tiempo de
persecución y crisis surge también, como en terreno abonado, la literatura
apocalíptica (representada en el libro de Daniel
y en multitud de apócrifos), que traslada la realización de la salvación, hasta
entonces reducida al ámbito intramundano, al fin de los tiempos. Los fracasos
aparentes, por ejemplo de los mártires, hacen avanzar la conciencia y la
revelación hacia la creencia en la resurrección de los muertos y la retribución
en un mundo futuro, que se espera o se anhela como inminente, con la aparición
del «hijo del hombre» (ver Dan 7, 13), un ser celestial, ahora oculto, que
vendrá como juez y salvador en nombre de Dios.
La escisión.
Aquella persecución de Antíoco y en particular su profanación del Templo era
demasiado hasta para el judío más tibio. Sin embargo, la helenizacion, que
también pretendía y que sin duda era más destructora, iba ya infiltrándose por
sí sola y sin presiones, sobre todo en la aristocracia y la clase acomodada de
Jerusalén, entre la que se contaban las familias sacerdotales influyentes, en
especial las de los sucesivos Sumos sacerdotes. Aquello era la modernidad, muy
tentadora para los tibios, de modo que entre estas clases de vida muelle no dejó
de arraigar generosamente.
Para los celosos
esto era intolerable y venía ya gestando una drástica reacción. La chispa
estalló pronto, cuando Jonatán, hermano y sucesor de Judas, y por tanto de
estirpe sacerdotal, unió a su magistratura civil la de sumo sacerdote. Este
maridaje nunca fue bien visto en Israel, pero además venía a suplantar a la rama
tradicional de pontífices. En consecuencia el grupo de los asideos rompió con
todo ese estamento oficial, si bien él mismo se escindió a su vez, según F.
Josefo hacia el año 150 a. C., en dos ramas: esenios y fariseos. Algunos autores
sitúan la escisión más tarde, cuando durante la dinastía de los asmoneos se
unieron en la misma persona los títulos de rey y sumo sacerdote. En cualquier
caso, el motivo era semejante y la reacción seguía la línea y el espíritu de
los asideos, esto es la defensa de la pureza de las instituciones patrias, de
modo que en este propósito fundamental coincidían los dos
grupos. La diferencia, que llegó a ser odio mutuo, estaba en el modo de
entenderlo y practicarlo.
5. Saduceos
inmovilistas
El estamento
oficial, sin embargo, se mantuvo como estaba en su cómodo estatus, que consistía
en atenerse a las posiciones religiosas del pasado. Curiosamente, tan avanzados
en su mundana extranjerización, eran, en cambio, conservadores, o más bien
inmovilistas en las instituciones vigentes, y además contaban con su poder para
blindarse en su posición.
Probablemente no
habrían formado facción si no hubiera sido por reacción contra los escindidos.
Al formarla se llamaron saduceos, bien por referencia al sacerdote Sadoc, el
para ellos «legítimo» que apoyó y ungió rey a Salomón frente al «usurpador»
Abiatar que apoyaba a Adonías (ver 1 Re 1), o porque otros les dieran ese
nombre. Estancados en lo que, al decir de F. Josefo, parece epicureísmo, creen
en la santidad de Israel, pero la suponen suficientemente garantizada con que se
ofrezcan en el Templo los sacrificios que prescribe la Torá, los únicos que son
legítimos para expiar los pecados y santificar al pueblo. Como «tradicionales» a
ultranza, la Torá en la que creen es sólo la original, o sea el Pentateuco, nada
de otros libros de la Biblia y menos de tradiciones humanas. Y como no figura en
esa única Escritura, no creen en la resurrección de los muertos ni en la vida de
ultratumba ni en los ángeles (ver Mc 12, 18p; He 23, 6-8). La salvación, que
depende de la obra humana y no de la predeterminación de Dios, se verifica
dentro de la historia. No abriga, pues, esperanzas escatológicas o
apocalípticas.
Finalmente, en
política aspiran a un Estado nacional semejante al del tiempo de David en el que
el sacerdocio ocupa la suprema magistratura religiosa., y admite a su lado la
civil. Con esa autonomía religiosa pasaron todo el período asmoneo.
Bajo el mandato de
Herodes perdieron significación, debido más que nada al absolutismo de este rey.
