José Antonio Benítez
El objeto de este artículo es exponer la propuesta eclesiológica
de Ignacio Ellacuría desde una lectura atenta de toda su
producción teológica. Sin pretender recoger exhaustivamente las
aportaciones de nuestro autor, trataré de presentar de forma
sencilla y sintética aquellas que, en mi opinión, revisten mayor
importancia: que la Iglesia es esencial a la fe cristiana en la
medida en que está al servicio del Reino de Dios que predicó
Jesús de Nazaret, que la Iglesia de los pobres es el verdadero
Pueblo de Dios, y que desde el Pueblo de Dios es desde donde se
establece la sacramentalidad histórico-salvífica de la Iglesia.
Esta propuesta eclesiológica resulta relevante al menos por dos
razones: por la prioridad que el propio I. Ellacuría concede al
Reino de Dios como clave hermenéutica de toda su obra teológica,
y porque las categorías de Reino de Dios, Pueblo de Dios e
Iglesia de los pobres han sido marginadas, cuando no
tergiversadas, en la vida eclesial.
1. LA
IGLESIA AL SERVICIO DEL REINO DE DIOS
1.1. Reino
de Dios e Iglesia
El tema
«Reino de Dios e Iglesia» es esencial para la autocomprensión de
la Iglesia y de su misión, así como para su transformación
permanente(1). Ellacuría tuvo claro desde el inicio cuál es la
esencia del Reino: dar testimonio de la verdad(2). Y a partir de
ahí procuró desvelar las circunstancias que han provocado un
creciente desplazamiento del Reino de Dios en función de la
Iglesia, de los sacramentos, o de las definiciones dogmáticas o
morales. Subrayó por activa y por pasiva que todo debe
subordinarse al Reino de Dios(3), aún sabiendo que ni las
relaciones entre Reino de Dios e Iglesia han estado claras, ni
es sencillo encontrar un equilibrio adecuado entre lo que él
denomina las cosas del Reino y las cosas de la Iglesia. Ahora
bien, nunca llegaremos a un camino esclarecedor si no
priorizamos el Reino sobre la iglesia, negando cualquier
identificación ingenua(4).
La
reflexión de I. Ellacuría parte de un principio: La necesaria
institucionalización de la Iglesia sólo evitará la mundanización
secularista si se da una permanente con-versión de la Iglesia al
Reino(5). Para que pueda verse cada vez más libre de su
versión-al-mundo mediante una auténtica con-versión al
Reino, la Iglesia debe tener un centro fuera de sí misma, más
allá de sus fronteras institucionales, para orientar su misión y
aun para dirigir su configuración estructural. Y este centro y
este horizonte no pueden ser otros que los que tuvo la
evangelización de Jesús: el Reino de Dios(6).
La Iglesia
como institución se encuentra doblemente amenazada: por una
parte, el institucionalismo y el secularismo, que
provocan la pérdida del horizonte y la perspectiva del Reino(7);
por otra, la mundanización(8). La Iglesia sólo evitará
ambos peligros cuando acepte y tome como base evangélica del
Reino de Dios a los pobres(9). La palabra del evangelio debe
oírse en su lugar natural que es el mundo de los pobres(10).
Sólo en este contexto cabe preguntarse por las características
de este Reino y por su aplicación histórica. Concretamente,
nuestro autor señala estos cinco datos fundamentales: 1) El
anuncio que hace la Iglesia de la buena noticia no debería ser
el anuncio de sí misma, ni el anuncio de un Jesús y de un Dios
al margen de la salvación real del hombre y del mundo. 2) El
Reino es una realidad dinámica; es un reinado, una acción
permanente sobre la realidad histórica. 3) El Reino de Dios es
la norma para la superación del falso problema que plantean los
dualismos interesados, porque pone en unidad a Dios con la
Historia. 4) El Reino de Dios es un Reino de los pobres, de los
oprimidos, de los que sufren persecución; los protagonistas de
este Reino son aquellos que sufren en sus carnes los efectos del
pecado, la injusticia y la negación del amor. 5. Por último, el
Reino de Dios supera la dualidad entre lo personal y lo
estructural, entre ética individual y ética social(11).
Como
conclusión, podemos afirmar que I. Ellacuría ha priorizado el
tema del Reino de Dios en la teología de la liberación
convirtiéndolo en el objeto mismo de la teología, de la moral y
de la pastoral cristiana(12). Lo que deben perseguir los
verdaderos seguidores de Jesús es la mayor realización posible
del Reino de Dios en la historia(13). Pero, al acentuar esta
centralidad del Reino, hay que considerar también la realidad de
Pueblo de Dios, pues existe entre ambas un correlato
inseparable. Esto nos lleva a otro apartado.
1.2. Pueblo
de Dios e Iglesia
Si la
relación que existe entre el Reino de Dios y la Iglesia no ha
sido todo lo transparente y comprensible que se hubiera deseado,
provocando desórdenes y conflictos de graves repercusiones, algo
semejante podemos decir al acercarnos ahora a la relación entre
el Pueblo de Dios y la Iglesia(14). Para nuestro autor, el valor
teológico de Pueblo de Dios ha sido preterido, cuando no
desfigurado y desdeñado tanto en sí mismo como en su referencia
a la Iglesia, y sobre todo en la práctica pastoral(15). Así,
a pesar del lugar relevante que ocupa la definición de la
Iglesia como Pueblo de Dios en la constitución dogmática Lumen
Gentium, resulta incomprensible que aún no haya sido asumida ni
en la pastoral ni en la organización de la Iglesia (16). Con
todo, hay también algunos signos esperanzadores, visibles y
concretos, para reconvertir esta realidad apremiante. Es el caso
del próspero y pujante movimiento de las comunidades de base
(17).
Como hemos
indicado, "Reino de Dios" y "Pueblo de Dios" son dos conceptos y
dos realidades inseparables, de tal modo que habrá Reino de Dios
en la medida en que haya Pueblo de Dios y viceversa. Sin
embargo, ambas realidades han sido tergiversadas, distorsionadas
e incluso desfiguradas cuando han sido referidas directa,
inmediata y totalmente al concepto de Iglesia. Con ello no se
niega la profunda, necesaria y esencial relación que tienen con
esta última. Pero ello no obsta a que deban ser considerados
como conceptos distintos y para que deba seguir manteniéndose su
diferencia y jerarquía (18).
Ellacuría
afirma que el concepto de Pueblo de Dios está más relacionado
con el concepto y realidad del Reino de Dios que con el concepto
y realidad de la Iglesia. Ya a primera vista resulta más lógico
el que un reino tenga un pueblo que no lo tenga la Iglesia. De
hecho, en la revelación, el concepto de Pueblo de Dios se
desarrolló antes que el concepto de Iglesia, como también fue
antes el concepto del Reino que el de Iglesia. Sin embargo,
nuestro autor deja para una reflexión posterior la discusión de
si la Iglesia es la forma última y más perfecta de realización
de las promesas hechas por Dios al pueblo en busca del Reino.
