sábado, 16 de abril de 2016

IGLESIA Y ESTADO

Las relaciones entre I. y E. están determinadas siempre por una dialéctica que proviene de la diferencia esencial entre ambos; pues las dos instituciones dirigen sus pretensiones a los mismos seres humanos, aunque con diversos fines (fin del -> hombre). Deber del -> Estado es procurar asegurar el bien natural de sus ciudadanos en la tierra, mientras que la -> Iglesia está llamada a proseguir en la tierra la obra salvífica de su fundador y conducir a los hombres a la salvación eterna mediante la palabra y los sacramentos. Ambos, I. y E., se encuentran en sus miembros, y se requiere una ordenación de sus mutuas relaciones que corresponda al desarrollo histórico y a la situación concreta de cada caso. Todas las tentativas por regular de modo abstracto las relaciones entre I. y E. están condenadas prácticamente al fracaso, pues pasan por alto la historicidad de dichas instituciones. Para la regulación de sus relaciones se han dado en la historia de —> occidente diversos modelos de solución, que no sólo llevaban el sello de las formas políticas propias de cada tiempo, sino también, y sobre todo, el de la idea que entonces se tenía de la Iglesia y del Estado.
1. Visión histórica
Antes del reconocimiento de la religión cristiana por el Estado romano y de su elevación a religión oficial (era de -> Constantino), la cuestión se centró más bien en torno a las relaciones de los cristianos, y no tanto de la Iglesia, con el Estado. La actitud de la –> Iglesia primitiva estaba determinada en principio —incluso en tiempo de las persecuciones— por una lealtad benevolente hacia el poder estatal, al que se reconocía como el orden dado por Dios y al que, por tanto, se prestaba obediencia, en tanto no se llegara a una oposición entre sus exigencias y las exigencias divinas (cf. Act 5, 29).
Los cristianos estaban obligados a orar por el emperador, pero rechazaban el culto del Estado y los sacrificios ante las imágenes de los dioses y de los césares. Tras la época de las persecuciones la Iglesia alcanzó con la concesión de la plena libertad de religión y de culto no sólo la paridad sino la primacía sobre los demás cultos, gracias a los acuerdos que Licinio y Constantino firmaron en Milán (313). Por razones de unidad política y por la necesidad de armonía entre I. y E., el emperador cristiano gobernó también — prolongando en cierto modo la posición sacral de los primitivos emperadores paganos — a los obispos y la Iglesia. La idea de que la unidad del cristianismo y la unidad del imperio se condicionaban mutuamente, tuvo su expresión en el hecho de que los obispos asumieran funciones estatales y en la amplia asimilación de la organización eclesiástica diocesana a las unidades administrativas existentes en el imperio romano, así como en los privilegios estatales de la Iglesia y del clero y en la intervención jurisdiccional del emperador cuantas veces veía amenazada la ortodoxia y la unidad de la Iglesia (-> arrianismo, concilio de Nicea 325). Frente a la pretensión creciente de soberanía estatal, que representaba de algún modo una vuelta a las funciones del antiguo culto romano del Estado, la Iglesia se vio en la necesidad de determinar la correcta relación entre la competencia eclesiástica y la estatal, persuadida de su propia autonomía y libertad, e igualmente de su vinculación a los diversos órdenes profanos. Estas tentativas condujeron en Bizancio (era de –> Constantino), tras la fundación de Constantinopla como la «segunda Roma», a los principios del dominio oriental sobre la Iglesia (teoría de la identificación), y, en el imperio romano occidental, a la libertad de la Iglesia (teoría de la diferenciación). En el imperio bizantino la unidad de I. y E. quedó asegurada bajo la soberanía del emperador, cuya persona empezó por incorporarse a la jerarquía como sacerdos imperator, apareciendo después como el soberano elevado a la esfera sacra en forma de basileus terrenal. Por lo que respecta a las relaciones entre 1. y E. en occidente, fue decisiva la doctrina de «las dos espadas», expuesta por el papa Gelasio i (492-498) contra Bizancio, la cual iba a ser fundamental para toda la edad media.
Con esta doctrina coincidían la idea de Ambrosio (374-397) acerca del emperador, según la cual éste está en la Iglesia, pero no sobre la Iglesia (Sermo contra Auxentium 36), y la teoría agustiniana del Estado. La obra de Agustín De civitate Dei, estableciendo teológicamente la autonomía y superioridad de la Iglesia (civitas caelestis) frente al Estado (civitas terrena) en razón del fin superior, fue decisiva para la visión organizadora de la edad media y para la creación del sistema jerárquico del papalismo medieval (hierocracia), con su aplicación a las relaciones entre I. y E. y sus respectivos campos de spiritualia y temporalia. En la discusión teórica sobre las relaciones entre ambos poderes, a los que se vio simbolizados en las dos espadas de Lc 22, 38 (doctrina de las dos espadas), se fueron perfilando distintas tendencias. Mientras la teoría imperial partía de que cada espada había sido entregada por Dios de un modo directo al papa y al emperador respectivamente, de que ambos poderes son fundamentalmente del mismo orden y autónomos en sus esferas (Huguccio, Otón de Freising, Gerhoh vom Reichersberg, Sachsenspiegel, etc.); la doctrina de la curia papal defendía el punto de vista de que Dios había confiado ambas espadas a la Iglesia: la espiritual se la reservó el papa para sí (gladius spiritualis), la temporal (gladius materialis) se la dio al príncipe, que debe manejarla al servicio y según la indicación de la Iglesia. Para ello apelaba esta doctrina a la donación constantiniana, a la coronación del emperador romano por el papa en Roma y, desde el s. xi-xii, también al traspaso del poder imperial de los emperadores griegos primero a los francos y después a los germanos por obra del papa (translatio imperi).
En esta concepción dualista descansa la idea medieval del universal poder coactivo de la Iglesia en el terreno político. También la teoría hierocrática acentúa — pese a la pretensión papal de dirigir incluso los asuntos temporales — la obligación del papa de entregar la espada temporal, y sólo ratione peccati considera lícita su intervención en el poder jurisdiccional del Estado (Gregorio 1x [1227-1241 ], Inocencio iv [1243-55], Bonifacio vut en la bula Unam sanctam de 1302). Con el derrumbamiento del imperio romano occidental durante la época de las -> invasiones de los pueblos del norte (cuando los germanos entraron en el mundo cristiano occidental), en occidente la Iglesia se vio reducida a su propia esfera, pues las Iglesias de los países arrianos se habían sustraído por completo a la influencia romana. El giro decisivo en la superación de la división entre germanos y romanos se inició al pasar Clodoveo y los francos a la confesión católica (hacia el 500), y posteriormente los visigodos, burgundios y longobardos, y con la alianza, decisiva en la historia universal, entre el papado y el reino franco ante la amenaza inminente contra Roma y el patrimonio de Pedro por parte de los longobardos, alianza que hizo posible el acceso de los carolingios a la dignidad regia. (-> Estados pontificios) y fundó la unidad del occidente cristiano bajo la hegemonía de los francos. La estrecha vinculación del reino carolingio con el papado — el cual además experimentó una notable consolidación de su prestigio en la conciencia del pueblo con la veneración de san Pedro entre los germanos — favoreció el desarrollo de una Iglesia identificada al máximo con el Estado francocarolingio y otorgó al rey una auténtica soberanía sobre la Iglesia del país franco; la posición real fue un reflejo del modelo veterotestamentario del «rey y sacerdote» y de las ideas germánicas sobre la sacra dignidad regia. La eminente personalidad de soberano de Carlomagno, que tras su coronación en la iglesia de san Pedro en Roma el año 800 se llamó intencionadamente imperator a Deo coronatus, reteniendo el título de rey de los francos, dejó espacio ciertamente para la autoridad moral del papa, pero apenas para un primado pontificio de jurisdicción. A la idea de los francos acerca de la soberanía protectora sobre el papa y la Iglesia, que se manifiesta en el título tantas veces usado Devotus Sanctae Ecclesiae defensor et humilis adiutor,se oponía de todos modos la donación constantiniana, en la que se apoyaba la idea de la curia romana acerca del imperio occidental. Más tarde fue debilitándose la convicción de que la dignidad imperial, como oficio supremo del imperio romano, la había otorgado el pueblo de Roma. Luis II acabó declarando que su dignidad imperial se la había conferido el papa (teoría de la translación). Los soberanos francos no hicieron uso del derecho imperial a intervenir en la elección pontificia. No hicieron más que asegurarse la amistad y paz del papa, una vez consagrado canónicamente, a través de legados especiales (Pactum Ludovicianum 817); y en el año 824 (Constitutio romana), con motivo de los disturbios que se produjeron en la elección del papa Eugenio le exigieron un juramento de fidelidad antes de su consagración.
El papado quedó firmemente incorporado al sistema cesaropapista de la -> edad media en los tiempos de la política eclesiástica del sistema otónico-sálico (L. Santifaller). Con la firma del «pacto otoniano» el emperador gozó de una influencia decisiva en la designación de la persona que había de ocupar la sede pontificia. Por eso entre los salios parecía que la dirección de la Iglesia y la del imperio estaba firmemente en las manos del emperador en su posición sacra de rex et sacerdos et vicarius Christi. Esta soberanía sálica sobre la Iglesia, que había llegado a límites extremos, presuponía una fuerte relación entre el imperio y los bienes eclesiásticos, tal como se había desarrollado a partir de las propias ideas de la Iglesia (incorporación de los obispos con poder temporal al armazón político del imperio, explotación de los derechos de despojos y regalías, investidura laica). A la degeneración de la naturaleza propia de la Iglesia se opuso el movimiento de -> reforma cluniacense, que desembocó en la -> reforma gregoriana y en la reforma eclesiástica general del s. xi y xii. Apoyándose en ideas anteriores sobre la separación entre sacerdocio y reino, se acuñó para el poder espiritual la palabra clave de libertas ecclesiae, y, desarrollando la doctrina de la primacía del poder espiritual sobre el poder temporal, se impuso la concepción de un sacerdocio y un laicado estrictamente separados (lucha de las -> investiduras) en el dictatus papae (1075) de Gregorio vii. El compromiso estipulado en el concordato de Worms (1122) hizo posible, mediante la maniobra de la investidura per sceptrum (auténtica donación en feudo), la inserción de la Iglesia imperial en el sistema feudal de los Hohenstaufen.
