S.S.
Juan Pablo II ha canonizado el 11 de octubre de 1998 a la que desde
hace unos años era la Beata Edith Stein. Edith no nació católica,
sino judía, en Breslau -entonces ciudad alemana, y hoy polaca con el
nombre de Wroclaw-, en 1891. Era la menor de una familia numerosa, y
perdió repentinamente a su padre apenas dos años después. Su madre
se hizo cargo con fortaleza del negocio familiar de maderas y de la
educación de sus hijos.
Su
madre infundió un elevado código ético a sus hijos: Edith aprendió
algunas virtudes que nunca perdería: sinceridad, espíritu de trabajo
de sacrificio, lealtad... Pero, aunque se educó en un ambiente
claramente judío, la fe era más bien superficial. A los diez años
supo de la muerte de un tío muy querido, y acabó enterándose de la
causa: suicidio, tras la quiebra de su negocio. Acudió al funeral.
"El rabino inició la oración fúnebre. Yo ya había escuchado
otras oraciones fúnebres. Eran un resumen de la vida del muerto, en
que se realza todo lo bueno que había hecho durante la vida,
removiendo el dolor de los familiares y sin que por ello se recibiese
ningún consuelo. Por fin, con solemne y engolada voz, dijo el rabino:
«si el cuerpo se convierte en polvo, el espíritu vuelve a Dios, que
es quien se lo dio». Pero, detrás de todo esto, no había una fe en
la pervivencia personal y en un volver a encontrarse tras la muerte.
Tuve
una impresión totalmente distinta cuando al cabo de muchos años
participé en un culto funerario católico, por primera vez. Se
trataba del entierro de un sabio famoso. Pero nada se dijo en la oración
fúnebre de sus méritos, ni del apellido que había llevado en el
mundo. Solamente se encomendaba a la Misericordia de Dios su pobre
alma mediante el nombre de pila. Ciertamente, ¡qué consoladoras y
serenantes eran las palabras de la liturgia que acompañaban a los
muertos a la eternidad!". Edith supo de bastantes más suicidios:
sucedían cuando se derrumbaban las esperanzas terrenas de quienes
hasta entonces parecían llenos de amor a la vida.
Las
virtudes aprendidas en casa, junto a una profunda y despierta
inteligencia, hicieron progresar a Edith en el mundo académico, a
pesar de los prejuicios contra las mujeres y los judíos de aquella
Alemania rígida. Destacó en el colegio, y fue a Göttingen a
estudiar filosofía. Allí conoció a Husserl, y, junto con muchos
otros, quedó deslumbrada por la nueva fenomenología. "Las
Investigaciones lógicas (de Husserl) habían impresionado, sobre todo
porque eran un abandono radical del idealismo crítico kantiano y del
idealismo de cuño neokantiano. Se consideraba la obra como una «nueva
escolástica». (...) Todos los jóvenes fenomenólogos eran unos
decididos realistas". Edith, en filosofía, buscaba la verdad.
Pero, a la vez, un intenso trabajo la absorbía, y no dejaba tiempo
para la consideración de otras cosas; de hecho, no tenía fe.
Dios
preparaba su cabeza, pero también otros aspectos que permitirían
descubrirle; entre otros, el contacto con el dolor. En 1914 apareció
de improviso la guerra. Muchos de los amigos de Edith fueron al
frente. Ella no podía quedarse sin hacer nada, y se apuntó como
enfermera voluntaria. La enviaron a un hospital austríaco. Atendió
soldados con tifus, con heridas, y otras dolencias. El contacto con la
muerte le impresionó. Tras ver morir a uno de los primeros,
"cuando ordené las pocas cosas que tenía el muerto reparé en
una notita que había en su agenda. Era una oración para pedir que se
le conservase la vida. Esta oración se la había dado su esposa. Esto
me partió el alma. Comprendí, justo en ese momento, lo que
humanamente significaba aquella muerte. Pero yo no podía quedarme allí".
Tras los trámites pertinentes, se volvió a refugiar en la incesante
actividad. Edith recibió la Medalla al Valor por su trabajo en el
hospital.
Tras
dejar el hospital, siguió a Husserl a Friburgo, y trabajó como su
asistente. Ordenó y recopiló los trabajos del maestro, pero, sin un
futuro claro en ese puesto, decidió dejar a Husserl e intentar
aspirar a una cátedra universitaria. No lo pudo conseguir por ser
mujer, y se tuvo que conformar con la dirección de un colegio
privado.
Algunas
conversiones de amigos y algunas escenas de fe que pudo ver habían
impresionado a Edith. Empezó a leer obras sobre el cristianismo, y el
Nuevo Testamento. Un día tomó un libro al azar en casa de unos
amigos conversos. Resultó ser la autobiografía -La Vida- de
Santa Teresa de Jesús. Le absorbió por completo. Cuando lo acabó,
sobrecogida, exclamó: "¡Esto es la verdad!".
Inmediatamente, compró un catecismo y un misal. Al poco tiempo se
presentó en la parroquia más cercana pidiendo que le bautizaran
inmediatamente. Demostró conocer bien la fe, pero había que hacer
algunos trámites, y se bautizó el día 1 de enero de 1922, con el
nombre de Teresa Edwig.
Lo
más duro que le esperaba a la recién conversa era decírselo a su
familia. Edith era un orgullo para su madre. Por eso mismo se derrumbó
y se echó a llorar cuando su hija se reclinó en su regazo y le dijo:
"Madre, soy católica". Edith la consoló como pudo, e
incluso le acompañaba a la sinagoga. Su madre no se repuso del golpe
-lo consideraba una traición-, aunque no tuvo más remedio que
admitir, viendo a su hija, que "todavía no he visto rezar a
nadie como a Edith".
Todavía
les resultó más costoso aceptar la decisión de Edith de hacerse
carmelita descalza. Era una decisión meditada durante años, que se
hizo realidad en 1934. Emite sus votos en abril de 1935, en Colonia.
Se convirtió en Sor Benedicta de la Cruz.
Mientras
todo esto sucede, el ambiente en Alemania se va haciendo
progresivamente hostil contra los hebreos, desde la llegada al poder
de Hitler en 1933. En 1939 sus hermanas del Carmelo de Colonia deciden
que es prudente salga de Alemania, y se traslada al convento de Echt,
en Holanda.
En
la primavera de 1940 Holanda es ocupada por los nazis. A principios de
1942 se decide en las afueras de Berlín la "solución
final": el exterminio programado de los judíos. Unos meses después,
la Jerarquía católica holandesa escribe una carta al Comisario del
Reich, Seyss-Inquart, protestando contra el trato vejatorio a los judíos;
se oyen también protestas en los púlpitos, como la del Obispo de
Utrecht. Las SS alemanas reaccionan con represalias, entre ellas la
detención de los católicos de origen hebreo. En agosto de 1942 se
presentan en el convento de Echt, en busca de Edith Stein y su hermana
Rosa, refugiada allí. Al cabo de pocos días, salen de Holanda con
destino desconocido. Pocos datos se conocen a partir de este momento,
pero todos coinciden en testimoniar la serenidad y entrega ejemplar de
Edith.
Más
tarde se supo el destino final de Edith Stein: las cámaras de gas de
Auschwitz. Allí entregó santamente su alma al Señor el 9 de agosto
de 1942.
Estrellas
amarillas, autobiografía de Edith Stein.
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