No se puede
perder de vista el hecho de que tanto el Reino (de Dios) como el
Pueblo (de Dios) se refieren directamente a la historicidad
total de la relación de Dios con el hombre y del hombre con
Dios. Cuando se reflexiona sobre los significados que contiene
el título de "Pueblo de Dios" hay que poner el acento en la
iniciativa divina: es Dios el que escoge un pueblo y el que lo
constituye. La Iglesia es "convocada", escogida entre la
humanidad para constituirse en sujeto de relación que sirve como
símbolo a todos los hombres. Pero no debe pensarse que, por ser
comunidad espiritual de los creyentes, la Iglesia podría ser
plenamente Iglesia sin la exigencia de la materialidad propia
del reino y del pueblo. Por esta razón se hace obligatorio el
que refiramos constantemente la Iglesia al reino y al pueblo, y
viceversa.
Lo que se
quiere resaltar es que la Iglesia, antes que nada, es un pueblo,
es decir, una colectividad personal, una comunidad. Así se
tiende un puente entre la visión mistérica y la visión
sociológica de la Iglesia. Al hablar de Iglesia ya no se
comienza postulando el carácter institucional, societario,
jurídico o jerárquico. Antes que institución, jerarquía o
sociedad, la Iglesia es un pueblo que marcha en la historia.
Pero no es cualquier pueblo. Es un pueblo animado por el
Espíritu de Jesús y congregado en el seguimiento de Jesús. Es un
pueblo, en definitiva, configurado según las exigencias del
Reino de Dios. En la base de estas exigencias subyace la
necesidad de una espiritualidad cristiana como punto de
referencia del carácter eclesial del pueblo de Dios.
1.3. La
espiritualidad: referencia eclesial del Pueblo de Dios
Encontramos
en I. Ellacuría una preocupación constante por redimensionar y
priorizar la categoría bíblica de "Reino de Dios", para entender
sólo desde ella lo que ha de ser la Iglesia y para, en
consecuencia, llevar a cabo su transformación en el verdadero
Pueblo de Dios. Esta transformación supone una auténtica
revolución, especialmente cuando son muchos los que piensan
que lo que no es cristiano para los individuos puede serlo para
las instituciones llamadas cristianas. En un plano
individual, este peligro ha podido evadirse mediante lo que
nuestro autor denomina el artificio de la espiritualización e
interiorización. Pero no ha ocurrido así en el plano de la
institución (19).
Dicho esto,
el punto de partida del carácter eclesial de la espiritualidad
cristiana, el criterio y el motor inconfundible para soslayar
cualquier amenaza sólo puede ser el Reino de Dios. Desde él, en
efecto, debe entenderse el carácter eclesial de la
espiritualidad cristiana, entendida primariamente la Iglesia
como pueblo de Dios, congregado en el seguimiento de Jesús
(20). En definitiva, la Iglesia debe constituirse conforme a las
exigencias del Reino de Dios anunciado por Jesús; un Reino al
que no puede sustituir, con el que no se identifica y al que
debe someterse.
Igualmente,
para una correcta comprensión de la espiritualidad es necesario
partir del supuesto de que "lo espiritual" no es sino una
dimensión del hombre individual y socialmente considerado, así
como del cristiano personal e institucionalmente entendido.
Dicho con otras palabras, una correcta comprensión de la
espiritualidad debe evitar tanto perspectivas dualistas como
monistas y debe enmarcarse en perspectivas estructurales, más o
menos dialécticas según los casos, de modo que una dimensión no
sea lo que es, sino siendo co-determinante de la otra y
co-determinada por ella (21).
Mantener
esta percepción no es fácil, pues exige tener presentes
constantemente los condicionamientos históricos. Y esto
requiere, ante todo, un firme y persistente discernimiento de
los signos de los tiempos (22). Este discernimiento hay que
realizarlo con una seriedad absoluta, porque en caso contrario
mutilaríamos la acción del Espíritu en la historia. En efecto,
es en los signos de los tiempos donde acontece la revelación de
Dios en la historia (23). Además, ni la riqueza de la vida de
Dios en Jesús, ni él ímpetu renovador y creador del Espíritu de
Cristo puede expresarse ni hacerse presente en una única forma
histórica. Como tampoco existe un hombre, una comunidad, o
incluso una institución, que pueda gloriarse de haber apurado en
una forma histórica determinada todo lo que es el don del
Espíritu. El discernimiento es también necesario por la
intrínseca historicidad de la espiritualidad cristiana, que
necesita acomodarse con cambios muy hondos a los profundos
cambios de la historia; tales acomodaciones han permitido el
profundo enriquecimiento histórico de nuestra espiritualidad, y
todo ello gracias a las nuevas demandas de los tiempos y a la
continua aparición de hombres llenos de Espíritu, que han
logrado realizar una relectura de la persona y del mensaje de
Jesús. Finalmente, el carácter eclesial de la espiritualidad
cristiana hace que la Iglesia como pueblo y como cuerpo exija
una pluralidad de funciones y comportamientos (24).
La
espiritualidad cristiana es la presencia real, consciente y
reflejamente asumida del Espíritu de Cristo en la vida y
actividades de las personas, de las comunidades y de las
instituciones que quieren tener un talante cristiano. La
espiritualidad cristiana es necesariamente una espiritualidad
del seguimiento de Jesús. Y sólo se percibe en el mundo de los
pobres. Es en el mundo de los pobres donde tiene lugar la acción
preferencial y la comunicación viva del Dios cristiano. Y el
impedimento fundamental para que la vida de Dios, es decir, el
Reino de Dios, irrumpa históricamente es el pecado del mundo.
Por ello se hace más necesaria una praxis liberadora de este
pecado (25).
En este
contexto, la espiritualidad cristiana tiene por delante una
ardua labor, ya que una espiritualidad que no venga y no vaya
a una praxis liberadora del pecado y de sus consecuencias no
responderá a la vida de Jesús (26). Esta tarea es esencial y
resulta indispensable para que el Reino de Dios irrumpa en la
historia. Pero también forman parte de nuestra espiritualidad
algunas prácticas espirituales fundamentales, como la oración en
todas sus formas. Por tanto, no todo es pura exterioridad: hay
una interioridad en el hombre y en el cristiano que deben ser
cultivadas expresamente.
Como
características que deben impregnar una espiritualidad cristiana
liberadora, Ellacuría señala: a) debe centrarse
cristológicamente en torno a la misión; b) debe estar orientada
según el espíritu del sermón de la montaña; c) debe estar
cimentada en la fe, orientada por la esperanza y consumada en el
amor (27).
Así
comprendemos por qué la Iglesia debe estar permanentemente
abierta y atenta a la novedad y a la universalidad del Espíritu,
que rompe la rutina esclerotizada del pasado y los límites de
una autoconcepción restringida. Sólo una Iglesia que se deja
invadir por el Espíritu, renovador de todas las cosas y que está
atenta a los signos de los tiempos, puede convertirse en el
cielo nuevo, que necesitan el hombre y la tierra nueva (28).
Se hace cada vez más necesaria e indispensable la apertura al
Espíritu de Cristo desde la terrenalidad que implica el
seguimiento del Jesús histórico. Además, el Espíritu de Cristo
no ha delegado la totalidad de su presencia y de su eficacia en
ninguna de las instancias institucionales, aunque la corporeidad
histórica de éstas sea también una exigencia del Espíritu (29).
La
renovación de la Iglesia y su proyección hacia el futuro ha de
ser en la línea de la Iglesia de los pobres. Una Iglesia que
haya hecho verdaderamente una opción preferencial por los
oprimidos, por la pobreza y por la lucha contra todo tipo de
injusticia, dará pruebas y será manifestación del Espíritu
renovador presente en ella.