Cuando Federico i (de la estirpe Hohenstaufen), en cierto modo como reacción del poder temporal ante las pretensiones eclesiásticas extremadamente vigorosas desde Gregorio vii, opuso a la sancta ecclesia el sacrum imperium, la Iglesia vio en peligro su propia libertad, sobre todo al interpretar la consolidación del poder de los Hohenstaufen en Italia y Sicilia como una amenaza para la base territorial de su soberanía espiritual sobre el mundo cristiano. A la doctrina cesaropapista del inmediato origen divino del poder temporal la Iglesia opuso la derivación de todo poder de la concesión papal; y en consecuencia la curia pretendía una potestas indirecta in temporalibus (cf. u, 1), fundada en la potestad espiritual. En la dura lucha con los Hohenstaufen el papado quedó ciertamente vencedor; pero con el derrumbamiento del imperio se vio privado de su apoyo temporal y desarmado ante la aparición de los Estados nacionales, a cuyos soberanos había prometido en parte derechos e independencia iguales a los del emperador. La curia formuló teóricamente altísimas pretensiones eclesiásticas, pero fracasó con su doctrina — defendida en la bula Unam sanctam (1302) hasta límites extremos — de laplenitudo potestatis papae frente a la fortaleza y a la conciencia de sí mismos que tenían los reyes de los Estados nacionales, y bien pronto se vio incluso expuesta a las tendencias eclesiásticas nacionalistas. La lucha exacerbada de Bonifacio viii con el rey francés Felipe el Hermoso (1285-1314), que culminó con el episodio de Anagni (el papa fue aprisionado) y a cuyo término tuvo lugar el destierro de -> Aviñón, marca claramente un giro decisivo en la historia medieval del papado y apunta ya a la disgregación del unitario corpus christianum. Desde entonces el enfrentamiento de la Iglesia universal con las pretensiones de los Estados nacionales constituye el rasgo fundamental de las relaciones jurídicas entre I. y E. La doctrina, que los legistas estudiaron profundamente durante la lucha de Luis de Baviera con la curia, acerca de la independencia del Estado y de la indivisibilidad del poder soberano (Marsilio de Padua, Guillermo de Ockham), así como la lucha, condenada ciertamente al fracaso, entre los representantes del —> conciliarismo y los defensores de la supremacía papal y sobre todo las dificultades y la confusión provocadas por el -> cisma de occidente (1378-1417), contribuyeron a fomentar una intromisión cada vez más fuerte de los poderes estatales en los asuntos eclesiásticos. Como resultado de esta época se abre paso el desarrollo de un régimen eclesiástico territorial, con tendencia a la autonomía de las Iglesias, que se manifiesta en la creación y reclamación del derecho de patronato y nombramiento, del derecho de inspección, del privilegio de non evocando, del recurso ab abusu,del placet regio, de las leyes relativas a la amortización, etc.
Las nuevas relaciones de la curia con los Estados del s. xv se caracterizan por la aparición de rasgos peculiares en las Iglesias nacionales. En Francia se desarrolló un —> episcopalismo nacionalista que condujo a la proclamación de las libertades galicanas (1407-1408, —>galicanismo). En espera de su aprobación por el concilio de Basilea recibieron protección legal de parte de Carlos vil con la sanción pragmática de Bourges (1438). El desarrollo de un curialismo romano centralista bien pronto encontró resistencia en Inglaterra (son importantes a este respecto las Constituciones de Clarendon de 1164), de manera que la Iglesia inglesa — ya antes de su separación de Roma bajo Enrique viii — llevaba en cierto modo una existencia aparte bajo la protección del rey y del parlamento. En Alemania no se llegó a la sanción imperial de los decretos de Basilea, fomentados por el espíritu del -> conciliarismo y acogidos en la «Aceptación de Maguncia» de 1439, debido a que el papa, como consecuencia del cambio dinástico en Alemania, logró conjurar el peligro conciliar-episcopal aliándose con los príncipes a cambio de pequeñas concesiones a las Iglesias nacionales. Las negociaciones de la curia condujeron a la firma de los llamados concordatos de los príncipes (1447), a los que un año después siguió el concordato de Viena, que anuló en gran parte las resoluciones de Basilea y siguió en vigor como ley fundamental del imperio hasta la -> secularización de 1803.
El creciente poder intervencionista del señor temporal en la Iglesia se puso de manifiesto sobre todo en la provisión de beneficios eclesiásticos, en el freno a la adquisición de bienes de mano muerta (leyes de amortización), en la supervisión y reclamación de los impuestos eclesiásticos, en la limitación del poder jurisdiccional de la Iglesia a favor de los tribunales laicos, en los derechos de vigilancia, protección e inspección sobre parroquias y monasterios. Todo esto condujo al gobierno de la Iglesia por los soberanos temporales, que se conoce como prereformista y que contenía ya los elementos esenciales de una Iglesia territorial y estatal.
La cesura en las relaciones entre I. y E. que se da en el s. xvi no ha de verse tanto en la protesta de la reforma contra el orden tradicional, cuanto en la nueva idea de «la razón de Estado», cuyos representantes sometían incluso la Iglesia al Estado como una parte de la soberanía de éste.
Para la concepción protestante de las relaciones entre I. y E. fue fundamental la doctrina de los dos reinos que Lutero desarrolló en conexión con las ideas agustinianas (—> agustinismo) y medievales, y que descansa en las bases teológicas de la doctrina de la justificación y de la eclesiología luteranas (todavía sigue discutiéndose dentro de la teología protestante la interpretación de la doctrina de los dos reinos; cf. a este respecto los trabajos de P. Althaus, J. Heckel y H. Bornkamm). Partiendo de la doctrina de los dos reinos era posible y hasta necesario establecer una clara separación entre la I. y el E., como una coordinación entre ambos. Cierto que el poder temporal (potestas terrena, potestas regiminis) y el poder espiritual (potestas ecclesiastica) se contraponen fundamentalmente con diversas funciones y hasta con estructuras diferentes, pues en el reino espiritual todos son iguales, mientras que en el reino temporal domina el principio de la autoridad y subordinación; pero no dejan de existir relaciones entre uno y otro. A pesar de todas las diferencias hay entre ellos una unión teológica, pues ambos reinos proceden de Dios. Lutero subraya que hay que buscar a Dios no sólo en la predicación o en el bautismo, sino también en la autoridad. A la autoridad temporal le compete el cuidado de las tareas terrenas. «Dios no puede ni quiere dejar que sobre el alma gobierne nadie sino él solo» (Lutero). El fin del Estado, como «lugarteniente de Dios y ministro de su ira» es asegurar la paz y mantener el derecho, con lo que sirve también al gobierno espiritual, al que compete el ministerio de la predicación (anuncio de la palabra y administración de los sacramentos). Cierto que Lutero distinguía claramente ambos reinos. pero creó las condiciones para una estrecha vinculación entre I. y E., pues puso en manos de la autoridad civil el gobierno de la Iglesia (es decir, la autoridad sobre los llamados asuntos externos de la Iglesia; por ejemplo la creación de visitadores, la provisión de párrocos, la administración de los bienes eclesiásticos, etc.). A ello le movieron desde luego las confusas circunstancias de su tiempo, y en parte se apoyó también en ejemplos anteriores a la reforma. La orden de inspección promulgada por el príncipe elector de Sajonia, a ruegos de Lutero, introdujo en Alemania el desarrollo del gobierno de la Iglesia por parte de los soberanos temporales, en una forma que no correspondía en absoluto a la intención primera de Lutero. Especial importancia tuvo la idea desarrollada por Melanchton, que influyó decisivamente en los escritos confesionales luteranos, acerca de la autoridad temporal como praecipuum membrum ecclesiae, al que corresponde la custodia utriusque tabulae. Calvino, cuyo concepto de Iglesia se apoyaba más en la tradición católica, siguió otros caminos (—> calvinismo). Subrayó la autonomía jurídica de la comunidad y la necesidad de una forma de organización eclesiástica, aunque rechazó toda idea de separación entre I. y E.; sostuvo un ideal político teocrático y exigió la vinculación de los órganos estatales a la Iglesia, para realizar el Estado de Dios en la tierra. Así en los países en los que el calvinismo salió victorioso se estableció una Iglesia fuertemente estatal, aunque por otra parte el calvinismo favoreció en muchos aspectos el desarrollo de la idea de autonomía eclesiástica. Sin embargo para el desarrollo alemán fue decisivo el gobierno laico de la Iglesia que había germinado en el terreno del antiguo luteranismo ortodoxo, gobierno al que ni las comunidades reformadas pudieron sustraerse.