Pero con los gobernadores romanos que, salvo rara excepción, respetaban su coto
religioso, convivieron pacíficamente, de forma que en todo el siglo 1 hasta la
desaparición del templo y del Estado judío, todos los Sumos sacerdotes fueron
del partido saduceo.
6. Esenios
radicales
Sobre los esenios
tenemos la rica documentación de sus manuscritos llamados de Qumran o del Mar
Muerto. El grupo venía sin duda formándose en torno a un líder, un sacerdote
llamado por ellos «Maestro de justicia» (o «justo», como «Padre santo»), y
cuando se escindió lo hizo drásticamente retirándose al desierto de Qumran.
Persuadidos de ser el resto santo de Israel destinado a salvar al pueblo,
fundaron allí un monasterio con el fin de preparar, en el espíritu de los
profetas, en especial de Is 40, 3, esa restauración escatológica que, siguiendo
la apocalíptica asidea, creían inminente. El modo era una aplicación rigurosa de
lo ordenado en las instituciones de Israel.
Lo primero, el
Templo. Esta comunidad tiene, en efecto, una impronta estrictamente sacerdotal,
con vistas a una radical regeneración. Ante todo, su retiro es «segregación»,
como se segrega todo lo que se dedica al culto divino, y la organización
funciona bajo la presidencia y control de sacerdotes y levitas. Como resto
escogido, reproducen el modelo de las doce tribus con un «Consejo de los doce»,
y en él puede haber laicos, pero en todo caso bajo la batuta clerical. En lugar
del Templo material, profanado, ponen su templo espiritual legítimado por la
pureza y rigor de sus ritos: abluciones periódicas en sus instalaciones para
baños, comida ritual con vestiduras blancas, y demás ritos que remedan toda la
liturgia del Templo.
El descanso
sabático es rigurosísimo, con prohibiciones nimias, como la de ayudar al ganado en el
parto, sacar del foso a un animal caído en él, etc. Y lo mismo el resto de
prescripciones de la Torá. Para ello se entregan a su estudio intenso en la
magnífica biblioteca que crean al efecto, y tampoco descuidan la conservación y
transmisión de los libros sagrados con una atenta labor de copia en su
escritorio, donde también redactan sus propios escritos.
Su modelo de
restauración mesiánica es también el más puro: será anunciada por el profeta
previsto en Dt 18, 18 y realizada por los dos mesías, el de Aarón y el de
Israel, es decir el sacerdote y el rey, por ese orden de prelación, como un
trasunto de la época dorada de David.
7. Fariseos
centrados
Los fariseos forman
el grupo que más nos interesa por su gran intervención en los evangelios y
también porque sin duda es el más numeroso de todos: según E Josefo, unos 6.000,
que en un tiempo, aunque probablemente ya no en el evangélico, se organizaban en
cofradías dispersas por el país. En su rotura con el sacerdocio de Jerusalén,
más o menos simultánea de la de los esenios, ellos tomaron el camino del medio
quedándose entre el pueblo, pero preferentemente en la zona del norte. El
fariseísmo es un movimiento de laicos, y allí, en Galilea y, en parte, también
en Samaria, encontraban el terreno preparado por los escribas laicos,
seguramente opuestos también a aquel sacerdocio, y podían llevar a cabo
juntamente con ellos el programa de su partido, que era intensificar y extender
la inmersión de las masas populares en la Torá según los principios del Judaísmo
original. Tenían sin duda líderes que, como en la política, no debían ser
necesariamente técnicos, pero es razonable pensar que casi todos los escribas
no sólo militaran en el partido, sino que se contaran entre sus dirigentes. Esto
sucedía, por lo demás, en estas áreas rurales y, como presencia de escribas
laicos entre los diri
gentes de un
colectivo también laico, es, en una sociedad teocrática como la judía, una
interesante innovación del fariseísmo. Y, en lo que respecta al progreso
religioso del pueblo, menos extrema y más eficaz que el esenismo, como corrobora
su perpetuación en la historia.