2. UN
PROYECTO HISTÓRICO: EL PUEBLO DE DIOS
Cuando la
Iglesia está configurada como Pueblo de Dios, desde una
perspectiva profundamente maternal, y no tanto magistral,
entonces está en condiciones de contribuir a la liberación del
hombre y de la historia, es decir, de buscar el Reino de Dios y
su justicia (30).
En este
apartado vamos a ver cómo la Iglesia se configura como Pueblo de
Dios, desmenuzando, en un segundo momento, cuáles son las claves
que convierten a esta Iglesia en el verdadero Pueblo de Dios;
finalmente, expondremos cómo ese Pueblo de Dios es el pueblo
crucificado que sufre el mismo destino histórico de Jesús y
se convierte en otro "Cristo".
2.1. La
configuración de la Iglesia como pueblo
A partir de
la eclesiología conciliar y, más concretamente, de la categoría
de Pueblo de Dios, Ellacuría afirma que, en virtud del Espíritu
de Dios, la Iglesia nace del pueblo creyente y oprimido(31).
Desde esta concepción de Iglesia, nuestro autor intenta
profundizar y reflexionar por qué y de qué modo el "pueblo" es
el lugar de interpretación y de praxis de la fe cristiana.
Comienza diciendo que es precisamente al pueblo a quien va
dirigido el mensaje de salvación, sencillamente porque es un
mensaje de liberación; porque es en el pueblo donde el mensaje
de salvación y de liberación alcanza su sentido más completo;
porque la finalidad, la significación y la misma interpretación
de la salvación cristiana surge como un clamor ante el destino
afligido y doliente de quien, en su sufrimiento, desvela la
gravedad del pecado que le oprime; por último, sólo cuando la
necesidad real del Reino sea la configuradora de las vidas de
todos los creyentes, entonces alcanzarán la salvación, y harán
que esa salvación ofrecida por Dios a todos los hombres en Jesús
se convierta en luz de las naciones y en sal de la tierra. Todo
ello muestra que el lugar de interpretación y de praxis de la fe
cristiana es el pueblo, que sólo así entendido es el verdadero
Pueblo de Dios. Sin embargo, I. Ellacuría aclara que el Pueblo
sólo debe configurarse desde el Espíritu de Jesús. En palabras
suyas, el Espíritu debe hacerse carne en el pueblo. Así
es como desde el pueblo brota en plenitud la Iglesia de Cristo,
plasmada y manifestada por unos signos inefables: señalados
por el escándalo de las bienaventuranzas y la lucha por la
justicia (32).
2.2. El
verdadero Pueblo de Dios: la Iglesia de los pobres
Hablando de
Monseñor Oscar Romero, I. Ellacuría dijo en una ocasión que fue
el gran regalo de Dios al pueblo de El Salvador (33). Afirmó
también que todos los que sufren y luchan por la justa
liberación de los oprimidos siguen reconociendo en él al hombre
que dijo la verdad sobre la miseria y los anhelos populares, que
orientó y animó a todos los que quieren mantener la esperanza y
trabajar por la liberación de pueblos crucificados (34). En
palabras de un hermano en el ministerio episcopal, fue un
santo de todos y para todos (35). Y también, un signo
teológico (36). Testimonios como éstos nos ayudan a
comprender por qué los tres años de Monseñor al frente de esa
Iglesia de San Salvador, fueran considerados como tiempos de
enorme densidad histórica (37). Una de las grandes
aportaciones de este mártir de la liberación del pueblo fue
precisamente desvelar las claves que permiten descubrir en
verdad lo que constituye al verdadero Pueblo de Dios, claves que
asumió desde lo más hondo I. Ellacuría (38). Esto es, que la
Iglesia de los pobres es el verdadero pueblo de Dios cuando hace
una opción preferencial por los pobres, cuando se encarna
históricamente en las luchas por la justicia y la liberación, y
cuando realmente da testimonio en contra de las estructuras de
pecado instauradas en este mundo. En este caso, el auténtico
Pueblo de Dios no puede menos que ser perseguido.
Cuando se
toma en serio que los pobres son "lugar teológico", es decir,
lugar de la manifestación del Dios de Jesús, de la vivencia y de
la reflexión cristiana, y cuando son verdaderos sujetos de la
evangelización y no sólo sus destinatarios preferidos, se
entiende que no sean sólo una prioridad, sino, hasta cierto
punto, un absoluto. De este modo, la denominación de "Iglesia de
los pobres" debe tomarse como una formulación dogmática (39).
Sin la inserción de modo radical en lo que se viene llamando
Iglesia de los pobres, no se está en disposición de entender
teóricamente lo que es el Reino de Dios. Por tanto, la Iglesia
de los pobres es el lugar privilegiado de la reflexión teológica
y de la realización del Reino de Dios (40).
Este
planteamiento lleva a poner en entredicho la realidad y la
praxis de las Iglesias instaladas en la riqueza de los países
desarrollados. Con ello no se pretende una imposición, que
rigiera la praxis eclesial y la teología por lo que es la
Iglesia de los pobres. Sin embargo, cuando tomamos la revelación
en su conjunto y, en particular, la del Nuevo Testamento,
resulta que el lugar privilegiado ha sido siempre el mundo de
los pobres y de los oprimidos. Junto a esto está el hecho de
que, si la Iglesia quiere ser de verdad católica y universal,
habida cuenta que la inmensa mayoría de la humanidad está
marcada por la pobreza y la opresión, deben ser ellos los que
estén atendidos privilegiadamente. Dice nuestro autor que las
Iglesias instaladas en los países ricos deben tomarse muy en
serio la parábola del buen samaritano, no sea que, ocupadas en
tareas más elevadas y religiosas, pasen de largo ante el propio
Jesús crucificado en la historia.
Es en la
Iglesia de los pobres donde encontramos el lugar óptimo de
santificación y de evangelización. Es el lugar privilegiado para
el encuentro de Jesús. Es el lugar para un auténtico
discernimiento de la tarea histórica que compete a la Iglesia, a
saber, proclamar el Reino de Dios antes que la
institucionalización eclesiástica, lo que supone un profundo
rechazo de la sucesiva mundanización de la Iglesia. Ellacuría no
niega el carácter jerárquico de la Iglesia, pero tampoco le
ahorra la correspondiente crítica en su modo de ser y de actuar.
Por otra parte, al presentar la Iglesia como Iglesia de los
pobres, no se pretende en absoluto un magisterio paralelo, como
muchas veces se ha dicho, ni una ruptura con la necesaria
institucionalización de la Iglesia, aunque se pida una
subordinación de los elementos de esta institucionalización a
valores más profundos y afines al Jesús histórico (41).
2.3. El
pueblo: el nuevo crucificado
Ellacuría
inicia su reflexión con lo que él denomina pueblo crucificado(42).
Esto es, la humanidad literal e históricamente crucificada
por opresiones naturales y, sobre todo, por opresiones
históricas y personales (43).
La opresión
del pueblo crucificado viene de una suerte de necesidad
histórica: la necesidad de que muchos sufran para que unos pocos
gocen, de que muchos sean desposeídos para que unos pocos
posean. La desfiguración del rostro del Tercer Mundo es el
precio del maquillaje de otros mundos; su pobreza, el de su
abundancia; su muerte, el de su vida. En palabras de I.
Ellacuría, no sabemos si traducibles a otros idiomas, a América
Latina los sucesivos dominadores y depredadores la han dejado
como un Cristo (44).
