sábado, 16 de abril de 2016

Enseñar

En los dos Testamentos la fe está fundada en una revelación divina, de la que son portadores los profetas (en el sentido general de la palabra). Pero esta revelación debe llegar al conocimiento de los hombres hasta en sus detalles y en sus consecuencias prácticas. De ahí la importancia en el pueblo de Dios, de la enseñanza, que transmite en forma de instrucción la ciencia de las cosas divinas. Esta enseñanza es primeramente una predicación que proclama la salvación de Dios, tal como tiene lugar en la historia (es el kerygrna); luego proporciona una comprensión más profunda de ella y muestrá cómo la situación de alianza creada por Dios se aplica concretamente en las condiciones de la vida de su pueblo.

AT.

En el AT se realiza esta función de diversas maneras, según la calidad de los que la desempeñan. Pero a través de todos ellos es siempre Dios quien enseña a su pueblo.

1. FORMAS DIVERSAS DE LA ENSEÑANZA.

1. El padre de familia, responsable de la educación de sus hijos, debe transmitirles por este título el legado religioso del pasado nacional. No se trata de una enseñanza profundizada, sino de una catequesis elemental que encierra los elementos esenciales de la fe. Catequesis moral, que tiene por objeto los mandamientos de la ley divina: “Estos mandamientos que te doy, tú los repetirás a tus hijos...” (Dt 6,7; 11,19). Catequesis litúrgica e histórica, que toma pie de las solemnidades de Israel para explicar su sentido y hacer presentes los grandes recuerdos que conmemoran: sacrificio de la pascua (Éx 12,26) y rito de los ázimos (Éx 13,8). Las preguntas que hacen los niños acerca de las costumbres y de los ritos llevan naturalmente al padre a enseñarles el credo israelita (Dt 6, 20-25). Él también les enseña los viejos poemas que forman parte de la tradición (Dt 31,19.22; 2Sa 1,18s). Así la enseñanza religiosa comienza en el marco familiar.
2. Los sacerdotes tienen en este terreno más amplia responsabilidad. Encargados por deber profesional del culto y de la ley, por este hecho desempeñan una función doctoral. En el Sinaí había Moisés recibido la ley con misión de darla a conocer al pueblo; así había venido a ser el primer maestro en Israel (Éx 24,3.12). Esta ley tienen ahora que enseñarla e interpretarla los levitas para que pueda penetrar en la vida (Dt 17,10s; 33,10; cf. 2Par 15,3). Un hombre como Samuel cumplió a conciencia este deber (1Sa 12,23). Otros sacerdotes lo descuidan y por esta razón incurren en los reproches de los prófetas (Os 4,6; 5,1; Jer 5,31; Mal 2,7). No es difícil imaginar el marco concreto de esta enseñanza. Son las fiestas que se celebran en los santuarios, como la renovación de la alianza en Siquem (Dt 27,9s; Jos 24,1-24), de la que sólo será una variante la promulgación de la ley por Esdras (Neh 8). La enseñanza dada versa sobre la ley, que debe releerse y explicarse (Dt 31,9-13), y sobre la historia del designio, de Dios (cf. Jos 24). Con la instrucción se mezcla naturalmente la parénesis para inducir al pueblo a vivir en la fe y a poner en práctica la ley. Se halla un eco de esta predicación sacerdotal en los cap. 4-11 del Deuteronomio, donde se reconoce todo un vocabulario de la enseñanza: “Escucha, Israel...” (Dt 4,1; 5,1): “Sabe que...” (4,39); “Pregunta...” (4,32); “Guárdate de olvidar...” (4,9; 8,lls). Conviene, en efecto, dar a conocer la palabra divina para que Israel la tenga constantemente en la memoria (Dt 11,18-21).
3. Los profetas tienen una misión diferente. La palabra de Dios que transmiten no está tomada de la tradición, sino que la reciben directamente de Dios; al proclamarla amenazan, exhortan, prometen, consuelan... Todo esto no pertenece directamente a la enseñanza. Sin embargo, constantemente se apoyan en una catequesis que suponen conocida (comp. Os 4,1s y el Decálogo), reasumiendo sus temas esenciales. Ellos mismos tienen discípulos (Is 8,16; Jer 36,4), que propagan sus oráculos, y su mensaje viene a añadirse a la enseñanza tradicional para enriquecer los datos de ésta. La misma enseñanza profética adopta una forma tradicional. De un profeta a otro hay una continuidad que Jeremías subraya explícitamente (Jer 28,8). Tenemos de ello la prueba tangible cuando un profeta, para expresar su mensaje, se sirve de expresiones tomadas de sus predecesores (así Ezequiel con respecto al libro de Jeremías), o cuando los escribas deuteronómicos incorporan a su propia teología la interpretación profética de la historia.
4. Los sabios son esencialmente docentes (Ecl 12,9). Cumplen para con sus discípulos la misma función educativa que todo padre para con sus hijos (Eclo 30,3; cf. Prov 3,21; 4,1-17.20...); ¡desgraciados los discípulos que no los escuchen! (Prov 5,12). Si hasta el exilio parece la ciencia sapiencial fundada en la experiencia de las generaciones más que en la palabra divina, en lo sucesivo asimila progresivamente el contenido de la ley y de los libros proféticos y le da curso para uno de todos. El maestro, así alimentado con la enseñanza tradicional, quiere transmitir a sus “hijos” la verdadera sabiduría (Job 33,33), el conocimiento y el temor de Yahveh (Prov 2,5; Sal 34, 12), en una palabra, el saber religioso, que es condición de la vida feliz. Sin duda enseñando a los im píos las vías de Dios los inducirá a convertirse (Sal 51,15). El esfuerzo didáctico emprendido en los círculos de escribas sucede, pues, a la vez al de los sacerdotes y al de los profetas. En la “casa de escuela” (Eclo 51,23) dan los doctores a todos una instrucción sólida (Eclo 51,25s) que los ayuda a hallar a Dios.

