Origen y caracteres del movimiento. Es el primer movimiento pictórico francés, en sentido cronológico de los varios novecentistas que habían de sucederle, y que se caracterizó por su exaltación del color puro, con independencia absoluta de lo que tratase de representar y colorear. Se inició en 1905 y contó con muy breve vida como tal movimiento orgánico, pero sus consecuencias han sido largas y conspicuas a lo largo de todo el siglo. Antes de pasar adelante, es imprescindible decir que no fue precedido de ningún programa o manifiesto, y que sus exaltaciones de tipo doctrinal han resultado ser póstumas, o, por lo menos, muy posteriores a su momento triunfal. En cuanto a la denominación, merece ser explicada en este mismo momento, ya que su invención es coetánea de la primera actividad de dicho movimiento. En el Salón de Otoño de París, en 1905, una sala había quedado reservada a Henri Matisse (v.) y a los pintores de estética próxima al ilustre maestro. Todos ellos fueron anatematizados por los críticos más en boga a la sazón, y Camille Mauclair habló de «un bote de colores arrojado al rostro del público», e incluso Gustave Geffroy, más abierto a las nuevas tendencias, lamentó lo que llamaba excentricidades coloreadas. Louis Vauxcelles, crítico del Gil Blas, resultó ser un poco más ingenioso: advirtiendo que el centro de la sala estaba ocupado por un torso infantil y un busto femenino, ambos de estirpe florentina, dio su opinión con estas palabras: «Donatello parmi les fauves!». Es innecesario recordar que fauves, en francés, significa fieras, y el dicterio, que no tardó en lograr fortuna, convertía en fieras del color a Matisse y a sus amigos.
El nombre ha persistido, sin protesta de los así aludidos, y nadie soñó en sustituirlo por otro menos peyorativo. Es de creer que incluso los propios motejados por el mismo lo recibieran con agrado. Y entendemos que hicieron bien. El f. era algo así como la reversión violenta, y hasta violentísima, del impresionismo (v.) Estancada la doctrina visual y óptica de este movimiento, pudiéramos decir que burocratizada y vulgarizada, sus sabidos secretos eran del dominio común y ya nada decían al espíritu. Pero importaba sanear y actualizar el gran don colorista que había proporcionado. ¿Cómo? Rechazando los postulados tradicionales, todavía vigentes, que se refirieran a la lógica del color, a la moderación de la pincelada, a la respetabilidad general del cuadro terminado. En verdad, ya habían transcurrido unos 35 años desde la aparición del impresionismo, y nos encontrábamos en otro siglo.
Principales representantes. Como suele acaecer en estas eclosiones súbitas de un estilo o movimiento estético, éste nació simultáneamente en tres grupos, prontamente unidos, grupos que ha delimitado sagazmente J. Leymarie: los alumnos del taller de Gustave Moreau y de la Académie Carriére: Matisse, Albert Marquet, Charles Camoin, Henri Manguin y lean Puy; la pareja de Chatou, Maurice Vlaminck (v.) y André Derain (v.) y el trío de El Havre: Othon Friesz, Raoul Dufy y Geor7 ges Braque. Se les añadiría por su cuenta el holandés Kees Van Dongen, que no tardaría en ser uno de los más exaltados. Es evidente y era obligado que la unión de convicciones de tales hombres remacharía la agresividad fauve. Si ésta pudo parecer en los primeros momentos no otra cosa que un recalentamiento de la violencia cromática de Van Gogh (v.), los resultados inmediatos pronto fueron más lejos.
El jefe y maestro indiscutido es H. Matisse, cuya honradez de procedimientos le había obligado incluso a pasar por una fase puntillista (v. NEOIMPRESIONISMO) para probar qué era posible extraer de la doctrina de Georges Seurat (v.). Pronto vio que nada o muy poco. La franqueza de pincelada, progresivamente gruesa, la ninguna mezcla de colores, el respeto por la calidad de éstos tal y como salían del tubo oprimido, se conjugaba con una espléndida arbitrariedad de factura. Los accidentes dibujísticos del cuadro quedaban construidos mediante la opulenta vigencia del color puro, con predominio de los primarios, hasta el punto de que una sombra puede ser indistintamente roja o azul, pero de rojos y azules intensísimos. Ha comenzado en la pintura francesa toda una fiesta de color puro, de maravillosas elocuencia y seducción; fiesta que, por otra parte no trata de justificarse ni respaldarse por ninguna especie de gramática. Pero acaso se perdió en su propia opulencia. Realmente, el grupo, en su sentido cohesivo y militante, no llegó a durar cinco años de edad. Otra cuestión diferente es que sus componentes, luego aislados, permanecieran más o menos fieles a la doctrina inicial, por cuanto contenía de brío, de novedad y de pureza. Precisamente por ello, la suma de fecundidades individuales fue tan espléndida. Véase en los artículos de esta obra dedicados a G. Braque -el irremediable evadido al cubismo-, a Matisse, Derain y Vlaminck, y pasemos ahora a ocuparnos de los restantes adheridos.