Este
planteamiento general, dice Ellacuría, no siempre ocurre o ha
ocurrido de la misma manera, ni tampoco ha sido originado por
las mismas causas, ya que el esquema de la opresión del hombre
por el hombre adquiere formas muy variadas, tanto a nivel
individual como a nivel colectivo (45). Pero lo cierto es que,
actualmente, la opresión tiene unas características
históricas globales que no pueden ignorarse y de las que son
responsables activos u omisivos cuantos no se ponen al lado de
la liberación (46). De hecho la Iglesia, aunque duela
decirlo, debe comenzar a reconocer su contribución a la opresión
injusta de los hombres.
La realidad
de este pueblo crucificado se ilumina desde una lectura en la
clave del Siervo de Yahvé (47). El pueblo crucificado
centraliza de un modo objetivo determinadas condiciones que son
esenciales del siervo doliente; él es el lugar histórico más
adecuado para continuar la redención de Jesús, el Siervo, aunque
no lo es actualmente y en toda su plenitud. Tampoco puede
decirse quién lleva adelante con mayor plenitud la obra
redentora de Jesús. Podría decirse que siempre será el Pueblo de
Dios crucificado; pero esto, siendo acertado, deja sin definir
quién es ese Pueblo de Dios, que no puede entenderse sin más
como la Iglesia oficial, ni siquiera como Iglesia perseguida.
Decía I.
Ellacuría que, cuando el punto de referencia de los otros mundos
es el pueblo crucificado, éstos pueden conocer su verdad por lo
que producen, a modo de un espejo invertido. Nuestro autor usaba
una metáfora para explicar el estado de salud del Primer Mundo.
Afirmaba que era necesario someterlo a un «coproanálisis», esto
es, a un examen de heces. El diagnóstico presenta la realidad de
los pueblos crucificados al mismo tiempo que da la medida de la
salud de sus causantes. Este descubrimiento, aunque trágico, es
obligatorio y saludable, ya que sólo de esta manera las naciones
podrán basarse en la verdad (48).
El pueblo
crucificado ilumina nuestra realidad, ofreciendo un
discernimiento sobre nuestro mundo (49). Muestra que las
soluciones presentadas por el Primer Mundo no son reales, al no
ser universalizables, además de ser malas éticamente, porque
deshumanizan.
El pueblo
crucificado ilumina lo que históricamente puede y debe ser la
utopía. Esa utopía en el mundo de hoy no puede ser otra cosa que
la civilización de la pobreza (50), el compartir todos
austeramente los recursos de la tierra, y la civilización del
trabajo (51), que ha de prevalecer sobre la del capital.
Podemos
concluir este apartado con unas palabras pronunciadas por
nuestro autor en una conferencia pronunciada en Valladolid, y
que algunos han interpretado como autobiográficas:
"Lo único que quisiera -porque eso de interpelación suena muy
fuerte- son dos cosas: que pusieran ustedes sus ojos y su
corazón en esos pueblos que están sufriendo tanto -unos de
miseria y hambre, otros de opresión y represión- y después (ya
que soy jesuita), que ante ese pueblo crucificado hicieran el
Coloquio de San Ignacio en la Primera semana de los Ejercicios,
preguntándose: ¿qué he hecho yo para crucificarlo?, ¿qué hago
para que lo descrucifiquen?, ¿qué debo hacer para que ese pueblo
resucite?"(52)
3. LA
DIMENSIÓN SACRAMENTAL DEL VERDADERO PUEBLO DE DIOS
El que la
Iglesia sea sacramento universal de salvación es un hecho
afirmado tanto por el Vaticano II como por la Conferencia de
Medellín (53). Ella es signo eficaz de lo que expresa. No sólo
anuncia que hay salvación, sino que la realiza. Y esto se
constata cuando la Iglesia se ha hecho Iglesia de los pobres:
"la Iglesia de los pobres es sacramento histórico de
liberación"(54).
3.1. La
Iglesia como sacramento histórico de salvación
Entender a
la Iglesia como sacramento no resulta, ciertamente, ninguna
novedad. La novedad surge cuando hablamos de la Iglesia como
sacramento "histórico" de salvación y de liberación. Según
Ellacuría, para que la Iglesia sea realmente cauce de salvación
histórica, es preciso que se configure desde el seguimiento del
Maestro y sea realmente continuadora del mensaje (55), que
anuncie y realice el Reino de Dios en la historia, dando
muestras visibles y efectivas de la salvación que anuncia (56).
Por
consiguiente, la Iglesia realiza su sacramentalidad
histórico-salvífica anunciando y realizando el Reino de Dios en
la historia. Así se comprende -digámoslo una vez más- que la
Iglesia no es en absoluto un fin en sí misma, sino que toda ella
está para cumplir el objetivo por el cual se fundó: el servicio
al Reino de Dios. Es evidente que una Iglesia que está centrada
en sí misma no será jamás sacramento de salvación. En todo caso,
será un poder histórico más.
De este
modo, si la Iglesia no encarna su preocupación por el Jesús
resucitado en la realización del Reino de Dios en la historia
está olvidando su misión principal y perdiendo con ello
cualquier aval de ser la servidora eficiente del Señor. Sólo en
el vaciamiento de sí misma, en el don de sí a los hombres más
necesitados, puede la Iglesia pretender ser sacramento histórico
de la salvación de Cristo (57).
Como
sacramento histórico de salvación, a la Iglesia le toca el
compromiso de ir historizando lo que este Reino de Dios exige en
cada momento. Y esto supone combatir y eliminar el pecado del
mundo en cada una de sus manifestaciones concretas (58). Pero,
aunque nuestro primer compromiso es la liberación del pecado, en
la salvación cristiana existe otro aspecto esencial, que está
entrelazado con el primero: la divinización de nuestra humanidad
(59).
Uno puede
plantearse por qué el anuncio de la salvación molesta tanto a
los poderosos. La respuesta estriba en que nuestro mundo está
estructurado desde el pecado. Estando el Evangelio dirigido
predominantemente hacia los oprimidos y necesitados, no puede
menos que poner a la Iglesia en conflicto con los causantes,
directos o indirectos, de la situación injusta de los pobres.
De este
modo, el que la Iglesia como signo visible se ponga al servicio
de la justicia y luche contra todo aquello que la impida es algo
que pertenece a su esencial misión de quitar el pecado del mundo
y de anunciar verdaderamente que Dios es la salvación del
hombre.
Ante esto,
la pregunta que surge es: ¿Cuáles son hoy los medios adecuados
para que nuestra Iglesia, fiel a sí misma y a su tradición, sea
para los hombres sacramento de salvación? Para nuestro teólogo,
estos medios no tienen que ser algo novedoso; basta con que la
Iglesia recupere la totalidad del Evangelio y del Jesús
histórico; que anuncie la totalidad del mensaje a las personas a
quienes quiere salvar, y al mundo en el que esas personas deben
salvarse; y que profundice desde el Evangelio en los signos de
los tiempos, para descubrir cuáles son las formas concretas que
debe adoptar para que sea creíble y eficaz el mensaje de
salvación (60). En este sentido hay que decir que no todo en la
Iglesia es de hecho salvífico. De todos es conocido que muchas
de las acciones de la Iglesia han conducido y conducen a la
condenación (61).
