martes, 12 de abril de 2016

Santa Teresa Benedicta de la Cruz

La mujer como miembro del Cuerpo Místico de Cristo
Por Edith Stein
 
1. Puesto de la mujer en la Iglesia

La finalidad de la formación religiosa consiste en hacer que los jóvenes encuentren su puesto en el Cuerpo místico de Cristo, el lugar que para ellos ha sido preparado desde la eternidad. Todos los que participan de la redención se transforman en hijos de la Iglesia, y en esto no hay diferencias entre hombres y mujeres. La Iglesia no es sólo la comunidad de los creyentes, sino también el Cuerpo místico de Cristo, es decir, un organismo en el que los individuos asumen el carácter de miembro y de órgano, y por naturaleza los dones de uno son distintos del otro, y del todo; por eso la mujer en cuanto tal tiene un puesto particular orgánico en la Iglesia. Ella está llamada a personificar, en el desarrollo más alto y puro de su esencia, la esencia misma de la Iglesia, a ser su símbolo. La formación de las muchachas y de las jóvenes tiene que conducir hacia estos grados de pertenencia a la Iglesia.

La primera condición necesaria para comprender esta función consistirá en conocer con claridad cuál es la esencia de la Iglesia. Para la razón humana es particularmente accesible el concepto de Iglesia como comunidad de los creyentes. Quien cree en Cristo y en su Evangelio, quien espera sus promesas, se une a Él por amor y observa sus mandamientos, se liga en la más profunda unidad de pensamiento y de amor con todos aquellos que tienen la misma convicción. Aquellos que vivieron en torno al Señor durante su vida terrenal, se convirtieron en el fundamento de la gran comunidad cristiana: la propagaron, dejando como herencia a los tiempos venideros el tesoro de la fe encerrada en ella.

Si la sociedad humana natural es más que una simple agrupación de individuos y, como se puede constatar, ésta se funde en un tipo de unidad orgánica, esto vale con más razón para la sociedad sobrenatural que es la Iglesia. La unión de la persona con Cristo es algo muy distinto de la unión entre personas humanas: es radicarse en Él y crecer en Él (así nos dice la parábola de la vid y los sarmientos); inicia con el bautismo y se afianza siempre más con los otros sacramentos, asumiendo en cada individuo una orientación diversa. Este real hacerse-uno con Cristo conlleva el transformarse en miembros los unos de los otros para todos los cristianos. Y así la Iglesia se convierte en el Cuerpo de Cristo. El Cuerpo es un cuerpo vivo, y el espíritu que lo vivifica, es el Espíritu de Cristo, que se transmite de la Cabeza a los miembros; el espíritu que se difunde de Cristo es el Espíritu Santo, por eso la Iglesia es templo del Espíritu Santo.

A pesar de la unidad real, orgánica, entre la Cabeza y el cuerpo, la Iglesia está frente a Cristo como persona independiente. En cuanto Hijo del Padre eterno, Cristo vivía antes que el tiempo y que todos los seres humanos. Con la creación la humanidad comenzó a vivir antes que Cristo asumiese la naturaleza y entrase en ella. Y cuando entró, llevó consigo su vida divina. Con la redención la hizo receptiva y la llenó de gracia: la ha generado de nuevo. La Iglesia es la humanidad nuevamente generada, redimida por Cristo. La primera célula de la humanidad redimida es María: ella fue la primera en la que se actuó la pureza y la santidad de Cristo, la plenitud del Espíritu Santo. Antes de que el Hijo del hombre naciese de esta Virgen, el Hijo de Dios creó esta Virgen llena de gracia, y en ella y con ella creó la Iglesia. Por eso María, en cuanto criatura nueva, está a su lado, aunque esté ligada indisolublemente a él.

Y así cada alma, purificada por el bautismo y elevada el estado de gracia, es generada por Cristo y dada a luz por Cristo. Pero es generada en la Iglesia y dada a luz por medio de la Iglesia. De hecho, es por medio de los órganos de la Iglesia que todo nuevo miembro es formado y llenado de vida divina. Por eso la Iglesia es la madre de todos los redimidos. Pero lo es por su unión íntima con Cristo: ella es la sponsa Christi, que está a su lado y colabora con Él en su obra, la redención de la humanidad.

Órgano esencial en esta maternidad sobrenatural de la Iglesia es la mujer, fundamentalmente con su maternidad corporal. Para que la Iglesia alcance su perfección, -ligada al alcance del número de miembros establecido-, la humanidad tiene que continuar creciendo. La vida de la gracia presupone la vida natural. El organismo corpóreo-espiritual de la mujer está formado para la función de la maternidad natural, y la procreación de los hijos ha sido ratificada por el sacramento del matrimonio y de este modo asumida en el proceso vital de la Iglesia. Pero la participación de la mujer en la maternidad espiritual va mucho más allá; ella está llamada a favorecer en los niños la vida de gracia. La mujer es un órgano inmediato de la maternidad sobrenatural de la Iglesia y participa de esta maternidad sobrenatural. Y eso no se reduce sólo a los propios hijos. El sacramento del matrimonio incluye fundamentalmente la misión recíproca de favorecer o hacer nacer la vida de gracia en el cónyuge; además es propio de la madre incluir en su preocupación maternal a todos los que viven dependiendo de ella; y, finalmente, es misión de todo cristiano suscitar y promover la vida de fe en toda alma, siempre que sea posible. La mujer está llamada de modo particular a esta misión, por la peculiar posición en que ella se encuentra frente al Señor.

La narración de la creación pone a la mujer junto al hombre como ayuda proporcionada, para que obren juntos como un ser único. La carta a los Efesios representa esta relación como una relación entre cabeza y cuerpo, como un símbolo de la relación entre Cristo y la Iglesia. Por eso hay que ver en la mujer un símbolo de la Iglesia. Eva, que nace del costado de Adán, es un símbolo de la nueva Eva -por tal entendemos a María, pero también a la Iglesia entera- que nace del costado abierto del nuevo Adán. La mujer ligada por un matrimonio auténticamente cristiano, es decir, por una unidad de vida y de amor indisoluble con su esposo, representa a la Iglesia, esposa de Cristo. Esta personificación de la Iglesia es más íntima y perfecta en la mujer que, cual sponsa Christi, ha consagrado su vida al Señor y se ha unido con Él con un vínculo indisoluble. Ella está a su lado como la Iglesia, como la Madre de Dios, que es el prototipo y célula germinal de la Iglesia cual colaboradora en la obra de la redención. El don total de su ser y de toda su vida, le hace vivir con Cristo y colaborar con Él; lo cual significa también sufrir con Él y morir esa muerte de la que surge la vida de gracia para la humanidad. Y así la vida de la esposa de Dios se enriquece con la maternidad espiritual sobre toda la humanidad redimida; y no existe diferencia si ella trabaja directamente entre las personas o si ella con el sacrificio trae frutos de gracia, que ni ella ni ningún otro ser humano tiene conocimiento.

María es el símbolo más perfecto de la Iglesia porque ella es prototipo y origen. Ella es un órgano particularísimo: el órgano del cual fue formado todo el Cuerpo místico, incluso la misma Cabeza. Por su posición orgánica central y esencial se la llama gustosamente el corazón de la iglesia. Las expresiones cuerpo, cabeza y corazón son imágenes con las que se pretende expresar una realidad. La cabeza y el corazón desempeñan en el cuerpo humano unas funciones fundamentales: los otros órganos y miembros dependen de esos dos en su ser y actuar; y entre cabeza y corazón hay una conexión especialísima. Lo mismo sucede con María que por su especial unión con Cristo necesita de un ligamen real -entendido como místico-, con todos los otros miembros de la Iglesia, unión que supera cualitativa y cuantitativamente la unión que se da entre los miembros, unión semejante a la existente entre madre e hijo, superior a la existente entre los hijos. Llamar a María como Madre no es una simple imagen. Ella es nuestra Madre en sentido real y eminente, en un sentido que trasciende la maternidad terrenal. Ella nos ha generado a la vida de la gracia cuando se entregó a sí misma, todo su ser, su cuerpo y alma a la maternidad divina.

Por todo esto ella nos es muy cercana. Nos ama, nos conoce, se empeña en hacer de nosotros lo que tenemos que ser; sobre todo, nos quiere conducir a la unión más íntima con el Señor. Esto es válido para todos los hombres; para la mujer tiene necesariamente una importancia particular. En su maternidad natural y sobrenatural, y en su esponsalidad con Dios, continúa en cierto modo la maternidad y esponsalidad de la Virgo-Mater. Y así como el corazón de una mujer nutre y sustenta todos sus órganos corporales, así podemos creer que María colabora allí donde una mujer cumple con su misión femenina, igual que está presente la colaboración de María en todas las actividades de la Iglesia. Pero puesto que la gracia no puede actuar en las almas si éstas no se abren a su presencia, del mismo modo María no puede realizar plenamente su maternidad si los hombres no se le abandonan. Las mujeres que desean corresponder plenamente con su vocación femenina, en todos los modos posibles, alcanzarán su fin de un modo más seguro si, además de tener presente la imagen de la Virgo-Mater y tratar de imitarla en su actividad formativa, se confían a su dirección y se abandonan totalmente a su guía. Ella puede formar a su imagen a todos los que le pertenecen.

Aquí hemos señalado los peldaños que conducen a la mujer a su puesto, querido por Dios, dentro de la Iglesia: ser hija de Dios, ser órgano de la Iglesia para la maternidad física y espiritual, símbolo eclesial y sobre todo hija de María. ¿Qué puede hacer el hombre, y especialmente la mujer para orientar a la juventud femenina por este camino?

2. Orientar a la juventud hacia la Iglesia

Por su carácter maternal eclesial, la mujer está llamada en la Iglesia a la formación cristiana de la juventud, especialmente de la juventud femenina. El primer objetivo consiste en conducir a la adopción divina, para lo cual el primer paso esencial es el bautismo. Esto es generalmente tarea de los sacerdotes, si bien los padres son los primeros que tienen que preocuparse de ello. Con el bautismo nace el hijo de Dios, que es hijo de la Iglesia. La vida de gracia en el niño es como una pequeña llama que tiene que ser protegida y alimentada. Protegerla y alimentarla en los primeros años es una misión sobre todo de la madre.

Protegerla significa ampararla de todo soplo que pudiera apagarla. Se apaga con la incredulidad y el pecado, lo cual le es posible al niño sólo después de que ha alcanzado el uso de la razón y de la libertad. Pero incluso antes es necesaria la vigilancia porque pueden entrar en el alma partículas venenosas antes de que se haya despertado la vida espiritual. Todo lo que se presenta ante los ojos del niño, lo que entra por sus oídos, lo que estimula sus sentidos, influye sobre él incluso antes del nacimiento y puede provocar en su alma impresiones cuyas consecuencias en su vida futura son imprevisibles. Por eso la madre tiene que conservar pura la atmósfera en la que vive el niño. Tiene que preocuparse también, de ser y mantenerse pura, y procurar, en la medida de lo posible, mantener lejos del niño a las personas que no gocen de su confianza. La pequeña llama se alimenta, antes de que el niño alcance la razón, con la oración de la madre y la protección de la Madre de Dios, a quien el niño ha sido confiado. En el momento en el que se despierta la razón, comienza la posibilidad de una formación directa. El niño tiene que aprender a conocer y a amar al Padre del cielo, al niño Jesús, a la Madre de Dios y al ángel de la guarda. Con el desarrollo de la razón se hace posible la profundización en el mundo de la fe. El corazón, puro y no corrompido del niño, no encuentra dificultades para eso; más bien muestra un deseo continuamente creciente. Y apenas la razón se muestra abierta, hay que admitirlo en las fuentes de la gracia, en los sacramentos. Estos son los alimentos más sustanciales de la vida de la gracia y la defensa más eficaz contra los peligros que en estas edades son inevitables: las influencias externas, múltiples y a veces incontrolables.

Si en los primeros años se ha colocado un fundamento sólido y seguro de formación religiosa, el trabajo de la escuela es fácil. Pero sabemos que hoy muchas madres no cumplen con esa misión; cuántos niños llegan a la escuela sin ningún conocimiento de la fe; cuántos están influenciados por la incredulidad de la familia o de la calle; en cuántos la pureza del corazón ha sido dañada por lo que han visto y oído desde la más tierna infancia y que obstruye en ellos el camino para una libre adquisición de las verdades divinas. Pero la empresa no está del todo perdida si el niño encuentra en la escuela lo que le ha faltado en casa: la dirección de una educadora materna, pura, unida a Dios y que lo introduce en la vida de la fe. En el corazón del niño hay, incluso en aquel que ha sido tocado por el pecado, un deseo intenso de pureza, de bondad, de amor, unas ansias inmensas de amar y confiar. La maestra que se presenta como una auténtica madre, enseguida les conquista y puede conducirles donde quiera. Es casi inevitable el ligarles personalmente a sí; pero ella no tiene que quedarse en esto; su fin será el conseguir la instauración en ellos de un contacto firme e inmediato con el mundo de la fe, ligamen que permanece incluso cuando el influjo cesa, y que permanece sin alterarse frente a influencias peligrosas de otras partes.

En los primeros años de escuela, las narraciones bíblicas, expuestas con vivacidad, influyen fuertemente sobre la fantasía y el ánimo. Las prácticas religiosas incluidas en la vida escolar, -sensibilidad por el año litúrgico, preparación de la Navidad, altar y canciones de mayo, visitas comunes a la iglesia con oraciones y cantos bonitos-, crean hábitos preciosos y entrañables. Pero sería peligroso fiarse de la fantasía, del sentimiento, de la fuerza de las buenas costumbres; sería como desconocer la fuerza inmensa de las pasiones y de las grandes crisis de la vida; sería desconocer la naturaleza femenina, en la que ciertamente la fantasía y el ánimo (con esto se entiende el dominio de los sentimientos y de las emociones) fácilmente se encienden y arrastran, pero que no son el centro vital del que dependan las decisiones más importantes.

La formación religiosa para que sea duradera tiene que estar anclada en valores objetivos, y tiene que contraponer a las potentes realidades de la naturaleza, las realidades aún más potentes de la gracia. Por eso es necesario preparar cuanto antes para la recepción de los sacramentos, preocuparse por un acercamiento frecuente a los mismos y exhortar a la comunión cotidiana. No menos necesaria resulta la preparación para una recepción fecunda de los sacramentos; los sacramentos hay que comprenderlos en su auténtico significado; la gran realidad sobrenatural que en ellos se esconde y actúa por su medio en el alma, tiene que ser alcanzada por la inteligencia. Eso exige una reestructuración de la formación religiosa desde el inicio, pero sobre la base de una enseñanza dogmática clara y profunda (exigencia que no se limita sólo a este caso, sino que es necesaria siempre que se quiera anclar la religiosidad en valores objetivos y se quiera orientar hacia las realidades sobrenaturales). La formación religiosa, de hecho, tiene que poner las bases para una auténtica vida de fe, y la fe no es objeto de fantasía ni de un sentimiento piadoso, sino comprensión intelectual (aunque no se trate de penetración racional) y adhesión de la voluntad a las verdades eternas; la fe plena y formada es una de las acciones más profundas de la persona en donde se realizan todas las potencias. Los sentidos y la fantasía mueven la inteligencia y son necesarios como punto de partida; los movimientos del ánimo estimulan la voluntad a adherirse, de ahí que sean una ayuda preciosa. Pero si se contenta con eso, si no se estimulan los actos propios de la inteligencia y de la voluntad, difícilmente se formará una vida de fe auténtica.

¿Quién se atrevería a contestar la inteligencia y la voluntad de las jóvenes? Significaría negarles el pleno carácter humano. Lo que no les atrae es el conocimiento abstracto, puramente intelectual: quieren entrar en contacto con la realidad y quieren abrazarla no sólo con la inteligencia sino con el corazón. Precisamente, porque su naturaleza les lleva a poner toda su personalidad en sus actos interiores, se sienten muy atraídas por la fe, que exige de toda la persona y de todas sus energías; es más fácil llevarles a ellas la vida de fe que a los muchachos. Mientras que la enseñanza memorística de las frases incomprensibles del catecismo resulta desastrosa, introducir en los misterios de la fe resulta muy fructífero. Cuando el evangelio de la Navidad, la celebración navideña con los dones del Niño Jesús y el encanto misterioso de la noche santa, abren al conocimiento de María y del Niño que conquistan los corazones, surge espontáneo el deseo de acercarse a ellos y conocerlos más profundamente. Entonces, éste es el momento oportuno para señalar los misterios de la Encarnación y de la excelsa vocación de la Madre de Dios. Así se despierta la comprensión de la íntima unión que nos une con el poder sobrenatural, suscitando un confiado abandono para toda la vida. La narración evangélica de la última Cena prepara el terreno para una profunda introducción en el misterio eucarístico; la pasión y la resurrección sirven para introducir en el misterio de la redención, en el auténtico significado del dolor, de la muerte y resurrección. La exposición de los misterios cristianos tiene que conducir a una transformación en la vida práctica. Esto sucederá sólo si, quien explica a las niñas estos misterios, está compenetrado y conformado con estos misterios; y sólo si la oración litúrgica es expresión de su vida litúrgica[1], entonces será de provecho y eficaz su labor formativa religiosa.

Frecuentemente se ha destacado que las mujeres, debido a la unidad de su ser, consiguen más fácilmente empapar de fe toda su vida; ello implica que fácilmente están en grado de ofrecer una enseñanza vital formativa de la religión. De todos modos será más fácil para ellas influir de modo decisivo sobre las niñas. No quiero con ello aludir a una limitación de la influencia del sacerdote, lo que pretendo afirmar es que la importancia de la mujer en la educación de la juventud tiene que ser subrayada. Acción que no tiene que traer solamente fruto en el sector de la enseñanza de la religión (por muy fundamental que éste sea), sino en toda enseñanza escolar y también fuera de la escuela.

Cuanto mayores son los peligros a los que está expuesto el niño fuera de la escuela, en casa o en la calle, -al menos cuando la escuela no es confesional-, más necesaria se hace la protección del niño fuera de la escuela por parte de la Iglesia. La Ayuda al Niño, asociación nacida en algunos lugares por iniciativa privada, tendría que estar organizada a gran escala, y poner las bases para la formación juvenil, porque precisamente en los primeros años es cuando se puede poner el fundamento sólido de la religiosidad para toda la vida. Todo sacerdote y toda maestra sabe lo difícil que es la formación de las niñas -especialmente en el campo religioso-, durante los años de la pubertad; hay muy pocas posibilidades de éxito si anteriormente no se hizo nada sólido que pueda resistir esta tempestad de la pubertad. Hay muchas quejas porque el trabajo en asociaciones juveniles tiene poco éxito; esto depende ciertamente del hecho de que se ha comenzado demasiado tarde y, precisamente, en la edad del desarrollo, que es la menos indicada.

Naturalmente una asociación de Ayuda al Niño que quisiera desarrollar un trabajo que diese frutos, tendría que contar con un buen número de educadoras. No creo que fuera imposible conseguirlo sí se dirigiese la atención hacia la gran cantidad de jóvenes maestras desocupadas y se les diese la necesaria formación religiosa, psicológica y pedagógica. (Ciertamente habría que examinarlas detenidamente antes de confiarles este trabajo). Incluso entre las responsables activas de las asociaciones juveniles habría algunas que estarían contentas y dispuestas a dedicarse al trabajo con los más pequeños.

El primer paso en la formación religiosa, introducir en la filiación divina, tendría que llevarse a cabo en los primeros años de vida y venir en adelante continuamente repetido y profundizado. Así los años de la adolescencia quedarían libres para un paso ulterior que habría que afrontar en esa edad: preparar a la mujer para que asuma su lugar en el Cuerpo de la Iglesia. Y habría que aprovechar la crisis que vive la adolescente en el cuerpo y en el alma, y que tanto la absorbe, para hacerla comprender la grandeza y el sentido sagrado que encierra lo que ella experimenta en sí misma.

A esta tarea está llamada en primer lugar la madre. ¡Pero qué pocas son las madres, incluso entre las buenas y concienzudas, que están en grado de asumir este papel! Incluso para el sacerdote (catequista o director espiritual) es una tarea casi imposible. El puede que haya estudiado psicología y tenga una larga experiencia con muchachas, pero el alma de la adolescente permanece para él como una tierra desconocida (y cuanto más sepa de psicología más clara le resulta esta realidad). Le falta, en este problema tan delicado, la seguridad, la libertad y desenvoltura necesaria. Y si tuviese todo esto, la desenvoltura le faltaría a la adolescente y sería muy difícil conseguir que la alcanzase. Incluso las mujeres maduras difícilmente consiguen hablar con objetividad y libertad sobre los temas de la vida sexual, porque para ellas son problemas que van indisolublemente unidos con su personalidad íntima. (Serenidad y objetividad en este campo pueden alcanzarse con una exposición auténticamente científica, sobre todo médica; pero aún mejor si va acompañada por la valoración sobrenatural que hace accesible a una sobria consideración objetiva la misma personalidad íntima). Pero las muchachas en su adolescencia, edad en la que muy poco comprenden de sí mismas y de las cosas en general, y para las cuales toda argumentación tiene un carácter misterioso y sensacionalista, y que en el sacerdote ven un hombre ante el que se avergüenzan, muy difícilmente podrán llegar a asumir ante él una actitud justa[2].

Para la educadora es mucho más fácil todo esto si tiene libertad para desenvolverse, una actitud que nace de la consideración de estos hechos naturales a la luz de la fe. Y si por experiencia tiene un conocimiento íntimo de las muchachas y goza de su confianza plena, fácilmente conseguirá afrontar los problemas que les queman dentro y hablar del modo exacto: un modo general y objetivo que evita la impresión de querer entrar en el ámbito personal; pero también de modo que cada una pueda encontrar la respuesta a las propias dudas, y eventualmente la valentía de buscar la solución a particulares dificultades con un coloquio personal. En estos años habría que ofrecer una conceptualización clara, plenamente católica del matrimonio y de la maternidad. Las adolescentes aprenderían de este modo a ver el desarrollo que experimentan dentro de sí como una preparación a su vocación; esto les daría la fuerza para superar bien la crisis, para poder ayudar ellas mismas, como madres o educadoras, a las generaciones que les siguen.

Hay que explicar la maternidad en su sentido verdadero; no sólo natural sino también sobrenatural. Por eso es necesario aclarar que la maternidad sobrenatural es posible independientemente de la maternidad física. Esto es muy necesario para que las que no lleguen al matrimonio, puedan dirigir su vida de un modo correcto. Tendrán que entrar en la vida profesional, dispuestas a conducir allí toda su existencia, pero dando a su vida un rostro auténticamente femenino. A esta disposición tan importante tendría que preparar también la escuela: durante las clases de religión y en las otras horas, siempre que surja la oportunidad de hablar de la vida futura. Esta disposición tendría que influir profundamente en el momento de elegir una profesión. En los años de trabajo común en las asociaciones femeninas tendría que profundizarse en esto y traer las consecuencias prácticas que conlleva. Es de suma importancia que las jóvenes vean en su educadora un ejemplo vivo de maternidad y participen de esos frutos.

Considero de extrema importancia la comprensión profunda de la maternidad virginal de María y de su asistencia maternal a las muchachas que se preparan y a las mujeres que cumplen con su vocación femenina. Lo que dije sobre la importancia de la dogmática para toda formación religiosa, quisiera repetirlo y subrayarlo en relación con la devoción a María. Tendría que ser explicada con toda su eficacia y basada sobre los firmes fundamentos dogmáticos. Las tradiciones devocionales marianas, presentes en muchas congregaciones, no me parecen muy eficaces hoy en día. Las poesías y preces a la Virgen, los símbolos de colores y banderas marianas, ciertamente ejercen un encanto sobre los niños; son además expresión de un auténtico amor mariano y a menudo han abierto las puertas de la gracia a los incrédulos. Pero la experiencia no puede negar que en muchos casos ya no sostienen a las jóvenes ante ciertos peligros a los que están expuestas. Ante el peso real de la tentación y de las pasiones fácilmente caen los medios simples de la psicología y la estética. Sólo la fuerza desplegada del misterio puede salir triunfante. Sólo la joven que ha comprendido la grandeza de la pureza virginal y de la unión con Dios, luchará seriamente por la propia pureza. Sólo quien cree en el poder ilimitado del Ausilium Christianorum, se confiará a su protección, no sólo con las palabras pronunciadas en los labios, sino con un acto de entrega íntimo y potente. Y quien está bajo la protección de María, está bien custodiado.

Profundizando en la mariología se profundiza también en la idea de sponsa Christi. Para completar una buena formación cristiana es necesario tomar conciencia de la propia excelsa vocación de estar al lado del Señor y conducir la propia vida en unión con Él.

Ninguna vida de mujer es vacía o pobre, si está iluminada por la alegría sobrenatural. Este tiene que ser el fin de la educación de las jóvenes: entusiasmarlas por el ideal de hacer de la propia vida un símbolo misterioso de la unión de Cristo con su Iglesia, con la humanidad redimida. La muchacha que llegue al matrimonio, tiene que saber que tiene este significado simbólico excelso, y que ella tiene que honrar en su esposo la imagen del Señor. Quien comprenda esto seriamente, no contraerá una unión tan fácilmente; primero querrá poner a prueba a la otra parte para ver si se le ha concedido la misión de cumplir una misión tan santa. Y quien se decide, tiene que saber que tendrá que gastar toda su vida para llevar a plenitud en sí y en el esposo la imagen divina; incluso en el peor de los casos -por desilusión o despreocupación-, no puede venir a menos; tiene que saber que recibe los hijos del Señor y que tiene que hacerlos crecer para el Señor. Y aquellas, que por elección libre o por las circunstancias de la vida renuncian al matrimonio, tienen que creer con alegría que el Señor las ha reservado para unirlas con Él con un ligamen especialísimo. Tiene que conocer los diversos estilos de vida de dedicación a Dios, sea en las órdenes religiosas o en las profesiones terrenales. La vida claustral será más fácil de conocer en contacto con una comunidad activa que, en la dedicación a los enfermos, a la enseñanza o a trabajos sociales, cumple con una vocación típica femenina en la que se realiza el amor de Cristo. También se puede hacer una peregrinación o visita a una abadía, donde las niñas pueden conocer la oración litúrgica en toda su belleza y majestuosidad; más fácilmente será después hacerles comprender en profundidad esa forma de vida en la que el opus Dei[3] ocupa el primer lugar. La vida de Santa Teresita del Niño Jesús puede servir de orientación hacia el jardín cerrado del Carmelo, hacia el misterio del sacrificio de sí y de la participación en la redención a través de la expiación. Hoy tenemos, además, ante los ojos muchas figuras de mujeres que viven en el mundo y están íntimamente unidas con el Señor, alcanzando un grado excelso de perfección. Se trata de un tesoro infinito que puede abrirse a las muchachas en la lectura común, en narraciones, en conversaciones confiadas. Existen, entre estas mujeres, educadoras que conocen las fuentes de la vida en las que se cobijan y que llevan en sí el fuego con el que encienden a las almas juveniles.

Quien está trabajando con jóvenes, conoce el estado de miseria y de no preparación con el que llegan los niños a la escuela o a las asociaciones juveniles; podría parecer demasiado elevado e inalcanzable el ideal aquí trazado comparado con el material que se tiene entre manos. Pero si el fin es claro e incontestable, y puesto por Dios -y creo que lo sea-, la formación tiene que tender a ello, de otro modo sería un esfuerzo vacío e insensato. La vocación del cristiano es la santidad, y su objetivo vital consiste en elevarse hasta ella desde la profundidad del pecado.

Es cierto que aquí se nos presenta una contradicción terrible: por un lado, jóvenes ligeras, superficiales, sensuales, que no piensan más que en bonitos vestidos y en amoríos; por otra parte, los excelsos misterios de la fe. Quien pasa un par de horas a la semana con jóvenes y piensa que las tendrá alejadas de las amistades peligrosas con buenas amistades, no conseguiría nada. De hecho la vida exterior seduce más fácilmente que el grupo de buenas amigas; y si éstas la desagradan un poco, no gustará más de su compañía. Pero si la formación se inicia en la tierna infancia, se desarrolla una continua unión de vida; si se ilumina la vida del niño con la alegría por todas las criaturas de Dios y, al mismo tiempo, se planta en su tierno corazón el cimiento seguro del edificio de su vida que tendrá que elevarse hasta el cielo, y si día a día, año tras año se trabaja en eso, entonces el fin no es inalcanzable. Por el contrario, resulta fácilmente alcanzable porque por el puente construido hacia nosotros desde el más allá, vienen las fuerzas enviadas desde lo alto en nuestra ayuda y pueden actuar todo lo que el esfuerzo humano no puede alcanzar.

Hoy en día hay millones de niños huérfanos y faltos de un hogar, aunque tengan una casa y una madre. Tienen hambre de amor, esperan una mano segura que les levante de la miseria y de la inmundicia a la pureza y a la luz. Y nuestra gran madre, la santa Iglesia, ¿cómo podría no alargar sus brazos y acoger en su corazón a estos pequeños, amados por el Señor? Pero la Iglesia necesita de brazos y corazones humanos, de brazos y corazones maternales.

Trabajar entre los jóvenes, y sobre todo entre la juventud femenina, en nombre de la Iglesia, es quizás la mayor misión que se le presenta hoy a la Alemania católica. Si se cumple con esta misión, podremos tener puesta la esperanza en una generación de madres cuyos hijos tendrán una casa, sin necesidad de tener que confiarlos en manos de extraños como huérfanos; y se creará en Alemania un pueblo moralmente sano y creyente en Cristo.
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En Ediciones Carmelitanas

[1] N.d.t.: cuando Edith Stein habla de vida litúrgica está diciendo que el auténtico vivir cristiano, la verdadera espiritualidad del cristiano, tiene que ser una vida configurada con cuanto se celebra y vive en la liturgia de la Iglesia

[2] Rodolfo PEIL anota en su libro, Konkreten Mädchenpädagogik, Honnef a. Rh. 1932, que las adolescentes ven en el sacerdote fundamentalmente su carácter objetivo, y precisamente por esto se abren a él más fácilmente que a la madre o a la maestra. No lo pongo en duda si el sacerdote es auténticamente sacerdote y las muchachas tienen una formación religiosa tan elevada que les permite asumir esta posición conforme a la realidad de las cosas. Sin embargo, pongo en duda que la situación concreta de la que habla el P. Peil, se corresponda con la situación general presente en nuestra labor educativa.

[3] N.d.t.: con esta denominación latina "obra de Dios", se entiende la liturgia oficial de la Iglesia.


Cómo llegué al Carmelo de Colonia

Muchas veces se oye la propuesta de no mencionar los convertidos al catolicismo para no herir susceptibilidades, y no entorpecer el ecumenismo o el diálogo interreligioso. Con motivo de la canonización de Edith Stein un coro de protestas se levantó de algún sector del judaísmo, e incluso alguno llegó a decir: "Es un premio a la apostasía". 
Creemos que no es ésta una actitud adulta.
Los convertidos son, en general, personas especialmente aptas para el trabajo del verdadero diálogo, por su conocimiento no sólo intelectual sino también experimental de las partes que buscan dialogar. Y por su amor común a ambas partes.
Presentamos este pequeño escrito de Edith Stein, en el que explica como su ingreso en el Carmelo, lejos de ser una muestra de su desinterés por su pueblo -el hebreo- fue un acto de amor y ofrecimiento para unirse a la cruz que su pueblo tuvo que cargar en esos terribles días.
Dos días antes de partir vino a visitarme su padre (Hans Biberstein). Era grande el apremio que le movía a exponerme sus reparos aunque no se prometiera ningún resultado. Lo que yo quería realizar acentuaba agudamente la línea de división con el pueblo judío, que por entonces estaba tan oprimido. El no podía comprender que la misma cosa fuera de otra manera muy distinta desde mi punto de vista.   
La incomprensión la acompañó en su momento, pero su amor fue más grande, al punto de sacrificarse por aquellos que no la entendieron. Cómo Dios aceptó su ofrecimiento, es algo que ya sabemos: mártir de Cristo por amor al pueblo hebreo.

