sábado, 16 de abril de 2016

Apariciones de Cristo.

1. Las apariciones en la Biblia.

Constituyen uno de los modos de revelación de Dios. Por ellas se hacen presentes de manera visible los seres que por su naturaleza son invisibles a los hombres. En el AT, Dios aparece en persona (“teofanía”), manifiesta su gloria, o se hace presente por medio de su ángel. Entre estas apariciones se incluyen en un grado menor las apariciones de ángeles o los sueños. El NT refiere las apariciones del ángel del Señor o de los ángeles, a la sazón del nacimiento de Jesús (Mt 1-2; Lc 1,11.26; 2,9) o de su resurrección (Mt 28,2ss; Mc 16,5; Lc 24, 4; Jn 20,12), para manifestar que en estos momentos principales de la existencia de Cristo el cielo está presente en la tierra. En esto el NT prolonga el AT.
Pero lo rebasa de forma decisiva cuando se abstiene de relatar teofanías, puesto que no se puede dar este nombre a la transfiguración (Mt 17,1-9), como tampoco al caminar sobre el mar (14,22-27 p), aun cuando entonces se trasluce el ser misterioso de Jesús. En efecto, se ha producido un cambio radical, que Jn expresa así: “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, Dios, el que está en el seno del Padre, él es quien lo dio a conocer” (Jn 1,18). ¿Cómo? Por su sola existencia: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (14,9; cf. 12,45); Dios apareció en Cristo. Así se manifestó (ephaneréthe) el gran misterio (1Tim 3,16) “el día en que apareció (epephane) la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres” (Tit 3.4). Nosotros aguardamos sólo “la epifanía de su gloria” (2,13) en la parusía. Esta última aparición será como el relámpago (Lc 17,24). Entonces no tendrá ya por objeto el testigo que vio Esteban “de pie a la derecha de Dios” (Hech 7,55), ni al juez “sentado a la diestra del Poder” (Mt 26,64 p). Finalmente manifestado, Cristo nos manifestará a nosotros “con él, llenos de gloria” (Col 3,4), pues “aparecerá otra vez... a los que lo aguardan con vistas a la salvación” (Heb 9,28) y les dará “la corona inmarcesible de gloria” (1Pe 5,4). “En el momento de esta manifestación seremos semejantes a él, porque lo veremos es” (1Jn 3,2).
Entre las teofanías del AT y la parusía por venir se sitúan las apariciones de Jesús resucitado, que a la vez recapitulan la existencia anterior de Jesús de Nazaret y anticipan su retorno.

2. Las diversas apariciones de Cristo.

La lista más antigua es la ofrecida por Pablo el año 55, a partir de una tradición que él había recibido mucho antes y que luego (hacia el año 50) había transmitido a los corintios (1Cor 15,3ss). Según esta antigua confesión de fe, Cristo se apareció a Cefas, a los doce, a más de quinientos hermanos, a Santiago, a todos los apóstoles, y finalmente a Pablo. De esta lista sólo conocen los evangelios las dos primeras apariciones: a Simón (Lc 24,34), así como a los doce (Mt 28,16-20; Mc 16, 14-18; Jn 20,19-29), a los que se añaden algunos otros discípulos (Lc 24,33-50); en cambio, refieren apariciones a particulares. María y las mujeres (Jn 20,11-18; Mt 28,9-10; Mc 16,9-11), los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35; Mc 16,12s), los siete al borde del lago (Jn 21,1-23). Estas diversas apariciones pueden reducirse a dos tipos, según vayan destinadas al colegio apostólico o a los discípulos en general: las apariciones oficiales, cuyos relatos apuntan a la misión que funda la Iglesia, y las apariciones privadas, cuya narración se interesa sobre todo en el reconocimiento del que se aparece.

3. Ni apocalipsis, ni crónica.

Los relatos evangélicos no se pueden incluir en el género apocalíptico: no se insiste en la gloria, no se revelan secretos, no hay puestas en escena extraordinarias, sino la proximidad familiar y la misión. Tal novedad en la descripción supone una experiencia original única, capaz de transformar lo que el lenguaje apocalíptico, al estar preocupado por decir las cosas celestiales, se esforzaba por expresar.
Los narradores no quisieron tampoco redactar una crónica biográfica de las apariciones del Resucitado. Es imposible coordinar los relatos en el tiempo o en el espacio. El concordismo que hace que se sucedan las apariciones en Jerusalén el día de Pascua (Lc, Jn) y el día octavo (Jn), luego en Galilea (Mt, Jn) y de nuevo en Jerusalén para la ascensión (Lc), intenta una armonización inaceptable, puesto que sacrifica datos literarios ciertos. Según Lc 24,49, los discípulos debían permanecer en Jerusalén hasta el día de pentecostés, lo cual excluye toda posible aparición en Galilea. E inversamente, Mt y Mc dicen que la cita se fijó en Galilea. No es posible concordar estas topografías diferentes; ni tampoco la cronología: los “numerosos días” de que habló Hech 1,3 entran en conflicto con Lc 24, que manifiestamente sitúa la ascensión el día de pascua y en conflicto también con Jn 20, que presenta el don del Espíritu el día mismo de pascua, aunque luego refiera una aparición ulterior en el lago de Tiberíades (Jn 21). Una construcción literaria artificial caracteriza a Lucas (concentración en Jerusalén en un día) y a Juan (distribución del relato según el esquema de una semana).
Los evangelistas no quisieron tampoco legarnos “recuerdos fotográficos”: los detalles (p.e., puertas cerradas, palpar el cuerpo...) no deben considerarse independientemente de la totalidad del misterio, uno de cuyos aspectos quieren expresar.

