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jueves, 22 de agosto de 2013
Armada Española.
La Armada Española, también llamada la Armada Invencible (infra), y más correctamente La Armada Grande, fue una flota (I) que pretendía invadir Inglaterra y poner un fin a la larga serie de agresiones inglesas contra las colonias y posesiones de la Corona española; (II) sin embargo fue totalmente destruida luego de una semana de combates y un crucero desastroso; (III) esto condujo a la decadencia gradual del poder marítimo de España; (IV) los católicos en general apoyaron a la Armada, pero con algunas notables excepciones.
I. LA PROVOCACIÓN INGLESA
Hasta el comienzo del reinado de Isabel (1558), Felipe había sido su mejor amigo. La intercesión de este ayudó a salvar su vida después de la rebelión de Wycliffe (1554). Él facilitó su advenimiento, la apoyó contra las demandas de María Estuardo, e intervino poderosamente en su favor para prevenir que ayuda francesa fuese enviada a Escocia. Cuando Inglaterra surgió triunfante en el tratado de Edimburgo (1560), Isabel le envió una comisión especial para darle las gracias con el Lord católico Montague a su cabeza, a quien había dispensado de las leyes inglesas para que pudiera practicar el Catolicismo durante la misión de embajador.
Siendo ahora completa la victoria del Protestantismo, fue mostrada una mayor frialdad. Conforme el tiempo fue pasando, el embajador español fue tratado irrespetuosamente, su casa fue asediada, los visitantes de su capilla encarcelados; naves españolas fueron robadas impunemente en el Canal. En 1562, Hawkins se abrió camino por medio de la violencia a los mercados prohibidos de las Indias Orientales, siendo su principal mercancía los esclavos capturados en África Oriental. En 1564 y 1567 se repitieron las mismas medidas violentas, pero la última terminó en un desastre para él. Mientras tanto el partido protestante en los Países Bajos empezaba a rebelarse en 1566 y era subvencionado por Inglaterra.
En 1568, habiendo atracado en Plymouth una nave española con la paga para todo el ejército español en Flandes, el dinero fue tomado por el gobierno inglés. Se desataron represalias en ambos lados, el comercio fue paralizado, y la guerra estuvo a punto de estallar, tanto con ocasión del levantamiento del norte (1569) como en la vez de la conspiración de Ridolfi en 1571. El imprudente embajador español, Don Gerau Despes, fue entonces expulsado de Inglaterra, habiendo Felipe despedido previamente de España al embajador español, Dr. Mann, un sacerdote apóstata cuya selección, obviamente, fue considerada un insulto. Mientras la flota española estaba luchando por la causa de la Cristiandad en contra de los Turcos en Lepanto (1572), Drake saqueó tres veces las colonias casi indefensas en el mar español, de donde regresó con un enorme botín (1570, 1571, 1572-73).
Relaciones ligeramente mejores se establecieron entre los dos países hacia el final de ésta década, cuando Isabel temió que, con el decaimiento del poder español en los Países Bajos, Francia pudiese conquistar el país para sí. Así, en 1578 un embajador español fue recibido en Londres, a pesar de que al mismo tiempo Drake recibió el permiso para navegar en su gran viaje bucanero alrededor del mundo. A su regreso la opinión pública empezó a condenar en voz alta al "ladrón maestro del Nuevo Mundo", pero Isabel se manifestó intensamente en su favor, le concedió el honor de la caballería, y tres años después, inmediatamente antes de enviar su ejército a luchar en contra de los españoles en los Países Bajos, lo envió nuevamente para estropear las Indias Orientales. Fue entonces que Drake "convenció España de que en su propia defensa debía aplastar a Inglaterra" (J.R. Seeley, Growth of British Policy).
Mr. Froude y los panegiristas mayores de la Reina Isabel constantemente justifican las acciones de piratería inglesas como actos de venganza contra las crueldades de la Inquisición, y sostienen que Felipe había dado motivos para la guerra animando complots contra el trono y la vida de Isabel. El motivo primordial de la Armada, dicen ellos, era derrocar el Protestantismo. Pero estas declaraciones no pueden probarse y están desorientadas (vease Laughton, p. xxii; Pollen, The Month, February, March, April, 1902). Es cierto que los ineficaces esfuerzos de España por cerrar al resto de Europa el tráfico con sus colonias fueron imprudentes, injustos quizás, y actuaron como incentivo para el tráfico secreto e ilegal. Pero también debe recordarse que los monopolios comerciales florecieron en Inglaterra con tal magnitud que es posible que sus piratas hayan tomado esa profesión a causa de que el comercio legal estuviera tan impedido (Dascent, Acts of Privy Council, VII, p. xviii). Por otro lado, uno tiene que condenar sin reserva las crueldades de Alva y de los Inquisidores españoles que agriaron mucho la pelea una vez comenzada.