Quizás, después de Navidad, abandonaré esta casa. Las circunstancias que han hecho necesario mi traslado a Echt (Holanda), me recuerdan vivamente las condiciones del momento de mi entrada. Una profunda conexión existe entre ellas. 
Cuando a principios del año 1933 se erigió el “Tercer Reich”, hacía un año que era profesora en el Instituto alemán de Pedagogía en Münster de Westfalia. Vivía en el “Collegium Marianum” en medio de un gran número de estudiantes religiosas de distintas congregaciones y de un pequeño grupo de otras estudiantes. Cariñosamente atendida por las religiosas de Nuestra Señora. Una tarde de Cuaresma regresé tarde a casa de una reunión de la Asociación de Académicos católicos. No sé si había olvidado la llave o estaba metida otra llave por dentro. De todos modos no pude entrar en casa. Con el timbre y con palmadas traté de ver si alguien se asomaba a la ventana, pero fue inútil. Las estudiantes que dormían en las habitaciones que dan a la calle estaban ya de vacaciones. Un señor que pasaba por allí me preguntó si podía ayudarme. Al dirigirme hacia él, hizo una profunda reverencia y dijo: “Srta. Doctora Stein, ahora la reconozco”.
Era un maestro católico, miembro de la Asociación de trabajo del Instituto. Pidió perdón por un momento para hablar con su mujer que, con otra señora, iba más adelante. Habló un par de palabras con ella y se volvió hacia mi. “Mi señora la invita de todo corazón a pasar esta noche con nosotros”. Era una buena solución; acepté dándole las gracias. Me llevaron a una sencilla casa burguesa. Tomamos asiento en el salón. La amable señora colocó una fuente con fruta sobre la mesa y se marchó para prepararme una habitación. Su marido comenzó a conversar y a contarme lo que los periódicos americanos decían de las crueldades que se cometían contra los judíos. Eran noticias sin fundamento que no quiero repetir. Sólo ahora tengo la impresión de revivir lo de aquella noche. Ya antes había oído hablar de las fuertes medidas contra los judíos. Pero entonces me vino como una luz, que Dios nuevamente había dejado caer su mano pesada sobre su pueblo y que el destine de este pueblo también era el mío. Yo no dejé advertir al señor que estaba conmigo lo que en aquel instante pasaba dentro de mí. Nada sabía él de mi origen. En tales casos solía hacer la oportuna observación. Esta vez no lo hice. Me parecía como herir la hospitalidad si con tal noticia iba a perturbar el descanso nocturno.
El Jueves de la Semana de Pasión fui a Beuron. Desde 1928 había celebrado allí todos los años la Semana Santa y Pascua, haciendo en silencio ejercicios espirituales. Esta vez me llevaba un motivo especial. En las últimas semanas había pensado continuamente si no podría hacer algo en la cuestión de los judíos. Últimamente había planeado viajar a Roma y tener con el Santo Padre una audiencia privada para pedirle una Encíclica. Sin embargo no quería dar este paso por mi propia cuenta. Había hecho ya hacía varios años los santos votos en privado. Desde que hallé en Beuron una especie de patria monacal, vi en  el Abad Rafael el “Abad de mi vida”, y le presentaba, para su resolución, toda cuestión importante. No era seguro que le pudiera encontrar. Había emprendido a principios de enero un viaje al Japón. Pero sabía que el haría todo lo posible por estar allí en la Semana Santa. 
Aunque era muy propio de mi manera de ser dar tal paso exterior, sentía, sin embargo, que aún no era el “oportuno”. En qué consistiese lo oportuno, aún no lo sabía. En Colonia interrumpí el viaje del jueves por la tarde hasta el viernes por la mañana. Tenía allí una catecúmena a la que de todas formas tenía que dedicar algo de tiempo. Le escribí que se enterara dónde podríamos asistir por la tarde a la “Hora Santa”. Era la víspera del primer viernes de abril y en aquel “Año Santo” de 1933 se celebraba más solemnemente la memoria de la Pasión de Nuestro Señor. A las ocho de la tarde nos encontrábamos en la Hora Santa en el Carmelo de Colonia-Lindenthal. Un sacerdote (el vicario catedralicio Wüsten, como supe después) dirigió una alocución anunciando que en adelante se tendría aquella celebración todos los jueves. Hablaba bien y conmovido, pero a mí me ocupaba otra cosa más honda que sus palabras. Yo hablaba con el Salvador y le decía que sabía que era su cruz la que ahora había sido puesta sobre el pueblo judío. La mayoría  no lo comprendían, pero aquellos que lo sabían, deberían cargarla libremente sobre sí en nombre de todos. Yo quería hacer esto. Él únicamente debía mostrarme cómo. Al terminar la celebración tuve la certeza interior de que había sido escuchada. Pero dónde tenía que llevar la cruz, eso aún no lo sabía. 
A la mañana siguiente continué mi viaje a Beuron. Al hacer trasbordo al anochecer en Immendingen me encontré con el P. Aloys Mager. El último trayecto lo hicimos juntos. Poco después del saludo me había comunicado la noticia mas importante de Beuron: “el P.Abad ha regresado esta mañana sano y salvo del Japón”. Así todo estaba en orden. 
Mis informes de Roma dieron por resultado que a causa del gran ajetreo no tenía posibilidades de una audiencia privada. Sólo para una “pequeña” audiencia (es decir, en un grupo pequeño) se me podría ayudar en algo. Con eso no me bastaba, por lo que desistí de mi viaje y me decidí por escribir. Sé que mi carta fue entregada sellada al Santo Padre. Algún tiempo después recibí su bendición para mí y para mis familiares. Ninguna otra cosa se consiguió. Más adelante pensé muchas veces si no le habría pasado por la cabeza el contenido de mi carta, pues, en los años sucesivos se fue cumpliendo punto por punto lo que yo allí anunciaba para el futuro del Catolicismo en Alemania.
Antes de mi partida pregunté al Padre Abad qué debía hacer si se terminaba mi actividad en Münster. Para él era imposible pensar que pudiera suceder aquello. Durante mi viaje a Münster leí en un periódico la crónica de una gran reunión de maestros nacional-socialistas, en la que habían participado también juntas confesionales. Era claro para mí que en la enseñanza era donde menos se tolerarían influencias contrarias a la dirección del poder. El Instituto en el que yo trabajaba era exclusivamente católico, fundado por la Liga de maestros y maestras católicos y sostenido asimismo por ella. Por lo mismo, sus días estaban contados. Yo podía contar justamente con el fin de mi breve carrera de profesora.
El 19 de abril estaba de vuelta en Münster. Al día siguiente fui al Instituto. El Director estaba de vacaciones en Grecia. El administrador, un profesor católico, me condujo a su oficina y desahogo conmigo su dolor. Hacía semanas que estaba haciendo agitadas gestiones y se hallaba desmoralizado. “Calcule usted, señorita doctora, que alguien ha dicho: ¿la señorita doctora Stein no podrá continuar dando sus lecciones?”. Sería mejor que renunciara yo a anunciar lecciones para este verano y trabajara en silencio en el Marianum. Hasta el otoño se podía haber despejado la situación, el Instituto pudiera haber pasado a cargo de la Iglesia y entonces nada se opondría a mi colaboración. Recibí el comunicado muy serenamente. No necesitaba ser consolada. “Si esto no resulta -dije yo-, entonces ya no queda para mí ninguna posibilidad en Alemania”. El administrador me expresó su admiración de que yo viera tan claro, a pesar de que vivía tan abstraída y me preocupaba tan poco de las cosas de este mundo.
Me sentía casi mejor al ver que también me tocaba la suerte general, pero tenía que reflexionar sobre lo que debía hacer en adelante. Pregunté su opinión a la presidenta de la Liga de maestras católicas. Ella había sido la causa de que yo hubiese venido a Münster. Me aconsejó que me quedara en todo caso aquel verano en Münster y que prosiguiese el trabajo científico comenzado. La Liga cuidaría de mi sustento, ya que podría reportar alguna ganancia con mi trabajo. Si no me fuera posible reanudar mi actividad en el Instituto, podría mirar más adelante las posibilidades que se ofrecieran en el extranjero. Efectivamente me llegó un ofrecimiento de Sudamérica. Mas cuando vino se me había mostrado ya otro camino muy distinto.
Unos diez días después de mi retorno de Beuron me vino el pensamiento: ¿no será ya tiempo, por fin, de ir al Carmelo? Desde hacía casi doce años era el Carmelo mi meta. Desde que en el verano de 1921 cayó en mis manes la “Vida” de nuestra Santa Madre Teresa y puso fin a mi larga búsqueda de la verdadera fe. Cuando recibí el bautismo el día de Año Nuevo de 1922, pensé que aquello era sólo una preparación para la entrada en la Orden. Pero unos meses más tarde, después de mi bautismo, al hacérselo presente a mi madre, vi muy claro que no podría encajar el segundo golpe. No hubiese muerto, pero hubiese sido como llenarla de una amargura que yo no podría tomar sobre mí. Debía esperar con paciencia. Así me lo aseguraron también mis directores espirituales. La espera se me hizo últimamente muy dura. Me había vuelto una extraña en el mundo. Antes de aceptar la actividad en Münster y después del primer semestre pedí con mucho apremio permiso para poder entrar en la Orden.
Me fue negado con miras a mi madre y a la actividad que desempeñaba desde hacía varios años en la vida de círculos católicos. Me avine a ello. Pero ahora los muros habían sido derribados. Mi actividad había tocado a su fin. Y ¿mi madre no preferiría saber que estaba en un convento de Alemania que no en una escuela en Sudamérica? El 30 de abril, domingo del Buen Pastor, se celebraba en la iglesia de San Ludgerio la fiesta de su patrón con trece horas de adoración. A última hora de la tarde me dirigí allí y me dije: “no me iré de aquí hasta que no vea claramente si tengo que ir ya al Carmelo”. Cuando se impartió la bendición tenía yo el sí del Buen Pastor.
Aquella misma noche escribí al Padre Abad. Estaba en Roma y no quise enviar la carta por la frontera. Encima del escritorio esperaría hasta que la pudiese enviar a Beuron. Hacia mediados de mayo obtuve el permiso para dar los primeros pasos. Lo hice enseguida. Por mi catecúmena en Colonia supliqué una entrevista a la señorita doctora Cosack. Nos habíamos encontrado en octubre de 1932 en Aquisgrán. Se me presentó porque sabía que yo rondaba muy cerca del Carmelo y me dijo que ella mantenía una estrecha relación con la Orden y especialmente con el Carmelo de Colonia. Por ella quería enterarme de las posibilidades. Me contestó que el domingo anterior a la fiesta de la Ascensión podría disponer de algún tiempo para mí.
Recibí la noticia el sábado con el correo de la mañana. A mediodía me dirigí hacia Colonia. Quedé de acuerdo por teléfono con la doctora Cosack para que fuera a buscarme a la mañana siguiente para dar un paseo juntas. Ni ella ni mi catecúmena sabían por el momento para qué había venido. Esta me acompañó a la misa de la mañana al Carmelo. A la vuelta me dijo: “Edith, mientras estaba arrodillada a su lado, me vino la idea de que quiere entrar ahora en el Carmelo”. No quise ocultarle por más tiempo mi secreto. Me prometió no decir nada. Algo más tarde llegó la señorita doctora Cosack.
Tan pronto como estuvimos de camino hacia el parque de la ciudad, le dije lo que deseaba. Le añadí además lo que se podría alegar contra mi: mi edad (42 años), mi ascendencia judía, mi falta de dote. Ella encontró que esto no dificultaría mi deseo. Me dio esperanzas de que podría ser admitida aquí en Colonia, ya que quedarían algunos puestos libres con la nueva fundación de Silesia: una nueva fundación a las puertas de mi ciudad, Breslavia. ¿No era esto una señal del cielo?
Di a la señorita Cosack tan amplio informe de mi evolución para que ella misma pudiera formarse un juicio sobre mi vocación al Carmelo. Me propuso hacer las dos juntas una visita al Carmelo. Ella mantenía especialmente contacto con Sor Marianne (Condesa Praschma), que tenía que ir a Silesia para la fundación. Con ella quería hablar primero. Mientras ella estaba en el locutorio, estaba yo arrodillada muy cerca del altar de Santa Teresita. Me sobrecogió la paz del hombre que ha llegado a su fin. La entrevista duró mucho. Cuando finalmente me llamó la señorita Cosack, me dijo confiadamente: “Creo que se hará algo”. Había hablado primero con la hermana Marianne y a continuación con la Madre Priora (entonces Madre Josefa del Santísimo Sacramento) y me había preparado bien el camino. Pero ya no daba el horario del monasterio más tiempo para locutorio. Tenía que volver después de vísperas. Mucho antes de vísperas ya estaba yo nuevamente en la capilla y recé las vísperas con ellas. Tenían también el ejercicio de mayo tras las rejas del coro. Eran las tres y media cuando fui llamada al locutorio. Madre Josefa y nuestra amada Madre (Teresa Renata del Espíritu Santo, entonces subpriora y maestra de novicias) estaban en la reja. Nuevamente di cuenta de mi camino: cómo el pensamiento del Carmelo no me había abandonado nunca; que había estado ocho años en las dominicas de Espira como profesora; cuán íntimamente había estado unida con el convento y no quise entrar allí; había considerado a Beuron como la antesala del cielo y, no obstante, nunca pensé hacerme benedictina. Siempre fue como si el Señor me reservase en el Carmelo lo que sólo ahí podía encontrar. Les conmovió. La Madre Teresa únicamente tenia el escrúpulo de la responsabilidad que se podía adquirir admitiendo a alguien del mundo que pudiera hacer aún tanto fuera. Por último me dijeron que tendría que volver cuando el P. Provincial estuviera allí. Le esperaban pronto. 
Por la tarde regresé a Münster. Había adelantado mucho más de lo que hubiera podido esperar a mi partida. Pero el P. Provincial se hizo esperar. Durante los días de Pentecostés estuve muchas veces en la catedral de Münster. Movida por el Espíritu Santo escribí a la Madre Josefa pidiéndole con insistencia una respuesta rápida, ya que por mi situación incierta quería saber con claridad con qué podía contar. Fui llamada a Colonia. El Padre delegado del convento quería recibirme sin aguardar más al Provincial. Debía ser propuesta esta vez a las capitulares que debían votar mi admisión. Estuve en Colonia otra vez desde el sábado por la tarde hasta el domingo por la noche (creo que era el 18-19 de junio). Madre Josefa, Madre Teresa y la Hna. Marianne me dijeron que antes de hacer mi visita al señor Prelado debía presentarme a mi amiga.
Ya iba para casa del Dr. Lenné cuando fui sorprendida por una tormenta, llegando completamente empapada. Tuve que esperar una hora antes de que él apareciese. Después del saludo se llevó la mano a la frente y me dijo: “¿Qué era, pues, lo que tú deseabas de mí? Lo he olvidado completamente”. Le respondí que era una aspirante para el Carmelo de la cual él ya tenía noticia. Cayó en la cuenta y cesó de tutearme. Más tarde supe que con aquello quería probarme. Yo lo había tragado todo sin pestañear. Me hizo que le contase de nuevo todo lo que él ya sabía. Me dijo los reparos que él pondría contra mí, asegurándome galantemente que las monjas ordinariamente no se vuelven atrás por sus objeciones y que el trataría de unirse buenamente con ellas. Me despidió dándome su bendición. 
Después de vísperas vinieron todas las capitulares a la reja. Nuestra amada Madre Teresa, la más anciana, se acercó más a ella para ver y oír mejor. La Hna. Aloisia, muy entusiasta de la liturgia, quiso saber algo de Beuron. Con esto podía tener esperanzas. Por último tuve que cantar un cántico. Ya me lo habían dicho el día anterior, pero yo lo había tomado como una broma. Canté: “Bendice, Tú, María…”, algo tímida y en voz baja.
Después dije que se me había hecho más difícil que hablar ante mil personas. Según supe más tarde, las monjas no lo captaron pues no estaban enteradas de mi actividad de conferenciante. Una vez que las monjas se habían alejado, me dijo la Madre Josefa que la votación no podría hacerse hasta la mañana siguiente. Tuve que partir aquella noche sin saber nada.
La Hna. Marianne, con quien hablé a lo ultimo a solas, me prometió un aviso telegráfico. Efectivamente, al día siguiente recibí el telegrama: “Alegre aprobación. Saludos. Carmelo”. Lo leí y me fui a la capilla para dar gracias. 
Habíamos convenido ya todo lo demás. Hasta el 15 de julio tenía tiempo para liquidar todo en Münster. El día 16, festividad de la Reina del Carmelo, lo celebraría en Colonia. Allí debía permanecer un mes como huésped en las habitaciones de la portería, a mediados de agosto ir a casa, y en la fiesta de nuestra Santa Madre, 15 de octubre, ser recibida en clausura. Se había previsto además mi traslado posterior al Carmelo de Silesia. 
Seis grandes baúles de libros precedieron mi viaje a Colonia. Escribí por esto que ninguna otra carmelita había llevado consigo una tal dote. La Hna. Ursula se preocupó de su custodia y se dio buena mana para dejar separados, al desempaquetar, los de teología, filosofía, filología, etc. (así estaban clasificados los baúles) Pero al final todos se mezclaron. 
En Münster sabían muy pocas personas a dónde iba. Quería, en cuanto fuera posible, mantenerlo en secreto mientras mis familiares aún no lo supiesen. Una de las pocas era la superiora del Marianum. Se lo había confiado tan pronto como recibí el telegrama. Se había preocupado por mí y se alegró muchísimo. En la sala de música del colegio tuvo lugar, poco antes de mi partida, una velada de despedida. Las estudiantes la habían preparado con mucho cariño y también las religiosas tomaron parte en ella. Yo se lo agradecí en dos palabras y les dije que cuando se enterasen más tarde de dónde estaba se alegrarían conmigo. 
Las religiosas de casa me regalaron una cruz relicario que les había dado a ellas el difunto obispo Juan Poggenburg. La Madre superiora me lo trajo en una bandeja cubierta de rosas. Cinco estudiantes y la bibliotecaria fueron conmigo hasta el tren. Pude llevar para la Reina del Carmelo en su fiesta hermosos ramos de rosas. Poco más de año y medio hacía que había llegado como una extraña a Münster. Prescindiendo de mi actividad docente, había vivido allí en el retiro claustral. No obstante dejaba ahora un gran círculo de personas que me tenían amor y fidelidad. Siempre he conservado el recuerdo cariñoso y agradecido de la hermosa y vieja ciudad y toda la comarca de Munster.
Había escrito a casa diciendo que había encontrado acogida entre las monjas de Colonia y que en octubre me trasladaría definitivamente allí. Me felicitaron como por un nuevo trabajo.
El mes en las habitaciones de la portería del convento fue un tiempo felicísimo. Seguía el horario, trabajaba en las horas libres y tenía que ir con frecuencia al locutorio. Todas las cuestiones que surgían se las hacía presentes a la Madre Josefa. Su decisión era siempre tal como hubiera sido la mía. Esta íntima conformidad me alegraba muchísimo. A menudo estaba mi catecúmena conmigo. 
Quería ser bautizada antes de mi partida, a fin de que pudiera ser su madrina. El 1 de agosto la bautizó el Prelado Lenné en la sala capitular de la catedral, y a la mañana siguiente recibió la Primera Comunión en la capilla del convento. Su esposo estuvo presente en las dos ceremonias, pero no pudo decidirse a seguirla. El 10 de agosto me encontré con el P. Abad en Tréveris, y recibí su bendición para el duro camino hacía Breslavia. Vi la santa túnica y pedí fuerza. Largo rato permanecí arrodillada delante de la imagen de San Matías. Por la noche recibí cariñoso hospedaje en el Carmelo de Cordel donde nuestra amada Madre Teresa Renata fue maestra de novicias durante nueve años hasta que fue nombrada subpriora de Colonia. El 14 de agosto partí junto con mi ahijada a Maria Laach para la fiesta de la Asunción. Desde allí proseguí mi viaje hasta Breslavia.
En la estación me esperaba mi hermana Rosa. Como hacía mucho tiempo que pertenecía en su interior a la Iglesia y estaba perfectamente unida conmigo, le dije inmediatamente lo que pretendía. No mostró ninguna admiración, pero pude advertir que nunca le había pasado por la imaginación. Los demás no preguntaron nada hasta después de dos o tres semanas. Sólo mi sobrinoWolfgang (entonces de 21 años) se enteró tan pronto como llegó a hacerme una visita de lo que iba a hacer en Colonia. Le di una respuesta verdadera y le supliqué que guardara silencio por entonces. 
Mi mamá sufría mucho a causa de las circunstancias del tiempo  Le alteraba el que "hubiera hombres tan malos". A esto se sumó una pérdida personal que le afectó mucho. Mi hermana Erna tuvo que tomar a su cargo la praxis de nuestra amiga Lilli Berg, que entonces marchó con su familia a Palestina. Los Biberstein ocuparon la casa de Berg al sur de la ciudad, abandonando la nuestra. Erna y sus dos niños eran el consuelo y la alegría de mamá. Tener que apartarse de su trato diario fue para ella muy amargo. A pesar de todas las preocupaciones que la oprimían, revivió cuando yo llegué. Apareció de nuevo su alegría y su humor. Al regresar de su negocio, se sentaba muy satisfecha con su labor de punto al lado de mi escritorio contándome todos sus problemas caseros. Hice que me refiriera también sus primeros recuerdos como materia para una historia de nuestra familia que entonces comencé. Aquellos ratos magníficos la encantaban visiblemente. Pero yo pensaba para mí: ¡Si supieras ...! 
Para mí era sumamente consolador que estuvieran entonces en Breslavia la Hna. Marianne con su prima la Hna. Elisabeth (Condesa Stolberg), preparando la fundación del convento. Habían partido desde Colonia ya antes que yo. La Hna. Marianne había visitado a mi madre y le había llevado mis saludos. Vino dos veces durante mi ausencia, portándose maravillosamente con mi madre. La visité en las Ursulinas de Ritterplatz, donde se hospedaba, pudiéndole contar libremente cómo estaba mi corazón. Yo recibí a mi vez cuenta detallada de las alegrías y habían partido desde Colonia ya sufrimientos padecidos en la nueva fundación. También inspeccioné con ellas el solar de Pawelwitz (ahora Wendelborn). 
Ayudé mucho a Erna en el traslado. En una de las idas en el tranvía a la nueva casa le expuse finalmente la cuestión de mis propósitos en Colonia. Al oírlo, se quedó pálida y derramó copiosas lágrimas. "Es algo horrible estar en el mundo", replicó ella, "lo que a unos hace feliz es para otros lo peor que les pudiera pasar". No hizo ningún esfuerzo por disuadirme. Unos días más tarde me dijo por encargo de su esposo que si en algo influía en mi resolución la preocupación por mi existencia, podía estar segura de poder vivir con ellos mientras algo tuvieran (lo mismo me había dicho mi cuñado en Hamburgo). Erna añadió que ella era sólo trasmisora de aquello. Sabía bien que tales motivos no suponían nada para mí. 
El primer domingo de septiembre estaba sola con mi madre en casa. Ella estaba sentada haciendo punto junto a la ventana. Yo muy cerca de ella. Por fin me soltó la pregunta por largo tiempo esperada: "¿Qué es lo que vas a hacer con las monjas de Colonia?" "Vivir con ellas". Siguió una lucha desesperada. Mi madre no cesó de trabajar. Su ovillo se enredó, tratando con sus manos temblorosas de ponerlo nuevamente en orden, a lo que le ayudé yo, mientras continuaba el diálogo entre las dos.
Desde aquel momento se perdió la paz. Un peso oprimió toda la casa. De vez en cuando mi madre me dirigía un nuevo ataque al que seguía una nueva desesperación en silencio. Mi sobrina Erika, la judía más piadosa y estricta, sintió como un deber suyo avisarme. Mis hermanas no lo hicieron, porque sabían que no tenía remedio alguno. Se empeoró el asunto cuando llegó de Hamburgo mi hermana Elsa para el cumpleaños de mi madre. Al hablar conmigo, mi madre se dominaba, pero al hablar con Elsa se desquitaba. Mi hermana me contaba después aquellas explosiones, pensando que no conocía cómo estaba el estado de ánimo de la madre. Pesaba también sobre la familia una gran preocupación económica. El negocio hacía tiempo que iba mal. Ahora quedaba vacía la mitad de la casa, donde habían vivido los Biberstein. Todos los días venían personas para ver las condiciones, pero no resultaba nada. Uno de los solicitantes más interesados era una comunidad de la Iglesia protestante. Vinieron dos pastores de ella y a ruegos de mi madre fui con ellos a ver el solar vacío, pues ella estaba muy cansada. Llevamos las cosas tan adelante que incluso se hablaron las condiciones. Lo comuniqué a mi madre que me pidió que escribiese inmediatamente al Pastor principal solicitándole por escrito una respuesta afirmativa. Esta fue dada. Pero poco antes de mi partida, el asunto amenazaba fracasar. Quise quitar al menos esta preocupación a mi madre y me presenté en casa del referido señor. Parecía que no había ya nada que hacer. Cuando me fui a despedir, me dijo: "Por lo visto queda usted muy triste y eso me apena". Le conté cómo mi madre estaba entonces tan acongojada con sus muchas preocupaciones. Me preguntó qué clase de preocupaciones eran aquéllas. Le hablé brevemente de mi conversión y de mis deseos por el convento. Esto le impresionó profundamente. "Debe usted saber antes de irse que aquí ha conquistado un corazón". Llamó a su señora y tras una rápida discusión decidieron convocar nuevamente la junta directiva de la Iglesia y proponer otra vez la oferta. Aún antes de marcharme vino el Pastor principal con su colega a nuestra casa para cerrar el trato. Al despedirse me dijo en voz baja: “¡Dios la guarde!”.
La Hna. Marianne tuvo todavía a solas una entrevista con mi madre. No se podía alcanzar mucho más. La Hna. Marianne no podía dejarse coaccionar (como mi madre esperaba). No quedaba otro consuelo. Ambas hermanas no se hubieran atrevido a fortalecer con palabras de aliento mi decisión. Era tan difícil que nadie podía asegurarme: este o aquel camino es el recto. Para ambos se podían aducir buenas razones. Debía dar el paso sumergida completamente en la oscuridad de la fe. Muchas veces durante aquellas semanas pensaba: ¿Quién se quebrantará antes de las dos, mi madre o yo? Pero ambas perseveramos hasta el fin.
Poco antes de partir fui también a que me miraran los dientes. Estaba sentada en la sala de espera de la doctora, cuando de repente se abrió la puerta y entró mi sobrina Susel. Se puso radiante de alegría. Habíamos llamado al mismo tiempo sin saberlo. Pasamos juntas a la consulta y me acompañó después a casa. Susel tenia entonces doce años, siendo muy madura y reflexiva para su edad. Yo no había hablado nunca a los niños de mi conversión a la fe. Pero Erna se lo había contado. Yo se lo agradezco. Le pedí a la niña que cuando yo me fuese procurara hacer muchas visitas a la abuelita. Ella me lo prometió. "Pero, ¿por qué haces tú ahora esto?" me preguntó. Pude enterarme de las conversaciones que ella había oído a sus papás. Yo le expliqué mis motivos como a una persona mayor. Escuchó muy atentamente y me comprendió.
Dos días antes de partir vino a visitarme su padre (Hans Biberstein). Era grande el apremio que le movía a exponerme sus reparos aunque no se prometiera ningún resultado. Lo que yo quería realizar acentuaba agudamente la línea de división con el pueblo judío, que por entonces estaba tan oprimido. El no podía comprender que la misma cosa fuera de otra manera muy distinta desde mi punto de vista. 
El último día que yo pasé en casa fue el 12 de octubre, día de mi cumpleaños. Era, a la vez, una festividad judía, el cierre de la fiesta de los tabernáculos. Mi madre asistió a la celebración en la sinagoga del seminario de rabinos. Yo la acompañé, pues al menos aquel día se imponía que lo pasáramos juntas. El rabino preferido por Erika, un gran sabio, tuvo una bella exhortación. Durante el viaje de ida en el tranvía no hablamos mucho. Para darle un pequeño consuelo le dije: "La primera temporada es sólo de prueba". Pero esto no ayudó en nada. "Cuando te propones tú una prueba, bien sé yo que la superas". Después se le antojó a mi madre volver a pie. ¡Algo más de tres cuartos de hora con sus 84 años! Pero tuve que dejarla, pues noté que quería hablar francamente conmigo.
“¿No era hermosa la homilía?”. "Sí".
"¿No es posible entonces ser un judío piadoso?". "Ciertamente, cuando no se conoce otra cosa". 
En aquel momento se vuelve hacia mí profundamente alterada: “¿Entonces por qué la has conocido tú? No se puede decir nada contra él. Puede que sea un hombre bueno. Pero, ¿por qué se ha hecho Dios?” 
Concluida la comida se marchó al negocio para que mi hermana Frieda no estuviera sola durante la comida de mi hermano. Pero me dijo que pensaba volver enseguida. Y así lo hizo (sólo por mí; en otro caso estaba durante todo el día en el negocio). Después de comer y por la tarde llegaron muchos huéspedes, todos los hermanos con los niños y mis amigas. Por una parte estaba bien en cuanto que quitaba un poco la tensión del ambiente. Pero por otro lado era peor a medida que uno tras otro se iban despidiendo Al final quedamos mi madre y yo solas en el cuarto. Mis hermanas tenían aún mucho que lavar y recoger. De pronto echó ambas manes a su rostro y comenzó a llorar. Me puse detrás de su silla y estreché fuertemente su cabeza plateada sobre mi pecho. Así permanecimos largo rato hasta que me dijo que se marchaba a la cama. La llevé hasta arriba y la ayudé a desnudarse, la primera vez en la vida. Me senté después en su cama hasta que me mandó a dormir. Ninguna de las dos pudimos conciliar el sueño aquella noche.
Mi tren partía algo temprano, alrededor de las ocho. Elsa y Rosa quisieron acompañarme al tren. Igualmente Erna hubiese deseado ir a la estación. Pero le rogué que viniera temprano a casa para quedarse con mi madre. Sabía que ésta podría tranquilizarse más con ella que con nadie. Como éramos las dos más pequeñas, habíamos conservado siempre la ternura filial para con la madre. Las hermanas mayores le tenían un poco de miedo, aunque su amor no era ciertamente menor.
A las cinco y media salí como siempre de casa para oír la primera Misa en la iglesia de San Miguel. Luego nos reunimos todas para el desayuno. Erna vino hacia las siete. Mi madre trató de tomar algo pero en seguida retiró la taza y comenzó a  llorar como  la noche anterior.
Nuevamente me acerqué a ella y la abracé, estando así hasta el momento de partir. Hice una señal a Erna para que viniera a ocupar mi lugar. Dejé el sombrero y el abrigo en la habitación de al lado. Y luego la despedida. Mi madre me abrazó y besó con el mayor cariño. Erika agradeció mi ayuda (había trabajado algo con ella para sus exámenes de maestra en la escuela media; viniendo a mí con sus preguntas mientras yo estaba con mis maletas). Al final exclamó: "El Eterno te asista". Cuando estaba abrazando a Erna, mi madre sollozaba en alto. Salí rápidamente. Rosa y Elsa me siguieron. Al pasar el tranvía por delante de nuestra casa, no había nadie a la ventana para hacer, como otras veces, unas señales de adiós.
En la estación tuvimos que esperar algo hasta que llegó el tren. Elsa se agarró fuertemente a mí. Cuando había buscado un sitio y miré a mis dos hermanas, quedé sorprendida de la diferencia de ambas. Rosa estaba tan serena y tranquila como si se viniera conmigo a la paz del convento. El aspecto de Elsa se tornó súbitamente por el dolor como el de una anciana.
Finalmente el tren se puso en movimiento. Ambas continuaron agitando sus manos mientras se las podía ver. Después desaparecieron. Me pude acomodar en mi puesto en el compartimiento. Era realidad lo que hacía poco apenas me atrevía a soñar. Ninguna explosión de alegría al exterior. Era terrible lo que quedaba tras de mí. Pero estaba profundamente tranquila, en el puerto de la voluntad divina.
  