Condición ineludible para la formación de la Iglesia nacional reformada fue que la nueva confesión alcanzase la protección jurídica del imperio (que todavía en el edicto de Worms de 1521 le fue denegada), pero más aún el que se la reconociese de un modo jurídico y permanente junto a la confesión católica. Este reconocimiento tuvo lugar por primera vez en la paz religiosa de Augsburgo de 1555 para la confesión luterana, sin que con esto se pusiera fin a las disputas confesionales en Alemania. Con la paz religiosa de Augsburgo se renunció a la unidad de la fe cristiana garantizada hasta entonces por el derecho imperial, y los estados imperiales hicieron uso de su facultad para decidirse por una de las dos confesiones cristianas y mover a sus súbditos a aceptar la misma confesión ejerciendo la proscripción religiosa(ius reformandi). La unidad de la fe y de la Iglesia pasó, pues, del imperio a los territorios. Sólo a las clases clericales del imperio les amenazaba la pérdida de oficios, tierras y autoridad (la llamada «reserva eclesiástica») caso de que abrazasen la nueva fe; a fin de prevenir así la secularización de los territorios sometidos directamente a la autoridad eclesiástica; medida que a la larga resultó inútil. Aun cuando la paz religiosa de Augsburgo concedió el derecho de partir (ius emigrandi) a los súbditos que se negasen a la confesión prescrita por el señor del territorio — en realidad tal derecho se empleó más bien como una facultad de proscripción — y aun cuando la Declaratio Ferdinandea (1555) aseguraba a los súbditos de la confesión de Augsburgo en los principados eclesiásticos la profesión de fe que habían tenido hasta entonces, lo cierto es que la nueva situación de las relaciones entre 1. y E. — provocada también en gran parte por el paso de muchos territorios de la confesión de Augsburgo a la confesión calvinista, no reconocida todavía jurídicamente por el imperio — empujó a un enfrentamiento armado, origen de la guerra de los treinta años. A lo largo de la misma se adoptaron algunos principios esenciales (acuerdo de Dresde, edicto de restitución) para transformar las relaciones confesionales en el imperio y sus territorios, las cuales finalmente experimentaron una nueva regulación en el derecho imperial con los tratados de paz de Münster y Osnabrück, sobre la base de las determinaciones confesionales de la paz religiosa de Augsburgo. El ius reformandi se entendió como una consecuencia de la jurisdicción territorial, aunque limitada por la fijación del año normal de 1624 (annus decretorius o annus normalis) para el estado de las posesiones confesionales. Se mantuvo el derecho de libre emigración para los súbditos de fe distinta (ius emigrandi). Al mismo tiempo se estableció la posición jurídica, civil y religiosa de aquellos a quienes se permitía una fe diferente, con lo que se distinguía entre la práctica pública de la religión y la privada. La confesión reformada (–> calvinismo) fue reconocida en el derecho imperial y se la equiparó a la confesión de Augsburgo. El principio de la paridad confesional, que se extendía a la reserva eclesiástica (reservatum ecclesiasticum), aseguraba la equiparación de ambos partidos religiosos (Corpus catholicorum, Corpus evangelicorum). La jurisdicción territorial y la armonía confesional se fusionaban además al máximo en cada territorio. En los países reformados, más que en los territorios católicos, se desarrolló el gobierno de la Iglesia por las autoridades civiles, hasta llegar a una jurisdicción estatal soberana sobre la Iglesia. Junto al régimen estatal eclesiástico el señor temporal ejercía allí como summus episcopus la suprema potestad eclesiástica (episcopado supremo), organizaba y montaba la administración de la Iglesia (constitución consistorial), promulgaba estatutos eclesiásticos y normas de inspección e intervenía en la vida de la Iglesia mediante la nueva reglamentación del culto y el mantenimiento de la disciplina. Debido al placet estatal y al recursoab abusu, la Iglesia veía gravemente trabada su autonomía. Como el gobierno de la Iglesia por parte de los señores territoriales tenía sus raíces no tanto en la conmoción religiosa del s. xvi cuanto en la doctrina de la soberanía estatal, también en los países católicos se llegó a un régimen de la Iglesia dominado por los señores temporales, aunque éste, dada la consolidación de la Iglesia católica (–> reforma católica y contrarreforma), no pudo desarrollarse plenamente, debiendo limitarse esencialmente a los derechos de protección y vigilancia. Los señores territoriales católicos trataron de hacer valer el influjo estatal sobre la Iglesia por la vía del derecho consuetudinario y mediante los privilegios de los papas, mezclando al igual que los príncipes protestantes los intereses políticos y los religiosos. Con la Paz de Westfalia los violentos choques confesionales llegaron a su fin y se aseguró la situación de las confesiones en lo esencial, hasta que las guerras napoleónicas y la –> secularización de comienzos del s. xix crearon un nuevo estado de cosas en Alemania. No obstante la idea de tolerancia, preparada por el «año normal» y la paridad confesional, sólo pudo desarrollarse al difundirse las ideas de la —> ilustración.
La —> secularización del Estado, que se impuso bajo la influencia de la doctrina racionalista del derecho natural, condujo a una fundamental transformación de las relaciones entre I. y E. La concepción de la unidad e ilimitación, en principio, del poder estatal llevó a exigir la plena sumisión de la Iglesia al poder del Estado. Se hizo derivar la autoridad eclesiástica de la estatal, aunque con ello no se estableciese una identificación de la esfera religiosa y la profana; más bien, dentro del Estado, se las distinguió netamente, asignando a la autoridad civil la competencia para decidir qué materias pertenecían a la esfera estatal y qué otras a la esfera eclesiástica.
Los derechos invocados por los filósofos y politólogos de la ilustración sobre la concesión de la libertad de conciencia y de fe, de tolerancia y paridad, eran exigencias a favor del individuo, y no a favor de las Iglesias y de su independencia frente al Estado. Las ideas de la ilustración al principio no tuvieron en Alemania una influencia inmediata sobre las relaciones entre I: y E., y en particular no eliminaron el cesaropapismo; por el contrario, en tiempos del absolutismo ilustrado se llegó muchas veces a un aumento del poder estatal sobre la Iglesia. Mientras en Prusia Federico el Grande con su tolerancia política confesional abría el camino a la disolución del cesaropapismo concediendo a la Iglesia su soberanía, José u de Austria profesó una extrema intervención del Estado en la Iglesia (—> josefinismo), y así, con sus cambios precipitados y contrarios a la tradición, provocó la oposición y resistencia de la curia y de los círculos de mentalidad jerárquico-curial en su propio país. La aversión al centralismo curial determinó también la aparición del —> episcopalismo de la Iglesia imperial, el cual, bajo la influencia de la idea de una Iglesia nacional propugnada por el obispo auxiliar de Tréveris, Juan Nicolás de Hontheim, conocido por el pseudónimo de Justino Febronio, alcanzó una importancia pasajera en la segunda mitad del s. XVIII.
Finalmente, las tendencias eclesiástico-nacionalistas perdieron terreno con las primeras repercusiones de la —> revolución francesa, que provocó en Alemania el fin de la Iglesia imperial. Mediante la estatalización de todoslos órganos eclesiásticos (Constitución civil del 12-7-1790) se modificó fundamentalmente la estructura de la Iglesia francesa. Con la proclamación de los derechos del —> hombre (1789), de acuerdo con el prototipo norteamericano, el principio de la tolerancia religiosa encontró reconocimiento y se mantuvo en pie incluso después del concordato napoleónico de 1801. La ratificación y ejecución de este primer concordato de la Iglesia católica con un Estado secularizado topó con dificultades debido a la arbitraria corrección del mismo por los llamados «Artículos orgánicos». Pero ese concordato introdujo la restauración de la Iglesia francesa y simultáneamente la definitiva superación del galicanismo. Permaneció en vigor hasta la ley de separación de 1905 (y todavía está vigente en Alsacia y en el departamento de Mosela).
En Alemania el incipiente hundimiento del imperio y la secularización de los bienes eclesiásticos en la resolución del 22-2-1803 condujeron al derrumbamiento de la milenaria constitución de la Iglesia imperial. No pudieron detener este derrumbamiento Carlos Teodoro de Dalberg (1744-1817) ni Ignacio Enrique de Wessenberg, cuyos esfuerzos por regular las relaciones de la Iglesia de Alemania mediante un concordato imperial, en el sentido de una Iglesia nacional alemana, fracasaron ante los intereses de las Iglesias territoriales de los distintos Estados alemanes (sobre todo de Baviera y de Prusia).
Al aceptar las negociaciones en torno a la conclusión de concordatos regionales o de otros convenios con la Santa Sede, cada Estado estableció el sistema de una Iglesia respaldada por un pacto y vinculada al Estado, sistema que sólo desapareció con la catástrofe de 1918. Después de díficiles negociaciones concordatarias, Baviera renunció en 1817 a la jurisdicción estatal que hasta entonces había ejercido sobre la Iglesia; pero, tras una oleada de indignación entre protestantes y católicos, por el edicto religioso publicado antes del concordato como anexo a la constitución (del 26-5-1818), se aseguró en sus derechos sobre la Iglesia aferrándose al placet estatal para los decretos eclesiásticos, al recursus ab abusu y al poder de inspección del Estado sobre la Iglesia, de manera que la exposición del derecho concordatario en Baviera siguió siendo problemática hasta la conclusión del concordato de 1924.
En los demás Estados alemanes, hacia 1820-30, se lograron algunos convenios acerca de la división de las diócesis y la provisión y dotación de los obispados en forma de bulas de circunscripción y de breves de elección, cuyas determinaciones variables tendían a la solución de los diferentes problemas eclesiástico-estatales.
Dejando de lado los acuerdos con la curia, en los Estados de la provincia eclesiástica del alto Rin (Baden, Württemberg, Hesse-Darmstadt, Kurhessen, Nassau, Francfort del Meno) se aseguró el derecho estatal de protección e inspección sobre la Iglesia mediante disposiciones homogéneas de los señores territoriales tomadas el 30-1-1830. Prusia mantuvo un cierto estado de paz hasta los desórdenes de Colonia (1837). El convenio acerca de los límites y la provisión de los obispados prusianos, dado a conocer por el papa Pío vil en la bula de circunscripción De salute animarum del 16-7-1821, que el rey declaró como estatuto obligatorio de la Iglesia católica, no prejuzgó las disposiciones jurídicas eclesiástico-estatales del derecho general del país.
De acuerdo con las ideas liberales del siglo xix, la Iglesia mantuvo en Alemania una oposición creciente a la intervención estatal en sus asuntos, y la idea de libertad y autonomía eclesiástica expuesta de manera decisiva por M ihler, Sailer, Gürres, Dóllinger y otros, y consolidada por las corrientes espirituales que llegaban de Francia y por el ejemplo de la constitución belga de 1831, fue ganando terreno. En Prusia, con motivo de la legislación sobre matrimonios mixtos, que dio origen a un breve pontificio (Litteris altero abhinc anno, de 25-3-1830), las discusiones se exacerbaron hasta llegar a los «desórdenes de Colonia» (1837), que condujeron al agrupamiento de amplios sectores católicos y a la revitalización del antiguo derecho canónico, sobre todo al no llegar en el terreno estatal las oportunas reformas jurídicas. La asamblea nacional de Francfort se manifestó contraria a una separación total entre E. e I. y, rechazando la Iglesia estatal, estableció la autonomía e independencia de las Iglesias. Gracias a las garantías de la constitución imperial de Francfort (1849), que nunca alcanzaron verdadera fuerza legal, pero que determinaron de forma permanente las circunstancias de Alemania y las constituciones de cada uno de los Estados hastala república de Weimar, se abrió paso una mitigación de la soberanía estatal sobre las Iglesias, mitigación que para Austria trajo por vez primera el concordato de 1855.