4. Iniciativa, reconocimiento, misión

Tales son los tres aspectos comunes a todos los relatos, que permiten entrar positivamente en la intención de los autores.
a) Los evangelistas (excepto Lc 24,34), mostrando que es Jesús el que interviene cerca o en medio de personas que no lo aguardaban, manifiestan que no se trata de una invención subjetiva de los interesados, debida a una fe exacerbada o una imaginación desbocada. Este tema de la iniciativa del Resucitado (que expresa a su manera el verbo óphthe, “se hizo ver”, en la lista de 1Cor 15) significa que los relatos de apariciones describen experiencias realmente vividas por los discípulos. Este aspecto de los relatos corresponde a las intenciones de la predicación primitiva: Dios intervino para resucitar a Jesús, le otorgó mostrarse vivo después de su muerte. La fe es una consecuencia de este encuentro.
b) Segunda característica: el reconocimiento.  Los discípulos descubren la identidad del ser que se impone a ellos; es el Jesús de Nazaret, cuya vida y muerte habían conocido. Él, que había muerto, está vivo. En él se ha cumplido la profecía. En cierto modo no tienen ya nada que “ver” en el futuro, pues todo se les da en el Resucitado. El modo de este reconocimiento es progresivo: en el hombre que viene a los discípulos ven éstos primero un personaje ordinario, un viajero (Lc 24, 15s; Jn 21,4s), un hortelano (Jn 20, 15); luego reconocen al Señor. Este reconocimiento es libre, pues según el tema de la incredulidad, que pertenece al conjunto de la tradición (Mt 28,17; Mc 16,11.13s; Lc 24,37. 41; Jn 20,25-29), habrían podido negarse a creer. Finalmente, como el Señor aparece de ordinario a un grupo de personas, facilita el control mutuo.
Para elaborar literalmente este dato fundamental, los narradores quisieron poner de relieve a la vez dos aspectos. El Resucitado está, sustraído a las condiciones normales de la vida terrestre; como Dios en las teofanías del AT (Gén 18,2; Núm 12,5; Jos 5,13; 1Par 21,15s; Zac 2,7; 3,5; Dan 8,15; 12,5...), aparece y desaparece a discreción. Por otro lado, no es un fantasma; de ahí la insistencia en los contactos sensibles. Estos dos aspectos deben considerarse simultáneamente, so pena de error. El cuerpo del Resucitado es verdadero cuerpo; para decirlo con san Pablo en una fórmula paradójica, es un “cuerpo espiritual” (1Cor 15,44-49), puesto que es un cuerpo transformado por el Espíritu (cf. Rom 1,4).
c) Un tercer aspecto de orden auditivo caracteriza los relatos. Los discípulos, reconociendo al Señor, anticipan la visión que será patrimonio del cielo; por la audición de la palabra son llamados de nuevo a la condición terrestre. Así entienden la promesa de una presencia para siempre (Mt 28,20) y la invitación a continuar la obra de Jesús en una “misión propiamente dicha” (Mt 28,19; Mc 16,15-18; Lc 24,48s: Jn 20,22s; cf. Mt 28,10; Jn 20,17). La presencia de Jesús no es estática, sino misionera.
Estos tres aspectos deben permanecer en relación dinámica. El presente es renovado incesantemente por la iniciativa del Resucitado; el discípulo se ve invitado a asumir el pasado en la persona de Jesús de Nazaret, que entonces lo invita a construir el futuro, que es la Iglesia.

5. La aparición a Pablo ocupa un puesto aparte (Gál 1,12-17; Hech 9, 3-19 p).

Pablo la sitúa al mismo nivel que las otras apariciones: como los discípulos, él ha visto al Señor vivo. Así distingue el acontecimiento de Damasco de las simples visiones (horama) que él tendrá en lo sucesivo (Hech 16,9; 19,9; 23,11; 27,23). Esta aparición es interpretada como una misión confiada a Pablo (Gál 1,16), no por mediación de un hombre cualquiera (1,1; cf. Hech 9,6; 22,15), sino de manera directa (Hech 26,16ss). Tal aparición lo constituyó en apóstol (1Cor 9,1), pero no por ello lo asimiló a los doce. Éstos reconocieron bajo los rasgos del Resucitado a Jesús de Nazaret, con el que habían vivido (cf. Hech 2,21s) y, por la palabra de Cristo, constituyeron la Iglesia. Pablo, en cambio, no conocía a Jesús sino a través de la Iglesia a la que perseguía; y esto significa dos cosas. La aparición de que él goza no da origen a la Iglesia; está orientada, no hacia el Jesús prepascual, sino hacia la Iglesia ya existente. Por estas razones, y también porque Lucas la sitúa después de la ascensión, es presentada, conforme al lenguaje del Apóstol (apokalypsai: Gál 1,16) en un estilo apocalíptico: luz, voz, gloria, confieren a la escena un tenor diferente del de las apariciones familiares destinadas a los once. Sin embargo, pese a estas diferencias, Pablo incluyó esta aparición entre las que marcaron los cuarenta días.