Hacia el anochecer llegué a Colonia. Mi ahijada me rogó que pasara nuevamente la noche con ella. Sería recibida en la clausura al día siguiente después de vísperas. Avisé por teléfono de mi llegada al convento y tuve que acercarme a la reja para saludar. Después de comer estábamos nuevamente ambas allí para asistir, desde la capilla, a las primeras vísperas de nuestra Santa Madre.
Estando arrodillada delante del presbiterio, oí susurrar en el torno de la sacristía: “¿Está Edith fuera?”. Habían traído enormes crisantemos blancos. Los habían enviado como saludo las profesoras desde el Pfalz. Los tenía que ver antes de que adornaran el altar. Después de las vísperas tomamos aún juntas el café. Se acercó una señorita hermana de nuestra amada Madre Teresa Renata. Preguntó cuál de nosotras era la postulante pues quería animarla un poco. Pero no lo necesitaba. Ésta y mi ahijada me acompañaron hasta la puerta de la clausura. Finalmente se abrió. Y yo atravesé con profunda paz el umbral de la Casa del Señor.


EL MISTERIO DE LA NOCHEBUENA
 
 
1 Adviento y Navidad
 
1       Cuando los días se acortan paulatinamente y en un invierno normal comienzan a caer los primeros copos de nieve, surgen tímido y calladamente los primeros pensamientos de la Navidad. De la sola palabra brota ya un encanto especial, al cual apenas un corazón puede presentar resistencia. Aquellos que no comparten nuestra fe y aún los no creyentes, para los cuales la vieja historia del Niño de Belén carece de significado, se preparan para esta festividad y discurren modos y maneras de encender aquí y allá un rayo de felicidad. Es como si desde semanas y meses atrás un cálido torrente de amor se desbordase sobre la tierra. Una fiesta de amor y alegría, esto es la estrella hacia la cual marchamos todos en los primeros meses de invierno. Para los cristianos y, en especial para los católicos, significa algo todavía más profundo. La estrella los conduce hasta el pesebre con el Niño que trajo la paz al mundo. El arte cristiano nos lo presenta ante nuestros ojos en numerosas y tiernas imágenes; viejas melodías, en las cuales resuena todo el encanto de la infancia, nos hablan de él.
Las campanas del “rorate” y los cánticos del Adviento despiertan en el corazón del que vive con la Iglesia un anhelo santo; y aquel que ha penetrado en el inagotable manantial de la liturgia se siente día a día más profundamente estremecido por las palabras y promesas del Profeta de la Encarnación que dice: “¡Que caiga el rocío del cielo!¡Que las nubes lluevan al justo!(Isaías 45,8). ¡El Señor está cerca, venid adorémosle!¡Ven, ven Señor, no tardes!¡Alégrate Jerusalén, llénate de gozo por viene tu Salvador!(Zacarías 9,9)”.
2       Desde el 17 hasta el 24 de diciembre resuenan las solemnes antífonas “Oh” del Magnificat (¡Oh Sabiduría!; ¿Oh Adonai!; ¡Oh Raíz de Jesé!; ¡Oh Llave de David!; ¡Oh Amanecer!; ¡Oh Rey de los pueblos!) llamando cada vez más fervientes y ansiosas: “¡Ven a salvarnos!” Cada vez más prometedor resuena también el “He aquí que todo se ha cumplido” (en el último domingo de Adviento); y finalmente: “Hoy veréis que el Señor se acerca y mañana contemplaréis su grandeza”. Precisamente cuando al anochecer se enciende el Arbol de Navidad y comienza el intercambio de regalos, una ansia todavía insatisfecha nos impulsa hacia afuera, hacia el resplandor de otra luz, hasta que las campanas tocan a la Misa del Gallo y el misterio de la Nochebuena se renueva sobre los altares cubiertos de flores y de luces: “¡Y el Verbo se hizo carne!” (Jn.1,14). Esa es la hora de la plenitud.
 
 
2 El séquito del Hijo de Dios hecho hombre
 
1       Todos nosotros hemos sentido alguna vez una tal felicidad en la Nochebuena, aun cuando el cielo y la tierra todavía no se han unido. La estrella de Belén es todavía hoy una estrella en la noche oscura. Apenas dos días después se quita la Iglesia las vestiduras blancas y se reviste del color de la sangre, al cuarto día del morado de la tristeza. San Esteban, el Protomártir, el primero que siguió al Señor en el martirio y los Santos Inocentes de Belén y de Judá, los niños de pecho brutalmente degollados por los soldados de Herodes, son el cortejo del Niño del Pesebre. ¿Qué significa esto? ¿Dónde está el júbilo de los ejércitos celestiales? ¿Dónde la callada beatitud de la Nochebuena? ¿Dónde la paz sobre la tierra? “Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. Pero no todos tienen buena voluntad.
Es por eso que el Hijo del Eterno Padre tuvo que bajar desde la grandeza de su gloria a la pequeñez de la tierra, ya que el misterio de la iniquidad la había cubierto de las sombras de la noche.
Las tinieblas cubrían la tierra y Él vino a nosotros como la luz que alumbra en las tinieblas, pero las tinieblas no lo recibieron. A aquellos que lo recibieron, les trajo Él la luz y la paz; la paz con el Padre en el cielo, la paz con todos aquellos que igualmente son hijos de la luz y del Padre celestial y la profunda e íntima paz del corazón. Pero de ninguna manera la paz con los hijos de las tinieblas. El Príncipe de la paz no les trae a ellos la paz, sino la espada. Para ellos es él piedra de tropiezo, contra la cual chocan y se estrellan.
Esta es una verdad difícil y muy seria que no debemos encubrir con el poético encanto del Niño de Belén. El misterio de la Encarnación y el misterio del mal están muy íntimamente unidos. Frente a la luz que ha venido de lo alto se vuelven las tinieblas del pecado tanto más oscuras y lúgubres. El Niño del pesebre extiende sus bracitos y su sonrisa parece predecir lo que más tarde pronunciarán los labios del hombre: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré” (Mt.11,28). A aquellos que escucharon su llamada, a los pobres pastores, a quienes el resplandecer del cielo y la voz de los ángeles les anunciaron la buena noticia en los campos de Belén y que, poniéndose en camino, respondieron a esa llamada diciendo: “Vamos a Belén” (Lc.2,15); también a los reyes que desde el lejano Oriente habían seguido con fe sencilla la maravillosa estrella, a todos ellos les fue derramado el rocío de la gracia que emanaba de las manos del pequeño Niño y fueron “colmados de un gran gozo” (Mt.2,10).
Esas manos conceden y exigen al mismo tiempo: vosotros sabios, deponed vuestra sabiduría y haceos sencillos como los niños; los reyes, entregad vuestras coronas y tesoros e inclinaos humildemente ante el Rey de los Reyes y aceptad sin titubeos los trabajos, penas y sufrimientos que su servicio exige. De vosotros niños, que no podéis dar nada todavía voluntariamente, de vosotros toman las manos del Niño Jesús la ternura de vuestra vida, antes casi de que haya comenzado. Ella no podría ser mejor empleada que en el sacrificio por el Señor dela Vida.
2       ¡Sígueme! De esa manera se expresan las manos del Niño, como más tarde lo harán los labios del hombre (Mc. 1,17). Así hablaron sus labios al discípulo que el Señor amaba y que ahora también pertenece a su séquito. El mismo Juan, el más joven de todos, el discípulo con corazón de niño, lo siguió sin preguntar a dónde o para qué. Abandonó la barca de su padre y siguió al Señor por todos sus caminos hasta la cumbre misma del Gólgota.
¡Sígueme!Lo mismo hizo también Esteban. Siguió los pasos del Señor en la lucha contra el poder de las tinieblas y contra el enceguecimiento de la incredulidad empedernida; finalmente dio testimonio de El con su palabra y con su sangre. Lo siguió también en el espíritu; en el espíritu de Amor que combate el pecado, pero que ama al pecador y que, aún frente a la muerte, intercede ante Dios por sus asesinos.
Estas son las figuras de la luz que se arrodillan en torno al pesebre: los tiernos niños inocentes, los fieles pastores, los humildes reyes, San Esteban, el discípulo entusiasta, y Juan, el apóstol del amor. Todos ellos siguieron la llamada del Señor. Frente a ellos se extiende la noche cerrada de la incomprensible dureza de corazón y de la ceguera de espíritu: la de los escribas, que podían señalar con exactitud el momento y el lugar donde el Salvador del mundo habría de nacer, pero que, sin embargo, fueron incapaces de deducir de allí un decidido: “Vamos a Belén” (Lc.2,15); y la del rey Herodes que quiso quitar la vida al Señor de la Vida.
Frente al Niño recostado en el pesebre se dividen los espíritus. El es el Rey de los Reyes y Señor sobre la vida y la muerte. El pronuncia su “sígueme” y el que no está con El está contra El. El nos lo dice también a nosotros y nos coloca frente a la decisión entre la luz y las tinieblas.

El Cuerpo Místico de Cristo

1 La unión con Dios
 
No sabemos lo que el Niño divino nos tiene reservado en esta tierra y tampoco debemos preguntárnoslo antes de tiempo. Sólo una cosa es cierta: que todo lo que sucede a quienes aman al Señor es para su propio bien. Y además, que los caminos que nos conducen al Salvador traspasan los límites de la vida terrena.
¡Oh admirable intercambio! El creador del género humano nos presenta su divinidad al tomar un cuerpo. El Salvador ha venido al mundo para realizar esa obra admirable. Dios se hizo Hijo del Hombre para que todos los hombres llegaran a ser hijos de Dios. Uno de nuestra raza había roto el lazo de nuestra filiación divina, y uno de nosotros habría de unirlo nuevamente para alcanzar la remisión de los pecados. Nadie de la vieja y enferma raza podría haberlo hecho; por eso había de florecer un brote nuevo, sano y noble. Así llegó a ser El uno de nosotros, pero no sólo eso, sino también “uno con nosotros”.
He aquí lo maravilloso del género humano: que todos somos uno. Si fuera de otra manera, si todos viviésemos separados, independientes los unos de los otros, la caída de uno no significaría la caída de todos. Por otra parte la expiación de uno no podría haber sido aplicada a todos: si su salvación no pudiese transmitirse a todos, en ese caso no sería posible la justificación. Pero El vino para formar con nosotros un cuerpo místico, para transformarse en nuestra Cabeza y a nosotros en sus miembros. Pongamos nuestras manos en las manos del Niño Divino, respondamos con un “SI” a su “SIGUEME” y entonces seremos de verdad suyos y el camino estará libre para que su vida divina llegue a nosotros.
2 Este es el principio de la vida eterna en nosotros. No es todavía la visión beatífica de la luz de la gloria, más bien es la oscuridad de la fe, pero que ya no pertenece a este mundo, sino al Reino de Dios. Cuando la Bienaventurada Virgen María pronunció su “fiat” entonces comenzó el reino de los cielos en la tierra, y ella fue su primera servidora; y todos los que con palabras y hechos, antes y después del nacimiento del Niño, se proclamaron suyos -San José, Santa Isabel con su hijo y todos los que estaban junto a El en el pesebre- entraron a formar parte de ese reino celestial.
Todo aconteció de modo muy diverso a lo que se podría pensar después de la lectura de lo que dicen los salmos y profetas sobre la implantación del Reino de Dios. Los romanos continuaron siendo los dominadores del país, y los Sumos Sacerdotes y Escribas siguieron sometiendo a los pobres del pueblo, bajo el pesado yugo de la ley.
3       Todos los que pertenecían al Señor llevaban, sin embargo, imperceptiblemente el Reino de Dios en sus corazones. La carga terrestre no les fue quitada, incluso se les hizo más pesada, pero lo que ese reino les ofrecía era una fuerza alentadora que hacía el yugo suave y la carga ligera. Lo mismo ocurre hoy en día con todo hijo de Dios. La vida divina que se enciende en el alma es la luz que brilla en las tinieblas, el milagro de la Nochebuena. El que lleva esa luz consigo comprende lo que se dice de ella; para los otros, sin embargo, todo lo que se dice de ella es un balbuceo ininteligible. Todo el Evangelio de San Juan es un canto a la Luz eterna que, simultáneamente, es vida y amor. Dios en nosotros y nosotros en El, en esto consiste nuestra participación en el Reino de Dios, cuyo fundamento ha sido colocado con la Encarnación del Verbo.
 
 
4 La unión en Dios
 
El primer paso es estar unidos con Dios, pero a éste le sigue inmediatamente un segundo. Si Cristo es la Cabeza y nosotros los miembros del Cuerpo Místico, entonces nuestras relaciones mutuas son de miembro a miembro, y todos los hombres somos uno en Dios, una única vida divina. Si Dios es Amor y vive en cada uno de nosotros, no puede suceder de otra manera, sino que nos amemos con amor de hermanos. Por eso precisamente es nuestro amor al prójimo la medida de nuestro amor a Dios. Este último es, sin embargo, distinto al amor natural que tenemos por los hombres. El amor natural vale sólo para aquellos que están unidos a nosotros por un vínculo de sangre, por una afinidad de caracteres o por intereses comunes. Los otros son “extraños”, que poco nos interesan, y que incluso pueden provocarnos un cierto rechazo, de tal manera que hasta los evitamos físicamente. Para los cristianos no existen los “extraños”. Nuestro “Prójimo” es todo aquel que en cada momento está delante de nosotros y que nos necesita, independientemente de que sea nuestro pariente o no, de que nos caiga bien o nos disguste, o de que sea “moralmente digno” o no de ayuda. El amor de Cristo no conoce fronteras, no se acaba nunca y no se echa atrás frente a la suciedad y la miseria. Cristo ha venido para los pecadores y no para los justos, y si el amor de Cristo vive en nosotros, entonces obraremos como El obró, e iremos en busca de las ovejas perdidas.
5       El amor natural busca muchas veces apoderarse de la persona amada para poseerla, en la medida de lo posible, enteramente. Cristo ha venido al mundo para reintegrar al Padre la humanidad perdida, y quien ama con su amor quiere también a los hombres para Dios y no para sí. Este es, sin duda alguna, el camino más seguro para poseerlos eternamente, pues si hemos acunado a un hombre en Dios, entonces llegamos a ser uno con él en Dios, mientras que el afán de “conquistarlo” para nosotros nos lleva casi siempre -tarde o temprano- a perderlo para siempre.
Existe un principio válido para todas las almas y para los bienes exteriores: quien se ocupa afanosamente de ganar y acopiar, ese pierde; pero el que ofrece a Dios, ese gana para siempre.
 
 
6 Hágase tu voluntad
 
         Con esto referimos un tercer signo de la filiación divina. La unión con Dios era el primero; que todos seamos uno en Dios el segundo; el tercero se expresa de la siguiente manera: “En esto reconozco que me amáis, en que cumplís mis mandamientos” (Jn. 14,15).
Ser hijo de Dios significa: caminar siempre de la mano de Dios, hacer su voluntad y no la propia, poner todas nuestras esperanzas y preocupaciones en las manos de Dios y confiarle también nuestro futuro. Sobre estas bases descansan la libertad y la alegría de los hijos de Dios. ¡Qué pocos, aún de entre los verdaderamente piadosos y dispuestos al sacrificio heroico, poseen este don precioso! Muchos de ellos marchan por la vida encorvados bajo el peso de sus preocupaciones y deberes.
Todos conocen la parábola de los pájaros del cielo y de los lirios del campo (Mt.6,26 ss.), sin embargo, cuando encuentran a un hombre que no tiene ni fortuna, ni jubilación, ni garantías, ni seguros, pero que sin embargo vive feliz y despreocupado de su futuro, entonces menean la cabeza y lo contemplan como un caso extraordinario.
Sin duda alguna que se equivoca el que espera que el Padre Celestial se ocupe de su sueldo y el nivel de vida que él considera digno. El que piensa de esa manera tiene que haber hecho un muy mal cálculo. La confianza en Dios puede llegar a ser inamovible solamente si presupone la disposición de aceptar todo lo que venga de la mano del Padre. Sólo El sabe con certeza qué nos hace bien. Y si alguna vez son más convenientes la necesidad y la privación que una renta segura y bien dotada, o el fracaso y la humillación mejor que el honor y la fama, hay que estar también dispuesto a aceptarlo. Sólo actuando de esa manera se puede vivir feliz en el presente y en el futuro.
El “¡hágase tu voluntad!” (Mt.6,10) en todo su sentido y profundidad tiene que ser el hilo conductor de toda vida cristiana. Esa disposición debe regular el curso del día, de la mañana a la noche, el pasar de los años y, en suma, la vida total. Esa habrá de ser además la única preocupación del cristiano. Todos los demás cuidados los toma el Señor sobre sí. Esa, sin embargo, permanece bajo nuestra responsabilidad durante toda nuestra vida. Objetivamente hablando nunca tendremos la certeza absoluta de permanecer hasta el fin en los caminos de Dios. Así como los primeros hombres pasaron de la filiación divina a apartarse de Dios, de la misma manera cada uno de nosotros se encuentra en el filo de la navaja entre la nada y la plenitud de la vida divina, y tarde o temprano lo percibimos individualmente.
7       En la infancia de la vida espiritual, cuando comenzamos a abandonarnos a la mano conductora de Dios, lo percibíamos con fuerza e intensidad; con toda claridad veíamos qué teníamos que hacer u omitir. Sin embargo esta situación no puede permanecer siempre así. Quien pertenece a Cristo debe vivir la vida de Cristo en su totalidad, ha de alcanzar la madurez del Salvador y andar por el camino de la Cruz, hasta el Getsemaní y el Gólgota. Y todos los sufrimientos que vienen de fuera son nada en comparación con la noche del alma, cuando la luz divina ha desaparecido y la voz del Señor no se escucha más. Dios está allí presente, pero escondido y silencioso. ¿Y por qué sucede esto de esa manera? Se trata de secretos de Dios, sobre los cuales hablamos, pero que en definitiva nunca podremos dilucidar totalmente. Sólo alcanzamos a vislumbrar algunas facetas de ese misterio y por eso Dios se hizo hombre, para hacernos participar de una manera nueva de su vida divina.
Ese es el comienzo y la meta final, pero en medio existe todavía otra cosa. Cristo es Dios y hombre al mismo tiempo y quien quiere compartir su vida tiene que participar de su vida divina y humana. La naturaleza humana que El asumió le dio la posibilidad de padecer y morir; la naturaleza divina que El poseía desde toda la eternidad le dio a su pasión y muerte un valor infinito y una fuerza redentora. La pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo se continúan en su cuerpo místico y en cada uno de sus miembros. Todo hombre tiene que padecer y morir, pero si él es un miembro vivo del cuerpo místico de Cristo, entonces su sufrimiento y su muerte reciben una fuerza redentora en virtud de la divinidad de la Cabeza. Esa es la razón objetiva de por qué los santos anhelaban el sufrimiento. No se trata de un gusto patológico por el sufrimiento.
A los ojos de la razón natural puede parecer esto una perversión, pero a la luz del misterio de la salvación es lo más razonable. Es así que los que están realmente unidos a Cristo permanecen inquebrantables, aun cuando en la oscuridad de la noche experimentan personalmente la lejanía y el abandono de Dios. Quizá permite la divina Providencia el sufrimiento precisamente para liberar a quienes están atados. Por eso, “hágase tu voluntad”, también y sobre todo en la noche más oscura.
 
 
4 Los Caminos de Salvación
 
 1 Pero..., ¿cómo podemos pronunciar ese “¡hágase tu voluntad!” si no tenemos ninguna certeza de lo que la voluntad de Dios exige de nosotros? ¿Tenemos algún medio que nos mantenga en sus caminos cuando se apaga la luz interior? Efectivamente, existen esos medios y son tan fuertes que hacen casi absolutamente improbable la posibilidad de equivocarnos. Dios vino al mundo para salvarnos, para unirnos con él y para hacer nuestra voluntad semejante a la suya. El conoce nuestra naturaleza y cuenta con ella, por eso nos ha regalado todo aquello que nos puede ayudar a alcanzar la meta.
El Niño divino llegó a ser nuestro maestro y nos ha dicho qué es lo que tenemos que hacer. No basta con arrodillarse una vez al año frente al pesebre, dejándose cautivar por el mágico encanto de la Nochebuena para que la vida humana sea inundada de la vida divina. Más bien es necesario que toda nuestra vida esté en contacto con Dios, que pongamos oído atento a las palabras que él ha pronunciado y que nos han sido transmitidas y que las llevemos a la práctica. Sobre todas las cosas, hemos de rezar tal como el mismo Señor nos lo enseñó y con insistencia nos lo inculcó: “Pedid y recibiréis” (Mt.7,7). Esa es la garantía de que seremos oídos. Y quien cada día y de corazón dice “Señor, hágase tu voluntad”, puede confiar plenamente en que no actuará en contra de la voluntad de Dios, aun cuando no tenga una certeza subjetiva.
2       Por otra parte, Cristo al subir al cielo no nos dejó como huérfanos, sino que nos envió su Espíritu para que nos enseñara la verdad plena. Además fundó la Iglesia, que es conducida por el Espíritu Santo, y puso en ella a su representante por cuya boca nos habla su Espíritu con palabras humanas. En la Iglesia ha unido Cristo a todos los creyentes en una comunidad viva, y quiere que todos se apoyen mutuamente. De esa manera no estamos solos, y cuando la confianza en el propio entender y hasta incluso en la oración fallan, nos sostiene la fuerza de la obediencia y de la intercesión.
“¡Y el Verbo se hizo carne!” He aquí la Verdad sublime del establo de Belén. Esa verdad, sin embargo, alcanzó todavía una nueva plenitud: “El que come mi carne y bebe mi sangre, ese tiene la vida eterna”. El Salvador que sabe muy bien que somos hombres y que permanecemos hombres, que cada día tenemos que luchar con innumerables debilidades, viene en nuestra ayuda de manera verdaderamente divina Así como el cuerpo necesita del pan cotidiano, de la misma manera necesita la vida divina de un sustento duradero. “Este es el pan vivo bajado del cielo” (Jn. 6,58). Quien hace de El su pan cotidiano realiza en su persona cada día el misterio de la Nochebuena, de la Encarnación del Verbo. Y ese es el camino más seguro para alcanzar la unión duradera con Dios y para integrarse cada día más fuerte y profundamente en el Cuerpo Místico de Cristo.
Sé muy bien que esto puede parecer a algunos un deseo demasiado radical. En la práctica significa para la mayoría de los que se convierten un cambio total de la vida interior y exterior. Y esto es precisamente lo que debe ser. En nuestra propia vida tenemos que hacer sitio para el Salvador de la Eucaristía, para que El pueda transformar nuestra vida en la suya.
¿Significa esto pedir demasiado? Muchas veces tenemos tiempo para tantas cosas inútiles, para leer tonterías en libros, revistas y diarios de poca seriedad; para pasarnos horas enteras en los cafés, o para malgastar un cuarto o una media hora en la calle. Todo esto no es más que disipación en la que derrochamos el tiempo y las fuerzas.
¿Es que no es posible ahorrar una hora en la mañana, en la que podamos recogernos en vez de distraernos, en la que no malgastemos nuestras energías, sino que ganemos fuerzas para vencer con ellas en las luchas que nos depara el día? Sin duda alguna se necesita para ello algo más que una hora. Hemos de vivir de tal manera que a la una se suceda la otra y éstas preparen las que vienen. De ese modo se hace imposible “dejarse llevar por la corriente” del día, aunque no sea más que transitoriamente. Además no podemos escapar del juicio de aquellos y aquellas cosas con las que cotidianamente estamos ocupados. Aún cuando no se diga una palabra, cada uno percibe qué es lo que los otros piensan de nosotros. Cada uno intenta también adaptarse al ambiente que lo rodea, y si esto no es posible, la vida se convierte en un tormento.
3       Lo mismo ocurre en nuestra relación diaria con el Salvador: cada día crece nuestra sensibilidad para percibir lo que le agrada y lo que no le agrada. Si hasta ese momento estábamos relativamente contentos con nosotros mismos, a partir de nuestro encuentro con El se van a transformar muchas cosas de nuestra vida. Vamos a descubrir muchas facetas de nuestra vida que no son del todo buenas e intentaremos cambiarlas en la medida de lo posible, y otras que tampoco son buenas, pero que a la vez son casi imposibles de cambiar. Con ello podremos crecer en humildad y llegaremos a ser pacientes y comprensivos frente a la paja en el ojo ajeno, pues tendremos clara conciencia de la viga en el propio. Finalmente aprenderemos a aceptarnos tal cual somos a la luz de la presencia divina y abandonarnos a la misericordia de Dios que puede alcanzar todo aquello de lo que nuestras propias fuerzas son incapaces.
Desde la satisfacción propia del “buen católico” que “cumple con sus obligaciones”, que prefiere “las buenas lecturas” y que toma “las opciones correctas”, pero que, en suma, hace sólo aquello para lo cual se siente inclinado, hay todavía un largo camino hasta la conducción de la propia vida de y en las manos de Dios, con la sencillez del niño y la humildad del publicano. Sin embargo, quien ha comenzado a andar por ese camino no le abandonará, por duro que éste sea. Según esto “filiación divina” significa al mismo tiempo grandeza y pequeñez. Vivir eucarísticamente quiere decir así, salir por decisión personal de la estrechez de la propia vida para crecer en la inmensidad de la Vida de Cristo. Quien busca al Señor en su propia casa no va a ocuparse más sólo de su persona y de sus asuntos particulares, sino que más bien comenzará a interesarse por los asuntos de Dios. La participación en el sacrificio eucarístico cotidiano nos sumerge imperceptiblemente en la totalidad de la vida litúrgica. Las oraciones y los rituales del culto divino nos presentan, en el ciclo del año litúrgico, la historia de la salvación y nos permiten penetrar más profundamente en su sentido.
El sacrificio eucarístico acuna en nuestra alma el misterio central de nuestra fe, que a la vez es el eje de la historia universal: el misterio de la Encarnación y de nuestra salvación. ¿Quién podría participar del sacrifico eucarístico con un espíritu y un corazón abierto sin ser invadido por el sentido profundo de este sacrificio y sin sentirse penetrado por las ansias de que la pequeñez de su persona sea integrada en la grandiosa obra del Redentor?
4       Los misterios del cristianismo son una totalidad indivisible. Cuando profundizamos en uno de ellos somos conducidos automáticamente a todos los otros. Así nos lleva el camino de Belén forzosamente al Gólgota y el pesebre a la Cruz. Cuando la Virgen María presentó al Niño Jesús en el templo le fue profetizado que una espada atravesaría su corazón y que ese Niño sería ocasión de caída y de resurrección para muchos, un signo de contradicción. Ese fue el preanuncio de la Pasión, de la lucha entre la luz y las tinieblas, que ya se manifestaba en el pesebre.
Algunos años se celebran casi simultáneamente las fiestas de la Candelaria y de Septuagésima, la fiesta de la Encarnación y la preparación de la Pasión. En la noche del pecado reluce la estrella de Belén. Sobre el resplandor que desborda de pesebre se proyecta la sombra de la cruz. La luz se extingue en la oscuridad del Viernes Santo, pero se eleve esplendorosa como el sol de la gracia en la mañana de la Resurrección. A través de la cruz y del dolor a la gloria de la resurrección, ese fue el camino del Hijo de Dios hecho hombre.
Alcanzar con el Hijo del Hombre la gloria de la resurrección a través del sufrimiento y de la muerte es el camino para cada uno de nosotros y para toda la humanidad.
 
LA ORACIÓN DE LA IGLESIA
 
 
“Por El, con El y en El, a ti, Dios Padre omnipotente en la unidad el Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos”.
Con estas solemnes palabras concluye el sacerdote en la celebración de la Eucaristía las oraciones que tienen como punto central el acontecimiento lleno de misterio de la Transubstanciación. Al mismo tiempo se resume allí de la manera más concisa lo que es la oración de la Iglesia: Gloria y honor del Dios Uno y Trino por, con y en Cristo. Aun cuando estas palabras estén dirigidas al Padre, es de notar que no hay una glorificación del Hijo y del Espíritu Santo. La doxología proclama la gloria que el Padre comparte con el Hijo y ambos con el Espíritu Santo por todos los siglos de los siglos.
Toda alabanza dirigida a Dios acontece por, con y en Cristo. Por El, porque la humanidad tiene acceso al Padre sólo por Cristo y porque su ser humano-divino y su obra de salvación representan la glorificación más perfecta del Padre. Con El, porque cada oración auténtica es el fruto de la unión con Cristo y al mismo tiempo un refuerzo de esa unión; además porque cada alabanza del Hijo es una alabanza del Padre y viceversa. En El, porque Cristo mismo es la Iglesia orante y cada orante en particular un miembro vivo de su Cuerpo Místico y, además, porque el Padre está en el Hijo y en el Hijo se hace visible el resplandor y la gloria del Padre. El sentido doble del “por”, “con” y “en” se transforma de esa manera en la expresión del carácter mediador del Verbo Encarnado.
Así podemos decir que la oración de la Iglesia es la oración del Cristo viviente y encuentra su modelo original en la oración de Cristo durante su vida terrena.
 