II. EL CONFLICTO
Desde julio de 1580 Felipe empieza a considerar a los piratas ingleses bajo una nueva perspectiva. Él, entonces, había validado por la fuerza su pretensión a la corona de Portugal, por lo que se hizo señor de las extensas y ricas colonias portuguesas. Si él no se propusiera defenderlas pronto, éstas se perderían o serían robadas. Él ahora era, además, el señor de una considerable flota. El peligro de los Turcos había sido reducido enormemente. Las guerras religiosas habían desgastado las fuerzas de Francia. Jaime de Escocia había roto los lazos con los que Isabel lo había atado durante su niñez, y demostró cierta intención de ayudar a su madre, la Reina María, y ella podría persuadir a los católicos ingleses a que apoyasen al ejército que debía enviarse para liberarla. Pero Felipe llegó a esta conclusión tan lenta y silenciosamente que es difícil decir cuando pasó de la aprobación especulativa de la guerra a la determinación real de luchar. En abril, mayo, y junio de 1587, Drake atravesó la costa de España, y, contrariando el deseo de Isabel, atacó las naves españolas, en Cádiz quemó a las que estaban a medio acabar y todavía no tripuladas, e hizo enorme daño a la armada española. Felipe, finalmente convencido de que tenía que luchar, empezó a poner su máximo empeño. Pero su ineficacia como organizador nunca fue más evidente. Lento, inactivo, y no sólo ignorante del secreto del poder marino, sino incluso negándose a admitir que hubiese cualquier necesidad de consejo y dirección especiales, desperdició meses preparando los planes de la campaña mientras la construcción y provisiones de la flota permanecían abandonados.
Los españoles de esos días eran tenidos por los mejores soldados del mundo, pero en cuanto a las maniobras navales y al uso de artillería pesada estaban muy atrás de sus rivales. La peor de todas las torpezas fue cometida después de la muerte del Marqués de Santa Cruz, Don Álvaro de Bazan el mayor, marinero veterano, el único comandante naval de reputación que poseyó España. Felipe después de considerar largamente definió que el Duque de Medina Sidonia debería sucederlo. Fue vano el intento del Duque de expresar su falta de habilidad e inexperiencia en temas navales. El rey insistió, y el gran noble fielmente dejó su espléndido castillo para intentar lo imposible, y cometer de buena fe los más desastrosos errores de comando.
Un notable comentario sobre la ineficacia de los enormes preparativos se ofrece en las cartas del nuncio papal en la corte de Felipe. Él informa, a fines de febrero de 1588, que había estado hablando con los otros enviados de Alemania, Francia, y Venecia, y que ninguno de ellos podía imaginarse que la flota pretendiese atacar a Inglaterra a final de cuentas, porque a todos les parecía demasiado débil. El mes siguiente él fue confirmado por uno de los consejeros personales de Felipe--ellos se sentían seguros de que todo iría bien una vez que consiguieran poner un pie en Inglaterra (Archivos Vaticanos, Germania, CX sq., 58, 60).
La Armada partió de Lisboa el 20 de mayo de 1588. Consistía de aproximadamente 130 naves y 30.493 hombres; pero por lo menos la mitad de las naves eran de transporte, y dos tercios de los hombres eran soldados. Iba rumbo a Flandes dónde debería unirse al Príncipe de Parma, quién había construido varios pontones y transportes para armar a su ejército. Pero la flota se vio forzada a detenerse casi inmediatamente en el puerto de Coruña para reabastecerse. El almirante ya estaba sugiriendo que se suspendiera la expedición, pero Felipe insistió, y navegó el 12 de julio, de acuerdo al viejo estilo entonces observado en Inglaterra. Esta vez el viaje prosperó, y una semana después la Armada se había reunido nuevamente en Lizard y prosiguió al día siguiente, sábado 20 de julio, hacia el este rumbo a Flandes.
Luces de faro notificaron su llegada a los ingleses, quienes se apresuraron en partir de Plymouth y lograron escapar de los españoles en la noche, poniendo a su favor el factor del clima, una ventaja que nunca perdieron. Las naves de guerra de la Armada estaban ahora formadas en media luna, las de transporte permanecían entre los cuernos, y en esta formación avanzaron lentamente por el canal, mientras los ingleses cañoneaban a los de atrás, causando así la pérdida de tres de las principales embarcaciones. Todavía en la tarde del sábado 27 de julio, los españoles estaban anclados en los caminos de Calais, con urgente necesidad de reabastecerse, es cierto, pero con sus números todavía casi intactos.
