sábado, 22 de junio de 2013

Acacianos

También conocidos como los “homoeanos”, fueron una secta arriana que llegó a distinguirse como partido eclesiástico algún tiempo antes de la convocación de los sínodos conjuntos de Arimino (Rimini) y Seleucia en el 359. La secta debe tanto su nombre como su importancia política a Acacio, obispo de Cesarea, cuya teoría de adhesión a la fraseología bíblica adoptó y trató de resumir en varias palabras atrayentes: homoios, homoios kata panta, k.t.l.
A fin de entender el significado teológico del acacianismo como episodio crítico---si fue sólo un episodio---en el progreso tanto lógico como histórico del arrianismo, es necesario recordar que la gran definición de homo usion, promulgada en Nicea en el 325, lejos de poner fin a la discusión, se convirtió, por el contrario, en ocasión para debates más intensos y para una mayor confusión en la formulación de teorías sobre la relación de Nuestro Señor con su Padre, en cuanto esa relación constituía un claro principio de la creencia ortodoxa. Los eventos ya habían comenzado a madurar hacia una nueva crisis poco después de la accesión de Constancio al poder absoluto, a la muerte de su hermano Constante en el año 350. El nuevo augusto era un hombre de carácter vacilante, con desafortunada susceptibilidad a los halagos y una inclinación por los debates sobre teología (Amiano, XXI, XVI), lo cual pronto le convirtió en mero títere en las manos de la facción eusebiana. En términos generales, hubo allí en ese tiempo tres partidos en la Iglesia: el partido ortodoxo o niceno, que simpatizaba, por lo general, con San Atanasio y sus defensores, y que insistía en hacer suya la causa de éste; el partido eusebiano o de la corte imperial y sus desconcertados seguidores semiarrianos; y, por último, y no menos lógicos en sus exigencias, el partido eunomiano, que debía su origen a Aecio. En el verano del 357, Ursacio y Valente, los astutos pero no siempre consistentes defensores de este último grupo de disidentes en Occidente, por la influencia que fueron capaces de ejercer sobre el emperador mediante su segunda esposa, Aurelia Eusebia (Panegyr. Jul. Orat., III; Ammiano, XX, VI, 4), tuvieron éxito en efectuar una conferencia de obispos en Sirmio.
Al credo latino presentado en esta reunión se le insertó una declaración de opiniones redactadas por Potamio de Lisboa y el venerable Hosio de Córdoba, que, bajo el nombre de Manifiesto Sirmiano, según llegó a conocerse después, despertó a toda la Iglesia occidental y dejó a los contemporizadores de Oriente en desorden. En esta declaración, los prelados reunidos, aunque confesaban “Un Dios, el Padre Todopoderoso, y su Hijo unigénito, Nuestro Señor Jesucristo, generado del Padre antes de todos los siglos”, recomendaron el desuso de los términos ousia (esencia o substancia), homoousion (idéntico en esencia o substancia) y homoiousion (similar en esencia o substancia), “por los cuales se perturban las mentes de muchos”; y sostuvieron que “no debería mencionarse ninguno de ellos ni exponerse en la Iglesia, debido a y por la consideración de que en las Sagradas Escrituras no hay nada escrito sobre y porque sobrepasan la ciencia y el conocimiento humano” (Athan., De Syn., XXVIII; Sozomeno, II, XXX; Hil., De Syn., XI). El efecto de estas proposiciones en la opinión conservadora fue como la consabida chispa en un barril de pólvora. Mirando ahora las circunstancias de esta publicación desde la posición del catolicismo moderno, es imposible no ver que ellas ocasionaron la crisis con la que cambió toda la posterior historia del arrianismo. A pesar de la negación bíblica contra el empleo de términos inescrutables, casi todos los partidos instintivamente percibieron que el manifiesto no era sino un sutil documento eunomiano.