 
La oración de la Iglesia como Liturgia y como Eucaristía
 
Por los relatos evangélicos sabemos que Cristo rezó como rezaba todo judío creyente y fiel a la ley. También sabemos que, en los años de su infancia con sus padres y mas tarde con los discípulos, peregrinaba en las épocas prescritas a Jerusalén para celebrar las grandes fiestas en el Templo. Sin duda alguna cantó junto con los suyos lleno de entusiasmo los himnos de gozo que brotaban de la alegría inmensa de los peregrinos: “¡Que alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor!” (Salmo 121,1). Las narraciones del último encuentro de Jesús con sus discípulos, que estuvo dedicado al cumplimiento de una de las más sagradas obligaciones religiosas, a saber, la celebración solemne de la Cena Pascual, en conmemoración de la liberación de la esclavitud de Egipto, nos testifican que El pronunciaba las antiguas bendiciones judías, tal como se rezan todavía hoy sobre el pan, el vino y los frutos del campo. Quizá sea precisamente ese encuentro el que nos pueda dar la visión más profunda de la oración de Cristo y la clave para la comprensión de la oración de la Iglesia.
“Y mientras estaban comiendo tomó Jesús el pan, lo bendijo y dándoselo a sus discípulos dijo: Tomad y comed, ese es mi cuerpo. Luego tomó el cáliz |y dadas las gracias se lo dio diciendo: Tomad y bebed todos de él, porque esta es la Sangre de la Nueva Alianza que será derramada por muchos para el perdón de los pecados:” (Mt.26,26-28).
La bendición y fracción del pan y la bendición y entrega del vino pertenecían ya al rito del banquete pascual, pero ambos gestos reciben en este momento un sentido totalmente nuevo. En este preciso instante comienza la vida de la Iglesia. Ella se presentará públicamente, como una comunidad visible y llena del Espíritu, el mismo día de Pentecostés, pero aquí, durante la Cena Pascual, se realiza el injerto de los sarmientos en la vid, lo cual hizo posible que les fuera derramado el Espíritu.
3       Las antiguas bendiciones se convirtieron en boca de Cristo en palabras creadoras de vida. Los frutos de la tierra se convirtieron en su Cuerpo y su Sangre y fueron colmados de vida. La creación visible de la cual Cristo había tomado parte por medio de la encarnación se fusionaría con El de una manera nueva y misteriosa. Los elementos que sirven para la constitución del cuerpo humano son transformados sustancialmente y, por su recepción, son transformados también los hombres, son introducidos en la unidad de vida con Cristo y plenificados con su vida divina. La fuerza vivificadora de la palabra está íntimamente unida a la víctima inmolada. La Palabra se hizo carne para ofrecer en holocausto la vida carnal que había asumido; para ofrecerse a sí misma y, por su entrega, presentar la creación redimida como ofrenda de alabanza al Creador.
La memoria de la Antigua Alianza se convirtió, en la Ultima Cena de Cristo con sus apóstoles, en el banquete pascual del Nuevo Testamento, en la ofrenda de la cruz del monte Calvario, en el gozoso banquete entre la Pascua y la Ascensión al cielo, en el cual los discípulos reconocieron al Señor en la fracción del pan, y en la ofrenda eucarística con la santa comunión.
Cuando Jesús tomó el cáliz, dio gracias; aquí podemos pensar en las palabras de bendición que están contenidas en una acción de gracias al Creador. También sabemos que Cristo acostumbraba a dar gracias cuando, frente a un milagro, elevaba los ojos al cielo. El daba gracias al Padre porque sabía que le escuchaba. Cristo da gracias por la fuerza divina que lleva en sí mismo y a través de la cual puede presentar a los ojos de los hombres el poder infinito del Creador. El da gracias por la obra de salvación que ha venido a realizar, y también a través de ella, que en sí misma es glorificación de la divinidad trinitaria, porque por esa obra de salvación se renueva y embellece la imagen y semejanza divina de la creación que había sido deformada por el pecado.
De esta manera podemos interpretar la ofrenda perpetua de Cristo -en la Cruz, en la Eucaristía y en la gloria eterna del cielo- como una única acción de gracias al Creador, como una acción de gracias por la creación, la salvación y la plenificación. Cristo se ofrece a sí mismo en nombre el mundo creado, cuyo modelo es El mismo y al cual ha descendido para transformarlo desde dentro y para conducirlo a la perfección. El invita también a toda la creación a unírsele en el ofrecimiento de acción de gracias debido al Creador.
4       A la Antigua Alianza le había sido dada ya la comprensión del carácter “eucarístico” de la oración: las imágenes milagrosas del tabernáculo y más tarde el templo del rey Salomón, que había sido construido según indicaciones divinas, fueron interpretados como modelos de toda la creación que se reúne en torno a su Señor en actitud de contemplación y de servicio. La tienda, en torno a la cual acampaba el pueblo de Israel durante su peregrinación por el desierto, se llamaba “la morada de la presencia de Dios” (Ex.38,21). Esa era la “morada inferior” en contraposición a la “morada superior”. El salmista canta: “Yahveh, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde se asienta tu gloria” (Salmo 25,8), porque la tienda de la Alianza tiene el mismo valor que la creación del mundo.
Así como en la narración de la creación el cielo fue extendido como una alfombra, de la misma manera estaban prescritas numerosas alfombras como paredes de la tienda, y así como las aguas del cielo fueron separadas de las aguas de la tierra, así estaba separado el Santo de los Santos de los recintos exteriores por un velo. El “mar de bronce” está hecho también según el modelo del mar que fue contenido por las costas. Como símbolo de las estrellas del cielo se encuentra en la tienda el candelabro de los siete brazos. Corderos y aves representan la muchedumbre de seres vivientes que pueblan las aguas, la tierra y el aire. Y de la misma manera que la tierra fue entregada a los hombres, así se encuentra en el santuario el suma sacerdote, que fue consagrado para servir y obrar en nombre de Dios. La tienda, una vez terminada, fue bendecida, ungida y santificada por Moisés, de la misma manera que Dios bendijo y santificó la obra de sus manos el séptimo día. Así como los cielos y la tierra son testigos de Dios, así habrá de ser su morada un testimonio de la presencia de Dios en la tierra (Dt.30,19).
5       En lugar del templo salomónico Cristo edificó un templo de piedras vivas, la comunidad de los santos. Cristo se encuentra en el centro mismo de ese templo como sumo y eterno sacerdote, y El mismo es la ofrenda depositada sobre el altar. Y nuevamente vemos a toda la creación integrada en la “Liturgia”, en la solemne ceremonia divina: los frutos de la tierra como ofrenda misteriosa, las flores y los candelabros con las luces, las alfombras y el velo, el sacerdote consagrado, la unción y bendición de la casa de Dios. Tampoco faltan los querubines que, cincelados por las manos del artista, hacen guardia en formas visibles junto al Santo de los Santos. Semejante a los ángeles y como sus imágenes vivientes rodean los monjes el altar de la ofrenda y se ocupan de que los himnos de alabanza a Dios no enmudezcan, así en la tierra como en el cielo. Las oraciones solemnes que ellos elevan al cielo, en tanto que son los labios orantes de la Iglesia, rodean la ofrenda santa y traspasan y santifican todas las otras obras del día, de tal manera que la oración y el trabajo se convierten en un único “oficio divino”, en una única “Liturgia”.
Las lecturas de las Sagradas Escrituras y de los Padres, de los documentos de la Iglesia y de las proclamaciones doctrinales de sus pastores son un inmenso y constantemente creciente himno de alabanza a la acción de la Providencia divina y al desarrollo evolutivo del plan eterno de salvación. Las oraciones matinales invitan a la creación entera a reunirse en torno al Salvador: los montes y las colinas, los ríos y las corrientes de agua, el mar, la tierra y todo cuanto habita en ellos, las nubes y los vientos, la lluvia y la nieve, todos los pueblos de la tierra, las razas y naciones y, finalmente, también los habitantes del cielo, los ángeles y los santos: todos, y no sólo sus imágenes hechas por manos humanas, han de participar personalmente de la gran Eucaristía de la creación -o más precisamente, nosotros hemos de unirnos a través de nuestra liturgia a su viva y eterna alabanza divina. Todos nosotros -y eso significa no sólo los religiosos cuya “profesión” es la alabanza de Dios, sino todo el pueblo de Dios- manifestamos nuestra conciencia de haber sido llamados a la alabanza divina cada vez que en las grandes solemnidades nos acercamos a las catedrales y abadías y cada vez que participamos de las grandes corales populares y a través de las nuevas formas litúrgicas nos integramos llenos de alegría a esa alabanza.
6       La expresión más fuerte de la unidad litúrgica entre la Iglesia celestial y la terrena -ambas dan gracias al Padre “por Cristo”- se encuentra en el Prefacio y en el Sanctus de la Santa Misa. La liturgia no deja, sin embargo, ninguna duda de que todavía no somos ciudadanos perfectos de la Jerusalén celestial, sino peregrinos en camino hacia la patria eterna. Antes de atrevernos a elevar los ojos a lo alto, para entonar con los coros celestiales el ”Santo, Santo, Santo”, necesitamos prepararnos debidamente. Todo lo creado que es utilizado en el servicio divino tiene que ser apartado de su uso y sentido profano, tiene que ser consagrado y santificado. El sacerdote ha de purificarse a través del reconocimiento de sus pecados antes de subir las gradas del altar y, junto con él, también todos los creyentes. Antes de cada nuevo paso en el sacrificio de la ofrenda tiene que repetir la súplica del perdón de los pecados, por él mismo, por los allí presentes y por todos aquellos a quienes habrán de alcanzar los frutos de la ofrenda santa. La ofrenda del altar es un sacrificio que junto con los dones presentados transforma también a los creyentes, les abre el Reino de los Cielos y les hace aptos para una acción de gracias agradable a Dios.
Todo lo que nosotros necesitamos para ser acogidos en la comunidad de los espíritus celestiales está resumido en las siete peticiones del Padrenuestro, que Cristo no rezó en nombre propio, sino para que aprendiéramos de El. Nosotros rezamos el Padrenuestro antes de comulgar y si lo hacemos sinceramente y de corazón y luego recibimos la comunión con espíritu recto, entonces nos proporciona ella el cumplimiento de las peticiones: ella nos proporciona el perdón de los pecados y nos da fuerzas contra la tentación. La comunión es el pan de la vida que necesitamos diariamente para ir acercándonos a la vida eterna; ella hace de nuestra voluntad un instrumento dócil de la voluntad de Dios, ella es el fundamento del Reino de Dios en nosotros y nos da un corazón y nos labios puros para glorificar el santo nombre de Dios. De esa manera se manifiesta cuán íntimamente unidos están el sacrificio, el banquete de la ofrenda y la alabanza divina. La participación en el sacrificio y en el banquete de la ofrenda transforman el alma en una piedra viva de la ciudad de Dios, y a cada una de ellas en particular en un templo divino.
 
 
El diálogo personal con Dios como oración de la Iglesia
 
¡El alma de cada hombre concreto es templo de Dios¡ Esta frase nos abre horizontes totalmente nuevos. La vida de oración de Jesús es la clave para la comprensión de la oración de la Iglesia. Ya hemos visto que Cristo participó en el Culto Divino público y legalmente establecido de su pueblo (es decir, en lo que llamamos normalmente “liturgia”). El puso ese culto en íntima comunicación con la ofrenda de su vida, dándole de esa manera su sentido total y propio (el de acción de gracias de la creación al Creador) y de esa manera llevó la liturgia del Antiguo Testamento a su realización y transformación en el Nuevo.
Cristo, sin embargo, no participó solamente del culto público. Los Evangelios nos cuentan, quizá con más frecuencia aún, que Cristo oraba solo, en el silencio de la noche, sobre las colinas o en la soledad del desierto. Su vida pública fue precedida por cuarenta días y cuarenta noches de oración en el desierto (Mt.4,1-2). Antes de elegir y enviar a predicar a los doce apóstoles se retiró a la soledad de un monte para orar (Lc. 1,12). En el monte de los olivos se preparó para el camino del Gólgota. Lo que El dijo al Padre en esa hora difícil de su vida nos fue revelado en unas pocas palabras, palabras que nos han sido dadas como guías en nuestras horas de Getsemaní: “Padre, si es posible que pase de mi este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc. 22,42). Esas palabras son como un rayo de luz, que por un momento nos dejan entrever la vida interior de Jesús, el misterio inconmensurable de su ser divino y humano en diálogo con el Padre. Sin duda alguna que ese diálogo se extendió a lo largo de toda la vida y nunca fue interrumpido.
Cristo oraba interiormente no sólo cuando se alejaba de la multitud, sino también cuando estaba en medio de los hombres. Pero una vez nos dio una larga y profunda visión de ese misterioso diálogo. No fue mucho antes de la hora del monte de los olivos, más precisamente, justo antes de ponerse en camino hacia allí, al acabar la Ultima Cena, en la hora en que nosotros consideramos que nació la Iglesia. “Y El, que había amado a los suyos... los amó hasta el extremo” (Jn.13,1). Cristo sabía muy bien que ese sería su último encuentro y por eso quiso darles aún todo cuanto podía; sabía también, sin embargo, que ellos no podrían soportarlo ni entenderlo. Primero habría de venir el Espíritu de la verdad para abrirles los ojos. Y después de haber dicho y hecho todo lo que El había de hacer y de decir elevó los ojos al cielo y habló en presencia de ellos con el Padre. Esa oración la llamamos la oración de Cristo Sumo Sacerdote, pues también esa oración tenía su imagen en el Antiguo Testamento.
8       Una vez al año, en el día más santo y solemne, en el día de la Expiación, entraba el sumo sacerdote en el Santuario y se postraba ante la presencia de Dios para orar por sí mismo, por su casa y por toda la comunidad de Israel, para rociar el trono de la gracia con la sangre del ternero y del macho cabrío que había sacrificado anteriormente, para expiar sus propios pecados y los de su casa y para preservar al Santuario de las impurezas de los hijos de Israel, de sus faltas y transgresiones.
Nadie podía estar en la Tienda (en el ámbito sagrado frente al Santo de los Santos) cuando el sumo sacerdote se postraba en ese santo lugar en la presencia de Dios. El sumo sacerdote era el único que tenía acceso a ese recinto y solamente a una hora determinada. En esa ocasión había de ofrecer el incienso “...para que la nube de incienso envuelva el propiciatorio que está encima del Testimonio y no muera” (Lev. 16,13). En el más profundo misterio se realizaba entonces ese diálogo. El día de la Expiación es la imagen veterotestamentaria del Viernes Santo. El cordero que era degollado por los pecados del pueblo representaba al Cordero de Dios inmaculado, así como aquel otro que, determinado por la suerte y cargado con los pecados del pueblo, era enviado al desierto. También el sumo sacerdote de la casa de Aarón representa la imagen del Sacerdote eterno, Jesucristo. Así como Cristo en la Ultima Cena anticipó su sacrificio, de la misma manera anticipaba El la oración sacerdotal.
Cristo no necesitaba ofrecer una ofrenda expiatoria por sí mismo, pues El no tenía pecado; El no necesitaba esperar la hora indicada por la ley, ni tampoco dirigirse al Santuario en el templo, El está siempre y en todas partes en la presencia de Dios, su misma alma es el Santuario y ella no es solamente morada de Dios, sino que está inseparable y esencialmente unida al mismo Dios. El no necesita protegerse del Padre con una nube de incienso, contempla sin ningún velo el rostro del Eterno y no tiene porqué temer, la mirada del Padre no va a producir su muerte. De esa manera desvela Cristo el misterio del sumo sacerdocio; todos los suyos pueden oír cómo habla al Padre en el santuario de su corazón; sus discípulos han de experimentar de qué se trata y han de aprender también a hablar con el Padre en sus corazones (Cfr. Jn.17,1,ss.).
9       La oración sacerdotal de nuestro Salvador nos revela el misterio de las vida interior: la intimidad de las Personas divinas y la morada de Dios en el alma. En esa misteriosa profundidad se preparó y realizó, escondida y en silencio, la grandiosa obra de la salvación, y así se continuará hasta que al final de los tiempos todos alcancen la perfección en la unidad. En el silencio eterno de la vida divina fue concebida a sentencia de la salvación. En la soledad del silencioso aposento de Nazaret descendió la fuerza del Espíritu Santo sobre la Virgen orante, llevando así a plenitud la Encarnación del Salvador. Reunida en torno a la Virgen, silenciosa y orante, esperaba la Iglesia en gestación el nuevo derramamiento del Espíritu Paráclito que habría de vivificarla y conducirla a la claridad interior y a una actividad externa llena de frutos.
 
El apóstol Pablo esperaba, en la noche de la ceguera que Dios había derramado sobre sus ojos y en oración solitaria, la respuesta a su pregunta: Señor, ¿qué quieres que haga? (Hechos 9). En la oración privada se preparó también Pedro a ser enviado a los gentiles (Hechos 10). Y así permaneció a través de todos los siglos. En el silencioso diálogo de las almas consagradas a Dios con su Señor se prepararon todos los acontecimientos visibles de la historia de la Iglesia y que renovaron la faz de la tierra. La Virgen, que guardaba en su corazón toda palabra salida de la boca de Dios, es el modelo de aquellas almas dispuestas, en las cuales se vivifica siempre de nuevo la oración sacerdotal de Jesús. Y las mujeres, que lo mismo que ellas se olvidaron de sí mismas en la entrega total a la vida y pasión de Cristo, fueron elegidas por el Señor con amor preferencial como su instrumento para realizar grandes obras en la Iglesia.
10     Así, por ejemplo, Santa Brígida o Santa Catalina de Siena. Y cuando Santa Teresa, la gran reformadora de la Orden del Carmen, quiso ir en ayuda de la Iglesia en una época de gran decadencia de la fe, vio que el medio mas apropiado para ello era la renovación de la verdadera vida interior. La noticia de la decadencia de la vida religiosa, que se extendía continuamente en torno suyo, la preocupaba de manera especial: “...diome gran fatiga, y como si yo pudiera algo o fuera algo, lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal. Parecíame que mil vidas pusiera yo para remedio de un alma de las muchas que allí se perdían. Y como me vi mujer y ruin, e imposibilitada de aprovechar en lo que yo quisiera en el servicio del Señor, y toda mi ansia era y aún es, que pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que esos fuesen buenos, determiné a hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese y procurar que estas poquitas que están aquí, hiciesen lo mismo, confiada en la gran bondad de Dios que nunca falta de ayudar a quien por El se determina a dejarlo todo; y que siendo tales cuales yo las pintaba en mis deseos, entre sus virtudes no tendrían fuerza mis faltas, y podría yo contentar en algo al Señor, y que todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden, ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío, que tan apretado le traen aquellos a los que ha hecho tanto bien, que parece le querrían tornar ahora a la cruz, y que no tuviese donde reclinar la cabeza... ¡Oh hermanas mías en Cristo!ayudadme a suplicar esto al Señor, que para eso os juntó aquí; este es vuestro llamamiento, estos han de ser vuestros negocios, estos han de ser vuestros deseos, aquí vuestras lágrimas, aquí vuestras peticiones” (Camino de Perfección, Cap.1).
11     A la Santa le parecía necesario que aquí suceda lo que en tiempo de guerra. “Hame parecido es menester como cuando los enemigos en tiempo de guerra han corrido toda la tierra y viéndose el Señor de ella apretado, se recoge a una ciudad que hace muy bien fortalecer, y desde allí acaece algunas veces dar en los contrarios, y ser tales los que están en la ciudad, como es gente escogida, que pueden más ellos a solas que con muchos soldados, si eran cobardes, pudieron, y muchas veces se gana de esta manera victoria... Mas, ¿para qué he dicho esto? Para que entendáis, hermanas mías, que lo que hemos de pedir a Dios es que en este castillo que hay ya de buenos cristianos, no se nos vaya ya ninguno con los contrarios, y a los capitanes de este castillo o ciudad los haga muy aventajados en los caminos del Señor, que son los predicadores y teólogos. Y pues los más están en las religiones, que vayan muy adelante en su perfección y llamamiento, que es muy necesario... ¡Buenos quedarían los soldados sin capitanes!; han de vivir entre los hombres y tratar con los hombres y estar en los palacios y aún hacerse algunas veces con ellos en lo exterior. ¿Pensáis, hijas mías, que es menester poco para tratar con el mundo y vivir en el mundo y tratar negocios del mundo... y ser en lo exterior extraños del mundo... y, en fin, no ser hombres sino ángeles? Porque, a no ser esto así, ni merecen nombre de capitanes, ni permita el Señor salgan de sus celdas, que más daño harán que provecho; porque no es ahora tiempo de ver imperfecciones en los que han de enseñar. Y si en lo interior no están fortalecidos en entender lo mucho que va en tenerlo todo debajo de los pies y estar desasidos de las cosas que se acaban y asidos a las eternas, por mucho que lo quieran encubrir, han de dar señal. Pues ¿con quién lo han sino con el mundo? No hayan miedo se lo perdone, ni que ninguna imperfección dejen de entender. Cosas buenas, muchas se les pasarán por alto, y aún por ventura no las tendrán por tales; mas mala o imperfecta, no hayan miedo. Ahora yo me espanto quién los muestra la perfección, no para guardarla, que de esto ninguna obligación les parece tienen..., sino para condenar, y a las veces lo que es virtud les parece regalo. Así que no penséis es menester poco favor de Dios para esta gran batalla adonde se meten, sino grandísimo... Así que os pido, por amor del Señor, pidáis a su Majestad nos oiga en esto. Yo, aunque miserable, lo pido a su Majestad, pues es para gloria suya y bien de su Iglesia, que aquí van mis deseos... Vean las que vinieren que teniendo santo prelado lo serán las súbditas, y como cosa tan importante ponedla siempre delante del Señor; y cuando vuestras oraciones y deseos y disciplinas y ayunos no se emplearen por esto que he dicho, pensad que no hacéis ni cumplís el fin para que aquí os juntó el Señor” (“Camino de Perfección”, Cap.3).
12     ¿Qué es lo que proporcionó a esa religiosa, que había vivido en oración desde hacía decenios en una celda conventual, el ardiente deseo de hacer algo por la causa de la Iglesia y una mirada aguda para las necesidades y exigencias de su tiempo? Precisamente el hecho de haber vivido en oración, de haberse dejado llevar por el Señor cada vez más profundamente a las moradas interiores del castillo del alma, hasta esa última donde El podía decirle “...que ya era tiempo de que sus cosas tomase ella por suyas y El tendría cuidado de las suyas, y otras palabras que son más para sentir que para decir” (Morada 7, 2,1). Por eso no podía ella sino ocuparse con diligencia de las cosas del Señor, el Dios de los ejércitos. (Palabras de nuestro Santo Padre Elías que fueron tomadas como lema en el escudo de nuestra Orden). Quien se entrega incondicionalmente al Señor es elegido como instrumento para construir su Reino. Sólo Dios sabe de cuán gran ayuda fueron las oraciones de Santa Teresa y de sus hijas para evitar el cisma de la fe en España, y qué poder increíble desarrolló esa oración en las luchas de fe en Francia, Holanda y Alemania.
 
La historia oficial no menciona esos poderes invisibles e inquebrantables, pero a confianza de los pueblos creyentes y el examinante y cuidadoso juicio de la Iglesia les conocen perfectamente. Y nuestra época se ve cada vez más obligada, cuando todo fracasa, a esperar de esa fuente escondida la última salvación.
 
 
La vida interior, las formas externas y las obras
 
La obra de la salvación se realiza en la soledad y el silencio. En el diálogo silencioso del corazón con Dios se preparan las piedras vivas de las cuales está construido el Reino de Dios y se modelan los instrumentos selectos que ayudan en la construcción. La corriente mística que atraviesa los siglos no es un afluente errante que se separó imperceptiblemente de la vida de oración de la Iglesia; ella constituye precisamente la instancia más íntima de su vida orante. Cuando rompe con las formas tradicionales, sucede porque en esa corriente vive el Espíritu que sopla donde quiere, que ha creado todas las formas de la tradición, y que va creando siempre nuevas formas. Sin el Espíritu y sin las corrientes místicas en las que El se manifiesta no habría ni liturgia ni Iglesia.
¿No era el alma del salmista real un arpa cuyas cuerdas sonaban bajo la caricia del aliento del Espíritu Santo? Del corazón rebosante de la Virgen llena de gracia brotó el himno de gozo del “Magnificat”. El cántico profético del “Benedictus” abrió los labios enmudecidos del anciano Zacarías cuando vio realizarse visiblemente las misteriosas palabras del ángel. Lo que en aquel momento emanaba de los corazones inundados del Espíritu y encontraba su expresión en palabras y obras, fue transmitido luego de generación en generación.
La corriente mística de que antes hablábamos constituye de esa manera el himno de alabanza polifónico y siempre creciente al Creador, Dios Uno, Trino y Salvador. Es por eso que no se trata de contraponer las formas libres de oración como expresión de la piedad “subjetiva” a la liturgia como forma “objetiva” de oración de la Iglesia: a través de cada oración auténtica se produce algo en la Iglesia, y es la misma Iglesia la que ora en cada alma, pues es el Espíritu Santo, que vive en ella, el que intercede por nosotros con gemidos inefables (Rom. 8,26). Esa es la oración auténtica, pues “nadie puede decir ‘Señor Jesús’, sino en el Espíritu Santo” (1Cor. 12,3). ¿Qué podría ser la oración de la Iglesia, sino la entrega de los grandes amantes a Dios, que es el Amor mismo? La entrega de amor incondicional a Dios y la respuesta divina -la unión total y eterna- son la exaltación más grande que puede alcanzar un corazón humano, el estadio más alto de la vida de oración. Las almas que lo han alcanzado constituyen verdaderamente el corazón de la Iglesia, en cada uno de ellas vive el amor sacerdotal de Jesús. Escondidas con Cristo en Dios no pueden sino transmitir a otros corazones el amor divino con el cual han sido colmadas, y de esa manera cooperan en el perfeccionamiento de todos y en el camino hacia la unión con Dios que fue y sigue siendo el gran deseo de Jesús.
14     De esa misma manera entendió María Antonieta de Geuser su vocación. Ella se sentía llamada a realizar la gran empresa del cristiano en medio del mundo y el camino que ella siguió tiene sin duda alguna carácter de modelo para los muchos que hoy se sienten movidos a comprometerse en la Iglesia a través de una entrega radical en su vida interior, pero que no les ha sido dada la vocación de seguir al Señor en el recogimiento de un convento.
El alma que ha alcanzado el grado más alto de la oración mística en la actividad apacible de la vida divina, no piensa ya en otra cosa, sino en entregarse al apostolado al que El la ha llamado.
“Esa es la tranquilidad en el orden y a la vez la actividad liberada de toda atadura. El alma se presenta a esa lucha llena de paz, porque ella está actuando según el sentido de los decretos divinos. Ella sabe que la voluntad de su Dios se plenifica por el crecimiento de su gloria, pues, si bien muchas veces la voluntad humana pone barreras a la omnipotencia divina, es siempre la omnipotencia divina la que triunfa, y la que realiza una obra grandiosa con el material que queda. Esa victoria del poder divino sobre la libertad humana, que a pesar de todo permite obrar libremente, es uno de los aspectos más grandiosos y más dignos de admiración del plan de salvación...” (Marie de la Trinite”, carta del 27 de septiembre de 1917). Cuando María Antonieta de Geuser escribió esta carta se encontraba ya en los umbrales de la eternidad; sólo un velo suave la separaba de esa última perfección que nosotros llamamos la vida de gloria.
En los espíritus bienaventurados que entraron a formar parte de la unidad de la vida divina, todo es uno: actividad y quietud, contemplar y obrar, hablar y callar, escuchar y expresarse, entrega total receptora del amor y sobreabundancia de ese amor que se derrama en cantos de alabanza y agradecimiento. Tanto tiempo como nos encontremos todavía de camino (y cuanto más lejana la meta, tanto más intensamente), estaremos sujetos a las leyes de la temporalidad, y no podremos prescindir del hecho de que para la realización de la vida divina en nosotros es necesaria una evolución y una complementación mutua de todos los miembros del Cuerpo Místico.
15     Todos necesitamos de esas horas en las que escuchamos en silencio y dejamos que la Palabra divina obre en nosotros hasta el momento en que ella nos conduce a ser fructíferos en la ofrenda de la alabanza y en la ofrenda de las obras concretas. Todos nosotros necesitamos de las formas que nos han sido transmitidas y de la participación en el culto divino público, para que de esa manera nuestra vida interior sea motivada y conducida por rectos caminos y para que allí encuentre sus modos de expresión más convenientes. La solemne alabanza divina tiene que tener también un lugar en este mundo, donde ha de alcanzar la más grande perfección de la que los hombres son capaces.
Sólo desde aquí puede elevarse al cielo por el bien de toda la Iglesia, y transformar a sus miembros, despertar la vida interior y animarla a la coherencia exterior. La oración pública, a su vez, tiene que ser vivificada por dentro en tanto que deja espacio en las moradas interiores del alma para una profundización silenciosa y recogida. De no ser así se convertiría en una charlatanería estéril y falta de vida. Las moradas de la vida interior ofrecen un refugio contra ese peligro, ellas son los lugares donde las almas están en presencia de Dios en silencio y soledad, para convertirse en amor vivificante en el corazón de la Iglesia. Cristo es el único camino hacia el interior de nuestra vida, así como hacia el coro de los espíritus bienaventurados, que cantan el “Sanctus” eterno. Su Sangre es el velo a través del cual entramos en el santuario de la vida divina.
En el bautismo y en el sacramento de la reconciliación nos purifica de nuestros pecados, nos abre los ojos para la luz eterna, los oídos para percibir la palabra de Dios y los labios para cantar himnos de alabanza y para rezar oraciones de expiación, de petición y de agradecimiento, que no son sino distintas formas de adoración y veneración de las criaturas ante el Dios todopoderoso y de infinita bondad. El sacramento de la Confirmación marca y fortifica a los luchadores de Cristo en el testimonio valiente de la fe; pero el sacramento que nos hace miembros de su Cuerpo Místico es sobre todo el de la Eucaristía, donde Cristo está real y personalmente presente.
16     En tanto que participamos en el banquete eucarístico y en tanto que somos alimentados por su Cuerpo y por su Sangre, en la misma medida somos transformados en su Cuerpo y su Sangre. Y sólo en tanto que somos miembros de su Cuerpo podemos ser vivificados y conducidos por su Espíritu. “...el Espíritu es el que vivifica, pues el Espíritu es el que hace de los miembros, miembros vivos; el Espíritu, sin embargo, vivifica solamente los miembros que se encuentran en el cuerpo... Por eso nada habrá de temer el cristiano tanto como la separación del Cuerpo Místico de Cristo, pues si él es separado del Cuerpo de Cristo, deja de ser su miembro y no puede ser ya vivificado por el Espíritu” (San Agustín, Tract.27, in Joannem).
Miembros del Cuerpo de Cristo somos ademásÊ“...no sólo por el amor, sino en verdad por la unión con su cuerpo. La unión misma es causada por el alimento que El nos ha regalado para probarnos sus ansias de permanecer con nosotros. Por eso ha querido sumergirse en nuestra propia existencia y proyectar su cuerpo en el nuestro para que todos seamos uno como la cabeza y el cuerpo son uno” (San Juan Crisóstomo, Homilía 61 al pueblo de Antioquía). Como miembros de su Cuerpo, animados por su Espíritu, nos ofrecemos también nosotros como víctimas “por El”, “con El” y “en El” y entonamos con los coros celestiales el eterno himno de agradecimiento. Por eso la Iglesia, después del banquete sagrado, reza:
         Saciados con tan grandes dones,
         te pedimos Señor, concédenos que los
         dones que recibimos nos sirvan para nuestra
         salvación y para que nunca abandonemos
         la alabanza de tu nombre.