Doctrina y práctica:
el templo. Pero el distanciamento del sacerdocio no significa rechazo de
aquel pilar esencial que era el Templo. Al contrario, lo mismo que los esenios,
los fariseos lo llevan en el corazón, seguramente acuden a él por Pascua o en el
Kippur, Fiesta de la expiación, como todo buen israelita, pero al no poder
ofrecer en él el culto ordinario, lo trasladan a la vida cotidiana. Tal sentido
tienen los actos de pureza ritual que realizan obligatoriamente y hasta con más
rigor que en el propio Templo, como abluciones, lavado de manos y utensilios, y
otros gestos materiales: las vestiduras con las orlas o borlas cosidas a sus
puntas o las filacterías que, siguiendo a la letra textos de la Torá) llevaban
sujetas en los brazos o en la frente. Este sentido cultual de la vida, sin duda
otro gran hallazgo del fariseísmo, impone también diferentes limitaciones,
privaciones y ejercicios obligatorios, y no debe negársele seriedad y buena
intención, pues en todo caso se orienta a la santificación del pueblo y a un
digno culto de adoración a Dios. No obstante, tanto gesto exterior, lleva sin
duda también un peligroso germen de superficialidad y rutina.
La Torá. Es
lógico que la privación del Templo refuerce más, si cabe, por compensación, la
significación de la Torá. Si ella es la expresión de la voluntad de Dios,
obviamente para que se cumpla, el culto es la repuesta del pueblo como
cumplimiento primero y paradigmático. Y ya que no puede ser en el Templo, que lo
sea en los actos de la vida cotidiana también regulados. La Torá se convierte
así en el faro central que ilumina y controla la vida entera. Pero el fariseísmo
no olvida tampoco la Tradición de los antepasados que los escribas han creado.
Si acaso elevan su rango de obligación
semejante a la de la Torá, y a veces hasta contraria a ella (ver Mc 7, 5-8).
De esta
divinización de la Tora y la Tradición, como encarnación de la voluntad de Dios
procede el dogma principal y más trascendente para la existencia del judío: el
que establece su cumplimiento como única norma canónica y vía de salvación. Se
trata de un cumplimiento en su integridad y hasta en los pormenores. Y de él
deriva a su vez, para hacer lo posible, la necesidad de conocer la Torá y por
tanto la obligación de estudiarla según las rectas interpretaciones de la
Tradición. El reverso de este dogma es el que declara pecadores y malditos a los
que, por ignorar la Ley, incumplen sus reglas, en particular las de pureza
legal. Por ello son impuros, su contacto contamina, y el fariseo debe evitarlos
y marginarlos.
A éstos los llaman
en general «el pueblo de la tierra». Fariseo (parush, con f si se aspira)
significa «separado», lo que supone e implica un afán -o una persuasión- de
pureza y santidad, ante todo cultual, como es santo y puro lo que se segrega
(qadosh) para el culto divino. Tal separación puede entenderse: o de los
asideos -sería como el retoño de su tronco-, o de los esenios -como hermanos
separados, aunque en este punto coinciden-, pero lo más probable es que sea de
este «pueblo de la tierra». Denominación que aquí no debe restringirse a la
gente rústica o plebeya, aunque así puede entenderse en parte, pero primando
sobre la rusticidad la ignorancia que se supone que la acompaña. En el concepto
entran, pues, los que viven desentendidos de la Ley: pobres, enfermos expulsados
de la sociedad, prostitutas y gente de mala vida, extranjeros y quienes
colaboran con ellos, como los publicanos o recaudadores de impuestos, dados
además a la extorsión y usura: todos son considerados pecadores, malditos,
impuros, réprobos, cuyo mero contacto contamina. Pero lo grave es que la
separación de ellos no es un gesto moral particular de soberbia o altivez, sino una
obligación impuesta por la misma Ley, por tanto tiene una motivación teológíca o
dogmática, y la infracción incurriría en herejía. Es la mera consecuencia del
dogma de la salvación por el cumplimiento de la Ley.
Debe subrayarse el
aspecto de desentendimiento de la Ley porque, de otro lado, precisamente entre
esas capas bajas los fariseos pueden tener muy buena clientela, la gente
sencilla pero fiel, diríamos los fieles creyentes, que pueden ignorar pero no
desentenderse, que más bien viven literalmente colgando de ellos, de su
magisterio, de su dirección y guía, sujetos a su omnímoda autoridad. En este
aspecto, no es exagerado decir que bajo esta dictadura que imponen de la Torá,
que aherroja al hombre de manera absoluta, los líderes y doctores que presumen
de conocerla y aplicarla rectamente y por ello gozan de un prestigio y
ascendencia incontestables, son los dueños desde luego de sus militantes, pero
sobre todo del alma popular.