Desde 1848 la Iglesia entró bajo Pío ix (1846-1878) en una nueva era de concordatos, determinada predominantemente por la idea de coordinación, aunque en casi todos los países europeos provocó nuevas dificultades. La idea de la coordinación tenía que resultar problemática para el Estado del s. x1x celoso de su soberanía. Desde las dificultades generales que siguieron a los primeros éxitos importantes, la Iglesia se vio afectada en Francia por la política amistosa hacia Italia y hostil hacia los Estados Pontificios, y en Italia por la actitud de Víctor Manuel u (1849-78), claramente anticlerical y partidaria de la separación. Lo mismo sucedió con la Iglesia en Austria, donde el concordato fue paulatinamente eliminado por la legislación estatal. En Alemania el liberalismo anticlerical logró afianzarse hasta tal punto que los concordatos firmados en Württemberg (1857) y en Baden (1859) fueron arrumbados por completo.
En la llamada «lucha por la cultura» (Kulturkampf), precedida por la lucha que tuvo lugar en Baden contra la Iglesia, se manifestaron las oposiciones latentes en el terreno político y filosófico desde hacía largo tiempo, especialmente después de la fundación del imperio. El Estado se creyó obligado a subrayar la estricta jurisdicción estatal sobre las sociedades religiosas para salir al paso del Syllabus errorum,sobrevalorado en su alcance, y del «absolutismo eclesiástico» que se suponía alentado por la constitución del Vaticano i sobre la infalibilidad papal en las cuestiones de fe y costumbres. Prusia (el Estado más avanzado en materia de legislación eclesiástica) llevó la dirección en la lucha por la cultura renunciando ampliamente al derecho estatal sobre la Iglesia; se le unieron Baden, Hessen-Darmstadt y Sajonia, mientras que en Württemberg se mantuvo la paz con la Iglesia y en Baviera se llevó a cabo una «lucha silenciosa por la cultura». A pesar de la ruptura del concordato (1870), Austria evitó todo conflicto grave con la Iglesia. Por el contrario, en algunos cantones suizos (sobre todo en Ginebra, Berna y Basilea) se llegó bajo la presión de las fuerzas liberales a una lucha cultural calcada en el modelo prusiano.
A pesar de una primera conciliación de los puntos de vista antagónicos hacia fines del año 1879, no se consiguió la firma de un concordato por parte de Prusia, como lo deseaba la curia romana; sin embargo se restablecieron las relaciones diplomáticas, pero rechazando a la vez la creación de una nunciatura papal en Berlín. Las cláusulas de la primera ley de paz (21-5-1886) dejaron de nuevo vía abierta a la formación del clero y a la jurisdicción eclesiástica, una vez que Bismarck, gracias a su moderación en la política eclesiástica, logró entenderse con el papa León III. La base jurídica en las relaciones entre I. y E., entendida en el sentido de una consolidación teórica de la soberanía eclesiástica por parte del Estado, y creada con la abolición de las leyes de la lucha por la cultura, permaneció en vigor hasta 1918.
Bajo la influencia de corrientes laicistas se produjeron graves conflictos entre la I. y el E., sobre todo en países católicos (como Francia, Italia, Portugal, Bélgica); tal sucedió en Italia, con motivo de la cuestión romana, donde el principio de separación no llegó a consumarse, pero las llamadas «leyes de garantía» (13-5-1871) representaron la base del derecho eclesiástico del Estado italiano hasta los Pactos lateranenses (1929). Desde la constitución de 1831 existió en Bélgica un sistema «renqueante» de separación. En Francia se llegó a una separación extremadamente antieclesiástica entre I. y E. (ley de separación del 11-12-1905); lo mismo que en Portugal después de la caída de la dinastía, donde la separación se realizó con una hostilidad manifiesta y rompiendo por completo las relaciones con Roma (24-5-1911).
En Alemania cobró nueva actualidad la idea de separación en 1918, cuando el establecimiento de la república creó una situación nueva para la Iglesia, más grave para los protestantes que para los católicos, por la estrecha vinculación de aquéllos a la organización estatal existente hasta entonces. Aunque la constitución de Weimar defendiera en principio la separación entre I. y E., sin embargo también tuvo en cuenta la situación de la Iglesia en Alemania creada por el proceso histórico y dejó abierto el camino a un nuevo desarrollo de las relaciones entre los dos poderes. Así se llegó, después de 1918, a diferentes acuerdos concordatarios con la Santa Sede (Baviera 1924, Prusia 1929, Baden 1932). Los esfuerzos por un concordato conel Reich llegaron a su fin el 8-7-1933, aun cuando ya antes de que el nacionalsocialismo conquistara el poder las más altas personalidades eclesiásticas habían denunciado la incompatibilidad del sistema con el catolicismo. El concordato con el Reich se concluyó por parte de la curia con la intención de asegurar la mayor protección posible (incluso internacionalmente) a la Iglesia católica en Alemania; pero no pudo impedir la lucha antieclesiástica, en el transcurso de la cual las distintas Iglesias acabaron viéndose desplazadas por completo de su carácter público tanto estatal como social y reducidas en su actividad a la esfera eclesiástica más interna.
Ya en 1919 (caída de la monarquía y fin de la unidad de trono y altar) se introdujo para la Iglesia evangélica un reordenamiento decisivo de sus relaciones con el Estado. En lugar de la vinculación tradicional de la Iglesia al Estado se acentuó la autonomía eclesiástica, y las medidas del nacionalsocialismo después de 1933 la obligaron a la delimitación frente al Estado, que encontró su primera gran expresión en la declaración teológica de Barm de 1934 (Bekennende Kirche) y cuyas huellas sigue asimismo el ordenamiento fundamental de la Iglesia evangélica alemana del 13-7-1948, que en el artículo tercero proclama la independencia de la organización y administración eclesiásticas y reserva a un tratado la regulación de sus relaciones con el Estado.
El acercamiento de las dos grandes confesiones cristianas, motivado por la lucha antieclesiástica del nacionalsocialismo, ha influido decisivamente en el desarrollo del derecho que regula en Alemania las relaciones entre Iglesia y Estado a partir de 1945.
En España, para regular las relaciones de la I. con el E., en 1640 se firmó un primer tratado (Concordia Fachenetti) entre Felipe iv y Urbano vii, que tendía a delimitar la actividad de los nuncios. Bajo el centralismo de los Borbones los principales puntos de conflicto fueron el «Patronato Real» (nombramiento de los jerarcas eclesiásticos por parte del rey) el Exequatur (aprobación regia de las disposiciones papales). A consecuencia del reconocimiento papal del archiduque Carlos, Felipe v rompió las relaciones con la Santa Sede. Sin embargo, para resolver los asuntos más urgentes firmó el acuerdo de El Escorial. El concordato de 1753, entre Fernando vi Benedicto xiv, confirmó ampliamente el Patronato Real, pero se rompió a la muerte de Fernando vii (1833) a causa de la negativa papal a reconocer el nombramiento de algunos obispos mientras estuviera pendiente la guerra civil. Las discrepancias aumentaron con la desamortización de Mendizábal. En 1851 se llegó a un nuevo concordato, en que se resolvía el problema de la desamortización y se limitaba el Patronato Real. La nueva ruptura por las leyes de desamortización de 1854-56 se solucionó en el convenio adicional de 1859. El nuevo acuerdo estuvo vigente hasta 1931. Actualmente las relaciones entre I. y E. en España se rigen por el concordato de 1953, cuya revisión está sometida a estudio.
