El 31 de octubre del año 1517 un
monje muy cabreado agarró un martillo, cuatro clavos y se fue a la iglesia de Witenberg,
en Alemania. Sacó un papel con noventa y cinco cláusulas escritas, lo dejó clavado
en la puerta y se volvió a su convento agustino con el martillo, pero más desahogado.
El monje se llamaba Martín Lutero y ese día, con aquel monumental enfado, nació
la Reforma protestante. ¿Por qué renegó Lutero de la fe establecida? Porque Roma
era un despiporre. Los papas eran unos negociantes, corruptos la mayor parte de
las veces. El que no tenía cinco hijos al retortero tenía tres amantes. Compraban
Estados, vendían indulgencias, se asesinaban unos a otros, se robaban las novias
... y aquel 31 de octubre Lutero dijo «hasta aquí hemos llegado».
En Roma, al principio, no le tomaron
muy en cuenta. No era la primera vez que alguien se quejaba. Pero al papa León
X se le escapó un pequeño detalle en esta ocasión. La imprenta ya estaba en marcha y cualquier cosa tenía repercusión. Eso ocurrió con las noventa
y cinco tesis de Lutero, que en poco tiempo las conoció toda Alemania. Y si algo
enfadaba especialmente a los alemanes era la venta de indulgencias, un invento
papal de lo más rentable que no servía absolutamente para nada.
En aquel siglo XVI, la muerte estaba
más que presente. Todo el mundo andaba muy preocupado por no acabar en el purgatorio,
un estado intermedio inaugurado por el Vaticano en el siglo XIII, situado entre
el cielo y el infierno y con lista de espera para ir a uno u otro sitio. Como
en Roma necesitaban hacer caja, se dijeron: pues para que la gente no se muera
tan preocupada les vendemos una milonga. O sea, las indulgencias. Al que las
compre le colamos en el purgatorio y le aseguramos plaza en el cielo. Y la
gente compraba. Y Roma prosperaba.
El camelo de las indulgencias no fue
lo único que enfrentó a Lutero con Roma. Dijo también que qué era eso del
celibato, así que fue y se casó. Y encima se casó con una monja. Pero es que luego predicó la Biblia en lengua vulgar, porque en latín no había Dios que
la entendiese. Y así una tras otra. Lutero quiso incordiar hasta después de muerto
y redactó un epitafio que no se atrevieron a poner: «Durante mi vida fui tu peste,
papa. Con mi muerte, seré tu muerte». La maldición no se ha cumplido, pero sí
hizo bastante la puñeta. El Vaticano perdió la mitad de la clientela.
Nieves Concostrina.
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