Uno de ellos, el bordelés Albert Marquet (1875-1947) era sin duda el más comedido, el más apagado de color, pero también, y ello resultaba lógico, el más delicado, como muy delicioso dibujante. Charles Camoin, de Marsella (1879) también podría ser considerado sólo como moderadamente fauve, pues si lo fue en los procedimientos, como en su admirable retrato de Marquet, de 1904, no tanto así en la programática efusión colorista. HenriCharles Manguin (1874-1949) hizo una pintura específicamente fauve, encantadora y fácil, muy controlada por su innato buen gusto. Y Jean Puy, de Roanne (1876-1960), puede considerarse como artista menor, y su f., aun datado anteriormente que el de Matisse, gustó mayormente de los tonos apagados, ondeando en toda su pintura un sano criterio de discreción y ordenación. En cuanto a Kees Van Dongen, n. en 1877 en Delfshaven, Holanda, m. en Montecarlo, en 1968, fue, sin disputa, uno de los más atrevidos en esta explotación del color por el color. Al revés que la mayor parte de sus compañeros, prefería la figura humana a todo otro género, y la traducía a ricas violencias cromáticas. Sin embargo, su propia destreza le perdió y le llevó, luego de una gloriosa época de digna bohemia, a convertirse, por los años veinte, en el retratista obligado de la sociedad mundana y superficial.
Con ello, tan sólo falta presentar a dos de los pintores de El Havre. Uno de ellos, Othon Friesz (1879-1949), perteneció de modo breve y brillante al grupo, perdiéndose luego en una evolución personal de menguado interés. No así su compatriota, el delicioso y delicado Raoul Dufy (v.), 1877-1953, todo él sensibilidad y cuya etapa acaso menos importante y personal fuera precisamente la fauve. Rebasada ésta, siguió fiel a la doctrina del color puro, pero haciéndolo preciosamente compatible con una sorprendente brujería de grafismo lineal de sin igual encanto. Dufy logró la definitiva celebridad con sus cuadros de argumento festivo, circos, playas, regatas, casinos, carreras de caballos, etc., que dejarán siempre de él la idea de uno de los maestros más optimistas de la paleta contemporánea. Era muy afortunado su expediente de compartir un cuadro en dos o tres grandes manchas de color puro y dibujar sobre ellas sin que éste guardara ninguna relación con el grafismo. Y fue, en suma, un prodigioso cantor de la ternura y de la gracia. Pintores fauves fuera de Francia. Tras Dufy, nada ganaría este panorama con aducir otros nombres franceses, mientras parece más importante indagar otros de extranjeros concomitantes con el movimiento que nos importa. Aunque en determinados casos sea ardua tarea la de separar la esencia fauve de la expresionista (v. EXPRESIONISMO) y decidir qué pueda haber del último propósito en ciertos cuadros de Karl Schmidt-Rottluff o del propio V. Kandinski (v.), no hay duda de que merece el dictado de fauve Alexei von Jawlenski, ruso (1864-1941), antiguo oficial de la guardia del zar, que abandonó su carrera militar para entregarse en cuerpo y alma a la pintura, utilizando una violencia y exuberancia cromática de la que no tendrá pequeña responsabilidad el arte popular ruso, y que, sin embargo, coincide, un tanto extrañamente, con muchos procedimientos del culto e intelectual Matisse. En otros países, el advenimiento del f. ha sido tardío y desconectado en fecha del francés. En España, p. ej., ha tenido éxito esta tendencia, durante los últimos 30 años, con la doble capitalidad de Barcelona y Madrid. En la primera, no pueden omitirse los nombres de José Manpou (1888-1968), Jaime Mercadé (18891967), Miguel Villá (1901), Ramón Rogent (1920-55) y Manuel Capdevila (1910). En el resto de España, confluyen en la tendencia, con modalidades de muy varia personalidad, Joaquín Vaquero (1900), Benjamín Palencia (v.), Rafael Zabaleta (v.) y Godofredo Ortega Muñoz (v.), n. en 1905. Un cotejo de unos y otros artistas, a partir de Matisse, nos llevará a la segura convicción de que el f., mucho más que un movimiento plástico de carácter orgánico y dogmático, es, con más posibilidades de acierto, definible como una postura nata de artista respecto a las posibilidades constructivas de los colores.
J. A. GAYA NUÑO.
BIBL.: G. DIEHL, Les Fauves, París 1943; G. DUTHUIT, Les Fauves, Ginebra 1949; J. E. MÜLLER, Le Fauvisme, París 1956; J. LEYMARIE, Le Fauvisme, Ginebra 1959; P. COURTHION, Raoul Duly, Ginebra 1951; J. LASAGNE, Duly, Ginebra 1954; C. WEILER, Von Jawlensky, Wiesbaden 1955; J. P. CRESPELLE, Los Fauves, Barcelona 1963; D. MATHEws, El Fauvismo, Buenos Aires 1965.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991
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