II. Cuestiones fundamentales
El NT no contiene una doctrina del Estado ni afirmaciones explícitas sobre la configuración concreta de las relaciones entre I. y E., pero tampoco excluye al Estado de su predicación ni dispensa a los cristianos de su obediencia a éste, sino que da sentido y medida a tal obediencia. La visión que la Biblia tiene de la posición del cristiano y de su vinculación a la autoridad temporal, tal como aparece en la sentencia sobre el tributo al César (Mc 12, 13-17 par) y en Rom 13, lss; 1 Pe 2, 13; 1 Tim 2, 2; Tit 3, 1, así como en Ap 13, lss, y la fundamentación de las relaciones entre 1. y E. en la teología de la creación y en el derecho natural, proporcionan a la Iglesia católica la base desde la cual debe definir su postura frente al poder civil. La diversidad de las afirmaciones neotestamentarias acerca del poder estatal (compárese Rom 13, lss con Ap 13, lss) muestra precisamente la relación dialéctica en la que el cristiano y la Iglesia se encuentran frente a la autoridad terrena; pero muestra también que la actitud de la Iglesia para con el Estado no está determinada fundamentalmente por el abuso, siempre posible (y con el que la Iglesia tiene que contar siempre) del poder estatal, sino por la elevación y dignidad que corresponden al Estado, al que la Iglesia reconoce su peculiaridad y autonomía. Al propio tiempo el NT recuerda constantemente a la Iglesia que su situación normal en este mundo no es una situación de tranquilidad y de paz, sino de persecución (cf. Mt 10, 17s; Ap 13, 1ss), entendiendo por «persecución» no sólo la lucha contra la Iglesia, sino también la tentación de que aquélla, favorecida excesivamente por el Estado, trate de llevar a cabo sus tareas eclesiásticas con medios estatales y en interés del poder estatal. A la luz del NT un doble aspecto determina las relaciones de la I. con el E.: por una parte, la afirmación de la autoridad temporal como derivada de Dios; por otra, la repulsa a unas pretensiones de soberanía estatal de tipo totalitario. El Estado no es el valor último y supremo, es un poder ordenador de este eón, transitorio y finito (cf. Flp 3, 20); sus tareas son diferentes de las de la Iglesia. Toda identificación (aunque sólo sea de hecho) de la Iglesia con el Estado contradice tanto a la naturaleza de aquélla como a la de éste; lo cual no significa que existan sin relaciones mutuas. Ambos son empresas de Dios en el mundo y tienen una función de servicio en favor de los hombres, que desempeñarán del mejor modo posible con una colaboración pacífica, conservando cada uno su autonomía y peculiaridad y manteniéndose dentro de su inalienable esfera de competencia. Una visión bíblica, rectamente entendida, de la posición del cristiano con relación al poder estatal no puede conducir al desinterés frente a las cuestiones de orden terreno y de configuración del mundo, sino que, más bien, debe llevar a un servicio responsable al mundo y sus leyes; pues el NT, precisamente en los pasajes en los que se habla de la autoridad temporal, exhorta a la obediencia y a la oración por esa misma autoridad, independientemente de que sea cristiana o no (problema que ni siquiera se plantea). Conviene no pasar por alto que Rom 13, lss se escribió cuando Nerón gobernaba el imperio romano. Sin embargo la visión bíblica relativiza la idea puramente abstracta e institucional de las relaciones entre I. y E. (que parece desprenderse del pensamiento basado en la teología de la creación y en el derecho natural) a favor de una actitud determinada más fuertemente por elementos personales. En el curso de la historia eclesiástica la mutilación de la visión bíblica ha inducido a falsas y funestas consecuencias en las relaciones de la Iglesia con el Estado; una mutilación de la visión bíblica en el sentido apuntado se da también cuando determinados textos neotestamentarios (p. ej., la frase relativa a la dracma del tributo [Mc 12, 13-17par] y sobre todo Rom 13, 1s) se interpretan de acuerdo con el derecho natural, desvirtuando así su importancia histórico-salvífica y escatológica, así como su alcance histórico concreto. Las deliberaciones y los resultados del Vaticano II han mostrado hasta qué punto el problema de las relaciones entre I. y E. se inserta en la problemática más amplia de las relaciones entre la -> «Iglesia y el mundo». El Vaticano II representa ciertamente una cesura decisiva frente al pasado, cuando las relaciones de la Iglesia con el mundo y con la sociedad humana se redujeron en gran parte a las relaciones entre la autoridad eclesiástica y la civil (las encíclicas de León xiii acerca de la filosofía del Estado son características a este respecto). Pero una vez que se ha impuesto la idea de que tales relaciones sólo constituyen un problema parcial — aunque muy importante — dentro del complejo general «Iglesia y mundo», también se ha puesto claramente de manifiesto la insuficiencia de una definición exclusivamente jurídica de las relaciones entre I. y E. Ello no quiere decir que vayamos a minimizar los problemas relativos a dicha definición de tipo jurídico (p. ej., los problemas de limitación de su autonomía e independencia, de su coordinación y de su colaboración), sobre los que volveremos después, ni tampoco que se deban sacrificar en aras de una consideración de tipo sociológico; se tiende tan sólo a su recto ordenamiento dentro de un contexto mayor, que también habrán de tener en cuenta las futuras regulaciones jurídicas.
1. La moderna concepción eclesiástica de la autonomía e independencia de la Iglesia y del Estado supone sin lugar a dudas una visión del Estado que sólo se ha desarrollado en la edad moderna, pero también una visión nueva de la propia -> Iglesia, que precisamente ha tomado conciencia de toda su peculiaridad frente al Estado al reflexionar sobre su carácter de «cuerpo de Cristo», «pueblo de Dios», «sacramento de los sacramentos» (y todo ello en cuanto Iglesia ministerial, constituida institucionalmente y articulada jerárquicamente) y sobre su función de servicio a favor de la sociedad humana. Cierto que desde finales de la antigüedad la Iglesia ha subrayado su autonomía e independencia respecto del poder estatal, pero la interpretación y la aplicación práctica de este principio han estado sometidas a fuertes transformaciones. Como la competencia de la Iglesia no descansa en la autoridad estatal sino en la divina, y como la competencia del Estado descansa asimismo en la autoridad divina y no en la eclesiástica, el Estado, de acuerdo con su fin natural de asegurar y fomentar el bienestar terreno de sus ciudadanos, posee autonomía e independencia en el terreno temporal-político; la Iglesia a su vez es autónoma e independiente en el desempeño de sus deberes sobrenaturales (doctrina de fe y costumbres, culto, predicación de la palabra, colación de sacramentos, constitución y administración eclesiásticas, etc.). Son incompatibles con esto las tendencias del poder estatal, muy frecuentes en el pasado y en la actualidad, encaminadas a configurar el orden interno o exterior de la Iglesia (así, p. ej., en las diversas formas de Iglesia estatal, como galicanismo, febronianismo, -> josefinismo, etc.). Pero también lo son las tendencias (predominantemente medievales) de la Iglesia encaminadas a exhibir unas pretensiones de superioridad respecto del Estado y — cuando tiene poder para ello — a imponer estas pretensiones (como hicieron los papas medievales intentando crear y deponer soberanos temporales y subordinar el Estado mismo al ordenamiento jurídico eclesiástico). En conexión con la doctrina de los «dos poderes», expuesta por el papa Gelasio z contra Bizancio, se desarrollaron las teorías medievales acerca de las relaciones entre I. y E., que a veces llegaron a concepciones muy extremas (así la doctrina hierocrática sobre la potestas ecclesiae directa in temporalibus). Pero al juzgarlas hay que tener en cuenta cómo en el mundo medieval, a causa de la evolución histórica y de la idea filosófico-teológica sobre la cristiandad unida (concebida como ecclesia universalis, que englobaba en una visión metafísica universal el sacerdocio y el reino, la soberanía espiritual y la temporal), la Iglesia y el Estado estaban estrechamente enlazados. Partiendo de la reflexión de que la sociedad más elevada es aquella que persigue el fin más elevado, se empleó para determinar las relaciones entre ambos poderes la comparación del oro y el plomo o del sol y la luna (a diferencia del Estado, la Iglesia pretende el bien sobrenatural y eterno, y por tanto su fin es también superior). Ya en los padres de la Iglesia, entre otros Gregorio Nazianceno y Juan Crisóstomo, se encuentra la comparación del alma y el cuerpo o del cielo y la tierra. Con esto se postulaba además una superioridad fundamental de la Iglesia sobre el Estado. En la lucha de las —> investiduras Gregorio vrr no sólo combatió por la libertad de la Iglesia (libertas ecclesiae), sino también por la supremacía de la Iglesia dentro del corpus christianum, que abarcaba la Iglesia y el Estado. Partiendo de aquí el camino nos conduce, pasando por Inocencio iit e Inocencio iv, hasta Bonifacio viti la bula Unam sanctam (18-11-1302). Ésta ve en el papa la fuente del poder estatal, pero no ignora la diversidad general de la Iglesia y del Estado. También la teoría hierocrática afirmaba la existencia de un poder jurisdiccional autónomo del Estado y subrayaba la obligación del papa de entregar la espada temporal; una intervención del papa se consideraba permitida sólo ratione peccati, es decir, si se trataba de la salvación de las almas. Pero como correspondía al papa determinar por sí solo cuándo se daba tal caso, la fórmula ratione peccati podía sancionar prácticamente toda intervención pontificia en el plano político.
Tomás de Aquino vio en el Estado una institución de -> derecho natural, que por lo mismo pertenece al orden de la naturaleza, y en la Iglesia una institución del orden de la revelación y de la gracia. En su doctrina del Estado unió las ideas bíblico-agustinianas con la doctrina política de Aristóteles, y subrayó el origen divino de ambos poderes: «Las dos potestades, la espiritual y la temporal, proceden de Dios. Por ello la autoridad temporal está bajo la espiritual en el sentido de que se halla subordinada a Dios, concretamente en las cosas que afectan a la salvación del alma; de ahí que en estos asuntos se deba obedecer más al poder espiritual que al temporal. Pero en aquellas cosas que afectan al bienestar social, se debe obedecer más al poder temporal que al espiritual» (ir Sent. d. 44 q. 2 a. 3 ad 4). De acuerdo con la concepción aristotélica, determinada por la idea del fin, también el Aquinate afirmó la superioridad del poder espiritual, aunque esta superioridad no debe entenderse absolutamente, sino en el sentido de que «el poder estatal está sometido al eclesiástico sólo cuando entran de por medio los intereses y exigencias del fin sobrenatural, que es la vida eterna; pero en su propio terreno la autoridad estatal posee ampliaautonomía» (M. Grabmann). En Tomás se advierte ya una diferenciación cada vez más precisa de la idea de fin, que después había de hallar su continuación especialmente en Belarmino y que resultó decisiva para el desarrollo de la doctrina acerca de la potestas ecclesiae indirecta in temporalibus.