De acuerdo a las mejores autoridades modernas, estos números, que habían sido ligeramente favorables a España al inicio, ahora que los ingleses habían recibido refuerzos y los españoles habían sufrido pérdidas, estaban a favor de los ingleses. Había aproximadamente sesenta navíos de guerra en ambas flotas, pero en cuanto al número y al calibre de las armas la ventaja estaba con los ingleses, y en cuanto a la artillería y las tácticas navales no había punto de comparación.
Howard no permitió que su enemigo se reabasteciera en ningún momento. La noche siguiente, cuando la marea creció, algunos brulotes navegaron por entre la Armada. Los españoles, preparados para este peligro, deslizaron sus cables, sin embargo sufrieron algunas pérdidas por las colisiones. El lunes siguiente la gran batalla se realizó cerca al puerto de Gravelines, donde los españoles fueron completamente sobrepasados y derrotados. Habla mucho de su heroísmo que sólo se notifica que una nave haya sido capturada; pero tres se hundieron, cuatro o cinco huyeron hacia la costa, y el Duque de Medina Sidonia tomó la resolución de liderar el muy dañado grupo remanente a través del norte de Escocia e Irlanda, y de ahí de regreso a España. Pero para tan difícil viaje no disponían de ningún mapa ni un solo piloto en toda la flota. Más y más naves se perdían ahora a cada tempestad y a cada punto de peligro. El 13 de septiembre el duque regresó a Santander, habiendo perdido la mitad su flota y cerca de tres cuartos de sus hombres.
III. LA SECUELA
Grandes como fueron los efectos del fracaso de la Armada, son sin embargo, frecuentemente sobredimensionados. La derrota sin duda puso límites a la expansión española, y aseguró el poder de su rival. A pesar de ello, es un error suponer que este cambio fue inmediato, obvio, o uniforme. Las guerras religiosas en Francia, promovidas por Isabel, terminaron debilitando a ese país de tal manera que España parecía estar, a dos años de la Armada, más cerca que nunca de la dominación universal, y la consumación de esta fue evitada por la reconciliación de Enrique IV con el Catolicismo, lo que, al reunir a Francia, restauró el equilibrio de poder en Europa, tal como fue reconocido por España en la Paz de Vervins en 1598.
Ni siquiera el cambio de poder marítimo fue inmediato u obvio. En realidad Inglaterra siempre había sido superior en el mar, como muestra claramente la historia de Drake y sus compañeros. Su debilidad estaba en la pequeñez de su armada permanente, y su necesidad de munición adecuada. España se demoró tanto en rehabilitar su fuerza marítima que Inglaterra tuvo amplio tiempo para organizar y armar una flota superior. Pero, aunque España hubiese fallado en el mar, seguía siendo el principal poder en tierra, y, habiendo reconocido su inferioridad naval, fortaleció a sus defensas terrestres con tal éxito que la depredación de Inglaterra en sus colonias después de su derrota fue incomparablemente menor de las que habían ocurrido antes. Su decadencia sobrevino porque las causas de la derrota no se remediaron. El trabajo de esclavos y sus consecuentes corrupciones en las colonias, y la falta de organización y de un gobierno libre en casa, se unieron al afán de poder en el extranjero --éstas, y no cualquier derrota aislada, por grande que fuese, fueron las causas de la decadencia del gran poder mundial del siglo dieciséis.
IV. LA COOPERACIÓN CATÓLICA
Entre los muchos temas periféricos que encuentra el estudiante de la historia de la Armada, el de la cooperación o favor del Papa, y del partido católico inglés es, evidentemente, importante para los católicos. No queda duda de que por más que el predominio español no fuese deseado por los católicos de Inglaterra, Francia, y Alemania, o de Roma, el sufrimiento y el enojo generales causados por las guerras religiosas fomentadas por Isabel, y la indignación causada por su persecución religiosa, además de la ejecución de María Estuardo, causaron que los católicos en todos lados simpatizaran con España, hasta el punto de considerar la Armada como una cruzada contra el más peligroso enemigo de la Fe.