6. El acontecimiento y el lenguaje.

Para interpretar correctamente el lenguaje en el que los evangelistas refieren la experiencia pascual hay que respetar dos condiciones. En el punto de partida se halla un acontecimiento que hay que calificar de escatológico; puesto que la resurrección de Jesús no es un retorno a la vida terrestre, sino el acceso a la vida que no conoce ya la muerte (Rom 6,9), el acontecimiento de las apariciones desborda el marco en que nosotros vivimos y las categorías en que nosotros nos expresamos: en sí mismo es indecible. Por otro lado, se trata al mismo tiempo de una experiencia real de los discípulos, que tuvo lugar en nuestro tiempo y cae dentro del conocimiento histórico. Hay por tanto que guardarse de dos excesos. Puesto que la resurrección no es un mito, no se puede “desmitologizar” el lenguaje de las apariciones: esto sería inevitablemente reducir la presencia de Cristo a la de algún héroe superviviente en la memoria de sus admiradores. Para evitar tal exceso, para no reducir las apariciones a una experiencia puramente subjetiva, no hay que caer en otro exceso y estimar necesario declarar que la objetividad pertenece exclusivamente al orden sensible, espacio-temporal. Imaginar el contacto establecido por el Resucitado con sus discípulos según el modelo de lo que habría podido ser el de Lázaro resucitado, al volver a encontrarse con los suyos, sería desconocer el carácter único de la resurrección de Jesús; no basta con añadir algún correctivo a la concepción que nos formamos de un cuerpo reanimado: tal asimilación llevaría a conferir un valor indebido a los detalles materiales de los relatos.
En realidad, la experiencia de los discípulos, no puramente subjetiva, reiterada, compartida entre ellos, fue comunicada por medio del lenguaje del ambiente y de la tradición religiosa, en particular con la ayuda de su fe en la resurrección colectiva al final de los tiempos. Si se quiere evitar asimilar el contacto con el Resucitado con el que se puede tener con un hombre de acá abajo, basta con referirse a la triple dimensión que manifiestan los relatos. Por iniciativa del Resucitado, los discípulos son preservados de la ilusión que les haría dudar de la autenticidad de su encuentro con el Viviente; para “verlo” vinculan esta experiencia al pasado que han vivido; para entenderlo, miran al futuro. En la relación entre estas tres dimensiones se cifra el secreto de la presencia de Cristo que vive hoy.

7. “Bienaventurados los que creen sin ver” (Jn 20,29).

A través de la incredulidad de Tomás, se refiere Juan a los creyentes venideros. Su situación no puede, en efecto, asimilarse de todo en todo con la de los primeros testigos. Cierto que los Evangelios sugieren que tampoco los discípulos habrían tenido necesidad de estas apariciones: el anuncio habría debido bastar (Mc 16,13); también la inteligencia de las Escrituras habría debido encaminar a los discípulos a la fe en la resurrección (Jn 20,9). En cierto sentido, las apariciones responden a las necesidades de una fe todavía imperfecta.
Sin embargo, en otro sentido, fueron necesarias y tienen un alcance único, el que los evangelistas señalaron al describir las apariciones de los cuarenta días. Los que habían vivido con Jesús de Nazaret debían ser los testigos únicos y privilegiados de Jesús, el Cristo. Había que enraizar históricamente el punto de partida de la fe cristiana y de la Iglesia. Así se puede decir que los discípulos vieron al Señor vivo, en una experiencia histórica: fue sin duda durante una comida comunitaria, un paseo, una pesca... De golpe estuvieron en contacto con el Cristo vivo. Dios, al otorgarles reconocer a Jesús, les otorgó la  fe: esta fe es por tanto, en cierto sentido, consecuencia del ver.
No es el mismo el caso de los creyentes que no son testigos privilegiados. Éstos no vieron lo que vieron los discípulos, pero saben que éstos lo vieron. El creyente no conoce el sentido de las apariciones sino a través de la predicación actual hecha por la Iglesia, cuerpo de Cristo.
La triple dimensión de la presencia del Resucitado vuelve a hallarse aquí, pero traspuesta, trasladada a otro plano. La iniciativa viene siempre de Dios, y más en concreto del Resucitado, pero hoy éste habla a través de la predicación actual. Jesús de Nazaret se da a reconocer, pero ello es a través de la experiencia histórica de los primeros testigos. El Señor envía en misión, esta vez en continuidad directa con la misión apostólica. El Resucitado está por tanto presente todavía hoy (Mt 28, 20), pero por mediación de la Iglesia viviente, su cuerpo; y todavía se da a “reconocer en la fracción del pan” (Lc 24,35).

XAVIER LÉON-DUFOUR

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