Basándose en los principios tomistas, León xrir formuló su doctrina sobre las relaciones entre la I. y el E., que está vigente hasta nuestros días. También León xrii parte de que el Estado, como institución de derecho natural, procede inmediatamente de Dios. «Al igual que la sociedad civil, también su autoridad tiene como origen la naturaleza, y por tanto a Dios mismo. De aquí se sigue que el poder público en cuanto tal sólo puede proceder de Dios» (Immortale Dei, 1-11-1885). La Iglesia y el Estado son sociedades autónomas, mutuamente independientes, con sus propios derechos; ambos son «sociedades perfectas» a las que en sus respectivas esferas compete la suprema soberanía. «Dios ha repartido el cuidado del género humano entre dos poderes: el eclesiástico y el estatal. Al uno le compete el cuidado de los intereses divinos, al otro el de los humanos. Cada uno es supremo en su orden, cada uno tiene determinados límites, que resultan de la naturaleza y del fin próximo de cada uno de los dos poderes» (Immortale Dei). Y en Sapientiae christianae (10-1-1890) leemos: «Como la Iglesia y el Estado tienen su propia autoridad, ninguna de las dos sociedades está sometida a la otra en la dirección y el ordenamiento de sus propios asuntos; esto es naturalmente válido dentro de los límites que le han sido trazados a cada una por su fin próximo.» Al igual que la Iglesia reconoce la independencia y autonomía del Estado en todos los asuntos meramente civiles (res mere civiles), así también el Estado debe reconocer la soberanía de la Iglesia en su esfera; «por esto todo lo que es santo en la vida de la humanidad, todo lo que se refiere a la salvación de las almas y al servicio divino, ya sea por su naturaleza ya por su relación con ese fin, está subordinado a la autoridad de la Igesia y a su juicio. Por el contrario, todo lo que afecta a la esfera civil y política está sometido con pleno derecho a la autoridad estatal» (Immortale Dei). Hasta nuestros días se ha discutido si las declaraciones de León xrrr deben entenderse en el sentido de una potestas indirecta o de una potestas directiva. Cierto que en esas palabras no se pretende expressis verbis una autoridad jurisdiccional; pero como León xui no dice más concretamente si y en qué medida la Iglesia puede tener autoridad sobre lo temporal (y, por tanto, sobre el Estado) ni con qué medios puede y debe imponer sus principios en el mundo, queda sin respuesta la cuestión decisiva sobre la naturaleza de la autoridad eclesiástica en el mundo.
En contraposición a esto, hoy en día se reconoce cada vez más que en la cuestión acerca de la autonomía e independencia de la Iglesia y del Estado se trata en medida muy considerable de la naturaleza y del origen de su autoridad. Partiendo de aquí hay que responder asimismo a la cuestión sobre los medios con que cada una de las dos instituciones puede y debe perseguir sus propios fines y objetivos. La naturaleza espiritual de la Iglesia y la autoridad espiritual que le ha sido concedida determinan el carácter y la extensión de su acción en el mundo.
2. Aun cuando la Iglesia y el Estado persigan objetivos distintos, sin embargo coinciden directamente en sus miembros, los hombres, que deben corresponder a las exigencias de ambos poderes; de ahí la necesidad de concordar tales exigencias y de armonizarlas en lo posible. Esto vale sobre todo para los asuntos llamados mixtos (res mixtae), que pertenecen tanto al ámbito jurídico de la Iglesia como al del Estado (p. ej., derecho matrimonial, tareas educativas, escuelas, provisión de oficios eclesiásticos [en cuanto tienen alguna repercusión en el ámbito jurídico del Estado], introducción de festividades eclesiásticas, regulación del trabajo dominical, cuestiones del derecho patrimonial de la Iglesia, etc.). Condición previa para una convivencia ordenada es la buena disposición por ambas partes para saber transigir mutuamente en la regulación de aquellas cuestiones que la Iglesia tradicionalmente ha resuelto por pactos o concordatos y para buscar una solución que no sólo haga justicia a los miembros de la Iglesia, sino a todos los ciudadanos del Estado; precisamente por ser salvaguardia de la libertad personal, la Iglesia debe prestar atención al hecho de que un acuerdo concertado por ella con el Estado nunca perjudique a los derechos de terceros que no pertenezcan a la Iglesia. En tales acuerdos lo primero que interesa a la Iglesia es el reconocimiento y la seguridad, refrendados por convenio, de su independencia y libertad; la suprema exigencia que ella debe plantear a cualquier Estado es la de que éste le permita el libre ejercicio de su misión salvadora, la de que deje a los ciudadanos libertad para cumplir sus deberes sobrenaturales, y la de que las exigencias del Estado en su propia esfera no vayan contra la ley moral natural ni contra el derecho divino revelado. La orientación dada con frecuencia en este punto por canonistas y moralistas, sosteniendo que de la soberanía de ambos poderes no se puede concluir una absoluta equiparación de fines y objetivos, y que la Iglesia se apoya fundamentalmente en que el fin sobrenatural tiene la primacía sobre el fin puramente natural (y, por tanto, de acuerdo con el orden de los fines a ella le corresponde la primacía), es una razón que desde luego dice algo con respecto a la actitud de los fieles en un caso conflictivo concreto, pero que nada aporta en orden a la relación jurídica de I y E. en la actualidad, pues el Estado (tanto el confesional como el religiosamente neutro) se cerrará a semejante argumentación aunque sólo sea por causa de la libertad de sus ciudadanos; y la Iglesia, si quisiera urgir frente al Estado en un caso conflictivo semejante pretensión, basada en el orden de los fines, no podría imponerla por sí sola. La radical situación preeminente, reclamada por la Iglesia, tampoco puede significar para cada uno de los fieles que, en caso de conflicto entre la ley eclesiástica y la estatal, le corresponda siempre la primacía a la eclesiástica; pues el principio según el cual la ley eclesiástica precede a la estatal, se basa en el supuesto de que en caso de colisión de obligaciones se contraponen el interés sobrenatural (representado por la Iglesia) el natural terreno (representado por el Estado). Pero, si no es cierto ese presupuesto, falla también la aplicación de tal principio. El Syllabus rechazó ciertamente el principio según el cual in conflictu legum utriusque potestatis ius civile praevalet (tesis 42); mas esto no justifica la conclusión de que la Iglesia reclame siempre la primacía para sus leyes. Lo contrario de la tesis rechazada dice, no que en un conflicto de leyes la eclesiástica tenga siempre la primacía, sino que la ley profana no siempre tiene la primacía en cualquier conflicto. Si una ley estatal está en contradicción con la ley moral natural o con el derecho divino revelado, entonces el mandato y la ejecución de semejante ley son injustos (cf. a este respecto las adecuadas explicaciones de las encíclicas Diuturnum illud y Sapientiae christianae). En todos los tiempos tiene validez inquebrantable la frase de Pedro: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Act 5, 29; cf. asimismo Act 4, 19). El derecho y la obligación de la Iglesia de decidir autoritativamente sobre el contenido de la revelación divina y de rechazar las doctrinas y postulados que están en contradicción con el derecho divino, se extienden también a la esfera estatal-política, que, como todos los otros campos de la vida, se halla sometida al precepto divino, al cual están obligados tanto la Iglesia como el Estado; mas tal derecho de la Iglesia no implica un poder coactivo sobre el Estado. En la historia de las teorías acerca de las relaciones entre I. y E. se refleja a su vez la azarosa historia de esas relaciones. Con razón previene Y. Congar contra el hecho de pasar por alto las diversas situaciones históricas y dice: «No debemos transformar en teoría absoluta lo que fue derecho y forma de una época, sino que hemos de reconocer más bien cómo la secuencia de las tres teorías de la potestas directa, indirecta y directiva corresponden a una evolución histórica normal, pero irreversible.» Las decisiones que la Iglesia toma en virtud de su potestas spiritualis, no representan actos de jurisdicción temporal; pero sería asimismo equivocado no ver en esas decisiones más que directrices no obligatorias; para los miembros de la Iglesia son mandamientos que obligan en conciencia y cuyo cumplimiento puede imponer la Iglesia perentoriamente (p. ej., la prohibición de pertenecer a un determinado partido político, la amenaza de excomunión para quien se haga miembro del mismo, etc.).
3. La nueva visión de las relaciones entre ambos poderes condiciona también hoy la problemática de la separación entre I. y E. La exigencia liberal y socialista de una separación radical tenía como fin el excluir totalmente la influencia eclesiástica en la vida pública; como medio de lucha antieclesiástica esta exigencia apuntaba a la aniquilación total de la Iglesia; frente a ella la Iglesia nopodía ni puede adoptar más que una actitud condenatoria. En este sentido hay que entender las numerosas declaraciones de los papas en los siglos xrx y xx, y en especial de Gregorio xvi contra Lamennais en la encíclica Mirari vos (15-8-1832); de Pío ix en el Syllabus (8-12-1864); de León xzii en las encíclicas Immortale Dei (1-11-1885) y Libertas praestantissimum (28-6-1888); de Pío x contra la ley francesa de separación en las encíclicas Vehementer nos (11-2-1906), Gravissimo O f f icii (10-8-1906) y Une fois encore (6-1-1907); y contra la legislación portuguesa de separación en la Iam dudum (24-5-1911); de Benedicto xv en la encíclica Ad beatissimi (1-11-1914); de Pío xii en alocuciones a partir de 1945. Si la exigencia de separación entre I. y E. implica que aquélla debe ser tratada en la vida pública como si no existiera en absoluto o como si fuera solamente asunto privado de cada uno de los ciudadanos del Estado, a quienes además se niega el derecho de reunirse en forma organizada como comunidad religiosa (así por ejemplo en la legislación francesa de separación de 1905); en tal caso no se trata ya de una expresión de la neutralidad confesional del Estado moderno, sino de una medida encaminada directamente contra la existencia de la religión. De la radical exigencia de separación entre I. y E., que tiende a la exclusión de la Iglesia de la vida pública, hay que distinguir una separación jurídico-constitucional de ambos poderes, que reconoce las aspiraciones públicas de la Iglesia o su acción en la vida pública sin ponerle trabas. Así, por ejemplo, en Estados Unidos la separación no ha resultado desfavorable para la Iglesia, pues no le ha impedido un amplio despliegue en el ámbito público, a la vez que la mantiene libre de cualquier tutela estatal. En las democracias libres la vieja idea de separación va cediendo hoy cada vez más ante el concepto de colaboración entre I. y E., sin que importe ya mucho si estas nuevas relaciones están aseguradas por un convenio o si derivan de la nueva postura del Estado frente a la multiplicidad de las fuerzas sociales. Una separación constitucional de ambos poderes que no recorta la posibilidad de un despliegue sin trabas de la Iglesia en la vida social, sino que le proporciona el ámbito de libertad necesario para cumplir su misión salvadora, puede responder tanto a la naturaleza de la Iglesia como a la del Estado. Atinadamente alude A. Hartmann al hecho de que el conocimiento que el Estado tiene de su propia limitación no lo convierte en un Estado laicista, de que el Etat ldique no es un État laicisé, y de que la reducción del Estado a su esfera natural no puede confundirse con la separación exigida por muchos liberales y socialistas del siglo xtx. La visión moderna de los dos poderes no admite ya en consecuencia el mantenimiento de los derechos tradicionales de inspección del Estado, que como reliquias históricas de la Iglesia estatal resultan incompatibles con la autonomía eclesiástica. En el futuro cualquier definición de las relaciones entre I. y E. deberá tener en cuenta los nuevos datos históricos. Como lo demuestra la discusión acalorada sobre las ideas expuestas por J.C. Murray con respecto a la futura configuración de las relaciones entre I. y E., también el problema de la separación de ambos poderes ha entrado en una nueva fase, y hay que preguntarse si el mismo concepto de «separación» (precisamente por su lastre histórico) es realmente adecuado para describir las mutuas relaciones existentes en los países libres y democráticos. Un mayor distanciamiento entre I. y E. no significa la renuncia de aquélla a influir en la vida pública; más bien «la actual independencia plena de la Iglesia con relación al Estado fundamenta la posibilidad y necesidad de una mayor entrega al mundo y al Estado» (R. Smend).