LOS CAMINOS DEL SILENCIO INTERIOR
 
 
1       En una conferencia que intentaba describir una imagen del alma femenina que correspondiera a su determinación eterna se mencionaban los siguientes atributos: amplia, tranquila, vacía de sí misma, cálida y luminosa. Simultáneamente se planteaba la pregunta de cómo se puede llegar a la posesión de tales cualidades.
Sin duda alguna no se trata de una multitud de caracteres que hayan de ser tomados en cuenta o elaborados individualmente, más bien se refieren a un estado general del alma que, en esos atributos concretos, es contemplada desde diversos puntos de vista. Ese estado no puede ser elaborado voluntariamente, sino que tiene que ser producido por la gracia. Lo que nosotros podemos y tenemos que hacer es: abrirnos a la gracia. Eso significa renunciar totalmente a nuestra propia voluntad, para entregarnos totalmente a la voluntad divina, poniendo nuestra alma, dispuesta a recibirle y a dejarse modelar por El, en las manos de Dios. Este es el contexto primario que nos permite vaciarnos de nosotros mismos y alcanzar un estado de paz interior.
Nuestra interioridad se ve colmada por propia naturaleza de muy diversas maneras y hasta tal punto, que una cosa empuja a la otra y todas ellas mantienen el alma en un movimiento constante; a menudo incluso en conflicto y perturbación. Las obligaciones y preocupaciones del día se acumulan en nuestro entorno en el momento mismo de despertarnos por la mañana, si es que no interrumpieron ya la tranquilidad de la noche. En ese momento se plantean ya cuestiones tan incómodas como estas: ¿Cómo puedo sobrellevar tantas cosas en un solo día? ¿Cuándo podré hacer esto o aquello?Ê¿Cómo puedo solucionar tal o cuál problema? Parece que quisiéramos lanzarnos agitadamente o precipitarnos sobre los acontecimiento del día, para poder tomar las riendas en las manos y decir: ¡Hecho!
Pero lo realmente importante es no dejarse turbar en ese momento. Mi primera hora en la mañana le pertenece al Señor. Hoy quiero ocuparme de las obras que el Señor quiere encomendarme y El me dará la fuerza para realizarlas. De esa manera quiero subir al altar del Señor. Aquí no está en juego mi propia persona o mis cuestiones personales, pequeñas y sin importancia, aquí se trata de la gran ofrenda expiatoria. Yo puedo participar de ella para purificarme y llenarme de alegría y para ofrecerme en el altar con todas mis obras y mis sufrimientos. Y cuando recibo luego al Señor en la comunión puedo preguntarle: Señor, ¿qué quieres de mi? En ese momento me decido a realizar aquello que, después de un diálogo silencioso con Dios, considero que es mi próxima empresa.
2       Una profunda paz inundará mi corazón, y mi alma se vaciará de todo aquello que pretendía perturbarla y sobrecargarla, si comienzo con mis tareas cotidianas después de la celebración matinal de la eucaristía; y, a la vez, será ella colmada de santa alegría, de valentía y de fortaleza. Sus horizontes se agrandan y amplían, porque ella salió de sí misma para entrar en la vida divina. El amor arde en ella como una llama suave que ha encendido el Señor y la incita a expresar ese amor y a transmitirlo a los otros. “Flammescat igne caritas, accendat ardor próximos”. Y con toda claridad contempla ella el próximo pedacito de camino que tiene por delante; ella no puede ver muy lejos, pero sabe que cuando haya alcanzado el punto que ahora limita el horizonte, se le abrirá un panorama totalmente nuevo.
Y ahora comienza la tarea cotidiana. Quizá cuatro o cinco horas seguidas de trabajo en la escuela. Eso significa constante concentración en una cosa y cada hora una distinta. En esa o en aquella hora de clase no se puede alcanzar lo que se pretendía, o quizá en ninguna. El propio cansancio, las interrupciones imprevistas, las deficiencias de los alumnos, el desánimo, las insurrecciones, los temores.
O bien en la oficina: contacto con un jefe o colegas desagradables, pretensiones irrealizables, acusaciones injustas, miseria humana y necesidades de todo tipo. Hasta que llega el mediodía. Cansados y agotados volvemos a casa donde posiblemente nos esperan nuevos conflictos y tribulaciones. ¿Dónde queda la frescura matinal del alma? De nuevo quisiera explotar y precipitarse: desánimo, disgusto, arrepentimiento. Y, a pesar de todo, ¡queda todavía tanto por hacer hasta la tarde! ¿Es que tenemos que comenzar inmediatamente? No, por lo menos no antes de haber encontrado un momento de tranquilidad.
3       Cada una debe conocerse lo suficientemente a sí misma como para saber dónde y cómo puede encontrar sus momentos de tranquilidad. Lo mejor, si es posible, es desahogarse un momento frente al tabernáculo y volver allí todas nuestras preocupaciones. Quien no pueda hacerlo, porque quizá necesita un poco de serenidad física, puede tomarse un respiro en la propia habitación. Y si esa tranquilidad exterior no fuera de ninguna manera posible, si no se tiene ningún lugar en el que uno pueda retirarse un momento y si las obligaciones apremiantes nos privan de una hora de tranquilidad, entonces deberíamos por lo menos por un momento cerrarnos a todas las otras preocupaciones para poder remontarnos al Señor. El está siempre allí presente y puede darnos en un instante todo lo que necesitamos.
Así se desarrollará el resto del día, quizá con mucho más cansancio y fatiga, pero en paz. Y cuando llega la noche y la revisión del día nos muestra que muchas de nuestras obras fueron fragmentarias y otras, que también nos habíamos propuesto, quedaron sin hacer y se despierte en nosotros una suerte de vergüenza y arrepentimiento, en ese momento habremos de tomar las cosas tal cual son, hemos de ponerlas en las manos de Dios y abandonarlas a El. De esa manera se puede descansar en El, para, después de recuperarnos verdaderamente, comenzar el nuevo día como si fuera una nueva vida.
4       Esta es sólo una pequeña indicación de cómo podríamos organizar nuestro día para dar lugar en nuestra vida a la gracia de Dios. Cada una en particular sabe cómo puede aplicar estos consejos de la mejor manera a su propia vida.
Ahora sólo resta mostrar cómo el domingo ha de convertirse en una gran puerta, a través de la cual la vida eterna puede penetrar en nuestra vida diaria, para darnos fuerzas en el trabajo de toda la semana; y cómo las grandes fiestas, los tiempos solemnes y los de penitencia, vividos en espíritu eclesial, proporcionan a las personas, año tras año, la paz eterna del “sabbat”.
Una importante tarea de cada una en particular consistirá en pensar cómo podrá ella organizar su plan diario y anual, según sus propias aptitudes y circunstancias existenciales, para preparar los caminos del Señor. La distribución externa de las actividades tendrá que ser distinta para cada una, y también con el correr del tiempo tendrá que adaptarse elásticamente al cambio de las circunstancias.
Además, la situación anímica es diversa en las distintas personas. Y no todos los medios aptos para establecer una relación con el Eterno o para mantenerla viva o revivificarla (meditación, lectura espiritual, participación en la liturgia, devociones populares) son igualmente fructíferos para cada una en particular y en diversas circunstancias. La meditación, por ejemplo, no puede ser ejercitada siempre por todos y de la misma manera. Es muy importante encontrar lo más efectivo para cada una y aprovecharse de ello.


“SANCTA DISCRETIO” EL DON DEL DISCERNIMIENTO
 
 
1       La regla de San Benito de Nursia es llamada a menuda “discretione perspicua”, distinguida por la discreción. La discreción se convierte de esa manera en el cuño especial de la santidad benedictina. En realidad no existe santidad sin ella; más aún, si se la entiende en profundidad y en todas sus dimensiones, coincide con la santidad misma.
Por ejemplo, si se confía algo a alguien “bajo discreción”, eso significa, se espera que se guardará en secreto. Pero la verdadera discreción es mucho más que la sola reserva. El discreto sabe, sin que se lo pidan expresamente, sobre qué cosas puede hablar y qué es lo que debe callar. El posee el don de distinguir lo que debe ocultarse en el silencio, de lo que ha de ser revelado; el momento en el que hay que hablar y el momento en el que hay que callar; a quién se le puede confiar algo y a quién no. Todo esto es válido no sólo para las cuestiones que le atañen personalmente, sino también para aquellas que se refieren a otros. Se considera también una “indiscreción” cuando alguien habla sobre cuestiones propias, pero en un lugar o en un momento poco indicados. El discreto no toca tampoco con sus preguntas lo que no debe ser tocado y sabe muy bien cómo y cuándo una pregunta es conveniente; y si fuera hiriente sabe dejarla de lado.
2       Una suma de dinero nos puede ser entregada también “a discreción”, lo cual significa que podemos disponer de ella. Esto no quiere decir, sin embargo, que podamos utilizarla arbitrariamente. Quien nos entrega esa suma nos da libertad de ación, pues está convencido de que nosotros somos quienes podemos determinar mejor qué es lo que se puede hacer con ella. En ese caso la discreción es también un don de discernimiento. De manera muy especial tiene necesidad de ella quien tiene a su cargo la dirección de otras personas. San Benito habla de la discreción en relación con lo que se ha de exigir del Abad (Regla de S.Benito, Cap.64): “El Abad tiene que ser en sus ordenaciones previdente y reflexivo; ya se trate de una ocupación divina ya humana, que él imponga, debe distinguir y sopesar, teniendo en cuenta aquel discernimiento de Jacob que dijo:Ê‘Si ajetreo demasiado a mi rebaño, moriría todo en un solo día’ (Gen.33,13). El Abad habrá de cobijar en su corazón ese y otros testimonios en favor del don del discernimiento, la madre de todas las virtudes, para poder tomar aquellas determinaciones que exige el valiente y que no asustan al débil”.
En este caso se puede entender la discreción como la “sabia mesura”, pero la fuente de una tal mesura es el mismo don de poder distinguir qué es lo que conviene a cada uno.
3       ¿De dónde viene es don? Por una parte hay algo natural que nos capacita para el discernimiento hasta un determinado grado. A eso don natural le llamamos “tacto” o “delicadeza” y es fruto de un cultivo del alma y de una sabiduría heredada o bien adquirida por diversas actividades formativas o experiencia vitales. El Cardenal Newman decía que el perfecto “Gentlemann” se confunde casi con el santo. Su actitud alcanza sólo hasta un determinado nivel de sobrecarga. Por encima de ese nivel se rompe el equilibrio del alma. La discreción natural no llega tampoco a niveles muy profundos. Ella sabe “cómo tratar a los hombres” y como un aceite suave se adelanta a los roces en el engranaje de la vida social, pero los pensamientos del corazón, el centro más íntimo del alma, le son desconocidos. Allí llega solo el Espíritu que todo lo penetra, hasta las profundidades mismas de la divinidad. La verdadera discreción es sobrenatural. Ella se encuentra solamente allí donde reina el Espíritu Santo, donde una persona, mediante el ofrecimiento indivisible de sí misma y la capacidad de entregarse libremente, escucha la voz suave de su huésped y está atenta a sus inspiraciones.
4       ¿Se puede considerar a la discreción como un don del Espíritu Santo? Sin duda alguna no se la puede tomar como uno de los siete conocidos ni tampoco como un octavo nuevo. La discreción pertenece a cada don en particular y se puede llegar a afirmar que los siete dones constituyen la huella visible de este único don.
El don del temor “distingue” en Dios la “divina majestas” y determina la distancia inconmensurable entre la santidad de Dios y la propia imperfección. El don de la piedad distingue en Dios la “pietas”, el amor paternal, le contempla con amor filial y respetuoso, con un amor que sabe distinguir lo que es debido al Padre en el cielo. En la prudencia es donde se ve con más claridad que la discreción es un don de discernimiento; ella determina qué es lo más conveniente para cada situación concreta. En la fortaleza podríamos inclinarnos a pensar que se trata de algo puramente voluntario, sin embargo la distinción entre la prudencia que reconoce el camino recto y una fortaleza que se impone ciegamente es posible sólo en el ámbito natural. El espíritu humano obra dócilmente y sin disgusto allí donde reina el Espíritu Santo. La prudencia determina el obrar práctico sin ninguna restricción y la fortaleza se ve de esa manera iluminada por la prudencia. Ambas posibilitan a la persona humana para adaptarse flexiblemente a las más diversas situaciones. Precisamente cuando ella se ha entregado sin resistencia al Espíritu, es capaz de sobrellevar todo lo que le acontece. La luz del Espíritu le permite, como don de ciencia, ver con absoluta claridad todo lo creado y todo lo acontecido en su ordenación a lo eterno, comprenderlo en su estructura interna y otorgarle el lugar debido y la importancia que le corresponde. Finalmente le concede, como don de entendimiento, la penetración en las profundidades de la divinidad misma y deja resplandecer ante ella con toda claridad la verdad revelada. En su punto culminante, como don de sabiduría, le une con la Trinidad y le permite penetrar de alguna manera hasta la misma fuente eterna y hasta todo aquello que emana de ella y que le tiene como sustrato en ese movimiento vital y divino que es amor y conocimiento juntamente.
5       La “sancta discretio” se distingue, según esto, radicalmente de la inteligencia humana, aún de la más aguda. Ella no distingue a través de un pensamiento discursivo escalonado como el espíritu humano que investiga; ella no desmembra y resume, no compara y reúne, concluye y prueba. La “sancta discretio” distingue de la misma manera que el ojo humano percibe el entorno de las cosas sin esfuerzo alguno a la luz del claro día. La penetración en los detalles particulares no le hace perder la visión de todo el contexto. Cuanto más alto sube el caminante tanto más se amplía el horizonte, hasta llegar a la cumbre donde la visión del entorno es completa. El ojo del espíritu, iluminado por la luz celestial, alcanza las lejanías más distantes, nada de desvanece, nada se hace indistinguible. Con la unidad crece la plenitud, hasta que todo el mundo se hace visible bajo el simple rayo de la luz divina, como acaeció en la “magna visio” de San Benito.


AMOR POR LA CRUZ
 
1 Algunas reflexiones con motivo de la fiesta de San Juan de la Cruz
 
 
Siempre se nos ha querido mostrar que San Juan de la Cruz no deseaba para sí otra cosa que el sufrimiento y el desprecio. Hoy nos preguntamos por los motivos de ese amor por el sufrimiento. ¿Es que se trata solamente del recuerdo amoroso del camino sufriente de nuestro Señor en la tierra, una suerte de apremio de la sensibilidad humana por acercársele a través de una vida que se asemeja a la suya? Esto parece no corresponder a la elevada y estricta espiritualidad del maestro místico; casi significaría que, en virtud del “varón de dolores”, se olvida al Rey triunfante sentado en el trono, al divina Vencedor sobre el pecado, la muerte y el abismo. ¿Acaso no ha desterrado Cristo la esclavitud?Ê¿No nos ha conducido también al Reino de la Luz y nos ha llamado a ser hijos felices del Padre Celestial? La visión del mundo en que vivimos, la necesidad, la miseria y el abismo de la maldad son causa suficiente para aplacar el gozo del triunfo de la luz. La humanidad lucha todavía en el fango y el rebaño de los que se liberaron de él en la cumbre más alta de los montes es aún muy pequeño. La batalla entre Cristo y el Anticristo no ha concluido todavía. En medio de esa lucha tienen su puesto los seguidores de Jesús y su arma principal es la Cruz.
¿Cómo podemos entender esto? El peso de la Cruz con el que Cristo se ha cargado es la corrupción de la naturaleza humana, con todas sus consecuencias de pecado y sufrimiento, con las cuales fue acunada la humanidad caída. El sentido último de la Cruz es liberar al mundo de esa carga. El retorno de la humanidad liberada al corazón del Padre celestial y la aceptación de la herencia legítima es un don libre de la gracia y del amor misericordioso de Dios. Tal liberación no habrá de suceder, sin embargo, a costa de la santidad y la justicia divinas. La suma total de los errores humanos, desde el pecado original hasta el día del juicio final, tiene que ser borrada por una obra de expiación de medidas equivalentes. Y esa expiación no es otra cosa que el calvario, el camino de la Cruz. Las tres caídas de Cristo bajo el peso de la Cruz corresponden a la triple caída de la humanidad: el pecado original, el rechazo del Salvador por su pueblo elegido y la caída de aquellos que llevan el nombre de cristianos.
2       El Redentor no estaba solo en el camino de la Cruz y los que le rodeaban y apretujaban no eran solamente sus adversarios, sino también hombres y mujeres que le apoyaban: la Madre de Dios, María, como modelo de los seguidores de la Cruz de todos los tiempos; Simon de Cirene, como ejemplo para todos aquellos que aceptan el sufrimiento que les ha sido impuesto y que encuentran su felicidad en tanto que lo soportan; Verónica, como representante de las almas amantes que se sienten impulsadas a servir al Señor. Cada uno de los que a la largo de la historia han cargado con un destino difícil en memoria del Redentor sufriente, o bien voluntariamente tomaron sobre sí la expiación del pecado, han ayudado con ello al Señor a cargar con su yugo y han disminuido, en parte, el peso brutal del pecado de la humanidad. Más aún, Cristo mismo como Cabeza realiza la expiación del pecado en esos miembros concretos de su Cuerpo místico, que se han puesto a disposición de su obra de salvación en cuerpo y alma.
Muy bien podemos suponer que la presencia de los amigos que habrían de seguirle en el camino del dolor dio muchas fuerzas al Salvador en la noche del monte de los olivos. Y la fuerza de esos “Cargadores de la Cruz” viene en su ayuda después de cada caída. Los justos del Antiguo Testamento son quienes le acompañaron en el camino entre la primera y la segunda caída. Los discípulos y discípulas, que se reunieron en torno a El durante su vida terrena, fueron sus ayudantes en el segundo tramo. Finalmente, los amantes de la Cruz, que El ha suscitado y habrá de suscitar siempre de nuevo en la historia cambiante de una Iglesia controvertida, serán sus compañeros hasta el fin de los tiempos. Para ello hemos sido llamados también nosotros.
3       Por lo tanto, si alguien anhela el sufrimiento, no lo hace por un recuerdo puramente piadoso de los sufrimientos del Señor. La expiación voluntaria es lo que nos une verdadera y más profundamente con el Señor. Tal unión está por encima de la ya existente con Cristo, pues el hombre natural huye del sufrimiento, y la búsqueda del dolor para satisfacer una inclinación perversa al sufrimiento, nada tiene que ver con las ansias de sufrimiento como expiación de los pecados. La inclinación perversa por el dolor no es, además, una aspiración espiritual, sino una pretensión puramente sensible y, en cuanto tal, no es mejor que otros vicios de la concupiscencia, sino precisamente peor por ser antinatural. Solamente quien tiene abiertos los ojos del espíritu para el sentido sobrenatural de los acontecimientos del mundo puede experimentar ansias por el sufrimiento expiatorio. Eso, sin embargo, sólo es posible para aquellos en los cuales vive el Espíritu de Cristo, que como miembros de un cuerpo, reciben de la cabeza su fuerza, su sentido y su dirección. La expiación, por otra parte, nos une más íntimamente con Cristo, de la misma manera que cada comunidad se siente más íntimamente unida en la realización de una tarea conjunta y como los miembros de un cuerpo se unifican cada vez más en el juego orgánico de sus funciones.
El amor por la Cruz y la gozosa filiación divina, además, no se oponen, pues la unión con Cristo es nuestra beatificación celestial y el crecimiento evolutivo en esa unión representa nuestra felicidad en la tierra. Ayudar a cargar con la Cruz de Cristo nos proporciona una alegría fuerte y pura, y quienes pueden y tienen derecho a hacerlo, los constructores del Reino de Dios, son sus verdaderos hijos. De ahí que la preferencia por el camino de la Cruz no signifique de ninguna manera que olvidemos que el Viernes Santo ya ha sido superado y la Obra de la Salvación consumada.
Solamente los redimidos, los hijos de la gracia pueden ayudar a Cristo a cargar con la Cruz. El sufrimiento humano recibe fuerza expiatoria sólo si está unido al sufrimiento de la cabeza divina. La vida del cristiano consiste en sufrir y en ser feliz en el sufrimiento, en ser parte del mundo, andar por los miserables y ásperos caminos de esta tierra y, a pesar de todo, reinar con Cristo a la derecha del Padre, en reír y llorar con los hijos de este mundo y cantar ininterrumpidamente con los coros de los ángeles las alabanzas de Dios, hasta que despunte la aurora de la eternidad.


AVE CRUX-SPES UNICA
 
14 - 9 - 1939
 
1       ¡Bendita seas, Cruz, esperanza única! De esta manera nos invita la Iglesia a implorar, en el tiempo dedicado a la contemplación de los amargos sufrimiento de Nuestro Señor Jesucristo. El grito de gozo del aleluya pascual hizo enmudecer el solemne himno de la Cruz, pero el signo de nuestra salvación siguió bendiciéndonos en medio de la alegría pascual, en tanto que nosotros rememorábamos el hallazgo del que había desaparecido. La Cruz nos bendice al término de las grandes fiestas de la Iglesia, desde el corazón mismo del Salvador. Y ahora que el año litúrgico ya declina, él será elevado delante de nosotros y ha de mantener nuestras miradas cautivas hasta que el aleluya pascual nos invite nuevamente a olvidar por un momento la tierra, para colmarnos de gozo en las bodas del Cordero.
Nuestra Santa Orden nos permite comenzar el tiempo de penitencia con la fiesta de la exaltación de la Santa Cruz y nos conduce hasta el pie de esa misma Cruz para renovar nuestros votos. El Crucificado nos contempla y nos pregunta si estamos todavía dispuestas a serle fieles en lo que le hemos prometido en una hora de gracia. El tiene razón de preguntárnoslo pues, hoy más que nunca, se ha convertido la Cruz en un signo de contradicción.
Los discípulos del Anticristo le hacen ignominias mucho peores que las que le hicieron antiguamente los mismos persas que la saquearon. Ellos profanan la imagen de la Cruz y hacen los esfuerzos posibles para arrancarla del corazón de los cristianos. Lamentablemente, con bastante frecuencia han tenido éxito, incluso con aquellos que, como nosotras, habían prometido ya cargar con la Cruz de Cristo. Por eso el Salvador nos contempla hoy, serio y examinante, y nos pregunta a cada una de nosotras: ¿Quieres ser fiel al Crucificado? ¡¡Piénsalo bien!!
El mundo está en llamas; el combate entre Cristo y el Anticristo ha comenzado abiertamente. Si tú te decides por Cristo, te puede costar la vida; reflexiona por eso muy bien sobre aquello que prometes. La profesión y la renovación de los votos es algo terriblemente serio. Tu harás una promesa al Señor del cielo y de la tierra y si eso no te es lo suficientemente sagrado como para poner todo tu empeño en cumplirlo, caerás en las manos del Dios viviente.
2       El Salvador cuelga en la Cruz, delante de ti, por haber sido obediente hasta la muerte y muerte de Cruz. El vino al mundo no para hacer su voluntad sino la voluntad del Padre. Si tu también quieres ser la prometida del Crucificado, tienes que negar incondicionalmente tu propia voluntad y no tener ningún otro anhelo, sino el de cumplir la voluntad del Padre. Ella se te expresa en la Santa Regla y en las Constituciones de la Orden. Ella te habla a través del suave Aliento del Espíritu Santo, en lo más íntimo de tu corazón. Si quieres ser fiel a tu voto de obediencia tienes que oír, noche y día, atentamente esa voz y seguir sus mandamientos. Eso significa, además, crucificar cada día y en cada momento tu voluntad y tu amor propio.
Tu Salvador cuelga en la Cruz delante de ti, desnudo y abandonado, porque El ha elegido la pobreza y quien quiera seguirle habrá de renunciar a todos los bienes terrenos. No es suficiente que una vez lo hayas abandonado todo y que hayas venido al monasterio. Tú tienes que tomarlo también ahora muy en serio. Acepta agradecida lo que la providencia de Dios te envía y prívate alegremente de lo que él te hace carecer; no te cargues de cuidados por tu propio cuerpo, ni por sus caprichos e inclinaciones, sino entrégate más bien a aquellas ocupaciones que te han sido encomendadas. No te preocupes por el día que viene, ni por la próxima comida.
3       Tu Salvador cuelga delante de ti con el corazón traspasado. El ha derramado la Sangre de su propio corazón para ganar el tuyo. Si tu quieres seguirle en santa pureza, entonces tu corazón tiene que estar libre de todo anhelo terreno y Jesús, el Crucificado, ser el único objeto de tus apetitos, de tus deseos y de tus pensamientos.
 ¿Te estremeces ante la grandeza de lo que los santos votos exigen de ti? Pues no tienes porqué temer. Seguro que lo que tú prometiste está por encima de tu debilidad, de tu humana fortaleza, pero no está por encima de la fuerza del Todopoderoso y ella será tuya si tú te confias a él, y si él acepta tu juramento de fidelidad. Ya lo hizo en el día de tu profesión y hoy quiere hacerlo nuevamente. Es el corazón amante de tu Salvador quien te invita una vez más a seguirle.
Un seguimiento tal exige de ti obediencia, pues la voluntad del hombre es débil y ciega. Ella sola no puede encontrar e camino en tanto no se entregue totalmente a la voluntad divina. Este seguimiento te pide la pobreza, porque tus manos han de estar vacías de los bienes de la tierra para poder recibir las delicias del cielo. El te pide castidad, pues sólo el desapego de todo amor terrenal libera tu corazón para amar a Dios. Los brazos del crucificado están extendidos para atraerte hacia su corazón. El quiere tomar tu vida para ofrecerte a suya. ¡¡¡Ave Crux,spes unica!!!
4 El mundo está en llamas El incendio puede hacer presa también en nuestra casa; pero en lo alto por encima de todas las llamas, se elevará la Cruz. Ellas no pueden destruirla. Ella es el camino de la tierra al cielo y quien la abraza creyente, amante, esperanzado, se eleva hasta el seno mismo de la Trinidad.
  ¡El mundo está en llamas!¿Te apremia extinguirlas? Contempla la Cruz. Desde el corazón abierto brota la sangre del Salvador. Ella apaga las llamas del infierno. Libera tu corazón por el fiel cumplimiento de tus votos y entonces se derramará en él el caudal del Amor divino hasta inundar todos los confines de la tierra. ¿Oyes los gemidos de los heridos en los campos de batalla del Este y del Oeste? Tu no eres médico, ni tampoco enfermera, ni puedes vendar sus heridas. Tu está recogida en tu celda y no puedes acudir a ellos. Oyes el grito agónico de los moribundos y quisieras ser sacerdote y estar a su lado. Te conmueve la aflicción de los viudas y de los huérfanos y tu querrías ser el Ángel de la Consolación y ayudarles. Mira hacia el Crucificado. Si estás unida a él, como una novia en el fiel cumplimiento de tus santos votos, es tu/su sangre preciosa la que se derrama. Unida a él, eres como el omnipresente. Tu no puedes ayudar aquí o allí como el médico, la enfermera o el sacerdote; pero con la fuerza de la Cruz puedes estar en todos los frentes, en todos los lugares de aflicción. Tu Amor misericordioso, Amor del corazón divino, te lleva a todas partes donde se derrama su sangre preciosa, suavizante, santificante, salvadora.
  Los ojos del Crucificado te contemplan interrogantes, examinadores. ¿Quieres cerrar nuevamente tu alianza con el Crucificado? ¿Qué le responderás? ”Señor,Ê¿a dónde iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”.
 
¡¡¡AVE CRUX, SPES UNICA!!!


LAS BODAS DEL CORDERO
 
14 de septiembre de 1940
 
1 “Venerunt nuptiae Agni et uxor eius praeparavit se” (Apoc. 19,27). “Han llegado las Bodas del Cordero y la esposa ya está dispuesta” De manera tan hermosa sonaron estas palabras en nuestro corazón la víspera de nuestra profesión, y así deberán sonar nuevamente cuando renovemos solemnemente nuestros sagrados votos. Palabras colmadas de misterio que ocultan en sí la profundidad misteriosa del sentido de nuestra sagrada vocación. ¿Quién es el Cordero? ¿Quién es la novia? ¿De qué Banquete de Bodas se habla aquí? “Yo contemplé y vi que en medio del trono y de los cuatro seres vivientes y de los ancianos estaba un cordero como degollado” (Apoc.5,6).
Cuando el vidente de Patmos contempló ese rostro latía todavía en él el recuerdo de aquel inolvidable día junto al Jordán, cuando Juan el Bautista le mostró al “Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” (Jn.1,29). En aquel momento había comprendido él la palabra y ahora comprendía la imagen. El era el que antes caminaba junto al Jordán y e que se le había manifestado ahora en blancas vestiduras, con sus ojos como llamas de fuego y con la espada del que juzga, el Primero y el último(j¡Jn.1,13 ss.). El llevó a plenitud lo que los ritos de la Antigua Alianza sólo manifestaron en figura.
Cuando en el más solemne y santo día del año, el Sumo Sacerdote entraba en el Santo de los Santos, en el terrible y sagrado lugar de a presencia de Dios, tomaba del pueblo dos machos cabríos: el uno, para cargar sobre él los pecados del pueblo y llevarlos al desierto, y el otro, para rociar con su sangre el Tabernáculo y el Arca de la Alianza (Lev.16). Ese era el sacrificio de expiación por el pueblo. Además de eso, el Suma Sacerdote tenía que sacrificar un becerro joven por é mismo y por su casa y ofrecer en holocausto un ternero cebado. Con la sangre del becerro tenía que rociar también el trono de gracia, y cuando el sacerdote, no visto por ojo humano, había orado por sí mismo, por su casa y por todo el pueblo de Israel, salía afuera, donde estaba el pueblo expectante, y rociaba también el altar para expiar sus pecados y los del pueblo. Luego enviaba e carnero vivo al desierto, ofrecía su propio holocausto y el del pueblo y hacía quemar los restos del sacrificio expiatorio delante del campamento (más tarde, frente a las puertas de la ciudad).
2       Un día solemne y sagrado era también el día de la Reconciliación. El pueblo permanecía en oración y ayunaba en el Santuario; y cuando al atardecer todo se había consumado, había paz y alegría en el corazón, porque Dios les había quitado el peso del pecado y les había donado su gracia. ¿Qué había producido esa reconciliación? Ni la sangre de los animales degollados, ni el Suma Sacerdote de la Familia de Aaron -eso o aclaró insistentemente San Pablo en la carta a los Hebreos-, sino la verdadera víctima de Reconciliación, que estaba prefigurada en todas las anteriores víctimas prescritas por la Ley, y el Sumo Sacerdote, según el orden de Melquisedek, en cuyo lugar estaban los sumos sacerdotes de la casa de Aaron. El es también el verdadero Cordero Pascua, por cuya causa pasó de largo el ángel exterminador frente a las casos de los hebreos, cuando castigó a los egipcios. El mismo Señor explicó esto a sus discípulos cuando comió con ellos el Cordero Pascual por última vez, y se entregó a sí mismo como alimento. Pero... ¿porqué había elegido el Cordero como símbolo preferido? ¿Porqué se muestra El todavía en esa forma en el trono de la eterna gloria? Porque fue inocente y humilde como un cordero y porque él había venido para dejarse llevar como un cordero que es llevado al matadero.
 
