SAN FAUSTO DE RIEZ, que murió entre 490 y 500. Era de origen bretón, había sido abad de Leríns y luego obispo de Riez, en Provenza. Combatió el arrianismo y el macedonianismo, por lo que el rey visigodo Eurico le condenó al destierro, donde pasó ocho años; junto con Casiano defendió el semipelagianismo. A estos temas corresponden sus obras: tres libros Sobre el Espíritu Santo y otros dos Sobre la gracia de Dios; de él tenemos también algunas cartas y sermones.
Sermones
Al tercer día se celebraron unas bodas. Estas bodas significan la celebración festiva y gozosa de nuestra salvación, que nos viene de la confesión de la Trinidad y de nuestra fe en la resurrección, como insinúa el significado místico ternario de la expresión al tercer día.
En este mismo sentido nos habla otro pasaje evangélico de cómo la vuelta del hijo pródigo, que representa la conversión de los gentiles, se celebrada con músicas y danzas y con vestiduras nupciales.
Así pues, el Señor, como el esposo que sale de su alcoba, bajó a la tierra para, mediante su encarnación, unirse en matrimonio con la Iglesia, reunida de entre los gentiles, a la que dio arras y dote: arras, cuando Dios se unió al hombre; dote, cuando fue inmolado por la salvación del hombre. Las arras significan la redención actual; la dote la vida eterna. Aquello que externamente era un milagro es también, si se penetra en su significado, un misterio. Si lo consideramos atentamente, descubriremos en aquella agua convertida en vino una cierta similitud con el bautismo y la regeneración cristiana. Aquella transformación intrínseca de un elemento en otro, aquella misteriosa conversión de una creatura inferior en otra de distinta especie y superior es una anticipación simbólica de nuestro segundo nacimiento. El agua que ahora es transformada habría de realizar luego la transformación del hombre. Por obra de Cristo se produce en Galilea un vino nuevo, esto es, cesa la ley y le sucede la gracia; es retirada la sombra y se hace presente la realidad; lo carnal es equiparado a lo espiritual; la antigua observancia se transforma en el nuevo Testamento: como dice el Apóstol: Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado; y, del mismo modo que el agua contenida en las tinajas, sin mermar en su propio ser, adquiere una nueva entidad, así también la ley no queda destruida con la venida de Cristo, al contrario, queda clarificada y ennoblecida.
Como faltase vino, Cristo suministra un vino nuevo; bueno es el vino del antiguo Testamento, pero el del nuevo es mejor; el antiguo Testamento, que observan los judíos, se diluye en la materialidad de la letra, mientras que el nuevo, al que pertenecemos nosotros, nos comunica el buen sabor de vida y de gracia.
Buen vino, esto es, buen precepto es aquel de la ley antigua: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero mejor y más fuerte es el vino del Evangelio, que nos manda: Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y haced bien a los que os odian.
(5, 2; Liturgia de las Horas)
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