4. La idea tan distinta que el moderno Estado democrático tiene de sí mismo ha hecho posible una relación positiva de la Iglesia con el Estado religiosa y filosóficamente neutral. Esa idea por una parte exige de la Iglesia que renuncie a una serie de privilegios en el plano estatal, y en concreto a la total o parcial identificación de las tareas estatales y las eclesiásticas, y le exige asimismo el reconocimiento de la legitimidad del Estado en la esfera intramundana. Por otra parte se le da a la Iglesia la libertad frente a cualquier tutela estatal y de cara al cumplimiento de su misión salvífica en este mundo, a la que corresponde precisamente la predicación de la verdad, vinculada siempre a la dignidad del hombre bien entendida. Por lo que hace a la aceptación del Estado secular, hay que partir en todo caso de que también la Iglesia reconoce la libertad religiosa personal como un derecho civil, más concretamente, de que — de acuerdo con su certeza sobre la verdad objetiva — ella no sólo tolera la fe errónea de los individuos, sino que la reconoce como una decisión responsable de -> conciencia. Sólo sobre esta base son posibles unas relaciones con el Estado que no sólo toleran su actitud neutral frente a todas las religiones e interpretaciones del mundo, sino que las tiene como compatibles con el orden ético natural. Esa decisión en favor de una libertad religiosa así entendida la ha tomado el Vaticano II en su declaración sobre la libertad religiosa.
La separación institucional y espiritual de I. y E. en las democracias significa para la Iglesia una oferta y una obligación a la vez. Con el reconocimiento de la pluralidad de fuerzas sociales, que ponen no pocas veces sus intereses de grupo por encima del interés común, la conservación del bien común se ha hecho más difícil para el Estado, sobre todo porque los partidos, al depender de los votos electorales, están siempre en peligro de ser esclavos de intereses organizados. En esta situación la Iglesia es algo así como la conciencia pública; su obligación consiste en despertar, formar y reforzar la responsabilidad del Estado y de la sociedad en favor del -> bien común. En virtud de su misión la Iglesia es protectora del orden moral, que debe poner ante los ojos de los que mandan y de los que obedecen. Por otra parte, la Iglesia puede también ejercer sin trabas su derecho autónomo en una sociedad pluralista y, frente a concepciones religiosas y filosóficas equivocadas, esforzarse por un justo reconocimiento de sus intereses relativos al libre desarrollo de la conciencia de fe de sus miembros en la comunidad estatal.
En tanto la Iglesia, sirviéndose de la libertad que le corresponde, crea una conciencia más despierta en todos los hombres y les predica la —> justicia y el —> amor como norma moral de acción, presta su colaba ración al Estado y a la sociedad. Ahí es donde hay que ver la esencia de la tantas veces mencionada y a menudo mal entendida «misión pública» de la Iglesia. La Iglesia influye así de forma consciente en la esfera temporal, pero no para dominar, es decir, para imponer sus propios mandamientos, sino para servir, o sea, para anunciar a los hombres que tanto individual como socialmente están sujetos a los mandatos de Dios. La Iglesia se entiende a sí misma como mensajera llamada por Dios para anunciar los mandamientos divinos, pero de ahí no deduce ninguna superioridad sobre el Estado, ni siquiera en el terreno espiritual y en las cuestiones de orden moral; pues el Estado secular es libre para decidir qué valores morales quiere poner como fundamento del orden temporal. En los mandamientos del orden moral, para la Iglesia se trata de verdades objetivas; mas para el Estado secular — con excepción de los derechos humanos preestatales — se trata de valoraciones subjetivas. Mientras el Estado sea una democracia libre, la Iglesia tiene la oportunidad de poner en práctica en la esfera política la verdad objetiva por medio de sus fieles. Este tipo de acción salvífica eclesiástica conduce necesariamente a una amplia transformación de lo institucional en personal.
La constitución pastoral del Vaticano II confirma que la Iglesia en sus relaciones con el Estado se encuentra también de camino hacia una nueva visión del mundo y, sin falsos progresismos, está dispuesta a reconocer al Estado y al hombre como queridos por Dios en su vinculación temporal, distinguiendo su vinculación intramundana de su inalienable filiación divina y de su ordenamiento histórico-salvífico a la Iglesia de Jesucristo. La constitución sitúa expresamente las actuales relaciones entre E. e I. en el marco de la sociedad pluralista, y distingue entre lo que hacen los cristianos individualmente (o asociados como ciudadanos) en nombre propio, guiados por su conciencia cristiana, y lo que hacen en nombre de la Iglesia unidos a sus pastores (n° 76, 1). La constitución subraya que la Iglesia no debe confundirse en modo alguno con la sociedad civil en su misión y competencia, y que no está obligada a ningún sistema político (n.o 76, 2). Así queda definitivamente excluida la antigua equiparación o al menos confusión de las funciones eclesiásticas con las estatales. La responsabilidad del cristiano como ciudadano del Estado, por la que actúa libremente desde su fe en virtud de una decisión personal, está marcada por su actuación como miembro de la Iglesia bajo la autoridad eclesiástica. La constitución pastoral reconoce expresamente la independencia mutua y la autonomía de la sociedad civil y de la Iglesia; pero se refiere a la vez al hecho de que ambas sirven a la misma vocación personal y social del hombre (n.° 76, 3). La misión dela Iglesia consiste sobre todo en desarrollar más la justicia y el amor en cada pueblo y entre los diversos pueblos. Si se compara esta constitución con la filosofía del Estado contenida en la «doctrina de los dos poderes» de León XIII, relativa a las relaciones entre el E. y la I., aparece con toda claridad el cambio que se ha producido en la visión de las funciones del Estado y de la Iglesia, pues de una postura de dominio se ha pasado a una actitud de servicio.
El Concilio manifiesta finalmente una decidida repulsa contra la idea tradicional de que el Estado debe apoyar a la Iglesia en el cumplimiento de sus deberes espirituales, y así dice en la constitución pastoral (nº. 76, 5): «(La Iglesia) sin embargo no pone su esperanza en los privilegios que le brinda la autoridad estatal. Hasta renunciará a la reclamación de derechos legítimamente adquiridos, si le consta que de lo contrario puede ponerse en duda la pureza de su testimonio o si el cambio de las circunstancias exige otra regulación.» La disposición de la Iglesia a renunciar a privilegios tradicionales y derechos legítimamente adquiridos demuestra que ella está pronta a sacar las consecuencias de su convicción de que el seguimiento de Cristo en este mundo es diferente de todo camino terreno. Y así se vuelve a su misión espiritual, que la libera y la obliga al diálogo con el mundo. De este modo para el Estado la Iglesia se convierte con toda su existencia en un socio racional y espiritual, del que necesita precisamente por su neutralidad religiosa e ideológica. Son los ciudadanos, guiados por su conciencia cristiana, los que con una decisión cívica y libre representan en el Estado los valores cristianos como virtud personal y aseguran la presencia de la Iglesia de Cristo en la sociedad secular. Con esto la Iglesia no se enfrenta de manera inmediata al Estado como un poder ordenador extraestatal o cuasi de derecho internacional, sino que vive y actúa espiritualmente en la misma sociedad que engendra políticamente al Estado, sin identificarse con éste ni con la sociedad. Consecuentemente el problema de la coordinación de I. y E. se plantea con una nueva visión y un nuevo acento. No se trata tanto de delimitar institucionalmente los respectivos derechos y competencias, cuanto de una coordinación funcional en la responsabilidad común de cara a los hombres; pues a ambos, Iglesia y Estado, se les ha confiado el bien del hombre de una manera adecuada a su naturaleza y misión, y por tanto de una manera fundamentalmente diferente. Donde la Iglesia despierta la conciencia, donde anuncia el evangelio y enseña la doctrina moral cristiana, donde extiende la justicia y el amor, allí cumple su misión peculiar. Y espera de las fuerzas temporales que le concedan una libertad sin trabas para su acción, y no sólo en relación con el Estado, sino también con las demás fuerzas sociales.
III. Visión panorámica sobre la situación actual
Las relaciones actuales entre I. y E. en —> occidente y en los demás países marcados por una tradición cristiana se pueden dividir fundamentalmente en tres grupos: en algunos países existen todavía formas de un cesaropapismo condicionado por la historia; en la mayor parte de los países se ha llevado a cabo una separación fundamental, que puede abarcar tanto las diversas formas de coordinación entre I. y E. como la separación estricta entre ambos (manteniendo la plena libertad religiosa); y en los países comunistas la separación tiene por objeto excluir totalmente la religión de la vida pública. Esta división general no dice nada todavía acerca del grado de libertad religiosa en cada uno de los países. En principio, esta libertad, tanto en el plano individual como en el de la corporación confesional, está asegurada en los Estados democráticos libres (incluso en aquellos que se aferran al sistema tradicional de la Iglesia estatal). En algunos países esa libertad se ha concedido recientemente. La legislación a este respecto presenta modalidades muy diferentes. Por el contrario, los países totalitarios del este, incluso cuando las constituciones estatales garantizan la libertad religiosa, tratan de dificultar y limitar todo lo posible su ejercicio. Para saber cómo los Estados han ordenado sus relaciones con las Iglesias y comunidades religiosas hay que tener en cuenta la reglamentación de las constituciones, que por lo general contienen normas específicas, y las demás ordenaciones jurídicas, y en muchos casos los convenios concertados con las Iglesias y comunidades religiosas.