Por tanto,
para nuestro propósito no basta con afirmar que la Iglesia es el
lugar histórico de la salvación. Aunque aceptemos que, por
voluntad de Jesucristo y por asistencia del Espíritu, la Iglesia
visible e histórica sigue manteniendo ese carácter excepcional
de lugar de la salvación, hay que preguntarse qué de esa Iglesia
histórica está en capacidad de serlo,o bien, qué de esa Iglesia
histórica lo está contradiciendo (62).
3.2. La
liberación, forma histórica de salvación
La
liberación constituye una forma de la salvación en la historia.
Y el contenido de la liberación cristiana se deduce por las
fuentes propias de la historia de la salvación. Ahora bien, en
el proceso teológico de encontrar las huellas salvíficas en la
liberación, podemos encontrarnos también con otra realidad: la
de la calumnia, la ofensa, la mentira, la imputación. A la
teología de la liberación se le ha acusado en muchas ocasiones
de proponer tan sólo una salvación socio-política (una reducción
de la salvación que no se encuentra ni siquiera en el marxismo).
Pero lo que la teología de la liberación ha afirmado hasta la
saciedad es que la historia de la salvación no es tal si no
alcanza a la dimensión socio-política, la cual es parte esencial
suya, aunque no sea su totalidad (63).
En el
Tercer Mundo, la realización de la historia de la salvación se
presenta fundamentalmente en términos de liberación. Esto es
lógico desde el momento en que su situación se haya determinada
por la injusticia y la opresión. Es verdad que esta opresión
puebe ser analizada con distintos instrumentos teóricos, pero el
hecho es independiente de cómo y con qué medios se haga el
análisis. La opresión existe.
Se ha
objetado a la teología de la liberación que, al definir la
situación en términos de opresión, no hace otra cosa que repetir
las tesis del marxismo, o lo que ya han dicho otros, y no
precisamente desde una inspiración cristiana. Sin embargo, esta
acusación ignora las diferencias que existen en el análisis de
la realidad y, sobre todo, que en los teólogos de la liberación
esa realidad se encuentra iluminada por la fe cristiana (64).
Pero, más que caer en la tentación dialéctica y en las
acusaciones recíprocas, el problema que hay que plantear no es
si cristianos o marxistas hablan hoy de liberación, sino en qué
consiste la liberación cristiana, eso que el Vaticano II llamó
la verdadera y plena liberación (65).
Lo cierto
-dice Ellacuría- es que, cuando se vive y se experimenta esa
opresión permanente, es cuando puede saberse hasta qué punto
pertenece a la esencia de la historia de la salvación eso que se
ha dado en llamar la lucha cristiana contra la opresión. El
empeño de la teología de la liberación por situar su reflexión
desde esta situación no se debe a otras razones que las
puramente cristianas y teológicas, desde el momento en que la
opresión es un pecado, y nunca será algo querido por Dios.
Por
consiguiente, la Iglesia, como sacramento de liberación, tiene
necesidad urgente de despertar de su letargo e intensificar su
lucha por la justicia, en fuerza del propio amor cristiano. La
liberación debe abarcar todo aquello que está oprimido por el
pecado, hasta sus mismas raíces (66).
El carácter
universal que tiene en estos momentos el grito de los hombres y
los pueblos por la liberación de la opresión, tendría que hacer
más fácil comprender que la Iglesia, como sacramento de
salvación, se constituya en sacramento de liberación. Pero esto
sólo podrá ser comprendido desde la perspectiva del Pueblo de
Dios, que es en definitiva el correlato histórico-salvífico del
Reino de Dios. En cuanto sujeto mediador e impulsor de la
liberación, éste se debe entender a sí mismo preferencialmente
como el pueblo de los pobres, como Iglesia de los pobres. Al
carácter maternal de la Iglesia corresponde el engendrar vida
liberadora dentro y fuera de ella, siendo cauce de liberación y,
sobre todo, fuerza de liberación.
3.3. La
Iglesia de los pobres, sacramento histórico de liberación
Al decir
que la Iglesia es sacramento universal de salvación, se está
diciendo que cada Iglesia particular es la expresión visible e
histórica del misterio salvífico universal que se ha realizado
en Jesucristo. Pero las palabras "sacramento" y "salvación"
están marcadas por una larga tradición. En la teología de la
liberación tiene lugar una historización de las mismas.
Partiendo de la consideración del Jesús histórico, el misterio
de la salvación es identificado con el anuncio y la realización
del Reino de Dios en el curso de la historia. Esta realización
aparece, por consiguiente, como un proceso histórico de
liberación que se concreta en liberaciones parciales y que se ve
obstaculizado por el rechazo del Reino, materializado en el
pecado. El mismo Jesucristo aparece como anuncio y realización
concreta de ese Reino que tiene un significado universal, pero
con una universalidad histórica que se concreta en la
preferencia por los pobres, los pequeños, los oprimidos (67).
Desde esta
perspectiva, si Jesucristo es el sacramento original del
encuentro de los hombres con Dios en la historia, los pobres son
el lugar privilegiado del encuentro con Cristo. En cuanto
comunidad que existe, en continuidad con la misión de Jesús, al
servicio del Reino de Dios, la Iglesia se convierte en
sacramento histórico de liberación: anuncio, expresión visible y
realización concreta, aunque parcial, de la liberación prometida
por Dios. En un mundo caracterizado por la conflictividad y por
la injusticia, la Iglesia se convierte en sacramento histórico
de liberación en la medida en que denuncia como pecado -por
tanto, como contraria a Dios- la injusticia que se opone al
Reino, y en la medida en que se solidariza concretamente con los
pobres y con su lucha en cuanto destinatarios privilegiados del
anuncio evangélico (68). Un signo inequívoco de la autenticidad
de la fe que anuncia es la persecución (69). Esto no significa
que la Iglesia tenga que reducir su misión a la lucha contra las
estructuras injustas. Simplemente, se trata del riesgo que ella
asume responsablemente cuando intenta ser fiel al anuncio del
Reino de Dios que está en contradicción con toda situación de
injusticia. Solamente así se anunciará una fe que no sea opio
para el pueblo, sino principio de liberación.
En este
sentido, solamente la Iglesia de los pobres se convierte en el
sacramento histórico de la liberación que acoge el grito que se
levanta hasta el cielo de parte de las mayorías pobres y
oprimidas del continente (70).
La teología
de la liberación ha hecho frecuentes afirmaciones sobre la
relación entre Dios y los pobres. Ha sostenido la asunción por
parte de Cristo del destino de los pobres hasta morir en la
cruz. Ha afirmado en consecuencia la presencia real de Cristo
entre los pobres hasta el punto de sostener que las mayorías
oprimidas constituyen nada menos que el cuerpo de Cristo en la
Historia (71).Pues bien, si la Iglesia reconoce a los pobres
como su principal sujeto y como su principio de estructuración
interna, su misma organización tendrá que hacerse funcional en
orden a su servicio, superando el inmovilismo que se ha ido
desarrollando en el seno de la institución a lo largo de la
historia. A este propósito hemos de recordar que la Iglesia nace
del pueblo por la acción del Espíritu y que este hecho nos ha de
estimular a un esfuerzo continuo para superar toda forma de
institucionalización que no esté claramente al servicio del
Reino de Dios (72).