Juan presenció también eso cuando el Señor permitió que le apresaran en el Monte de los Olivos y luego se dejó clavar en la cruz en el Gólgota. Allí, en el Gólgota, fue consumada la verdadera Víctima de la Reconciliación y con ella perdieron su eficacia todas las antiguas ofrendas, y muy pronto cesaron totalmente, así como el antiguo sacerdocio cuando la destrucción del Templo. Todo esto le tocó presenciar a Juan; por eso no le asombraba el Cordero sobre el trono, y porque fue un fiel testigo suyo le fue mostrada también la esposa del Cordero.     “El vio la ‘Cuidad Santa’, la Nueva Jerusalén que descendía desde el cielo, del lado de Dios, engalanada como una novia que se adorna para su esposo” (Apoc.21,2; 9 ss.). Así como el mismo Cristo descendió del cielo a la tierra, así tiene también su esposa, la Santa Iglesia, su origen en el cielo. Ha nacido de la gracia de Dios y con el Hijo de Dios ha descendido del cielo, de modo que está unida a El indisolublemente. Ha sido construida con piedras vivas y su piedra basal fue colocada cuando la Palabra de Dios asumió la naturaleza humana en el seno de la Virgen. En aquel tiempo el alma del Niño Divino y de la Madre Virgen estaban enlazadas con el vínculo de la más íntima unión, que hoy llamamos desposorio. La Jerusalén celestial vino a la tierra escondida a los ojos del mundo y de ese primer vínculo nupcial nacieron todas las piedras vivas (cada alma, en particular, llamada a la vida por la gracia de Dios), que luego ensamblaron la vigorosa construcción. La Madre Virginal llegaría a ser la Madre de todos los redimidos, y como la célula fecunda, de la cual se desprenden siempre nuevas células, construiría ella la ciudad viviente de Dios.
3       Este misterio escondido le fue revelado a Juan cuando estaba junto a la Virgen Madre al pie de la Cruz y fue entregado a ella como hijo. Allí se abrió la Iglesia visiblemente al ser. Su hora había llegado, pero no todavía su última perfección. Ella vive y ha sido desposada por el Cordero, pero la hora del festivo banquete nupcial llegará cuando el dragón sea definitivamente vencido y el último de los redimidos haya luchado su combate hasta el final. Así como el Cordero tuvo que ser degollado para ser elevado sobre el trono de la gloria, así conduce el camino de la gloria, a través de la Cruz y el sufrimiento, a todos aquellos que fueron elegidos para el Banquete de Bodas del Cordero.
El que quiera desposar al Cordero tiene que dejarse clavar con él en la Cruz. Para esto están llamados todos los que fueron marcados con la sangre del Cordero, y éstos son todos los bautizados. Sin embargo, no todos comprenden esa llamada y le siguen; pero hay una llamada para un seguimiento más estrecho, que suena más penetrante en el interior del alma y que exige una clara respuesta. Esa es la llamada a la vida religiosa, y la respuesta son los votos. En aquel, a quien el Señor llama en medio de las circunstancias más normales (familia, pueblo, ambiente), para entregarse solamente a El, se destaca el vínculo nupcial con el Señor con más fuerza que en la multitud de los redimidos. Por toda la eternidad tienen que pertenecer de manera preferida al Cordero, seguirle a donde El vaya y cantar el himno de las vírgenes que ningún otro puede cantar (Apoc.14,1). Si se despierta en el alma el deseo de la vida religiosa, es como si el Señor pidiera su mano en desposorio, y si ella se consagra a él a través de los votos y acepta el “Veni, sponsa Christi”, se prefigura el banquete de las bodas celestiales.
Se trata aquí, sin embargo, sólo de la espera por el banquete eterno. El gozo nupcial del alma consagrada a Dios y su fidelidad tienen que templarse en combates, ya ocultos, ya manifiestos, y en lo cotidiano de la vida religiosa. El esposo que ella elige es el Cordero que ha sido degollado, y si ella quiere entrar con El en la gloria celestial tiene que dejarse clavar ella misma en su Cruz. Los clavos son los tres votos. Cuanto más solícita se extienda el alma consagrada sobre la Cruz y soporte los golpes del martillo, tanto más profundamente experimentará la realidad de estar unida con el Crucificado y así, el mismo hecho de estar crucificada, será para ella la fiesta de las bodas.
4       El voto de pobreza abre las manos para que ellas dejen caer todas aquellas cosas que las tenían atrapadas y las sujeta luego de modo que no puedan ya lanzarse a las cosas de este mundo. El ordena, además, las manos del espíritu y del alma: los apetitos que siempre se inclinan a los placeres y los bienes materiales; las preocupaciones que se desprenden de pretender asegurar la vida terrena en todas sus dimensiones, la agitación que se ocupa de cosas diversas, poniendo en peligro de esa manera la dedicación a lo único necesario. Una vida en la abundancia y la comodidad burguesa contradice el espíritu de la santa pobreza y nos separa del pobre crucificado. Nuestras hermanas, en los primeros tiempos de la reforma, se consideraron dichosas cuando les faltaba lo necesario, y cuando las dificultades habían sido superadas, temían que el Señor se hubiera apartado de ellas, pues lo tenían todo a disposición en cantidad suficiente.
Algo no funciona bien en una comunidad conventual si la vida exterior toma tanto tiempo y fuerzas para sí que se resiente la vida interior; y algo no está del todo en orden en el alma de las religiosas, en particular, si comienzan a preocuparse de sí mismas y a preocuparse de aquellas cosas que satisfacen sus deseos e inclinaciones, en vez de abandonarse a la Divina Providencia y aceptar agradecidas lo que ella les manda a través de las hermanas responsables de la autoridad. Naturalmente, con eso no se excluye que se haga notar a los superiores sobre aquello que exige la obligatoria consideración de la salud. Pero una vez que esto se ha hecho, hemos de liberarnos de toda otra preocupación. El voto de pobreza nos proporciona la despreocupación de los gorriones y de los lirios, para que el espíritu y el corazón permanezcan libres para Dios.
La santa obediencia sujeta nuestros pies para que no anden ya más por sus propios caminos, sino solamente por los caminos de Dios.
5       Los hijos del mundo llaman libertad al no estar sometidos a ninguna voluntad ajena y a que nadie les impida satisfacer sus deseos e inclinaciones. Por esa libertad se lanzan a sangrientos combates y sacrifican todo lo que tienen, los bienes y la vida. Los hijos de Dios, sin embargo, entienden por libertad algo diferente. Ellos quieren seguir sin estorbos al Espíritu de Dios y saben que los obstáculos más grandes no vienen desde fuera, sino que yacen en nuestro propio interior. La razón y la voluntad del hombre, que gustosamente quieren ser su propio señor, no se percatan de cuán fácilmente se dejan persuadir por la concuspiscencia y se convierten en sus esclavos. No hay mejor camino para liberarnos de esa esclavitud y hacernos dóciles a la dirección del Espíritu Santo que el camino de la santa obediencia.
“En la obediencia es donde mi alma se siente realmente libre”. Esto hace decir Goethe a la heroína de uno de sus poemas, que está fuertemente impregnado de espíritu cristiano. La auténtica obediencia no consiste solamente en la no transgresión externa de las prescripciones de la Santa Regla y de los preceptos y las órdenes de los superiores; tiene, más bien, que convertirse en una auténtica renuncia a la propia voluntad. Por eso, el que obedece no estudia la Regla y las Constituciones para descubrir sutilmente cuánta, así llamada, libertad se le permite todavía, sino para descubrir cada vez mejor cuantos pequeños sacrificios y oportunidades tiene cada día y cada hora al alcance de la mano para el crecimiento en la renuncia de sí mismo. El toma sobre sí los preceptos y las normas como un yugo suave y una carga ligera, pues se siente, a través de ellos, más estrecha y profundamente unido con el Señor, que fue obediente hasta la muerte y muerte de Cruz. Puede que a los hijos de este mundo les parezca inútil, irracional y estrecha de miras obrar de esa manera, pero el Salvador, que realizó durante treinta años su trabajo cotidiano en base a tales pequeños sacrificios, nos juzgará de una manera muy diversa.
El voto de castidad busca liberar al hombre de todas las ataduras de la vida mundana, para abrazarlo a la cruz por encima de toda agitación y dejar también libre su corazón para su fusión total con el Crucificado. Un sacrificio tal no se lleva a cabo de una sola vez. Muy bien se puede estar exteriormente apartado de las circunstancias que fuera conducen a la tentación, sin embargo en la memoria y en la fantasía permanecen todavía muchas cosas que pueden perturbar el espíritu y quitar la libertad al corazón. Existe, además, el peligro de que en los protegidos muros del convento se creen nuevas ligaduras y así se resienta la total unión con el corazón divino.
6       Con nuestra entrada en la Orden nos convertimos nuevamente en miembros de una familia y hemos de ver y honrar en nuestras superioras y hermanas a miembros vivos del cuerpo místico de Cristo. Con todo, somos hombres y puede que se mezcle en el santo amor, infantil y fraternal, algo demasiado humano. En ese caso creemos ver a Cristo en el hombre que tenemos delante y no nos damos cuenta que nos apegamos humanamente al hombre y corremos el peligro de perder a Cristo de vista. Ahora bien, no solamente la inclinación humana enturbia la pureza del corazón, pues peor que un “demasiado” amor humano es una “demasiado poco” amor al corazón divino. Cada aversión, cada enojo, cada rencor que toleramos a nuestro corazón cierra las puertas al Salvador. Las agitaciones involuntarias se presentan, naturalmente, sin culpa nuestra, pero tan pronto como las consentimos tenemos que tomar inexorablemente partido contra ellas; de lo contrario nos ponemos en contra de Dios, que es Amor, y trabajamos en provecho del adversario. El himno que cantan las vírgenes en el séquito del Cordero es con seguridad el himno del más puro amor.
La Cruz es elevada nuevamente ante nosotras. Ella es el signo de contradicción. El Crucificado nos contempla desde allí y nos dice: “¿Queréis abandonarme también vosotras?” El día de la renovación de los votos tiene que ser siempre el día de un serio examen personal. ¿Hemos sido consecuentes con lo que profesamos con fervor inicial? ¿Hemos vivido como conviene a las desposadas del Crucificado, del Cordero que ha sido inmolado? En los últimos meses hemos oído bastante a menudo que las muchas oraciones por la paz no surtieron todavía ningún efecto. ¿Qué derecho tenemos nosotras a ser escuchadas? Nuestro anhelo de Paz es, sin duda, auténtico y sincero, pero... ¿procede de un corazón totalmente purificado? ¿Hemos rezado verdaderamente en el nombre de Jesús, es decir, no sólo con el nombre de Jesús en los labios, sino en el espíritu y en el sentir del Señor, sólo para la gloria de la Voluntad del Padre y sin buscarnos a nosotras mismas?
7       El día en que Dios tenga poder ilimitado sobre nuestro corazón tendremos también nosotros poder ilimitado sobre el suyo. Si tenemos esto presente, nunca tendremos el valor de condenar a hombre alguno. No debemos, sin embargo, tampoco desalentarnos si después de mucho tiempo en la vida religiosa tenemos que decirnos a nosotras mismas que todavía somos aprendices e inexpertas. La fuente que mana del corazón del Cordero no se ha agotado. Todavía hoy podemos lavar allí nuestras vestiduras como lo hizo un día el buen ladrón en el Gólgota. En la confianza de la fuerza reparadora de esa sagrado manantial nos postramos ante el Trono del Cordero y respondemos a su pregunta: Señor, ¿a dónde iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna. Déjanos beber de las fuentes de la santidad para nuestro bien y el de este mundo sediento. Danos la gracia de poder pronunciar con un corazón puro las palabras de la esposa, que dice:
¡¡¡VEN,
VEN SEÑOR JESÚS,
VEN PRONTO!!!



LA EXALTACIÓN DE LA CRUZ
 
14 - 9 - 1941
 
1       San Benito determinó en su “Sancta Regula” que el ayuno comenzara para los religiosos con la fiesta de la Exaltación de la Cruz. La prolongada alegría pascual y las solemnidades del verano (al final, todavía la fiesta de la Coronación de María como Reina del Cielo) podrían quizás, empalidecer o hacer desaparecer de nuestra mente la imagen del Crucificado, de la misma manera que ésta permaneció escondida en los primeros siglos del cristianismo. Pero llegado su tiempo, apareció la Cruz resplandeciente en el cielo, amonestando a los hombres a buscar el madero de la ignominia, escondido y olvidado, y a reconocer en él el signo de la salvación, el símbolo de la fe y el emblema de los creyentes. Cada año, cuando la Iglesia la levanta ante nuestros ojos, hemos de acordarnos de la exhortación del Señor: “Quien quiera ser mi discípulo, que cargue con su Cruz y me siga” (Mc.8,34; Lc.14,27). Cargar con la Cruz significa caminar por el camino de la penitencia y la renuncia. Seguir al Salvador significa, para nosotras, religiosas, dejarnos clavar en la Cruz con los tres clavos de los votos. La Exaltación de la Cruz y la renovación de los votos están íntimamente unidas.
El Salvador nos ha precedido en el camino de la pobreza. A El le pertenecen todos los bienes del cielo y de la tierra. Ellos no significan para El ningún peligro; El podía usar de ellos, manteniendo a la vez su corazón totalmente libre. El sabía, sin embargo, que a los hombres apenas les es posible poseer bienes sin sucumbir ante ellos y sin convertirse en sus esclavos. Cristo abandonó por eso todo lo que tenía, mostrando así, más por medio del ejemplo que a través de consejos, que todo lo posee quien nada tiene. Su nacimiento en el establo y su huida a Egipto nos muestran ya que el hijo del Hombre no habría de tener ningún lugar donde reclinar la cabeza.
2       Quien le sigue ha de saber que nosotros no tenemos en la tierra un lugar duradero. Cuanto más vivamente lo experimentemos, tanto mas apremiante será nuestra esperanza de lo venidero y nuestra alegría en la certeza de que tenemos un lugar preparado para nosotros en el cielo. Es bueno que pensemos hoy que a la pobreza pertenece también la disposición a abandonar incluso los muy amados claustros conventuales. Nosotras nos hemos comprometido a vivir en clausura y lo hacemos siempre de nuevo, cada vez que renovamos nuestros votos. Dios, sin embargo, no está obligado a mantenernos siempre dentro de los muros de la clausura. El no los necesita, pues tiene otros muros para protegernos. Sucede algo parecido con los sacramentos. Ellos representan para nosotros los medios ordinarios de la gracia y ninguna disposición de nuestra parte es suficiente para recibirles, pero Dios no está atado a ellos. En el mismo momento en que nosotras fuéramos privadas por imposición exterior de la recepción de los sacramentos, en ese mismo instante podría El, de otras maneras y en sobreabundancia, resarcirnos con su gracia y seguramente lo hará en la medida en que nosotras hayamos permanecido anteriormente fieles a su recepción. Por ello se convierte en nuestra santa obligación el acatar lo más meticulosamente posible las normas de la clausura, para vivir sin obstáculo alguno, ocultas con Cristo en Dios. Si permanecemos fieles en esto y fuéramos arrojadas a la calle, el Señor nos enviará sus ángeles, que acamparán en nuestro entorno para proteger nuestras almas con el batir invisible de sus alas, mejor que la más alta y más fuerte muralla. No hemos de anhelar una situación tal y podemos muy bien rezar para que no tengamos que vivir esa experiencia; sin embargo, con el deseo sincero y serio: ¡Que no se haga mi voluntad, sino la tuya! El voto de pobreza quiere ser renovado sin reservas.
3       ¡Que se haga tu voluntad! Ese fue el contenido de la vida de nuestro Redentor. El vino al mundo para realizar la voluntad del Padre, no sólo para expiar con su obediencia el pecado de la desobediencia, sino para retornar a todos los hombres al camino de la obediencia. A la voluntad creada no le ha sido dado el ser soberanamente libre; ella está llamada a adecuarse a la voluntad divina. Si se somete libremente a esa adecuación, entonces le es concedido cooperar libremente con el perfeccionamiento de la creación. Y si la creatura libre se niega a esa adecuación, se esclaviza. La voluntad del hombre mantiene todavía la posibilidad de elección, pero se encuentra aún en la esfera de las creaturas; ellas le arrastran y le empujan en direcciones que se alejan del desarrollo de su naturaleza querido por Dios, y con ello le alejan también de la meta a la cual su libertad estaba originariamente dirigida. El hombre pierde también, junto con esa libertad originaria, la seguridad de decisión. La voluntad se hace inconstante e inestable, es acosada por dudas y escrúpulos o se enquista en su extravío. Frente a esto no hay otros remedio sino el del camino del seguimiento de Cristo; del Hijo del Hombre, que no sólo obedeció directamente al Padre celestial, sino que se sometió a los hombres que la voluntad del Padre había colocado sobre El. La obediencia ordenada por Dios libera la voluntad esclavizada de las ataduras de las creaturas y la conduce de retorno a la libertad. En ese sentido es también el camino hacia la pureza del corazón.
4       No hay ninguna cadena que sea más fuerte que la de la pasión. El cuerpo, el alma y el espíritu pierden bajo su peso su fuerza y salud, su claridad y su belleza. Así como al hombre, signado por el pecado original, apenas si le es posible poseer bienes sin atarse a ellos, así existe en casi todas la inclinaciones naturales el peligro de la degeneración de la pasión, con todas sus devastadoras consecuencias. Dios nos ha dado para ello dos remedios: el matrimonio y la virginidad. La virginidad es el camino más radical y por ello también el más fácil. Este no es, sin embargo, el motivo más profundo por el cual Cristo la eligió para precedernos.
El mismo matrimonio es ya un gran misterio como símbolo de la unión de Cristo con la Iglesia y, al mismo tiempo, como su instrumento. La virginidad, por su parte, es un misterio más profundo aún; ella no sólo es símbolo e instrumento de la unión conyugal con Cristo y de su fecundidad sobrenatural, sino su misma participación. Ella brota desde lo más profundo de la vida divina y nos conduce nuevamente a ella. El Padre eterno participó la totalidad de su esencia al Hijo con amor incondicional y de la misma manera se la retorna el Hijo al Padre. El paso de Dios hecho hombre por la vida temporal nada podía cambiar en esa entrega absoluta de Persona a Persona. El Hijo pertenece al Padre por los siglos de los siglos, y por eso no podría entregarse a ninguna otra persona humana.
5       Lo que El hizo fue introducir, a los hombres que querían entregarse a El, en la unidad de su Persona divina y humana como miembros de su Cuerpo Místico, para ofrecerlos así al Padre. Para eso vino al mundo. Esa es la divina fecundidad de su virginidad eterna: que puede engendrar en las almas a vida sobrenatural. Y esa es también la fecundidad de las vírgenes que siguen al Cordero; que reciben con toda su fuerza e indivisa entrega la vida divina para, en íntima unión con la Cabeza divina y humana, transmitirla a otras almas y ganar de esa manera nuevos miembros para el Cuerpo Místico de Cristo.
A la virginidad divina va aparejado un rechazo absoluto por el pecado como antítesis de la santidad divina. De ese aborrecimiento por el pecado brota, sin embargo, un amor insuperable por el pecador. Jesucristo vino al mundo para arrancar a los pecadores del dominio de las tinieblas y reconstruir de esa manera la imagen divina en las almas prostituidas. El vino al mundo como Hijo del pecado (eso muestra, por lo menos, su árbol genealógico y toda la historia del Antiguo Testamento) y buscó siempre la compañía de los pecadores, para tomar sobre sí todo el pecado del mundo y cargarle consigo en el madero ignominioso de la Cruz, que por ese mismo motivo se convirtió en signo de su victoria. Por eso, precisamente, las almas vírgenes no sienten ningún tipo de aborrecimiento por los pecadores. La fuerza de su pureza sobrenatural no tiene miedo de contaminarse. El amor de Cristo las empuja a penetrar en la noche más profunda y ninguna alegría maternal terrena puede compararse con la felicidad del alma que enciende la luz de la gracia en la noche del pecado. El camino hacia esa maternidad es la Cruz. A la sobra de la Cruz se transformó la Virgen de las vírgenes en la Madre de la Gracia.


EPIFANÍA
 
 
1       Cuando la luz suave de las velas del Adviento (una luz misteriosa, en medio de una oscuridad también misteriosa) brilla en las tardes oscuras de diciembre se despiertan en nosotros los pensamientos consoladores de que la Luz divina, el Espíritu Santo, nunca dejó de alumbrar en las tinieblas de la humanidad caída. El Espíritu permaneció fiel a la creación sin tomar en cuenta las infidelidades de ésta. Y aun cuando las tinieblas no querían dejarse penetrar por la luz celestial, siempre hubo lugares abiertos donde esa luz pudo ser derramada.
Un rayo de esa luz cayó ya sobre los corazones de nuestros primeros padres en la hora del juicio al que hubieron de someterse; un rayo “iluminador”, que despertó en ellos la conciencia de su culpa; un rayo “ardiente” que los hizo consumirse en el dolor del arrepentimiento; un rayo purificador y depurante, que los preparó para recibir la luz tierna de la estrella de la esperanza, que les fue prometida en las palabras del protoevangelio.
Los corazones de todos los hombres fueron acariciados a lo largo de los siglos por ese rayo de luz divina, de la misma manera que lo había hecho con los corazones de nuestros primeros padres. La luz divina, escondida a los ojos del mundo, iluminaba y acrisolaba esos corazones, ablandaba su materia dura, enquistada y, a veces, deformada, y les daba nueva forma, con mano segura de artista, según la imagen de Dios. De esa manera, oculta a los ojos de los hombres, fueron y son formadas las piedras vivas que constituyen la Iglesia primeramente invisible. De esa Iglesia invisible brota, sin embargo, la Iglesia visible, que se manifiesta siempre de nuevo con acontecimientos admirables y revelaciones divinas; con “epifanías” siempre nuevas. La obra silenciosa del Espíritu Santo en lo más íntimo de sus almas hizo de los patriarcas amigos de Dios. Pero cuando ellos alcanzaron a plenitud necesaria para convertirse en sus instrumentos apropiados, los hizo protagonistas de obras admirables y soportes de la evolución histórica, de manera que pudo hacer nacer de ellos a su pueblo elegido. Así fue educado también Moisés, primero en la intimidad, para ser nombrado luego conductor y legislador de su pueblo.
2       No todos aquellos a quienes Dios toma como sus instrumentos tienen que ser preparados de esa manera. Muchos hombres pueden servir a Dios sin su conocimiento y hasta, incluso, en contra de su propia voluntad. Eventualmente también, hombres que no pertenecen, ni exterior ni interiormente, a la Iglesia. Estos son movidos como el martillo o el cincel del artista, a las tijeras con que el viñador poda los sarmientos. En aquellos que pertenecen a la Iglesia puede preceder también temporalmente la pertenencia exterior o interior, y esto puede llegar a ser muy importante, por ejemplo, cuando alguien es bautizado sin tener todavía conciencia de su fe, pero que la alcanza a través de la vida exterior de la Iglesia.
El último fundamento sigue siendo, sin embargo, la vida interior; la formación del hombre va desde dentro hacia fuera. Cuanto más profundamente esté el alma unida a Dios, y cuanto más desinteresadamente se haya entregado a su gracia, tanto más fuerte será su influencia en la configuración de la Iglesia. Y viceversa, cuanto más profundamente esté sumergida una época en la noche del pecado y en a lejanía de Dios, tanto más necesita de almas que estén íntimamente unidas a El. Pero aún en esas situaciones Dios no nos abandona. Desde la noche más oscura surgen las grandes figuras de los profetas y los santos, aun cuando, en gran parte, la corriente vivificante de la vida mística permanece invisible. No cabe ninguna duda, sin embargo, de que los giros decisivos de la historia del mundo fueron esencialmente influenciados por almas sobre las cuales poco o nada dicen los libros de historia. Y cuáles sean las almas, a las que hemos de agradecer las transformaciones decisivas de nuestra vida personal, es algo que sólo habremos de experimentar el día en que todo lo oculto sea revelado.
3       Es posible hablar de una “Iglesia invisible”, porque las almas escondidas no viven aisladas, sino en un contexto viviente y dentro del gran orden del plan divino. Su efectividad y su íntima unión puede que permanezca oculta para ellos mismos y para los otros a lo largo de toda su vida terrenal. Sin embargo, es también posible que algo de ese orden salga a la luz y se haga visible. Ese es el caso de las personas y los acontecimientos que enmarcan el misterio de la Encarnación. María y José, Zacarías e Isabel, los pastores y los Magos, Simeón y Ana, todos ellos habían vivido en la intimidad de Dios y estaban preparados para la tarea especial que les habría de ser encomendada, antes aún de haber experimentado el admirable encuentro con el Señor y antes de poder entender el camino de su vida como un camino hacia ese punto culminante. En todos los himnos que la tradición nos ha legado se expresa su admiración ante las maravillas de Dios.
 Por otra parte, encontramos en los hombres que se reunieron en torno al pesebre una imagen clara de la Iglesia y de su desarrollo. Los representantes de la antigua dinastía real, a la cual le había sido prometido el Salvador del mundo, y los representantes del pueblo fiel constituyen el lazo de unión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Los Magos de Oriente representan a los gentiles, a quienes desde Judá les sería dada también la salvación. Así tenemos entonces una Iglesia constituida por judíos y gentiles. Los Magos llegaron también al pesebre como representantes de aquellos que en todos los países y pueblos buscan la salvación. La gracia los había conducido hasta el pesebre de Belén, antes de que pertenecieran a la Iglesia visible. En ellos vivía un deseo puro de alcanzar la Verdad, que no se deja contener en las fronteras de las doctrinas y tradiciones particulares. Dios es la verdad y El quiere manifestarse a todos aquellos que le buscan con sincero corazón; por eso, tarde o temprano tenía que aparecerse la estrella a esos “sabios”, para conducirlos por el camino de la Verdad. Por eso se presentan ante la Verdad encarnada y, postrados ante ella, depositan sus coronas a sus pies, pues todos los tesoros del mundo no son sino polvo en comparación con ella.
4       Los Magos tienen también para nosotros in significado especial. Aún perteneciendo ya a la Iglesia visible, percibimos muchas veces la necesidad interior de superar los límites de las concepciones y costumbres heredadas. Nosotros conocíamos ya a Dios, sin embargo sentíamos que El quería ser buscado y encontrado de una manera nueva. Por eso buscamos una estrella que nos indique el camino recto. Esa estrella se nos manifestó en la gracia de nuestra vocación. Nosotros la hemos seguido y al final del camino encontramos al Niño divino. El extendió sus manos para recibir nuestros dones y esperaba de nosotros el oro de un corazón liberado de los bienes terrenos, la mirra de la renuncia a la felicidad de este mundo, para recibir a cambio parte de la vida y de los sufrimientos de Cristo, y, finalmente, el incienso de una voluntad con altas aspiraciones, que se entrega totalmente para someterse a la voluntad divina. A cambio de esos dones el Niño divino nos entrega su propia vida.
Ese admirable intercambio no fue, sin embargo, el único. El plenifica nuestra vida toda. Después de la hora solemne de nuestra entrega nupcial siguió el quehacer cotidiano de la vida religiosa. Tuvimos que “volver a nuestro país de origen”, pero “por otro camino”, conducidos por la nueva luz que había iluminado aquella hora solemne. Esa luz nueva nos exige también que busquemos con nuevos ojos. “Dios se deja buscar”, dice San Agustín, “para dejarse encontrar. Y El se deja encontrar para que podamos buscarle nuevamente”. Después de cada hora marcada por la gracia nos da la impresión de que comenzamos a comprender nuestra vocación.
5       Por eso, el hecho de renovar cada año nuestros votos responde a una profunda necesidad interior y tiene especial importancia que lo hagamos el día de la fiesta de los tres Reyes Magos, cuya peregrinación y adoración del Niño es un modelo para nuestra propia vida. El Niño divino responde a cada una de las renovaciones de nuestros votos, hechas con sincero corazón, con una renovada aceptación de nuestra vida en una íntima comunicación interior. Esa aceptación representa, por su parte, una nueva y silenciosa acción de la gracia en nuestra alma. Quizás se expresa, incluso, en una “epifanía, en una revelación de la obra de Dios en nuestra conducta exterior y en nuestro obrar, que hasta, incluso, puede ser percibida en nuestro entorno. Pero puede también que produzca frutos que permanecen ocultos a los otros hombres y de los cuales brotan las fuentes misteriosas de la vida.
Hoy vivimos en una época que necesita urgentemente de una renovación desde las fuentes escondidas de las almas íntimamente unidas a Dios. Hay mucha gente que tiene puestas sus últimas esperanzas en esas fuentes de la salvación. Esta es una amonestación muy seria: de cada una de nosotras se exige una entrega total al Señor que nos ha llamado, para que pueda ser renovada la faz de la tierra. En total confianza debemos abandonar nuestra alma a las inspiraciones del Espíritu Santo. No es necesario que experimentemos la “epifanía” de nuestra vida, sino que hemos de vivir en la certeza de fe de que, lo que el Espíritu de Dios obra escondidamente en nosotros, produce sus frutos en el reino celestial. Nosotros los veremos en la eternidad.
De esa manera queremos presentar al Señor nuestras ofrendas y las depositamos en las manos de su Madre. Este primer sábado fue consagrado especialmente a su nombre (el 6 de enero de 1940 fue sábado N. Del T.), y nada puede significar para su corazón una alegría más grande que la entrega cada vez más profunda de nuestro corazón al corazón de Dios. Además, ella intercederá ante el Niño en el pesebre para que tengamos santos sacerdotes y para que su obrar sea colmado de bendiciones. Esta es la petición que este sábado sacerdotal exige de nosotros y que la Madre de Dios ha puesto en nuestro corazón como elemento esencial de nuestra vocación carmelitana.


EN TORNO AL PESEBRE DE BELÉN
 
6 - 1 - 1941
 
1       Una vez más nos arrodillamos ante el pesebre, junto a los tres Reyes Magos. Los latidos del Niño divino han dirigido la estrella que nos condujo hasta aquí. Su luz, reflejo de la Luz eterna, se refracta en múltiples aureolas alrededor de la cabeza de los santos que a Santa Iglesia nos presenta como corte del Rey de los Reyes que acaba de nacer. Ellos nos dejan entrever algo del misterio de nuestra vocación.
María y José no pueden ser separados de ninguna manera de su Hijo divino en la liturgia de la Navidad. Ellos no tienen en ese tiempo una fiesta propia, pues todas las fiestas del Señor son “sus” fiestas, fiestas de la Sagrada Familia. Ellos no “se acercan” al pesebre, pues ellos han estado siempre allí; y quien se acerca al Niño se acerca también a ellos, que están totalmente sumergidos en su luz celestial.
La fiesta más cercana a la del Redentor recién nacido es la de San Esteban. ¿Qué es lo que deparó al primer testigo de sangre del Crucificado este lugar de honor? El realizó con entusiasmo juvenil lo que dijo Cristo a venir al mundo: “Me has dado un cuerpo; mira, que he venido a cumplir tu voluntad”; se ejercitó en la obediencia absoluta, que tiene su raíz en el amor y se expresa también en él. San Esteban siguió al Señor en aquello que es quizás, naturalmente hablando, lo más difícil para el corazón humano, tanto que parece imposible: cumplir con el mandamiento del amor a los enemigos de la misma manera que el Redentor.
El Niño que yace en el pesebre, y que ha venido a llevar a plenitud la voluntad del Padre hasta la muerte y muerte de Cruz, contempla en su espíritu a todos los que le van a seguir por ese camino. Su corazón se inclina hacia el primer discípulo que será recibido en el trono del Padre con la palma del martirio. Su manecita nos le presenta como a nuestro modelo y como si dijera: Mirad, este es el oro que yo espero de vosotros.
2       No muy lejos del primer mártir se encuentran las “flores martyrum”, los pétalos tiernos que fueron arrancados antes de que hubieran podido siquiera madurar para ofrecerse libremente como víctimas. Es un principio piadoso de la fe el que dice que la gracia se adelantó a los acontecimientos naturales y concedió a los niños inocentes la comprensión de lo que sucedería con ellos para hacerles capaces de entregarse libremente y asegurarse así el premio de los mártires. Sin embargo, ni aún así pueden equipararse al confesor resuelto de la fe, que con valentía heroica se compromete en la causa de Cristo. Ellos se asemejan más bien a los corderos que, abandonados e indefensos, son llevados al matadero. En ese sentido son la imagen de la pobreza más extrema. Ellos no poseen ningún otro bien, sino su propia vida, que ahora también se les quita, sin que ellos puedan oponer resistencia alguna. Los Santos Inocentes rodean el pesebre para mostrarnos cuál es la mirra que nosotros hemos de ofrecer al Niño divino; quien quiera pertenecerle totalmente debe entregarse a El y a la voluntad divina como esos niños, en total desprendimiento de sí mismo.
El Redentor tampoco quiere extrañar en el pesebre al discípulo que le fue particularmente fiel durante su vida, al “discípulo que Jesús amaba”. Nosotros le conocemos bajo la imagen de la pureza virginal. El agradó al Señor precisamente porque era puro. El reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús y allí fue iniciado en los misterios del corazón divino. De la misma manera que el Padre dio testimonio de su Hijo cuando dijo: “Este es mi Hijo muy amado, oídle”, así parece señalarnos el Niño divino a su discípulo amado y decirnos: No hay incienso que me sea más agradable que la entrega de un corazón puro. Escuchad a aquel que pudo ver a Dios porque tenía un corazón puro.
3       Nadie pudo contemplar más profundamente que él los abismos escondidos de la vida divina. Por eso proclama él solemnemente al final de la Santa Misa, en las celebraciones navideñas, el misterio del eterno nacimiento del Verbo divino. (En aquel tiempo se concluía cada celebración eucarística de la octava de navidad con la lectura del prólogo de San Juan. N.del T.). El vivió las luchas del Señor tan de cerca como sólo lo puede hacer un alma que ama. Ñ El nos mostró al Buen Pastor que va detrás de las ovejas perdidas. De él podemos aprender cuán preciadas son para el corazón divino las almas de los hombres, y, además, que la mayor alegría que podemos depararle es que nos entreguemos voluntariamente a El, como sus instrumentos en el camino del rebaño. El ha guardado cuidadosamente y nos ha transmitido numerosos testimonios en los cuales el Redentor confesó su divinidad, frente a amigos y enemigos. El abrió ante nosotros el relicario del corazón divino en la reproducción de los discursos de despedida del Señor y de su oración sacerdotal. Por su intercesión sabemos qué parte nos corresponde en la vida de Cristo -como sarmientos injertados en la viña divina- y del Dios Trinitario.
El pudo contemplar, todavía en vida, al Dios hecho Hombre como juez del mundo, para dibujarnos luego los grandiosos enigmas de las misteriosas profecías apocalípticas en ese libro que, como ningún otro, nos enseña a comprender las turbulencias de nuestro tiempo como una parte de la gran batalla entre Cristo y el Anticristo. Un libro de inexorable seriedad y consoladora promesa. La presencia de San Juan junto al pesebre nos dice: Mirad lo que se concede a quienes se entregan a Dios con un corazón puro. Ellos van a participar de la total e inacabable plenitud de la vida humano-divina de Cristo como don real. Venid y bebed de la fuente de agua viva que el Salvador abre a los sedientos que caminan hacia la vida eterna. La palabra se hizo carne y yace ante nosotros bajo la forma de un pequeño Niño recién nacido.
4       Hoy podemos acercarnos a El para presentarle el don de nuestros votos, y luego hemos de andar un nuevo año junto a El por los caminos de su vida terrena. Cada misterio de esa vida, en la cual intentamos penetrar en contemplación amante, es para nosotros como una fuente de vida eterna. Y el mismo Redentor, a quien la palabra de la Escritura nos le presenta bajo forma humana en todos sus caminos terrenales, vive entre nosotros, oculto bajo las formas del Pan Eucarístico, y viene a nosotros cada día como el Pan de la Vida. De una u otra forma está siempre junto a nosotros, y de una u otra forma quiere que le busquemos y encontremos. La una apoya a la otra. Si vemos a nuestro Redentor con los ojos del espíritu, tal como nos lo dibujan las Sagradas Escrituras, entonces crecerán en nosotros las ansias de recibirle como el Pan de la Vida. El Pan Eucarístico, por su parte, despierta en nosotros el deseo de conocer al Señor más profundamente en las palabras de la Escritura y fortifica nuestro espíritu para un mayor entendimiento.
¡Un nuevo año de la mano del Señor!Ni siquiera sabemos si podremos experimentar el final de este año, pero si bebemos cada día de las fuentes del Salvador, entonces cada día nos hará penetrar más profundamente en la vida eterna y nos preparará para separarnos más fácilmente de la carga de esta vida terrena, cuando resuene la llamada del Señor. El Niño divino nos ofrece su mano para la renovación de la alianza nupcial. Apurémonos a asir esa mano: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?