El cesaropapismo se caracterizó originalmente por el hecho de que los ciudadanos que no pertenecían a la Iglesia oficial quedaban reducidos a una posición jurídica inferior. Hoy sin embargo, hasta los Estados que se aferran a una Iglesia oficial, además de la libertad religiosa conceden la misma posición jurídica a todos los ciudadanos, y sólo algunas veces reservan ciertos cargos estatales especialmente representativos para los miembros de la Iglesia oficial; así, por ejemplo, en Inglaterra el rey y el lord canciller, en Suecia el rey y el ministro de culto, en Dinamarca el rey y en España el jefe del Estado deben pertenecer a la Iglesia oficial. Característica del cesaropapismo actual es que al poder estatal le corresponde un derecho de colaboración en asuntos puramente religiosos de la Iglesia oficial. En el Reino Unido sólo son Iglesias nacionales la anglicana Church of England y la presbiteriana Church of Scotland, con el rey inglés como cabeza; pero no las demás Iglesias que pertenecen a la comunión eclesiástica anglicana. El parlamento inglés, a cuya cámara alta pertenecen algunos obispos como lores eclesiásticos, se aferra en buena parte a su derecho de decidir sobre cuestiones doctrinales y litúrgicas de la Iglesia anglicana. En Suecia y Noruega los monarcas son igualmente la cabeza suprema de las Iglesias luteranas nacionales, mientras que la Iglesia danesa no tiene un jefe supremo propiamente dicho. Además de Islandia, la confesión luterana está reconocida en Finlandia como religión estatal; allí corresponde al presidente el nombramiento de los obispos, no sólo de la Iglesia luterana, sino también de la ortodoxa; ambas reciben apoyo económico del Estado y sus resoluciones sinodales están sujetas a la confirmación del parlamento. La Iglesia ortodoxa ya no está reconocida como Iglesia oficial más que en Grecia. Un caso especial en muchos aspectos lo constituyen las relaciones del E. con la I. en Suiza. Algunos cantones sólo reconocen la Iglesia reformada como Iglesia estatal (Zurich, Waadt) o, si se ha producido una separación entre I. y E., como única Iglesia de derecho público (ciudad de Basilea, Appenzell-Ausserrhoden). Otros cantones otorgan ese reconocimiento solamente a la Iglesia católica (Tessin, Wallis). Pero la mayor parte de los cantones ha establecido una reglamentación paritaria, que en cada caso reconoce a ambas Iglesias, bien según el principio histórico de la soberanía territorial, o bien donde se ha introducido la separación (Neuenburg, Ginebra), considerándolas como corporaciones de derecho público. Una reliquia del pasado en la Constitución de la Federación Helvética es la prohibición de la Compañía de Jesús y otras decisiones que delimitan el derecho de libertad religiosa. En el resto de Europa la confesión católica sólo es religión oficial en Italia y España. En Italia esto quedó definido explícitamente en el Pacto lateranense de 1929 y confirmado por la Constitución italiana, la cual sin embargo garantiza la libertad de religión y de organización a los no católicos, y reserva para negociaciones particulares la regulación de las relaciones de la Iglesia con el Estado. Una auténtica situación de inferioridad de los no católicos se daba hasta hace poco tiempo en España; como consecuencia de las declaraciones del Vaticano u se conceden a los acatólicos la libertad de religión y una amplia libertad de culto en el llamado «Estatuto de los protestantes» de 1967. Las determinaciones contenidas en la constitución y en el concordato de 1953 acerca de la posición especial de la Iglesia católica en España deberán acomodarse a esta nueva reglamentación. En Hispanoamérica la Iglesia católica está reconocida como Iglesia estatal en Argentina, Costa Rica, Bolivia, República Dominicana, Haití, Colombia y Paraguay. Sin embargo la libertad religiosa está garantizada constitucionalmente. De todos modos hace algunos años en Colombia se tomaron medidas por parte del Estado contra los protestantes. Costa Rica y Bolivia se aferran todavía al patronato concedido a los reyes españoles, mientras que Argentina (secundando la invitación del Decreto sobre la misión pastoral de los obispos en la Iglesia, n.° 20) renunció a este derecho en 1966.
Los demás países cristianos de occidente han proclamado en sus constituciones la separación entre I. y E. y la libertad religiosa. Incluso allí donde la separación se llevó a cabo bajo impulsos laicistas y antieclesiásticos, han mejorado mucho las relaciones. Así en Francia, a pesar de la separación establecida en las leyes promulgadas entre 1905 y 1914, se volvió después de la primera guerra mundial a una aproximación entre la I. y el E., que hizo posible en 1921 la reanudación de relaciones diplomáticas con la Santa Sede y un acuerdo sobre los contactos entre ambos poderes para el nombramiento de obispos (si bien no ha llegado a firmarse hasta ahora un concordato), de manera que la Iglesia puede desenvolverse libremente. En la República Federal alemana, partiendo de los artículos de la constitución de Weimar, que pasaron a la ley fundamental de 1949, los cuales, junto con las decisiones concordatarias de los diversos Liinder y del Reich(todavía en vigor), contienen las bases jurídicas, se han creado unas estrechas relaciones de colaboración. La actividad pública de las Iglesias, sobre todo en el terreno social y benéfico, es tenida en cuenta por la legislación, que prevé asimismo notables prestaciones económicas del Estado en favor de las Iglesias. También en Austria las comunidades religiosas pueden alcanzar el carácter de asociaciones de derecho público mediante el reconocimiento estatal. El concordato de 1933 se ha llevado a la práctica ahora por lo que se refiere a la organización de la Iglesia en el país; asimismo las discrepancias sobre las prestaciones del Estado a las Iglesias y sobre la enseñanza religiosa han sido solucionadas de mutuo acuerdo. Las disposiciones de la constitución belga de 1831 en favor de la libertad de la Iglesia frente al Estado, ejemplares en el s. xix, conceden a las religiones reconocidas completa independencia del Estado, el cual, sin embargo, ha asumido la obligación de retribuir a los clérigos de las religiones católica, protestante y judía. Parecida es la situación en Luxemburgo. También en los Países Bajos las comunidades religiosas pueden actuar libres de cualquier injerencia estatal en el plano social y político, para lo cual les resultan muy beneficiosas las cadenas de radio y las escuelas que han creado. En Irlanda, la libertad religiosa, la separación entre I. y E. y la prohibición de cualquier apoyo financiero a ninguna confesión están firmemente ancladas en la constitución. Cierto que la religión católica, para la que no existe concordato alguno, está reconocida como la religión de la inmensa mayoría, pero también las Iglesias protestantes y las congregaciones judías están bajo protección constitucional. Finalmente, también Portugal ha mantenido en su constitución de 1933 la separación entre I. y E., firmando sobre esta base el concordato de 1940. La Iglesia católica está considerada como persona jurídica por la constitución, pero el Estado conserva la libertad de reconocer esta propiedad también a otras religiones, que aun sin eso gozan de libertad de culto y organización. Representa una peculiaridad el derecho de patronato que Portugal reclama y ejerce todavía en sus provincias de ultramar y sus territorios de misión.
La separación total entre I. y E. rige las relaciones de ambos poderes en Estados Unidos. Por sentencia de la Supreme Court estáestablecido que el primer artículo adicional de la constitución americana prohíba todo apoyo local o nacional a cualquier religión, de manera que, por ejemplo, es imposible impartir ninguna instrucción religiosa en las escuelas estatales. Simultáneamente se cumplen en todo su alcance las exigencias de libertad religiosa gracias a esta separación: así, las Iglesias son libres para crear sus propios sistemas escolares e incluso universidades, posibilidad de la que ha hecho amplio uso la Iglesia católica, de manera que actualmente dispone de un sistema de formación independiente y perfectamente montado. De una independencia parecida gozan las Iglesias en Filipinas, cuya constitución es copia de la americana. El sistema de separación que se da en Canadá no es tan estricto como el de Estados Unidos, de manera que las escuelas confesionales pueden recibir, en parte, apoyo estatal. La legislación radical (dirigida sobre todo contra la Iglesia católica) de la constitución (1917) de Méjico, que establece la separación entre I. y E., con la que se pretendía arrebatar a la Iglesia toda influencia, no obtuvo el éxito apetecido a pesar de la persecución de los años 1923-28. Hoy más bien se concede la libertad religiosa, y ciertas disposiciones hostiles todavía en vigor no se aplican en la práctica. Las repúblicas hispanoamericanas no mencionadas antes mantienen diversos sistemas de separación entre I. y E. Ya antes de Argentina, Venezuela renunció al derecho de patronato en el convenio con la Santa Sede de 1964.
El sistema de separación de los países comunistas, siguendo el modelo de las Repúblicas Socialistas Soviéticas, exige la «separación del Estado respecto a la Iglesia y de la Iglesia respecto a la escuela», excluyendo de antemano toda influencia de la religión (sobre todo en la juventud). Aunque los textos constitucionales proclaman la libertad de conciencia y la libertad religiosa, el poder estatal trata de poner trabas a la acción de las Iglesias hacia fuera o de hacerla totalmente imposible. En cambio se concede plena libertad de propoganda a las doctrinas ateas, pues sólo éstas aparecen como científicas y, porlo mismo, como dignas de que el Estado las fomente. Es muy diversa la situación real en cada uno de esos países. Así, en Polonia y en Alemania oriental es posible el ejercicio de la cura de almas, aun cuando a veces con notables dificultades y frecuentes tensiones con las autoridades. Mientras en Checoslovaquia la Iglesia dispone de un ámbito de vida y de acción muy reducido — bajo severa vigilancia del Estado —, tanto en Yugoslavia como en Hungría se ha iniciado recientemente un abierto mejoramiento de las relaciones.
Paul Mikat


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.