Podemos
finalizar con dos textos de nuestro autor, en los que eleva un
verdadero canto a la Iglesia de los pobres como depositaria de
la salvación:
"La Iglesia es cuerpo histórico de Cristo en cuanto es Iglesia
de los pobres; y es sacramento de liberación, así mismo, en
cuanto es Iglesia de los pobres. La razón de ello estriba tanto
en el célebre pasaje del juicio final como en la esencia
misionera de la Iglesia. Si la Iglesia se configura realmente
como Iglesia de los pobres, dejará de ser una Iglesia instalada
y mundanizada para convertirse de nuevo en una Iglesia
predominantemente misionera, esto es, abierta a una realidad que
le obligará a sacar de sí sus mejores reservas espirituales; le
obligará igualmente a convertirse a Jesucristo presente
realmente de una manera especial en los presos, en los
dolientes, en los perseguidos, etc."
(73).
"La Iglesia de los pobres se constituye en el nuevo cielo... La
afirmación utópica de una Iglesia como el cielo nuevo de una
civilización de la pobreza es un reclamo irrecusable de los
signos de los tiempos y de la dinámica soteriológica de la fe
cristiana historizada en hombres nuevos, que siguen anunciando
firmemente, aunque siempre a oscuras, un futuro siempre mayor,
porque más allá de los sucesivos futuros históricos se avizora
el Dios salvador, el Dios liberador"
(74).
NOTAS:
(1)
ELLACURÍA, Conversión de la Iglesia al Reino de Dios. Para
anunciarlo y realizarlo en la Historia, Santander 1984, 7;
id., El Reino de Dios y el paro en el tercer mundo: Conc
180 (1992) 588-596; id., Escatología e historia: RLT 32 (1994)
113-129.
(2) Cf.
id., El carácter político de la misión de Jesús: MIEC -
JECI 13/14 (1974), 66ss.
(3) Cf.
id., Conversión..., 270. En este mismo contexto L. Boff
habla de correcta articulación: cf. Iglesia: carisma y
poder. Ensayo de eclesiología militante, Santander 19926,
14-15.
(4) Cf.
Ibid., 7. La afirmación de que la Iglesia no se identifica con
el Reino no es en absoluto casual, ya que la ha venido
sosteniendo desde el comienzo de su elaboración teológica. Así
la encontramos en En busca de la cuestión fundamental de la
pastoral latinoamericana: ST 759/760 (1976) 563-572; dos
años más tarde llega a decir que nuestra Iglesia está
aprendiendo lentamente aquello que es su gran verdad: Que ella
no es el Reino de Dios, sino su servidora. (Id., Una
buena noticia: La Iglesia que nace del pueblo latinoamericano.
Contribución a Puebla: ECA 353 (1978) 161-173). En un
artículo posterior afirma más contundentemente que no se
acepta que el Reino de Dios se identifique con la Iglesia y,
menos aún con lo institucional de la Iglesia, lo cual supondría,
por un lado, la evasión del mundo al interior de la Iglesia y la
reducción del Reino a una Iglesia reducida a lo institucional y,
por otro, un empobrecimiento del mensaje y de la misión
cristianas que acaban mundanizando y secularizando la Iglesia al
conformarla en su institucionalidad con valores secularistas de
dominación y riqueza y sometiendo a ella lo que es mucho mayor
que ella, el reino de Dios. (Id., Aporte de la teología de la
liberación a las religiones abrahámicas en la superación del
individualismo y positivismo: RLT 10 (1987) 9ss).
(5) Ibid.,
8. Sobre esto mismo, cf. L. BOFF, o.c., 91-95; 113-123.
(6) Ibid.,
13-14.
(7) Cf.
ibid., 8. Nuestro autor no niega la necesidad de una
institucionalización de la Iglesia, pero advierte los peligros
que conlleva: no configurar su vida con la de Jesús, aliarse con
los valores que vive la sociedad y con los poderes de este mundo
para subsistir como institución, cooperar con sociedades y
estados en la búsqueda de un supuesto bien común cuando entrañan
un pecado social y colectivo, etc (cf. ibid., 230-231).
(8) Cf.
id., Conversión…, 10. Ellacuría denuncia claramente la
mundanización de la Iglesia, por haber configurado su mensaje
y aún su institucionalización más desde el poder que domina y
controla que del ministerio que sirve (Cf. Utopía y
profetismo, en Mysterium Liberationis (ML), I, Madrid
1990, 410-411). La Iglesia está amenazada constantemente por
esta tentación, con el peligro de convertir su exigencia de
encarnación en un vivir como el mundo, llegando incluso a pensar
que la mundanización es imprescindible para la evangelización y
la eficacia cristiana. (Cf. Liberación: misión y carisma de
la Iglesia latinoamericana: ECA 268 (1971) 61-80). J.
Sobrino también denuncia el peligro que tiene la Iglesia de
adaptarse a la figura de este mundo pecaminoso: Cf. J. SOBRINO,
Resurrección de la verdadera Iglesia. Los pobres, lugar
teológico de la eclesiología, Santander 1981,100.
(9) Cf.
ibid., 206. Resulta imposible detenerse para analizar las
inmensas connotaciones que el concepto teológico "pobre" provoca
en el pensamiento de nuestro autor. Me limito a ofrecer alguna
bibliografía en donde aborda el tema de forma específica: I.
ELLACURÍA, La Iglesia de los pobres, sacramento histórico de
liberación, en I. ELLACURÍA - J. SOBRINO (eds), ML, II,
127-154; id., La teología como momento ideológico de la
praxis eclesial: EstEcl 207 (1978) 457-476; id., La
Iglesia y las organizaciones populares en el Salvador: ECA
359 (1978)692-702; id., Las bienaventuranzas como carta
fundacional de la Iglesia de los pobres: Diak 19 (1981)
56-69; id., Los pobres: lugar teológico en América Latina:
MisAb 4/5 (1981) 225-240; id., El auténtico lugar social de
la Iglesia: MisAb 1 (1982) 98- 106; id., Las Iglesias
latinoamericanas interpelan a la Iglesia de España: ST 826
(1982) 219-230; id., Pobres, en C. FLORISTÁN - J.J.
TAMAYO (eds), Conceptos Fundamentales del Cristianismo
(CFCr), Madrid 1993, 1043-1057; id., Luces y sombras de la
Iglesia en Centroamérica: RazFe 208 (1983) 16-26; id., La
teología de la liberación frente al cambio socio-histórico de
América Latina: RLT 12 (1987) 241-264; id., Jesús, la
Iglesia y los pobres, en I. ELLACURÍA, Teólogo mártir por
la liberación del pueblo, Madrid 1990, 157-167; id., El
pueblo crucificado, signo de los tiempos: SelTeo 29 (1990)
243-246.
(10) Cf.
id., Liberación: misión y carisma..., 71.
(11) Cf.
id., Conversión..., 15-16
(12) Cf.
id,. En busca de la cuestión fundamental de la pastoral
latinoamericana: ST 759/760 (1976) 570; El anuncio del
Evangelio y la misión de la Iglesia, San Salvador, 1993,
44-69.
(13) Id.,
Aporte de la teología..., 9. En este contexto el autor
cita otro artículo suyo: La Teología como momento ideológico
de la praxis eclesial: Est Ecl. 207 (1978) 457-476, donde
dice: La praxis eclesial no tiene el centro en sí misma ni
tampoco en un Dios ajeno a la historia sino en un Dios que se
hace presente en la historia. La praxis eclesial tiene su centro
en el Reino de Dios y en la realización de ese Reino en la
historia (463).