II. YAHVEH, MAESTRO SOBERANO.

1. Por lo demás, más allá de todos estos maestros humanos importa saber descubrir alzínico maestro verdadero, del que reciben toda su autoridad: la palabra de Yahveh, inspirador de Moisés y de los profetas, es la fuente de la tradición que transmiten tanto los padres como los sacerdotes y los sabios. Así pues, a través de ellos enseña él a los hombres el saber y la sabiduría dándoles a conocer sus caminos y su ley (Sal 25,9; 94, lOss). Su sabiduría personificada se dirige a ellos para instruirlos (Prov 8,1-11.32-36), como lo haría un profeta o un doctor; por ella les vienen todos los bienes” Sab 7,lls). Así todo judío piadoso tiene conciencia de haber sido instruido por Dios desde su juventud (Sal 71,17); por su parte le ruega sin cesar le enseñe sus caminos, sus mandamientos, sus voluntades (Sal 25,4; 143,10; 119, 7.12 y passim). Esta abertura del corazón a la enseñanza divina desborda ampliamente el conocimiento teórico de la ley y de las Escrituras; supone una adhesión íntima que permite comprender en profundidad el mensaje de Dios y hacer que forme parte de la vida.
2. Es sabido, sin embargo, que la actitud de Israel para con Dios no comportó siempre esta docilidad de corazón. Los miembros del pueblo de Dios le volvieron con frecuencia la espalda y no aceptaron sus lecciones cuando los instruía con constancia (Jer 32,33). De ahí los castigos ejemplares infligidos por Dios a sus discípulos infieles. Para salir al paso a esta dureza de corazón promete Dios por los profetas que en lbs últimos tiempos se revelará a los hombres como el doctor por excelencia (Is 30,20s); obrará en lo más íntimo de su ser, de modo que conozcan su ley sin tener necesidad de instruirse unos a otros acerca de ella (Ter 31,33s). Instruidos directamente por él, hallarán así la felicidad (Is 54,13). Gracia suprema, que hará eficaz todo el esfuerzo de instrucción realizado por los enviados divinos. Así será escuchada la oración de los salmistas.

NT.

Cristo es el doctor por excelencia. Pero al confiar su palabra a sus apóstoles, les da una misión de enseñanza que prolonga la suya.

I. CRISTO, DOCTOR.

1. Durante la vida pública de Jesús, la enseñanza es un aspecto esencial de su actividad: enseña en las sinagogas (Mt 4, 23 p; Jn 6,59), en el templo (Mt 21,23 p; Jn 7,14), con ocasión de las fiestas (Jn 8,20), y hasta diariamente (Mt 26,55). Las formas de su enseñanza no rompen con las que emplean los doctores de Israel, con los que se mezcló durante su juventud (Lc 2,46), a los que recibe cuando se presenta la ocasión (Jn 3,10) y que más de una vez lo interrogan (Mt 22,16s.36 p). Así le dan como a ellos el título de rabbi, es decir, maestro, y él lo acepta (Jn 13,13), aunque a los escribas de su tiempo les reprocha ir a la caza de tal título, como si no hubiera para los hombres un solo maestro, que es Dios (Mt 23,7s).
2. Sin embargo, si aparece a las multitudes como un doctor entre los demás, se distingue de ellos de diversas maneras. A veces habla y obra como profeta. O también se presenta como intérprete autorizado de la ley, a la que lleva a su perfección (Mt 5,17). En este sentido enseña con una autoridad singular (Mt 13,54 p), a diferencia de los escribas, tan dispuestos a ocultarse tras la autoridad de los antiguos (Mt 7,29 p). Además, su doctrina ofrece un carácter de novedad que sorprende a los oyentes (Mc 1,27; 11,18), ya se trate de su anuncio del reino o de las reglas de vida que da: rompiendo con las cuestiones de escuela, objeto de una tradición que él desecha (cf. Mt 15,1-9 p), quiere dar a conocer el mensaje auténtico de Dios e inducir a los hombres a aceptarlo.
3. El secreto de esta actitud tan nueva está en que, a diferencia de los doctores humanos, su doctrina no es de él, sino del que le ha enviado (Jn 7,16s); no dice sino lo que le enseña el Padre (Jn 8,28). Aceptar su enseñanza es, pues, ser dócil a Dios mismo. Pero para llegar a esto hace falta cierta disposición de corazón que inclina a cumplir la voluntad divina (Jn 7,17). Más profundamente todavía, hay que haber recibido esa gracia interior que, según la promesa de los profetas, hace al hombre dócil a la enseñanza de Dios (Jn 6,44s). Tocamos aquí con el misterio de la libertad humana y de la gracia: la palabra de Cristo doctor choca con la ceguera voluntaria de los que pretenden ver claro (cf. Jn 9,39ss).

