domingo, 28 de diciembre de 2014

LA RELIGIÓN, UN ESTADIO INFANTIL.

La «religión» era un estadio infantil. Proclamada por Cristo la mayoría de edad, la «religión» ha de ir desapareciendo, pues pertenecía a lo elemental que esclavizaba y dividía al hombre. Era un régimen de temor alienante, abrumado como estaba por la conciencia de culpa y amedrentado por la ira del Dios justiciero; escindía al hombre, divorciando lo religioso de lo humano; dividía a la humanidad, pegando etiquetas de bondad o maldad, de salvación o ruina, tomando por criterio sus prácticas y creencias; mantenía al hombre en el infantilismo, acostumbrándolo a buscar solución en Dios o llevándolo a un fatalismo inerte; desembocaba en la tristeza, por no encontrar una amistad con Dios, libre de intereses mezquinos. En conjunto, fomentaba la alienación y la esquizofrenia, por introducir cuñas separadoras en todo ángulo del ser.

Cristo, por el contrario, para dar la salud al hombre, lo totaliza y lo integra, borrando las líneas divisorias: se cuartean los muros del templo y se sacraliza el universo; se agrietan los días sagrados y se santifica el tiempo entero, se derrumban las barreras de casta y se consagra todo hombre; el Espíritu que inspiró a los profetas se derrama sobre todo mortal y la relación con Dios invade la vida y se identifica con ella.

Algunos hombres habían tenido esa intuición, pero de ordinario se habían separado de la sociedad para dedicarse por su cuenta a prácticas ascéticas particulares. Tampoco eso es condición; en la nueva edad que comenzó con Cristo, la vida de todo hombre, tranquila o ajetreada, es culto de Dios y lugar de Dios, con tal de que viva para el bien de los otros.

A la «religión» pertenecen varias concepciones con respecto a Dios: la del dios tirano, cuya omnipotencia juega con sus criaturas, destinándolas a dicha o ruina con una decisión inapelable. La del dios envidioso, que mantiene al hombre sometido, sintiendo celos de su autonomía y libertad. La del dios tremendo, que exige el homenaje y la adulación, so pena de caer víctimas de su cólera. La del dios banquero, que espía y anota cuidadosamente las faltas de los hombres, para ajustar las cuentas en el juicio. Ese es el dios que puede adorarse con los labios, pero nunca con el corazón; el dios que tortura al hombre condenándolo a culto forzado y provocando odio en lo íntimo del ser. Fruto podrido de la religión es la blasfemia, protesta contra la oculta esclavitud, que se da de ordinario en pueblos sedicentes religiosos. Ese es el dios que ha muerto, como se ha dicho en los últimos años. En realidad, era un espantajo, que se esfumó cuando Cristo pronunció el apelativo: « ¡Padre! ».

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