(14) No hay
que decir que el concepto de "Pueblo de Dios" tiene una inmensa
riqueza, tanto bíblica como teológica. Ambas dimensiones han
sido reflexionada ampliamente por nuestro autor: Cf. I.
ELLACURÍA, La Iglesia que nace del pueblo por el Espíritu:
MisAb 1 (1978) 150-158; id., Una buena noticia: la Iglesia
que nace del pueblo latinoamericano: ECA 353 (1978) 161-173;
id., El verdadero Pueblo de Dios, según Monseñor Romero:
SelTeo 84 (1982) 350-359; id., Aporte de la Teología de la
Liberación a las religiones abrahámicas en la superación del
individualismo y del positivismo: RLT 10 (1987) 3-27.
(15) Id.,
Pueblo de Dios, CFCr, 1094. Actualmente se advierte una
corriente que tiende a desplazar, marginar, neutralizar o
rechazar este concepto de Pueblo de Dios en favor de otros
conceptos. Así, en la obra de J. RATZINGER- V. MISSORI,
Informe sobre la fe, Madrid 1985, 55 encontramos un intento
de limitar el contenido teológico del título. Cf. J. LOSADA,
La Iglesia, pueblo de Dios y misterio de comunión: ST 74
(1986) 243-245, 254-255; J.M. CASTILLO, A los veinte años del
concilio Vaticano II: MisAb 79 (1986) 71-79. Cabe notar que
ya el excelente estudio de A. DULLES, Modelos de la Iglesia,
Santander 1975, trataba el título de "Pueblo de Dios" (49-66)
como uno más entre muchos: Cf. J.A. ESTRADA, Del misterio de
la Iglesia al Pueblo de Dios, Salamanca 1988, 176, nota 2;
id., Las comunidades de vida cristiana en la Iglesia:
Proyección 189 (1998) 111-113.
(16) Cf. I.
ELLACURÍA., Conversión..., 210-211.
(17) Para
interpretar este signo tan prometedor para el futuro de la fe en
la historia, especialmente entre los pobres, que son las
comunidades eclesiales de base (CEBs), L. Boff ofrece algunos
criterios fundamentales: las CEBs son un encuentro del pueblo
oprimido y creyente, nacen de la palabra de Dios, tratan de ser
una nueva manera de ser Iglesia, son signos e instrumentos de
liberación, y están fundadas en las celebraciones de la fe y de
la vida: Cf. su obra ya citada Iglesia: carisma y poder,
197-205. Del mismo autor puede consultarse: Eclesiogénesis.
Las comunidades de base reinventan la Iglesia, Santander
19865; ...Y la Iglesia se hizo pueblo. «Eclesiogénesis»: La
Iglesia que nace de la fe del pueblo, Santander 19862.
Además, puede verse el número monográfico de Conc 104 (1975)
5-149. Para un acercamiento más concreto a este tema desde la
realidad de El Salvador, cf. Mons. A. RIVERA DAMAS, Labor
pastoral de la Arquidiócesis de San Salvador, especialmente
de las CEB en su proyección a la justicia. Dentro de este marco,
la persecución: ECA 348/349 (1977) 805-814.
(18) Cf.
id., Pueblo de Dios, 1094-1097.
(19) Uno de
los motivos por los que aún no se ha podido eludir
satisfactoriamente esta amenaza estaría en la negación del
espíritu y de la libertad en el marco institucional. Cf.
Conversión...,12.
(20) Id.,
Espiritualidad, en CFCr, 418; cf. id., La
espiritualidad cristiana: Diak 30 (1984) 123-132.
(21) Ibid.,
413.
(22) Cf.
ibid., 414. Para nuestro autor existe un signo que es más
perceptibles que otros, y a cuya luz deben iluminarse los demás.
Ese signo es siempre el "pueblo históricamente crucificado".
(Cf. id., El pueblo crucificado signo de los tiempos: SelTeo 29
(1990) 243-246; id., Discernir el signo de los tiempos:
Diak 17 (1981) 57-59). A propósito del primer artículo J.
Sobrino afirma: En mi opinión Ellacuría está usando el
concepto "signo" (de los tiempos) no sólo en su acepción
histórico-pastoral como aquello que caracteriza una época (cf.
GS 4), sino también en su acepción histórico-teologal como lugar
de presencia de Dios o de sus planes (cf. GS 11). Con esto se
quiere afirmar, teológicamente, que el mismo Dios está presente
en el pueblo crucificado, y al hacer uso de esa radical
teologización se afirma también la ultimidad de la tragedia
histórica ( J. SOBRINO, Ignacio Ellacuría, el hombre y el
cristiano, en Ignacio Ellacuría el hombre, el pensador,
el cristiano, 21). Sobre el concepto de «signos de los
tiempos» y su uso casi inflacionístico en la teología actual,
puede verse el amplio trabajo de X. QUINZÁ LLEÓ, Signos de
los tiempos. Panorama bibliográfico: MisCom 49 (1991)
253-283.
(23) Id.,
Conversión..., 233-234
(24) Id.,
Espiritualidad, 416.
(25) Cf.
ibid., 415-417. Dice J. Sobrino que el pecado del mundo es lo
que da muerte, lo que dio muerte a Jesús y lo que sigue dando
muerte al pueblo crucificado. (Cf. El pueblo crucificado,
en J. A. GIMBERNAT- C. GÓMEZ (eds), La pasión por la
libertad. Homenaje a Ignacio Ellacuría, Estella 1994, 165;
también en Jesucristo liberador, Madrid 1991, 321-342).
Ellacuría denuncia el carácter pecaminoso de la situación
latinoamericana en estos términos: Una situación que no
permite a la mayoría ser personas y vivir como personas por
estar sojuzgada y aplastada por necesidades vitales
fundamentales; una situación de injusticia institucionalizada
que impide positivamente la fraternidad entre los hombres; una
situación configurada por modelos de la sociedad capitalista y
de la sociedad de consumo, que impiden la solidaridad y la
trascendencia cristiana; una situación en la que el mundo y la
sociedad son la negación de la esencia amorosa de Dios como
realidad última fundante de toda realidad; una situación en la
que no aparece la imagen encarnada de Cristo sino más bien la
negación permanente de esa imagen; una situación de tales
características, desde el punto de vista cristiano, no tiene más
que un nombre: pecado. (Liberación: misión y carisma..,73).
(26) Ibid.
(27) Cf.
ibid., 418-420. Nuestro autor coincide con la criteriología de
Jon Sobrino. Para éste, "el aprisionar la verdad en la
injusticia es lo que dificulta la revelación y la comunicación
de Dios y lo que se constituye en fuente de condenación"
(Liberación con espíritu. Apuntes por una nueva espiritualidad,
Santander 1985; id., Espiritualidad y seguimiento de Jesús,
en ML II, 449-476).
(28) Id.,
Utopía y profetismo, 440; cf. id., Conversión...., 261;
cf. id., Liberación: carisma y misión..., 78.
(29) Cf.
ibid., 441.
(30) Cf.
id., Liberación: RLT 30 (1993) 229
(31) Cf.
id., Una buena noticia…, 168; Cf. L. BOFF, Iglesia:
carisma y poder, 198.
(32) Cf.
id., La Iglesia que nace del pueblo por el Espíritu, en
Conversión de la Iglesia..., 68- 76. Estas páginas fueron
publicadas anteriormente con el mismo título en MisAb 1 (1978)
150-158; y en Serv 83/84 (1978) 551-564.