UNA OFRENDA DE AMOR
16 - 7 - 1940
 
1       “Induit nos, Genetrix Domini, vestimento salutis: et indumento justitiae circumdedit nos, aleluya”. “La Madre del Señor nos cubrió con el vestido de la salvación y nos revistió con el manto de la justicia, aleluya”.
Así rezamos del día de la fiesta de María, Reina del Carmelo, en la solemnidad de nuestra Santa Orden. La Madre del Señor es la mediadora de todas las gracias y, por ello, todos los hombres que son rescatados de la perdición por su amor misericordioso reciben de su mano la vestimenta de salvación y la gracia santificante que los consagra y transforma en hijos de Dios. Pero a nosotras, que podemos llamarnos sus hijas y hermanas predilectas, nos obsequia con una vestimenta de salvación todavía más especial. María, como Madre de Cristo, elige a las almas que va a conducir hasta su Hijo y a cubrir, por su honor y gloria, con el vestido nupcial. Ella es la que plantó su Orden en la cumbre del Monte Carmelo como un jardín de delicias para el Rey celestial y también la que la extendió por todo el mundo. Como signo especial de su misericordia y de su protección materna nos obsequió finalmente con el Santo Escapulario.
Hace un año, querida hermana, recibió usted ese Escapulario junto con el Santo Hábito, pero aquella vez solamente en préstamo, para poder ejercitarse, como en un tiempo de prueba, con la armadura de Dios. Ahora lo recibe usted nuevamente, pues se ha decidido a sellar una santa alianza con el Señor del cielo y de la tierra. El hecho de que este celebración coincida con la fiesta de María Reina del Cielo es una prueba especial de amor maternal; de la misma manera que es una prueba de amor que la Madre de Dios le haya concedido a usted su propio nombre.
Tales pruebas de su amor nos obligan de manera especial a la acción de gracias. Cuando recibimos el santo hábito del Carmelo nos comprometemos a servir no sólo a nuestro Esposo divino, sino también a su santa Madre. El vestido de salvación es llamado también vestido de justicia y nos es entregado con la amonestación de que hemos de abandonar el hombre viejo para revestirnos del nuevo, que fue creado a imagen de Dios en santidad y justicia. La Sagrada Escritura entiende por justicia la perfección, el estado del hombre redimido que ha sido “justificado” y así retornado al estado anterior al pecado original. Por la aceptación del vestido de la justicia nos comprometemos, por lo tanto, a luchar con todas nuestras fuerzas por alcanzar la perfección y mantener inmaculada nuestra vestimenta sagrada. No podemos servir mejor a la Reina del Carmelo y tampoco podemos mostrarle mejor nuestro agradecimiento que contemplando su imagen ejemplar y siguiéndola en el camino de la perfección.
2       En los Evangelio nos han sido transmitidas muy pocas y breves palabras sobre la Virgen María, pero esas palabras se asemejan a granos de oro purísimo. Cuando ellos se derriten en el crisol de la contemplación amante se derraman sobre nosotras y cubren toda nueva vida de un brillante resplandor dorado. Lo primero que oímos de la boca de María, en su diálogo con el ángel en el momento de la Anunciación, es: “¿Cómo podrá suceder esto, si yo no conozco varón?” (Lc.1,34). Esta frase no es otra cosa que el reconocimiento de su pureza virginal. María había consagrado su corazón y todas las fuerzas de su cuerpo, de su alma y de su espíritu al servicio de Dios en entrega indivisible. Con ello agradó al Todopoderoso, y El, aceptando su entrega, la premió con la admirable fertilidad de la maternidad divina. María pudo penetrar profundamente en el misterio de la virginidad, sobre la cual su Hijo divino se expresó diciendo: “Quien pueda entender, que entienda”.
Su corazón saltó de gozo cuando ella supo lo que Dios tenía preparado para aquellos que le aman. María no pudo regalar a sus preferidos nada mejor que la llamada al seguimiento de Cristo, en el camino por el cual se alcanza esa admirable fertilidad y una felicidad que supera todo lo pensable. Como símbolo de la belleza resplandeciente, en la cual se encuentra sumida toda alma realmente virgen, le viste ella con el manto inmaculado y blanco. El manto blanco nos recuerda constantemente que hemos sido invitadas a las Bodas del Cordero, que hemos sido llamadas a cantar el himno del amor celestial, que sólo nosotras podemos cantar con el coro de las vírgenes, y que hemos de seguir al Cordero sin separarnos nunca de El.
Cuando el ángel escuchó la declaración de María, disipó inmediatamente todos sus temores. Dios no pensó ni un solo momento en desligarla de su promesa. De ninguna manera; precisamente gracias a su virginidad, puede ser cubierta con la sombra engendrante del Espíritu Santo.
3       María es, por ello, destinada a ser Virgen y Madre. Y ahora dejemos sonar en nuestros oídos la segunda frase de la Virgen: “He aquí la esclava del Señor. Que se haga en mí según tu palabra” (Lc.1,38). Esa es la expresión más perfecta de la obediencia. Obedecer significa prestar atención a la palabra de otro, para someter nuestra voluntad a la de él. Y es una virtud, un ejercicio de la virtud de la justicia, si el otro es un “superior” que sabe dirigirnos mejor de como lo haríamos nosotras mismas. En este caso no se entiende por justicia la perfección total, sino la virtud cardinal, que da a cada uno lo que le corresponde. La obediencia más perfecta es la obediencia que tenemos para con Dios: la subordinación de la propia voluntad a la voluntad divina. Jesucristo fue quien nos dio ejemplo de esa obediencia perfecta, ya que El no vino a cumplir su voluntad, sino la de Aquel que le había enviado. Esa misma obediencia perfecta fue ejercitada por María, que se llamó a sí misma la esclava del Señor, y, como tal, se consagró con todas sus fuerzas a su servicio.
Nosotras, a través de nuestro voto de obediencia, nos comprometemos a vivir también en esa obediencia perfecta. Nos comprometemos a someter nuestra voluntad a la de nuestros superiores, en la absoluta confianza de que el Señor nos habla por sus labios y nos manifiesta en ellos su voluntad. ¿Y quién podría saber mejor que El qué es lo que nos hace falta? El camino de la obediencia se convierte de esa manera en el camino más seguro para alcanzar nuestro destino eterno. Y aun cuando en ella misma no esté todavía contenida la perfección última, es la obediencia la que nos proporciona la llave para alcanzarla. Dios quiere sólo nuestra salvación, y si sintonizamos nuestra voluntad con la suya podemos estar seguros de que alcanzaremos la perfección eterna.
Jesús y María son también nuestros modelos en la subordinación de la voluntad a una autoridad y un orden dados por Dios. En humilde obediencia se sometieron a cada insinuación que el Padre celestial había dado a la Sagrada Familia a través de las autoridades visibles. Todos fueron siempre fieles a las determinaciones de la ley que el Señor había dado a su pueblo y acataron las ordenaciones de las autoridades civiles y religiosas.
4       Como símbolo de los lazos de nuestra voluntad se nos ajusta el cinturón con las palabras que Cristo dijo a Pedro: “Cuando eras joven vivías y actuabas como un joven, te vestías e ibas a donde tú querías; cuando seas viejo, otro te vestirá y te llevará a donde tú no quieres...”(Jn.21,18). Quien se deja conducir como un niño en el andador de la obediencia, ése alcanzará el Reino de los Cielos, que ha sido prometido a los que se hacen como ellos.
La obediencia condujo también a la doncella real de la casa de David a la humilde casita del pobre carpintero de Nazaret; él mismo se vio obligado a sacar a ambos santos del entorno pacífico de su modesto hogar, para llevarlos a los caminos y al establo de Belén, donde habría de nacer el Hijo de Dios en un pesebre. El Redentor y su Madre recorrieron más tarde los caminos de Judea y Galilea, viviendo en la pobreza de las limosnas de los creyentes. Desnudo y abandonado, fue clavado el Señor en la Cruz, y puso el cuidado de su Madre en las manos del discípulo que amaba. Por esta razón exige El la pobreza de aquellos que quieren seguirle. El corazón del hombre tiene que estar liberado de toda atadura a los bienes terrenales, de la preocupación por ellos, de su dependencia, de las ansias de poseerlos. Esa libertad es necesaria para todas aquellas almas que quieren pertenecer al esposo divino de manera indivisible y para la voluntad que pretende seguir todas las insinuaciones de la santa obediencia en estado de disposición libre y absoluta.
Los tres votos se complementan mutuamente. No se puede cumplir con uno a la perfección sin atender simultáneamente a los otros. La Madre de Dios nos ha precedido en ese camino y quiere ser nuestra guía. Querida hermana Miriam, confíese con un corazón de niño a esa Madre misericordiosa. Si así lo hace, no necesita tener miedo ante la grandeza delo que promete. El Señor, que la ha llamado y hoy la acepta como a su prometida, quiere otorgarle la gracia de permanecer fiel a su llamada, y quiere entregársela a través de las manos de su Madre. Usted tiene, además, a su lado otra patrona: Santa Teresita del Niño Jesús. Ella nos muestra cómo podemos seguir al Señor y a la Virgen del Carmelo hasta en los detalles más pequeños de la vida cotidiana. Si usted aprende de ella a amar y a servir a Dios con un corazón puro y desprendido, entonces podrá cantar el himno de gozo de la santa Virgen María: “Mi alma canta la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador. E ha hecho en mí maravillas, pues El es poderoso y su nombre es santo” (Lc.1,46). Y lo mismo que Santa Teresita, podrá decir usted al final de su vida: “No me arrepiento de haberme entregado al Amor”.
  

LA CONDUCCIÓN DE LA VIDA SEGUN EL ESPÍRITU DE SANTA ISABEL
 
 
1       ¿Porqué se habrá convertido nuestra época en época ávida y, casi se podría decir, adicta a las celebraciones? ¿No es quizás el peso opresivo de la miseria el que despierta el deseo de evadirse por un momento de la atmósfera gris y aplastante del presente, para calentarse un poco bajo el sol de días mejores? Una tal evasión representaría, sin embargo, un modo estéril de celebrar nuestras fiestas, y hemos de suponer que es un deseo más profundo y sano, si bien no siempre igualmente consciente, el que dirige las miradas al pasado. Una generación pobre en espíritu, pero a la vez sedienta de ese espíritu, vuelve su mirada hacia todos aquellos lugares donde en otro tiempo el espíritu fluyó en abundancia, para beberlo. Una inclinación tal es muy sana, pues el espíritu vive y no muerte jamás Allí donde alguna vez colaboró en el cultivo de la vida humana y de las obras hechas por la mano del hombre, no dejó solamente monumentos muertos, sino que continúa existiendo misteriosamente, como una brasa oculta y bien protegida, que, apenas acariciada por una brisa vivificante, arde, brilla y enciende a otras.
La mirada penetrante y llena de amor del investigador, que reencuentra las chispas escondidas en los monumentos del pasado, es el soplo vivificante que permite reencender la llama. Las almas receptivas de los hombres son la materia donde él enciende ese fuego y donde se convierte en fuerza formante que ayuda a contener y a estructurar la vida presente. Y si se trata de un fuego sagrado, que ardió alguna vez sobre la tierra y dejó en ella las huellas de su obrar, entonces se encuentran todos los lugares y vestigios de ese obrar bajo una protección santa. La brasa escondida es alimentada y mantenida, para ser reavivada como fértil y nunca vencida fuente de bendición.
2       Una tal fuente se nos abre en la memoria de esta santa encantadora que hace siete siglos, en una temprana consumación de su vida, cerró los ojos a este mundo para entrar en el radiante esplendor de la luz eterna. La historia de su vida se asemeja a un cuento maravilloso: la historia de la princesa Isabel de Hungría, que había nacido en el palacio de Pressbourg, mientras que, simultáneamente, el mago de Eisenach Klingsor leía su nacimiento en las estrellas y proclamaba su fama futura y su importancia para el país de Turingia. Las descripciones de los tesoros, que la reina Gertrudis acumulaba para dotar a su hijita, parecían sacadas de “Las Mil y una Noches”, y también las descripciones de la carroza en donde fueron cargadas todas esas maravillas, cuando el landgrave Hermann de Turingia mandó buscar a la princesa, en edad de cuatro años, para desposarla con su hijo, en la lejana Wartburg. La reina prometió agregar aún una cuantiosa dote. Pero sus esfuerzos por conseguir riqueza, esplendor y poderío encontraron un final inesperado, ya que fue asesinada por unos conspiradores y la niña, que había enviado al extranjero para asegurarle una corona, quedó huérfana.
Las narraciones sobre la vida de los niños Luis e Isabel nos recuerdan la ternura de los cuentos populares alemanes. Ambos crecieron juntos en un profundo amor fraternal y permanecieron unidos en una fidelidad indestructible, pese a todas la conspiraciones que su urdieron para separarles y pese a que paulatinamente todos se apartaban de esta niña rara y extraña que prefería ocuparse de mendigos andrajosos en vez de participar en las alegres fiestas del palacio, y que más bien parecía hecha para la vida conventual que para ocupar un trono y ser el centro de una vida cortesana, suntuosa y brillante, como estaban acostumbrados los caballeros de Turingia desde los días en que el landgrave Hermann reinaba sobre Wartburg.
A continuación sigue una novela de caballería: la ceremonia de armar caballero al joven landgrave y su toma de posesión del trono, el matrimonio esplendoroso y la felicidad juvenil de los esposos príncipes; la vida de Isabel, como soberana del país, al lado de su esposo; las fiestas, cacerías, cabalgatas por todo el país y, entro todo esto, la asistencia silencioso a los pobres y enfermos de los alrededores de Wartburg; más tarde, la creciente gravedad de los asuntos del reino: cruzadas guerreras de su esposo, a regencia durante su ausencia, la lucha contra el hambre y las epidemias, que diezmaban al pueblo, y, simultáneamente, contra las resistencias de su entorno, que no le quería permitir atacar con todos sus ímpetus la miseria. Finalmente, la promesa de la cruzada del landgrave, el profundo dolor de la despedida y de la desaparición y el derrumbe de la viuda consternada, cuando llega la noticia de su muerte. Según parece, el destino de una mujer como el de muchas otras.
3       Pero lo que sigue es nuevo y no tienen ningún parangón. La mujer, acongojada por el dooor, se levanta como “mulier fortis” (tal como la presenta la liturgia en su fiesta) y toma en sus manos su propio destino. En medio de la noche y de la tempestad abandona Wartburg, donde no se le permite vivir según los dictados de su conciencia. La santa busca refugio para ella y para sus hijos en Eisenbach y, al no encontrar un alojamiento adecuado, acepta momentáneamente la hospitalidad de su familia materna. Más tarde, una vez reconciliada con los hermanos de su marido, que le piden que retorne a Wartburg, para vivir allí con todos los honores y en amor fraternal, no puede soportar permanecer allí por mucho tiempo. Isabel se siente llamada a concluir el camino que había emprendido y abandona su lugar entre los “grandes”, para vivir entre los más pobres, como una de ellos. Finalmente, pone a sus hijos al cuidado de otras manos, para entregarse totalmente a Cristo y servirle en sus miembros sufrientes.
Despojada de todo, se consagra por los votos al Señor, que se había entregado totalmente por los suyos. El Viernes Santo del año 1229 extiende sus manos sobre el altar desnudo de la iglesia franciscana de Marburg y toma el hábito de la orden, a la que ya pertenecía desde hacía muchos años como terciaria, sin haber podido vivir totalmente según las inclinaciones de su espíritu, tal como se lo dictaba el corazón. Desde entonces se convierte en la hermana de los pobres y les sirve en el hospital, que había hecho construir para ellos. Sin embargo, esta situación no habría de durar mucho tiempo, pues al cabo de dos años sus fuerzas estaban agotadas y a la edad de veinticuatro años entra a participar del gozo de su Señor.
He aquí una vida que, encantadora y polifacética en sus acontecimientos exteriores, nos invita a ocupar la imaginación y despierta asombro y admiración. Sin embargo, es necesario penetrar hasta aquello que se encuentra por debajo de esos acontecimientos exteriores, percibir los latidos del corazón que soportó tales destinos y supo llevar a cabo tales obras y, finalmente, recibir en nosotros el espíritu que los inspira. Todas las cosas que se nos cuentan sobre Isabel y todas las palabras que de ella nos han sido transmitidas atestiguan unánimemente que tenía un corazón ardiente, que acogía con amor cálido, tierno, confiado y fiel a todo aquel que se le aproximaba.
4       Así entregó ya de niña su mano a las manos del joven que las aspiraciones políticas de sus ambiciosos padres le habían dado por marido, para no abandonarlas jamás. De la misma manera compartió toda su vida con las compañeras de juegos, que le habían sido dadas en la infancia, hasta poco antes de su muerte, cuando un maestro severo se las arrebató, para desarraigar de ese modo hasta el último lazo de amor fraternal. Así llevó también en su corazón a los niños que dio a luz, siendo todavía casi una niña. Y si ella más tarde los confió a otros, no fue esto sino una expresión de amor materno, que no quería hacerles compartir la dureza de su propio camino, ni que fueran privados de los modos de vida a los que habían sido destinados naturalmente. Además, sentía en su corazón un desborde tal de amor que la conducción de una vida distinta hubiera sido sólo un obstáculo en la vocación a la cual Dios la había llamado.
Desde su más temprana juventud abrió su corazón, con amor cálido y misericordioso, a todos aquellos que sufrían y estaban oprimidos. Isabel se sentía impulsada a alimentar a los hambrientos y a cuidar a los enfermos, pero nunca se contentaba con saciar sus necesidades materiales, sino que su deseo constante era acoger y dar calor en su corazón a los corazones abandonados. Los niños pobres de su hospital corrían a sus brazos y la llamaban madre, pues sentían que recibían de ella un amor verdaderamente maternal.
Toda esa riqueza desbordante brotaba de una fuente inagotable: del amor del Señor, que la acompañó desde la más tierna infancia. Cuando su padre y su madre la dejaron partir de su lado fue El quien la acompañó a ese país extraño y lejano. Desde que supo que El habitaba en la capilla del palacio, se sintió profundamente atraída a ese lugar, y para ir allí abandonaba incluso sus juegos infantiles. Ese era su hogar, y cuando los hombres se burlaban de ella y la ponían en ridículo, encontraba allí su consuelo. Nadie podía comparársele en fidelidad. Por eso mismo tiene que permanecerle fiel y amarle sobre todos y sobre todas las cosas. Ninguna imagen humana habría de empalidecer la imagen de Dios en su corazón, por eso es arrebatada por un profundo dolor de arrepentimiento, cuando una vez las campanillas de la consagración le hicieron tomar conciencia de que sus ojos y su corazón estaban dirigidos a su marido en vez de seguir el santo sacrificio. Delante de la imagen del crucificado, que colgaba desnudo y sangrante en la cruz, no se atrevía a llevar ni joyas ni corona. El presentaba sus brazos abiertos para coger a todos los que estaban cansados y agobiados. Ella misma se sentía llamada a transmitir ese amor a los cansados y agobiados para suscitar en ellos un amor similar por el Crucificado.
5       Todos son miembros del Cuerpo Místico de Cristo y ella sabe que sirve al Señor cuando les sirve a ellos. Sin embargo, no sólo les sirve, sino que también se preocupa de que se conviertan en miembros “vivientes” del Cuerpo de Cristo a través de la fe y el amor. Todo el que se le acercaba era conducido por ella al Señor, y así ejercía un apostolado colmado de bendiciones. Testimonio de ella son: la vida de sus compañeras, la evolución de su marido y la conversión interior de su cuñado Conrado, que, después de la muerte de Isabel y bajo su influencia evidente, se consagró en la vida religiosa. El amor de Cristo es, sin duda alguna, el espíritu que colmó y dio forma a la vida de Isabel y del cual brotó su incesante amor por el prójimo.
 
Hay todavía otro aspecto del carácter de Isabel que se explica desde esta misma fuente: su alegría, que ganaba los corazones. Isabel amaba los juegos indómitos y se complacía en ellos, aun cuando había superado ya la edad en la que, según la educación y las buenas costumbres, se le podían haber excusado. Isabel experimentaba también un profundo placer en todo lo bello y sabía muy bien cómo engalanarse y cómo organizar fiestas espléndidas para complacer a sus invitados cuando así se lo exigía su condición de princesa. Pero, sobre todo, buscaba llevar la alegría a la casa de los pobres.
Ofrecía juguetes a los niños y jugaba ella misma con ellos. Incluso la viuda acongojada, que fue su compañera en los últimos años de su vida, no llegó a perturbar su alegría y terminó por aceptar sus bromas. En lo más íntimo de su corazón se conmovió también el día de los pobres, en que Isabel invitó a miles de ellos a Marburg para repartirles con sus propias manos el resto de sus bienes de viuda, que le habían pagado en efectivo. Desde la mañana hasta la tarde recorrió las filas de esos desdichados para darle a cada uno lo suyo. Al caer la noche quedaban todavía muchos que se encontraban demasiado débiles y miserables como para emprender el camino de retorno a sus hogares.
6       Todos ellos habían acampado a la intemperie e Isabel les hizo encender fuego; así se sintieron mucho más cómodos y se les oía elevar sus cantos desde las fogatas del campamento. La princesa escuchaba asombrada y esa alegría de los pobres le confirmaba aquello que ella había creído y ejercitado durante toda su vida: “Mirad que os he dicho, hay que llevar la alegría a los pobres”. Desde hacía mucho tiempo estaba absolutamente convencida de que Dios había dado la existencia alas creaturas para que fueran felices y que era mucho más hermoso elevar hacia El un rostro radiante. E incluso esto le fue confirmado, porque la moribunda Isabel fue llamada a la alegría eterna a través del canto de un pajarillo.
Un amor y una alegría desbordantes se manifestaban en ella con una naturalidad que no se dejaba someter a ningún convencionalismo. ¿Es que era posible andar con pasos medidos y delicados y susurrar expresiones elegantes cuando fuera, frente a las puertas del castillo, resonaba la señal que anunciaba el retorno del Señor? Isabel olvidaba irremediablemente todos los convencionalismos y se entregaba simplemente al ritmo y al tacto de su corazón cuando éste comenzaba a latir agitadamente. ¿O es que se debe pensar en la Iglesia para saber cuáles son las formas socialmente permitidas para expresar nuestra devoción? A Isabel le resultaba prácticamente imposible actuar de una manera distinta de como se lo indicaba el amor, aun cuando ello le valía severas reprimendas. Nunca pudo entender que fuera problemático ofrecer personalmente sus dones a los pobres, hablar amistosamente con ellos, ir a sus chozas o atenderlos en su propia casa. No era su intención ser desobediente y obstinada y vivir en desarmonía con los suyos, pero las voces humanas nada podían hacer frente a la voz interior que la impulsaba a actuar de esa manera. Por eso, a la larga, no podía vivir entre aquellos que estaban atados a los convencionalismos y que no podían, ni querían, liberarse de costumbres ancestrales y de concepciones de vida firmemente arraigadas.
Después de la muerte de su esposo se vio obligada a abandonar los círculos en los cuales había nacido y había sido educada para seguir sus propios caminos. Sin duda alguna fue éste un corte profundo y doloroso también para ella, pero con ese corazón lleno de amor, que no se detenía ante ningún obstáculo que pudiera separarla de sus hermanos y hermanas sufrientes, encontró el camino que tantos otros buscan hoy con buena voluntad y el empeño de todas sus fuerzas, pero muchas veces en vano: el camino que conduce al corazón de los pobres.
7       A través de los siglos se puede constatar una ansia de los hombres que no alcanza nunca su plenificación y que se expresa algunas veces con suavidad y otras con gran potencia. Alguien, que experimentó este sentimiento de manera especial, encontró una fórmula muy elocuente para expresarlo: “el retorno a la naturaleza”. Y uno que, abrasado por esas ansias, persigue ese ideal en vano durante toda su vida, hasta caer destrozado, ése se hizo una imagen muy extraña de la persona, cuyo obrar brota en un movimiento incesante desde su interior, sin la consideración de la razón y el esfuerzo de la voluntad, movida solamente por el dictado del corazón; a ése le correspondería el encanto de la marionetas (Heinrich van Kleizt, sobre el teatro de marionetas).
¿Responde Santa Isabel a este ideal? Los hechos mencionados que dan testimonio de su obrar espontáneo parecen confirmarlo. Pero las fuentes históricas nos dan testimonio de otros hechos, que muestran con no menor claridad que ella tenía una voluntad de acero y que hubo de luchar incansablemente contra su propia naturaleza. La santa dulce, alegre, juvenil, admirable en su espontaneidad, es, a la vez, rigurosamente ascética. Desde muy temprano tuvo que reconocer que abandonarse sin reparos a las inclinaciones del corazón es una empresa que no está del todo exenta de peligros. Un amor excesivo por sus parientes, el orgullo y la ambición hicieron que la reina Gertrudis fuera odiada por el pueblo húngaro y prepararan su asesinato súbito e inesperado. Una concuspiscencia desbordada había conducido a la hermana de la reina Gertrudis, Agnes de Meran, a una relación adúltera con el rey de Francia, y esto le valió un interdicto a todo el reino. Las ambiciones políticas desmesuradas le proporcionaron al landgrave Hermann una vida de hostilidades incesantes y le hicieron morir en estado de excomunión. Isabel tuvo que ver muchas veces a su propio esposo comprometido en luchas injustas y excomulgado. ¿Estaba ella liberada en su propio corazón de esas fuerzas inquietantes? De ninguna manera; ella sabía muy bien que no podía entregarse a los dictámenes del propio corazón sin entrar, a la vez, en graves peligros.
8       Cuando la niña, con astucia piadosa, inventaba juegos en los cuales podía escaparse a la capilla o arrojarse al suelo para recitar allí, en secreto, sus oraciones, no podemos ver en ello sino la poderosa acción de la Gracia que actuaba en su corazón infantil; sin embargo, puede también que haya tenido el presentimiento de que en el juego corría el peligro de alejarse de Dios. Este sentimiento es más evidente aún cuando, una vez, después de su primera danza, dio un paso atrás y dijo con rostro serio: “Una danza basta para el mundo, a las otras renunciaré por la voluntad de Dios”. Cuando por las noches se levantaba de su lecho y se ponía de rodillas para orar o, incluso, abandonaba su cuarto para hacerse flagelar por sus sirvientes no la impulsaba solamente el deseo generalizado de hacer penitencia o de sufrir voluntariamente por el Señor, sino la conciencia del peligro que corría al lado de su esposo de olvidar al Señor.
Isabel se sentía, sin duda alguna, mucho más atraída por un niño naturalmente bello que por uno feo, y sentía un movimiento de rechazo ante la visión y el olor de llagas repugnantes. Si ella buscaba siempre precisamente a esas creaturas miserables, para ocuparse de ellas con sus propias manos, no lo hacía simplemente por amor misericordioso hacia los más pobres, sino por una decisión libre de su voluntad, que se propuso superar todo rechazo por ellas. Al final de su vida, Isabel pidió tres cosas al Señor: el desprecio de todos los bienes terrenales, el don de aceptar gozosamente las humillaciones y la liberación de un amor excesivo por sus hijos. A sus sirvientes pudo finalmente confiar que había sido escuchada en todos sus deseos. Pero el hecho de que hubiera tenido que pedir por ellos es una prueba de que no pertenecían a la constitución de su naturaleza y de que tuvo que luchar largamente para conquistarlos.
La meta que Isabel intentaba alcanzar, y no sólo para sí, sino, incluso, en una lucha contra su propia naturaleza, era la conducción de una vida que agradara a Dios. Con absoluta conciencia y con la misma fuerza inflexible intentó actuar en su entorno. Como soberana se esforzó por rechazar el excesivo lujo en las vestimentas y por convencer a las damas de la nobleza a renunciar a tal o cual coquetería. Cuando comenzó a rechazar todos los manjares provenientes de rentas ilícitas se vio muchas veces obligada a pasar hambre frente a la mesa principesca, cargada de delicadezas. Para ella era, además, lo más natural que sus fieles compañeras, Guda e Isentrud, compartieran sus privaciones, de la misma manera que más tarde le siguieron en la miseria y la pobreza del destierro voluntario. ¡Y qué protesta inmensa contra las conductas de vida de su entorno significaba el cumplimiento de la prohibición de comer!
9       La conducción de una vida cada vez más austera fue, sin duda alguna, para su esposo muy difícil de comprender. Las actitudes de Isabel exigían de él un comportamiento muchas veces heroico. El veía muy de cerca cómo Isabel se trataba a sí misma con la más extrema dureza, cómo ponía en peligro su salud, cómo distribuía todos sus bienes a manos llenas y cómo todo esto suscitaba una actitud de rechazo por parte de su familia y de toda la corte. Finalmente hubo de constatar sus luchas por alejarse de él interiormente y las amargas lamentaciones por estar ligada a él con el vínculo matrimonial. En este contexto se entiende que el joven landgrave, que soportaba todo ello con indecible amor y paciencia y se esforzaba fielmente por apoyar a su esposa en sus aspiraciones por alcanzar la perfección, haya alcanzado entre el pueblo la reputación de un santo.
Primeramente, fueron, sin duda, los principios del Evangelio y las prácticas generales de ascetismo de la época las que condujeron a Isabel en sus esfuerzos por alcanzar la perfección. A menudo surgían ideas que iluminaban su espíritu y ella intentaba llevarlas a la práctica. Pero lo que ella buscaba lo encontró, sobre todo, y bajo la forma de un ideal de contornos precisos, cuando los franciscanos llegaron a Alemania y Rodrigo, como huésped de Wartburg, le informó sobre el estilo de vida de los pobres de Asís. A partir de ese momento supo con exactitud lo que quería y a lo que siempre había aspirado: entregarse totalmente a la pobreza, mendigar de puerta en puerta, liberase de todos los lazos humanos, e incluso de su propia voluntad, para pertenecer sólo y totalmente al Señor.
El landgrave Luis no podía resignarse a desligarse del vínculo matrimonial y dejarla partir; sin embargo, estaba dispuesto a ayudarla a llevar una vida ordenada y lo más acorde posible a su ideal. Una gran ventaja fue que su maestro espiritual no fuera un franciscano (en ese caso no habría alcanzado jamás la satisfacción de sus aspiraciones), sino alguien que supiera aplacar su celo con prudencia y que, simultáneamente, comprendiera sus necesidades más íntimas. La persona indicada era el maestro Conrado de Marbourg, que le había sido recomendado al landgrave como director espiritual de su esposa. El maestro Conrado era un sacerdote del clero secular, pero que vivía tan pobremente como los frailes mendicantes; para consigo mismo era en extremo riguroso y también para los otros; estaba íntegramente consagrado al servicio del Señor, y así atravesó Alemania predicando la cruzada y luchando por la pureza de la fe.
10     Isabel hizo ante él voto de obediencia en el año 1225 y permaneció bajo su dirección hasta el día de su muerte. La violencia más fuerte que ella impuso a su voluntad fue subordinársele y permanecer constantemente sometida a él, pues él no sólo asumió su deseo de luchar enérgicamente contra las debilidades de la naturaleza, sino que dirigió también su amor a Dios y al prójimo por caminos distintos a los que respondían a su impulso natural. Jamás le permitió deshacerse de todos sus bienes, ni antes ni después de la muerte de su esposo; se opuso a sus dádivas incontroladas, limitándolas poco a poco hasta prohibírselas totalmente. Finalmente intentó alejarla del cuidado de enfermos contagiosos, pero éste fue el único punto en el que Isabel no pudo ser doblegada.
Ciertamente que el ideal de perfección del maestro Conrado no era inferior al de Isabel. Desde el principio había reconocido claramente que el alma que le había sido confiada a su dirección era un alma santa, y él quería hacer todo lo que estuviera en sus manos para que ella alcanzara la cumbre de la perfección. Sobre los medios para alcanzar esa perfección, sin embargo, no pensaba él lo mismo que Isabel. Al comienzo quiso enseñarle a realizar su ideal “en su propio estado”, de la misma manera que él no había considerado necesario entrar en una orden religiosa para alcanzarlo. Por ello le permitió unirse a los franciscanos como terciaria, ofreciéndole una interpretación de sus votos acorde a sus condiciones de vida.
Mientras viviera su esposo habría de cumplir con todas las obligaciones matrimoniales, pero en caso de su muerte habría de renunciar a un nuevo matrimonio. Debía vivir pobremente, pero sin dilapidar sus bienes de manera insensata, sino administrarlos prudentemente en favor de los pobres. El comienzo de esta vida en la pobreza fue marcado por la prohibición de tomar alimentos que no provinieran de ganancias lícitas de la corona. La obediencia a esta prohibición es, según las últimas investigaciones, lo que habría motivado su partida de Wartburg después de la muerte de su esposo. Es de suponer que su cuñado Heinrich Raspe no quiso tolerar más su ausencia prolongada de la mesa principesca y le bloqueó las rentas de su pensión de viuda, para hacerla más obediente (sin duda alguna para poner fin a su beneficencia dilapidante). La extrema miseria y abandono en la cual la había sumido ese destierro voluntario o involuntario le imposibilitaron totalmente readecuarse a su antiguo estilo de vida.
11     Después de la reconciliación con la familia de su esposo volvió, sólo transitoriamente, a Wartburg e inmediatamente se puso en contacto con el maestro Conrado para deliberar sobre el mejor modo de realizar su ideal franciscano. El no consintió con ninguna de sus propuestas; no aceptó ni que entrara en un convento, ni que llevara una vida de eremita o mendicante. Lo que no pudo impedir es que renovara sus votos y que vistiera el hábito de la orden. Además permitió que se instalara en Marbourg, ciudad en la que él tenía su propio domicilio. El le precisó su estilo de vida, según le dictaba su propia prudencia, y con los fondos de Isabel hizo construir un hospital en Marbourg, en el cual le atribuyeron funciones muy precisas. Por propia iniciativa y de acuerdo con su maestro espiritual se decidió a no vivir más de sus rentas, sino del trabajo de sus manos, hilando lana para el convento de Altenburg.
La tarea más dura e importante era, según la opinión del maestro Conrado, guiar a su protegida por el camino de la obediencia. El estaba absolutamente convencido de que la obediencia es superior al sacrificio y de que no se puede alcanzar la perfección sin el desapego total de los deseos y las inclinaciones propias. En el celo por alcanzar su objetivo llegó, incluso, a infligirle disciplinas corporales, ante transgresiones reiteradas de sus órdenes. Isabel estaba, sin duda alguna, de acuerdo con él en lo más profundo de su alma. La paciencia y la dulzura con que la soportó todas estas duras humillaciones no son las únicas pruebas de ello. Ella nunca hubiera cedido en un punto tan esencial como lo era el de la renuncia a su ansiado estilo de vida si no hubiese estado totalmente convencida de la importancia de la obediencia. El maestro espiritual, que le había sido dado y que ella no había elegido, era para ella el representante de Dios. Sus palabras y pensamientos manifestaban la voluntad de Dios con mucha más fidelidad que las inclinaciones de su propio corazón; y eso es lo único que importa, conducir la propia vida según la voluntad de Dios. Por eso ambos lucharon denodadamente contra las inclinaciones de la naturaleza.
12     Algunas veces es la misma Isabel la que da los primeros pasos y encuentra allí la aprobación de su maestro; por ejemplo, con su traslado a Marbourg y la separación de sus hijos; otras es Conrado el que dicta las órdenes e Isabel se somete dócilmente en obediencia; por ejemplo, cuando él la priva de las amadas compañeras de la juventud, reemplazándolas con mujeres casi insoportables que habrían de vivir con ella. O cuando le limita paulatinamente la satisfacción de dar limosnas personalmente, hasta prohibírselo totalmente. Sólo en un punto no llega a doblegarse nunca totalmente, y éste era el cuidado de un niño, con una enfermedad particularmente repugnante y que ella retenía junto a sí en una pequeña casa, al margen de su trabajo en el hospital. Según informó el maestro Conrado al Papa Gregorio IX, un niño atacado de sarna estuvo sentado en su lecho de muerte. Este mismo Papa le había confiado al maestro Conrado el cuidado de la viuda, después de la muerte del landgrave, y después de la muerte de ésta, se dedicó con mucho celo a conseguir su canonización.
Vista de esa manera la imagen que tenemos de Santa Isabel y de la conducción de su vida parecería contradictoria. Por una parte constatamos su temperamento ardiente, que sigue con espontaneidad las intuiciones de su corazón lleno de amor y de iniciativas y que no se deja intimidar ni por reflexiones propias ni por objeciones ajenas. Por otra parte, una voluntad firme y tenaz, que se esfuerza incansablemente por dominar la propia naturaleza y que, conforme a sólidos principios y en oposición consciente a las inclinaciones del corazón, conduce su vida según una estructura recibida de otros y sometida a reglas prefijadas.
Existe, sin embargo, un punto desde el cual se puede comprender esta antítesis que a final se deriva en una armonía, que es la única que puede satisfacer todas las aspiraciones naturales. En el reconocimiento de la existencia de una naturaleza, que es necesario dominar sin deformar, subyace la confianza de que existe una fuerza inherente al hombre que, obrando desde su interior y sin presiones y molestias exteriores, le permite organizar su vida como un todo acabado y armonioso. La experiencia, sin embargo, no confirma esta hermosa convicción. Es cierto que la “forma” está escondida en el interior del hombre, pero enredada en tejidos exuberantes que impiden una manifestación pura de esa forma.
13     Quien se abandona a los dictados de su naturaleza andará a la deriva, de aquí para allá, sin alcanzar nunca una configuración y una contextura clara. Y la falta de configuración no tiene nada que ver con la naturalidad. Por otra parte, el que intenta dominar la propia naturaleza, encauzar los instintos y darles una forma apropiada, aun cuando haya recibido esa forma prehecha desde fuera, ése puede que alcance a proporcionar a esa forma el espacio necesario para su desarrollo; sin olvidar, sin embargo, que puede violentarla, y en lugar de una naturaleza libremente constituida produce un monstruo o un mamarracho.
Nuestro conocimiento es siempre fragmentario; nuestro querer y nuestro obrar, cuando reposan sólo sobre sí mismos, no pueden crear ninguna forma acabada, pues ellos mismos no tienen absoluto poder sobre sí y se desplomarían antes de alcanzar su objetivo. Esa fuerza interior configurante, que se encuentra contenida en sus propias fronteras, se dirige hacia una luz que la guía con paso seguro y hacia una fuerza que la libera y que le proporciona el espacio necesario para desarrollarse. Esa es la luz y la fuerza de la Gracia divina.
La obra de la Gracia en el alma de la niña Isabel fue muy poderosa. La gracia ardía en su interior y las llamas refulgentes del amor divino se elevaban rompiendo todas las barreras y fronteras. La niña puso su vida en las manos del artista divino y su voluntad se convirtió en un instrumento de la voluntad divina. Guiada por ella se propuso dominar y podar su naturaleza y abrir el camino para la manifestación de la forma interior. Isabel pudo encontrar también una forma exterior que correspondía a la suya interior, y en la cual podía crecer sin perder su ordenación natural. Así fue como ella ascendió a los niveles de una humanidad acabada, que es el efecto más puro de la naturaleza liberada y transfigurada por la fuerza de la gracia. En ese estadio carece de peligro el seguir las inclinaciones del corazón, pues el corazón propio ha penetrado en el corazón divino y late con su misma cadencia y ritmo. La frase audaz de San Agustín puede llegar a ser en este caso el hilo conductor de toda la vida:
 