De cualquier forma,
tanto en esta aplicación como ya en general en el nivel de interpretación de la
Torá, incluyendo junto a ella la autoridad de la Tradición, hay diferencias o
disensiones que dan lugar a escuelas, la liberal y la rigorista. En tiempo de
Jesús destacaban dos maestros famosos: Hillel por la tendencia moderada, y
Shammai por la extremista. Esta última se toca ya con la facción de los celotas.
El sábado.
Dentro de la Torá, el sábado tiene la especial relevancia que ya conocemos, no
diferente de la de los esenios, pero involucrando más al pueblo. Si la pureza
ritual abarca la vida cotidiana, el sábado, en la sinagoga pero también fuera de
ella, es el día santo y puro por antonomasia, acorde con la importancia que le
da ya el mismo Decálogo y luego desarrolla la Torá: él es la respuesta o
contraprestación de Israel al don de su alianza con Dios, su expresión
permanente y signo de identidad a través de los tiempos. Institución, por tanto,
divina y de cumplimiento insoslayable, a la que tampoco deja de añadirse la
casuística de la Tradición con nimiedades como la discusión sobre si se puede
comer un huevo puesto por una gallina en sábado. Día, en fin, dedicado a un
culto de oración, lecturas y enseñanza de la Biblia en las sinagogas, en el que
está prohibido todo trabajo.
Tocante a
expectación mesiánica, los fariseos siguen la herencia de los asideos, si bien
con cierto escepticismo sobre su inminencia, y debido a los sucesivos
desengaños; digamos que, sin tenerlo muy claro, tampoco lo descartan del todo.
Creen en la resurrección de los muertos y en la vida después de la muerte, así
como en la retribución según las obras de cada uno, cuyos méritos se acumulan en
una especie de «fondo» particular en el cielo (idea semejante en Mt 6, 20; Lc
12, 33-34p). No todo, sin embargo, depende de la obra humana o de la justicia
propia; según Josefo, también hay sitio para la misericordia de Dios, a la que
es necesario acogerse. En cuanto al modo, ese futuro lo protagoniza la venida
del Mesías-rey, procedente de la estirpe de David, quien librará a Israel de la
tribulación y la opresión presente y establecerá la era de su esplendor
definitivo.
Por último, en el
marco de la política y el gobierno de la nación, los fariseos tuvieron menos
protagonismo que los saduceos. En algún período, como el de la reina Salomé
Alejandra (76-67 a. C.), gozaron de mayor poder en la capital y lograron
introducir algún miembro suyo en el Sanedrín. Pero en general se centraron en la
dirección y control de la población rural. Lo cual les compensó granjeándoles un
gran respeto y deferencia por parte del sacerdocio y los saduceos.
8. Los celotas
Como movimiento
independiente, la facción celota parece que surgió como reacción contra el
censo ordenado en Judea por el legado romano de Siria Quirino y ejecutado por el
gobernador Coponio hacia el año 6 p. C. Sus líderes eran dos fariseos sin duda
extremistas, llamados Sadduc y Judas. Este, a quien Josefo llama «sofista», o
sea quizá escriba, era de la Galaunítide, pero le apodaban «el Galileo», lo cual
podría denotar cierta extensión del movimiento en Galilea. Su celo y su lucha
tienen siempre una motivación teológica: la libertad del pueblo significa el
honor de Dios, y por tanto su opresión representada entonces por el censo como
signo de soberanía romana, es una ofensa, un sacrilegio contra Dios. Este celo
extremista e insobornable se opone a la postura de los fariseos moderados, que
podían aceptar como mal menor la soberanía extranjera siempre que dejara inmune
y no se inmiscuyera en el ámbito religioso, cosa de la que, por otra parte, los
romanos, salvo raras excepciones, solían guardarse. Su celo es también de
carácter social, ya que promueven la liberación de los oprimidos, incluso a
costa, si es preciso, de renunciar ellos a los bienes y comodidades, lo que les
granjea una especial simpatía entre el pueblo. Pero el celo por un nuevo orden
les lleva también a la violencia, si llega el caso a la guerra santa (se les
llama también sicarios por la sica o puñal curvo romano que solían utilizar), y
no temen arrostrar la muerte, que para ellos es un martirio que anuncia la
cercanía del reinado de Dios, un reinado, por supuesto, glorioso en el Israel
restaurado. Desgraciadamente, en lugar de esa gloria, lo que consiguió el celo
de estos extremistas con sus sucesivas explosiones fue conducir al pueblo al
desastre.