(33) Cf.
id., Monseñor Romero, un enviado de Dios para salvar a su
pueblo: RLT 19 (1990) 5-10.
(34) Cf.
id., Presencia de Monseñor Romero en la hora actual: ECA
401 (1982) 143.
(35) Cf. P.
CASALDÁLIGA, Un santo de todos y para todos: RLT 19
(1990) 11.
(36) Cf. J.
SOBRINO, Monseñor Romero: Mártir de la liberación. Análisis
teológico de su figura y obra, Madrid 1980, 3.
(37) I.
ELLACURÍA, La UCA ante el doctorado concedido a Monseñor
Romero: ECA 437 (1985) 168.
(38) Cf.
id., Conversión..., 81-125.
(39) Cf.
Ibid., 170.
(40) Cf.
id., La Teología como momento ideológico de la praxis
eclesial: EstEcl 53 (1978) 474-476; id., Compromiso
político de la Iglesia en América Latina: Cor XIII 4 (1977)
159; id., La Iglesia y las organizaciones populares en El
Salvador: ECA 359 (1978) 696-697.
(41) Cf.
id., Luces y sombras de la Iglesia en Centroamérica:
RazFe 208 (1983) 23-26.
(42) Cf.
id., Pueblo de Dios, CFCr, 1100; Conversión...,25-63;
Este mismo artículo fue publicado por primera vez con el título
El pueblo crucificado. Ensayo de soteriología histórica,
en AA.VV, Cruz y resurrección, México 1978, 49-82;
reimpreso en SelTeo 76 (1980) 325-342; posteriormente en RLT 18
(1989) 305-333; en ML, II, 189-216; por último, en Ignacio
Ellacuría el hombre, el pensador, el cristiano, 119-130.
(43) Ibid.,
25. Ante esta realidad tan cruel, a Ellacuría se le removieron
las entrañas. Reaccionó. No se quedó en el puro lamento. No
podía ver a todo un pueblo oprimido, postrado, engañado y
burlado. Cf. J. SOBRINO, I. Ellacuría, el hombre,19, nota
65.
(44)
Quinto Centenario. América Latina, ¿descubrimiento o
encubrimiento?: RLT 21 (1990) 278. Para una profundización
sobre el dolor del pueblo en el continente latinoamericano, cf.
id., Una buena noticia..., 163-165.
(45) Una de
esas formas histórica es la violencia, llamada por I. Ellacuría
uso injusto de la fuersza. Nuestro autor escribió algunos
artículos sobre el tema de la violencia, a destacar:
Violencia y cruz, en Teología política, San Salvador
1973; id., Trabajo no violento por la paz y violencia
liberadora: Conc 215 (1988) 85-94; id., Teología de la
revolución y evangelio: ECA 266 (1970) 581-584; id., La
paz mundial vista desde el tercer mundo: ST 6 (1983)
433-444; cf. J. SOBRINO, Apuntes para una espiritualidad en
tiempos de violencia. Reflexiones desde la experiencia
salvadoreña: RLT 29 (1993) 189-208.
(46) I.
ELLACURÍA, Conversión..., 45.
(47) Cf.
ibid., 47-63. El vigor y el talante de Ellacuría teólogo quedan
evidenciados cuando conceptualiza teológicamente esta realidad y
llama a los pobres de este mundo siervo sufriente de Yahvé o los
equipara a Cristo crucificado; pero también se nos muestra aquí
su captación de la tragedia de la realidad: la muerte, el
terrible dolor de las víctimas de este mundo. Al
conceptualizarla en lenguaje cristiano, antes que elevar la
realidad a concepto teológico, vierte sobre nuestro mundo un
juicio radical, nada postmoderno y ni siquiera sólo guiado por
el rechazo de Dios. Este mundo es la aparición histórica del
siervo de Yahvé en cuanto siervo sufriente y la aparición de
Cristo en cuanto crucificado. (Cf. J. SOBRINO, I. Ellacuría,
el hombre y el cristiano, 20). J. Sobrino también realiza
una lectura bíblica del pueblo crucificado desde la clave del
Siervo de Yahvé, en Meditaciones ante el pueblo crucificado: ST
871 (1986) 93-104, y en El principio-misericordia. Bajar de
la cruz a los pueblos crucificados, Santander 1992, 86-90.
(48) Cf. J.
SOBRINO, Jesucristo liberador..., 330.
(49) Cf. I.
ELLACURÍA, Quinto centenario..., 277.
(50) Id.,
El Reino de Dios y el paro en el Tercer Mundo: Conc 180
(1982) 588-596.
(51) Id.,
El desafío de las mayorías pobres: ECA 493/494 (1989)
1075-1080.
(52) Id.,
Las Iglesias latinoamericanas interpelan a la Iglesia de
España: ST 826 (1982) 230.
(53) Cf. LG
48; GS 45; AG 1 y 5; II CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO
LATINOAMERICANO, La Iglesia en la actual transformación de
América Latina a la luz del concilio. Conclusiones, Bogotá
51970, nn. 14,7; 15,9.
(54) Cf. I.
ELLACURÍA, Conversión..., 179. Este artículo fue
publicado por primera vez en ECA 348/349 (1977) 707-722;
reimpreso en SelTeo 70 (1979) 119-135; recogido posteriormente
en ML II, 127-153.
(55) Cf. ibid., 206.
(56) Ibid., 180s.187.
(57) Cf. ibid., 189.
(58) Cf.
id., Teología y praxis eclesial: EstEcle 53 (1978)
457-476.
(59) Cf.
id., Iglesia y realidad histórica: ECA 331 (1976) 217.
(60) Cf.
ibid, 219.
(61) Cf.
id., Salvación en la historia, en CFCr, 1269ss.
(62) Cf.
id., Historicidad de la salvación cristiana, en ML I,
323-371.
(63) Sobre
este particular, cf. el reciente estudio de JOSÉ Mª CASTILLO,
Los pobres y la teología. ¿Qué queda de la teología de la
liberación?, Bilbao 1997, 91-92.
(64) Cf. id.,
Conversión…, 200; cf. id., La Teología de la liberación
frente al cambio sociohistórico de América Latina, en I.
Ellacuría, teólogo mártir por la liberación del pueblo,
Madrid 1990, 78-84.
(65) Ibid.,
234. El texto del Concilio al que alude I. Ellacuría es GS 10.
(66) Ibid.,
201-203.
(67) Cf.
id., Notas teológicas sobre religiosidad popular: FomSo
127 (1977) 255.
(68) Cf.
id., Conversión..., 204-206.
(69) Cf.
ibid., 211.
(70) Cf. I.
ELLACURÍA, Conversión..., 207-208.
(71) Cf.
MONS. O. A. ROMERO, Dimensión política de la fe desde la
opción de los pobres, en "¡Cese la represión!",
Madrid 1980, 109-119; podemos encontrar este discurso en J.
SOBRINO, I. MARTÍN BARO, R. CARDENAL, La voz de los sin voz,
San Salvador 1980, 188ss; publicado posteriormente en Diak 20
(1981) 62-71.
(72) Cf.
id., La Iglesia que nace del pueblo por el Espíritu:
MisAb 1 (1978) 150-158.
(73) Id.,
Conversión…, 208-209.
(74) Id.,
Utopía y profetismo, en ML, I, 442.
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