“AMA ET FAC QUOD VIS”
“AMA Y HAZ LO QUE QUIERAS”
 
SOBRE LA HISTORIA Y EL ESPÍRITU DEL CARMELO
 
 
1       Hasta hace algunos años era muy poco lo que salía del recogimiento de nuestros claustros al mundo exterior. En la actualidad esa situación ha variado bastante. Se habla mucho del Carmelo y existe el deseo de saber, por lo menos, algo sobre la vida que se desarrolla detrás de esos altos muros. Esa evolución hemos de agradecérsela, principalmente, a la gran santa de nuestro tiempo, que conquistó el mundo católico con una rapidez admirable: Santa Teresa del Niño Jesús. Además de ella, la novela carmelita de Gertrud von Le Fort (Die letzte am Schafot, Kösel, München, 1931) orientó la mirada de los círculos intelectuales de Alemania hacia nuestra Orden, de la misma manera que el hermoso prólogo que ella escribió a las cartas de María Antonieta de Geusers (M.A.de Geusers, Cartas al Carmelo, Pustet Regensburg, München, 1934).
¿Qué sabe el católico medio acerca del Carmelo? Que es una Orden de penitencia estricta, quizás la más estricta de todas, y que de ella proviene la vestimenta santa de la Madre de Dios, es Escapulario marrón, que nos une con innumerables fieles en todo el mundo. La solemnidad de nuestra Orden, la fiesta del Santo Escapulario, el 16 de julio, es celebrada por toda la Iglesia. La mayoría de los creyentes conocen también, aunque no sea más que de nombre, a Santa “Teresita” y a la “Madre” Teresa, como nosotros la llamamos, o simplemente “La Santa”. Ella es considerada como la fundadora de la Orden de las Carmelitas Descalzas. Sin embargo, quien conoce un poco mejor la historia de la Iglesia y de la Orden sabe que nosotras veneramos al profeta Elías como a nuestro padre y guía, aun cuando muchos consideren que esto no es más que una leyenda de poca importancia. Nosotras, que vivimos en el Carmelo y que cada día rezamos a nuestro Santo Padre Elías, sabemos que él no es una figura de la prehistoria gris. Una tradición viviente nos ha legado su espíritu, que actualmente determina nuestra vida. Nuestra Santa Madre rechazó siempre enérgicamente la afirmación de que ella había fundado una nueva orden religiosa. Su intención no era otra que la de revivir el espíritu original de la antigua regla.
2       En las primeras palabras en que las Sagradas Escrituras nos hablan del profeta Elías se resume con brevedad y precisión el aspecto esencial de su carisma. El dice allí al rey Ajab: “Vive Yahveh, Dios de Israel, frente a cuyo rostro me encuentro. No habrá estos años rocío ni lluvia, más que cuando mi boca lo diga” (I Reyes 17,1). Esa es nuestra vocación, estar postradas frente al rostro del Dios viviente. El profeta nos ha dado ejemplo de ello, pues él mismo estuvo frente al rostro de Dios, que es el tesoro infinito, por el cual Elías abandonó todos los tesoros terrenales. El no tenía una casa y vivía allí donde el Señor se lo indicaba, en la soledad junto a la corriente del Kerib, en la pequeña casa de la pobre viuda de Sarepta en Sidón o en el monte Carmelo. Sus vestidos eran de pieles, como los del otro gran profeta y penitente, Juan el Bautista. La piel de los animales muertos recuerdan que el cuerpo de los hombres está también sujeto a la muerte. Elías no conoció la preocupación por el pan cotidiano y vivió siempre totalmente confiado a la asistencia del Padre celestial, que le protegía de manera admirable. Un cuervo le procuraba cada día su alimento en la soledad del desierto; en Sarepta se alimentaba de la harina y el aceite de la viuda piadosa, que se multiplicaba de manera milagrosa; finalmente, es alimentado por un ángel con el pan del cielo, antes de emprender su camino hacia el monte santo, donde se le habría de aparecer el Señor. Elías se convierte de esa manera para nosotros en un modelo de la pobreza evangélica, que nosotras mismas hemos prometido, y en una imagen auténtica del Salvador.
Elías se presenta ante el rostro de Dios, porque todo su amor le pertenece al Señor. Elías vive, además, fuera de toda relación humano-natural. Nada sabemos de su padre o de su madre, de una mujer o de un hijo. Sus “parientes” son aquellos que, como él, cumplen con la voluntad del Padre: Eliseo, a quien Dios hizo su discípulo y sucesor, y los “hijos de los profetas”, que le consideran su guía y conductor. Su alegría es la gloria de su Dios y el celo por su servicio le consume: “Ardo en celo por Yahveh, el Dios de los ejércitos” (esas palabras de Ireyes 19,10;14, fueron asumidas luego como lema en el escudo de nuestra Orden). A través de su vida penitente expió él los pecados de su tiempo, y la ignominia causada a Dios por el pueblo, que adoraba a los ídolos, le producía tales sufrimientos que llega a desearse la muerte. Dios le consuela en este dolor como sólo lo hace con aquellos que son sus preferidos: El mismo se le aparece en la soledad del monte y se le revela en la suave brisa después de la tempestad y le anuncia su voluntad con toda claridad.
3       El profeta, que sirve al Señor en la absoluta pureza del corazón y en el abandono de todos los bienes terrenales, es también para nosotros un modelo de obediencia. Elías se encuentra ante el rostro de Dios como los ángeles frente al trono del Eterno, aguardando sus indicaciones y constantemente dispuesto a servirle. Su voluntad es la voluntad del Señor. Cuando Dios se lo pide, se presenta ante el rey sin temor alguno y le transmite las noticias desagradables que despertarán su odio. Si Dios así lo quiere, se retira del país sumido en la violencia, pro retorna, aun cuando el peligro no ha desaparecido todavía, y todo por mandato divino. Quien permanece incondicionalmente fiel a Dios, ése puede estar seguro de la fidelidad divina. Ese puede hablar “como alguien que tiene poder”, puede hacer que el cielo se cierre o se abra y puede ordenar alas aguas que le dejen paso sobre ellas a pie seco; él puede traer fuego del cielo para consumir la ofrenda, llevar a ejecución la condena de los enemigos de Dios y dar a los muertos nueva día. Elías estaba armado con todos los dones de la gracia que el Salvador había prometido a los suyos. F0inalmente le es concedida la corona más grande de la gloria cuando, frente a los ojos de su fiel discípulo Eliseo, es arrebatado por un carro de fuego y llevado a un lugar misterioso, alejado de todas las ciudades de los hombres. Según las revelaciones del Apocalipsis, el profeta Elías volverá, cuando se acerque el fin del mundo, para sufrir por el Señor la muerte de los mártires en la lucha contra el Anticristo.
4       El día de su fiesta, que nosotros celebramos el 20 de julio, el sacerdote se presenta ante el altar con vestimentas rojas. Ese mismo día se convierte el convento de los Padres Carmelitas en el monte Carmelo, en el cual se encuentra la “Cueva de Elías”, en la meta de innumerables peregrinaciones. Judíos, musulmanes y cristianos de todas las confesiones compiten en la veneración del gran profeta. Nosotras le recordamos también en la liturgia de otro día, a saber, en la epístola y el prefacio de la “Fiesta del Monte Carmelo”, como acostumbramos a llamar la fiesta de la consagración del escapulario. Ese día damos gracias a nuestra Madre porque nos ha cubierto con el vestido de la salvación. Esta tradición surgió, sin embargo, mucho más tarde en occidente. En el año 1251 se apareció la bienaventurada Virgen María a Simón Stock, un inglés, general de nuestra Orden, y le entregó el santo Escapulario. El prefacio de la fiesta, por su parte, nos recuerda que Nuestra Señora del Monte Carmelo fue la que dio a sus hijos, muy lejos de la cuna original de nuestra Orden, un signo de su protección maternal. Ella, que fue revelada al profeta Elías en la imagen de la pequeña nube que anunciaba la lluvia y en honor de la cual los “hijos de los profetas” construyeron el primer santuario sobre el monte Carmelo. La leyenda de la Orden cuenta que la Madre de Dios visitaba con gusto a los eremitas del monte Carmelo, y es muy comprensible que se sintiera atraída hacia ese lugar donde desde muy antiguo se le deparaba una tal veneración y donde el Santo Profeta había vivido en el mismo espíritu del que ella había sido colmada durante su vida terrena. Durante su vida no hizo otra cosa que liberarse de todo lo terreno, para entregarse a la contemplación de Dios y amarle de todo corazón, para interceder por su gracia en favor del pueblo pecador, para ofrecerse ella misma en desagravio por su pueblo y para estar atenta a las inspiraciones del Señor como su humilde esclava.
Los eremitas del monte Carmelo vivían como hijos del gran profeta y “hermanos de la Virgen Bienaventurada”. San Bertoldo los organizó en una cenobio y por iniciativa de San Brocardo se hizo constar por escrito el espíritu que les había sido legado por sus antepasados; así nació nuestra Santa Regla. Ella fue escrita alrededor del año 1200 por San Alberto, patriarca de Jerusalén, y fue confirmada por el Papa Inocencio IV en 1247. En ella se resume, en una breve frase, el sentido de nuestra vida: “Que cada uno permanezca en su celda..., meditando día y noche en la ley del Señor y velando en oración, en tanto que no sea impedido por otros trabajos”. “Velando en oración...”, esto significa lo mismo que expresaba Elías con las palabras: “...postrados ante el rostro de Dios”. La oración no es otra cosa que la mirada del hombre dirigida hacia el rostro del Eterno. Esto sólo es posible si el espíritu está despierto hasta en sus últimas profundidades y liberado de todas las preocupaciones y satisfacciones terrenas que le aturden. Esa vigilia del espíritu no exige la del cuerpo y el descanso que exige la naturaleza no le obstaculiza. “Meditando la ley del Señor...”, ésta puede ser una forma de oración, si tomamos la oración en sentido amplio. Si nos referimos, sin embargo, al “velar en oración” como la penetración y el descanso en el misterio de Dios, que le es propia a la contemplación, en ese caso la meditación es sólo un camino hacia la contemplación.
5       ¿Qué es lo que se entiende por “ley del Señor”? El salmo 118, que rezamos todos los domingos y solemnidades en la hora prima, está imbuido por ese deseo de penetrar la ley del Señor y de dejarse conducir por ella a lo largo de la vida. Quizás el salmista pensaba en la ley del Antiguo Testamento, cuyo conocimiento exigía efectivamente la dedicación de toda la vida y su cumplimiento un ejercicio constante de la voluntad. Cristo, sin embargo, nos liberó del yugo de esa ley. La ley del Nuevo Testamento es el gran mandamiento del amor, sobre el cual Cristo dice que resume toda la ley y los profetas. El amor perfecto de Dios y de nuestro prójimo es, sin duda alguna, un objeto digno de contemplación para toda una vida. Todavía mejor, podemos interpretar a Cristo mismo como la ley del Nuevo Testamento, pues El nos dio ejemplo con su vida de cómo debemos vivir nosotros. Según esto, sólo podemos cumplir con nuestra regla si tenemos constantemente frente a nosotros la imagen del Señor, para ir asemejándonos cada vez más a ella. El Evangelio es el libro que nunca hemos de cesar de estudiar.
Por otra parte, no tenemos acceso a nuestro Redentor sólo a través de los testimonios sobre su vida, sino que El está constantemente presente en el Santísimo Sacramento. Las horas de adoración frente al Altísimo y la escucha atenta de la voz de Dios, presente en la Eucaristía, son “meditación de la ley del Señor” y “vigilia en la oración”, simultáneamente. El estadio más alto se alcanza, sin embargo, cuando la ley “vive dentro de nuestro corazón” (Salmo 118,11) y cuando estamos hasta tal punto unidos con el Dios Uno y Trino, del cual todos somos templo, que se Espíritu determina todo nuestro obrar. En ese estado no abandonamos al Señor, aun cuando estemos ocupados con trabajos que nos fueron encomendados por obediencia. El trabajo es inevitable mientras estemos sometidos a las leyes de la naturaleza y a las necesidades de la vida. Nuestra Santa Regla, además, nos ordena, según las palabras y el ejemplo de San Pablo, que nos ganemos el pan con el trabajo de nuestras manos; ese trabajo, sin embargo, tiene que tener un carácter servicial y de medio, y nunca de fin. El contenido auténtico de nuestra vida sigue siendo el estar postradas ante el rostro de Dios.
6       La conquista de Tierra Santa por el Islam expulsó a los eremitas del monte Carmelo. Hace trescientos años pudo ser reconstruido un santuario en honor de la Virgen en ese Monte Santo. El paso de la soledad del desierto a la vida agitada de los círculos culturales de occidente trajo aparejada una falsificación del espíritu original de nuestra Orden. Los muros protectores del recogimiento, la penitencia estricta y el silencio profundo se desplomaron, y por esas puertas abiertas penetraron las alegrías y las preocupaciones del mundo. Un ejemplo de esas casas de la Orden, que vivían según una regla suavizada, era el convento de la Encarnación, en Avila, donde ingresó nuestra Santa Madre Teresa en el año 1536. Durante decenios sufrió bajo de discrepancia entre el enredo en las relaciones mundanas y la inclinación por una entrega total a Dios. Pero el Señor no la dejó tranquila hasta que se liberó de todas las cadenas que la ataban al mundo para dedicarse con toda seriedad a la puesta en práctica de su principio, que dice: “Sólo Dios basta”.
El gran cisma de la fe, que flagelaba a la Europa de su tiempo, y la pérdida de tantas almas despertaba en ella el deseo ardiente de rechazar esa desgracia y de ofrecerse como reparación. En esa situación, Dios le inspiró la idea de fundar un convento con un pequeño rebaño de almas elegidas, donde se viviera según la regla y el carisma original, para servirle allí de la manera más perfecta. Después de luchas indecibles y grandes dificultades logró fundar el convento de San José, en Avila, y desde allí se extendió su gran obra de reforma. A la hora de su muerte se habían fundado treinta y seis conventos masculinos y femeninos de estricta observancia: la Orden del “Carmen Descalzo”. Los conventos de la reforma habrían de ser lugares donde se revivifique el espíritu del antiguo Carmelo. La regla original y las constituciones, elaboradas por la misma Santa Teresa, formaban el cerco con el cual ella quería proteger a su viña de todos los peligros exteriores. Sus escritos sobre la oración, que representan la exposición más perfecta y viva de la vida interior, son la herencia preciosa a través de la cual su espíritu vive aún hoy entre nosotras. El antiguo carisma del Carmelo, subraya ella, resurgió con más fuerza todavía, influenciado por las luchas de fe de su época, para reafirmar la expiación y apoyar a los servidores de la Iglesia que se encuentran en la vanguardia, frente a enemigo.
7       Como a nuestro segundo padre y maestro veneramos al primero de los carmelitas descalzos, San Juan de la Cruz. En él encontramos el espíritu de los viejos eremitas en su forma más pura. Su vida nos da la impresión de que él no hubiera conocido ninguna lucha interior. De la misma manera que, desde niño, había estado bajo la protección de la Madre de Dios, así se sintió atraído, al despertar de su conciencia, a la penitencia estricta y a la soledad, para liberarse de esa manera de todo lo terreno y alcanzar la unión con Dios. El fue el instrumento elegido para transmitir con su vida y con su palabra el carisma de nuestro santo padre Elías a la nueva corriente de vida carmelitana. El fue quien formó, junto con Santa Teresa, a la primera generación de los carmelitas y las carmelitas descalzas y, a través de sus escritos, nos enseña el camino de la “Subida del Monte Carmelo”.
Hijas de Santa Teresa, formadas personalmente por ella y por San Juan de la Cruz, fundaron los primeros conventos de la reforma en Francia y Bélgica; de allí pasó la Orden, con relativa rapidez, a la Renania. La revolución francesa y las luchas entre la Iglesia y el Estado en Alemania intentaron subyugarla con violencia, pero en cuanto la presión cesó un poco volvió a resurgir con nueva vida. En ese jardín floreció la “pequeña rosa blanca”, que rápidamente conquistó los corazones de los hombres, mucho más allá de las fronteras de la Orden. No sólo fue una intercesora milagrosa, sino también conductora de “las almas pequeñitas” en el camino de la “infancia espiritual”. Muchos conocieron ese camino a través de ella, pero pocos saben que éste no es un descubrimiento nuevo, sino e camino al cual conducen las condiciones de vida del Carmelo. La grandeza de la pequeña Santa consistió en que ella descubrió este camino con una penetración genial y le siguió con decisión heroica hasta el final. Los muros de nuestro convento circundan un pequeño espacio. Quien quiere construir allí el edificio de la santidad tiene que cavar profundamente y construir hacia lo alto; tiene que bajar a la profundidad de la noche de la propia nada para ser elevado hasta la luz del amor y la misericordia divinas.
8       No todos los siglos necesitan de una reforma grandiosa como la de nuestra Santa Madre Teresa, ni en todas las épocas existen tiranías que nos dan la posibilidad de apoyar nuestra cabeza en el cadalso para defender nuestra fe y el ideal de nuestra Orden, como en el caso de las 16 carmelitas de Compiegne; pero todas las que ingresen en el Carmelo tienen que entregarse totalmente al Señor. Sólo la que valore su lugarcito en el coro frente al Tabernáculo más que todas las glorias del mundo puede vivir aquí; y aquí encontrará, sin duda alguna, una felicidad como no la puede dar ninguna gloria del mundo. El orden de nuestro día nos garantiza horas de diálogo con el Señor, y sobre ellas se fundamenta nuestra vida. En el Carmelo rezamos el Breviario, lo mismo que los sacerdotes y las otras órdenes antiguas, y ese “Oficio Divino” es para nosotras, como para ellos, una obligación sagrada. Pero ése no es nuestro fundamento último. Lo que Dios obra en nuestras almas, en las horas de oración interior, está por encima de la mirada de los hombres; es gracia tras gracia, y todas las otras horas de nuestra vida son una constante acción de gracias por ello.
Para las carmelitas, en sus condiciones de vida cotidiana, no existe otra posibilidad de responder al amor de Dios que cumplir lo más fielmente posible con sus obligaciones diarias, hasta las más pequeñas; ofrecer los sacrificios más insignificantes, que exige de un espíritu vital la estructuración de los días y de toda la vida, hasta en sus detalles más pequeños, y esto día a día y año a año; presentar al Señor todas las renuncias que exige la convivencia constante con personas totalmente distintas a nosotras, y esto con una sonrisa en los labios.
A eso se agrega, además, lo que el Señor le pide a cada alma como sacrificio personal. Ese es el “caminito”, un ramo de florecillas insignificantes que son depositadas cada día frente a Santísimo, quizás un martirio silencioso que se extiende a lo largo de toda la vida y del cual nadie tiene noticia, pero que a la vez representa una fuente de paz profunda, de alegría y un manantial de la gracia que brota en medio del mundo, sin que nosotras sepamos a dónde se dirige y sin que los hombres que la reciben sepan de dónde viene.
  

TESTAMENTO
 
 
1       Según las prescripciones de nuestra Regla he escrito un testamento antes de mi primera profesión, el 21 de abril de 1935. Tal testamento fue guardado con los restantes en el Carmelo de Colonia. Antes de mi traslado a Echt, en diciembre de 1938, lo destruí, con a anuencia de la querida Madre Teresa Renata del Espíritu Santo, priora del Carmelo de Colonia, pues habría podido causar complicaciones en el paso de la frontera. De cualquier manera había perdido ya su valor a causa de la modificación de las circunstancias. Este escrito tenga entonces la validez de un testamento. Apenas me queda algo sobre lo cual pueda disponer, pero, en caso de mi muerte, puede que sea una ayuda para los superiores conocer mi parecer al respecto.
Los libros que traje conmigo, en tanto que no sean puramente científicos y de poca utilidad para las hermanas, prefiero dejarlos naturalmente al convento. Los libros de carácter científico serán recibidos seguramente con mucho aprecio por nuestros Padres Carmelitas, los Trapenses o los Jesuitas.
2       Ruego también que se revisen mis manuscritos y, según un criterio recto, sean destruidos, integrados a la biblioteca o regalados como recuerdo. La historia de mi familia ruego que no sea publicada mientras viva todavía alguno de mis hermanos y pido también encarecidamente que no les sea entregada a ellos. Solamente Rosa podría tener acceso a ella, y después de la muerte de mis otros hermanos, sus hijos. Sobre su publicación puede decidir directamente la Orden.
Tengo también dos manuscritos de unos amigos extranjeros. Si no los han recogida antes de mi muerte, rogaría que les fueran entregados a sus respectivos dueños, juntamente con algún pequeño recuerdo de mis propios manuscritos. Las direcciones son:
Dr.Winthrop Bell, Chester, Nova Scotia, Canadá.
Prof. Dr. Roman Ingarden, Lewov (=Lemberg). Polen Jabtonowskiel, 4.
 
3       Los manuscritos están señalados con los respectivos nombres en los sobres. Si mi libro sobre “El Ser infinito y eterno” no hubiere sido publicado antes de mi muerte, le pido a nuestro Rvdo. Padre Provincial se ocupe generosamente del término de la impresión y de su publicación. Con este fin adjunto una copia del contrato con la editorial. Ya que ese contrato fue hecho por el Carmelo de Colonia, sería necesario el acuerdo del mismo, así como el del editor, Otto Borgmeyer, en Breslau, para la realización de uno nuevo.
Agradezco de todo corazón a mis queridas superioras y a todas las queridas hermanas el amor con que me han acogido y todo lo bueno que se me dio en esta casa.
Desde ahora acepto con alegría, y con absoluta sumisión a su santa voluntad, la muerte que Dios ha preparado para mí. Pido al Señor que acepte mi vida y también mi muerte en honor y gloria suyas; por todas las intenciones del Sagrado Corazón de Jesús y de María; por la Santa Iglesia y, especialmente, por el mantenimiento, santificación y perfección de nuestra Santa Orden, en particular los conventos Carmelitas de Colonia y Echt; en expiación por la falta de fe del pueblo judío y para que el Señor sea acogido por los suyos; para que venga a nosotros su Reino de Gloria, por la salvación de Alemania y la paz en el mundo. Finalmente, por todos mis seres queridos, vivos y muertos, y todos aquellos que Dios me dio. Que ninguno de ellos tome el camino de la perdición.
 
Viernes de la Octava de Corpus Christi
9 de junio de 1939
En el séptimo día de mis ejercicios
 
+ En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
 
Sor Teresa Benedicta de la Cruz OCD
 

 

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