La situación estaba seguramente llena de posibilidades, y los involucrados comenzaron a agruparse de nuevas maneras. En oriente, los eunomianos recurrieron, casi como algo muy normal, a Acacio de Cesarea, cuya influencia se fortalecía en la corte y a quien se consideraba un contemporizador astuto y no muy escrupuloso. En Occidente, los obispos como Ursacio y Valente comenzaron a llevar una política similar; y en todas partes se sentía que las cosas pedían una vez más la intervención de la Iglesia. Esto era precisamente lo que el partido acogido por el emperador Constancio estaba ansioso por ocasionar; pero no de la manera que los nicenos y los moderados esperaban. Un solo concilio no podría ser controlado fácilmente; pero sí dos sínodos separados, uno en Oriente y otro en Occidente. Tras algunas conferencias preliminares que acompañaron una inevitable campaña de distribución masiva de folletos, en la que tomó parte San Hilario de Poitiers, los obispos de Occidente se reunieron en Rimini hacia finales de mayo, y los de Oriente se reunieron en Seléucida en septiembre del 359. La complexión teológica de ambos sínodos era idéntica, al menos en cuanto que el partido de compromiso, representado en Seléucida por Acacio y en Rimini por Ursacio y Valente, iba ascendiendo política, aunque no numéricamente, ganando fuerza y podía ejercer una sutil influencia, la cual dependía casi tanto en la capacidad argumentativa de sus líderes como en su curial prestigio. En ambos concilios, y como resultado de una intriga deshonesta y de un uso inescrupuloso de la intimidación, la fórmula eunomiana asociada con el nombre de Acacio prevaleció. Se renunció al homoousion, por el cual habían padecido tanto los adalides de la ortodoxia por medio siglo, y se declaró que el Hijo era meramente similar al Padre, y no idéntico en esencia.
La caracterización de San Jerónimo sobre asunto sigue siendo el mejor comentario, no sólo sobre lo que sucedió, sino también sobre los medios que se utilizaron para conseguirlo. El mundo entero gimió de asombro al verse arriano, ingemuit totus orbis et Arianum se esse miratus est. Fueron Acacio y sus seguidores quienes habían habilidosamente orquestado el proceso desde el principio. Al presentarse como defensores de los métodos contemporizadores, inspiraron al partido eusebiano o semiarriano con la idea de abandonar a Aecio y a sus eunomianos. Así, se vieron en una posición de importancia a la cual no tenían derecho ni por sus números ni por su agudeza teológica. Así como se mostraron en la práctica por todo el curso del inesperado movimiento que los llevó al frente, así eran ahora, en teoría, los exponentes de la Via media de su día. Se separaron de los ortodoxos con el rechazo de la palabra homoousion, de los semiarrianos con su entrega de homoiousios; y de los aecianos con la insistencia en el término homoios. Retendrían su influencia como partido definido mientras su vocero y líder Acacio gozara del favor de Constancio. Bajo Juliano el Apóstata, se le permitió recuperar su influencia a Aecio, quien había sido exiliado como resultado de los procedimientos en Seléucida. Los acacianos aprovecharon la ocasión para hacer causa común con sus ideas, pero la alianza fue solo política; lo volvieron a abandonar en el Sínodo de Antioquía, celebrado bajo Joviano en el 363. En el 365 el sínodo semiarriano de Lampsaco condenó a Acacio. Fue depuesto de su sede; y con este acontecimiento la historia del partido al cual le había dado su nombre llegó prácticamente a su fin.

Bibliografía: ATANASIO, De Syn., XII, XXIX, XL, en P.G., XXVI, 701, 745, 766; SAN HILARIO, Contra Constant., XII-XV, en P.L. X; SAN EPIFANIO, Haer., LXXIII, 23-27, en P.G., XLII; SÓCRATES Y SOZOMENO, en P.G., LXVII; TEODORETO, en P.G., LXXXII; TILLEMONT, M moires, VI (ed. 1704); HEFELE, Hist. Ch. Counc. (tr. CLARK), II; NEWMAN, Ar. IV Cent., 4th ed.; GWATKIN, Estudios sobre Arrianismo, 2d ed. (Cambridge, 1900).
Fuente: Clifford, Cornelius. "The Acacians." The Catholic Encyclopedia. Vol. 1. New York: Robert Appleton Company, 1907. <http://www.newadvent.org/cathen/01079b.htm>.
Traducido por Manuel Rodríguez Ramírez. L H M

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