El Papa Sixto V acordó renovar la excomunión de la reina, y conceder un gran subsidio a la Armada, pero, sabiendo de la lentitud de España, no daría nada hasta que la expedición hubiese realmente desembarcado en Inglaterra. De esta manera había evitado gastar millones de coronas, evitando también el reproche por haber procedido fútilmente contra la reina hereje. Esta excomunión había sido, desde luego, muy merecida, y existe una proclamación que lo justifica, que se habría publicado en Inglaterra si la invasión hubiera sido exitosa. Fue firmada por el Cardenal Allen, y se titula "Una Advertencia a la Nobleza y al Laicado de Inglaterra". Se pretendía que este documento comprendiese todo lo que pudiera ser dicho en contra de la reina, y la acusación es, por consiguiente, más completa y fuerte que cualquier otra emitida por los exiliados religiosos, que generalmente eran muy reservados en sus quejas. Allen también tuvo el cuidado de confiar su publicación al fuego, y sólo la conocemos a través de uno de los ubicuos espías de Isabel que había robado previamente una copia.
No hay duda de que todos los exiliados por motivos religiosos en esta época compartían los sentimientos de Allen, pero no así los católicos en Inglaterra. Ellos siempre habían sido lo más conservadores con los partidos ingleses. El resentimiento que sintieron al ser perseguidos los llevó a culpar a los ministros de la reina, pero no a cuestionar su derecho a gobernar. Para ellos el gran poder de Isabel era evidente, las fuerzas e intenciones de España eran de cantidades desconocidas. Ellos podían, debían, y se resistieron hasta que se pusiera delante de ellos una justificación completa, y esto de hecho nunca se intentó. Conforme a lo que sabemos del clero católico que trabajaba entonces en Inglaterra, por ejemplo, no podemos encontrar que cualquiera de ellos haya usado la religión para adelantar la causa de la Armada. Protestantes y católicos contemporáneos también concuerdan que los católicos ingleses eran enérgicos en sus preparativos contra la Armada.
Siendo así, era inevitable que los líderes católicos en el extranjero perdieran influencia por haber estado del lado de España. Por otro lado, dado que el Papa y todos aquellos entre quienes ellos vivían habían sido de la misma opinión, era evidentemente injusto culpar tan severamente su deseo de tener una perspectiva política. De hecho, los cambios no vinieron sino hasta cerca del final del reinado de Isabel, cuando, durante las apelaciones contra el arcipreste, los viejos líderes, sobre todo el Padre Jesuita Robert Persons, fueron acusados libremente por la alianza española. Los términos de la acusación fueron exagerados, pero la razón para el reclamo no puede ser negada.
La literatura que se ha recogido en torno a la Armada es voluminosa, y, claro, ha sido ampliamente influenciada por prejuicios nacionales y religiosos de las naciones involucradas. Cualquier detalle puede bastar parar indicar cómo el viento ha estado soplando. Casi todos los escritores han escrito sobre la Armada "Invencible", pensando que estaban usando un epíteto aplicado a su flota por los propios españoles, y que profesamente traicionaba el orgullo español. Hoy parece que era apenas uno de los insultos que panfleteaban los ingleses contemporáneos, y que no se encuentra en ningún escritor español de la época (Laughton, pág. xix). En el lado inglés, los más representativos de la escuela antigua son J. L. Motley, Rise of the Dutch Republic, y J. A. Froude, History of England, XII, y English Seamen of the Sixteenth century. El último escritor es notoriamente inexacto, pero la peor falta de ambos es su confianza en evidencias teñidas o incluso groseramente prejuiciadas. La más antigua visión española es ofrecida por F. Estrada, De Bello Belico, y L. Carrera de Córdoba, Felipe Segundo, 1619. Pero todos estos escritores han sido reemplazados por la publicación de los papeles del estado inglés y español, sobre todo por J. K. Laughton y J. S. Corbett, en las publicaciones de la Navy Record Society (Londres, 1892-93), I, II, y las colecciones españolas del Capitán C. Fernandez Duro, La Armada Invencible (Madrid, 1884), y Armada Española, II, III (Madrid, 1896); y Martin Hume, Calendarios españoles. Todavía, el principal desiderátum en la actualidad es una colección más amplia de periódicos españoles que ilustran la guerra naval entera desde el principio. D. de Alcedo y Herrera, Piraterías y agresiones de los Ingleses en la América española (Madrid, 1882) contiene poco sobre el periodo en revisión. La historia más erudita de la batalla publicada hasta ahora es la de un estudiante americano, W. F. Tilton, Die Katastrophe der spanischen Armada (Friburgo, 1894). J. S. Corbett, Drake and the Tudor Navy, esfuerzos por reconciliar las viejas tradiciones inglesas con los descubrimientos modernos, y no siempre científicamente. Sobre el Papa y los católicos vease J. A. v. Hubner, Sixte Quint (París, 1870, la mejor edición); T.F. Knox, Letters of Carinal Allen (Londres 1882).
J.H. POLLEN Trascrito por M. Donahue Traducido por Bartolomé Santos
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