En la época de
Jesús y en particular durante su predicación pública, estos últimos grupos
continúan más o menos en las condiciones descritas. Mientras tanto, los celotas
no han dejado de enardecer a las masas populares, hasta que, exasperados por las
arbitrariedades de algunos gobernadores, consiguen un levantamiento general en
el año 66. Para aplastarlo llegan las tropas de refuerzo de la legión romana de
Siria. Ante su avance por la ruta del Jordán, los
esenios, antes de dispersarse y desaparecer como grupo, se apresuran a esconder
sus preciosos manuscritos en las cuevas del entorno, donde se conservarán
milagrosamente hasta su casual descubrimiento en 1947.
Los romanos ponen
cerco a Jerusalén que cae en el año 70. Arrasan la ciudad y destruyen el gran
baluarte del Templo. Todas las instituciones ligadas a él y al gobierno -el
sacerdocio, el culto, el grupo saduceo- desaparecen. Los últimos celotas con sus
familias, y quizá algunos esenios, en número total de unos 3. 000, se refugian
en la casi inaccesible fortaleza de Masada, próxima a Qumran, donde después de
resistir un largo asedio de tres años, se degüellan unos a otros antes de
entregarse. La nación judía llega así a su fin.
De todo lo que
había no queda más que el grupo fariseo, disperso y camuflado entre las capas
bajas del pueblo donde dominaba. Sus doctores parece que es por esta época
cuando empiezan a adoptar el nombre de Rabb -rabinos-, que hasta entonces era
meramente un título honorífico que se había dado también a otros, entre ellos a
Jesús (Mc 10, 51; Jn 3, 2 13, 13; 20, 16 etc.). Y en esta situación, que es peor
que la del destierro de Babilonia, como hiciera el sacerdocio entonces, ellos
administran la supervivencia, recogen el tesoro que les queda, la «patria
portátil» -para serlo ya secularmente- la Tora con el Libro santo y la
tradición, y logran desarrollar algunos importantes focos intelectuales por el
país donde los conservan y estudian. El pueblo de Israel, que con Esdras empezó
a ser el Judaísmo, viene a ser ahora este judaísmo de color fariseo. Y hay que
decir que esa herencia sagrada que conserva es fiel a su legado histórico y,
excepto el Templo y el sacerdocio perdidos, mantiene bien firmes los pilares que
subsisten de su Credo, esto es la Torá y el sábado.
10. Resumen final
En lo que nos
interesa de fe religiosa, queda claro en una visión global que todos los grupos se
mantienen dentro del marco del judaísmo. Puede haber diferencias entre ellos,
pueden darse reformas o variantes, pero sin salirse nunca de esos límites.
Reformas sí, pero no roturas. Para todos por igual son eternas e inamovibles las
repetidas tres instituciones fundamentales del ordenamiento judío. Creen que
Israel es el pueblo elegido en exclusiva por Dios y fundado sobre esas
instituciones. Los demás pueblos podrán beneficiarse de este privilegio, pero a
condición de que se integren en el pueblo judío y se sometan a su ordenamiento.
Mientras sufren opresión por la ocupación extranjera, el efecto no es sino la
intensificación de esa fe y de la expectación en la próxima y gloriosa
restauración de Israel.--conflicto; contexto; instituciones.
BIBL. - MANUEL
REVUELTA SAÑUDO, Enemigos de Cristo, Desclée de Brouwer, Bilbao 1960;
JACQUES DUQUESNE, Jesús, Seix Barra], Barcelona. 1996; JOACHIM
GNILKA, jesús de Nazaret. Mensaje e historia, Herder, Barcelona 1993;
W. RUNDMANN (dirs.), Los judíos de Palestina y el fin de la guerra
judaica, en El mundo del Nuevo Testamento, 1, Madrid 1973, 159-304.
Manuel
Revuelta Sañudo
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