II. LA ENSEÑANZA APOSTÓLICA.

1. Durante su vida pública confía Jesús a sus discípulos misiones transitorias que atañen menos a la enseñanza en sus pormenores que a la proclamación del Evangelio (Mt 10, 7 p). Sólo después de la resurrección reciben de él una orden precisa que los instituye a la vez “predicadores, apóstoles y doctores” (cf. 2Tim 1,11): “Id, haced discípulos de todas las naciones... enseñándoles a observar todo lo que yo os he prescrito” (Mt 28.19s). Para la realización de esta tarea de perspectivas inmensas, les prometió entretanto que les seria enviado el Espíritu Santo y que él les enseñaría todas las cosas (Jn 14, 26). Discípulos del Espíritu para llegar a ser perfectos discípulos de Cristo, transmitirán, por tanto, a los hombres una enseñanza que no vendrá de ellos, sino de Dios. Por esta razón podrán hablar con autoridad: el Señor mismo estará con ellos hasta la consumación de los siglos (Mt 28,20; Jn 14,18s).
2. Después de pentecostés desempeñan los apóstoles esta misión de enseñanza, no en su propio nombre, sino “en nombre de Jesús” (Hech 4. 18; 5,28), cuyos actos y palabras refieren cubriéndose siempre con su autoridad. Como Jesús, enseñan en el templo (Hech 5,21), en la sinagoga (Hech 13,14...), en las casas particulares (Hech 5,42). El objeto de esta enseñanza es ante todo la proclamación del mensaje de salvación. Jesús, Mesías e Hijo de Dios, colma la espera de Israel; su muerte y su resurrección son el cumplimiento de las Escrituras; hay que convertirse y creer en él para recibir el Espíritu prometido y librarse del juicio (cf. discurso de los Hechos). Catequesis elemental que quiere conducir a los hombres a la fe (cf. Hech 2.22-40): después del bautismo se completa con una enseñanza más profundizada, a la que se muestran asiduos los primeros cristianos (Hech 2,42). Entre los oyentes de fuera, algunos se extrañan de su novedad (cf. Hech 17,19s); las autoridades judías se preocupan sobre todo por su éxito y tratan de prohibirla a hombres que no han recibido una formación normal de escribas (Hech 4,13; cf. 5,28). En vano; la enseñanza, después de extenderse por Judea, es llevada a multitudes considerables en todo el mundo griego. Se identifica con la palabra (Hech 18.1 l ), con el testimonio, con el  Evangelio. Si halla el camino de los corazones, es porque la fuerza del Espíritu la acompaña (cf. Hech 2,17ss), del Espíritu, cuya unción habita en los cristianos y los instruye de todo (Jn 2,27).
3. Por otra parte, el mismo Espíritu, con sus carismas (cf. 1Cor 12, 8.29) hace surgir en la Iglesia junto con los apóstoles a otros docentes que los ayudan en su función de evangelización: los didáskaloi, catequistas encargados de fijar y de desarrollar para las jóvenes comunidades el contenido del Evangelio (Hech 13,1; Ef 4,11). Al mismo tiempo se constituye un cuerpo de doctrina que es la regla de la fe (cf. Rom 6,17). En la época de las epístolas pastorales ha tomado ya forma tradicional (1Tim 4.13.16; 5,17; 6,lss). Mientras la fe se ve amenazada por enseñanzas erróneas o fútiles (Rom 16, 17; Ef 4,3.14; 1Tim 1,3; 6,3; Ap 2,14s.24) propagadas por falsos doctores (2Tim 4,3; 2Pe 2,1), la conservación y la transmisión de este depósito auténtico es una de las preocupaciones esenciales de los pastores.
ANDRÉ BARUCA y PIERRE GRELOT

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